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Poder y desaparición. Los campos
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LECTURA RECOMENDADA
Política y/o violencia
(fragmento) | Los usos políticos de
la memoria (fragmento) | Eduardo
Luis Duhalde - El estado terrorista argentino
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Pilar
Calveiro. Argentina, es doctora en Ciencias Políticas egresada de la Universidad
Nacional de México. Se exilió en ese país tras haber permanecido secuestrada en
la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) durante la dictadura militar de los
setenta. Es autora de numerosas investigaciones publicadas en México, Argentina
y Francia, y actualmente profesora investigadora de la Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla. Publicó Poder y desaparición, los campos de concentración en
Argentina (Colihue) y Desapariciones, memoria y desmemoria de los campos de
desaparición argentinos.
Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina
Este trabajo, parte de la tesis doctoral de la autora, se examinan
las formas que adquirió el poder ejercido en la Argentina durante
los años del gobierno militar. Los campos de concentración son presentados
aquí como un concepto político que toma su energía de un intento
de reconstruir la figura de lo humano bajo el imperio del terror
y la tortura. Por medio de una aguda y lúcida reflexión, la autora
entrelaza su experiencia personal y su vocación teórico-crítica para
pensar los límites de lo político, y escribe un texto fundamental
para comprender aspectos de una época terrible que dejó huellas
profundas en la sociedad argentina.
Fisuras del poder
Entrevista por María Moreno (Página|12)
Pilar Calveiro nos recuerda que olvidar la resistencia de las víctimas
es pensar que puede haber un poder total que es una ilusión del
Estado, algo imposible precisamente porque los sujetos son activos
y siempre están buscando y encontrando las formas de escapar. Y
que entre los sobrevivientes de los campos de concentración hubo
muchas mujeres, seres especialmente entrenados culturalmente para
invertir las desventajas y hacerlas jugar a favor aun en circunstancias
límites Por María Moreno Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta
en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder
con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla”.
Con esta dedicatoria comienza Poder y desaparición (los campos de
concentración en Argentina), de Pilar Calveiro, un libro cuya radical
importancia quizás no ha sido aún del todo reconocida en la Argentina.
Editado por Colihue, la única editorial que aceptó el desafío en
un tiempo en donde la historia parece pasar sólo por el lecho de
los héroes para instalarse en el mercado, o por los ideales para
instalarse en la nostalgia, es quizás el que con más justicia se
merece el acápite que patrocina la colección en que fue incluido
y que se llama Puñaladas, ensayos de punta: “Libros para incidir.
Relámpago de ideas sobre un cuerpo, deseo de abrir fisuras en el
debate argentino”. Pilar Calveiro, sin embargo, no tramó sólo ideas
sobre un cuerpo, sufrió en el propio los efectos del secuestro,
la tortura y la desaparición –incluso la fractura múltiple en un
intento de fuga– luego de que el 7 de mayo de 1977 fuera llevada
por un comando de Aeronáutica al centro de detención Mansión Seré.
Liberada un año y medio más tarde en la ESMA, estudió politicología
en México, recogió testimonios de sobrevivientes y, luego de las
vacilaciones propias de vincular su pasado como militante, su sobrevivencia
a los campos de concentración, su presente de exiliada y su condición
de académica, llegó el momento de despejar en acción intelectual
esa certeza de Hannah Arendt –figura que cita en el libro– de que
“cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración
es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado
decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado
por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiera
confundido una pesadilla con la realidad”. En Poder y desaparición
Pilar Calveiro realiza casi una taxonomía del poder desaparecedor,
persuadida de que describir y detallar sus efectos jamás podrían
ser confundido con una justificación sino que cumplen una función
políticamente eficaz: la de materializar ese poder, es decir ponerle
límites que le quiten su carácter omnipresente y por eso al mismo
tiempo invisible.
El análisis de Calveiro renuncia a las lógicas binarias –que ella
encuentra propias del autoritarismo– sobre todo la que divide la
experiencia de los campos en la de héroes y traidores “no sólo porque
es injusta sino porque es insuficiente. No da cuenta de todas esas
cosas que ocurren no digo en el medio –no hay dos extremos y en
el medio algo de la gama del gris–, lo que hay es otras cosas que
no entran en esa lógica y que implican un análisis más complejo”.
Para Calveiro los desaparecidos son personas que simultáneamente
pudieron resistir, someterse, confrontarse, haciendo todo eso a
la vez. Y, si en Poder y desaparición no hay especiales marcas de
género, pueden sospecharse desde la elección inicial de los testimoniantes
que agrega a la extensa documentación existente y a los antecedentes
internacionales dejados, entre otros, por Bruno Betelheim, Tzvetan
Todorov y Hannna Arendt. “Me centré en cuatro: Graciela Geuna (Ejército),
Martín Gras (Armada), Luis Tamburrini (Aeronáutica) y Ana María
Careaga (Policía). Elegí uno por fuerza para evidenciar las similitudes
del plan general. También tomé dos hombres y dos mujeres porque
hombres y mujeres tienen maneras diferentes de testimoniar. Los
hombres tienden mucho más a la precisión en cuanto a los nombres,
los lugares, son como más objetivos entre comillas. En cambio algunos
de los testimonios de las mujeres además de dar información entran
de lleno en la vivencia. En ese sentido el testimonio de Ana María
Careaga, como el de Graciela Geuna, son joyas porque siempre están
yendo y viniendo de la información que dan a una valoración cualitativa
de esa información. A mí me encantó la forma en que Graciela Geuna
describe a sus captores. No sólo menciona la edad, los rasgos físicos
sino que siempre habla de otros rasgos personales, si son exaltados,
si son cobardes, inteligentes, crueles o estúpidos. Siempre habla
de personas, con rasgos específicos. El de Martín Gras es muy lúcido
como análisis político y el de Tamburrini es muy claro para explicar
la situación interna de ellos en el momento en que se produce la
fuga, como acto desesperado. –Esa experiencia que contás de Blanca
Buda desdoblándose y viéndose desde afuera en plena tortura suena
a algo de un orden esotérico, lo que algunas prácticas espirituales
han intentado mediante un largo camino. –Para mí es una experiencia
real, de la que yo no tendría la menor duda. Ahí tenés un ejemplo
de cómo las mujeres suelen hacer un relato diferente. Y ese relato
va mucho más allá de la información de quiénes la estaban torturando
o en qué circunstancias, sino que habla de lo que le ocurrió a ella
como experiencia personal. En esa dimensión de lo vivencial hay
mucho por trabajar.
Mujeres son las nuestras
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–Existe un párrafo en Poder y desaparición
en donde se describe el arquetipo que las Fuerzas Armadas tenían
de las guerrilleras: “Las mujeres ostentaban una constante libertad
sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas esposas y particularmente
crueles. En la relación de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse
con hombres menores que ellas para manipularlos.” –Yo diría que,
en términos generales, para ellos la “subversión” era “peligrosa”
no solamente en términos políticos. Lo que llamaban sedición tenía
que ver con la ruptura de valores morales, familiares, religiosos.
La subversión era algo que iba más allá de lo político. Yo creo
que aun en su visión muy elemental tenían razón.
Efectivamente nuestra generación se había planteado algo más que
el problema del poder del Estado o de cuál era el sistema político
con el que se debía regir la sociedad; se planteaba también otras
formas de abordar la relación familiar, la relación de pareja, la
paternidad y la maternidad, la religiosidad; toda esa serie de cuestionamientos
que se dieron a fines de la década de los sesenta y que modificaban
el lugar de la mujer en la sociedad. Entonces la visión que los
militares tenían de las mujeres estaba muy ligada a esto; las veían
como doblemente subversivas, tanto del orden político, como del
orden familiar. Habían roto con el lugar que les tocaba de madres
y esposas para lanzarse, “seguramente”, al sexo desenfrenado. En
mi primer testimonio ante la Conadep, yo contaba que en Aeronáutica,
durante la tortura, simultáneamente me preguntaban cosas tan disímiles
y absurdas como cuál era la dirección adonde vivía Firmenich y a
cuántas orgías había asistido.
–Es notable cómo ellos visualizaban juntas a todas las “subversiones”,
mientras que en las prácticas había fricciones entre las “vanguardias”
políticas, estéticas y sexuales.
–Nosotros inicialmente, es decir a fines de los sesenta, estábamos
en esa búsqueda mucho más integral de la que te hablaba antes, pero
en la medida en que la lucha se fue haciendo cada vez menos política
y más militar, en que las organizaciones adoptaron una estructura
más aparatista e institucionalizada, se incrementó el peso de una
moral clase mediera catolicona, de la que venía gran parte de los
cuadros dirigentes de distintas organizaciones, y se perdió mucho
de lo que había sido ese primer interés.
–¿Existieron debates en torno de la cuestión de género?
–Más que debates existieron cambios que hoy pueden parecer poco
significativos, de una transformación corta, pequeña, de una visión
muy escasa, pero que en su momento fueron importantes. Creo que
lo que se dio entre las mujeres fue una incorporación a las prácticas
hasta entonces propias de los hombres, entre ellas una incorporación
muy significativa a la militancia política en general y a la militancia
armada en particular. Este fue un momento de la lucha de las mujeres.
Se trató más de ocupar un terreno hasta entonces prácticamente vedado
que de defender las particularidades de lo femenino. Por otra parte,
se pensaba que la situación de desigualdad de la mujer se resolvería
mágicamente una vez instaurada una nueva sociedad, de manera que
se postergaba este debate como secundario con respecto de la transformación
social y política.
–¿Cómo eran miradas por los varones, aquellas de las que se decía
“mujeres son las nuestras, las demás están de muestra”.
–Había un reclamo muy fuerte hacia las mujeres para que actuáramos
en términos de una igualdad entre comillas –es decir, la demanda
de igualdad en condiciones desiguales–, un reclamo de que hiciéramos
lo mismo que los hombres, que nosotras tendíamos a aceptar como
válido. Y creo que nosotras nos planteamos como desafío esto: ser
capaces de asumir las mismas responsabilidades que los varones.
Sin embargo, había muchas desigualdades, evidentes y sutiles, como
una forma de organización y de prácticas políticas básicamente masculinas,
pensadas por hombres, para hombres, más accesibles, desde lo culturalmente
establecido para los hombres que para las mujeres. Por ejemplo,
era muy difícil conciliar la militancia con la maternidad, que aunque
mucho más compartida con los hombres seguía siendo, de todos modos,
fundamentalmente femenina. En términos organizacionales, la Conducción
Nacional de Montoneros fue, salvo la honrosa excepción de Inés Carazo,
ocupada por hombres. Sin embargo, hubo cierto sentido de igualdad
entre los géneros, de reconocimiento de la paridad del otro como
un interlocutor válido y como compañero o compañera de una ruta
en la que se ponía en juego nada menos que la vida.
Cautivas en acción –Hubo un gran número de sobrevivientes mujeres,
¿eso les da un plus de sospecha? –Yo creo que la situación de desventaja
que las mujeres tienen en cualquier esquema machista puede invertirse
y jugar a favor en determinadas circunstancias. En algunos casos,
se puede considerar que ocurrió esto en las circunstancias de secuestro.
–Quizás por su saber sobre la subjetividad y su cultura de “tretas
del débil”.
–De hecho hay una sobrerrepresentación de mujeres en el universo
de los sobrevivientes. Yo creo que en algunos casos pudo haber ventajas
relativas para las mujeres, en las que confluyeron muchísimos elementos.
Uno de ellos es que la propia visión masculina las puede percibir
como “monstruos mayores”, como se mencionó antes, pero también como
menos peligrosas, como enemigo menor, como más débiles, como menos
responsables de sus actos. También, en este sentido, abundó la idea
de que las mujeres habían sido puestas en riesgo por la “irresponsabilidad”
de sus maridos, de la que los militares podrían aparecer como “salvadores”,
en contados casos, muy específicos. Por otra parte, todos los ejércitos
han tratado de adueñarse de las mujeres de los vencidos y entonces,
el hecho de preservar a aquellas que casualmente fueran esposas
o compañeras de dirigentes políticos es también una forma de apropiación
de sus vidas y, en algún sentido indirecto, en el imaginario, una
forma de poder sobre los hombres, los otros hombres que teóricamente
poseían a esas mujeres. Creo que eso también puede haber jugado
como un elemento importante. Pero tampoco se puede soslayar que,
si el hombre está socialmente preparado para actuar de una manera
mucho más frontal, la mujer conoce mejor lo que podríamos llamar
resistencia. Sabe cómo moverse lateralmente, rodeando los fenómenos,
manejándose de manera subterránea, indirecta y esto le permitió,
en algunos casos, actuar con más habilidad en la situación de secuestro,
buscando resquicios y encontrándolos, cuando la suerte la acompañó.
Si no me equivoco, se registró algo parecido en los campos de concentración
nazis.
–¿Cuáles eran los indicios de “recuperación” en el caso de las mujeres?
–Ellos habían creado un estereotipo que les permitiera odiar y eliminar
al otro porque así se procede en cualquier proyecto autoritario
de exterminio. Ahora, lo que va a pasar en la convivencia con los
prisioneros es que los sujetos con que ellos se encuentran no corresponden
con este estereotipo. Y esas mujeres que ellos habían construido
como crueles, frías, malas madres y peores esposas, tampoco coincidían
con las que tenían enfrente. En el caso de la Armada –porque la
Aeronáutica no se planteó ninguna recuperación, sino el simple exterminio–
lo que los marinos llamaban recuperación, con toda la ambivalencia
de esta figura, tenía que ver con que una mujer recuperara las conductas
y los roles tradicionales. En alguna medida, asumirse como el convencional
objeto de complacencia, es decir, no agresiva, arreglada físicamente,
cuidada, dedicada a la atención de otros, en particular de la familia
y, sobre todo, centrada en los hijos. –¿Las violaciones eran un
plus dentro de la experiencia del campo o tenían una resonancia
especial?
–La violación estaba comprendida dentro de la experiencia de la
tortura. Era una parte más de ese procedimiento de múltiples vejaciones
del cuerpo, que se practicaba por oficio en la mayor parte de los
campos de concentración. Tal vez donde menos registro hay de esta
práctica es en la Escuela Mecánica de la Armada.
–¿Había fuerzas que ya fuera por convicciones religiosas o por cualquier
otro motivo “respetaban” en ese sentido?
–Hubo diferentes maneras de entender la tortura. En Escuela Mecánica
tenía que ver con un procedimiento más aséptico, como técnico, de
obtención de información. Ahí la práctica habitual no era la violación,
lo cual no quiere decir que no haya existido en ningún caso. En
Aeronáutica, en cambio, la tortura era de tipo inquisitorial, se
aplicaba como “castigo ejemplar”, aunque no se persiguiera ninguna
información. En esta modalidad, la violación era la práctica habitual.
De la mano de la tortura venían la violación o la vejación. De mujeres
y hombres.
–Vos mencionás que en los campos suelen armarse algo así como “parejas”
de presos, de amigos que se sostenían uno al otro. –Bruno Betelheim
vio en los campos de concentración nazis que se formaban estas duplas
y efectivamente pude observarlo en la experiencia que me tocó vivir.
Yo creo que tiene que ver con una situación de gran hostilidad del
medio y de desconfianza generalizada, en donde es necesario descansar
en otro. Y ese otro en que se confía, ya sea porque lo conocías
desde antes o porque por algún gesto te ha dado pruebas o indicios
de que podés confiar en él, tiene un peso extraordinario. Es tu
amarre a tu propio ser y a tu propia afectividad. Un otro en el
que podés descansar, con el que podés expresar los temores que tenés
y lo que realmente pensás. Es un espejo que te permite recuperar
tu propia identidad. Este otro espejo ha sido fundamental para la
sobrevivencia de la gente, para la posibilidad de mantenerse entero.
Porque el campo es un lugar de simulación donde hay que esconder
todo lo que hay de resistente, de genuino. Lo único que se puede
mostrar es lo que el campo de concentración permite o alienta. Y
ese otro es el que te da la posibilidad de reflejar la otra parte
tuya que permanentemente tenés que estar escondiendo. Para mí ese
otro fue Lila.
Reparar lo irreparable Poder y desaparición es sólo una parte de
un libro mayor cuyos dos primeros capítulos reflexionan, uno sobre
el sistema político, los partidos y las Fuerzas Armadas y el otro
sobre la guerrilla. Aún esperan ser publicados en este país cuya
capital cicatriza a medias en monumentos y reparaciones económicas
que han levantado airados debates. La ex militante responsable que
hay en Pilar Calveiro le impide analizar las maneras en que se ha
reciclado el poder desaparecedor en un lugar adonde hoy se encuentra
de visita, sin embargo en algunos modos de “sanación” tiene una
posición tomada. –¿Cuál es tu opinión en el tema del cobro de las
indemnizaciones?
–Yo estoy absolutamente de acuerdo con cobrarlas. Nadie puede suponer
que la indemnización repara la desaparición de alguien, porque la
desaparición de una persona es irreparable, de la misma manera que
la tortura. Sin embargo, cuando hay una ley que establece que determinadas
personas son damnificadas, que han sido dañadas, y el Estado asume
la responsabilidad de ese daño a través del reconocimiento material,
esto es socialmente importante. Por eso yo considero correcto el
cobro de las indemnizaciones. Creo que es justo que alguien que
perdió a su padre se pare delante de una ventanilla y diga “yo vengo
a recibir una reparación por un daño que se me infringió, que me
infringió el Estado argentino”. Implica que hay alguien que ha sido
afectado por la situación y hay alguien que se hace responsable,
y por eso hay un resarcimiento. Es un acto. Por otra parte, creo
que, efectivamente, los chicos que quedaron huérfanos deben recibir
un dinero que nunca recibirán de sus padres. Un dinero con el que,
por ejemplo, puedan comprar una casa. Hay quienes dicen: “¡Qué barbaridad!
¡Cómo ese dinero va a servir para que alguien se compre una casa!”.
A mí me parece perfecto que quien no ha tenido un papá o una mamá
que lo pueda ayudar económicamente reciba ese dinero y pueda comprarse
un departamento; realmente no me parece un lujo ni una perversión.
La indemnización no restituye al desaparecido, pero es un reconocimiento
social de que la desaparición existió y que el Estado asume la responsabilidad
de la misma. –¿Y respecto del monumento a la memoria de los desaparecidos?
–Mi hija menor, María, hace pintura y escultura. Ella presentó un
proyecto para el monumento, con una idea que a mí me parece muy
bonita, tomada de un artista polaco, Boltansky, que trabajó mucho
sobre el Holocausto. Cuando a él le preguntaron si haría un monumento
a las víctimas del Holocausto, contestó que no querría hacer ese
monumento, pero que si lo hiciera haría uno que tuviera que estar
reconstruyéndose permanentemente porque el peligro de los monumentos
es que fijen la historia, cerrándola, clausurándola. Entonces él,
y también mi hija María, pensaban en un monumento que se reconstruyera,
como tiene que estar reconstruyéndose la memoria. Si uno arma un
monumento o un parque de la memoria con la idea de mantener la presencia
de este drama para permitir su reelaboración, su recomprensión,
me parece que tiene todo el sentido. Mantener la presencia es también
una forma de cerrar parte de la historia, pero permitiendo su procesamiento,
cerrándola y reabriéndola, no “desapareciéndola”. No se puede pensar
en un monumento como algo que lo realizamos y cancela o cierra el
problema; no creo que ésa sea la intención. Pero aun cuando alguien
pretendiera eso, sería imposible porque esas cosas no se pueden
cancelar, están vivas. Son los más responsables de esta historia
los que tratan de cancelarla. Pero el monumento, como todos los
actos de memoria, tiene la posibilidad de cerrar para reabrir incesantemente
la mirada sobre el drama de la desaparición; en ese sentido tiene
un valor de reparación que es sanador.
–En los primeros testimonios hubo una tendencia a narrar la experiencia
de los desaparecidos como la de una masa inerme en manos de un poder
absoluto. En tu libro rescatás dentro de la resistencia sus “virtudes
cotidianas”. Y en el capítulo dedicado a vanguardias iluminadas
hacés algo así como –no sé si usar esta palabra– autocrítica. –Ver
al que está resistiendo como algo inerme es quitarle la condición
de sujeto y yo rechazo absolutamente eso. En política hay relaciones
de poder en donde está clarísimo que, por definición, hay profundas
asimetrías. Entonces en la situación del golpe del ‘76 la asimetría
entre lo que fue el proyecto revolucionario y la guerrilla, por
un lado, y el poder militar por otro, es clarísima, no sólo en términos
de fuerzas desiguales sino también en términos de proyectos y propuestas
antagónicas. Esta asimetría se profundiza dramáticamente, hasta
el extremo, dentro de los campos de concentración, pero eso no quiere
decir que quien está en posición de desventaja sea una víctima inerme.
Es alguien que se mueve, que tiene voluntad y que tiene la capacidad
de actuar dentro de esas relaciones de poder completamente desiguales.
El hecho de sacarlo de la supuesta condición de víctima inerme no
le quita nada sino que le agrega. La víctima inerme es el lugar
del sujeto paralizado. Y creo que ésa fue precisamente la intención
del poder militar: paralizar a la sociedad y paralizar toda resistencia,
toda oposición, pero finalmente no lo logró. Sólo lo logró parcialmente
en algunos momentos. Del otro lado del pretencioso poder militar,
hay otros que se mueven, desde una posición de sujeto inteligente,
activo. Justamente poner el acento en esa parte no diluye la injusticia.
Por el contrario, olvidar la resistencia es pensar que puede haber
un poder total. Pero el poder total sólo es una ilusión del Estado
–desde Leviatán para acá–. En realidad el poder total es imposible.
Precisamente porque los sujetos son activos y siempre están buscando
y encontrando las formas de escapar. Vos usás con cautela la palabra
“autocrítica”. Yo creo que de lo que se trata es de responsabilidades.
–En lugar de “culpas”.
–Y sería muy importante una reflexión crítica de los distintos actores,
una reflexión política que permita establecer esas responsabilidades.
No se trata de establecer ni de compartir culpas; no jugamos todos
el mismo papel y es importante deslindar responsabilidades. Yo creo
que nuestra generación asumió una práctica política de un gran protagonismo
y que en esa práctica hubo grandes aciertos y también grandísimos
errores. Creo que nos toca ahora hacer una evaluación de ella. Creo
que no puede terminar la historia diciendo: “esto fue lo que pasó
y ahí queda” y que los que vienen después se las arreglen con ese
paquete. Y para hacer esa evaluación es necesario volver sobre lo
que fue la práctica de las organizaciones revolucionarias y armadas,
separándose simultáneamente de una visión ideal-heroica como de
una visión condenatoria, despectiva o de ninguneo. Hay que valorar
los aportes, las apuestas, los desafíos y simultáneamente las patas
que se metieron, la gravedad de los errores políticos, las cosas
que se querían transformar y sin embargo se reprodujeron, y por
qué. Creo que debemos realizar esta valoración para los que vienen
después de nosotros. Ahora nos toca hacer ese trabajo.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/2000/suple/las12/00-01-21/nota1.htm
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Pilar
Calveiro: "La visión heroica de los años 70 es contraproducente porque obtura la
discusión"
Politóloga argentina residente en México, Calveiro propone un análisis crítico
de aquellos años y señala líneas de continuidad en formas actuales de violencia
estatal
Por Astrid Pikielny (La Nación)
Foto: Marcelo Gómez
No son historia del pasado ni ocurrieron sólo bajo regímenes autoritarios.
Naturalizadas y legitimadas por los Estados nacionales, las formas extremas de
castigo, penalización y aislamiento están a la orden del día y suceden hoy,
tanto en los regímenes democráticos de los países centrales como en las
democracias "alternativas" y "participativas" de Sudamérica. Y la Argentina no
está exceptuada de estas formas de violencia estatal, plasmadas en torturas y
abusos carcelarios, por ejemplo, como reflejaron informes recientes del CELS y
la Comisión Provincial de la Memoria, y que son "deudas de esta democracia".
Así lo sostiene la politóloga argentina Pilar Calveiro, en ocasión de su último
viaje a la Argentina, en el que presentó su último libro Violencias de Estado ,
un ensayo que aborda la violencia -y la consiguiente violación de los derechos
humanos- desplegada en dos grandes combates definidos como guerras: la guerra
contra el crimen y la guerra antiterrorista.
Ex militante montonera, detenida en diversos centros clandestinos de la
dictatura y radicada en México desde 1979, Calveiro ha trabajado largamente
sobre la memoria, la represión de Estado y la militancia revolucionaria de los
años setenta a través de dos textos fundamentales: Poder y desaparición y
Política y/o violencia , publicados en 2004 y 2007, respectivamente. "En lugar
de seguir reflexionando en torno de los setenta trato de ver cuáles son los
fenómenos que hoy se vinculan con aquellas prácticas de lo represivo y cuáles
son las violaciones a los derechos que se producen hoy", agrega, al tiempo que
pone distancia de la visión épica de los años setenta: "La visión heroica de los
años setenta es contraproducente porque obtura la discusión", enfatiza en
entrevista con Enfoques.
Entusiasmada con los procesos democráticos por los que transitan los distintos
países de América latina, Calveiro rescata las políticas de resistencia frente a
un orden global "que se basa en abrir de manera indiscriminada los países, las
regiones, penetrarlos y vaciarlos".
¿Qué es hacer memoria hoy?
-Toda la práctica de memoria que se ha hecho en la Argentina me parece
fundamental. La Argentina es uno de los países que han hecho esto de manera muy
completa. Los juicios y la idea de establecer cuáles son las responsabilidades
sociales por los delitos de lesa humanidad cometidos y sancionarlos han sido
fundamentales porque permiten pasar a otra cosa. Entonces, como alguien que
trabajó alrededor de eso, para mí la forma más cabal de hacer memoria hoy sí
tiene que ver con mirar el pasado desde las necesidades del presente, pero,
sobre todo, con mirar el presente a partir de las experiencias del pasado. Mi
preocupación ahora es ver y analizar cuáles son las continuidades y las rupturas
que ocurrieron a posteriori respecto de aquellas temáticas vinculadas con la
violencia estatal, y marcar cuáles son las violaciones actuales de los derechos,
porque ellos son los que requieren una denuncia y una acción.
Y en esa línea de continuidad usted hace referencia a la violencia estatal, los
abusos y la intensidad de las formas de penalización y castigo.
-Sí, primero trabajé sobre la guerra antiterrorista, y después, la lucha contra
el crimen, y encontré elementos en común, como la radicalidad de esta violencia
directa y explícita sobre los cuerpos. Son violencias que no se ven y ahí hay
elementos en común con los setenta cuando la gente decía que no pasaba lo que
pasaba. Esa brutal violencia de Estado queda difuminada y es como si no se
pudiera ver en el momento en el que se ejerce.
¿La pobreza, la exclusión y la inequidad no son también una forma extendida y
naturalizada de violencia de Estado?
-Efectivamente, ellas son una forma de la violencia de Estado. Pero el hecho de
que trabaje sobre las formas de lo represivo es intencional. A partir de lo que
se llamaron "los tránsitos a la democracia" existe una especie de acuerdo
implícito en que parecería ser que las dictaduras han quedado atrás y que las
formas de la violencia del Estado ahora son estructurales e indirectas y que las
otras quedaron atrás porque son parte de los modelos autoritarios. Lo que yo me
propongo mostrar es, justamente, que esto no es cierto y que las violencias
clásicas, que tienen que ver con los encierros más brutales y la desaparición
forzada, no son algo que terminó con las democracias actuales, sino que sigue
presente. Es importante visibilizar esto porque justamente la proliferación de
un discurso democrático disimula y obtura buena parte de la discusión sobre la
violencia directa, represiva y explícita sobre los cuerpos en formas muy
radicales. Todos los Estados de las actuales democracias han incrementado las
modalidades represivas: los porcentajes de presos en relación con la población
total se han incrementado de manera alarmante en las últimas décadas, no sólo en
los países centrales, también en los periféricos, y en América latina.
Una serie de sucesos recientes han puesto a las cárceles bajo la lupa. ¿Qué nos
dice el sistema penitenciario de un país?
-Los sistemas penitenciarios son parte de la anatomía política de un país, y en
los gobiernos de democracias más abiertas en América latina este asunto no ha
tenido un tratamiento radicalmente diferente al de otras democracias. El
incremento de la población en situación de encierro, el incremento de las penas
y la disminución de la edad penal, todo esto está ocurriendo. Cada año la
Comisión Provincial por la Memoria presenta un informe en el que hace referencia
a la situación de las cárceles en la provincia de Buenos Aires y demuestra los
abusos que ocurren también dentro de las prisiones de estas democracias llamadas
amplias y participativas que existen en buena parte del continente. Y hay otras
cuestiones que también son importantes. Por ejemplo, el énfasis en la
privatización de las cárceles. Esto es fundamental porque en la medida en la que
se privatizan se convierten en un negocio muy rentable y hay intereses en que se
encierre cada vez más gente. Aunque hay diferencias entre los distintos países,
hay elementos que se reiteran: el incremento de la población penitenciaria, la
existencia de leyes antiterroristas que habilitan una legislación de excepción y
la tendencia a combinar encierros de seguridad media con encierros de
aislamiento.
Usted describe a las democracias actuales de los países centrales como
democracias procedimentales, fuertemente excluyentes y con altos componentes de
violencia. ¿Esto no aplica al caso argentino?
-Es muy interesante lo que está pasando en las democracias de América del Sur.
Si uno analiza estas democracias alternativas de una manera aislada, puede
pensarlas como relativamente decepcionantes, porque las transformaciones que
realizan en principio resultan menores: transforman la distribución del ingreso,
pero no lo hacen de una manera radical; mejoran las condiciones de vida, pero no
rompen con una sociedad que es de exclusión; están incorporadas a un mercado
global porque no podría ser de otra manera, y por lo tanto implican concesiones
y acuerdos con los grandes sectores corporativos. Entonces, si uno lo analiza de
manera aislada, se podría pensar a estas democracias como una especie de fraude.
Son las críticas "por izquierda".
-Exacto, pero yo creo que esto es producto de no colocar estos procesos en el
contexto global. En la medida en que uno no coloca esto en el contexto global y
analiza sus logros en función de cuál es la orientación que no sólo está
propiciando, sino casi imponiendo este orden global, es difícil ver la
importancia de estas alternativas. Y la importancia de estos modelos
alternativos es que, justamente, erosionan, dificultan y postergan estas medidas
y, en ese sentido, van a contracorriente y resisten a esta polarización mundial
que se está dando. Si uno lo mira desde esa perspectiva, se valoriza mucho más.
Esto que parece menor, se torna importante porque tiene el valor de una
resistencia a un modelo que se basa en abrir de manera indiscriminada los
países, las regiones, penetrarlos y vaciarlos. Por otro lado, esto tiene que ver
también con otra discusión importante en las izquierdas y que tiene que ver con
qué tan importante es la lucha política y la lucha partidaria dentro del sistema
político formal.
¿En qué sentido?
-En el hecho de que en las izquierdas se dice que los partidos políticos son
parte del sistema y que están totalmente corrompidos. Yo creo que eso es un
error y que justamente lo que muestran estos gobiernos de América del Sur es la
importancia que tiene contar con políticas alternativas de gobiernos que no
ceden de manera abierta a las presiones del orden global. Aunque también lo son,
por supuesto, los movimientos sociales, los movimientos de indignados y todas
las formas de organización, desechar la alternativa de la política formal es una
salida falsa. Las políticas gubernamentales son importantes, y también lo son
los partidos políticos y el papel que juegan desde los sistemas políticos.
Usted hizo referencias a las democracias de América del Sur. Aunque con grandes
diferencias en cuanto a origen, orientación y trayectoria, la mayoría de los
líderes regionales actuales o recientes, como Bachelet, Lula o Mujica, tienen
una prehistoria de militancia. ¿Qué lectura hace?
-Los casos son muy distintos. Una cosa es hablar de Bachelet, otra de Mujica y
otra de los Kirchner. Pero creo que hay un elemento común y es que iniciaron su
militancia en un contexto completamente diferente y que era el mundo bipolar, en
el que la apuesta era por la alternativa socialista. Ese proyecto, que fue
compartido por las izquierdas, fue derrotado. De alguna manera, estas personas y
estos grupos políticos de los que forman parte fueron capaces de modificar lo
que era la perspectiva política y la mirada política de los años setenta, hacer
una adecuación a un momento político diferente, y hacer otras apuestas que no
tienen que ver con el socialismo, sino con una democracia que intenta ser, con
todas las diferencias que existen entre ellos, una democracia participativa y no
sólo formal. Creo que esta nueva apuesta es como una "actualización" y un
reconocimiento de la derrota de un proyecto político por el que se había
apostado previamente.
Sin embargo, en el caso argentino, hay una permanente evocación a los años
setenta y una idealización de esa época y de "esa generación".
-La heroización de los setenta es contraproducente y obtura la discusión porque
no permite hacer el análisis crítico de esa época, y pensar en la
responsabilidad que les cupo a los distintos actores políticos. Yo no creo en la
política como forma de exclusión de la violencia. Creo más bien que en la
política siempre hay un núcleo violento y lo que hay que ver es qué lugar ocupa
este núcleo violento, cuáles son las formas de la violencia, y cómo operan en
relación con el poder instituido y con las resistencias a este poder. Entonces,
el análisis de aquella experiencia puede ayudar a pensar hoy esta relación nodal
entre política y violencia. Y si uno glorifica o heroiza los setenta, no puede
hacer esto. En el contexto de democracias participativas esto requiere una
formulación. No puede pasarse al desconocimiento de esta relación entre política
y violencia como si esto hubiera desaparecido y como si en las democracias no
existiera esta relación.
Se ha repuesto la palabra "militante". ¿Qué significa para usted hoy la palabra
"militancia"?
-La militancia es una apuesta de vida por un proyecto político. Los proyectos
políticos de hoy son diferentes de los que existían en los setenta y la
militancia tiene otras características. Me parece que hay una parte importante
de la sociedad, y en particular gente joven, que vuelve a hacer una apuesta
política y en ese sentido vuelve a pensar a la política como parte de su apuesta
de vida. Ahora bien, las características de la militancia cambian si uno está
cobijado por el gobierno, si uno está en la oposición o si uno está en la
clandestinidad. Son circunstancias muy distintas de la militancia que exigen
también compromisos diferentes.
mano a mano
Diálogo con el pasado y el presente
Pasaron siete años desde la primera vez que entrevisté a Pilar Calveiro. Ella
volvía a la Argentina para presentar Política y/o violencia y un auditorio
colmado esperaba la palabra de esta militante secuestrada en 1977, detenida en
diferentes centros clandestinos, cuyo destino final de aquel infierno había sido
la ESMA.
A partir de 1979 México fue para Calveiro tierra de exilio y hogar, espacio de
reconstrucción personal, y la posibilidad de una carrera académica. Esa fértil
relación entre experiencia personal y saber teórico le permitió tramitar
cuestiones personales y comprender mejor las razones de la derrota de aquel
proyecto político.
Alejado de la visión heroica y nostálgica, ese texto autocrítico podía leerse,
junto con su libro anterior, Poder y desaparición, como un díptico
imprescindible para entender aquellos años sangrientos y dolorosos.
Aunque sus actuales búsquedas muestran líneas de continuidad con sus trabajos
anteriores, se advierte que Calveiro ha ajustado cuentas con el pasado y ha
dicho, a través de esos dos textos, todo lo que necesitaba decir sobre los años
70. Y lo hizo con todos los matices y claroscuros que exige un análisis honesto,
sin estridencias ni artificios, y que elude por igual la autorreferencia
permanente y la victimización personal.
http://www.lanacion.com.ar/1506317-pilar-calveiro-la-vision-heroica-de-los-anos-70-es-contraproducente-porque-obtura-la-discusi
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Poder
y desaparición: los campos de concentración en Argentina
[No se publican las notas que acompañan la edición impresa, es deseable
que adquiera la versión del libro en papel]
PRELUDIO
El 7 de mayo de 1977, un comando de Aeronáutica secuestró a Pilar
Calveiro en plena calle y fue llevada a lo que se conoció como "la
Mansión Seré", un centro clandestino de detención de esa fuerza
instalado a dos cuadras de la estación Ituzaingó. Esa noche Pilar
soñó con su familia - esposo, hijas, padres- inmóvil en una foto
fija y despidiéndola con un gesto de la mano. Ese día comenzó su
recorrido de año y medio por un infierno que prosiguió en otros
campos de concentración: la comisaría de Castelar, la ex casa de
Massera en Panamericana y Thames convertida en centro de torturas
del Servicio de Informaciones Navales, la ESMA, finalmente. Y este,
su libro, es un libro extraordinario.
Hay obras notables sobre la experiencia concentracionaria de sobrevivientes
de campos nazis de concentración o gulags soviéticos - Primo Levi,
Gustaw Herling-, escritas en primera persona, como exige el testimonio.
Este libro es distinto: su autora ha recurrido a la tercera persona,
la persona otra, para hablar de lo vivido. Sólo al pasar se nombra
a sí misma: "Pilar Calveiro: 362 ", el número que los represores
le adjudicaron en la ESMA. Desde ese alejamiento despliega un campo
de reflexión rico y matizado sobre "la vida entre la muerte" de
los prisioneros, la esquizofrenia de los verdugos, los cruces obligados
entre unos y otros, Lis diferentes actitudes de los unos y los otros.
No elude tema alguno, ni aun el todavía hoy urticante en la Argentina
de las sospechas que se propinan a los sobrevivientes de un campo,
tal como ocurrió en la Europa de posguerra. Pilar Calveiro desmonta
la fácil división de los cautivos en "héroes" y "traidores "y aborda
la dura complejidad de ese problema en un universo dominado por
los tormentos, el silencio, la oscuridad, el corte brutal con el
afuera -apenas separado por una pared-, la arbitrariedad de los
victimarios, señores de la vida y la muerte, su voluntad de convertir
a la víctima en animal, en cosa, en nada. También nos habla de "la
virtud cotidiana" de la resistencia de los "desaparecidos", actos
pequeños de valor, anónimos, que entrañaban un gran riesgo y eran
ejercicios de la dignidad humana que ni el más totalizador de los
poderes puede ahogar.
La rigurosa reflexión de Pilar Calveiro no se detiene ahí: profundiza
en las relaciones entre el campo de concentración y la sociedad
argentina -"se corresponden", dice-, convertida en habitante de
un enorme territorio concentracionario manipulado por el terror
militar. Advierte: "la represión consiste en actos arraigados en
la cotidianidad de la sociedad, por eso es posible". Se trata de
ideas sobre las que conviene meditar: la Historia está llena de
repeticiones y pocas pertenecen al orden de la comedia.
En realidad, este libro es una hazaña. Pilar Calveiro atravesó la
situación más extrema del horror militar y ha tenido la difícil
capacidad de pensar la experiencia. Es singular que sean los sobrevivientes
de los campos las víctimas que más ahondan en lo que aconteció.
Salen así del lugar de víctima que quiso imponerles para siempre
la dictadura militar y sólo ellas saben a qué costo. Su contribución
al despeje de la verdad y la memoria cívica es inestimable para
la sociedad argentina. Que algún día -espero- reconocerá esa deuda.
Este libro contiene dos relatos. El primero es el que cuaja negro
sobre blanco, analítico, pensante, aparentemente despersonalizado.
Aparentemente. El relato segundo, invisible a los ojos, es el que
sostiene una escritura que jamás decae, alimentada por una pasión
indemne a pesar de la tortura y la visión de diversos rostros de
la muerte, y seguramente movida por el deseo de acabar con "el silencio
que navega sobre la amnesia" social. Con el trabajo para y desde
este texto, Pilar Calveiro sale airosa del campo de concentración
y, con ella, vivos o muertos, todos sus compañeros de dolor. Es
decir, este libro es también una victoria.
Juan Gelman
CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar
resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima
capacidad de fuego: la risa y la burla.
Salvadores de la patria
"No se puede hacer ni la historia de los reyes ni la historia de
los pueblos, sino la historia de lo que constituye uno frente al
otro... estos dos términos de los cuales uno nunca es el infinito
y el otro cero. " MICHEL FOLCAULT
Es casi imposible comprender el fenómeno de los campos de concentración
en Argentina sin hacer referencia a las características previas
de algunos de los actores políticos que coexistieron en ellos, ya
sea administrándolos o padeciéndolos. Me refiero, en particular,
a las Fuerzas Armadas y a las organizaciones guerrilleras, como
actores principales del drama.
Con respecto a ¡as Fuerzas Armadas, cabe recordar que entre 1 930
y 1 976, la cercanía con el poder, la pugna por el mismo y la representación
de diversos proyectos políticos de los sectores dominantes les fue
dando un peso político propio y una autonomía relativa creciente.
Si en 1930 el Ejército intervino simplemente para asegurar los negocios
de la oligarquía en la coyuntura de la gran crisis de 1929, en 1976,
en cambio, se lanzó para desarrollar una propuesta propia, concebida
desde dentro mismo de la institución y a partir de sus intereses
específicos.
Cuando los grupos económicamente poderosos del país perdieron la
capacidad de controlar el sistema político y ganar elecciones -cosa
que ocurrió desde el surgimiento del radicalismo y se profundizó
con el peronismo-, las Fuerzas Armadas, y en especial el Ejército,
se constituyeron en el medio para acceder al gobierno a través de
las asonadas militares. Así, se convirtieron en receptáculo de los
ensayos de distintas fracciones del poder por recuperar cierto consenso
pero, sobre todo, por mantener el dominio.
Las Fuerzas Armadas fueron convirtiéndose en el núcleo duro y homogéneo
del sistema, con capacidad para representar y negociar con los sectores
decisivos su acceso al gobierno. La gran burguesía agroéxportadora,
la gran burguesía industrial y el capital monopólico se convirtieron
en sus aliados, alternativa o simultáneamente. Toda decisión política
debía pasar por su aprobación. La limitación que representaba para
los sectores poderosos su falta de consenso se disimulaba ante el
poder disuasivo y represivo de las armas; el alma del poder político
se asentaba en el poder militar.
La capacidad de negociación de las Fuerzas Armadas con diferentes
sectores sociales dio lugar a la formación de grupos internos que
apoyaron a una u otra fracción del bloque en el poder. La institución
en su conjunto fue capaz de reflejar en sus propias filas corrientes
atomizadas pero que aceptaban, por vía de la disciplina y la jerarquía,
una unidad institucional y una subordinación al sector dominante,
según el proyecto de turno. Las corrientes internas pudieron articularse
y encontrar consistencia por la identificación con el interés corporativo
y por la existencia de una red de lealtades e influencias que sostiene
la estructura: la pertenencia a una determinada arma o a una promoción,
el haber compartido un destino o el conocimiento personal, anees
que las inclinaciones político ideológicas, pueden ser razón de
respeto y reconocimiento. Este rasgo fue de primera importancia
en el marco de una nación en que las clases dominantes no habían
logrado forjar una alianza estable y los partidos políticos atravesaban
una profunda crisis de representación frente a una sociedad compleja
y ambivalente. La atomización política y económica de la sociedad
se compensaba entonces, hasta cierto punto, por la unidad disciplinaria
del aparato armado y su imposición sobre la sociedad.
De esta manera, las Fuerzas Armadas concentraron la suma del poder
militar y la representación de múltiples fracciones y segmentos
del poder, adjudicada tácitamente. Esta conjunción explica su alta
independencia con respecto a cada una de las fracciones o segmentos
en particular.
El proceso conjunto de autonomía relativa y acumulación de poder
crecientes las llevó a asumir con bastante nitidez el papel mismo
del Estado, de su preservación y de su reproducción, como núcleo
de las instituciones políticas, en el marco de una sociedad cuyos
partidos eran incapaces de diseñar una propuesta hegemónica.
Así, los militares "salvaron" reiteradamente al país -o a los grupos
dominantes- a lo largo de 45 años; a su vez, sectores importantes
de la sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una vez
tras otra. En 1 976, no existía partido político en Argentina que
no hubiera apoyado o participado en alguno de los numerosos golpes
militares. Radicales del pueblo, radicales intransigentes, conservadores,
peronistas, socialistas y comunistas se asociaron con ellos, en
diferentes coyunturas.
El general Benito Reynaldo Bignone, último presidente de facto,
señaló: "nunca un general se levantó una mañana y dijo: 'vamos a
descabezar a un gobierno'. Los golpes de Estado son otra cosa, son
algo que viene de la sociedad, que va de ella hacia el Ejército,
y éste nunca hizo más que responder a ese pedido.'" El razonamiento
es tramposo por ser sólo parcialmente cierto. Se podría decir, en
cambio, que los golpes de Estado vienen de la sociedad y van hacia
ella; la sociedad no es el genio maligno que los gesta ni tampoco
su víctima indefensa. Civiles y militares tejen la trama del poder.
Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario,
golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad. Y sin embargo,
la trama no es homogénea; reconoce núcleos duros y también fisuras,
puntos y líneas de fuga, que permiten explicar la índole del poder.
Cuando se dio el golpe de 1976, por primera vez en la historia de
las asonadas, el movimiento se realizó con el acuerdo activo y unánime
de las tres armas. Fue un movimiento institucional, en el que participaron
todas las unidades sin ningún tipo de ruptura de las estructuras
jerárquicas decididas, esta vez sí, a dar una salida definitiva
y drástica a la crisis. En ese momento, la historia argentina había
dado una vuelta decisiva. El peronismo, ese "mal" que signara por
décadas la vida nacional, amenaza y promesa constante durante casi
30 años, había hecho su prueba final con el consecuente fracaso.
Se habían sucedido, sin descanso, años de violencia, la reinstalación
de Perón en el gobierno y el derrumbe de su modelo de concertación,
el descontrol del movimiento peronista, el caos de la sucesión presidencial
y el desastroso gobierno de Isabel Perón, el rebrote de la guerrilla,
la crisis económica más fuerte de la historia argentina hasta entonces;
en suma, algo muy similar al caos. Argentina parecía no tener ya
cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en particular la
clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los militares estaban
dispuestos a "salvar" una vez más al país, que se dejaba rescatar,
dispuesto a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad
y la prosperidad perdidas muchos años atrás -y gracias a más de
un gobierno militar.
Las tres armas asumieron la responsabilidad del proyecto de salvataje.
Ahora sí, producirían todos los cambios necesarios para hacer de
Argentina otro país. Para ello, era necesario emprender una operación
de "cirugía mayor", así la llamaron. Los campos de concentración
fueron el quirófano donde se llevó a cabo dicha cirugía -no es casualidad
que se llamaran quirófanos a las salas de tortura-; también fueron,
sin duda, el campo de prueba de una nueva sociedad ordenada, controlada,
arenada.
Las Fuerzas Armadas asumieron el disciplinamiento de la sociedad,
para modelarla a su imagen y semejanza. Ellas mismas como cuerpo
disciplinado, de manera tan brutal como para internalizar, hacer
carne, aquello que imprimirían sobre la sociedad. Desde principios
de siglo, bajo el presupuesto del orden militar se impuso el castigo
físico -virtual tortura-sobre militares y conscriptos, es decir
sobre toda la población masculina del país. Cada soldado, cada cabo,
cada oficial, en su proceso de asimilación y entrenamiento aprendió
la prepotencia y la arbitrariedad del poder sobre su propio cuerpo
y dentro del cuerpo colectivo de la institución armada.
Cuando la disciplina se ha hecho carne se convierte en obediencia,
en "la sumisión a la autoridad legítima. El deber de un soldado
es obedecer ya que ésta es la primera obligación y la cualidad más
preciada de todo militar"'. Es decir, las órdenes no se discuten,
se cumplen.
Pero vale la pena detenerse un momento en el proceso orden-obediencia,
grabado a fuego en las instituciones militares. Cuanto más grave
es la orden, más difusa, "eufemística", suele ser su formulación
y más se difumina también el lugar del que emana, perdiéndose en
la larguísima cadena de mandos.
Hay algunos mecanismos internos que facilitan el flujo de la obediencia
y diluyen la responsabilidad. La orden supone, implícitamente, un
proceso previo de autorización. El hecho de que un acto esté autorizado
parece justificarlo de manera automática. Al provenir de una autoridad
reconocida como legítima, el subordinado actúa como si no tuviera
posibilidad de elección. Se antepone a todo juicio moral el deber
de obedecer y la sensación de que la responsabilidad ha sido asumida
en otro lugar. El ejecutor se siente así libre de cuestionamiento
y se limita al cumplimiento de la orden. Los demás son cómplices
silenciosos.
El miedo se une a la obligación de obedecer, reforzándola. La fuerza
del castigo que sobreviene a cualquier incumplimiento, y que se
ha grabado previamente en el subordinado, es el sustrato de este
miedo, que se refuerza permanentemente con nuevas amenazas. La aceptación
de la institución y el temor a su potencialidad destructiva no son
elementos excluyentes.
A su vez, existe un proceso de burocratización que implica una cierta
rutina, "naturaliza" las atrocidades y, por lo mismo, dificulta
el cuestionamiento de las órdenes. En la larga cadena de mandos
cada subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre
el proceso en su conjunto. En consecuencia, las acciones se fragmentan
y las responsabilidades se diluyen.
Las cabezas dan unas órdenes con las que no toman contacto. Los
ejecutores se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que
no controlan y que puede destruirlos. El campo de concentración
aparece como una máquina de destrucción, que cobra vida propia.
La impresión es que ya nadie puede detenerla. La sensación de impotencia
frente al poder secreto, oculto, que se percibe como omnipotente,
juega un papel clave en su aceptación y en una actitud de sumisión
generalizada.
Por último, la diseminación de la disciplina en la sociedad hace
que la conducta de obediencia tenga un alto consenso y la posibilidad
de insubordinación sólo se plantee aisladamente. Aunque el dispositivo
está preparado para que los individuos obedezcan de manera automática
e incondicional, esto ocurre en distintos grados, que van de la
más profunda internalización a un consentimiento poco convencido,
sin desechar la desobediencia que, aunque es muy eventual, existe.
Aun en el centro mismo del poder, la homogeneización y el control
total son sólo ilusiones.
La autonomía creciente de las Fuerzas Armadas, su vínculo con la
sociedad y el papel que jugó en ellas la disciplina y el temor son
sólo un apunte preliminar para recordar que sin estos elementos
no hubiera sido posible la experiencia concentracionaria. No intentaré
trazar aquí las características del poder en el llamado Proceso
de Reconstrucción Nacional. Aparecerán a lo largo del texto a través
de una de sus criaturas, quizás la más oculta, una creación periférica
y medular al mismo tiempo: el campo de concentración.
Sin embargo, cabe señalar también que las características de este
poder desaparecedor no eran flamantes, no constituyeron un invento.
Arraigaban profundamente en la sociedad desde el siglo XIX, favoreciendo
la desaparición de lo disfuncional, de lo incómodo, de lo conflictivo.
No obstante, el Proceso tampoco puede entenderse como una simple
continuación o una repetición aumentada de las prácticas antes vigentes.
Representó, por el contrario, una nueva configuración, imprescindible
para la institucionalización que le siguió y que hoy rige. Ni más
de lo mismo, ni un monstruo que la sociedad engendró de manera incomprensible.
Es un hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable
y exhibe las vergüenzas de la familia en tono desafiante. A la vez,
oculta parte de su ser más íntimo. Intentamos mirarlo aquí de frente
a esa cara oculta, que se esconde, en el rostro del pretendido "exceso",
verdadera norma de un poder desaparecedor que a su vez se nos desaparece
también a nosotros una y otra vez.
La vanguardia iluminada
"Los muertos demandan a los vivos:
recordadlo todo y contadlo; no solamente pera combatir los campos
sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve
su sentido." TZVETAN TODOROV
En los años setenta proliferaron diversos movimientos armados latinoamericanos,
palestinos, asiáticos. Incluso en algunos países centrales, como
Alemania, Italia y Estados Unidos se produjeron movimientos emparentados
con esta concepción de la política, que ponía el acento en la acción
armada como medio para crear las llamadas "condiciones revolucionarias".
No se trató de un fenómeno marginal, sino que el foquismo y, en
términos más generales, el uso de la violencia, pasó a ser casi
condición sine cua non de los movimientos radicales de la época.
Dentro del espectro de los círculos revolucionarios, casi exclusivamente
las izquierdas estalinistas y ortodoxas se sustrajeron a la influencia
de la lucha armada. La guerrilla argentina formó parte de este proceso,
sin el cual sería incomprensible. La concepción foquista adoptada
por las organizaciones armadas, al suponer que del accionar militar
nacería la conciencia necesaria para iniciar una revolución social,
las llevó a deslizarse hacia una concepción crecientemente militar.
Pero en realidad, la idea de considerar la política básicamente
como una cuestión de fuerza, aunque profundizada por el foquismo,
no era una "novedad" aportada por la joven generación de guerrilleros,
ya fueran de origen peronista o guevarista, sino que había formado
parte de la vida política argentina por lo menos desde 1930.
Los sucesivos golpes militares, entre ellos el de 1955, con fusilamiento
de civiles y bombardeo sobre una concentración peronista en Plaza
de Mayo; los fusilamientos de José León Suárez; la proscripción
del peronismo, entre 1955 y 1973, que representaba la mayoría electoral
compuesta por los sectores más desposeídos de la población; la cancelación
de la democracia efectuada por la Revolución Argentina de 1966,
cuya política represiva desencadenó levantamientos de tipo insurreccional
en las principales ciudades del país (Córdoba, Tucumán, Rosario
y Mendoza, entre 1969 y 1972), fueron algunos de los hechos violentos
del contexto político netamente impositivo, en el que creció esta
generación. Por eso, la guerrilla consideraba que respondía a una
violencia ya instalada de antemano en la sociedad.
Al inicio de la década de los 70, muchas voces, incluidas las de
políticos, intelectuales, artistas, se levantaban en reivindicación
de la violencia, dentro y fuera de Argentina. Entre ellas tenía
especial ascendiente en ciertos sectores de la juventud la de Juan
Domingo Perón quien, aunque apenas unos años después llamaría a
los guerrilleros "mercenarios", "agentes del caos' e "inadaptados",
en 1 970 no vacilaba en afirmar: "La dictadura que azota a la patria
no ha de ceder en su violencia sino ante otra violencia mayor.'"1
"La subversión debe progresar. Lo que está entronizado es la violencia.
Y sólo puede destruirse por otra violencia. Una vez que se ha empezado
a caminar por ese camino no se puede retroceder un paso. La revolución
tendrá que ser violenta."
Por otra parte, la práctica inicial de la guerrilla y la respuesta
que obtuvo de vastos sectores de la sociedad afianzó la confianza
en la lucha armada para abordar los conflictos políticos. Jóvenes,
que en su mayoría oscilaban entre los 18 y los 25 años, lograron
concentrar la atención del país con asaltos a bancos, secuestros,
asesinatos, bombas y toda la gama de acciones armadas que, a su
vez, les dieron una voz política. "Sí, sí, señores, soy terrorista;
sí sí señores, de corazón... " cantaban en 1 973 decenas de miles
de jóvenes congregados en las columnas de la Juventud Peronista
que, en realidad, nunca fueron terroristas; si acaso, algunos pocos
eran militantes armados.
¿Qué pretendían? Desde la izquierda o el peronismo buscaban, básicamente,
una sociedad mejor. En el lenguaje de la época, la "patria socialista"
quería decir, sustancialmente, mayor justicia social, mejor distribución
de la riqueza, participación política. Pretendían ser la vanguardia
que abriría el camino, aun a costa de su propio sacrificio, para
una Argentina más incluyente.
Durante los primeros años de actividad, entre 1970 y 1974, la guerrilla
tendía a seleccionar de manera muy política los blancos del accionar
armado, pero a medida que la práctica militar se intensificó, el
valor efectista de la violencia multiplicó engañosamente su peso
político real; la lucha armada pasó a ser la máxima expresión de
la política primero, y la política misma más tarde.
La influencia del peronismo en las Organizaciones Armadas Peronistas,
y su práctica de base creciente entre los años 1972 y 1974, las
había llevado a una concepción necesariamente mestiza entre el foquismo
y el populismo, más rica y compleja. Pero esta apertura se fue desvirtuando
y empobreciendo a medida que Montoneros se distanciaba del movimiento
peronista y crecía su aislamiento político general.
El proceso de militarización de las organizaciones y la consecuente
desvinculación de la lucha de masas tuvieron dos vertientes principales:
por una parte el intento de construir, como actividad prioritaria,
un ejército popular que se pretendía con las mismas características
de un ejército regular, por la otra la represión que, sobre todo
en el caso de Montoneros, la fue obligando a abandonar el amplio
trabajo de base desarropado entre 1972 y 1974.
La militarización, y un conjunto de fenómenos colaterales pero no
menos importantes, como la falta de participación de los militantes
en la toma de decisiones, el autoritarismo de las conducciones y
el acallamiento del disenso -fenómenos que se registraron en muchas
de las guerrillas latinoamericanas- debilitaron internamente a las
organizaciones guerrilleras. Lo cierto es que su proceso de descomposición
estaba bastante avanzado cuando se produjo el golpe militar de 1976.
La guerrilla había comenzado a reproducir en su interior, por lo
menos en parte, el poder autoritario que intentaba cuestionar.
Las armas son potencialmente "enloquecedoras": permiten matar y,
por lo tanto, crean la ilusión de control sobre la vida y la muerte.
Como es obvio, no tienen por sí mismas signo político alguno pero
puestas en manos de gente muy joven que además, en su mayoría, carecía
de una experiencia política consistente funcionaron como una muralla
de arrogancia y soberbia que encubría, sólo en parte, una cierra
ingenuidad política.
Frente a un Ejército tan poderoso como el argentino, en 1974 los
guerrilleros ya no se planteaban ser francotiradores, debilitar,
fraccionar y abrir brechas en él; querían construir otro de semejante
o mayor potencia, igualmente homogéneo y estructurado. Poder contra
poder. La guerrilla había nacido como forma de resistencia y hostigamiento
contra la estructura monolítica militar pero ahora aspiraba a parecerse
a ella y disputarle su lugar. Se colocaba así en el lugar más vulnerable;
las Fuerzas Armadas respondieron con todo su potencial de violencia.
La persecución que se desató contra las organizaciones sociales
y políticas de izquierda en general y contra las organizaciones
armadas en particular, después de la breve "primavera democrática",
partió, en primer lugar, de la derecha del movimiento peronista,
ligada con importantes sectores del aparato represivo. Ya en octubre
de 1973, comenzó el accionar público de la Alianza Anticomunista
Argentina o Triple A (AAA), dirigida por el ministro de Bienestar
Social, José López Rega, y claramente protegida y vinculada con
los organismos de seguridad.' A partir de la muerte de Perón, desatada
la pugna por la "sucesión política" dentro del peronismo, su accionar
se aceleró. Entre julio y agosto de 1 974 se contabilizó un asesinato
de la AAA cada 9 horas". Para septiembre de 1974 habían muerto,
en atentados de esa organización, alrededor de 200 personas. Se
inició entonces la práctica de la desaparición de personas.
Por su parte, durante 1974 y 1975, la guerrilla multiplicó las acciones
armadas, aunque nunca alcanzó el número ni la brutalidad del accionar
paramilitar-por ejemplo, jamás practicó la tortura, que fue moneda
corriente en las acciones de la AAA. Se desató entonces una verdadera
escalada de violencia entre la derecha y la izquierda, dentro y
fuera del peronismo.
Cuando se produjo el golpe de 1976 -que implicó la represión masificada
de la guerrilla y de toda oposición política, económica o de cualquier
tipo, con una violencia inédita-, al desgaste interno de las organizaciones
y a su aislamiento se sumaban las bajas producidas por la represión
de la Triple A. Sin embargo, tanto ERP como Montoneros se consideraban
a sí mismas indestructibles y concebían el triunfo final como parte
de un destino histórico prefijado.
A partir del 24 de marzo, la política de desapariciones de la AAA
tomó el carácter de modalidad represiva oficial, abriendo una nueva
época en la lucha contrainsurgente. En pocos meses, las Fuerzas
Armadas destruyeron casi totalmente al ERP y a las regionales de
Montoneros que operaban en Tucumán y Córdoba. Los promedios de violencia
de ese año indicaban un asesinato político cada cinco horas, una
bomba cada tres y 15 secuestros por día, en el último trimestre
del año. La inmensa mayoría de las bajas correspondía a los grupos
militantes; sólo Montoneros perdió, en el lapso de un año, 2 mil
activistas, mientras el ERP desapareció.
Además, existían en el país entre 5 y 6 mil presos políticos, de
acuerdo con los informes de Amnistía Internacional.
Roberto Santucho, el máximo dirigen te del ERP, comprendió demasiado
tarde. En julio de 1976, pocos días antes de su muerte y de la virtual
desaparición de su organización, habría afirmado: "Nos equivocamos
en la política, y en subestimar la capacidad de las Fuerzas Armadas
al momento del golpe. Nuestro principal error fue no haber previsto
el reflujo del movimiento de masas, y no habernos replegado."
La conducción montonera, lejos de tal reflexión, realizó sus "cálculos
de guerra", considerando que si se salvaba un escaso porcentaje
de guerrilleros en el país (Gasparíni, calcula que unos cien) y
otros tantos en el exterior, quedaría garantizada la regeneración
de la organización una vez liquidado el Proceso de Reorganización
Nacional. Así, por no abandonar sus territorios, entregó virtualmente
a buena parte de sus militantes, que serían los pobladores principales
de los campos de concentración.
La guerrilla quedó atrapada tanto por la represión como por su propia
dinámica y lógica internas; ambas la condujeron a un aislamiento
creciente de la sociedad. Desde un punto de vista político, se puede
señalar la desinserción creciente de la que ya se habló; la militarización
de lo político y la prevalencia de una lógica revolucionaria contra
todo sentido de realidad partiendo, como premisa incuestionable,
de la certeza absoluta del triunfo. En lo estrictamente organizativo,
el predominio de lo organizacional sobre lo político, la falta de
participación de los militantes en los mecanismos de promoción y
en la toma de decisiones; el desconocimiento y "disciplinamiento"
del desacuerdo interno y el enquistamiento de una conducción torpe
ineficiente que, sin embargo, se consideraba irrevocable infalible.
Todos estos Fueron factores decisivos en la derrota militar y política
del proyecto guerrillero.
El incremento de la represión y las condiciones internas de las
organizaciones cerraron una trampa mortal. Los militantes convivían
con la muerte desde 1975; desde entonces era cada vez más próxima
la posibilidad de su aniquilamiento que la de sobrevivir. Aunque
muchos, en un rasgo de lucidez política o de instinto de supervivencia,
abandonaron las organizaciones para salir al exterior o esconderse
dentro del país -a menudo siendo apresados en el intento-, un gran
número permaneció hasta el final, a pesar de lo evidente de la derrota.
¿Por qué?
La fidelidad a los principios originarios del movimiento, para entonces
bastante desvirtuados, fue una parte; la sensación de haber emprendido
un camino sin retorno hizo el resto. Los militantes que siguieron
hasta el fin, lo que en la mayoría de los casos significó su propio
fin, estaban atrapados entre una oscura sensación de deuda moral
o culpa con sus propios compañeros muertos, una construcción artificial
de convicciones políticas que sólo se sostenía en la dinámica interna
de las organizaciones, la situación represiva externa que no reconocía
deserciones ni "arrepentimientos" y la propia represión de la organización
que castigaba con la muerte a los desertores.
Estas fueron las condiciones en las que cayeron en manos de los
militares para ir a dar a los numerosos campos de concentración-exterminio.
Como es evidente, no se trataba de las mejores circunstancias para
soportar la muerte lenta, dolorosa y siniestra de los campos, ni
mucho menos la tortura indefinida e ilimitada que se practicaba
en ellos. Los militantes caían agotados. El manejo de concepciones
políticas dogmáticas como la infalibilidad de la victoria, que se
deshacían al primer contacto con la realidad del "chupadero"; la
sensación de acorralamiento creciente vivida durante largos meses
de pérdida de los amigos, de los compañeros, de las propias viviendas,
de todos los puntos de referencia; la desconfianza latente en las
conducciones, mayor a medida que avanzaba el proceso de destrucción;
1^ soledad personal en que los sumía la clandestinidad, cada vez
más dura; la persistencia del lazo político con la organización
por temor o soledad más que por convicción, en buena parte de los
casos; el resentimiento de quienes habían roto sus lazos con las
organizaciones pero por la falta de apoyo de éstas no habían podido
salir del país; las causas de la caída, muchas veces asociadas con
la delación, eran sólo algunas de las razones por las que el militante
caía derrotado de antemano.
Estos hechos facilitaron y posibilitaron la modalidad represiva
del "chupadero". El tormento indiscriminado e ilimitado tuvo un
papel importante en los niveles de eficiencia que lograron las Fuerzas
Armadas en su accionar represivo, pero no es menos cierto que estos
otros factores permitieron que se encontraran con un "enemigo" previamente
debilitado.
La guerrilla había llegado a un punto en que sabía más cómo morir
que cómo vivir o sobrevivir, aunque estas posibilidades fueran cada
vez más inciertas.
LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
"...el experimento de dominación total en los campos de concentración
depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del
mundo de los vivos en general... Este aislamiento explica la irrealidad
peculiar y la falta de credibilidad, que caracteriza a todos los
relatos sobre los campos de concentración... tales campos son la
verdadera institución central del poder organizado totalitario."
"Cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración
es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado
decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado
por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiese
confundido una pesadilla con la realidad." Hannah Arent
Poder y represión
El poder, a la vez individualizante y totalitario, cuyos segmentos
molares, siguiendo la imagen ele Deleuze, están inmersos en el caldo
molecular que los alimenta2 es, antes que nada, un multifacético
mecanismo de represión.
Las relaciones de poder que se entretejen en una sociedad cualquiera,
las que se fueron estableciendo y reformulando a lo largo de este
siglo en Argentina y de las que se habló al comienzo son el conjunto
de una serie de enfrentamientos, las más de las veces violentos
y siempre con un fuerte componente represivo. No hay poder sin represión
pero, más que eso, se podría afirmar que la represión es el alma
misma del poder. Las formas que adopta lo muestran en su intimidad
más profunda, aquella que, precisamente porque tiene la capacidad
de exhibirlo, hacerlo obvio, se mantiene secreta, oculta, negada.
En el caso argentino, la presencia constante de la institución militar
en la vida política manifiesta una dificultad para ocultar el carácter
violento de la dominación, que se muestra, que se exhibe como una
amenaza perpetua, como un recordatorio constante para el conjunto
de la sociedad.
"Aquí estoy, con mis columnas ele hombres y mis armas; véanme",
dice el poder en cada golpe pero también en cada desfile patriótico.
Sin embargo, los uniformes, el discurso rígido y autoritario de
los militares, los fríos comunicados difundidos por las cadenas
de radio y televisión en cada asonada, no son más que la cara más
presentable de su poder, casi podríamos decir su traje de domingo.
Muestran un rostro rígido y autoritario, sí, pero también recubierto
de un barniz de limpieza, rectitud y brillo del que carecen en el
ejercicio cotidiano del poder, donde se asemejan más a crueles burócratas
avariciosos que a los cruzados del orden y la civilización que pretenden
ser.
Ese poder, cuyo núcleo duro es la institución militar pero que comprende
otros sectores de la sociedad, que se ejerce en gobiernos civiles
y militares desde la fundación de la nación, imitando y clonando
a un tiempo, se pretende a sí mismo como total. Pero este intento
de totalización no es más que una de las pretensiones del poder.
"Siempre hay una hoja que se escapa y vuela bajo el sol." Las líneas
de fuga, los hoyos negros del poder son innumerables, en toda sociedad
y circunstancia, aun en los totalitarismos más uniformemente establecidos.
Es por eso que para describir la índole específica de cada poder
es necesario referirse no sólo a su núcleo duro, a lo que él mismo
acepta como constitutivo de sí, sino a lo que excluye y a lo que
se le escapa, a aquello que se fuga de su complejo sistema, a la
vez central y fragmentario.
Allí cobra sentido la función represiva que se despliega para controlar,
apresar, incluir a todo lo que se le fuga de ese modelo pretendidamente
total. La exclusión no es más que un forma de inclusión, inclusión
de lo disfuncional en el lugar que se le asigna. Por eso, los mecanismos
y las tecnologías de la represión revelan la índole misma del poder,
la forma en que éste se concibe a sí mismo, la manera en que incorpora,
en que refuncionaliza y donde pretende colocar aquello que se le
escapa, que no considera constitutivo. La represión, el castigo,
se inscriben dentro de los procedimientos del poder y reproducen
sus técnicas, sus mecanismos. Es por ello que las formas de la represión
se modifican de acuerdo con la índole del poder. Es allí donde pretendo
indagar.
Si ese núcleo duro exhibe una parte de sí, la "mostrable" que aparece
en los desfiles, en el sistema penal, en el ejercicio legítimo de
la violencia, también esconde otra, la "vergonzante", que se desaparecen
el control ilícito de correspondencias y vidas privadas, en el asesinato
político, en las prácticas de tortura, en los negociados y estafas.
Siempre el poder muestra y esconde, y se revela a sí mismo tanto
en lo que exhibe como en lo que oculta. En cada una de esas esferas
se manifiestan aspectos aparentemente incompatibles pero entre los
que se pueden establecer extrañas conexiones. Me interesa aquí hablar
de la cara negada del poder, que siempre existió pero que fue adoptando
distintas características.
En Argentina, su forma más tosca, el asesinato político, fue una
constante; por su parte, la tortura adoptó una modalidad sistemática
e institucional en este siglo, después de la Revolución del 30 para
los prisioneros políticos, y fue una práctica constante e incluso
socialmente aceptada como 25 normal en relación con los llamados
delincuentes comunes. El secuestro y posterior asesinato con aparición
del cuerpo de la víctima se realizó, sobre todo a partir de los
años setenta, aunque de una manera relativamente excepcional.
Sin embargo todas esas prácticas, aunque crueles en su ejercicio,
se diferencian de manera sustancial de la desaparición de personas,
que merece una reflexión aparte. La desaparición no es un eufemismo
sino una alusión literal: una persona que a partir de determinado
momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida
o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede
haber testigos del secuestro y presuposición del posterior asesinato
pero no hay un cuerpo material que dé testimonio del hecho.
La desaparición, como forma de represión política, apareció después
del golpe de 1966. Tuvo en esa época un carácter esporádico y muchas
veces los ejecutores fueron grupos ligados al poder pero no necesariamente
los organismos destinados a la represión institucional.
Esta modalidad comenzó a convertirse en un uso a partir de 1974,
durante el gobierno peronista, poco después de la muerte de Perón.
En ese momento las desapariciones corrían por cuenta de la AAA y
el Comando Libertadores de América, grupos que se podía definir
como parapoliciales o paramilitares. Estaban compuestos por miembros
de las fuerzas represivas, apoyados por instancias gubernamentales,
como el Ministerio de Bienestar Social, pero operaban de manera
independiente de esas instituciones. Estaban sostenidos por y coludidos
con el poder institucional pero también se podían diferenciar de
él.
No obstante, ya entonces, cuando en febrero de 1975 por decreto
del poder ejecutivo se dio la orden de aniquilar la guerrilla, a
través del Operativo Independencia se inició en Tucumán una política
institucional de desaparición de personas, con el silencio y el
consentimiento del gobierno peronista, de la oposición radical y
de amplios sectores de la sociedad.
Otros, como suele suceder, no sabían nada; otros más no querían
saber.
En ese momento aparecieron las primeras instituciones ligadas indisolublemente
con esta modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.
Es decir que la figura de la desaparición, como tecnología del poder
instituido, con su correlato institucional, el entripo de concentración-exterminio
hicieron su aparición estando en vigencia las llamadas instituciones
democráticas y dentro de la administración peronista de Isabel Martínez.
Sin embargo, eran entonces apenas una de las tecnologías de lo represivo.
El golpe de 1976 representó un cambio sustancial: la desaparición
y el campo de concentración-exterminio dejaron de ser una de las
formas de la represión para convertirse en la modalidad represiva
del poder, ejecutada de manera directa desde las instituciones militares.
Desde entonces, el eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor
cié las cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema
de desaparición de personas, que se montó desde y dentro de las
Fuerzas Armadas.
¿Qué representó esta transformación? Las nuevas modalidades de lo
represivo nos hablan también de modificaciones en la índole del
poder.
Parto de la idea de que el Proceso de Reorganización Nacional no
fue una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad argentina y
a su historia, sino que forma parte de su trama, está unido a ella
y arraiga en su modalidad y en las características del poder establecido.
Sin embargo, afirmo también que el Proceso no representó una simple
diferencia de grado con respecto a elementos preexistentes, sino
una reorganización de los mismos y la incorporación de otros, que
dio lugar a nuevas formas de circulación del poder dentro de la
sociedad. Lo hizo con una modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.
Los campos de concentración, ese secreto a voces que todos temen,
muchos desconocen y unos cuantos niegan, sólo es posible cuando
el intento totalizador del Estado encuentra su expresión molecular,
se sumerge profundamente en la sociedad, perméandola y nutriéndose
de ella. Por eso son una modalidad represiva específica, cuya particularidad
no se debe desdeñar. No hay campos de concentración en todas las
sociedades. Hay muchos poderes asesinos, casi se podría afirmar
que todos lo son en algún sentido. Pero no todos los poderes son
concentracionarios. Explorar sus características, su modalidad específica
de control y represión es una manera de hablar de la sociedad misma
y de las características del poder que entonces se instauró y que
se ramifica y reaparece, a veces idéntico y a veces mutado, en el
poder que hoy circula y se reproduce.
No existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables.
Y es precisamente en los periodos de "excepción", en esos momentos
molestos y desagradables que las sociedades pretenden olvidar, colocar
entre paréntesis, donde aparecen sin mediaciones ni atenuantes,
los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano. El análisis del
campo de concentración, como modalidad represiva, puede ser una
de las claves para comprender las características de un poder que
circuló en todo el tejido social y que no puede haber desaparecido.
Si la ilusión del poder es su capacidad para desaparecerlo disfuncional,
no menos ilusorio es que la sociedad civil suponga que el poder
desaparecedor desaparezca, por arte de una magia inexistente.
Somos compañeros, amigos, hermanos
Entre 1976 y 1982 funcionaron en Argentina 340 campos de concentración-exterminio,
distribuidos en todo el territorio nacional. Se registró su existencia
en 11 de las 23 provincias argentinas, que concentraron personas
secuestradas en todo el país. Su magnitud fue variable, tanto por
el número de prisioneros como por el tamaño de las instalaciones.
Se estima que por ellos pasaron entre 15 y 20 mil personas, de las
cuales aproximadamente el 90 por ciento fueron asesinadas. No es
posible precisar el número exacto de desapariciones porque, si bien
la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas recibió 8960
denuncias, se sabe que muchos de los casos no fueron registrados
por los familiares. Lo mismo ocurre con un cierto número de sobrevivientes
que, por temor u otras razones, nunca efectuaron la denuncia de
su secuestro.
Según ¡os testimonios de algunos sobrevivientes, Juan Carlos Scarpatti
afirma que por Campo de Mayo habrían pasado 3500 personas entre
1976 y 1977; Graciela Geuna dice que en La Perla hubo entre 2 mil
y 1500 secuestrados; Martín Grass estima que la Escuela de Mecánica
de la Armada alojó entre 3 mil y 4500 prisioneros de 1976 a 1979;
el informe de Conadep indicaba que El Atlético habría alojado más
de 1 500 personas. Sólo en estos cuatro lugares, ciertamente de
los más grandes, los testigos directos hacen un cálculo que, aunque
parcial por el tiempo de detención, en el más optimista de los casos,
asciende a 9500 prisioneros.
No parece descabellado, por lo tanto, hablar de 1 5 o 20 mil víctimas
a nivel nacional y durante todo el periodo. Algunas entidades de
defensa de los derechos humanos, como las Madres de Plaza de Mayo,
se refieren a una cifra total de 30 mil desaparecidos.
Diez, veinte, treinta mil torturados, muertos, desaparecidos...
En estos rangos las cifras dejan de tener una significación humana.
En medio de los grandes volúmenes los hombres se transforman en
números constitutivos de una cantidad, es entonces cuando se pierde
la noción de que se está hablando de individuos. La misma masificación
del fenómeno actúa deshumanizándolo, convirtiéndolo en una cuestión
estadística, en un problema de registro. Como lo señala Todorov,
"un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información"'.
Las larguísimas listas de desaparecidos, financiadas por los organismos
de derechos humanos, que se publicaban en los periódicos argentinos
a partir de 1980, eran un recordatorio de que cada línea impresa,
con un nombre y un apellido representaba a un hombre de carne y
hueso que había sido asesinado. Por eso eran tan impactantes para
la sociedad. Por eso eran tan irritativas para el poder militar.
También por eso, en este texto intentaré centrarme en las descripciones
que hacen los protagonistas, en los testimonios de las víctimas
específicas que, con un nombre y un apellido, con una historia política
concreta hablan de estos campos desde «/lugar en ellos. Cada testimonio
es un universo completo, un hombre completo hablando de sí y de
los otros.
Sería suficiente tomar uno solo de ellos para dar cuenta de los
fenómenos a los que me quiero referir. Sin embargo, para mostrar
la vivencia desde distintos sexos, sensibilidades, militancias,
lugares geográficos y captores, aunque haré referencia a otros testimonios,
tomaré básicamente los siguientes: Graciela Geuna (secuestrada en
el campo de concentración de La Perla, Córdoba, correspondiente
al III Cuerpo de Ejército), Martín Grass (secuestrado en la Escuela
de Mecánica de la Armada, Capital Pederal, correspondiente a la
Armada de la República Argentina), Juan Carlos Scarparti (secuestrado
y fugado de Campo de Mayo, Provincia de Buenos Aires, campo de concentración
correspondiente al I Cuerpo de Ejército), Claudio Tamburrini (secuestrado
y fugado de la Mansión Seré, provincia de Buenos Aires, correspondiente
a la Fuerza Aérea), Ana María Careaga (secuestrada en El Atlético,
Capital Federal, correspondiente a la Policía Federal). Todos ellos
fugaron en más de un sentido.
La selección también pretende ser una muestra de otras dos circunstancias:
la participación colectiva de las tres Fuerzas Armadas y de la policía,
es decir de las llamadas Fuerzas de Seguridad, y su involucramiento
institucional, desde el momento en que la mayoría de los campos
ele concentración-exterminio se ubicó en dependencias de dichos
organismos de seguridad, controlados y operados por su personal.
No abundaré en estas afirmaciones, ampliamente demostradas en el
juicio que se siguió a las juntas militares en 1985. Sólo me interesa
resaltar que en ese proceso quedó demostrada la actuación institucional
de las Fuerzas de Segundad, bajo comando conjunto de las Fuerzas
Armadas y siguiendo la cadena de mandos. Es decir que el accionar
"antisubversivo" se realizó desde y dentro de la estructura y la
cadena jerárquica de las Fuerzas Armadas. "Hicimos la guerra con
la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los comandos
superiores", afirmó en Washington el general Santiago Ornar Riveros,
por si hubiera alguna duda'. En suma, fue la modalidad represiva
del Estado, no un hecho aislado, no un exceso de grupos fuera de
control, sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente.
Los sobrevivientes, e incluso testimonios de miembros del aparato
represivo que declararon contra sus pares, dan cuenta de numerosos
enfrentamientos entre las distintas armas y entré sectores internos
de cada una de ellas. Geuna habla del desprecio de la oficialidad
de La Perla hacia el personal policial y sus críticas al II Cuerpo
de Ejército, al que consideraban demasiado "liberal". Grass menciona
las diferencias de la Armada con el Ejército y de la Escuela de
Mecánica con el propio Servicio de Inteligencia Naval. Ejército
y Armada despreciaban a los "panqueques", la Fuerza Aérea, que como
panqueques se daban vuelta en el aire; es decir, eran incapaces
de tener posturas consistentes. Sin embargo, aunque tuvieran diferencias
circunstanciales, tocios coincidieron en lo fundamental: mantener
y alimentar el aparato desaparecedor, la máquina de concentración-exterminio.
Porque la característica de estos campos fue que todos ellos, independientemente
de qué fuerza los controlara, llevaban como destino final a la muerte,
salvo en casos verdaderamente excepcionales.
Durante el juicio de 1985, la defensa del brigadier Agosti, titular
de la Fuerza Aérea, argumentó: "¿Cómo puede salvarse la contradicción
que surge del alegato acusatorio del señor fiscal, donde palmariamente
se demuestra que fue la Fuerza Aérea comandada por el brigadier
Agosti la menos señalada en las declaraciones testimoniales y restante
prueba colectada en el juicio, sea su comandante el acusado a quien
se le imputen mayor número de supuestos hechos delictuosos?"1 Efectivamente,
había menos pruebas en contra de la Fuerza Aérea, pero este hecho
que la defensa intentó capitalizar se debía precisamente a que casi
no quedaban sobrevivientes. El índice de exterminio de sus prisioneros
había sido altísimo. Por cierto Tamburrini, un testigo de cargo
fundamental, sobrevivió gracias a una fuga de prisioneros torturados,
rapados, desnudos y esposados que reveló la desesperación de los
mismos y la torpeza militar del personal aeronáutico. Otro testigo
clave, Miriam Lewin, había logrado sobrevivir como prisionera en
otros campos a los que fue trasladada con posterioridad a su secuestro
por parte de la Aeronáutica.
En síntesis, la máquina de torturar, extraer información, aterrorizar
y matar, con más o menos eficiencia, funcionó y cumplió inexorablemente
su ciclo en el Ejército, la Marina, la Aeronáutica, las policías.
No hubo diferencias sustanciales en los procedimientos de unos y
otros, aunque cada uno, a su vez, se creyera más listo y se jactara
de mayor eficacia que los demás.
Dentro de los campos de concentración se mantenía la organización
jerárquica, basada en las líneas de mando, pero era una estructura
que se superponía con la preexistente. En consecuencia, solía suceder
que alguien con un rango inferior, por estar asignado a un grupo
de tareas, tuviera más información y poder que un superior jerárquico
dentro de la cadena de mando convencional. No obstante, se buscó
intencionalmente una extensa participación de los cuadros en los
trabajos represivos para ensuciar las manos de todos de alguna manera
y comprometer personalmente al conjunto con la política institucional.
En la Armada, por ejemplo, si bien hubo un grupo central de oficiales
y suboficiales encargados de hacer funcionar sus campos de concentración,
entre ellos la Escuela de Mecánica de la Armada, todos los oficiales
participaron por lo menos seis meses en los llamados grupos de tareas.
Asimismo, en el caso de la Aeronáutica se hace mención del personal
rotativo. También hay constancia de algo semejante en La Perla,
donde se disminuyó el número de personas que se fusilaban y se aumentó
la frecuencia de las ejecuciones para hacer participar a más oficiales
en dichas "ceremonias".
Pero aquí surge de inmediato una serie de preguntas: ¿cómo es posible
que unas Fuerzas Armadas, ciertamente reaccionarias y represivas,
pero dentro de los límites de muchas instituciones armadas, se hayan
convertido en una máquina asesina?, ¿cómo puede ocurrir que hombres
que ingresaron a la profesión militar con la expectativa de defender
a su Patria o, en todo caso, de acceder a los círculos privilegiados
del poder como profesionales de las armas, se hayan transformado
en simples ladrones muchas veces de poca monta, en secuestradores
y torturadores especializados en producir las mayores dosis de dolor
posibles? ¿cómo un aviador formado para defender la soberanía nacional,
y convencido de que esa era su misión en la vida, se podía dedicar
a arrojar hombres vivos al mar?
No creo que los seres humanos sean potencialmente asesinos, controlados
por las leyes de un Estado que neutraliza a su "lobo" interior.
No creo que la simple inmunidad de la que gozaron los militares
entonces los haya transformado abruptamente en monstruos, y mucho
menos que todos ellos, por el hecho de haber ingresado a una institución
armada, sean delincuentes en potencia. Creo más bien que fueron
parte de una maquinaria, construida por ellos mismos, cuyo mecanismo
los llevó a una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización
de la muerte, que aparecía como un dato dentro cié una planilla
de oficina. La sentencia de muerte de un hombre era sólo la leyenda
"QTH fijo", sobre el legajo de un desconocido.
¿Cómo se llegó a esta rutinización, a este "vaciamiento" de la muerte?
Casi todos los testimonios coinciden en que la dinámica de los campos
reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos
y funciones especializadas entre los captores. Veamos cómo se distribuían.
Las patotas
La patota era el grupo operativo que "chupaba" es decir j que realizaba
la operación de secuestro de los prisioneros, ya fuera en la calle,
en su domicilio o en su lugar de trabajo.
Por lo regular, el "blanco" llegaba definido, de manera que el grupo
operativo sólo recibía una orden que indicaba a quién debía secuestrar
y dónde. Se limitaba entonces a planificar y ejecutar una acción
militar corriendo el menor riesgo posible. Como podía ser que el
"blanco" estuviera armado y se defendiera, ante cualquier situación
dudosa, la patota disparaba "en defensa propia".
Si en cambio se planteaba un combate abierto podía pedir ayuda y
entonces se producían los operativos espectaculares con camiones
del Ejercito, helicópteros y decenas de soldados saltando y apostándose
en las azoteas. En este caso se ponía en juego la llamada "superioridad
táctica" de las fuerzas conjuntas. Pero por lo general realizaba
tristes secuestros en los que entre cuatro, seis u ocho hombres
armados "reducían" a uno, rodeándolo sin posibilidad de defensa
y apaleándolo de inmediato para evitar todo nesgo, al más puro estilo
de una auténtica patota.
Si ocupaban una casa, en recompensa por el riesgo que habían corrido,
cobraban su "botín de guerra", es decir saqueaban y rapiñaban cuanto
encontraban.
En general, desconocían la razón del operativo, la supuesta importancia
del "blanco" y su nivel de compromiso real o hipotético con la subversión.
Sin embargo, solían exagerar la "peligrosidad" de la víctima porque
de esa manera su trabajo resultaba más importante y justificable.
Según el esquema, según su propia representación, ellos se limitaban
a detener delincuentes peligrosos y cometían "pequeñas infracciones"
como quedarse con algunas pertenencias ajenas. "(Nosotros) entrábamos,
pateábamos las mesas, agarrábamos de las mechas a alguno, lo metíamos
en el auto y se acabó. Lo que ustedes no entienden es que la policía
hace normalmente eso y no lo ven mal."6 El señalamiento del cabo
Vilariño, miembro de una de estas patotas, es exacto; la policía
realizaba habitualmente esas prácticas contra los delincuentes y
prácticamente nadie lo veía mal... porque eran delincuentes, otros.
Era "normal".
Los grupos de inteligencia
Por otra parte, estaba el grupo de inteligencia, es decir los que
manejaban la información existente y de acuerdo con ella orientaban
el "interrogatorio" (tortura) para que fuera productivo, o sea,
arrojara información de utilidad. Este grupo recibía al prisionero,
al "paquete", ya reducido, golpeado y sin posibilidad de defensa,
y procedía a extraerle los datos necesarios para capturar a otras
personas, armamento o cualquier tipo de bien útil en las tareas
de contrainsurgencia. Justificaba su trabajo con el argumento de
que el funcionamiento armado, clandestino y compartimentado de la
guerrilla hacía imposible combatirla con eficiencia por medio de
los métodos de represión convencionales; era necesario "arrancarle"
la información que permitiría "salvar otras vidas".
Como ya se señaló, la práctica de la tortura, primero sobre los
delincuentes comunes y luego sobre los prisioneros políticos, ya
estaba para entonces profundamente arraigada. No constituía una
novedad puesto que se había realizado a partir de los años 30 y
de manera sistemática y uniforme desde la década del sesenta. La
policía, que tenía larga experiencia en la práctica de la picana,
enseñó las técnicas; a su vez, los cursos de contrainsurgencia en
Panamá instruyeron a algunos oficiales en los métodos eficientes
y novedosos de "interrogatorio".
"Yo capturo a un guerrillero, sé que pertenece a una organización
(se podría agregar, o presumo y quiero confirmarlo, o pertenece
a la periferia de esa organización, o es familiar de un guerrillero,
o... ) que está operando y preparando un atentado terrorista en,
por ejemplo, un colegio (jamás los guerrilleros argentinos hicieron
atentados en colegios)... Mi obligación es obtener rápidamente la
información para impedirlo... Hay que hacer hablar al prisionero
de alguna forma. Ese es el tema y eso es lo que se debe enfrentar.
La guerra subversiva es una guerra especial. No hay ética. El tema
es si yo permito que el guerrillero se ampare en los derechos constitucionales
u obtengo rápida información para evitar un daño mayor", señala
Aldo Rico, perpetuo defensor de la "guerra sucia".
Por su parte, los mandos dicen: "Nadie dijo que aquí había que torturar.
Lo efectivo era que se consiguiera la información. Era lo que a
mí me importaba."
Como resultado, después de hacer hablar al prisionero, los oficiales
de inteligencia producían un informe que señalaba los datos obtenidos,
la información que podía conducir a la "patota" a nuevos "blancos"
y su estimación sobre el grado de peligrosidad y "colaboración"
del "chupado".
También ellos eran un eslabón, si no aséptico, profesional, de especialistas
eficientemente entrenados.
Los guardias
Entonces, ya desposeído de su nombre y con un número de identificación,
el detenido pasaba a ser uno más de los cuerpos que el aparato de
vigilancia y mantenimiento del campo debía controlar. Las guardias
internas no tenían conocimiento de quiénes eran los secuestrados
ni por qué estaban allí. Tampoco tenían capacidad alguna de decisión
sobre su suerte. Las guardias, generalmente constituidas por gente
muy joven y de bajo nivel jerárquico, sólo eran responsables de
hacer cumplir unas normas que tampoco ellas habían establecido,
"obedecían órdenes".
La rigidez de la disciplina y la crueldad de) trato se "justificaba"
por la alta peligrosidad de los prisioneros, de quienes muchas veces
no ¡legaban a conocer ni siquiera sus rostros, eternamente encapuchados.
Es interesante observar que todos ellos necesitaban creer que los
"chupados"
eran subversivos, es decir menos que hombres (según palabras del
general Camps "no desaparecieron personas sino subversivos'"'),
verdadera amenaza pública que era preciso exterminaren aras de un
bien común incuestionable; sólo así podían convalidar su trabajo
y desplegar en él la ferocidad de que dan cuenta los testimonios.
También hay que señalar que esta lógica se repetía punto por punto,
en amplios sectores de la sociedad; la prensa de la época da cuenta
de la "imperiosa necesidad" de erradicar la "amenaza subversiva"
con métodos "excepcionales" de los que esos guardias eran parte.
Un día, llegaba la orden de traslado con una lista, a veces elaborada
incluso hiera del campo de concentración como en el caso de La Perla,
y el guardia se limitaba a organizar una fila y entregar los "paquetes".
Los desaparecedores de cadáveres Aquí los testimonios tienen lagunas.
El secreto que rodeaba a los procedimientos de traslado hace que
sea una de las partes del proceso que más se desconocen. Se sabe
que estaban rodeados de una enorme tensión y violencia. En unos
casos, se transportaba a los prisioneros lejos del campo, se los
fusilaba, atados y amordazados, y se procedía al entierro y cremación
de los cadáveres, o bien a tirar los cuerpos en lugares públicos
simulando enfrentamientos.
Pero el método que aparentemente se adoptó de manera masiva consistía
en que el personal del campo inyectaba a los prisioneros con somníferos
y los cargaba en camiones, presumiblemente manejados por personal
ajeno al funcionamiento interno. La aplicación del somnífero arrebataba
al prisionero su última posibilidad de resistencia pero también
sus rasgos más elementales de humanidad: la conciencia, el movimiento.
Los "bultos" amordazados, adormecidos, maniatados, encapuchados,
los "paquetes" se arrojaban vivos al mar. En suma, el dispositivo
de los campos se encargaba de fraccionar, segmentarizar su funcionamiento
para que nadie se sintiera finalmente responsable. "Mientras mayor
sea la cantidad de personas involucradas en una acción, menor será
la probabilidad de que cualquiera de ellas se considere un agente
causal con responsabilidad moral."1" La fragmentación del trabajo
"suspende" la responsabilidad moral, aunque en los hechos siempre
existen posibilidades de elección, aunque sean mínimas.
La autorización por parte ele los superiores jerárquicos "legalizaba"
los procedimientos, parecía justificarlos de manera automática,
dejando al subordinado sin otra alternativa aparente que la obediencia.
El hecho de formar parte de un dispositivo del cual se es sólo un
engranaje creaba una sensación de impotencia que además de desalentar
una resistencia virtualmente inexistente fortalecía la sensación
de falta de responsabilidad. Los mecanismos para despojar a las
víctimas de sus atributos humanos facilitaban la ejecución mecánica
y rutinaria de las órdenes. En suma, un dispositivo montado para
acallar conciencias, previamente entrenadas para el silencio, la
obediencia y la muerte.
Todo adoptaba la apariencia de un procedimiento burocrático: información
que se recibe, se procesa, se recicla; formularios que indican lo
realizado; legajos que registran nombres y números; órdenes que
se reciben y se cumplen; acciones autorizadas por el comando superior;
turnos de guardia "24 por 48"; vuelos nocturnos ordenados por una
superioridad vaga, sin nombre ni apellido. Todo era impersonal,
la víctima y el victimario, órdenes verbales, "paquetes" que se
reciben y se entregan, "bultos" que se arrojan o se entierran. Cada
hombre como la simple pieza de un mecanismo mucho más vasto que
no puede controlar ni detener, que disemina el terror y acalla las
conciencias. La fragmentación de la maquinaria asesina no fue un
invento di los campos de concentración argentinos. En realidad es
asombroso ver qué poco inventó la Junta Militar y hasta qué punto
sus procedimientos se asemejan a las demás experiencias concentracionarias
de este siglo. No creo que ello se deba a que "copiaron" o se "inspiraron"
en los campos de concentración nazis o stalinistas, sino más bien
en la similitud de los poderes totalizantes y, por lo mismo, en
la semejanza que existe en sus formas de castigo, represión y normalización.
Aunque los asesinos de guerra nazis, como Eichman o Hoess, participaron
en la ejecución de millones de personas, lo hicieron ocupándose
también de un pequeño eslabón de la cadena. Por eso no se sentían
responsables de sus actos. Eichman se defendió durante el juicio
que se le siguió afirmando: "Yo no tenía nada que ver con la ejecución
de judíos, no he matado ni a uno solo.""
De manera semejante, en Argentina existieron 172 niños desaparecidos
y consta, por denuncias realizadas a la Conadep, la tortura de algunos
de ellos así como el asesinato de otros. Un caso demostrado, por
la aparición de los cadáveres, es el de la familia de Matilde Lanuscou,
cuyos hijos de seis y cuatro años fueron asesinados con sus padres,
militantes Montoneros, en un operativo realizado por el Ejército
y la Policía de la Provincia de Buenos Aires en 1976. No obstante,
el general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos
Aires en esa fecha, respondió durante una entrevista: "Personalmente
no eliminé a ningún niño"12, como si ese hecho lo eximiera de la
responsabilidad.
Para ver cómo opera la fragmentación desde adentro, es ilustrativa
una entrevista realizada por La Semana a Raúl David Vilariño, cabo
de la Marina que prestó servicios en los grupos operativos de la
Escuela de Mecánica de la Armada. En ella se desarrolló el siguiente
diálogo: "-Una vez que ustedes entregaban a las personas secuestradas
a la Jefatura del Grupo de Tareas, ¿qué sucedía?
"-Bueno, eso era parte de otro grupo.
"-¿Qué otro grupo?
"-El Grupo de Tareas estaba dividido en dos subgrupos: los que salían
a la calle y los que hacían el denominado 'trabajo sucio'.
"-¿Usted a qué grupo pertenecía? "-¿Yo? Al que salía a la calle...
Nosotros sólo llevábamos al individuo a la Escuela de Mecánica de
la Armada... Siempre esperé que me tiraran antes de tirar yo...
Yo, por mi parte, entiendo por asesino a aquel que mata a sangre
fría. Yo, gracias a Dios, eso no lo hice nunca... los chupadores
deteníamos al tipo y lo entregábamos. Y perdíamos el contacto con
el tipo... lo dejabas allí. Lo más peligroso para el detenido comenzaba
allí... nunca me iba a tocar torturar. Porque a eso se dedicaban
otras personas... No está dentro de mí el torturar. No lo siento...
" (Sigue Vilariño)... Allá por el 78 (se van las patotas y) se quedan
los torturadores, los que habían matado, los que habían quemado...
Veo cómo se había perdido sensibilidad... Noté que faltaba sensibilidad,
delicadeza... O que ya estaban tan, tan, tan rutinarios con eso
que ya era normal que... No sé cómo explicarle: se les había hecho
carne. "-¿Qué era lo que se había hecho rutina? "-El torturar, el
no sentir sensibilidad, el no importar los gritos, el no tener delicadeza
cuando uno comía: contaban herejías.""
Aunque parezca extraño, también los oficiales de inteligencia, los
torturadores, el alma de todo el dispositivo, descargaban su responsabilidad
de alguna manera. Cuenta Graciela Geuna, sobreviviente de La Perla:
"Barreiro es un buen representante de los torturadores, porque tenía
lucidez y conciencia de su participación en las tareas represivas.
Su pensamiento era circular en ese sentido: su propia responsabilidad
personal la transfería a los militantes populares y, fundamentalmente,
a las direcciones partidarias, porque no cedían. Es decir, la tortura
era necesaria ante la resistencia de la gente. Si la gente no resistía
él no tenía que torturar."1' Por el secreto que los envuelve, no
hay testimonios directos de los desaparecedores de cuerpos pero
se puede suponer que tendrían justificaciones similares y la misma
sensación de carecer de responsabilidad. En última instancia ellos
sólo ponían el punto final de un proceso irreversible; arrojaban
"paquetes" al mar.
Es significativo el uso del lenguaje, que evitaba ciertas palabras
reemplazándolas por otras: en los campos no se tortura, se "interroga",
luego los torturadores son simples "interrogadores". No se mata,
se "manda para arriba" o "se hace la boleta". No se secuestra, se
"chupa".
No hay picanas, hay "máquinas"; no hay asfixia, hay "submarino".
No hay masacres colectivas, hay "traslados", "cochecitos", "ventiladores".
También se evita toda mención a la humanidad del prisionero. Por
lo general no se habla de personas, gente, hombres, sino de bultos,
paquetes, a lo sumo subversivos, que se arrojan, se van para arriba,
se quiebran. El uso de palabras sustitutas resulta significativo
porque denota intenciones bastante obvias, como la deshumanización
de las víctimas, pero cumple también un objetivo "tranquilizador"
que inocentiza las acciones más penadas por el código moral de la
sociedad, como matar y torturar. Ayuda, en este sentido a "aliviar"
la responsabilidad del personal militar. Por eso, la furia del personal
de La Perla cuando Geuna los llamó asesinos, "...se reiniciaron
los golpes, deteniéndose en el castigo sólo para decirme 'Decí asesino...'
y cuando yo lo hacía ellos volvían a castigarme."
En suma, el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos incluye,
por medio de la fragmentación y la burocratización, mecanismos para
diluir la responsabilidad, igualarla y, en última instancia, desaparecerla.
Es muy significativo que las Fuerzas Armadas hayan negado la existencia
de los campos como una tecnología gubernamental de represión, como
una instancia en la que el Estado se convirtió en el perseguidor
y exterminador institucional. Al soslayar este hecho se ignora la
responsabilidad fundamental que le cabe al aparato del Estado en
la metodología concentracionaria, en tanto que los campos de concentración-exterminio
sólo son posibles desde y a partir de él.
Dentro de las Fuerzas Armadas, la política de involucramiento general
también tendía a un compartir responsabilidades, cuyo objetivo era
la disolución de ¡as mismas. Dentro del trabajo que fuera, se trataba
de que todos los niveles y un buen número de efectivos tuviera una
participación directa, aunque fuera circunstancial. Sus funciones
podían ser distintas pero todos debían estar implicados. Dar consistencia
y cohesión a las Fuerzas Armadas en torno a la necesidad de exterminar
a una parte de la población por medio de la metodología de la desaparición
era un objetivo prioritario, que se cumplió en forma cabal. Es un
hecho que, si hubo un punto en que las Fuerzas Armadas fueron monolíticas
después de 1 976, fue la defensa de la "guerra sucia", la reivindicación
de su necesidad y lo inevitable de la metodología empleada. Desde
los carapintadas hasta los sectores más legalistas lo declararon
públicamente. Esto es efecto de una auténtica cohesión política
interna que no reside tanto en la adscripción a determinada doctrina
sino más bien en la certeza del rol político dirigente que le cabe
a las Fuerzas Armadas y en su autoadjudicado derecho de "salvar"
la sociedad cada vez que lo consideren necesario y con la metodología
ad hoc para tan noble empresa.
Sin embargo, así como en la cerrada defensa que la institución hace
de su actuación se puede detectar un alto grado de cohesión interna,
también se adivina el compromiso de la complicidad. La convicción
ideológica se entrelaza con la culpa, la recubre, atenuándola y
encubriéndola. Al mismo tiempo, impide el deslinde de responsabilidades
que el dispositivo desaparecedor se encargó de enmarañar, igualar
y esfumar.
La vida entre la muerte
Intentaré describir aquí cómo eran los campos de concentración y
cómo era la vida del prisionero dentro de ellos, para mirar el rimbombante
poder militar desde ese lugar oculto y negado.
En general funcionaban disimulados dentro de una dependencia militar
o policial. A pesar de que se sabía de su existencia, los movimientos
de las patotas se trataban de disimular como parte de la dinámica
ordinaria de dichas instituciones. No obstante se trataba de un
secreto en el que no se ponía demasiado empeño. Los vecinos de la
Mansión Seré cuentan que oían los gritos y veían "movimientos extraños".
La Aeronáutica hizo funcionar un centro clandestino de detención
en el policlínico Alejandro Posadas. Los movimientos ocurrían a
la vista tanto de los empleados como de las personas que se atendían
en el establecimiento, "ocasionando un generalizado terror que provocó
el silencio de todos"'6. En efecto, es preciso mostrar una fracción
de lo que permanece oculto para diseminar el terror, cuyo efecto
inmediato es el silencio y la inmovilidad.
Para el funcionamiento del campo de concentración no se requerían
grandes instalaciones. Se habilitaba alguna oficina para desarrollar
las actividades de inteligencia, uno o varios cuartos para torturar
a los que solían llamar "quirófanos", a veces un cuarto que funcionaba
como enfermería y una cuadra o galerón donde se hacinaba a los prisioneros.
La población masiva de los campos estaba conformada por militantes
de las organizaciones armadas, por sus periferias, por activistas
políticos de la izquierda en general, por activistas sindicales
y por miembros de los grupos de derechos humanos. Pero cabe señalar
que, si en la búsqueda de estas personas las fuerzas de seguridad
se cruzaban con un vecino, un hijo o el padre de alguno de los implicados
que les pudiera servir, que les pudiera perjudicar o que simplemente
fuera un testigo incómodo, ésta era razón suficiente para que dicha
persona, cualquiera que fuera su edad, pasara a ser un "chupado"
más, con el mismo destino final que el resto.
Existieron incluso casos de personas secuestradas simplemente por
presenciar un operativo que se pretendía mantener en secreto, y
que luego fueron asesinados con sus compañeros casuales de cautiverio.
Si bien el grupo mayoritario entre los prisioneros estaba formado
por militantes políticos y sindicales, muchos de ellos ligados a
las organizaciones armadas, y si bien las víctimas casuales constituían
la excepción (aunque llegaron a alcanzar un número absoluto considerable),
también se registraron casos en donde el dispositivo concentracionario
sirvió para canalizar intereses estrictamente delictivos de algunos
sectores militares, que "desaparecían" personas para cobrar un rescate
o consumar una venganza personal.
Aunque el grupo de víctimas casuales fuera minoritario en términos
numéricos, desempeñaba un papel importante en la diseminación del
terror tanto dentro del campo como fuera de él. Eran la prueba irrefutable
de la arbitrariedad del sistema y de su verdadera omnipotencia.
Es que además del objetivo político de exterminio de una fuerza
de oposición, los militares buscaban la demostración de un poder
absoluto, capaz de decidir sobre la vida y la muerte, de arraigar
la certeza de que esta decisión es una función legítima del poder.
Recuerda Grass que los militares "sostenían que el exterminio y
la desaparición definitiva tenían una finalidad mayor: sus efectos
'expansivos', es decir el terror generalizado. Puesto que, si bien
el aniquilamiento físico tenía cómo objetivo central la destrucción
de las organizaciones políticas calificadas como 'subversivas',
la represión alcanzaba al mismo tiempo a una periferia muy amplia
de personas directa o indirectamente vinculadas a los reprimidos
(familiares, amigos, compañeros de trabajo, etc.), haciendo sentir
especialmente sus erectos al conjunto de estructuras sociales consideradas
en sí como 'subversivas por el nivel de infiltración del enemigo'
(sindicatos, universidades, algunos estamentos profesionales)."17
Si los campos sólo hubieran encerrado a militantes, aunque igualmente
monstruosos en términos éticos, hubieran respondido a otra lógica
de poder. Su capacidad para diseminar el terror consistía justamente
en esta arbitrariedad que se erigía sobre la sociedad como amenaza
constante, incierta y generalizada. Una vez que se ponía en funcionamiento
el dispositivo desaparecedor, aunque se dirigiera inicialmente a
un objetivo preciso, podía arrastrar en su mecanismo virtualmente
a cualquiera.
Desde ese momento, el dispositivo echaba a andar y ya no se podía
detener.
Cuando el "chupado" llegaba al campo de concentración, casi invariablemente
era sometido a tormento. Una vez que concluía el periodo de interrogatorio-tortura,
que analizaré más adelante, el secuestrado, generalmente herido,
muy dañado física, psíquica y espiritualmente, pasaba a incorporarse
a la vida cotidiana del campo.
De los testimonios se desprende un modelo de organización física
del espacio, con dos variables fundamentales para el alojamiento
de los presos: el sistema de celdas y el de cuchetas, generalmente
llamadas cuchas. Las cuchetas eran compartimentos de madera aglomerada,
sin techo, de unos 80 centímetros de ancho por 200 centímetros de
largo, en las que cabía una persona acostada sobre un colchón de
goma espuma.
Los tabiques laterales tenían alrededor de 80 centímetros de alto,
de manera que impedían la visibilidad de la persona que se alojaba
en su interior, pero permitían que el guardia estando parado o sentado
pudiera verlas a todas simultáneamente, símil de un pequeño panóptico.
Dejaban una pequeña abertura al frente por la que se podía sacar
al prisionero.
Por su parte, las celdas podían ser para una o dos personas, aunque
solían alojar a más. Sus dimensiones eran aproximadamente de 2.50
x 1.50 metros y también estaban provistas de un colchón semejante,
una puerta y, en la misma, una mirilla por la que se podía ver en
cualquier momento el interior. En otros lugares, como la Mansión
Seré, los prisioneros permanecían sencillamente tirados en el piso
de una habitación, con su correspondiente trozo de goma espuma.
En suma, un sistema de compartimentos o contenedores, ya fueran
de material o madera, para guardar y controlar cuerpos, no hombres,
cuerpos.
Desde la llegada a la cuadra en La Perla, a los pabellones en Campo
de Mayo, a la capucha en la Escuela de Mecánica, a las celdas en
El Atlético o como se llamara al depósito correspondiente, el prisionero
perdía su nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba
un número al que debía responder. Comenzaba el proceso de desaparición
de la identidad, cuyo punto final serían los NN (Lila Pastoriza:
348; Pilar Calveiro: 362; Osear Alfredo González: X 51). Los números
reemplazaban a nombres y apellidos, personas vivientes que ya habían
desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde
dentro de sí mismos, en un proceso de "vaciamiento" que pretendía
no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad, muertos sin cadáver
ni nombre: desaparecidos. Como en el sueño nazi, supresión de la
identidad, hombres que se desvanecen en la noche y la niebla.
Los detenidos estaban permanentemente encapuchados o "tabicados",
es decir con los ojos vendados, para impedir toda visibilidad. Cualquier
transgresión a esa norma era severamente castigada. También estaban
esposados, o con grilletes, como en la Escuela de Mecánica de la
Armada y La Perla, o atados por los pies a una cadena que sujetaba
a todos los presos, corno en Campo de Mayo. Esto variaba de acuerdo
con el campo, pero la idea era que existiera algún dispositivo que
limitara su movilidad.
En la Mansión Seré, además de esposar y atar a los prisioneros los
mantenían desnudos, para evitar las fugas. Al respecto relata Tamburrini:
"...nos hacían dormir con las esposas puestas, pero desnudos; nos
habían sacado la ropa hacía un mes o un mes y medio y nos ataban
los pies con unas correas de cuero para que durmiéramos casi en
una posición de cuclillas."
Los prisioneros permanecían acostados y en silencio; estaba absolutamente
prohibido hablar entre ellos. Sólo podían moverse para ir al baño,
cosa que sucedía una, dos o tres veces por día, según el campo y
la época. Los guardias formaban a los presos y los llevaban colectivamente
al baño o también podían hacer circular un balde en donde todos
hacían sus necesidades.
Los testimonios de cualquier campo coinciden en la oscuridad, el
silencio y la inmovilidad. En El Atlético: "No nos imaginábamos
cómo íbamos a poder contar hasta qué punto vivíamos constantemente
encerrados en una celda, a oscuras, sin poder ver, sin poder hablar,
sin poder caminar."
En Campo de Mayo: "Este tipo de tratamiento consistía en mantener
al prisionero todo el tiempo de su permanencia en el campo encapuchado,
sentado y sin hablar ni moverse. Tal vez esta frase no sirva para
graficar lo que significaba en realidad, porque se puede llegar
a imaginar que cuando digo todo el tiempo sentado y encapuchado
esto es una forma de decir, pero no es así, a los prisioneros se
los obligaba a permanecer sentados sin respaldo y en el suelo, es
decir sin apoyarse a la pared, desde que se levantaban a las 6 horas,
hasta que se acostaban, a las 20 horas, en esa posición, es decir
14 horas. Y cuando digo sin hablar y sin moverse significa exactamente
eso, sin hablar, es decir sin pronunciar palabra durante todo el
día, y sin moverse, quiere decir sin siquiera girar la cabeza...
Un compañero dejó de figurar en la lista de los interrogadores por
alguna causa y de esta forma 'quedó olvidado'... Este compañero
estuvo sentado, encapuchado, sin hablar, y sin moverse durante seis
meses, esperando la muerte."20
En La Perla: "Para nosotros fue la oscuridad total... No encuentro
en mi memoria ninguna imagen de luz. No sabía dónde estaba. Todo
era noche y silencio. Silencio sólo interrumpido por los gritos
de los prisioneros torturados y los llantos de dolor... También
tenía alterado el sentido de la distancia... Vivíamos 70 personas
en un recinto de 60 metros de largo, siempre acostados..."21
En la Escuela de Mecánica de la Armada: "En el tercer piso se encontraba
el sector destinado a alojar a los prisioneros... también en el
tercer piso estaba ubicado el pañol grande, lugar destinado al almacenamiento
del botín de guerra (ropas, zapatos, heladeras, cocinas, estufas,
muebles, etc.)."22 Hombres, objetos, almacenamientos semejantes.
Depósito de cuerpos ordenados, acostados, inmóviles, sin posibilidad
de ver, sin emitir sonido, como anticipo de la muerte. Como si ese
poder, que se pretendía casi divino precisamente por su derecho
de vida y de muerte, pudiera matar antes de matar; anular selectivamente
a su antojo prácticamente todos los vestigios de humanidad de un
individuo, preservando sus funciones vitales para una eventual necesidad
de uso posterior (alguna información no arrancada, alguna utilidad
imprevisible, la mayor rentabilidad de un traslado colectivo).
La comida era sólo la imprescindible para mantener la vida hasta
el momento en que el dispositivo lo considerara necesario; en consecuencia,
era escasa y muy mala. Se repartía dos veces al día y constituía
uno de los pocos momentos de cierto relajamiento. Sin embargo, en
algunos casos, podía faltar durante días enteros; por cierto, muchos
testimonios dan cuenta del hambre como uno de los tormentos que
se agregaban a la vida dentro de los campos. "La comida era desastrosa,
o muy cruda o hecha un mazacote de tan cocinada, sin gusto... Estábamos
tan hambrientos, habíamos aprendido tan bien a agudizar el oído,
que apenas empezaban los preparativos, allá lejos, en la entrada,
nos desesperábamos por el ruido de las cucharas y los platos de
metal y del carrito que traía la comida. Se puede decir, casi, que
vivíamos esperando la comida... la hora del almuerzo era la mejor,
por eso apenas terminábamos y cerraban la puerta, comenzábamos a
esperar la cena.'"23 Por la escasez de alimento, por la posibilidad
de realizar algunos movimientos para comer, por el nexo obvio que
existe entre la comida y la vida, el momento de comer es uno de
los pocos que se registra como agradable: "...poco a poco, comencé
a esperar la hora de la comida con ansiedad, porque con la comida
volvía la vida a través del ruido de las ollas, con el ruido de
la gente. Parecía que la cuadra donde estábamos los prisioneros
despertaba entonces a la existencia."24 Si la comida era uno de
los pocos momentos deseados, el más temido, el más oscuro era el
traslado, la experiencia final. Se realizaba con una frecuencia
variable. Casi siempre, los desaparecedores ocultaban cuidadosamente
que los traslados llevaban a la muerte para evitar así toda posible
oposición de los condenados al ordenado cumplimiento del destino
que les imponía la institución. La certeza de la propia muerte podía
provocar una reacción de mayor "endurecimiento" en los prisioneros
durante la tortura, durante su permanencia en el campo o en la misma
circunstancia de traslado. Ante todo, la maquinaria debía funcionar
según las previsiones; es decir, sin resistencia.
Prácticamente en todos los campos se ocultaba, al tiempo que se
sugería, que el destino final era la muerte. Los testimonios de
los sobrevivientes demuestran la existencia de muchos secuestrados
que prefirieron "desconocer" la suerte que les aguardaba; la negación
de una realidad difícil de asumir se sumaba a los mensajes contradictorios
del campo provocando un aferramiento de ciertos prisioneros a las
versiones más optimistas e increíbles que circulaban 50 dentro de
los campos como la existencia de centros secretos de reeducación,
la legalización de los desaparecidos y otros finales felices.
Muchos desaparecidos se fueron al traslado con cepillos de dientes
y objetos personales, con una sensación de alivio que no intuía
la muerte inmediata. Otros no; salieron de los campos despidiéndose
de sus compañeros y conscientes de su final, como Graciela Doldán,
quien pidió morir sin que le vendaran los ojos y se dedicó a pensar
un rato antes de que la trasladaran "para no desperdiciar" los últimos
minutos de su vida.
Aunque no supieran exactamente cómo, sin embargo, los prisioneros
sabían. También ellos sabían y negaban, pero las conjeturas, lo
que se veía por debajo de las vendas y las capuchas, las amenazas
proferidas durante la tortura ("Vas a dormir en el fondo del mar",
"Acá al que se haga el loco, le ponemos un Pentonaval y se va para
arriba"), las infidencias de guardias que no soportaban la presión
a la que ellos mismos estaban sometidos, el clima que rodeaba a
los traslados les permitía saber.
Estos son relatos de lo que se sabía: en la Escuela de Mecánica
de la Armada, "los días de traslado se adoptaban medidas severas
de seguridad y se aislaba el sótano. Los prisioneros debían permanecer
en sus celdas en silencio. Aproximadamente a las 17 horas de cada
miércoles se procedía a designar a quienes serían trasladados, que
eran conducidos uno por uno a la enfermería, en la situación en
que estuviesen, vestidos o semidesnudos, con frío o con calor.""
"El día del traslado reinaba un clima muy tenso. No sabíamos si
ese día nos iba a tocar o no... se comenzaba a llamar a los detenidos
por número... Eran llevados a la enfermería del sótano, donde los
esperaba el enfermero que les aplicaba una inyección para adormecerlos,
pero que no los mataba. Así, vivos, eran sacados por la puerta lateral
del sótano e introducidos en un camión.
Bastante adormecidos eran llevados al Aeroparque, introducidos en
un avión que volaba hacia el sur, mar adentro, donde eran tirados
vivos... El capitán Acosta prohibió al principio toda referencia
al tema 'traslados'."26 En La Perla, "cada traslado era precedido
por una serie de procedimientos que nos ponían en tensión. Se controlaba
que la gente estuviera bien vendada, en su respectiva colchoneta
y se procedía a seleccionar a los trasladados mencionando en voz
alta su nombre (cuando éramos pocos) o su número (cuando la cantidad
de prisioneros era mayor). A veces, simplemente se tocaba al seleccionado
para que se incorporara sin hablar... Los prisioneros que iban a
ser trasladados eran amordazados...
Luego se procedía a llevar a los prisioneros seleccionados hasta
un camión marca Mercedes Benz, que irónicamente llamábamos Menéndez
Benz, por alusión al apellido del general que comandaba el III Cuerpo...
Antes de descender del vehículo los prisioneros eran maniatados.
Luego se los bajaba y se los obligaba a arrodillarse delante del
pozo y se los fusilaba...
Luego, los cuerpos acribillados a balazos, ya en los pozos, eran
cubiertos con alquitrán e incinerados..."27 Los traslados eran el
recuerdo permanente de la muerte inminente. Pero no cualquier muerte
"sino esa muerte que era como morir sin desaparecer, o desaparecer
sin morir. Una muerte en la que el que iba a morir no tenía ninguna
participación; era como morir sin luchar, como morir estando muerto
o como no morir nunca"28. Por su parte, la permanencia en la mayoría
de los campos representaba el peligro constante de retornar a la
tortura. Esta posibilidad nunca quedaba excluida. Muerte y tortura:
los disparadores del terror, omnipresente en la experiencia concentracionaria.
Los campos, concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban
la muerte, fueron posibles por la diseminación del terror... "un
espacio de terror que no era ni de aquí, ni de allá, ni de parte
alguna conocida... donde no estaban vivos ni tampoco muertos...
Y también allí quedaban atrapados los espíritus apenados de los
parientes, los vecinos, los amigos."2' Un terror que se ejercía
sobre toda la sociedad, un terror que se había adueñado de los hombres
desde antes de su captura y que se había inscrito en sus cuerpos
por medio de la tortura y el arrasamiento de su individualidad.
El hermano gemelo del terror es la parálisis, el "anonadamiento''del
que habla Schreer. Esa parálisis, efecto del mismo dispositivo asesino
del campo, es la que invade tanto a la sociedad frente al fenómeno
de la desaparición de personas como al prisionero dentro del campo.
Las largas filas de judíos entrando sin resistencia a los crematorios
de Auschwitz, las filas de "trasladados" en los campos argentinos,
aceptando dócilmente la inyección y la muerte, sólo se explican
después del arrasamiento que produjo en ellos el terror. El campo
es efecto y foco de diseminación del terror generalizado de los
Estados totalizantes.
La pretensión de ser "dioses"
El poder de los burócratas concentracionarios, no obstante constituirse
como simple dispositivo asesino, como fría maquinaria de desaparición,
como "servicio público criminal", tomando la expresión de Finkielkraut,
al disponer del derecho de decisión de muerte sobre millares de
hombres se concebía a sí mismo con una omnipotencia virtualmente
divina.
Aunque resulta irrisoria la sola formulación, El Olimpo, campo de
concentración ubicado en dependencias de la Policía Federal, llevaba
este nombre porque, según el personal que lo manejaba, era "el lugar
de los dioses".
La recurrente referencia de los desaparecedores a su condición "divina",
aunque supongo que con un dejo irónico, merece algún análisis. A
Norberto Liwsky, en la Brigada de Investigaciones de San Justo,
al tiempo que lo golpeaban, sus captores le decían: "Nosotros somos
todo para vos.
La justicia somos nosotros. Nosotros somos Dios.' !1 También Jorge
Reyes relata que "cuando las víctimas imploraban por Dios, los guardias
repetían con un mesianismo irracional: acá Dios somos nosotros".
Graciela Geuna refiere que un guardia encontró una hoja de afeitar
que ella había guardado para suicidarse, entonces le dijo: "aquí
dentro nadie es dueño de su vida, ni de su muerte. No podrás morirte
porque lo quieras. Vas a vivir todo el tiempo que se nos ocurra.
Aquí adentro somos Dios."
Las referencias a la condición divina asociada a este derecho de
muerte, que aparece como un derecho de vida y muerte puesto que
el prisionero tampoco puede poner fin a su existencia, se reiteran
en los testimonios.
Prolongar una vida más allá del deseo de quien la vive; segar otra
que pugna por permanecer; adueñarse de las vidas. Cuando la misma
Graciela Geuna, ya sin la menor esperanza, sufriendo en la cuadra
del campo de concentración, pide a Barreiro por su muerte, no por
su vida, es quizás el momento en que sella su sobrevivencia. Hay
un placer especial del poder concentracionarío en ese adueñarse
de las vidas. La muerte se administra a voluntad, haciendo exhibición
de una arbitrariedad intencional. De hecho, la muerte alcanza a
víctimas casuales, niños, familiares de los perseguidos, posibles
testigos. Es en esta arbitrariedad donde el poder se afirma como
absoluto e inapelable. Esta arbitrariedad no es irracional sino
que su racionalidad reside en la validación de la inapelabilidad
y la arbitrariedad del poder.
Así como la máquina asesina mata a millares, así también le impone
la vida a otros. El esfuerzo que se realizaba en la Escuela de Mecánica
de la Armada para "sacar" del cianuro a personas apresadas tiene
que ver con algo más que con su potencial utilidad en términos de
la información que posteriormente se les pudiera arrancar. Muchos
prisioneros de la Escuela de Mecánica sobrevivieron a la ingestión
de la pastilla de cianuro que portaban los militantes montoneros
gracias a un cuidadoso procedimiento que habían descubierto los
marinos para arrancarlos rápidamente de la muerte. El caso de Norma
Arrostito, dirigente de la organización Montoneros, es particularmente
significativo. Arrostito fue "salvada" dos veces del cianuro, ya
que intentó suicidarse en dos oportunidades consecutivas; no brindó
ninguna información útil durante la tortura y luego fue asesinada
por uno de los médicos de la marina, curiosamente, con una inyección
también de veneno. El mensaje parece claro: Tú no te envenenas;
nosotros lo haremos cuando queramos. Suspender la vida; suspender
la muerte; atributos divinos ejercidos no desde los cielos sino
desde los sótanos de los campos de concentración.
Desde este punto de vista se puede comprender porqué los campos
impedían la posibilidad de suicidio, aun de aquellos que ya estaban
como material de depósito esperando la muerte. El ejercicio de un
poder que se pretende total y absoluto debe ejercerse sobre la vida
misma de los hombres. En este sentido, el suicidio enfurecía a los
desaparecedores; la existencia de la pastilla de cianuro entre los
montoneros era concebida por ellos como una abominación, no por
un supuesto código moral cristiano que se funda en el hecho de que
sólo Dios tiene la autoridad para dar y quitar la vida, sino porque
precisamente el suicidio, como un último acto de voluntad, les arrebataba
la posibilidad de manifestar ese derecho de muerte que los convertía
en "dioses". En este caso la muerte representaba la limitación y
el fin de su poder.
Una vez más, el hecho encuentra paralelo con los campos nazis. Cuando
los guardianes descubrieron que Filip Müller se había introducido
voluntariamente en la cámara de gas para que su muerte tuviera,
al menos, una brizna de elección personal, lo sacaron brutalmente
gritándole: "Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que
somos nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir."
Para el poder concentracionario es tan importante adueñarse de la
vida de otros como adueñarse de su muerte. Por su parte, cuando
los militantes de las organizaciones guerrilleras presentaban combate
en el momento de su captura, no sólo tomaban una decisión sobre
su muerte sino que además amenazaban la vida de los desaparecedores,
esfumando de un golpe su pretendida divinidad. Geuna relata que
la muerte de uno de los "dioses"
de La Perla, el sargento Elpidio Rosario Tejeda, en un enfrentamiento
armado, impactó mucho al personal de inteligencia del campo porque
"todos temieron en realidad la muerte propia. Estaban asustados:
había muerto su mito y, por tanto, ellos también podían morir".
Desde la perspectiva de los desaparecedores de La Perla, este hombre,
que permanentemente hacía alusión a la muerte de los otros, que
se complacía en llamar a los prisioneros "muertos que caminan",
podía administrar la muerte pero no padecerla.
Probablemente el orgullo que producían al capitán Acosta sus instalaciones
para las embarazadas, que se reducían a un simple cuarto con camas
y una mesa, de las que se jactaba denominándolas "su Sarda" (la
maternidad pública más importante de Buenos Aires), se relacionara
con la contraparte del poder de muerte, que lo completa y cierra
el círculo haciéndolo total: el ejercicio de un supuesto "poder
de vida". No ya la simple capacidad asesina de decidir quién muere,
cuándo muere y cómo muere sino más aún, determinar quién sobrevive
e incluso quién nace, porque muchas mujeres embarazadas murieron
en la tortura, pero otras no. Otras tuvieron sus hijos y los desaparecedores
decidieron la vida del hijo y la muerte de la madre. Otras más,
sobrevivieron ellas y sus hijos.
Esto es lo que subyace más directamente a la afirmación "Aquí adentro
nosotros somos Dios", o a esta otra: "Sólo Dios da y quita la vida.
Pero Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos
ocuparnos de esa tarea en la Argentina""; subyace la pretensión
de dar muerte y dar vida.
Casi todos los sobrevivientes reconocen un captor al que le "deben"
la vida, alguien que los protegió y les "concedió" la vida. Estos
"dadores de vida" son los mismos que aparecen torturando y asesinando,
arrojando cadáveres al mar o quemándolos, ya sea en otros o en los
mismos testimonios. El general Galtieri le dijo a Adriana Arce que
él "era la única persona que podía decidir sobre mi vida"; y se
la dio al tiempo que se la quitó a tantísimos otros, como la familia
Valenzuela. Dadores de vida y dadores de muerte coinciden; ellos
son los dioses de los campos de concentración. Sin duda, se podría
leer este hecho como un humano acto de compensación individual para
mantener cierto equilibrio psicológico pero, al mismo tiempo, se
completaba así el ejercicio de un poder total, "divino". Dar y quitar
la vida.
La afirmación del capitán Acosta, que refieren muchos de los sobrevivientes
de la Escuela de Mecánica, cuando repetía con orgullo: "Esto no
tiene límites", o la de uno de los militares de La Perla: "Aquí
nadie se quiebra a medias. Esto es total", también se asocian con
atributos divinos: el carácter ilimitado de Dios, su omnipotencia.
La contraparte de este poder que, en su potencia absoluta, se despliega
ilimitado y omnipotente es precisamente la sensación de impotencia
total que registraba la víctima del campo de concentración. Sin
embargo, tanto la omnipotencia del secuestrador como la impotencia
absoluta del secuestrado son ilusorias. Todo poder reconoce un límite
y frente a todo poder hay alguna posibilidad de resistencia.
¿De dónde provenía la pretensión de los torturadores de ser dioses?
Sin duda de esta convicción de ser amos de la vida y la muerte;
de hecho tenían la capacidad de decidir la muerte de muchísimas
personas, casi de cualquiera en el marco de una sociedad en que
todos los derechos habían sido suprimidos. Podían ser dadores de
muerte y, más que de vida, de no muerte. En verdad, como ya lo señaló
Foucault, el poder de vida y muerte es solamente un poder de muerte,
que se ejerce o se resigna.
El suplicio en la Edad Media y el derecho soberano de matar de los
reyes, que a primera vista podría parecer semejante a lo que aquí
se describió, implicaba "determinada mecánica del poder: de un poder
que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos
sino que se exalta y se refuerza en sus manifestaciones físicas;
de un poder que se afirma como poder armado y cuyas funciones de
orden, en todo caso, no están separadas de las funciones de guerra".
Por el contrario, el poder militar en Argentina corresponde más
a una estructura burocrático-represiva que a un aparato de guerra.
Su ineptitud y desconcierto frente a la única circunstancia de guerra
real que debió enfrentaren este siglo, la de las Malvinas, así lo
demuestra Astiz, uno de los protagonistas destacados de la represión
concentracionaria, se rindió sin combatir frente a los ingleses;
estaba más preparado para combatir contra un peronista que contra
un oficial británico. Ese fue sólo el más publicitado de los casos,
pero la investigación de los sucesos llevó a mostrar la incapacidad
militar y política del Ejército, la Armada y la Aeronáutica. Mario
Benjamín Menéndez, comandante de las fuerzas militares en Malvinas,
el mismísimo jefe del III Cuerpo de Ejército que fusilaba prisioneros
amordazados en La Perla, además de mostrar su incapacidad militar,
según sus propias declaraciones "No encontraba la manera de decir,
¿esto se podrá parar?, razonamiento inverso al de un guerrero que
se pregunta más bien si "esto" se podrá ganar. Las Fuerzas Armadas
resultaron más aptas para una sangrienta represión interior que
para una guerra frontal entre ejércitos.
En lo que se refiere al ejercicio interno del poder, asesinaron
y torturaron de manera institucional pero manteniéndolo en secreto,
de manera subterránea y vergonzante, efectivizando un derecho de
muerte que la sociedad nunca les reconoció explícitamente. Destrozaron
los cuerpos, hicieron exhibición de ellos en algunos casos, pero
nunca asumieron la responsabilidad de estos actos. El rey vengaba
una ofensa a su persona en el cuerpo de los condenados. La Junta
Militar castigaba y mataba como un exterminador clandestino, que
al decir "Yo no fui", negaba él mismo la legitimidad de sus actos.
La exhibición de un poder arbitrario y total en la administración
de la vida y la muerte pero, al mismo tiempo, negado y subterráneo,
emitía un mensaje: toda la población estaba expuesta a un derecho
de muerte por parte del Estado. Un derecho que se ejercía con una
única racionalidad: la omnipotencia de un poder que quería parecerse
a Dios. Vidas de hombres y mujeres, destinos de niños e incluso
de seres que aún no habían nacido, nada podía escapar a él.
Utilizó su derecho arbitrario de muerte como forma de diseminación
social del terror para disciplinar, controlar y regular una sociedad
cuya diversidad y alto nivel de conflicto impedían su establecimiento
hegemónico.
El antiguo derecho de vida y muerte latente sobre toda la población
se superponía y hacía posible las funciones disciplinadoras y reguladoras
manifiestas. Morir, pero esperar la muerte sentado y en determinada
posición. Morir, pero antes de ello, contestar "Sí, señor", cuando
se habla con un oficial. Morir sin combatir, en una fila de presos
ordenados y amordazados, esas "procesiones de seres humanos caminando
como muñecos hacia su muerte"''8, que ya habían existido en los
campos nazis.
No hay espacio aquí para el condenado "que insulta a sus perseguidores;
no hay espacio para la muerte heroica; no hay espacio para el suicidio
en el seno de este poder burocrático.
El poder de vida y muerte es uno con el poder disciplinario, normalizador
y regulador. Un poder disciplinario-asesino, un poder burocrático-asesino,
un poder que se pretende total, que articula la individualización
y la masificación, la disciplina y la regulación, la normalización,
el control y el castigo, recuperando el derecho soberano de matar.
Un poder de burócratas ensoberbecidos con su capacidad de matar,
que se confunden a sí mismos con Dios. Un poder que se dirige al
cuerpo individual y social para someterlo, uniformarlo, amputarlo,
desaparecerlo.
El tormento
Fue la ceremonia iniciatica en cada uno de los campos de concentración-exterminio.
La llegada a ellos implicaba automáticamente el inicio de la tortura,
instrumento para "arrancar" la confesión, método por excelencia
para producir la verdad que se esperaba del prisionero, criterio
de verdad para producir el quiebre del sujeto. Su duración y las
características que adoptara dependían del campo de concentración
del que se tratara, de las características del prisionero, de su
tenacidad en ocultar la información y de un sinnúmero de imponderables.
No obstante, por su centralidad en el dispositivo concentracionario,
estuvo pautada por criterios generales y adquirió características
básicas comunes en todos los campos.
La aplicación de tormentos tenía una función principal: la obtención
de información operativamente útil. Es decir, lograr que el prisionero
entregara datos que permitieran la captura de personas o equipos
vinculados con la llamada subversión, que comprendía todo tipo de
oposición política pero preferentemente a la guerrilla y su entorno.
La tortura era el mecanismo para "alimentar" el campo con nuevos
secuestrados.
Dentro de las organizaciones guerrilleras existían mecanismos de
control de sus militantes, generalmente cada 24 o 48 horas, de manera
que, al momento de la captura, el dispositivo del campo contaba
con un día, dos, a veces un poco más, para extraer de cada hombre
información inmediatamente útil. Una vez que vencía el plazo, las
organizaciones "desactivaban" todas las citas y desalojaban las
casas y los militantes que la persona capturada conocía.
A partir de entonces, los secuestradores podían obtener otro tipo
de datos que a veces conducían también a la captura de personas
o armamento, como el reconocimiento de fotos o información que,
unida a otra, llevaba indirectamente a ubicar una persona, una casa,
una base operativa, un depósito de armas. Además, el prisionero
tenía un conocimiento precioso: las caras de otros militantes. Si
se lograba "trabajar" sobre él de tal manera que estuviera dispuesto
a identificarlos en lugares públicos, "marcarlos", se podía capturar
a muchas personas. Cada militante que accedía a esta práctica podía
provocar decenas de muertes y detenciones.
Por último, cada preso era una muestra viviente del "enemigo", de
su forma de actuar, pensar, razonar política y militarmente. También
esto representaba una información valiosa.
La tortura perseguía, por lo tanto, toda la información que sirviera
de inmediato, pero necesitaba también arrasar toda resistencia en
los sujetos para modelarlos y procesarlos en el dispositivo concentracionario,
para "chupar", succionar de ellos todo conocimiento útil que pudieran
esconder; en este sentido hacerlos transparentes. El eje del mecanismo
desaparecedor era obtener la información necesaria para multiplicar
las desapariciones hasta acabar con el "enemigo" (más adelante se
verá la vastedad que alcanzaba el termina). En consecuencia, la
tortura era la clave, el eje sobre el que giraba toda la vida del
campo.
En tanta ceremonia iniciática, el tormento marcaba un fin y un comienzo;
para el recién llegado el mundo quedaba atrás y adelante se abría
la incertidumbre del campo de concentración: "...una hora antes
tenían vida.
Al desaparecer ya no tenían vida", así explicaría el suboficial
Vilariño la realidad de estos "muertos que caminan"3".
La desnudez, la capucha que escondía el rostro, las ataduras y mordazas,
el dolor y la pérdida de toda pertenencia personal eran los signos
de la iniciación en este mundo en donde todas las propiedades, normas,
valores, lógicas del exterior parecen canceladas y en donde la propia
humanidad entra en suspenso. La desnudez del prisionero y la capucha
aumentan su indefensión pero también expresan una voluntad de hacer
transparente al hombre, violar su intimidad, apoderarse de su secreto,
verlo sin que pueda ver, que subyace a la tortura, y constituye
una de "las normas de la casa". La capucha y la consecuente pérdida
de la visión aumentan la inseguridad y la desubicación pero también
le quitan al hombre su rostro, lo borran; es parte del proceso de
deshumanización que va minando al desaparecido y, al mismo tiempo,
facilita su castigo. Los torturadores no ven la cara de su víctima;
castigan cuerpos sin rostro; castigan subversivos, no hombres. Hay
aquí una negación de la humanidad de la víctima que es doble: frente
a sí misma y frente a quienes lo atormentan.
La tortura, como "procedimiento de ingreso o admisión", despoja
al recién llegado de todos sus apoyos anteriores, entre otros, cualquier
contacto personal que pueda fortalecerlo; es la forma en que se
lo procesa para aceptar las reglas del campo". Señala el antes y
el después. De hecho, casi todos los testimonios pasan del relato
del secuestro que corresponde al "afuera", al de la tortura, primer
paso del "adentro". Los testimonios también señalan que durante
el periodo de tortura, se mantenía a los prisioneros aislados en
los cuartos cié interrogatorio, separados del resto; por lo general
sólo cuando esta etapa inicial, de asimilación y si es posible de
quiebre concluía, se los integraba a la cuadra, al lugar de depósito.
En el testimonio de Geuna resulta evidente este antes y después,
como un abismo que se abre frente a la persona, en su caso agudizado
por la muerte de su marido en el momento de la detención. Al día
siguiente de su captura, después de la tortura, "estaba a kilómetros
de distancia de la militante que era el día anterior. Ahora mi esposo
estaba muerto y yo sentía que no tenía fuerzas para resistir."41
Como ya se señaló, la tortura se había aplicado sistemáticamente
en el país desde muchos años antes, pero los campos daban una nueva
posibilidad: usarla de manera irrestricta e ilimitada. Es decir,
no importaba dejar huellas, no importaba dejar secuelas o producir
lesiones; no importaba siquiera matar al prisionero. En todo caso,
si se evitaba su muerte era para no "desperdiciar" la información
que pudiera tener. Lo ilimitado de los métodos se unía a su uso
por un tiempo también ilimitado.
Grass señala que los oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada
afirmaban que eran necesarias formas "no convencionales" de respuesta
a ¡a acción subversiva, de las cuales, el "instrumento central era
la tortura aplicada en forma irrestricta e ilimitada en el tiempo".
Decían: "No hay otra forma de identificar a este enemigo oculto
si no es mediante la información obtenida por la tortura y ésta,
para ser eficaz, debe ser ilimitada."42 También Geuna lo registra
de la siguiente manera: "Si no te quebraban en horas, disponían
de días, semanas, meses. 'Nosotros no tenemos apuro', nos advertían.
'Aquí-subrayaban-el tiempo no existe."
Lo ilimitado suponía también que la tortura, una vez terminada,
se podía reiniciar. En muchos campos, como La Perla o la Mansión
Seré, se registró el hecho de que por detectar que el prisionero
no había dado determinada información o por represalia ante una
actitud de desobediencia se reiniciara la tortura. Aun en lugares
como la Escuela de Mecánica de la Armada, en donde no se acostumbraba
volver a torturar al prisionero una vez concluida la etapa de interrogatorio,
sin embargo la amenaza permanecía latente para el secuestrado que
convivía con los instrumentos, los objetos y los sujetos de tortura
durante toda su permanencia en el campo.
¿En qué consistía la tortura? El método de tormento "universal"
de los campos de concentración argentinos, por el que pasaron prácticamente
todos los secuestrados fue la picana eléctrica. Es natural; se trata
de un instrumento nacional, "vernáculo", inventado por un argentino.
Consiste en provocar descargas; cuanto más alto es el voltaje, mayor
es el daño.
Su aplicación es particularmente dolorosa en las mucosas, por lo
que éstas se convierten en el lugar preferido de los "técnicos".
Puede y suele provocar paros cardiacos; de esta manera se mató a
muchos prisioneros; en algunos casos porque "se les fue la mano",
en otros de manera intencional.
La picana, ya mencionada, tuvo variantes; una fue la picana doble
que consistía en lo mismo pero multiplicado por dos; otra fue la
picana automática. Esta se ponía a funcionar sin que hubiera ningún
interrogador, ninguna pregunta. Sufrir para sufrir, sin otro fin
que el propio sufrimiento, como castigo y la domesticación del hombre
al campo, como ablande. Quebrar la voluntad de resistencia frente
al vacío, frente a ninguna pregunta, frente a la sola manifestación
ele poder del secuestrador.
No describiré los distintos métodos utilizados pero sí haré mención
de los más frecuentes. Es importante saber qué se le hace a un hombre
para entender cómo se lo aterroriza y se lo procesa. El terror corresponde
a un registro diferente que el miedo.
Mientras uno está sentado, leyendo, el terror es apenas un concepto
que se asocia vagamente con una especie de miedo grande, tal vez
con un género cinematográfico, pero basta seleccionar cualquiera
de estas técnicas, la que personalmente pueda parecer más tolerable,
y pensar en su aplicación sobre el propio cuerpo, de manera irrestricta
e ilimitada, repetida e interminablemente, para tener una aproximación
a cómo se produce el terror. Interminablemente quiere decir exactamente
sin fin, hasta la muerte o hasta un fin arbitrario que no depende
de uno.
Para obtenerla información necesaria, los interrogadores "se vieron
obligados" a usar técnicas de asfixia, ya fuera por inmersión en
agua o por carencia de aire. Aplicaron golpes con todo tipo de objetos,
palos, látigos, varillas, golpes de karate y práctica, sobre ¡os
prisioneros, de golpes mortales, así como palizas colectivas. Practicaron
el colgamiento de los seres humanos por las extremidades dentro
de ¡os campos y también desde helicópteros. Hicieron atacar gente
con perros entrenados. Quemaron a las personas con agua hirviendo,
alambres al rojo, cigarros y les practicaron cortaduras de todo
tipo. También despellejaron personas, como Norberto Liwsky en la
Brigada de Investigaciones de San Justo. En muchos campos, en particular
en los que dependían de la Fuerzas Aérea y la policía, los interrogadores
se valieron de todo cipo de abuso sexual.
Desde violaciones múltiples a mujeres y a hombres, hasta más de
20 veces consecutivas, así como vejámenes de todo tipo combinados
con los métodos ya mencionados de tortura, como la introducción
en el ano y la vagina de objetos metálicos y la posterior aplicación
de descargas eléctricas a través de los mismos. En estos lugares
también era frecuente que a una prisionera "le dieran a elegir"
entre la violación y la picana 44.
De ahí en más hicieron todo lo que una imaginación perversa y sádica
pueda urdir sobre cuerpos totalmente inermes y sin posibilidad de
defensa. Lo hicieron sistemáticamente hasta provocar la muerte o
la destrucción del hombre, amoldándolo al universo concentracionario,
aunque no siempre lo lograron. El abuso con fines informativos,
el abuso para modelar y producir sujetos, el abuso arbitrario, todos
atributos principales del poder pretendidamente total: saber todo,
modelar todo, incluso la vida y la muerte, ser inapelable.
La práctica de estas formas de tortura de manera irrestricta, reiterada
e ilimitada se ejerció en todos los campos de concentración y fue
clave para la diseminación del terror entre los secuestrados. Una
vez que el prisionero pasaba por semejante tratamiento pretería
literalmente morir que regresar a esa situación; son muchos los
testimonios que así lo afirman. La muerte podía aparecer como una
liberación. De hecho, los torturadores usaban la expresión "se nos
fue" para designar a alguien que se /«había muerto durante la tortura.
Y sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que
estaba vedada para el desaparecido, que descubría entonces no ya
la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no era fácil dentro
de un campo, Teresa Meschiati, Susana Burgos y muchos otros sobrevivientes
relatan intentos a veces absurdos pero desesperados para encontrar
la muerte: tomar agua podrida, dejar de respirar, intentar suspender
voluntariamente cualquier función vital. Pero no era tan simple.
La máquina inexorable se había apropiado celosamente de la vida
y la muerte de cada uno.
No obstante estos denominadores comunes, existieron modalidades
diferentes. En algunos casos, relatados por sobrevivientes de campos
de la Fuerza Aérea y la policía, el tormento tomaba las características
de un ritual purificador. Más que centrarse en la información operativamente
valiosa buscaba el castigo de las víctimas, su desmembramiento físico,
una especie de venganza que se concretaba en signos visibles sobre
los cuerpos. En esos lugares se usaba mucho el castigo con palos
y latigazos, que deja huellas. El tratamiento se acompañaba con
tortura sexual, fundamentalmente denigrante; eran frecuentes, por
ejemplo, las violaciones de hombres. Toda la sesión, desde que iban
a buscar al prisionero, tenía un ritmo de excitación ascendente,
mientras que, por ejemplo en la Mansión Seré, no faltaba un torturador
cristiano que rezaba y "confortaba" a la víctima instándola a que
tuviera fe en Dios, mientras era atormentada. También en ese centro,
uno de los miembros de la "patota", "al grito de hijos del diablo,
hijos del diablo, agarró un látigo y empezó a pegarnos. Son todos
judíos, decía, hay que matarlos"4''.
En la Brigada de Investigaciones de San Justo: "Cuando me venían
a buscar para una nueva sesión lo hacían gritando y entraban a la
celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente.
Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba."
A continuación sigue un relato espeluznante, que incluye el despellejamiento
del prisionero.
En la Delegación de la Policía Federal: "Allí me golpearon ferozmente
por espacio de una hora aproximadamente, lo hicieron con total sadismo
y crueldad pues ni siquiera me interrogaban, sólo se reían a carcajadas
y me insultaban.'"' En la mansión Seré: "...entra la patota en la
pieza haciendo mucho escándalo, como ellos hacían, con el fin de
crear un clima de terror y pánico a su alrededor... me sacan entre
comentarios jocosos y risotadas, me anuncian que me van a dar un
baño; me hundían cada vez más frecuentemente y por espacios más
prolongados de tiempo, a punto tal de, digamos, de terminar por
provocarme asfixia... nos atan a los dos juntos... nos torturan
con picana alternativamente a uno y a otro... se me introdujo un
objeto metálico en el ano y se me transmitía corriente eléctrica
por él; se me torturó en los genitales y en la boca, en las órbitas
de los ojos..."/|íi En estos campos crecía el número de víctimas
casuales. En la misma Mansión Seré, secuestraron y torturaron a
un levantador de quiniela y, en mayo de 1 977, buscando a un militante,
"la patota" se equivocó de dirección y registró los cuartos de una
pensión. En uno de ellos encontraron fotos que consideraron pornográficas,
en las que se veía a menores, por lo que dedujeron que la persona
que allí habitaba era un perverso sexual. Así que procedieron a
esperar su llegada y a secuestrar a aquel hombre. Así lo hicieron,
lo llevaron hasta la Mansión Seré y allí lo torturaron hasta su
muerte, que se produjo esa misma noche. Habían consumado un acto
de "purificación". Cruzados del "bien y la moralidad", castigaban
el mal, entre rezos, risas y vejámenes.
En este tipo de rituales murieron muchas personas. La duración era
indeterminada; la reiteración de la tortura imprevisible y el sentido
se asemejaba más a una ceremonia de venganza y locura, entre risas,
gritos y golpes, que a un acto de inteligencia militar. A pesar
de la aparente irracionalidad, estos campos cobraron un importantísimo
número de víctimas y cumplieron un papel fundamental en la destrucción
física de toda oposición política, sin discriminación alguna, y
de la diseminación del terror. Fueron funcionales para el proyecto
militar y dejaron muy pocos sobrevivientes, algunos de ellos lo
suficientemente aterrados como para no relatar jamás lo que sufrieron.
Las prácticas de tortura en otros campos, como la Escuela de Mecánica
de la Armada o La Perla, tenían diferencias considerables con respecto
a lo que acabo de describir, al menos a partir de la existencia
de sobrevivientes. En esos lugares la tortura era enérgica, con
un fin "profesional": obtener información operativamente valiosa.
Durante el periodo "útil" del prisionero se le aplicaban picana,
submarino (asfixia por inmersión) y golpes, como tratamiento regular,
y la promesa de respetar su vida en caso de que colaborara, es decir
que proporcionara información suficiente para capturar a otras personas.
Para dar credibilidad a la oferta de vida, antes de torturarlo se
exhibían ante el preso otros secuestrados, preferentemente militantes
conocidos, que en el exterior se daban por muertos. La idea era
inducir en el recién llegado la suposición de que estas personas
conservaban la vida porque estaban colaborando activamente con los
desaparecedores (lo que no necesariamente era verdad). A ello se
sumaba el hecho de que, en muchos casos, la detención de la persona
se había producido por la delación de un compañero de militancia,
a veces con más experiencia o responsabilidades políticas que él
mismo. Esto reforzaba la idea que trataba de generar el campo de
concentración de que "todos" colaboraban; nadie podía contra su
poder y era mejor no intentarlo. La exhibición de omnipotencia que
creaba en el secuestrado una sensación de impotencia también total.
La oferta de vida y la prueba "palpable" de que así era, (unos meses
de vida en esas circunstancias parecían una promesa de inmortalidad)
rompía la lógica con que los militantes llegaban al campo de concentración:
enfrentar la propia muerte. Se trataba de producir en el secuestrado
un shock psíquico primero y físico después, mediante una tortura
intensiva, que lo desestructurara lo suficiente como para dar una
"punta del hilo", un dato más para desenredar la madeja de las organizaciones
políticas y sindicales. Después de ello, manteniendo la presión,
se podía esperar una colaboración más abierta.
El procedimiento se caracterizaba por una cierta asepsia; el objetivo
era obtener información útil, pero además, quebrar-A individuo,
romper ú militante anulando en él toda línea de fuga o resistencia,
modelando un nuevo sujeto adecuado a la dinámica del campo, un cuerpo
sumiso que se dejara incorporar a la maquinaria, cualquiera que
fuera el lugar que se le asignara. Este quiebre era el producto
más preciado de la tortura; alcanzarlo era el mayor desafío para
el dispositivo concentracionario y la prueba evidente, insoslayable
del poder del interrogador.
Para lograr el quiebre, valían todos los medios, pero siempre conservaban
esa racionalidad, la búsqueda de información operativamente valiosa.
Pasado el periodo de utilidad del preso, éste dejaba de ser un cuerpo
atormentado para producir la verdad ser un cuerpo de desecho, material
en depósito hasta la decisión de su destino final: la eliminación
o, muy eventualmente, la liberación. La posibilidad de reiniciar
la tortura siempre estaba presente pero era relativamente excepcional.
Desde el momento en que cesaba la tortura física directa, iniciaba
la tortura sorda, la de la incertidumbre sobre la vida, la oscuridad
y el aislamiento permanentes, la desconfianza hacia todos, la mala
alimentación, el maltrato y la humillación.
En algunos casos, la decisión final sobre la suerte del preso se
difería, pasando por un periodo intermedio en el que se lo incorporaba
al régimen de capucha o cuadra pero se pretendía, ganar al prisionero,
sacarle algo o algo más; la lógica concentracionaria es avariciosa,
intenta chupar todo lo vital que hay en el hombre. Se trataba entonces
de obtener algún tipo de colaboración voluntaria, operacional, técnica,
política, al cabo de la cual, e independientemente de lo que hubiera
proporcionado, el destino último también era incierto.
Así pues, aparecen por lo menos dos mecanismos posibles en la tortura:
el tormento que llamaré inquisitorial y el tormento como tecnología
eficaz, fría, aséptica y eficiente de "chupar". Los dos pretenden
producir la verdad, producir un culpable y arrasar al sujeto pero
lo hacen de maneras diferentes. Ambas formas implican el procesamiento
de los cuerpos, la extracción de lo que sirve y el desecho del hombre.
Sin embargo, la modalidad inquisitorial destruye más los cuerpos,
es más brutal, arroja más sufrimiento directo sobre sus víctimas,
pero es menos eficiente para extraer, está menos preparada para
aprovechar hasta la última gota útil de un hombre.
También es probable que la modalidad "aséptica" produzca un menor
deterioro personal en los hombres que la aplican y les permita concebirse
a sí mismos como simple personal técnico. Finalmente, en términos
institucionales, cabe pensar que en nuestra época es más fácil mantener
el espíritu de cuerpo y la adhesión ideológica de una fuerza profesional
y clasemediera por vía de un discurso técnico-aséptico que por vía
de uno fanático-inquisitorial. Este último es psíquica e institucionalmente
desquiciante.
Los oficiales de inteligencia que ejecutaron la tortura, sobre todo
en el modelo aséptico, eran hombres comunes y corrientes, las más
délas veces insignificantes, como Juan Carlos Rolón, cuyo ascenso
salió a defender el Presidente Menem en 1 994. lambién ellos, pequeños
engranajes que no correspondían a un único patrón. Geuna los describe
uno por uno; la diversidad comprende tontos e inteligentes, audaces
y cobardes, religiosos y ateos, vanidosos, arrogantes, pusilánimes,
de todo; hombres como cualquier otro, que caminan por la calle.
Muchos se preguntaban, con auténtica curiosidad, si los prisioneros
los consideraban "torturadores".
Como si la condición de torturador fuera parte de una esencia que
no poseían, como si su práctica cotidiana se debiera a una función
circunstancial que se vieron obligados a cumplir; como si hubiera
"otros", no ellos, que sí eran torturadores porque disfrutaban haciendo
sufrir.
Estos hombres sólo trabajaban y "cumplían órdenes".
El cumplimiento de órdenes fue la fórmula más burda de descargo
del torturador. Otra muy usual, de acuerdo a los testimonios, fue
responsabilizara las conducciones de las organizaciones armadas
porque "mandaban a matar" a su gente, "obligándolos" a ellos a hacerlo.
También era común que descargaran la culpa sobre la propia víctima,
que por su tozudez, los "obligaba" a torturarla. La expresión que
se registra es "no te hagas dar", es decir que la víctima "se hacía
dar', se hacía torturar. Si para detener a alguien habían torturado
a otras personas, el responsable de tales castigos era el buscado,
o el que daba la información o cualquier otro que no fuera el torturador.
"Vos sos la culpable de que haya hecho cagar a esos infelices",
le decía un torturador de la policía federal a Mirtha Gladys Rosales,
para justificar que había golpeado salvajemente a su padre y a otras
personas'1'''.
Sin embargo, y por más desplazamientos que pueda hacer, hay algo
que se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay
algo que reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en
el intento de despersonalización de la víctima él mismo se despersonaliza,
se deshumaniza. En muchísimos relatos aparece el intento de "reparación"
del torturador sobre la propia víctima, como si pudiera escindir
su condición de torturador frente a un cuerpo sin rostro de su condición
humana frente a la persona del torturado. Cuenta una sobreviviente:
"Después de esas 'sesiones' (de tortura) me hacían vestir, y con
buenos modos y palabras de consuelo me llevaban al dormitorio e
indicaban a otra prisionera que se acercara y me consolara."51'
Ana María Careaga relata: "El hombre que había dirigido la tortura,
que me había torturado personalmente, ahora me hablaba de una manera
paternal.'"1' Otro testimonio dice: "El domingo por la noche, el
hombre que me había violado estuvo de guardia obligándome a jugar
a las cartas con él."" Un relato casi idéntico de la Mansión Seré
señala que la patota secuestró a una maestra muy joven por haber
escrito en el pizarrón de su clase "La; Montoneras recorren el país",
como frase de ejercitación gramatical y en obvia referencia a las
Montoneras del siglo pasado. Después de haber sido torturada "preventivamente",
fue presionada con insistencia por uno de sus torturadores a jugar
a las cartas con él. La muchacha, que primero se negó, al cabo de
un rato jugaba al chin-chon con un hombre poco mayor que ella y
que la había sometido a tormento minutos antes. La figura de estas
dos personas jugando a los naipes dentro de un campo de exterminio
es la viva imagen de una suerte de perversión de la realidad que
se opera en el dispositivo concentracionario, cuyo eje es la tortura.
En ella se conjugan el poder, la arbitrariedad, la culpa y la necesidad
de crear una "ilusión de reparación", que persiguió a buena parte
de los torturadores.
Mediante el tormento se arrancaba al hombre información y su misma
humanidad, hasta dejarlo vacío. La sala de torturas, el "quirófano"
en la jerga concentracionaria, era el lugar donde se operaba sobre
la persona para producir ese vaciamiento. Era un largo proceso que
duraba días, semanas, meses hasta lograr la producción de un nuevo
sujeto, completamente sumiso a los designios del campo: "Ya uno
no tiene nada que darles, ni ellos quieren nada de mí. Tenía un
gran cansancio y sólo quería que todo terminara de inmediato."53
El campo logró la sumisión. El "Sí, señor" del lenguaje militar
en boca de los prisioneros fue un signo de esa sumisión. "Se ensañaron
mucho más porque no les había dicho que estaba embarazada... Me
decían: '¿Por qué no lo dijiste, pelotuda? ¿Querés que te lo saque
ahora?' (al hijo) ¡No! 'No, qué pelotuda.' No, señor.
'Ah, así está mejor.'"5' Sin embargo, la sumisión nunca es toral;
el campo intentó arrasar la personalidad y toda forma de resistencia
a través de la tortura sistemática, ilimitada, irrestricta, produciendo
dolor, terror, parálisis, pero no necesariamente lo logró. No hay
técnicas infalibles, y la tortura tampoco lo fue. A pesar de los
interrogadores, frente a ella había hombres, no masilla moldeable.
Seres humanos que reaccionaron de las más diversas maneras. Existió
la resistencia abierta de quienes, poseyendo información, desafiaron
con éxito la tortura. Geuna relata el de una madre que dirigiéndose
a su hija, mientras las torturaban a ambas en La Perla, le gritaba
"No hables, nena; a estos hijos de puta ni una palabra". Aquí, el
campo de concentración y la tortura se enfrentan a su zona de impotencia:
la resistencia interna del hombre. En este caso sólo pueden funcionar
como máquina asesina, y matar.
Hay otros que simularon colaborar, dando datos falsos que pudieran
pasar por verdaderos, y en realidad no entregaron algo útil para
"alimentar" y reproducir el mecanismo.
Intentaban así detener la tortura y ganar tiempo. En este caso,
la tortura tampoco logró su objetivo. No sólo no produjo la "verdad",
sino que el prisionero la contabilizó internamente como una batalla
ganada al campo de concentración; se fortaleció, aunque le costara
la vida. Es el caso de Fernández Samar que se relata también en
el testimonio de Gauna, quien mientras agonizaba a causa de los
tormentos padecidos, en los que había ocultado la información clave,
repetía "Los jodí; los jodí"'°. Entre los sobrevivientes hay mucha
gente que resistió la tortura y seguramente esta primera victoria
los rearmó para tolerar la capucha, el aislamiento, las presiones
y todo lo que padecieron después hasta su liberación. La resistencia
a la tortura es una de las formas más claras de la limitación del
poder del campo.
Otros más no aguantaron la presión
y brindaron información útil pero no entregaron todo; guardaron
cuidadosamente aquello que consideraban más importante; ese era
su último bastión de resistencia, su secreto.
Estas personas, aunque hubieran sido arrasadas por el dispositivo,
solían recuperara. Es decir, pasada la presión directa, recobraban
las nociones de solidaridad y compromiso con sus compañeros de cautiverio,
recuperaban alguna capacidad de resistencia. Este grupo fue muy
importante en términos cuantitativos y cualitativos ya que fue numeroso
y permitió la reproducción del dispositivo, alimentándolo y generando
más secuestros. Desde este punto de vista, la tortura irrestricta
e ilimitada demostró su eficacia. Mucha de esa gente podía estar
dispuesta a morir, pero sencillamente no soportó las condiciones
de tormento y "entregó" algo, o mucho.
Hubo otros prisioneros que una vez que comenzaron a dar información
bajo tortura ya no se detuvieron, y se fueron desplazando progresivamente
de la categoría de víctimas a la de victimarios. Esta gente, que
existió en La Perla, en el ministaff de la Escuela de Mecánica y
en otros lugares de manera aislada, se convirtió en una especie
de presos intermediarios entre los desaparecedores y los desaparecidos.
Fueron quebrados por la tortura, muchas veces espantosa, y se desintegraron.
No se sentían presos. Suzzara, una secuestrada de este tipo, decía
de sus compañeros presos: "Les tengo asco". Algunos de ellos realizaban
operativos militares con sus propios captores; otros llegaron incluso
a torturar. Estas personas eran un enemigo de los presos igual o
peor que los guardias. Necesitaban que todos se desintegraran como
ellos, que dejaran de ser, para encontrar su propia justificación;
por eso vigilaban meticulosamente a los otros prisioneros, "certificaban"
los "quiebres"; temían la sobrevivencia de quienes no estuvieran
en su misma situación porque eran testigos de su vergüenza. En general,
los militares sentían un profundo desprecio por esta gente. Sobre
ellos el campo de concentración funcionó, alcanzó su objetivo; aunque
numéricamente representaron algo así como el uno por mil fueron
muy útiles al dispositivo. Cada uno de ellos fue responsable de
muchas decenas de secuestros.
Además orientaron el trabajo de los interrogadores; les permitieron
aumentar su eficiencia; saber qué preguntar, cómo hacerlo, cuáles
eran las debilidades de una persona. En fin, fueron de gran utilidad
y constituyen el tipo de sujeto que produce el campo de concentración
y la tortura: temerosos, sumisos, autoritarios, inestables. Muchos
de ellos permanecieron ligados a las fuerzas de seguridad y siguieron
trabajando para ellas una vez clausurados los campos de concentración.
Por último existieron personas que "negociaron" su captura. Es decir,
aquellos que sin ofrecer resistencia alguna, sin ¡atentar siquiera
presentar batalla, "se pasaron" aparentemente de bando y se prestaron
a trabajar para las fuerzas de seguridad como lo habían hecho para
organizaciones políticas opositoras. Llegaron a los campos de concentración
con maletas y jamás les tocaron un pelo. De estos casos se registran
el de Pinchevsky en La Perla y el de Máximo Nicoletti y su mujer,
María Emilia Peuriot, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Estas
personas no se pueden considerar como éxitos del dispositivo concentracionario;
son otra cosa.
No fueron quebrados puesto que no había nada que romper, que opusiera
resistencia.
En síntesis, la tortura como eje del trabajo de inteligencia fue
altamente productiva y eficiente. Logró la información suficiente
para destruir las organizaciones guerrilleras y sus entornos, asesinar
a los dirigentes sindicales no conciliadores, arrasar toda organización
popular, golpear y dificultar la acción de los organismos de derechos
humanos. Lo hizo gracias a la existencia de los campos de concentración
con los supuestos de una práctica irrestricta e ilimitada del tormento.
Consiguió obtener información parcial significativa; logró la colaboración
total de un pequeño grupo de gente que logró modelar, desintegrar
y reordenar según la lógica del poder autoritario. En suma fue el
método que permitió obtener la información necesaria para destruir
una generación de militantes políticos y sindicales que desaparecieron
en los campos de concentración. Para quienes deseaban este resultado,
el método parece haber sido el adecuado. En todo caso se abren otras
preguntas: ¿Debía la sociedad argentina desaparecer una generación
de molestos activistas sindicales y políticos? ¿Hay posibilidad
de separar medios y fines? Desaparecer, borrar del mapa, ¿no lleva
casi irremediablemente a esto?
Una lógica perversa, una realidad tabicada y compartimentada El
campo es un lugar de contrarios que coexisten, de ambivalencia y
conflicto superpuesto, no resuelto, en donde la confrontación se
resuelve por la separación, clasificación y eliminación de lo disfuncional.
Al tiempo que es un centro de retiñían de prisioneros, es donde
el hombre encuentra el mayor grado de aislamiento posible. Prisioneros
concentrados en una barraca, cuidadosamente separados entre sí por
tabiques, celdas, cuchetas. Compartimentos que separan lo que está
profundamente interconectado.
Los planos de los campos de concentración parecen graficar esta
idea de la compartimentación como antídoto del conflicto, que permea
todo el proceso. Largas secuencias de compartimentos; depósitos
ordenados y separados en la arquitectura, en las etapas del proceso
desaparecedor (captura, tortura, asesinato, desaparición de los
cuerpos), entre los servicios que obtienen y procesan la información
(Armada, Ejército, Aeronáutica), del campo mismo como un compartimento
separado de la realidad.
También los hombres aparecen fragmentados, compartimentados interna
y externamente: "subversivos" a los que se despoja de identidad,
cuerpos sin sujeto, torturadores que ostentan una ideología liberal,
cristianos que se confunden a sí mismos con Dios. Todo sin entrar
en colisión aparente, subsistiendo gracias a una separación cuidadosa,
esquizofrénica, que atraviesa a la sociedad, al campo de concentración
y a los sujetos.
Los compartimentos estancos son la condición de posibilidad de coexistencia
de elementos sustancialmente inconsistentes y contradictorios.
Salta a la vista que precisamente las fuerzas legales, como se identificaban
a sí mismas las fuerzas represivas, operaran con una estructura,
un funcionamiento y una tecnología "por izquierda", es decir ilegal.
El secuestro, la tortura ilimitada y el asesinato eran claves para
lograr el exterminio de toda oposición política y diseminar el terror
al que ya se hizo referencia. Dichas "técnicas" no se hubieran podido
aplicar desde la legalidad existente y, de hecho, el gobierno militar,
a diferencia de los nazis, nunca creó leyes que respaldaran la existencia
de los campos de concentración; antes bien optó por negar su existencia.
Las "fuerzas legales" eran los GT clandestinos mientras que toda
acción legal, como la presentación de hábeas Corpus, denuncias,
búsqueda de personas, juicios, era considerada "subversiva".
Extraña coexistencia de lo legal y lo ilegal, pérdida de los referentes,
inversión constante y sucesiva de los términos, confusión de los
contrarios que impide reconocer desde la sociedad por dónde pasa
la distinción entre uno y otro. La ilegalidad de los campos, en
coexistencia con su inserción perfectamente institucional, aunque
parezca contradictorio, fue una de las claves de su éxito como modalidad
represiva del Estado.
Directamente vinculado con la legalidad aparece el problema del
secreto.
El secreto, lo que se esconde, lo subterráneo, es parte de la centralidad
del poder. Durante el Proceso de Reorganización Nacional se sancionaron
16 leyes de carácter secreto. El general Tomás Sánchez de Bustamante
declaró: "En este tipo de lucha (la antisubversiva) el secreto que
debe envolver las operaciones especiales hace que no deba divulgarse
a quién se ha capturado y a quién se debe capturar. Debe existir
una nube de silencio que rodee todo..." También existían sanciones
legales de carácter secreto y decisiones secretas que inhabilitaban
políticamente a ciertos ciudadanos. Los campos de concentración
eran secretos y las inhumaciones de cadáveres NN en los cementerios,
también. Sin embargo, para que funcionara el dispositivo desaparecedor
debían ser secretos a voces; era preciso que «'supiera para diseminar
el terror. La nube de silencio ocultaba los nombres, las razones
específicas, pero todos sabían que se llevaban a los que "andaban
en algo", que las personas "desaparecían", que los coches que iban
con gente armada pertenecían a las fuerzas de seguridad, que los
que se llevaban no volvían a aparecer, que existían los campos de
concentración. En suma, un secreto con publicidad incluida; mensajes
contradictorios y ambivalentes. Secretos que se deben saber; lo
que es preciso decir como si no se dijera, pero que todos conocen.
La manera en que se fraccionó el dispositivo concentracionario,
separando trabajos y diluyendo responsabilidades es otra manifestación
de esta misma esquizofrenia social, y tuvo lugar dentro mismo de
los campos. El mecanismo por el cual los desaparecedores concebían
su participación personal como un simple paso dentro de una cadena
que nadie controlaba es otra forma de fraccionar un proceso básicamente
único. Cada uno de los actores concebía la responsabilidad como
algo ajeno; fragmentaba el proceso global de la desaparición y tomaba
sólo su parte, escindiéndola y justificándola, a! tiempo que condenaba
a otros, como si su participación tuviera algún sentido por fuera
de la cadena y no coadyubara de manera directa al dispositivo asesino
y desaparecedor. Recuérdense en este sentido las declaraciones de
Vilariño.
De manera semejante, los grupos operativos se concebían como diferentes
y enfrentados, se retaceaban la información unos a otros, entre
las distintas armas y aun dentro de una misma arma. Cada uno se
creía, o bien más eficiente, o bien menos brutal que los otros.
Grass se refiere a las diferencias entre el grupo operativo de la
Escuela de Mecánica y el del Servicio de Inteligencia Naval; Cetina
narra el terrible enfrentamiento entre la policía y el Ejército;
Graciela Dellatorre cuenta la competencia que existía entre los
tres grupos operativos de El Vesubio5 . Cada uno era un compartimento
del dispositivo concentracionario , con sus hombres, sus armas,
su información, sus secuestrados. Su seguridad podía depender de
mantener esta separación; el incremento de su poder también. Es
decir, el mecanismo favorecía la compartimentación y la competencia,
al tiempo que imponía su totalidad sobre el conjunto. Es importante
señalar que cuanto mayor sea ia fragmentación, más necesidad existirá
de una instancia totalizadora. Lo fragmentario no se opone a lo
totalizante; por el contrario, se combinan y superponen, sin encontrar
consistencia ni coherencia alguna.
Para el secuestrado, la incoherencia entre unas acciones y otras
creaba un desquiciamiento de la lógica dentro de los campos, otra
lógica que no alcanzaba a comprender, pero que sin embargo es constitutiva
del poder, de su parte más íntima, de su racionalidad no admitida,
negada, subterránea. Una racionalidad que incorpora lo esquizofrénico
como sustancial. La incongruencia entre las acciones de los secuestradores
fue una de sus manifestaciones que se hizo particularmente patente
en los campos que correspondieron a la modalidad técnico-aséptica.
Por ejemplo, la posibilidad de supervivencia no aumentó para quienes
brindaron información útil ni para las víctimas producto de la casualidad,
del error, o que después de los interrogatorios hubieran demostrado
tener muy poca o nula vinculación con la guerrilla. Por el contrario,
en muchos casos fue exactamente al revés; los militantes de cierta
trayectoria podían ser más útiles a largo plazo, lo que aumentó
inicialmente su sobrevida y luego la posibilidad de "reaparecer".
El procedimiento no carecía de lógica pero al mismo tiempo parecía
incomprensible; pertenecía a otra lógica que el secuestrado no podía
comprender. Por un lado, la existencia de lógicas incomprensibles,
por otro, la ruptura y la esquizofrenia dentro de la lógica concentracionaria
desquiciaban a los prisioneros e incrementaban la sensación de locura.
La visita casi diaria en la Escuela de Mecánica de la Armada de
un médico que atendía a los prisioneros era un dato aparentemente
contradictorio con la suposición de que los traslados implicaban
la muerte. Geuna también relata que: "se interesaban por mi salud,
por mis heridas, por mi debilidad (había adelgazado diez kilos en
veinte días).
Me trajeron vendas y vitaminas. Me cuidaban y al mismo tiempo me
decían que me iban a matar."58 ¿Para qué se curaba de anginas o
se administraba vitaminas a alguien que se iba a asesinar? La incongruencia
llevaba al preso a pensar que o bien era cierta una cosa o la otra
y, dado que efectivamente le llevaban vitaminas, no lo iban a matar,
lo cual era falso. Esta "lógica perversa" o falta aparente de lógica
dañó terriblemente a los secuestrados.
Se puede pensar, aunque Hannah Arendt discutiría la supuesta finalidad
productiva de los campos de concentración nazis, que en ellos, a
pesar del exterminio que se reservaba a los prisioneros, la existencia
del médico tenía un sentido: mantener al hombre con cierta capacidad
de trabajo, ya que se lo usaba en tareas productivas. Pero éste
no era el caso de los campos argentinos, en que los secuestrados
permanecían tirados en el piso, sin hacer nada a veces durante meses.
¿Qué lógica podía tener la presencia del médico en esas circunstancias?
No es claro, pero probablemente se jugaba un cierto sentido de humanidad
manteniendo al hombre en condiciones relativamente aceptables hasta
su muerte. Esta hipótesis, la menos congruente con el resto del
funcionamiento del campo, es quizás la más probable; hay que recordar
que la preservación de la vida de algunos niños en el vientre de
su madre respondía a una lógica semejante que no sería más que otro
de los tantos mecanismos de auto-humanización que debieron usar
los desaparecedores para justificarse a sí mismos. Desde una concepción
más consistentemente utilitarista se podría suponer que prevenían
epidemias que pudieran afectar a prisioneros todavía útiles o al
propio personal.
También es probable; en algunos sentidos el campo funcionaba como
una fría y no muy selectiva máquina de matar; en otros irrumpían
estas rupturas de la lógica, estas compartimentaciones incomprensibles
a primera vista. Lo cierto es que la atención médica era uno de
los elementos que lograba dificultar la comprensión del prisionero
de que sería ejecutado, por la aparente contradicción entre una
acción y otra. Esa confusión, alimentada por el campo y multiplicada
por el temor y la negación de los prisioneros, creaba una "predisposición"
para interpretar la lógica perversa que desataba el campo como auténticos
indicios de la posibilidad de supervivencia, lodo ello confluyó
para desalentar las formas de resistencia más desesperadas.
Algo semejante ocurrió con la atención a las mujeres embarazadas
que llegaron a dar a luz, en la "Sarda" de la Escuela de Mecánica.
A partir de cierto momento del embarazo, esas prisioneras pasaban
a ocupar un cuarto con camas, una mesa con sillas, ropa, y podían
permanecer allí con los ojos descubiertos y hablar. Días antes del
alumbramiento, los marinos le hacían llegar a la madre un ajuar
completo, a veces muy hermoso, para su bebé. El parto se atendía
con un médico y respetando ciertos requerimientos de asepsia, anestesia
y cuidados generales. La madre le ponía nombre a su hijo y daba
las indicaciones para que lo entregaran a la familia. Este trato
dificultaba la comprensión del destino final de madre e hijo. Las
atenciones hacían presuponer que ambos vivirían o que, cuando menos,
el bebé sería respetado. La realidad era muy otra: la madre solía
ser ejecutada pocos días después del alumbramiento y el bebé se
enviaba a un orfanato, se daba en adopción o, eventualmente, se
entregaba a la familia. Quedaba así limpia la conciencia de los
desaparecedores: mataban a quien debían matar; preservaban la otra
vida, le evitaban un hogar subversivo y se desentendían de su responsabilidad.
No es que no existiera una racionalidad; sencillamente no era una
lógica total y perfectamente congruente sino fraccionada y contradictoria.
Muchas de las inconsistencias de los campos estuvieron ligadas a
la participación de médicos y psicólogos, cuyas profesiones se asocian,
precisamente, con evitar el dolor y preservar la vida. En los campos,
estos profesionales cumplieron las funciones exactamente inversas.
Los médicos de los campos (los hubo en todos), que se dedicaban
también a curar gente fuera de ellos, ayudaron a señalar cómo provocar
más dolor, cómo prolongarlo, cómo evitar la muerte cuando el preso
era potencialmente "útil" y cómo matarlo sin que ofreciera resistencia.
Uno de los casos más abrumadores fue el de Jorge Vázquez, médico,
prisionero que pertenecía a lo organización Montoneros, que asesoraba
en la tortura y que autorizó continuar con el tormento de Víctor
Melchor Basterra después de que éste padeciera un paro cardiaco5'1.
Estos hombres sólo pueden haber convivido con sus funciones reparadoras
y sus funciones asesinas haciendo coexistir lo antagónico por medio
de la compartimentación, la separación de sus funciones. Como señaló
Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka:
"No podía vivir si no compartimentaba mi pensamiento."' Los sacerdotes
tampoco estuvieron ausentes de los campos de concentración y de
su lógica esquizofrénica. Además de que muchos de ellos, así como
religiosas católicas, los padecieron y fueron sus víctimas, otros
se dedicaron a tranquilizar las conciencias de los desaparecedores
y a atormentar a los secuestrados. Un miembro de los grupos represivos,
Julio Alberto Emmed, relató que después ele asesinar a tres hombres
con inyecciones de veneno aplicadas directamente al corazón, en
presencia del sacerdote Christian Von Wernich, "el cura Von Wernich
me habla de una forma especial por la impresión que me había causado
lo ocurrido; me dice que lo que habíamos hecho era necesario, que
era un acto patriótico y que Dios sabía que era para bien del país.
Estas fueron sus palabras textuales"61. A su vez, el R. P. Felipe
Pelanda López, capellán del batallón 141 de ingenieros de La Rioja,
le dijo a un detenido apaleado: "¡Y bueno, mi hijo, si no quiere
que le peguen, hable!"62 Abundan estos testimonios que, como en
el caso de los médicos, dan cuenta de una "inversión" de la misión
que se supone cumple un sacerdote. En lugar de reprobar el asesinato,
convalidarlo; en lugar de confortar al que sufre, agredirlo. Estos
hombres, al mismo tiempo, celebraban misa y leían cada domingo los
Evangelios.
Los intentos de reparación que realizaban los torturadores sobre
sus propias víctimas, y la extraña convivencia de la crueldad con
la clemencia, sin solución de continuidad, aparecen en muchísimos
testimonios, en una suerte de mosaico "enloquecido"; "lo normal
eran las categorías demenciales" diría G-euna6'. Un mismo hombre
podía hacer macar a decenas de prisioneros y compadecerse de otro.
Los responsables de decenas de muertes, casi siempre, "salvaron"
a alguien. El capitán Acosta, después de exhibir frente a los prisioneros
el cadáver acribillado de Maggio, seleccionó a un grupo y lo obligó
a cenar con él como si nada hubiera ocurrido. El comandante Quijano,
que amaba a los animales, después de secuestrar a Geuna y participar
en el asesinato de su esposo le dijo que ya se había encargado de
colocar al gato y al perro, así que se quedara tranquila por los
animales. ¿Actos de reparación? Bondad y maldad, superpuestas y
separadas, sin posibilidad de una mínima congruencia.
Rupturas brutales entre el discurso y la práctica o entre dos momentos
del discurso o de la práctica, es indiferente, nos muestran a oficiales
de inteligencia que afirman con convicción que "el fin no justifica
los medios" (Escuela de Mecánica); corcuradores y asesinos que reprochan
la utilización de palabras soeces a los secuestrados (La Perla);
torturadores que se niegan a violar el secreto del voto (Cuerpo
1 de Ejército); militares que desean "Feliz Navidad" y brindan con
los prisioneros (Escuela de Mecánica). Todos estos elementos coexistiendo
sin contradicción aparente, en una atmósfera de locura, que resulta
increíble, que "enloquece". Blanca Buda, militante del Partido Intransigente,
hace un relato desopilante. Dice que después de esas torturas comenzó
un interrogatorio más tranquilo.
"-¿Estás completamente segura de que no sabes por quién votó tu
gente? -Señor, no puedo decirle por quién votaron ellos, pero -acoté-¿quiere
que le diga por quién voté yo? Saltaron dos o tres al mismo tiempo.
No supe si me tomaban el pelo o si los atacaba una reacción "legalista"
cuando los oí gritar indignados: -¡No, eso no! ¡El voto es secreto!
Al principio no entendí. Cuando mi confundido cerebro captó el verdadero
sentido de la frase no pude contenerme y lancé una carcajada...
Me torturaron bestialmente pretendiendo saber los íntimos detalles
de mi vida, la filiación política de mis vecinos, cuántas ollas
populares habíamos impulsado, la capacidad organizativa de los partidos
politicos de la localidad y ahora salían con que el voto era secreto."'64
La locura y lo ilimitado que exaltaba el capitán Acosta se manifiestan
hasta el absurdo en este relato o en el hecho de secuestrar un loro
e ingresarlo a La Perla con el número de prisionero 428.
La fragmentación, que permitía "funcionar" a los desaparecedores,
se iba adueñando también del prisionero. De hecho, el quiebre en
sí mismo implicaba esta ruptura y la necesidad de acondicionar en
compartimentos separados lo que correspondía a un mismo sujeto.
Cuanto mayor arrasamiento, mayor fragmentación, escondida bajo un
discurso "total".
Este es el caso de los prisioneros que creían haberse pasado de
bando, y en consecuencia hablaban y actuaban como si fueran militares,
como si no notaran que... permanecían secuestrados.
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