Poder y desaparición. Los campos de
concentración en Argentina

Pilar Calveiro

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Pilar Calveiro. Argentina, es doctora en Ciencias Políticas egresada de la Universidad Nacional de México. Se exilió en ese país tras haber permanecido secuestrada en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) durante la dictadura militar de los setenta. Es autora de numerosas investigaciones publicadas en México, Argentina y Francia, y actualmente profesora investigadora de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Publicó Poder y desaparición, los campos de concentración en Argentina (Colihue) y Desapariciones, memoria y desmemoria de los campos de desaparición argentinos.

Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina

Este trabajo, parte de la tesis doctoral de la autora, se examinan las formas que adquirió el poder ejercido en la Argentina durante los años del gobierno militar. Los campos de concentración son presentados aquí como un concepto político que toma su energía de un intento de reconstruir la figura de lo humano bajo el imperio del terror y la tortura. Por medio de una aguda y lúcida reflexión, la autora entrelaza su experiencia personal y su vocación teórico-crítica para pensar los límites de lo político, y escribe un texto fundamental para comprender aspectos de una época terrible que dejó huellas profundas en la sociedad argentina.


Fisuras del poder

Entrevista por María Moreno (Página|12)

Pilar Calveiro nos recuerda que olvidar la resistencia de las víctimas es pensar que puede haber un poder total que es una ilusión del Estado, algo imposible precisamente porque los sujetos son activos y siempre están buscando y encontrando las formas de escapar. Y que entre los sobrevivientes de los campos de concentración hubo muchas mujeres, seres especialmente entrenados culturalmente para invertir las desventajas y hacerlas jugar a favor aun en circunstancias límites Por María Moreno Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla”. Con esta dedicatoria comienza Poder y desaparición (los campos de concentración en Argentina), de Pilar Calveiro, un libro cuya radical importancia quizás no ha sido aún del todo reconocida en la Argentina. Editado por Colihue, la única editorial que aceptó el desafío en un tiempo en donde la historia parece pasar sólo por el lecho de los héroes para instalarse en el mercado, o por los ideales para instalarse en la nostalgia, es quizás el que con más justicia se merece el acápite que patrocina la colección en que fue incluido y que se llama Puñaladas, ensayos de punta: “Libros para incidir. Relámpago de ideas sobre un cuerpo, deseo de abrir fisuras en el debate argentino”. Pilar Calveiro, sin embargo, no tramó sólo ideas sobre un cuerpo, sufrió en el propio los efectos del secuestro, la tortura y la desaparición –incluso la fractura múltiple en un intento de fuga– luego de que el 7 de mayo de 1977 fuera llevada por un comando de Aeronáutica al centro de detención Mansión Seré.

Liberada un año y medio más tarde en la ESMA, estudió politicología en México, recogió testimonios de sobrevivientes y, luego de las vacilaciones propias de vincular su pasado como militante, su sobrevivencia a los campos de concentración, su presente de exiliada y su condición de académica, llegó el momento de despejar en acción intelectual esa certeza de Hannah Arendt –figura que cita en el libro– de que “cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiera confundido una pesadilla con la realidad”. En Poder y desaparición Pilar Calveiro realiza casi una taxonomía del poder desaparecedor, persuadida de que describir y detallar sus efectos jamás podrían ser confundido con una justificación sino que cumplen una función políticamente eficaz: la de materializar ese poder, es decir ponerle límites que le quiten su carácter omnipresente y por eso al mismo tiempo invisible.

El análisis de Calveiro renuncia a las lógicas binarias –que ella encuentra propias del autoritarismo– sobre todo la que divide la experiencia de los campos en la de héroes y traidores “no sólo porque es injusta sino porque es insuficiente. No da cuenta de todas esas cosas que ocurren no digo en el medio –no hay dos extremos y en el medio algo de la gama del gris–, lo que hay es otras cosas que no entran en esa lógica y que implican un análisis más complejo”. Para Calveiro los desaparecidos son personas que simultáneamente pudieron resistir, someterse, confrontarse, haciendo todo eso a la vez. Y, si en Poder y desaparición no hay especiales marcas de género, pueden sospecharse desde la elección inicial de los testimoniantes que agrega a la extensa documentación existente y a los antecedentes internacionales dejados, entre otros, por Bruno Betelheim, Tzvetan Todorov y Hannna Arendt. “Me centré en cuatro: Graciela Geuna (Ejército), Martín Gras (Armada), Luis Tamburrini (Aeronáutica) y Ana María Careaga (Policía). Elegí uno por fuerza para evidenciar las similitudes del plan general. También tomé dos hombres y dos mujeres porque hombres y mujeres tienen maneras diferentes de testimoniar. Los hombres tienden mucho más a la precisión en cuanto a los nombres, los lugares, son como más objetivos entre comillas. En cambio algunos de los testimonios de las mujeres además de dar información entran de lleno en la vivencia. En ese sentido el testimonio de Ana María Careaga, como el de Graciela Geuna, son joyas porque siempre están yendo y viniendo de la información que dan a una valoración cualitativa de esa información. A mí me encantó la forma en que Graciela Geuna describe a sus captores. No sólo menciona la edad, los rasgos físicos sino que siempre habla de otros rasgos personales, si son exaltados, si son cobardes, inteligentes, crueles o estúpidos. Siempre habla de personas, con rasgos específicos. El de Martín Gras es muy lúcido como análisis político y el de Tamburrini es muy claro para explicar la situación interna de ellos en el momento en que se produce la fuga, como acto desesperado. –Esa experiencia que contás de Blanca Buda desdoblándose y viéndose desde afuera en plena tortura suena a algo de un orden esotérico, lo que algunas prácticas espirituales han intentado mediante un largo camino. –Para mí es una experiencia real, de la que yo no tendría la menor duda. Ahí tenés un ejemplo de cómo las mujeres suelen hacer un relato diferente. Y ese relato va mucho más allá de la información de quiénes la estaban torturando o en qué circunstancias, sino que habla de lo que le ocurrió a ella como experiencia personal. En esa dimensión de lo vivencial hay mucho por trabajar.

Mujeres son las nuestras


El refugio de la cultura - 29-07-12 Despedimos la temporada de "El refugio de la cultura". Hablamos con Pilar Calveiro acerca de su última investigación publicada "Violencias de Estado".

–Existe un párrafo en Poder y desaparición en donde se describe el arquetipo que las Fuerzas Armadas tenían de las guerrilleras: “Las mujeres ostentaban una constante libertad sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas esposas y particularmente crueles. En la relación de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que ellas para manipularlos.” –Yo diría que, en términos generales, para ellos la “subversión” era “peligrosa” no solamente en términos políticos. Lo que llamaban sedición tenía que ver con la ruptura de valores morales, familiares, religiosos. La subversión era algo que iba más allá de lo político. Yo creo que aun en su visión muy elemental tenían razón.

Efectivamente nuestra generación se había planteado algo más que el problema del poder del Estado o de cuál era el sistema político con el que se debía regir la sociedad; se planteaba también otras formas de abordar la relación familiar, la relación de pareja, la paternidad y la maternidad, la religiosidad; toda esa serie de cuestionamientos que se dieron a fines de la década de los sesenta y que modificaban el lugar de la mujer en la sociedad. Entonces la visión que los militares tenían de las mujeres estaba muy ligada a esto; las veían como doblemente subversivas, tanto del orden político, como del orden familiar. Habían roto con el lugar que les tocaba de madres y esposas para lanzarse, “seguramente”, al sexo desenfrenado. En mi primer testimonio ante la Conadep, yo contaba que en Aeronáutica, durante la tortura, simultáneamente me preguntaban cosas tan disímiles y absurdas como cuál era la dirección adonde vivía Firmenich y a cuántas orgías había asistido.

–Es notable cómo ellos visualizaban juntas a todas las “subversiones”, mientras que en las prácticas había fricciones entre las “vanguardias” políticas, estéticas y sexuales.

–Nosotros inicialmente, es decir a fines de los sesenta, estábamos en esa búsqueda mucho más integral de la que te hablaba antes, pero en la medida en que la lucha se fue haciendo cada vez menos política y más militar, en que las organizaciones adoptaron una estructura más aparatista e institucionalizada, se incrementó el peso de una moral clase mediera catolicona, de la que venía gran parte de los cuadros dirigentes de distintas organizaciones, y se perdió mucho de lo que había sido ese primer interés.
–¿Existieron debates en torno de la cuestión de género?

–Más que debates existieron cambios que hoy pueden parecer poco significativos, de una transformación corta, pequeña, de una visión muy escasa, pero que en su momento fueron importantes. Creo que lo que se dio entre las mujeres fue una incorporación a las prácticas hasta entonces propias de los hombres, entre ellas una incorporación muy significativa a la militancia política en general y a la militancia armada en particular. Este fue un momento de la lucha de las mujeres. Se trató más de ocupar un terreno hasta entonces prácticamente vedado que de defender las particularidades de lo femenino. Por otra parte, se pensaba que la situación de desigualdad de la mujer se resolvería mágicamente una vez instaurada una nueva sociedad, de manera que se postergaba este debate como secundario con respecto de la transformación social y política.

–¿Cómo eran miradas por los varones, aquellas de las que se decía “mujeres son las nuestras, las demás están de muestra”.
–Había un reclamo muy fuerte hacia las mujeres para que actuáramos en términos de una igualdad entre comillas –es decir, la demanda de igualdad en condiciones desiguales–, un reclamo de que hiciéramos lo mismo que los hombres, que nosotras tendíamos a aceptar como válido. Y creo que nosotras nos planteamos como desafío esto: ser capaces de asumir las mismas responsabilidades que los varones. Sin embargo, había muchas desigualdades, evidentes y sutiles, como una forma de organización y de prácticas políticas básicamente masculinas, pensadas por hombres, para hombres, más accesibles, desde lo culturalmente establecido para los hombres que para las mujeres. Por ejemplo, era muy difícil conciliar la militancia con la maternidad, que aunque mucho más compartida con los hombres seguía siendo, de todos modos, fundamentalmente femenina. En términos organizacionales, la Conducción Nacional de Montoneros fue, salvo la honrosa excepción de Inés Carazo, ocupada por hombres. Sin embargo, hubo cierto sentido de igualdad entre los géneros, de reconocimiento de la paridad del otro como un interlocutor válido y como compañero o compañera de una ruta en la que se ponía en juego nada menos que la vida.

Cautivas en acción –Hubo un gran número de sobrevivientes mujeres, ¿eso les da un plus de sospecha? –Yo creo que la situación de desventaja que las mujeres tienen en cualquier esquema machista puede invertirse y jugar a favor en determinadas circunstancias. En algunos casos, se puede considerar que ocurrió esto en las circunstancias de secuestro.

–Quizás por su saber sobre la subjetividad y su cultura de “tretas del débil”.

–De hecho hay una sobrerrepresentación de mujeres en el universo de los sobrevivientes. Yo creo que en algunos casos pudo haber ventajas relativas para las mujeres, en las que confluyeron muchísimos elementos. Uno de ellos es que la propia visión masculina las puede percibir como “monstruos mayores”, como se mencionó antes, pero también como menos peligrosas, como enemigo menor, como más débiles, como menos responsables de sus actos. También, en este sentido, abundó la idea de que las mujeres habían sido puestas en riesgo por la “irresponsabilidad” de sus maridos, de la que los militares podrían aparecer como “salvadores”, en contados casos, muy específicos. Por otra parte, todos los ejércitos han tratado de adueñarse de las mujeres de los vencidos y entonces, el hecho de preservar a aquellas que casualmente fueran esposas o compañeras de dirigentes políticos es también una forma de apropiación de sus vidas y, en algún sentido indirecto, en el imaginario, una forma de poder sobre los hombres, los otros hombres que teóricamente poseían a esas mujeres. Creo que eso también puede haber jugado como un elemento importante. Pero tampoco se puede soslayar que, si el hombre está socialmente preparado para actuar de una manera mucho más frontal, la mujer conoce mejor lo que podríamos llamar resistencia. Sabe cómo moverse lateralmente, rodeando los fenómenos, manejándose de manera subterránea, indirecta y esto le permitió, en algunos casos, actuar con más habilidad en la situación de secuestro, buscando resquicios y encontrándolos, cuando la suerte la acompañó. Si no me equivoco, se registró algo parecido en los campos de concentración nazis.

–¿Cuáles eran los indicios de “recuperación” en el caso de las mujeres?

–Ellos habían creado un estereotipo que les permitiera odiar y eliminar al otro porque así se procede en cualquier proyecto autoritario de exterminio. Ahora, lo que va a pasar en la convivencia con los prisioneros es que los sujetos con que ellos se encuentran no corresponden con este estereotipo. Y esas mujeres que ellos habían construido como crueles, frías, malas madres y peores esposas, tampoco coincidían con las que tenían enfrente. En el caso de la Armada –porque la Aeronáutica no se planteó ninguna recuperación, sino el simple exterminio– lo que los marinos llamaban recuperación, con toda la ambivalencia de esta figura, tenía que ver con que una mujer recuperara las conductas y los roles tradicionales. En alguna medida, asumirse como el convencional objeto de complacencia, es decir, no agresiva, arreglada físicamente, cuidada, dedicada a la atención de otros, en particular de la familia y, sobre todo, centrada en los hijos. –¿Las violaciones eran un plus dentro de la experiencia del campo o tenían una resonancia especial?

–La violación estaba comprendida dentro de la experiencia de la tortura. Era una parte más de ese procedimiento de múltiples vejaciones del cuerpo, que se practicaba por oficio en la mayor parte de los campos de concentración. Tal vez donde menos registro hay de esta práctica es en la Escuela Mecánica de la Armada.

–¿Había fuerzas que ya fuera por convicciones religiosas o por cualquier otro motivo “respetaban” en ese sentido?

–Hubo diferentes maneras de entender la tortura. En Escuela Mecánica tenía que ver con un procedimiento más aséptico, como técnico, de obtención de información. Ahí la práctica habitual no era la violación, lo cual no quiere decir que no haya existido en ningún caso. En Aeronáutica, en cambio, la tortura era de tipo inquisitorial, se aplicaba como “castigo ejemplar”, aunque no se persiguiera ninguna información. En esta modalidad, la violación era la práctica habitual. De la mano de la tortura venían la violación o la vejación. De mujeres y hombres.

–Vos mencionás que en los campos suelen armarse algo así como “parejas” de presos, de amigos que se sostenían uno al otro. –Bruno Betelheim vio en los campos de concentración nazis que se formaban estas duplas y efectivamente pude observarlo en la experiencia que me tocó vivir. Yo creo que tiene que ver con una situación de gran hostilidad del medio y de desconfianza generalizada, en donde es necesario descansar en otro. Y ese otro en que se confía, ya sea porque lo conocías desde antes o porque por algún gesto te ha dado pruebas o indicios de que podés confiar en él, tiene un peso extraordinario. Es tu amarre a tu propio ser y a tu propia afectividad. Un otro en el que podés descansar, con el que podés expresar los temores que tenés y lo que realmente pensás. Es un espejo que te permite recuperar tu propia identidad. Este otro espejo ha sido fundamental para la sobrevivencia de la gente, para la posibilidad de mantenerse entero.

Porque el campo es un lugar de simulación donde hay que esconder todo lo que hay de resistente, de genuino. Lo único que se puede mostrar es lo que el campo de concentración permite o alienta. Y ese otro es el que te da la posibilidad de reflejar la otra parte tuya que permanentemente tenés que estar escondiendo. Para mí ese otro fue Lila.

Reparar lo irreparable Poder y desaparición es sólo una parte de un libro mayor cuyos dos primeros capítulos reflexionan, uno sobre el sistema político, los partidos y las Fuerzas Armadas y el otro sobre la guerrilla. Aún esperan ser publicados en este país cuya capital cicatriza a medias en monumentos y reparaciones económicas que han levantado airados debates. La ex militante responsable que hay en Pilar Calveiro le impide analizar las maneras en que se ha reciclado el poder desaparecedor en un lugar adonde hoy se encuentra de visita, sin embargo en algunos modos de “sanación” tiene una posición tomada. –¿Cuál es tu opinión en el tema del cobro de las indemnizaciones?

–Yo estoy absolutamente de acuerdo con cobrarlas. Nadie puede suponer que la indemnización repara la desaparición de alguien, porque la desaparición de una persona es irreparable, de la misma manera que la tortura. Sin embargo, cuando hay una ley que establece que determinadas personas son damnificadas, que han sido dañadas, y el Estado asume la responsabilidad de ese daño a través del reconocimiento material, esto es socialmente importante. Por eso yo considero correcto el cobro de las indemnizaciones. Creo que es justo que alguien que perdió a su padre se pare delante de una ventanilla y diga “yo vengo a recibir una reparación por un daño que se me infringió, que me infringió el Estado argentino”. Implica que hay alguien que ha sido afectado por la situación y hay alguien que se hace responsable, y por eso hay un resarcimiento. Es un acto. Por otra parte, creo que, efectivamente, los chicos que quedaron huérfanos deben recibir un dinero que nunca recibirán de sus padres. Un dinero con el que, por ejemplo, puedan comprar una casa. Hay quienes dicen: “¡Qué barbaridad! ¡Cómo ese dinero va a servir para que alguien se compre una casa!”. A mí me parece perfecto que quien no ha tenido un papá o una mamá que lo pueda ayudar económicamente reciba ese dinero y pueda comprarse un departamento; realmente no me parece un lujo ni una perversión. La indemnización no restituye al desaparecido, pero es un reconocimiento social de que la desaparición existió y que el Estado asume la responsabilidad de la misma. –¿Y respecto del monumento a la memoria de los desaparecidos?

–Mi hija menor, María, hace pintura y escultura. Ella presentó un proyecto para el monumento, con una idea que a mí me parece muy bonita, tomada de un artista polaco, Boltansky, que trabajó mucho sobre el Holocausto. Cuando a él le preguntaron si haría un monumento a las víctimas del Holocausto, contestó que no querría hacer ese monumento, pero que si lo hiciera haría uno que tuviera que estar reconstruyéndose permanentemente porque el peligro de los monumentos es que fijen la historia, cerrándola, clausurándola. Entonces él, y también mi hija María, pensaban en un monumento que se reconstruyera, como tiene que estar reconstruyéndose la memoria. Si uno arma un monumento o un parque de la memoria con la idea de mantener la presencia de este drama para permitir su reelaboración, su recomprensión, me parece que tiene todo el sentido. Mantener la presencia es también una forma de cerrar parte de la historia, pero permitiendo su procesamiento, cerrándola y reabriéndola, no “desapareciéndola”. No se puede pensar en un monumento como algo que lo realizamos y cancela o cierra el problema; no creo que ésa sea la intención. Pero aun cuando alguien pretendiera eso, sería imposible porque esas cosas no se pueden cancelar, están vivas. Son los más responsables de esta historia los que tratan de cancelarla. Pero el monumento, como todos los actos de memoria, tiene la posibilidad de cerrar para reabrir incesantemente la mirada sobre el drama de la desaparición; en ese sentido tiene un valor de reparación que es sanador.

–En los primeros testimonios hubo una tendencia a narrar la experiencia de los desaparecidos como la de una masa inerme en manos de un poder absoluto. En tu libro rescatás dentro de la resistencia sus “virtudes cotidianas”. Y en el capítulo dedicado a vanguardias iluminadas hacés algo así como –no sé si usar esta palabra– autocrítica. –Ver al que está resistiendo como algo inerme es quitarle la condición de sujeto y yo rechazo absolutamente eso. En política hay relaciones de poder en donde está clarísimo que, por definición, hay profundas asimetrías. Entonces en la situación del golpe del ‘76 la asimetría entre lo que fue el proyecto revolucionario y la guerrilla, por un lado, y el poder militar por otro, es clarísima, no sólo en términos de fuerzas desiguales sino también en términos de proyectos y propuestas antagónicas. Esta asimetría se profundiza dramáticamente, hasta el extremo, dentro de los campos de concentración, pero eso no quiere decir que quien está en posición de desventaja sea una víctima inerme. Es alguien que se mueve, que tiene voluntad y que tiene la capacidad de actuar dentro de esas relaciones de poder completamente desiguales. El hecho de sacarlo de la supuesta condición de víctima inerme no le quita nada sino que le agrega. La víctima inerme es el lugar del sujeto paralizado. Y creo que ésa fue precisamente la intención del poder militar: paralizar a la sociedad y paralizar toda resistencia, toda oposición, pero finalmente no lo logró. Sólo lo logró parcialmente en algunos momentos. Del otro lado del pretencioso poder militar, hay otros que se mueven, desde una posición de sujeto inteligente, activo. Justamente poner el acento en esa parte no diluye la injusticia. Por el contrario, olvidar la resistencia es pensar que puede haber un poder total. Pero el poder total sólo es una ilusión del Estado –desde Leviatán para acá–. En realidad el poder total es imposible. Precisamente porque los sujetos son activos y siempre están buscando y encontrando las formas de escapar. Vos usás con cautela la palabra “autocrítica”. Yo creo que de lo que se trata es de responsabilidades. –En lugar de “culpas”.

–Y sería muy importante una reflexión crítica de los distintos actores, una reflexión política que permita establecer esas responsabilidades. No se trata de establecer ni de compartir culpas; no jugamos todos el mismo papel y es importante deslindar responsabilidades. Yo creo que nuestra generación asumió una práctica política de un gran protagonismo y que en esa práctica hubo grandes aciertos y también grandísimos errores. Creo que nos toca ahora hacer una evaluación de ella. Creo que no puede terminar la historia diciendo: “esto fue lo que pasó y ahí queda” y que los que vienen después se las arreglen con ese paquete. Y para hacer esa evaluación es necesario volver sobre lo que fue la práctica de las organizaciones revolucionarias y armadas, separándose simultáneamente de una visión ideal-heroica como de una visión condenatoria, despectiva o de ninguneo. Hay que valorar los aportes, las apuestas, los desafíos y simultáneamente las patas que se metieron, la gravedad de los errores políticos, las cosas que se querían transformar y sin embargo se reprodujeron, y por qué. Creo que debemos realizar esta valoración para los que vienen después de nosotros. Ahora nos toca hacer ese trabajo.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/2000/suple/las12/00-01-21/nota1.htm


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Pilar Calveiro: "La visión heroica de los años 70 es contraproducente porque obtura la discusión"

Politóloga argentina residente en México, Calveiro propone un análisis crítico de aquellos años y señala líneas de continuidad en formas actuales de violencia estatal

Por Astrid Pikielny (La Nación)

Foto: Marcelo Gómez

No son historia del pasado ni ocurrieron sólo bajo regímenes autoritarios. Naturalizadas y legitimadas por los Estados nacionales, las formas extremas de castigo, penalización y aislamiento están a la orden del día y suceden hoy, tanto en los regímenes democráticos de los países centrales como en las democracias "alternativas" y "participativas" de Sudamérica. Y la Argentina no está exceptuada de estas formas de violencia estatal, plasmadas en torturas y abusos carcelarios, por ejemplo, como reflejaron informes recientes del CELS y la Comisión Provincial de la Memoria, y que son "deudas de esta democracia".

Así lo sostiene la politóloga argentina Pilar Calveiro, en ocasión de su último viaje a la Argentina, en el que presentó su último libro Violencias de Estado , un ensayo que aborda la violencia -y la consiguiente violación de los derechos humanos- desplegada en dos grandes combates definidos como guerras: la guerra contra el crimen y la guerra antiterrorista.

Ex militante montonera, detenida en diversos centros clandestinos de la dictatura y radicada en México desde 1979, Calveiro ha trabajado largamente sobre la memoria, la represión de Estado y la militancia revolucionaria de los años setenta a través de dos textos fundamentales: Poder y desaparición y Política y/o violencia , publicados en 2004 y 2007, respectivamente. "En lugar de seguir reflexionando en torno de los setenta trato de ver cuáles son los fenómenos que hoy se vinculan con aquellas prácticas de lo represivo y cuáles son las violaciones a los derechos que se producen hoy", agrega, al tiempo que pone distancia de la visión épica de los años setenta: "La visión heroica de los años setenta es contraproducente porque obtura la discusión", enfatiza en entrevista con Enfoques.

Entusiasmada con los procesos democráticos por los que transitan los distintos países de América latina, Calveiro rescata las políticas de resistencia frente a un orden global "que se basa en abrir de manera indiscriminada los países, las regiones, penetrarlos y vaciarlos".

¿Qué es hacer memoria hoy?

-Toda la práctica de memoria que se ha hecho en la Argentina me parece fundamental. La Argentina es uno de los países que han hecho esto de manera muy completa. Los juicios y la idea de establecer cuáles son las responsabilidades sociales por los delitos de lesa humanidad cometidos y sancionarlos han sido fundamentales porque permiten pasar a otra cosa. Entonces, como alguien que trabajó alrededor de eso, para mí la forma más cabal de hacer memoria hoy sí tiene que ver con mirar el pasado desde las necesidades del presente, pero, sobre todo, con mirar el presente a partir de las experiencias del pasado. Mi preocupación ahora es ver y analizar cuáles son las continuidades y las rupturas que ocurrieron a posteriori respecto de aquellas temáticas vinculadas con la violencia estatal, y marcar cuáles son las violaciones actuales de los derechos, porque ellos son los que requieren una denuncia y una acción.

Y en esa línea de continuidad usted hace referencia a la violencia estatal, los abusos y la intensidad de las formas de penalización y castigo.

-Sí, primero trabajé sobre la guerra antiterrorista, y después, la lucha contra el crimen, y encontré elementos en común, como la radicalidad de esta violencia directa y explícita sobre los cuerpos. Son violencias que no se ven y ahí hay elementos en común con los setenta cuando la gente decía que no pasaba lo que pasaba. Esa brutal violencia de Estado queda difuminada y es como si no se pudiera ver en el momento en el que se ejerce.

¿La pobreza, la exclusión y la inequidad no son también una forma extendida y naturalizada de violencia de Estado?

-Efectivamente, ellas son una forma de la violencia de Estado. Pero el hecho de que trabaje sobre las formas de lo represivo es intencional. A partir de lo que se llamaron "los tránsitos a la democracia" existe una especie de acuerdo implícito en que parecería ser que las dictaduras han quedado atrás y que las formas de la violencia del Estado ahora son estructurales e indirectas y que las otras quedaron atrás porque son parte de los modelos autoritarios. Lo que yo me propongo mostrar es, justamente, que esto no es cierto y que las violencias clásicas, que tienen que ver con los encierros más brutales y la desaparición forzada, no son algo que terminó con las democracias actuales, sino que sigue presente. Es importante visibilizar esto porque justamente la proliferación de un discurso democrático disimula y obtura buena parte de la discusión sobre la violencia directa, represiva y explícita sobre los cuerpos en formas muy radicales. Todos los Estados de las actuales democracias han incrementado las modalidades represivas: los porcentajes de presos en relación con la población total se han incrementado de manera alarmante en las últimas décadas, no sólo en los países centrales, también en los periféricos, y en América latina.

Una serie de sucesos recientes han puesto a las cárceles bajo la lupa. ¿Qué nos dice el sistema penitenciario de un país?

-Los sistemas penitenciarios son parte de la anatomía política de un país, y en los gobiernos de democracias más abiertas en América latina este asunto no ha tenido un tratamiento radicalmente diferente al de otras democracias. El incremento de la población en situación de encierro, el incremento de las penas y la disminución de la edad penal, todo esto está ocurriendo. Cada año la Comisión Provincial por la Memoria presenta un informe en el que hace referencia a la situación de las cárceles en la provincia de Buenos Aires y demuestra los abusos que ocurren también dentro de las prisiones de estas democracias llamadas amplias y participativas que existen en buena parte del continente. Y hay otras cuestiones que también son importantes. Por ejemplo, el énfasis en la privatización de las cárceles. Esto es fundamental porque en la medida en la que se privatizan se convierten en un negocio muy rentable y hay intereses en que se encierre cada vez más gente. Aunque hay diferencias entre los distintos países, hay elementos que se reiteran: el incremento de la población penitenciaria, la existencia de leyes antiterroristas que habilitan una legislación de excepción y la tendencia a combinar encierros de seguridad media con encierros de aislamiento.

Usted describe a las democracias actuales de los países centrales como democracias procedimentales, fuertemente excluyentes y con altos componentes de violencia. ¿Esto no aplica al caso argentino?

-Es muy interesante lo que está pasando en las democracias de América del Sur. Si uno analiza estas democracias alternativas de una manera aislada, puede pensarlas como relativamente decepcionantes, porque las transformaciones que realizan en principio resultan menores: transforman la distribución del ingreso, pero no lo hacen de una manera radical; mejoran las condiciones de vida, pero no rompen con una sociedad que es de exclusión; están incorporadas a un mercado global porque no podría ser de otra manera, y por lo tanto implican concesiones y acuerdos con los grandes sectores corporativos. Entonces, si uno lo analiza de manera aislada, se podría pensar a estas democracias como una especie de fraude.

Son las críticas "por izquierda".

-Exacto, pero yo creo que esto es producto de no colocar estos procesos en el contexto global. En la medida en que uno no coloca esto en el contexto global y analiza sus logros en función de cuál es la orientación que no sólo está propiciando, sino casi imponiendo este orden global, es difícil ver la importancia de estas alternativas. Y la importancia de estos modelos alternativos es que, justamente, erosionan, dificultan y postergan estas medidas y, en ese sentido, van a contracorriente y resisten a esta polarización mundial que se está dando. Si uno lo mira desde esa perspectiva, se valoriza mucho más. Esto que parece menor, se torna importante porque tiene el valor de una resistencia a un modelo que se basa en abrir de manera indiscriminada los países, las regiones, penetrarlos y vaciarlos. Por otro lado, esto tiene que ver también con otra discusión importante en las izquierdas y que tiene que ver con qué tan importante es la lucha política y la lucha partidaria dentro del sistema político formal.

¿En qué sentido?

-En el hecho de que en las izquierdas se dice que los partidos políticos son parte del sistema y que están totalmente corrompidos. Yo creo que eso es un error y que justamente lo que muestran estos gobiernos de América del Sur es la importancia que tiene contar con políticas alternativas de gobiernos que no ceden de manera abierta a las presiones del orden global. Aunque también lo son, por supuesto, los movimientos sociales, los movimientos de indignados y todas las formas de organización, desechar la alternativa de la política formal es una salida falsa. Las políticas gubernamentales son importantes, y también lo son los partidos políticos y el papel que juegan desde los sistemas políticos.

Usted hizo referencias a las democracias de América del Sur. Aunque con grandes diferencias en cuanto a origen, orientación y trayectoria, la mayoría de los líderes regionales actuales o recientes, como Bachelet, Lula o Mujica, tienen una prehistoria de militancia. ¿Qué lectura hace?

-Los casos son muy distintos. Una cosa es hablar de Bachelet, otra de Mujica y otra de los Kirchner. Pero creo que hay un elemento común y es que iniciaron su militancia en un contexto completamente diferente y que era el mundo bipolar, en el que la apuesta era por la alternativa socialista. Ese proyecto, que fue compartido por las izquierdas, fue derrotado. De alguna manera, estas personas y estos grupos políticos de los que forman parte fueron capaces de modificar lo que era la perspectiva política y la mirada política de los años setenta, hacer una adecuación a un momento político diferente, y hacer otras apuestas que no tienen que ver con el socialismo, sino con una democracia que intenta ser, con todas las diferencias que existen entre ellos, una democracia participativa y no sólo formal. Creo que esta nueva apuesta es como una "actualización" y un reconocimiento de la derrota de un proyecto político por el que se había apostado previamente.

Sin embargo, en el caso argentino, hay una permanente evocación a los años setenta y una idealización de esa época y de "esa generación".

-La heroización de los setenta es contraproducente y obtura la discusión porque no permite hacer el análisis crítico de esa época, y pensar en la responsabilidad que les cupo a los distintos actores políticos. Yo no creo en la política como forma de exclusión de la violencia. Creo más bien que en la política siempre hay un núcleo violento y lo que hay que ver es qué lugar ocupa este núcleo violento, cuáles son las formas de la violencia, y cómo operan en relación con el poder instituido y con las resistencias a este poder. Entonces, el análisis de aquella experiencia puede ayudar a pensar hoy esta relación nodal entre política y violencia. Y si uno glorifica o heroiza los setenta, no puede hacer esto. En el contexto de democracias participativas esto requiere una formulación. No puede pasarse al desconocimiento de esta relación entre política y violencia como si esto hubiera desaparecido y como si en las democracias no existiera esta relación.

Se ha repuesto la palabra "militante". ¿Qué significa para usted hoy la palabra "militancia"?

-La militancia es una apuesta de vida por un proyecto político. Los proyectos políticos de hoy son diferentes de los que existían en los setenta y la militancia tiene otras características. Me parece que hay una parte importante de la sociedad, y en particular gente joven, que vuelve a hacer una apuesta política y en ese sentido vuelve a pensar a la política como parte de su apuesta de vida. Ahora bien, las características de la militancia cambian si uno está cobijado por el gobierno, si uno está en la oposición o si uno está en la clandestinidad. Son circunstancias muy distintas de la militancia que exigen también compromisos diferentes.
mano a mano

Diálogo con el pasado y el presente

Pasaron siete años desde la primera vez que entrevisté a Pilar Calveiro. Ella volvía a la Argentina para presentar Política y/o violencia y un auditorio colmado esperaba la palabra de esta militante secuestrada en 1977, detenida en diferentes centros clandestinos, cuyo destino final de aquel infierno había sido la ESMA.

A partir de 1979 México fue para Calveiro tierra de exilio y hogar, espacio de reconstrucción personal, y la posibilidad de una carrera académica. Esa fértil relación entre experiencia personal y saber teórico le permitió tramitar cuestiones personales y comprender mejor las razones de la derrota de aquel proyecto político.

Alejado de la visión heroica y nostálgica, ese texto autocrítico podía leerse, junto con su libro anterior, Poder y desaparición, como un díptico imprescindible para entender aquellos años sangrientos y dolorosos.

Aunque sus actuales búsquedas muestran líneas de continuidad con sus trabajos anteriores, se advierte que Calveiro ha ajustado cuentas con el pasado y ha dicho, a través de esos dos textos, todo lo que necesitaba decir sobre los años 70. Y lo hizo con todos los matices y claroscuros que exige un análisis honesto, sin estridencias ni artificios, y que elude por igual la autorreferencia permanente y la victimización personal.

http://www.lanacion.com.ar/1506317-pilar-calveiro-la-vision-heroica-de-los-anos-70-es-contraproducente-porque-obtura-la-discusi


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Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina

[No se publican las notas que acompañan la edición impresa, es deseable que adquiera la versión del libro en papel]

PRELUDIO

El 7 de mayo de 1977, un comando de Aeronáutica secuestró a Pilar Calveiro en plena calle y fue llevada a lo que se conoció como "la Mansión Seré", un centro clandestino de detención de esa fuerza instalado a dos cuadras de la estación Ituzaingó. Esa noche Pilar soñó con su familia - esposo, hijas, padres- inmóvil en una foto fija y despidiéndola con un gesto de la mano. Ese día comenzó su recorrido de año y medio por un infierno que prosiguió en otros campos de concentración: la comisaría de Castelar, la ex casa de Massera en Panamericana y Thames convertida en centro de torturas del Servicio de Informaciones Navales, la ESMA, finalmente. Y este, su libro, es un libro extraordinario.

Hay obras notables sobre la experiencia concentracionaria de sobrevivientes de campos nazis de concentración o gulags soviéticos - Primo Levi, Gustaw Herling-, escritas en primera persona, como exige el testimonio. Este libro es distinto: su autora ha recurrido a la tercera persona, la persona otra, para hablar de lo vivido. Sólo al pasar se nombra a sí misma: "Pilar Calveiro: 362 ", el número que los represores le adjudicaron en la ESMA. Desde ese alejamiento despliega un campo de reflexión rico y matizado sobre "la vida entre la muerte" de los prisioneros, la esquizofrenia de los verdugos, los cruces obligados entre unos y otros, Lis diferentes actitudes de los unos y los otros. No elude tema alguno, ni aun el todavía hoy urticante en la Argentina de las sospechas que se propinan a los sobrevivientes de un campo, tal como ocurrió en la Europa de posguerra. Pilar Calveiro desmonta la fácil división de los cautivos en "héroes" y "traidores "y aborda la dura complejidad de ese problema en un universo dominado por los tormentos, el silencio, la oscuridad, el corte brutal con el afuera -apenas separado por una pared-, la arbitrariedad de los victimarios, señores de la vida y la muerte, su voluntad de convertir a la víctima en animal, en cosa, en nada. También nos habla de "la virtud cotidiana" de la resistencia de los "desaparecidos", actos pequeños de valor, anónimos, que entrañaban un gran riesgo y eran ejercicios de la dignidad humana que ni el más totalizador de los poderes puede ahogar.

La rigurosa reflexión de Pilar Calveiro no se detiene ahí: profundiza en las relaciones entre el campo de concentración y la sociedad argentina -"se corresponden", dice-, convertida en habitante de un enorme territorio concentracionario manipulado por el terror militar. Advierte: "la represión consiste en actos arraigados en la cotidianidad de la sociedad, por eso es posible". Se trata de ideas sobre las que conviene meditar: la Historia está llena de repeticiones y pocas pertenecen al orden de la comedia.

En realidad, este libro es una hazaña. Pilar Calveiro atravesó la situación más extrema del horror militar y ha tenido la difícil capacidad de pensar la experiencia. Es singular que sean los sobrevivientes de los campos las víctimas que más ahondan en lo que aconteció. Salen así del lugar de víctima que quiso imponerles para siempre la dictadura militar y sólo ellas saben a qué costo. Su contribución al despeje de la verdad y la memoria cívica es inestimable para la sociedad argentina. Que algún día -espero- reconocerá esa deuda.

Este libro contiene dos relatos. El primero es el que cuaja negro sobre blanco, analítico, pensante, aparentemente despersonalizado.
Aparentemente. El relato segundo, invisible a los ojos, es el que sostiene una escritura que jamás decae, alimentada por una pasión indemne a pesar de la tortura y la visión de diversos rostros de la muerte, y seguramente movida por el deseo de acabar con "el silencio que navega sobre la amnesia" social. Con el trabajo para y desde este texto, Pilar Calveiro sale airosa del campo de concentración y, con ella, vivos o muertos, todos sus compañeros de dolor. Es decir, este libro es también una victoria.

Juan Gelman


CONSIDERACIONES PRELIMINARES

Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla.

Salvadores de la patria

"No se puede hacer ni la historia de los reyes ni la historia de los pueblos, sino la historia de lo que constituye uno frente al otro... estos dos términos de los cuales uno nunca es el infinito y el otro cero. " MICHEL FOLCAULT

Es casi imposible comprender el fenómeno de los campos de concentración en Argentina sin hacer referencia a las características previas de algunos de los actores políticos que coexistieron en ellos, ya sea administrándolos o padeciéndolos. Me refiero, en particular, a las Fuerzas Armadas y a las organizaciones guerrilleras, como actores principales del drama.

Con respecto a ¡as Fuerzas Armadas, cabe recordar que entre 1 930 y 1 976, la cercanía con el poder, la pugna por el mismo y la representación de diversos proyectos políticos de los sectores dominantes les fue dando un peso político propio y una autonomía relativa creciente. Si en 1930 el Ejército intervino simplemente para asegurar los negocios de la oligarquía en la coyuntura de la gran crisis de 1929, en 1976, en cambio, se lanzó para desarrollar una propuesta propia, concebida desde dentro mismo de la institución y a partir de sus intereses específicos.

Cuando los grupos económicamente poderosos del país perdieron la capacidad de controlar el sistema político y ganar elecciones -cosa que ocurrió desde el surgimiento del radicalismo y se profundizó con el peronismo-, las Fuerzas Armadas, y en especial el Ejército, se constituyeron en el medio para acceder al gobierno a través de las asonadas militares. Así, se convirtieron en receptáculo de los ensayos de distintas fracciones del poder por recuperar cierto consenso pero, sobre todo, por mantener el dominio.

Las Fuerzas Armadas fueron convirtiéndose en el núcleo duro y homogéneo del sistema, con capacidad para representar y negociar con los sectores decisivos su acceso al gobierno. La gran burguesía agroéxportadora, la gran burguesía industrial y el capital monopólico se convirtieron en sus aliados, alternativa o simultáneamente. Toda decisión política debía pasar por su aprobación. La limitación que representaba para los sectores poderosos su falta de consenso se disimulaba ante el poder disuasivo y represivo de las armas; el alma del poder político se asentaba en el poder militar.

La capacidad de negociación de las Fuerzas Armadas con diferentes sectores sociales dio lugar a la formación de grupos internos que apoyaron a una u otra fracción del bloque en el poder. La institución en su conjunto fue capaz de reflejar en sus propias filas corrientes atomizadas pero que aceptaban, por vía de la disciplina y la jerarquía, una unidad institucional y una subordinación al sector dominante, según el proyecto de turno. Las corrientes internas pudieron articularse y encontrar consistencia por la identificación con el interés corporativo y por la existencia de una red de lealtades e influencias que sostiene la estructura: la pertenencia a una determinada arma o a una promoción, el haber compartido un destino o el conocimiento personal, anees que las inclinaciones político ideológicas, pueden ser razón de respeto y reconocimiento. Este rasgo fue de primera importancia en el marco de una nación en que las clases dominantes no habían logrado forjar una alianza estable y los partidos políticos atravesaban una profunda crisis de representación frente a una sociedad compleja y ambivalente. La atomización política y económica de la sociedad se compensaba entonces, hasta cierto punto, por la unidad disciplinaria del aparato armado y su imposición sobre la sociedad.
De esta manera, las Fuerzas Armadas concentraron la suma del poder militar y la representación de múltiples fracciones y segmentos del poder, adjudicada tácitamente. Esta conjunción explica su alta independencia con respecto a cada una de las fracciones o segmentos en particular.
El proceso conjunto de autonomía relativa y acumulación de poder crecientes las llevó a asumir con bastante nitidez el papel mismo del Estado, de su preservación y de su reproducción, como núcleo de las instituciones políticas, en el marco de una sociedad cuyos partidos eran incapaces de diseñar una propuesta hegemónica.

Así, los militares "salvaron" reiteradamente al país -o a los grupos dominantes- a lo largo de 45 años; a su vez, sectores importantes de la sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una vez tras otra. En 1 976, no existía partido político en Argentina que no hubiera apoyado o participado en alguno de los numerosos golpes militares. Radicales del pueblo, radicales intransigentes, conservadores, peronistas, socialistas y comunistas se asociaron con ellos, en diferentes coyunturas.

El general Benito Reynaldo Bignone, último presidente de facto, señaló: "nunca un general se levantó una mañana y dijo: 'vamos a descabezar a un gobierno'. Los golpes de Estado son otra cosa, son algo que viene de la sociedad, que va de ella hacia el Ejército, y éste nunca hizo más que responder a ese pedido.'" El razonamiento es tramposo por ser sólo parcialmente cierto. Se podría decir, en cambio, que los golpes de Estado vienen de la sociedad y van hacia ella; la sociedad no es el genio maligno que los gesta ni tampoco su víctima indefensa. Civiles y militares tejen la trama del poder. Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad. Y sin embargo, la trama no es homogénea; reconoce núcleos duros y también fisuras, puntos y líneas de fuga, que permiten explicar la índole del poder.
Cuando se dio el golpe de 1976, por primera vez en la historia de las asonadas, el movimiento se realizó con el acuerdo activo y unánime de las tres armas. Fue un movimiento institucional, en el que participaron todas las unidades sin ningún tipo de ruptura de las estructuras jerárquicas decididas, esta vez sí, a dar una salida definitiva y drástica a la crisis. En ese momento, la historia argentina había dado una vuelta decisiva. El peronismo, ese "mal" que signara por décadas la vida nacional, amenaza y promesa constante durante casi 30 años, había hecho su prueba final con el consecuente fracaso. Se habían sucedido, sin descanso, años de violencia, la reinstalación de Perón en el gobierno y el derrumbe de su modelo de concertación, el descontrol del movimiento peronista, el caos de la sucesión presidencial y el desastroso gobierno de Isabel Perón, el rebrote de la guerrilla, la crisis económica más fuerte de la historia argentina hasta entonces; en suma, algo muy similar al caos. Argentina parecía no tener ya cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en particular la clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los militares estaban dispuestos a "salvar" una vez más al país, que se dejaba rescatar, dispuesto a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad y la prosperidad perdidas muchos años atrás -y gracias a más de un gobierno militar.

Las tres armas asumieron la responsabilidad del proyecto de salvataje.

Ahora sí, producirían todos los cambios necesarios para hacer de Argentina otro país. Para ello, era necesario emprender una operación de "cirugía mayor", así la llamaron. Los campos de concentración fueron el quirófano donde se llevó a cabo dicha cirugía -no es casualidad que se llamaran quirófanos a las salas de tortura-; también fueron, sin duda, el campo de prueba de una nueva sociedad ordenada, controlada, arenada.

Las Fuerzas Armadas asumieron el disciplinamiento de la sociedad, para modelarla a su imagen y semejanza. Ellas mismas como cuerpo disciplinado, de manera tan brutal como para internalizar, hacer carne, aquello que imprimirían sobre la sociedad. Desde principios de siglo, bajo el presupuesto del orden militar se impuso el castigo físico -virtual tortura-sobre militares y conscriptos, es decir sobre toda la población masculina del país. Cada soldado, cada cabo, cada oficial, en su proceso de asimilación y entrenamiento aprendió la prepotencia y la arbitrariedad del poder sobre su propio cuerpo y dentro del cuerpo colectivo de la institución armada.

Cuando la disciplina se ha hecho carne se convierte en obediencia, en "la sumisión a la autoridad legítima. El deber de un soldado es obedecer ya que ésta es la primera obligación y la cualidad más preciada de todo militar"'. Es decir, las órdenes no se discuten, se cumplen.
Pero vale la pena detenerse un momento en el proceso orden-obediencia, grabado a fuego en las instituciones militares. Cuanto más grave es la orden, más difusa, "eufemística", suele ser su formulación y más se difumina también el lugar del que emana, perdiéndose en la larguísima cadena de mandos.

Hay algunos mecanismos internos que facilitan el flujo de la obediencia y diluyen la responsabilidad. La orden supone, implícitamente, un proceso previo de autorización. El hecho de que un acto esté autorizado parece justificarlo de manera automática. Al provenir de una autoridad reconocida como legítima, el subordinado actúa como si no tuviera posibilidad de elección. Se antepone a todo juicio moral el deber de obedecer y la sensación de que la responsabilidad ha sido asumida en otro lugar. El ejecutor se siente así libre de cuestionamiento y se limita al cumplimiento de la orden. Los demás son cómplices silenciosos.

El miedo se une a la obligación de obedecer, reforzándola. La fuerza del castigo que sobreviene a cualquier incumplimiento, y que se ha grabado previamente en el subordinado, es el sustrato de este miedo, que se refuerza permanentemente con nuevas amenazas. La aceptación de la institución y el temor a su potencialidad destructiva no son elementos excluyentes.

A su vez, existe un proceso de burocratización que implica una cierta rutina, "naturaliza" las atrocidades y, por lo mismo, dificulta el cuestionamiento de las órdenes. En la larga cadena de mandos cada subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre el proceso en su conjunto. En consecuencia, las acciones se fragmentan y las responsabilidades se diluyen.

Las cabezas dan unas órdenes con las que no toman contacto. Los ejecutores se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que no controlan y que puede destruirlos. El campo de concentración aparece como una máquina de destrucción, que cobra vida propia. La impresión es que ya nadie puede detenerla. La sensación de impotencia frente al poder secreto, oculto, que se percibe como omnipotente, juega un papel clave en su aceptación y en una actitud de sumisión generalizada.

Por último, la diseminación de la disciplina en la sociedad hace que la conducta de obediencia tenga un alto consenso y la posibilidad de insubordinación sólo se plantee aisladamente. Aunque el dispositivo está preparado para que los individuos obedezcan de manera automática e incondicional, esto ocurre en distintos grados, que van de la más profunda internalización a un consentimiento poco convencido, sin desechar la desobediencia que, aunque es muy eventual, existe. Aun en el centro mismo del poder, la homogeneización y el control total son sólo ilusiones.
La autonomía creciente de las Fuerzas Armadas, su vínculo con la sociedad y el papel que jugó en ellas la disciplina y el temor son sólo un apunte preliminar para recordar que sin estos elementos no hubiera sido posible la experiencia concentracionaria. No intentaré trazar aquí las características del poder en el llamado Proceso de Reconstrucción Nacional. Aparecerán a lo largo del texto a través de una de sus criaturas, quizás la más oculta, una creación periférica y medular al mismo tiempo: el campo de concentración.

Sin embargo, cabe señalar también que las características de este poder desaparecedor no eran flamantes, no constituyeron un invento.
Arraigaban profundamente en la sociedad desde el siglo XIX, favoreciendo la desaparición de lo disfuncional, de lo incómodo, de lo conflictivo. No obstante, el Proceso tampoco puede entenderse como una simple continuación o una repetición aumentada de las prácticas antes vigentes.
Representó, por el contrario, una nueva configuración, imprescindible para la institucionalización que le siguió y que hoy rige. Ni más de lo mismo, ni un monstruo que la sociedad engendró de manera incomprensible. Es un hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable y exhibe las vergüenzas de la familia en tono desafiante. A la vez, oculta parte de su ser más íntimo. Intentamos mirarlo aquí de frente a esa cara oculta, que se esconde, en el rostro del pretendido "exceso", verdadera norma de un poder desaparecedor que a su vez se nos desaparece también a nosotros una y otra vez.

La vanguardia iluminada

"Los muertos demandan a los vivos: recordadlo todo y contadlo; no solamente pera combatir los campos sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido." TZVETAN TODOROV

En los años setenta proliferaron diversos movimientos armados latinoamericanos, palestinos, asiáticos. Incluso en algunos países centrales, como Alemania, Italia y Estados Unidos se produjeron movimientos emparentados con esta concepción de la política, que ponía el acento en la acción armada como medio para crear las llamadas "condiciones revolucionarias".

No se trató de un fenómeno marginal, sino que el foquismo y, en términos más generales, el uso de la violencia, pasó a ser casi condición sine cua non de los movimientos radicales de la época. Dentro del espectro de los círculos revolucionarios, casi exclusivamente las izquierdas estalinistas y ortodoxas se sustrajeron a la influencia de la lucha armada. La guerrilla argentina formó parte de este proceso, sin el cual sería incomprensible. La concepción foquista adoptada por las organizaciones armadas, al suponer que del accionar militar nacería la conciencia necesaria para iniciar una revolución social, las llevó a deslizarse hacia una concepción crecientemente militar. Pero en realidad, la idea de considerar la política básicamente como una cuestión de fuerza, aunque profundizada por el foquismo, no era una "novedad" aportada por la joven generación de guerrilleros, ya fueran de origen peronista o guevarista, sino que había formado parte de la vida política argentina por lo menos desde 1930.

Los sucesivos golpes militares, entre ellos el de 1955, con fusilamiento de civiles y bombardeo sobre una concentración peronista en Plaza de Mayo; los fusilamientos de José León Suárez; la proscripción del peronismo, entre 1955 y 1973, que representaba la mayoría electoral compuesta por los sectores más desposeídos de la población; la cancelación de la democracia efectuada por la Revolución Argentina de 1966, cuya política represiva desencadenó levantamientos de tipo insurreccional en las principales ciudades del país (Córdoba, Tucumán, Rosario y Mendoza, entre 1969 y 1972), fueron algunos de los hechos violentos del contexto político netamente impositivo, en el que creció esta generación. Por eso, la guerrilla consideraba que respondía a una violencia ya instalada de antemano en la sociedad.

Al inicio de la década de los 70, muchas voces, incluidas las de políticos, intelectuales, artistas, se levantaban en reivindicación de la violencia, dentro y fuera de Argentina. Entre ellas tenía especial ascendiente en ciertos sectores de la juventud la de Juan Domingo Perón quien, aunque apenas unos años después llamaría a los guerrilleros "mercenarios", "agentes del caos' e "inadaptados", en 1 970 no vacilaba en afirmar: "La dictadura que azota a la patria no ha de ceder en su violencia sino ante otra violencia mayor.'"1 "La subversión debe progresar. Lo que está entronizado es la violencia. Y sólo puede destruirse por otra violencia. Una vez que se ha empezado a caminar por ese camino no se puede retroceder un paso. La revolución tendrá que ser violenta."

Por otra parte, la práctica inicial de la guerrilla y la respuesta que obtuvo de vastos sectores de la sociedad afianzó la confianza en la lucha armada para abordar los conflictos políticos. Jóvenes, que en su mayoría oscilaban entre los 18 y los 25 años, lograron concentrar la atención del país con asaltos a bancos, secuestros, asesinatos, bombas y toda la gama de acciones armadas que, a su vez, les dieron una voz política. "Sí, sí, señores, soy terrorista; sí sí señores, de corazón... " cantaban en 1 973 decenas de miles de jóvenes congregados en las columnas de la Juventud Peronista que, en realidad, nunca fueron terroristas; si acaso, algunos pocos eran militantes armados.

¿Qué pretendían? Desde la izquierda o el peronismo buscaban, básicamente, una sociedad mejor. En el lenguaje de la época, la "patria socialista" quería decir, sustancialmente, mayor justicia social, mejor distribución de la riqueza, participación política. Pretendían ser la vanguardia que abriría el camino, aun a costa de su propio sacrificio, para una Argentina más incluyente.

Durante los primeros años de actividad, entre 1970 y 1974, la guerrilla tendía a seleccionar de manera muy política los blancos del accionar armado, pero a medida que la práctica militar se intensificó, el valor efectista de la violencia multiplicó engañosamente su peso político real; la lucha armada pasó a ser la máxima expresión de la política primero, y la política misma más tarde.

La influencia del peronismo en las Organizaciones Armadas Peronistas, y su práctica de base creciente entre los años 1972 y 1974, las había llevado a una concepción necesariamente mestiza entre el foquismo y el populismo, más rica y compleja. Pero esta apertura se fue desvirtuando y empobreciendo a medida que Montoneros se distanciaba del movimiento peronista y crecía su aislamiento político general.
El proceso de militarización de las organizaciones y la consecuente desvinculación de la lucha de masas tuvieron dos vertientes principales: por una parte el intento de construir, como actividad prioritaria, un ejército popular que se pretendía con las mismas características de un ejército regular, por la otra la represión que, sobre todo en el caso de Montoneros, la fue obligando a abandonar el amplio trabajo de base desarropado entre 1972 y 1974.

La militarización, y un conjunto de fenómenos colaterales pero no menos importantes, como la falta de participación de los militantes en la toma de decisiones, el autoritarismo de las conducciones y el acallamiento del disenso -fenómenos que se registraron en muchas de las guerrillas latinoamericanas- debilitaron internamente a las organizaciones guerrilleras. Lo cierto es que su proceso de descomposición estaba bastante avanzado cuando se produjo el golpe militar de 1976. La guerrilla había comenzado a reproducir en su interior, por lo menos en parte, el poder autoritario que intentaba cuestionar.

Las armas son potencialmente "enloquecedoras": permiten matar y, por lo tanto, crean la ilusión de control sobre la vida y la muerte. Como es obvio, no tienen por sí mismas signo político alguno pero puestas en manos de gente muy joven que además, en su mayoría, carecía de una experiencia política consistente funcionaron como una muralla de arrogancia y soberbia que encubría, sólo en parte, una cierra ingenuidad política.

Frente a un Ejército tan poderoso como el argentino, en 1974 los guerrilleros ya no se planteaban ser francotiradores, debilitar, fraccionar y abrir brechas en él; querían construir otro de semejante o mayor potencia, igualmente homogéneo y estructurado. Poder contra poder. La guerrilla había nacido como forma de resistencia y hostigamiento contra la estructura monolítica militar pero ahora aspiraba a parecerse a ella y disputarle su lugar. Se colocaba así en el lugar más vulnerable; las Fuerzas Armadas respondieron con todo su potencial de violencia.

La persecución que se desató contra las organizaciones sociales y políticas de izquierda en general y contra las organizaciones armadas en particular, después de la breve "primavera democrática", partió, en primer lugar, de la derecha del movimiento peronista, ligada con importantes sectores del aparato represivo. Ya en octubre de 1973, comenzó el accionar público de la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A (AAA), dirigida por el ministro de Bienestar Social, José López Rega, y claramente protegida y vinculada con los organismos de seguridad.' A partir de la muerte de Perón, desatada la pugna por la "sucesión política" dentro del peronismo, su accionar se aceleró. Entre julio y agosto de 1 974 se contabilizó un asesinato de la AAA cada 9 horas". Para septiembre de 1974 habían muerto, en atentados de esa organización, alrededor de 200 personas. Se inició entonces la práctica de la desaparición de personas.

Por su parte, durante 1974 y 1975, la guerrilla multiplicó las acciones armadas, aunque nunca alcanzó el número ni la brutalidad del accionar paramilitar-por ejemplo, jamás practicó la tortura, que fue moneda corriente en las acciones de la AAA. Se desató entonces una verdadera escalada de violencia entre la derecha y la izquierda, dentro y fuera del peronismo.

Cuando se produjo el golpe de 1976 -que implicó la represión masificada de la guerrilla y de toda oposición política, económica o de cualquier tipo, con una violencia inédita-, al desgaste interno de las organizaciones y a su aislamiento se sumaban las bajas producidas por la represión de la Triple A. Sin embargo, tanto ERP como Montoneros se consideraban a sí mismas indestructibles y concebían el triunfo final como parte de un destino histórico prefijado.

A partir del 24 de marzo, la política de desapariciones de la AAA tomó el carácter de modalidad represiva oficial, abriendo una nueva época en la lucha contrainsurgente. En pocos meses, las Fuerzas Armadas destruyeron casi totalmente al ERP y a las regionales de Montoneros que operaban en Tucumán y Córdoba. Los promedios de violencia de ese año indicaban un asesinato político cada cinco horas, una bomba cada tres y 15 secuestros por día, en el último trimestre del año. La inmensa mayoría de las bajas correspondía a los grupos militantes; sólo Montoneros perdió, en el lapso de un año, 2 mil activistas, mientras el ERP desapareció.

Además, existían en el país entre 5 y 6 mil presos políticos, de acuerdo con los informes de Amnistía Internacional.

Roberto Santucho, el máximo dirigen te del ERP, comprendió demasiado tarde. En julio de 1976, pocos días antes de su muerte y de la virtual desaparición de su organización, habría afirmado: "Nos equivocamos en la política, y en subestimar la capacidad de las Fuerzas Armadas al momento del golpe. Nuestro principal error fue no haber previsto el reflujo del movimiento de masas, y no habernos replegado."

La conducción montonera, lejos de tal reflexión, realizó sus "cálculos de guerra", considerando que si se salvaba un escaso porcentaje de guerrilleros en el país (Gasparíni, calcula que unos cien) y otros tantos en el exterior, quedaría garantizada la regeneración de la organización una vez liquidado el Proceso de Reorganización Nacional. Así, por no abandonar sus territorios, entregó virtualmente a buena parte de sus militantes, que serían los pobladores principales de los campos de concentración.

La guerrilla quedó atrapada tanto por la represión como por su propia dinámica y lógica internas; ambas la condujeron a un aislamiento creciente de la sociedad. Desde un punto de vista político, se puede señalar la desinserción creciente de la que ya se habló; la militarización de lo político y la prevalencia de una lógica revolucionaria contra todo sentido de realidad partiendo, como premisa incuestionable, de la certeza absoluta del triunfo. En lo estrictamente organizativo, el predominio de lo organizacional sobre lo político, la falta de participación de los militantes en los mecanismos de promoción y en la toma de decisiones; el desconocimiento y "disciplinamiento" del desacuerdo interno y el enquistamiento de una conducción torpe ineficiente que, sin embargo, se consideraba irrevocable infalible. Todos estos Fueron factores decisivos en la derrota militar y política del proyecto guerrillero.

El incremento de la represión y las condiciones internas de las organizaciones cerraron una trampa mortal. Los militantes convivían con la muerte desde 1975; desde entonces era cada vez más próxima la posibilidad de su aniquilamiento que la de sobrevivir. Aunque muchos, en un rasgo de lucidez política o de instinto de supervivencia, abandonaron las organizaciones para salir al exterior o esconderse dentro del país -a menudo siendo apresados en el intento-, un gran número permaneció hasta el final, a pesar de lo evidente de la derrota. ¿Por qué?

La fidelidad a los principios originarios del movimiento, para entonces bastante desvirtuados, fue una parte; la sensación de haber emprendido un camino sin retorno hizo el resto. Los militantes que siguieron hasta el fin, lo que en la mayoría de los casos significó su propio fin, estaban atrapados entre una oscura sensación de deuda moral o culpa con sus propios compañeros muertos, una construcción artificial de convicciones políticas que sólo se sostenía en la dinámica interna de las organizaciones, la situación represiva externa que no reconocía deserciones ni "arrepentimientos" y la propia represión de la organización que castigaba con la muerte a los desertores.

Estas fueron las condiciones en las que cayeron en manos de los militares para ir a dar a los numerosos campos de concentración-exterminio. Como es evidente, no se trataba de las mejores circunstancias para soportar la muerte lenta, dolorosa y siniestra de los campos, ni mucho menos la tortura indefinida e ilimitada que se practicaba en ellos. Los militantes caían agotados. El manejo de concepciones políticas dogmáticas como la infalibilidad de la victoria, que se deshacían al primer contacto con la realidad del "chupadero"; la sensación de acorralamiento creciente vivida durante largos meses de pérdida de los amigos, de los compañeros, de las propias viviendas, de todos los puntos de referencia; la desconfianza latente en las conducciones, mayor a medida que avanzaba el proceso de destrucción; 1^ soledad personal en que los sumía la clandestinidad, cada vez más dura; la persistencia del lazo político con la organización por temor o soledad más que por convicción, en buena parte de los casos; el resentimiento de quienes habían roto sus lazos con las organizaciones pero por la falta de apoyo de éstas no habían podido salir del país; las causas de la caída, muchas veces asociadas con la delación, eran sólo algunas de las razones por las que el militante caía derrotado de antemano.

Estos hechos facilitaron y posibilitaron la modalidad represiva del "chupadero". El tormento indiscriminado e ilimitado tuvo un papel importante en los niveles de eficiencia que lograron las Fuerzas Armadas en su accionar represivo, pero no es menos cierto que estos otros factores permitieron que se encontraran con un "enemigo" previamente debilitado.

La guerrilla había llegado a un punto en que sabía más cómo morir que cómo vivir o sobrevivir, aunque estas posibilidades fueran cada vez más inciertas.

LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

"...el experimento de dominación total en los campos de concentración depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo de los vivos en general... Este aislamiento explica la irrealidad peculiar y la falta de credibilidad, que caracteriza a todos los relatos sobre los campos de concentración... tales campos son la verdadera institución central del poder organizado totalitario."

"Cualquiera que hable o escriba acerca de los campos de concentración es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su verdadera sinceridad, como si hubiese confundido una pesadilla con la realidad." Hannah Arent

Poder y represión

El poder, a la vez individualizante y totalitario, cuyos segmentos molares, siguiendo la imagen ele Deleuze, están inmersos en el caldo molecular que los alimenta2 es, antes que nada, un multifacético mecanismo de represión.

Las relaciones de poder que se entretejen en una sociedad cualquiera, las que se fueron estableciendo y reformulando a lo largo de este siglo en Argentina y de las que se habló al comienzo son el conjunto de una serie de enfrentamientos, las más de las veces violentos y siempre con un fuerte componente represivo. No hay poder sin represión pero, más que eso, se podría afirmar que la represión es el alma misma del poder. Las formas que adopta lo muestran en su intimidad más profunda, aquella que, precisamente porque tiene la capacidad de exhibirlo, hacerlo obvio, se mantiene secreta, oculta, negada.

En el caso argentino, la presencia constante de la institución militar en la vida política manifiesta una dificultad para ocultar el carácter violento de la dominación, que se muestra, que se exhibe como una amenaza perpetua, como un recordatorio constante para el conjunto de la sociedad.
"Aquí estoy, con mis columnas ele hombres y mis armas; véanme", dice el poder en cada golpe pero también en cada desfile patriótico.

Sin embargo, los uniformes, el discurso rígido y autoritario de los militares, los fríos comunicados difundidos por las cadenas de radio y televisión en cada asonada, no son más que la cara más presentable de su poder, casi podríamos decir su traje de domingo. Muestran un rostro rígido y autoritario, sí, pero también recubierto de un barniz de limpieza, rectitud y brillo del que carecen en el ejercicio cotidiano del poder, donde se asemejan más a crueles burócratas avariciosos que a los cruzados del orden y la civilización que pretenden ser.

Ese poder, cuyo núcleo duro es la institución militar pero que comprende otros sectores de la sociedad, que se ejerce en gobiernos civiles y militares desde la fundación de la nación, imitando y clonando a un tiempo, se pretende a sí mismo como total. Pero este intento de totalización no es más que una de las pretensiones del poder. "Siempre hay una hoja que se escapa y vuela bajo el sol." Las líneas de fuga, los hoyos negros del poder son innumerables, en toda sociedad y circunstancia, aun en los totalitarismos más uniformemente establecidos.

Es por eso que para describir la índole específica de cada poder es necesario referirse no sólo a su núcleo duro, a lo que él mismo acepta como constitutivo de sí, sino a lo que excluye y a lo que se le escapa, a aquello que se fuga de su complejo sistema, a la vez central y fragmentario.
Allí cobra sentido la función represiva que se despliega para controlar, apresar, incluir a todo lo que se le fuga de ese modelo pretendidamente total. La exclusión no es más que un forma de inclusión, inclusión de lo disfuncional en el lugar que se le asigna. Por eso, los mecanismos y las tecnologías de la represión revelan la índole misma del poder, la forma en que éste se concibe a sí mismo, la manera en que incorpora, en que refuncionaliza y donde pretende colocar aquello que se le escapa, que no considera constitutivo. La represión, el castigo, se inscriben dentro de los procedimientos del poder y reproducen sus técnicas, sus mecanismos. Es por ello que las formas de la represión se modifican de acuerdo con la índole del poder. Es allí donde pretendo indagar.

Si ese núcleo duro exhibe una parte de sí, la "mostrable" que aparece en los desfiles, en el sistema penal, en el ejercicio legítimo de la violencia, también esconde otra, la "vergonzante", que se desaparecen el control ilícito de correspondencias y vidas privadas, en el asesinato político, en las prácticas de tortura, en los negociados y estafas.

Siempre el poder muestra y esconde, y se revela a sí mismo tanto en lo que exhibe como en lo que oculta. En cada una de esas esferas se manifiestan aspectos aparentemente incompatibles pero entre los que se pueden establecer extrañas conexiones. Me interesa aquí hablar de la cara negada del poder, que siempre existió pero que fue adoptando distintas características.

En Argentina, su forma más tosca, el asesinato político, fue una constante; por su parte, la tortura adoptó una modalidad sistemática e institucional en este siglo, después de la Revolución del 30 para los prisioneros políticos, y fue una práctica constante e incluso socialmente aceptada como 25 normal en relación con los llamados delincuentes comunes. El secuestro y posterior asesinato con aparición del cuerpo de la víctima se realizó, sobre todo a partir de los años setenta, aunque de una manera relativamente excepcional.

Sin embargo todas esas prácticas, aunque crueles en su ejercicio, se diferencian de manera sustancial de la desaparición de personas, que merece una reflexión aparte. La desaparición no es un eufemismo sino una alusión literal: una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede haber testigos del secuestro y presuposición del posterior asesinato pero no hay un cuerpo material que dé testimonio del hecho.

La desaparición, como forma de represión política, apareció después del golpe de 1966. Tuvo en esa época un carácter esporádico y muchas veces los ejecutores fueron grupos ligados al poder pero no necesariamente los organismos destinados a la represión institucional.

Esta modalidad comenzó a convertirse en un uso a partir de 1974, durante el gobierno peronista, poco después de la muerte de Perón. En ese momento las desapariciones corrían por cuenta de la AAA y el Comando Libertadores de América, grupos que se podía definir como parapoliciales o paramilitares. Estaban compuestos por miembros de las fuerzas represivas, apoyados por instancias gubernamentales, como el Ministerio de Bienestar Social, pero operaban de manera independiente de esas instituciones. Estaban sostenidos por y coludidos con el poder institucional pero también se podían diferenciar de él.

No obstante, ya entonces, cuando en febrero de 1975 por decreto del poder ejecutivo se dio la orden de aniquilar la guerrilla, a través del Operativo Independencia se inició en Tucumán una política institucional de desaparición de personas, con el silencio y el consentimiento del gobierno peronista, de la oposición radical y de amplios sectores de la sociedad.

Otros, como suele suceder, no sabían nada; otros más no querían saber.

En ese momento aparecieron las primeras instituciones ligadas indisolublemente con esta modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.

Es decir que la figura de la desaparición, como tecnología del poder instituido, con su correlato institucional, el entripo de concentración-exterminio hicieron su aparición estando en vigencia las llamadas instituciones democráticas y dentro de la administración peronista de Isabel Martínez. Sin embargo, eran entonces apenas una de las tecnologías de lo represivo.

El golpe de 1976 representó un cambio sustancial: la desaparición y el campo de concentración-exterminio dejaron de ser una de las formas de la represión para convertirse en la modalidad represiva del poder, ejecutada de manera directa desde las instituciones militares. Desde entonces, el eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor cié las cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de personas, que se montó desde y dentro de las Fuerzas Armadas.

¿Qué representó esta transformación? Las nuevas modalidades de lo represivo nos hablan también de modificaciones en la índole del poder.
Parto de la idea de que el Proceso de Reorganización Nacional no fue una extraña perversión, algo ajeno a la sociedad argentina y a su historia, sino que forma parte de su trama, está unido a ella y arraiga en su modalidad y en las características del poder establecido.

Sin embargo, afirmo también que el Proceso no representó una simple diferencia de grado con respecto a elementos preexistentes, sino una reorganización de los mismos y la incorporación de otros, que dio lugar a nuevas formas de circulación del poder dentro de la sociedad. Lo hizo con una modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.

Los campos de concentración, ese secreto a voces que todos temen, muchos desconocen y unos cuantos niegan, sólo es posible cuando el intento totalizador del Estado encuentra su expresión molecular, se sumerge profundamente en la sociedad, perméandola y nutriéndose de ella. Por eso son una modalidad represiva específica, cuya particularidad no se debe desdeñar. No hay campos de concentración en todas las sociedades. Hay muchos poderes asesinos, casi se podría afirmar que todos lo son en algún sentido. Pero no todos los poderes son concentracionarios. Explorar sus características, su modalidad específica de control y represión es una manera de hablar de la sociedad misma y de las características del poder que entonces se instauró y que se ramifica y reaparece, a veces idéntico y a veces mutado, en el poder que hoy circula y se reproduce.

No existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables. Y es precisamente en los periodos de "excepción", en esos momentos molestos y desagradables que las sociedades pretenden olvidar, colocar entre paréntesis, donde aparecen sin mediaciones ni atenuantes, los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano. El análisis del campo de concentración, como modalidad represiva, puede ser una de las claves para comprender las características de un poder que circuló en todo el tejido social y que no puede haber desaparecido. Si la ilusión del poder es su capacidad para desaparecerlo disfuncional, no menos ilusorio es que la sociedad civil suponga que el poder desaparecedor desaparezca, por arte de una magia inexistente.

Somos compañeros, amigos, hermanos

Entre 1976 y 1982 funcionaron en Argentina 340 campos de concentración-exterminio, distribuidos en todo el territorio nacional. Se registró su existencia en 11 de las 23 provincias argentinas, que concentraron personas secuestradas en todo el país. Su magnitud fue variable, tanto por el número de prisioneros como por el tamaño de las instalaciones.

Se estima que por ellos pasaron entre 15 y 20 mil personas, de las cuales aproximadamente el 90 por ciento fueron asesinadas. No es posible precisar el número exacto de desapariciones porque, si bien la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas recibió 8960 denuncias, se sabe que muchos de los casos no fueron registrados por los familiares. Lo mismo ocurre con un cierto número de sobrevivientes que, por temor u otras razones, nunca efectuaron la denuncia de su secuestro.

Según ¡os testimonios de algunos sobrevivientes, Juan Carlos Scarpatti afirma que por Campo de Mayo habrían pasado 3500 personas entre 1976 y 1977; Graciela Geuna dice que en La Perla hubo entre 2 mil y 1500 secuestrados; Martín Grass estima que la Escuela de Mecánica de la Armada alojó entre 3 mil y 4500 prisioneros de 1976 a 1979; el informe de Conadep indicaba que El Atlético habría alojado más de 1 500 personas. Sólo en estos cuatro lugares, ciertamente de los más grandes, los testigos directos hacen un cálculo que, aunque parcial por el tiempo de detención, en el más optimista de los casos, asciende a 9500 prisioneros.

No parece descabellado, por lo tanto, hablar de 1 5 o 20 mil víctimas a nivel nacional y durante todo el periodo. Algunas entidades de defensa de los derechos humanos, como las Madres de Plaza de Mayo, se refieren a una cifra total de 30 mil desaparecidos.

Diez, veinte, treinta mil torturados, muertos, desaparecidos... En estos rangos las cifras dejan de tener una significación humana. En medio de los grandes volúmenes los hombres se transforman en números constitutivos de una cantidad, es entonces cuando se pierde la noción de que se está hablando de individuos. La misma masificación del fenómeno actúa deshumanizándolo, convirtiéndolo en una cuestión estadística, en un problema de registro. Como lo señala Todorov, "un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información"'. Las larguísimas listas de desaparecidos, financiadas por los organismos de derechos humanos, que se publicaban en los periódicos argentinos a partir de 1980, eran un recordatorio de que cada línea impresa, con un nombre y un apellido representaba a un hombre de carne y hueso que había sido asesinado. Por eso eran tan impactantes para la sociedad. Por eso eran tan irritativas para el poder militar.

También por eso, en este texto intentaré centrarme en las descripciones que hacen los protagonistas, en los testimonios de las víctimas específicas que, con un nombre y un apellido, con una historia política concreta hablan de estos campos desde «/lugar en ellos. Cada testimonio es un universo completo, un hombre completo hablando de sí y de los otros.

Sería suficiente tomar uno solo de ellos para dar cuenta de los fenómenos a los que me quiero referir. Sin embargo, para mostrar la vivencia desde distintos sexos, sensibilidades, militancias, lugares geográficos y captores, aunque haré referencia a otros testimonios, tomaré básicamente los siguientes: Graciela Geuna (secuestrada en el campo de concentración de La Perla, Córdoba, correspondiente al III Cuerpo de Ejército), Martín Grass (secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada, Capital Pederal, correspondiente a la Armada de la República Argentina), Juan Carlos Scarparti (secuestrado y fugado de Campo de Mayo, Provincia de Buenos Aires, campo de concentración correspondiente al I Cuerpo de Ejército), Claudio Tamburrini (secuestrado y fugado de la Mansión Seré, provincia de Buenos Aires, correspondiente a la Fuerza Aérea), Ana María Careaga (secuestrada en El Atlético, Capital Federal, correspondiente a la Policía Federal). Todos ellos fugaron en más de un sentido.

La selección también pretende ser una muestra de otras dos circunstancias: la participación colectiva de las tres Fuerzas Armadas y de la policía, es decir de las llamadas Fuerzas de Seguridad, y su involucramiento institucional, desde el momento en que la mayoría de los campos ele concentración-exterminio se ubicó en dependencias de dichos organismos de seguridad, controlados y operados por su personal.

No abundaré en estas afirmaciones, ampliamente demostradas en el juicio que se siguió a las juntas militares en 1985. Sólo me interesa resaltar que en ese proceso quedó demostrada la actuación institucional de las Fuerzas de Segundad, bajo comando conjunto de las Fuerzas Armadas y siguiendo la cadena de mandos. Es decir que el accionar "antisubversivo" se realizó desde y dentro de la estructura y la cadena jerárquica de las Fuerzas Armadas. "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los comandos superiores", afirmó en Washington el general Santiago Ornar Riveros, por si hubiera alguna duda'. En suma, fue la modalidad represiva del Estado, no un hecho aislado, no un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente.

Los sobrevivientes, e incluso testimonios de miembros del aparato represivo que declararon contra sus pares, dan cuenta de numerosos enfrentamientos entre las distintas armas y entré sectores internos de cada una de ellas. Geuna habla del desprecio de la oficialidad de La Perla hacia el personal policial y sus críticas al II Cuerpo de Ejército, al que consideraban demasiado "liberal". Grass menciona las diferencias de la Armada con el Ejército y de la Escuela de Mecánica con el propio Servicio de Inteligencia Naval. Ejército y Armada despreciaban a los "panqueques", la Fuerza Aérea, que como panqueques se daban vuelta en el aire; es decir, eran incapaces de tener posturas consistentes. Sin embargo, aunque tuvieran diferencias circunstanciales, tocios coincidieron en lo fundamental: mantener y alimentar el aparato desaparecedor, la máquina de concentración-exterminio. Porque la característica de estos campos fue que todos ellos, independientemente de qué fuerza los controlara, llevaban como destino final a la muerte, salvo en casos verdaderamente excepcionales.

Durante el juicio de 1985, la defensa del brigadier Agosti, titular de la Fuerza Aérea, argumentó: "¿Cómo puede salvarse la contradicción que surge del alegato acusatorio del señor fiscal, donde palmariamente se demuestra que fue la Fuerza Aérea comandada por el brigadier Agosti la menos señalada en las declaraciones testimoniales y restante prueba colectada en el juicio, sea su comandante el acusado a quien se le imputen mayor número de supuestos hechos delictuosos?"1 Efectivamente, había menos pruebas en contra de la Fuerza Aérea, pero este hecho que la defensa intentó capitalizar se debía precisamente a que casi no quedaban sobrevivientes. El índice de exterminio de sus prisioneros había sido altísimo. Por cierto Tamburrini, un testigo de cargo fundamental, sobrevivió gracias a una fuga de prisioneros torturados, rapados, desnudos y esposados que reveló la desesperación de los mismos y la torpeza militar del personal aeronáutico. Otro testigo clave, Miriam Lewin, había logrado sobrevivir como prisionera en otros campos a los que fue trasladada con posterioridad a su secuestro por parte de la Aeronáutica.
En síntesis, la máquina de torturar, extraer información, aterrorizar y matar, con más o menos eficiencia, funcionó y cumplió inexorablemente su ciclo en el Ejército, la Marina, la Aeronáutica, las policías. No hubo diferencias sustanciales en los procedimientos de unos y otros, aunque cada uno, a su vez, se creyera más listo y se jactara de mayor eficacia que los demás.

Dentro de los campos de concentración se mantenía la organización jerárquica, basada en las líneas de mando, pero era una estructura que se superponía con la preexistente. En consecuencia, solía suceder que alguien con un rango inferior, por estar asignado a un grupo de tareas, tuviera más información y poder que un superior jerárquico dentro de la cadena de mando convencional. No obstante, se buscó intencionalmente una extensa participación de los cuadros en los trabajos represivos para ensuciar las manos de todos de alguna manera y comprometer personalmente al conjunto con la política institucional. En la Armada, por ejemplo, si bien hubo un grupo central de oficiales y suboficiales encargados de hacer funcionar sus campos de concentración, entre ellos la Escuela de Mecánica de la Armada, todos los oficiales participaron por lo menos seis meses en los llamados grupos de tareas. Asimismo, en el caso de la Aeronáutica se hace mención del personal rotativo. También hay constancia de algo semejante en La Perla, donde se disminuyó el número de personas que se fusilaban y se aumentó la frecuencia de las ejecuciones para hacer participar a más oficiales en dichas "ceremonias".

Pero aquí surge de inmediato una serie de preguntas: ¿cómo es posible que unas Fuerzas Armadas, ciertamente reaccionarias y represivas, pero dentro de los límites de muchas instituciones armadas, se hayan convertido en una máquina asesina?, ¿cómo puede ocurrir que hombres que ingresaron a la profesión militar con la expectativa de defender a su Patria o, en todo caso, de acceder a los círculos privilegiados del poder como profesionales de las armas, se hayan transformado en simples ladrones muchas veces de poca monta, en secuestradores y torturadores especializados en producir las mayores dosis de dolor posibles? ¿cómo un aviador formado para defender la soberanía nacional, y convencido de que esa era su misión en la vida, se podía dedicar a arrojar hombres vivos al mar?

No creo que los seres humanos sean potencialmente asesinos, controlados por las leyes de un Estado que neutraliza a su "lobo" interior. No creo que la simple inmunidad de la que gozaron los militares entonces los haya transformado abruptamente en monstruos, y mucho menos que todos ellos, por el hecho de haber ingresado a una institución armada, sean delincuentes en potencia. Creo más bien que fueron parte de una maquinaria, construida por ellos mismos, cuyo mecanismo los llevó a una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte, que aparecía como un dato dentro cié una planilla de oficina. La sentencia de muerte de un hombre era sólo la leyenda "QTH fijo", sobre el legajo de un desconocido.

¿Cómo se llegó a esta rutinización, a este "vaciamiento" de la muerte?

Casi todos los testimonios coinciden en que la dinámica de los campos reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos y funciones especializadas entre los captores. Veamos cómo se distribuían.

Las patotas

La patota era el grupo operativo que "chupaba" es decir j que realizaba la operación de secuestro de los prisioneros, ya fuera en la calle, en su domicilio o en su lugar de trabajo.

Por lo regular, el "blanco" llegaba definido, de manera que el grupo operativo sólo recibía una orden que indicaba a quién debía secuestrar y dónde. Se limitaba entonces a planificar y ejecutar una acción militar corriendo el menor riesgo posible. Como podía ser que el "blanco" estuviera armado y se defendiera, ante cualquier situación dudosa, la patota disparaba "en defensa propia".

Si en cambio se planteaba un combate abierto podía pedir ayuda y entonces se producían los operativos espectaculares con camiones del Ejercito, helicópteros y decenas de soldados saltando y apostándose en las azoteas. En este caso se ponía en juego la llamada "superioridad táctica" de las fuerzas conjuntas. Pero por lo general realizaba tristes secuestros en los que entre cuatro, seis u ocho hombres armados "reducían" a uno, rodeándolo sin posibilidad de defensa y apaleándolo de inmediato para evitar todo nesgo, al más puro estilo de una auténtica patota.

Si ocupaban una casa, en recompensa por el riesgo que habían corrido, cobraban su "botín de guerra", es decir saqueaban y rapiñaban cuanto encontraban.

En general, desconocían la razón del operativo, la supuesta importancia del "blanco" y su nivel de compromiso real o hipotético con la subversión.

Sin embargo, solían exagerar la "peligrosidad" de la víctima porque de esa manera su trabajo resultaba más importante y justificable. Según el esquema, según su propia representación, ellos se limitaban a detener delincuentes peligrosos y cometían "pequeñas infracciones" como quedarse con algunas pertenencias ajenas. "(Nosotros) entrábamos, pateábamos las mesas, agarrábamos de las mechas a alguno, lo metíamos en el auto y se acabó. Lo que ustedes no entienden es que la policía hace normalmente eso y no lo ven mal."6 El señalamiento del cabo Vilariño, miembro de una de estas patotas, es exacto; la policía realizaba habitualmente esas prácticas contra los delincuentes y prácticamente nadie lo veía mal... porque eran delincuentes, otros. Era "normal".

Los grupos de inteligencia

Por otra parte, estaba el grupo de inteligencia, es decir los que manejaban la información existente y de acuerdo con ella orientaban el "interrogatorio" (tortura) para que fuera productivo, o sea, arrojara información de utilidad. Este grupo recibía al prisionero, al "paquete", ya reducido, golpeado y sin posibilidad de defensa, y procedía a extraerle los datos necesarios para capturar a otras personas, armamento o cualquier tipo de bien útil en las tareas de contrainsurgencia. Justificaba su trabajo con el argumento de que el funcionamiento armado, clandestino y compartimentado de la guerrilla hacía imposible combatirla con eficiencia por medio de los métodos de represión convencionales; era necesario "arrancarle" la información que permitiría "salvar otras vidas".

Como ya se señaló, la práctica de la tortura, primero sobre los delincuentes comunes y luego sobre los prisioneros políticos, ya estaba para entonces profundamente arraigada. No constituía una novedad puesto que se había realizado a partir de los años 30 y de manera sistemática y uniforme desde la década del sesenta. La policía, que tenía larga experiencia en la práctica de la picana, enseñó las técnicas; a su vez, los cursos de contrainsurgencia en Panamá instruyeron a algunos oficiales en los métodos eficientes y novedosos de "interrogatorio".

"Yo capturo a un guerrillero, sé que pertenece a una organización (se podría agregar, o presumo y quiero confirmarlo, o pertenece a la periferia de esa organización, o es familiar de un guerrillero, o... ) que está operando y preparando un atentado terrorista en, por ejemplo, un colegio (jamás los guerrilleros argentinos hicieron atentados en colegios)... Mi obligación es obtener rápidamente la información para impedirlo... Hay que hacer hablar al prisionero de alguna forma. Ese es el tema y eso es lo que se debe enfrentar. La guerra subversiva es una guerra especial. No hay ética. El tema es si yo permito que el guerrillero se ampare en los derechos constitucionales u obtengo rápida información para evitar un daño mayor", señala Aldo Rico, perpetuo defensor de la "guerra sucia".

Por su parte, los mandos dicen: "Nadie dijo que aquí había que torturar.

Lo efectivo era que se consiguiera la información. Era lo que a mí me importaba."

Como resultado, después de hacer hablar al prisionero, los oficiales de inteligencia producían un informe que señalaba los datos obtenidos, la información que podía conducir a la "patota" a nuevos "blancos" y su estimación sobre el grado de peligrosidad y "colaboración" del "chupado".
También ellos eran un eslabón, si no aséptico, profesional, de especialistas eficientemente entrenados.

Los guardias

Entonces, ya desposeído de su nombre y con un número de identificación, el detenido pasaba a ser uno más de los cuerpos que el aparato de vigilancia y mantenimiento del campo debía controlar. Las guardias internas no tenían conocimiento de quiénes eran los secuestrados ni por qué estaban allí. Tampoco tenían capacidad alguna de decisión sobre su suerte. Las guardias, generalmente constituidas por gente muy joven y de bajo nivel jerárquico, sólo eran responsables de hacer cumplir unas normas que tampoco ellas habían establecido, "obedecían órdenes".

La rigidez de la disciplina y la crueldad de) trato se "justificaba" por la alta peligrosidad de los prisioneros, de quienes muchas veces no ¡legaban a conocer ni siquiera sus rostros, eternamente encapuchados. Es interesante observar que todos ellos necesitaban creer que los "chupados"
eran subversivos, es decir menos que hombres (según palabras del general Camps "no desaparecieron personas sino subversivos'"'), verdadera amenaza pública que era preciso exterminaren aras de un bien común incuestionable; sólo así podían convalidar su trabajo y desplegar en él la ferocidad de que dan cuenta los testimonios.

También hay que señalar que esta lógica se repetía punto por punto, en amplios sectores de la sociedad; la prensa de la época da cuenta de la "imperiosa necesidad" de erradicar la "amenaza subversiva" con métodos "excepcionales" de los que esos guardias eran parte. Un día, llegaba la orden de traslado con una lista, a veces elaborada incluso hiera del campo de concentración como en el caso de La Perla, y el guardia se limitaba a organizar una fila y entregar los "paquetes".

Los desaparecedores de cadáveres Aquí los testimonios tienen lagunas. El secreto que rodeaba a los procedimientos de traslado hace que sea una de las partes del proceso que más se desconocen. Se sabe que estaban rodeados de una enorme tensión y violencia. En unos casos, se transportaba a los prisioneros lejos del campo, se los fusilaba, atados y amordazados, y se procedía al entierro y cremación de los cadáveres, o bien a tirar los cuerpos en lugares públicos simulando enfrentamientos.

Pero el método que aparentemente se adoptó de manera masiva consistía en que el personal del campo inyectaba a los prisioneros con somníferos y los cargaba en camiones, presumiblemente manejados por personal ajeno al funcionamiento interno. La aplicación del somnífero arrebataba al prisionero su última posibilidad de resistencia pero también sus rasgos más elementales de humanidad: la conciencia, el movimiento. Los "bultos" amordazados, adormecidos, maniatados, encapuchados, los "paquetes" se arrojaban vivos al mar. En suma, el dispositivo de los campos se encargaba de fraccionar, segmentarizar su funcionamiento para que nadie se sintiera finalmente responsable. "Mientras mayor sea la cantidad de personas involucradas en una acción, menor será la probabilidad de que cualquiera de ellas se considere un agente causal con responsabilidad moral."1" La fragmentación del trabajo "suspende" la responsabilidad moral, aunque en los hechos siempre existen posibilidades de elección, aunque sean mínimas.

La autorización por parte ele los superiores jerárquicos "legalizaba" los procedimientos, parecía justificarlos de manera automática, dejando al subordinado sin otra alternativa aparente que la obediencia. El hecho de formar parte de un dispositivo del cual se es sólo un engranaje creaba una sensación de impotencia que además de desalentar una resistencia virtualmente inexistente fortalecía la sensación de falta de responsabilidad. Los mecanismos para despojar a las víctimas de sus atributos humanos facilitaban la ejecución mecánica y rutinaria de las órdenes. En suma, un dispositivo montado para acallar conciencias, previamente entrenadas para el silencio, la obediencia y la muerte.

Todo adoptaba la apariencia de un procedimiento burocrático: información que se recibe, se procesa, se recicla; formularios que indican lo realizado; legajos que registran nombres y números; órdenes que se reciben y se cumplen; acciones autorizadas por el comando superior; turnos de guardia "24 por 48"; vuelos nocturnos ordenados por una superioridad vaga, sin nombre ni apellido. Todo era impersonal, la víctima y el victimario, órdenes verbales, "paquetes" que se reciben y se entregan, "bultos" que se arrojan o se entierran. Cada hombre como la simple pieza de un mecanismo mucho más vasto que no puede controlar ni detener, que disemina el terror y acalla las conciencias. La fragmentación de la maquinaria asesina no fue un invento di los campos de concentración argentinos. En realidad es asombroso ver qué poco inventó la Junta Militar y hasta qué punto sus procedimientos se asemejan a las demás experiencias concentracionarias de este siglo. No creo que ello se deba a que "copiaron" o se "inspiraron" en los campos de concentración nazis o stalinistas, sino más bien en la similitud de los poderes totalizantes y, por lo mismo, en la semejanza que existe en sus formas de castigo, represión y normalización.

Aunque los asesinos de guerra nazis, como Eichman o Hoess, participaron en la ejecución de millones de personas, lo hicieron ocupándose también de un pequeño eslabón de la cadena. Por eso no se sentían responsables de sus actos. Eichman se defendió durante el juicio que se le siguió afirmando: "Yo no tenía nada que ver con la ejecución de judíos, no he matado ni a uno solo.""

De manera semejante, en Argentina existieron 172 niños desaparecidos y consta, por denuncias realizadas a la Conadep, la tortura de algunos de ellos así como el asesinato de otros. Un caso demostrado, por la aparición de los cadáveres, es el de la familia de Matilde Lanuscou, cuyos hijos de seis y cuatro años fueron asesinados con sus padres, militantes Montoneros, en un operativo realizado por el Ejército y la Policía de la Provincia de Buenos Aires en 1976. No obstante, el general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en esa fecha, respondió durante una entrevista: "Personalmente no eliminé a ningún niño"12, como si ese hecho lo eximiera de la responsabilidad.

Para ver cómo opera la fragmentación desde adentro, es ilustrativa una entrevista realizada por La Semana a Raúl David Vilariño, cabo de la Marina que prestó servicios en los grupos operativos de la Escuela de Mecánica de la Armada. En ella se desarrolló el siguiente diálogo: "-Una vez que ustedes entregaban a las personas secuestradas a la Jefatura del Grupo de Tareas, ¿qué sucedía?

"-Bueno, eso era parte de otro grupo.

"-¿Qué otro grupo?

"-El Grupo de Tareas estaba dividido en dos subgrupos: los que salían a la calle y los que hacían el denominado 'trabajo sucio'.
"-¿Usted a qué grupo pertenecía? "-¿Yo? Al que salía a la calle...

Nosotros sólo llevábamos al individuo a la Escuela de Mecánica de la Armada... Siempre esperé que me tiraran antes de tirar yo... Yo, por mi parte, entiendo por asesino a aquel que mata a sangre fría. Yo, gracias a Dios, eso no lo hice nunca... los chupadores deteníamos al tipo y lo entregábamos. Y perdíamos el contacto con el tipo... lo dejabas allí. Lo más peligroso para el detenido comenzaba allí... nunca me iba a tocar torturar. Porque a eso se dedicaban otras personas... No está dentro de mí el torturar. No lo siento...

" (Sigue Vilariño)... Allá por el 78 (se van las patotas y) se quedan los torturadores, los que habían matado, los que habían quemado... Veo cómo se había perdido sensibilidad... Noté que faltaba sensibilidad, delicadeza... O que ya estaban tan, tan, tan rutinarios con eso que ya era normal que... No sé cómo explicarle: se les había hecho carne. "-¿Qué era lo que se había hecho rutina? "-El torturar, el no sentir sensibilidad, el no importar los gritos, el no tener delicadeza cuando uno comía: contaban herejías.""

Aunque parezca extraño, también los oficiales de inteligencia, los torturadores, el alma de todo el dispositivo, descargaban su responsabilidad de alguna manera. Cuenta Graciela Geuna, sobreviviente de La Perla: "Barreiro es un buen representante de los torturadores, porque tenía lucidez y conciencia de su participación en las tareas represivas. Su pensamiento era circular en ese sentido: su propia responsabilidad personal la transfería a los militantes populares y, fundamentalmente, a las direcciones partidarias, porque no cedían. Es decir, la tortura era necesaria ante la resistencia de la gente. Si la gente no resistía él no tenía que torturar."1' Por el secreto que los envuelve, no hay testimonios directos de los desaparecedores de cuerpos pero se puede suponer que tendrían justificaciones similares y la misma sensación de carecer de responsabilidad. En última instancia ellos sólo ponían el punto final de un proceso irreversible; arrojaban "paquetes" al mar.

Es significativo el uso del lenguaje, que evitaba ciertas palabras reemplazándolas por otras: en los campos no se tortura, se "interroga", luego los torturadores son simples "interrogadores". No se mata, se "manda para arriba" o "se hace la boleta". No se secuestra, se "chupa".
No hay picanas, hay "máquinas"; no hay asfixia, hay "submarino". No hay masacres colectivas, hay "traslados", "cochecitos", "ventiladores".

También se evita toda mención a la humanidad del prisionero. Por lo general no se habla de personas, gente, hombres, sino de bultos, paquetes, a lo sumo subversivos, que se arrojan, se van para arriba, se quiebran. El uso de palabras sustitutas resulta significativo porque denota intenciones bastante obvias, como la deshumanización de las víctimas, pero cumple también un objetivo "tranquilizador" que inocentiza las acciones más penadas por el código moral de la sociedad, como matar y torturar. Ayuda, en este sentido a "aliviar" la responsabilidad del personal militar. Por eso, la furia del personal de La Perla cuando Geuna los llamó asesinos, "...se reiniciaron los golpes, deteniéndose en el castigo sólo para decirme 'Decí asesino...' y cuando yo lo hacía ellos volvían a castigarme."

En suma, el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos incluye, por medio de la fragmentación y la burocratización, mecanismos para diluir la responsabilidad, igualarla y, en última instancia, desaparecerla. Es muy significativo que las Fuerzas Armadas hayan negado la existencia de los campos como una tecnología gubernamental de represión, como una instancia en la que el Estado se convirtió en el perseguidor y exterminador institucional. Al soslayar este hecho se ignora la responsabilidad fundamental que le cabe al aparato del Estado en la metodología concentracionaria, en tanto que los campos de concentración-exterminio sólo son posibles desde y a partir de él.

Dentro de las Fuerzas Armadas, la política de involucramiento general también tendía a un compartir responsabilidades, cuyo objetivo era la disolución de ¡as mismas. Dentro del trabajo que fuera, se trataba de que todos los niveles y un buen número de efectivos tuviera una participación directa, aunque fuera circunstancial. Sus funciones podían ser distintas pero todos debían estar implicados. Dar consistencia y cohesión a las Fuerzas Armadas en torno a la necesidad de exterminar a una parte de la población por medio de la metodología de la desaparición era un objetivo prioritario, que se cumplió en forma cabal. Es un hecho que, si hubo un punto en que las Fuerzas Armadas fueron monolíticas después de 1 976, fue la defensa de la "guerra sucia", la reivindicación de su necesidad y lo inevitable de la metodología empleada. Desde los carapintadas hasta los sectores más legalistas lo declararon públicamente. Esto es efecto de una auténtica cohesión política interna que no reside tanto en la adscripción a determinada doctrina sino más bien en la certeza del rol político dirigente que le cabe a las Fuerzas Armadas y en su autoadjudicado derecho de "salvar" la sociedad cada vez que lo consideren necesario y con la metodología ad hoc para tan noble empresa.

Sin embargo, así como en la cerrada defensa que la institución hace de su actuación se puede detectar un alto grado de cohesión interna, también se adivina el compromiso de la complicidad. La convicción ideológica se entrelaza con la culpa, la recubre, atenuándola y encubriéndola. Al mismo tiempo, impide el deslinde de responsabilidades que el dispositivo desaparecedor se encargó de enmarañar, igualar y esfumar.

La vida entre la muerte

Intentaré describir aquí cómo eran los campos de concentración y cómo era la vida del prisionero dentro de ellos, para mirar el rimbombante poder militar desde ese lugar oculto y negado.

En general funcionaban disimulados dentro de una dependencia militar o policial. A pesar de que se sabía de su existencia, los movimientos de las patotas se trataban de disimular como parte de la dinámica ordinaria de dichas instituciones. No obstante se trataba de un secreto en el que no se ponía demasiado empeño. Los vecinos de la Mansión Seré cuentan que oían los gritos y veían "movimientos extraños". La Aeronáutica hizo funcionar un centro clandestino de detención en el policlínico Alejandro Posadas. Los movimientos ocurrían a la vista tanto de los empleados como de las personas que se atendían en el establecimiento, "ocasionando un generalizado terror que provocó el silencio de todos"'6. En efecto, es preciso mostrar una fracción de lo que permanece oculto para diseminar el terror, cuyo efecto inmediato es el silencio y la inmovilidad.
Para el funcionamiento del campo de concentración no se requerían grandes instalaciones. Se habilitaba alguna oficina para desarrollar las actividades de inteligencia, uno o varios cuartos para torturar a los que solían llamar "quirófanos", a veces un cuarto que funcionaba como enfermería y una cuadra o galerón donde se hacinaba a los prisioneros.

La población masiva de los campos estaba conformada por militantes de las organizaciones armadas, por sus periferias, por activistas políticos de la izquierda en general, por activistas sindicales y por miembros de los grupos de derechos humanos. Pero cabe señalar que, si en la búsqueda de estas personas las fuerzas de seguridad se cruzaban con un vecino, un hijo o el padre de alguno de los implicados que les pudiera servir, que les pudiera perjudicar o que simplemente fuera un testigo incómodo, ésta era razón suficiente para que dicha persona, cualquiera que fuera su edad, pasara a ser un "chupado" más, con el mismo destino final que el resto.

Existieron incluso casos de personas secuestradas simplemente por presenciar un operativo que se pretendía mantener en secreto, y que luego fueron asesinados con sus compañeros casuales de cautiverio.

Si bien el grupo mayoritario entre los prisioneros estaba formado por militantes políticos y sindicales, muchos de ellos ligados a las organizaciones armadas, y si bien las víctimas casuales constituían la excepción (aunque llegaron a alcanzar un número absoluto considerable), también se registraron casos en donde el dispositivo concentracionario sirvió para canalizar intereses estrictamente delictivos de algunos sectores militares, que "desaparecían" personas para cobrar un rescate o consumar una venganza personal.

Aunque el grupo de víctimas casuales fuera minoritario en términos numéricos, desempeñaba un papel importante en la diseminación del terror tanto dentro del campo como fuera de él. Eran la prueba irrefutable de la arbitrariedad del sistema y de su verdadera omnipotencia. Es que además del objetivo político de exterminio de una fuerza de oposición, los militares buscaban la demostración de un poder absoluto, capaz de decidir sobre la vida y la muerte, de arraigar la certeza de que esta decisión es una función legítima del poder. Recuerda Grass que los militares "sostenían que el exterminio y la desaparición definitiva tenían una finalidad mayor: sus efectos 'expansivos', es decir el terror generalizado. Puesto que, si bien el aniquilamiento físico tenía cómo objetivo central la destrucción de las organizaciones políticas calificadas como 'subversivas', la represión alcanzaba al mismo tiempo a una periferia muy amplia de personas directa o indirectamente vinculadas a los reprimidos (familiares, amigos, compañeros de trabajo, etc.), haciendo sentir especialmente sus erectos al conjunto de estructuras sociales consideradas en sí como 'subversivas por el nivel de infiltración del enemigo' (sindicatos, universidades, algunos estamentos profesionales)."17 Si los campos sólo hubieran encerrado a militantes, aunque igualmente monstruosos en términos éticos, hubieran respondido a otra lógica de poder. Su capacidad para diseminar el terror consistía justamente en esta arbitrariedad que se erigía sobre la sociedad como amenaza constante, incierta y generalizada. Una vez que se ponía en funcionamiento el dispositivo desaparecedor, aunque se dirigiera inicialmente a un objetivo preciso, podía arrastrar en su mecanismo virtualmente a cualquiera.

Desde ese momento, el dispositivo echaba a andar y ya no se podía detener.

Cuando el "chupado" llegaba al campo de concentración, casi invariablemente era sometido a tormento. Una vez que concluía el periodo de interrogatorio-tortura, que analizaré más adelante, el secuestrado, generalmente herido, muy dañado física, psíquica y espiritualmente, pasaba a incorporarse a la vida cotidiana del campo.

De los testimonios se desprende un modelo de organización física del espacio, con dos variables fundamentales para el alojamiento de los presos: el sistema de celdas y el de cuchetas, generalmente llamadas cuchas. Las cuchetas eran compartimentos de madera aglomerada, sin techo, de unos 80 centímetros de ancho por 200 centímetros de largo, en las que cabía una persona acostada sobre un colchón de goma espuma.

Los tabiques laterales tenían alrededor de 80 centímetros de alto, de manera que impedían la visibilidad de la persona que se alojaba en su interior, pero permitían que el guardia estando parado o sentado pudiera verlas a todas simultáneamente, símil de un pequeño panóptico. Dejaban una pequeña abertura al frente por la que se podía sacar al prisionero.

Por su parte, las celdas podían ser para una o dos personas, aunque solían alojar a más. Sus dimensiones eran aproximadamente de 2.50 x 1.50 metros y también estaban provistas de un colchón semejante, una puerta y, en la misma, una mirilla por la que se podía ver en cualquier momento el interior. En otros lugares, como la Mansión Seré, los prisioneros permanecían sencillamente tirados en el piso de una habitación, con su correspondiente trozo de goma espuma. En suma, un sistema de compartimentos o contenedores, ya fueran de material o madera, para guardar y controlar cuerpos, no hombres, cuerpos.

Desde la llegada a la cuadra en La Perla, a los pabellones en Campo de Mayo, a la capucha en la Escuela de Mecánica, a las celdas en El Atlético o como se llamara al depósito correspondiente, el prisionero perdía su nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba un número al que debía responder. Comenzaba el proceso de desaparición de la identidad, cuyo punto final serían los NN (Lila Pastoriza: 348; Pilar Calveiro: 362; Osear Alfredo González: X 51). Los números reemplazaban a nombres y apellidos, personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde dentro de sí mismos, en un proceso de "vaciamiento" que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad, muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos. Como en el sueño nazi, supresión de la identidad, hombres que se desvanecen en la noche y la niebla.

Los detenidos estaban permanentemente encapuchados o "tabicados", es decir con los ojos vendados, para impedir toda visibilidad. Cualquier transgresión a esa norma era severamente castigada. También estaban esposados, o con grilletes, como en la Escuela de Mecánica de la Armada y La Perla, o atados por los pies a una cadena que sujetaba a todos los presos, corno en Campo de Mayo. Esto variaba de acuerdo con el campo, pero la idea era que existiera algún dispositivo que limitara su movilidad.

En la Mansión Seré, además de esposar y atar a los prisioneros los mantenían desnudos, para evitar las fugas. Al respecto relata Tamburrini: "...nos hacían dormir con las esposas puestas, pero desnudos; nos habían sacado la ropa hacía un mes o un mes y medio y nos ataban los pies con unas correas de cuero para que durmiéramos casi en una posición de cuclillas."

Los prisioneros permanecían acostados y en silencio; estaba absolutamente prohibido hablar entre ellos. Sólo podían moverse para ir al baño, cosa que sucedía una, dos o tres veces por día, según el campo y la época. Los guardias formaban a los presos y los llevaban colectivamente al baño o también podían hacer circular un balde en donde todos hacían sus necesidades.

Los testimonios de cualquier campo coinciden en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad. En El Atlético: "No nos imaginábamos cómo íbamos a poder contar hasta qué punto vivíamos constantemente encerrados en una celda, a oscuras, sin poder ver, sin poder hablar, sin poder caminar."

En Campo de Mayo: "Este tipo de tratamiento consistía en mantener al prisionero todo el tiempo de su permanencia en el campo encapuchado, sentado y sin hablar ni moverse. Tal vez esta frase no sirva para graficar lo que significaba en realidad, porque se puede llegar a imaginar que cuando digo todo el tiempo sentado y encapuchado esto es una forma de decir, pero no es así, a los prisioneros se los obligaba a permanecer sentados sin respaldo y en el suelo, es decir sin apoyarse a la pared, desde que se levantaban a las 6 horas, hasta que se acostaban, a las 20 horas, en esa posición, es decir 14 horas. Y cuando digo sin hablar y sin moverse significa exactamente eso, sin hablar, es decir sin pronunciar palabra durante todo el día, y sin moverse, quiere decir sin siquiera girar la cabeza... Un compañero dejó de figurar en la lista de los interrogadores por alguna causa y de esta forma 'quedó olvidado'... Este compañero estuvo sentado, encapuchado, sin hablar, y sin moverse durante seis meses, esperando la muerte."20

En La Perla: "Para nosotros fue la oscuridad total... No encuentro en mi memoria ninguna imagen de luz. No sabía dónde estaba. Todo era noche y silencio. Silencio sólo interrumpido por los gritos de los prisioneros torturados y los llantos de dolor... También tenía alterado el sentido de la distancia... Vivíamos 70 personas en un recinto de 60 metros de largo, siempre acostados..."21

En la Escuela de Mecánica de la Armada: "En el tercer piso se encontraba el sector destinado a alojar a los prisioneros... también en el tercer piso estaba ubicado el pañol grande, lugar destinado al almacenamiento del botín de guerra (ropas, zapatos, heladeras, cocinas, estufas, muebles, etc.)."22 Hombres, objetos, almacenamientos semejantes.

Depósito de cuerpos ordenados, acostados, inmóviles, sin posibilidad de ver, sin emitir sonido, como anticipo de la muerte. Como si ese poder, que se pretendía casi divino precisamente por su derecho de vida y de muerte, pudiera matar antes de matar; anular selectivamente a su antojo prácticamente todos los vestigios de humanidad de un individuo, preservando sus funciones vitales para una eventual necesidad de uso posterior (alguna información no arrancada, alguna utilidad imprevisible, la mayor rentabilidad de un traslado colectivo).

La comida era sólo la imprescindible para mantener la vida hasta el momento en que el dispositivo lo considerara necesario; en consecuencia, era escasa y muy mala. Se repartía dos veces al día y constituía uno de los pocos momentos de cierto relajamiento. Sin embargo, en algunos casos, podía faltar durante días enteros; por cierto, muchos testimonios dan cuenta del hambre como uno de los tormentos que se agregaban a la vida dentro de los campos. "La comida era desastrosa, o muy cruda o hecha un mazacote de tan cocinada, sin gusto... Estábamos tan hambrientos, habíamos aprendido tan bien a agudizar el oído, que apenas empezaban los preparativos, allá lejos, en la entrada, nos desesperábamos por el ruido de las cucharas y los platos de metal y del carrito que traía la comida. Se puede decir, casi, que vivíamos esperando la comida... la hora del almuerzo era la mejor, por eso apenas terminábamos y cerraban la puerta, comenzábamos a esperar la cena.'"23 Por la escasez de alimento, por la posibilidad de realizar algunos movimientos para comer, por el nexo obvio que existe entre la comida y la vida, el momento de comer es uno de los pocos que se registra como agradable: "...poco a poco, comencé a esperar la hora de la comida con ansiedad, porque con la comida volvía la vida a través del ruido de las ollas, con el ruido de la gente. Parecía que la cuadra donde estábamos los prisioneros despertaba entonces a la existencia."24 Si la comida era uno de los pocos momentos deseados, el más temido, el más oscuro era el traslado, la experiencia final. Se realizaba con una frecuencia variable. Casi siempre, los desaparecedores ocultaban cuidadosamente que los traslados llevaban a la muerte para evitar así toda posible oposición de los condenados al ordenado cumplimiento del destino que les imponía la institución. La certeza de la propia muerte podía provocar una reacción de mayor "endurecimiento" en los prisioneros durante la tortura, durante su permanencia en el campo o en la misma circunstancia de traslado. Ante todo, la maquinaria debía funcionar según las previsiones; es decir, sin resistencia.

Prácticamente en todos los campos se ocultaba, al tiempo que se sugería, que el destino final era la muerte. Los testimonios de los sobrevivientes demuestran la existencia de muchos secuestrados que prefirieron "desconocer" la suerte que les aguardaba; la negación de una realidad difícil de asumir se sumaba a los mensajes contradictorios del campo provocando un aferramiento de ciertos prisioneros a las versiones más optimistas e increíbles que circulaban 50 dentro de los campos como la existencia de centros secretos de reeducación, la legalización de los desaparecidos y otros finales felices.

Muchos desaparecidos se fueron al traslado con cepillos de dientes y objetos personales, con una sensación de alivio que no intuía la muerte inmediata. Otros no; salieron de los campos despidiéndose de sus compañeros y conscientes de su final, como Graciela Doldán, quien pidió morir sin que le vendaran los ojos y se dedicó a pensar un rato antes de que la trasladaran "para no desperdiciar" los últimos minutos de su vida.

Aunque no supieran exactamente cómo, sin embargo, los prisioneros sabían. También ellos sabían y negaban, pero las conjeturas, lo que se veía por debajo de las vendas y las capuchas, las amenazas proferidas durante la tortura ("Vas a dormir en el fondo del mar", "Acá al que se haga el loco, le ponemos un Pentonaval y se va para arriba"), las infidencias de guardias que no soportaban la presión a la que ellos mismos estaban sometidos, el clima que rodeaba a los traslados les permitía saber.

Estos son relatos de lo que se sabía: en la Escuela de Mecánica de la Armada, "los días de traslado se adoptaban medidas severas de seguridad y se aislaba el sótano. Los prisioneros debían permanecer en sus celdas en silencio. Aproximadamente a las 17 horas de cada miércoles se procedía a designar a quienes serían trasladados, que eran conducidos uno por uno a la enfermería, en la situación en que estuviesen, vestidos o semidesnudos, con frío o con calor."" "El día del traslado reinaba un clima muy tenso. No sabíamos si ese día nos iba a tocar o no... se comenzaba a llamar a los detenidos por número... Eran llevados a la enfermería del sótano, donde los esperaba el enfermero que les aplicaba una inyección para adormecerlos, pero que no los mataba. Así, vivos, eran sacados por la puerta lateral del sótano e introducidos en un camión.

Bastante adormecidos eran llevados al Aeroparque, introducidos en un avión que volaba hacia el sur, mar adentro, donde eran tirados vivos... El capitán Acosta prohibió al principio toda referencia al tema 'traslados'."26 En La Perla, "cada traslado era precedido por una serie de procedimientos que nos ponían en tensión. Se controlaba que la gente estuviera bien vendada, en su respectiva colchoneta y se procedía a seleccionar a los trasladados mencionando en voz alta su nombre (cuando éramos pocos) o su número (cuando la cantidad de prisioneros era mayor). A veces, simplemente se tocaba al seleccionado para que se incorporara sin hablar... Los prisioneros que iban a ser trasladados eran amordazados...

Luego se procedía a llevar a los prisioneros seleccionados hasta un camión marca Mercedes Benz, que irónicamente llamábamos Menéndez Benz, por alusión al apellido del general que comandaba el III Cuerpo... Antes de descender del vehículo los prisioneros eran maniatados. Luego se los bajaba y se los obligaba a arrodillarse delante del pozo y se los fusilaba...

Luego, los cuerpos acribillados a balazos, ya en los pozos, eran cubiertos con alquitrán e incinerados..."27 Los traslados eran el recuerdo permanente de la muerte inminente. Pero no cualquier muerte "sino esa muerte que era como morir sin desaparecer, o desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba a morir no tenía ninguna participación; era como morir sin luchar, como morir estando muerto o como no morir nunca"28. Por su parte, la permanencia en la mayoría de los campos representaba el peligro constante de retornar a la tortura. Esta posibilidad nunca quedaba excluida. Muerte y tortura: los disparadores del terror, omnipresente en la experiencia concentracionaria.

Los campos, concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban la muerte, fueron posibles por la diseminación del terror... "un espacio de terror que no era ni de aquí, ni de allá, ni de parte alguna conocida... donde no estaban vivos ni tampoco muertos... Y también allí quedaban atrapados los espíritus apenados de los parientes, los vecinos, los amigos."2' Un terror que se ejercía sobre toda la sociedad, un terror que se había adueñado de los hombres desde antes de su captura y que se había inscrito en sus cuerpos por medio de la tortura y el arrasamiento de su individualidad. El hermano gemelo del terror es la parálisis, el "anonadamiento''del que habla Schreer. Esa parálisis, efecto del mismo dispositivo asesino del campo, es la que invade tanto a la sociedad frente al fenómeno de la desaparición de personas como al prisionero dentro del campo. Las largas filas de judíos entrando sin resistencia a los crematorios de Auschwitz, las filas de "trasladados" en los campos argentinos, aceptando dócilmente la inyección y la muerte, sólo se explican después del arrasamiento que produjo en ellos el terror. El campo es efecto y foco de diseminación del terror generalizado de los Estados totalizantes.

La pretensión de ser "dioses"

El poder de los burócratas concentracionarios, no obstante constituirse como simple dispositivo asesino, como fría maquinaria de desaparición, como "servicio público criminal", tomando la expresión de Finkielkraut, al disponer del derecho de decisión de muerte sobre millares de hombres se concebía a sí mismo con una omnipotencia virtualmente divina.

Aunque resulta irrisoria la sola formulación, El Olimpo, campo de concentración ubicado en dependencias de la Policía Federal, llevaba este nombre porque, según el personal que lo manejaba, era "el lugar de los dioses".

La recurrente referencia de los desaparecedores a su condición "divina", aunque supongo que con un dejo irónico, merece algún análisis. A Norberto Liwsky, en la Brigada de Investigaciones de San Justo, al tiempo que lo golpeaban, sus captores le decían: "Nosotros somos todo para vos.

La justicia somos nosotros. Nosotros somos Dios.' !1 También Jorge Reyes relata que "cuando las víctimas imploraban por Dios, los guardias repetían con un mesianismo irracional: acá Dios somos nosotros". Graciela Geuna refiere que un guardia encontró una hoja de afeitar que ella había guardado para suicidarse, entonces le dijo: "aquí dentro nadie es dueño de su vida, ni de su muerte. No podrás morirte porque lo quieras. Vas a vivir todo el tiempo que se nos ocurra. Aquí adentro somos Dios."

Las referencias a la condición divina asociada a este derecho de muerte, que aparece como un derecho de vida y muerte puesto que el prisionero tampoco puede poner fin a su existencia, se reiteran en los testimonios.

Prolongar una vida más allá del deseo de quien la vive; segar otra que pugna por permanecer; adueñarse de las vidas. Cuando la misma Graciela Geuna, ya sin la menor esperanza, sufriendo en la cuadra del campo de concentración, pide a Barreiro por su muerte, no por su vida, es quizás el momento en que sella su sobrevivencia. Hay un placer especial del poder concentracionarío en ese adueñarse de las vidas. La muerte se administra a voluntad, haciendo exhibición de una arbitrariedad intencional. De hecho, la muerte alcanza a víctimas casuales, niños, familiares de los perseguidos, posibles testigos. Es en esta arbitrariedad donde el poder se afirma como absoluto e inapelable. Esta arbitrariedad no es irracional sino que su racionalidad reside en la validación de la inapelabilidad y la arbitrariedad del poder.

Así como la máquina asesina mata a millares, así también le impone la vida a otros. El esfuerzo que se realizaba en la Escuela de Mecánica de la Armada para "sacar" del cianuro a personas apresadas tiene que ver con algo más que con su potencial utilidad en términos de la información que posteriormente se les pudiera arrancar. Muchos prisioneros de la Escuela de Mecánica sobrevivieron a la ingestión de la pastilla de cianuro que portaban los militantes montoneros gracias a un cuidadoso procedimiento que habían descubierto los marinos para arrancarlos rápidamente de la muerte. El caso de Norma Arrostito, dirigente de la organización Montoneros, es particularmente significativo. Arrostito fue "salvada" dos veces del cianuro, ya que intentó suicidarse en dos oportunidades consecutivas; no brindó ninguna información útil durante la tortura y luego fue asesinada por uno de los médicos de la marina, curiosamente, con una inyección también de veneno. El mensaje parece claro: Tú no te envenenas; nosotros lo haremos cuando queramos. Suspender la vida; suspender la muerte; atributos divinos ejercidos no desde los cielos sino desde los sótanos de los campos de concentración.

Desde este punto de vista se puede comprender porqué los campos impedían la posibilidad de suicidio, aun de aquellos que ya estaban como material de depósito esperando la muerte. El ejercicio de un poder que se pretende total y absoluto debe ejercerse sobre la vida misma de los hombres. En este sentido, el suicidio enfurecía a los desaparecedores; la existencia de la pastilla de cianuro entre los montoneros era concebida por ellos como una abominación, no por un supuesto código moral cristiano que se funda en el hecho de que sólo Dios tiene la autoridad para dar y quitar la vida, sino porque precisamente el suicidio, como un último acto de voluntad, les arrebataba la posibilidad de manifestar ese derecho de muerte que los convertía en "dioses". En este caso la muerte representaba la limitación y el fin de su poder.

Una vez más, el hecho encuentra paralelo con los campos nazis. Cuando los guardianes descubrieron que Filip Müller se había introducido voluntariamente en la cámara de gas para que su muerte tuviera, al menos, una brizna de elección personal, lo sacaron brutalmente gritándole: "Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que somos nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir." Para el poder concentracionario es tan importante adueñarse de la vida de otros como adueñarse de su muerte. Por su parte, cuando los militantes de las organizaciones guerrilleras presentaban combate en el momento de su captura, no sólo tomaban una decisión sobre su muerte sino que además amenazaban la vida de los desaparecedores, esfumando de un golpe su pretendida divinidad. Geuna relata que la muerte de uno de los "dioses"
de La Perla, el sargento Elpidio Rosario Tejeda, en un enfrentamiento armado, impactó mucho al personal de inteligencia del campo porque "todos temieron en realidad la muerte propia. Estaban asustados: había muerto su mito y, por tanto, ellos también podían morir". Desde la perspectiva de los desaparecedores de La Perla, este hombre, que permanentemente hacía alusión a la muerte de los otros, que se complacía en llamar a los prisioneros "muertos que caminan", podía administrar la muerte pero no padecerla.

Probablemente el orgullo que producían al capitán Acosta sus instalaciones para las embarazadas, que se reducían a un simple cuarto con camas y una mesa, de las que se jactaba denominándolas "su Sarda" (la maternidad pública más importante de Buenos Aires), se relacionara con la contraparte del poder de muerte, que lo completa y cierra el círculo haciéndolo total: el ejercicio de un supuesto "poder de vida". No ya la simple capacidad asesina de decidir quién muere, cuándo muere y cómo muere sino más aún, determinar quién sobrevive e incluso quién nace, porque muchas mujeres embarazadas murieron en la tortura, pero otras no. Otras tuvieron sus hijos y los desaparecedores decidieron la vida del hijo y la muerte de la madre. Otras más, sobrevivieron ellas y sus hijos.

Esto es lo que subyace más directamente a la afirmación "Aquí adentro nosotros somos Dios", o a esta otra: "Sólo Dios da y quita la vida. Pero Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos ocuparnos de esa tarea en la Argentina""; subyace la pretensión de dar muerte y dar vida.

Casi todos los sobrevivientes reconocen un captor al que le "deben" la vida, alguien que los protegió y les "concedió" la vida. Estos "dadores de vida" son los mismos que aparecen torturando y asesinando, arrojando cadáveres al mar o quemándolos, ya sea en otros o en los mismos testimonios. El general Galtieri le dijo a Adriana Arce que él "era la única persona que podía decidir sobre mi vida"; y se la dio al tiempo que se la quitó a tantísimos otros, como la familia Valenzuela. Dadores de vida y dadores de muerte coinciden; ellos son los dioses de los campos de concentración. Sin duda, se podría leer este hecho como un humano acto de compensación individual para mantener cierto equilibrio psicológico pero, al mismo tiempo, se completaba así el ejercicio de un poder total, "divino". Dar y quitar la vida.

La afirmación del capitán Acosta, que refieren muchos de los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica, cuando repetía con orgullo: "Esto no tiene límites", o la de uno de los militares de La Perla: "Aquí nadie se quiebra a medias. Esto es total", también se asocian con atributos divinos: el carácter ilimitado de Dios, su omnipotencia. La contraparte de este poder que, en su potencia absoluta, se despliega ilimitado y omnipotente es precisamente la sensación de impotencia total que registraba la víctima del campo de concentración. Sin embargo, tanto la omnipotencia del secuestrador como la impotencia absoluta del secuestrado son ilusorias. Todo poder reconoce un límite y frente a todo poder hay alguna posibilidad de resistencia.

¿De dónde provenía la pretensión de los torturadores de ser dioses? Sin duda de esta convicción de ser amos de la vida y la muerte; de hecho tenían la capacidad de decidir la muerte de muchísimas personas, casi de cualquiera en el marco de una sociedad en que todos los derechos habían sido suprimidos. Podían ser dadores de muerte y, más que de vida, de no muerte. En verdad, como ya lo señaló Foucault, el poder de vida y muerte es solamente un poder de muerte, que se ejerce o se resigna.

El suplicio en la Edad Media y el derecho soberano de matar de los reyes, que a primera vista podría parecer semejante a lo que aquí se describió, implicaba "determinada mecánica del poder: de un poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos sino que se exalta y se refuerza en sus manifestaciones físicas; de un poder que se afirma como poder armado y cuyas funciones de orden, en todo caso, no están separadas de las funciones de guerra".

Por el contrario, el poder militar en Argentina corresponde más a una estructura burocrático-represiva que a un aparato de guerra. Su ineptitud y desconcierto frente a la única circunstancia de guerra real que debió enfrentaren este siglo, la de las Malvinas, así lo demuestra Astiz, uno de los protagonistas destacados de la represión concentracionaria, se rindió sin combatir frente a los ingleses; estaba más preparado para combatir contra un peronista que contra un oficial británico. Ese fue sólo el más publicitado de los casos, pero la investigación de los sucesos llevó a mostrar la incapacidad militar y política del Ejército, la Armada y la Aeronáutica. Mario Benjamín Menéndez, comandante de las fuerzas militares en Malvinas, el mismísimo jefe del III Cuerpo de Ejército que fusilaba prisioneros amordazados en La Perla, además de mostrar su incapacidad militar, según sus propias declaraciones "No encontraba la manera de decir, ¿esto se podrá parar?, razonamiento inverso al de un guerrero que se pregunta más bien si "esto" se podrá ganar. Las Fuerzas Armadas resultaron más aptas para una sangrienta represión interior que para una guerra frontal entre ejércitos.

En lo que se refiere al ejercicio interno del poder, asesinaron y torturaron de manera institucional pero manteniéndolo en secreto, de manera subterránea y vergonzante, efectivizando un derecho de muerte que la sociedad nunca les reconoció explícitamente. Destrozaron los cuerpos, hicieron exhibición de ellos en algunos casos, pero nunca asumieron la responsabilidad de estos actos. El rey vengaba una ofensa a su persona en el cuerpo de los condenados. La Junta Militar castigaba y mataba como un exterminador clandestino, que al decir "Yo no fui", negaba él mismo la legitimidad de sus actos.

La exhibición de un poder arbitrario y total en la administración de la vida y la muerte pero, al mismo tiempo, negado y subterráneo, emitía un mensaje: toda la población estaba expuesta a un derecho de muerte por parte del Estado. Un derecho que se ejercía con una única racionalidad: la omnipotencia de un poder que quería parecerse a Dios. Vidas de hombres y mujeres, destinos de niños e incluso de seres que aún no habían nacido, nada podía escapar a él.

Utilizó su derecho arbitrario de muerte como forma de diseminación social del terror para disciplinar, controlar y regular una sociedad cuya diversidad y alto nivel de conflicto impedían su establecimiento hegemónico.

El antiguo derecho de vida y muerte latente sobre toda la población se superponía y hacía posible las funciones disciplinadoras y reguladoras manifiestas. Morir, pero esperar la muerte sentado y en determinada posición. Morir, pero antes de ello, contestar "Sí, señor", cuando se habla con un oficial. Morir sin combatir, en una fila de presos ordenados y amordazados, esas "procesiones de seres humanos caminando como muñecos hacia su muerte"''8, que ya habían existido en los campos nazis.
No hay espacio aquí para el condenado "que insulta a sus perseguidores; no hay espacio para la muerte heroica; no hay espacio para el suicidio en el seno de este poder burocrático.

El poder de vida y muerte es uno con el poder disciplinario, normalizador y regulador. Un poder disciplinario-asesino, un poder burocrático-asesino, un poder que se pretende total, que articula la individualización y la masificación, la disciplina y la regulación, la normalización, el control y el castigo, recuperando el derecho soberano de matar. Un poder de burócratas ensoberbecidos con su capacidad de matar, que se confunden a sí mismos con Dios. Un poder que se dirige al cuerpo individual y social para someterlo, uniformarlo, amputarlo, desaparecerlo.

El tormento

Fue la ceremonia iniciatica en cada uno de los campos de concentración-exterminio. La llegada a ellos implicaba automáticamente el inicio de la tortura, instrumento para "arrancar" la confesión, método por excelencia para producir la verdad que se esperaba del prisionero, criterio de verdad para producir el quiebre del sujeto. Su duración y las características que adoptara dependían del campo de concentración del que se tratara, de las características del prisionero, de su tenacidad en ocultar la información y de un sinnúmero de imponderables. No obstante, por su centralidad en el dispositivo concentracionario, estuvo pautada por criterios generales y adquirió características básicas comunes en todos los campos.

La aplicación de tormentos tenía una función principal: la obtención de información operativamente útil. Es decir, lograr que el prisionero entregara datos que permitieran la captura de personas o equipos vinculados con la llamada subversión, que comprendía todo tipo de oposición política pero preferentemente a la guerrilla y su entorno. La tortura era el mecanismo para "alimentar" el campo con nuevos secuestrados.

Dentro de las organizaciones guerrilleras existían mecanismos de control de sus militantes, generalmente cada 24 o 48 horas, de manera que, al momento de la captura, el dispositivo del campo contaba con un día, dos, a veces un poco más, para extraer de cada hombre información inmediatamente útil. Una vez que vencía el plazo, las organizaciones "desactivaban" todas las citas y desalojaban las casas y los militantes que la persona capturada conocía.

A partir de entonces, los secuestradores podían obtener otro tipo de datos que a veces conducían también a la captura de personas o armamento, como el reconocimiento de fotos o información que, unida a otra, llevaba indirectamente a ubicar una persona, una casa, una base operativa, un depósito de armas. Además, el prisionero tenía un conocimiento precioso: las caras de otros militantes. Si se lograba "trabajar" sobre él de tal manera que estuviera dispuesto a identificarlos en lugares públicos, "marcarlos", se podía capturar a muchas personas. Cada militante que accedía a esta práctica podía provocar decenas de muertes y detenciones.

Por último, cada preso era una muestra viviente del "enemigo", de su forma de actuar, pensar, razonar política y militarmente. También esto representaba una información valiosa.

La tortura perseguía, por lo tanto, toda la información que sirviera de inmediato, pero necesitaba también arrasar toda resistencia en los sujetos para modelarlos y procesarlos en el dispositivo concentracionario, para "chupar", succionar de ellos todo conocimiento útil que pudieran esconder; en este sentido hacerlos transparentes. El eje del mecanismo desaparecedor era obtener la información necesaria para multiplicar las desapariciones hasta acabar con el "enemigo" (más adelante se verá la vastedad que alcanzaba el termina). En consecuencia, la tortura era la clave, el eje sobre el que giraba toda la vida del campo.

En tanta ceremonia iniciática, el tormento marcaba un fin y un comienzo; para el recién llegado el mundo quedaba atrás y adelante se abría la incertidumbre del campo de concentración: "...una hora antes tenían vida.

Al desaparecer ya no tenían vida", así explicaría el suboficial Vilariño la realidad de estos "muertos que caminan"3".

La desnudez, la capucha que escondía el rostro, las ataduras y mordazas, el dolor y la pérdida de toda pertenencia personal eran los signos de la iniciación en este mundo en donde todas las propiedades, normas, valores, lógicas del exterior parecen canceladas y en donde la propia humanidad entra en suspenso. La desnudez del prisionero y la capucha aumentan su indefensión pero también expresan una voluntad de hacer transparente al hombre, violar su intimidad, apoderarse de su secreto, verlo sin que pueda ver, que subyace a la tortura, y constituye una de "las normas de la casa". La capucha y la consecuente pérdida de la visión aumentan la inseguridad y la desubicación pero también le quitan al hombre su rostro, lo borran; es parte del proceso de deshumanización que va minando al desaparecido y, al mismo tiempo, facilita su castigo. Los torturadores no ven la cara de su víctima; castigan cuerpos sin rostro; castigan subversivos, no hombres. Hay aquí una negación de la humanidad de la víctima que es doble: frente a sí misma y frente a quienes lo atormentan.

La tortura, como "procedimiento de ingreso o admisión", despoja al recién llegado de todos sus apoyos anteriores, entre otros, cualquier contacto personal que pueda fortalecerlo; es la forma en que se lo procesa para aceptar las reglas del campo". Señala el antes y el después. De hecho, casi todos los testimonios pasan del relato del secuestro que corresponde al "afuera", al de la tortura, primer paso del "adentro". Los testimonios también señalan que durante el periodo de tortura, se mantenía a los prisioneros aislados en los cuartos cié interrogatorio, separados del resto; por lo general sólo cuando esta etapa inicial, de asimilación y si es posible de quiebre concluía, se los integraba a la cuadra, al lugar de depósito. En el testimonio de Geuna resulta evidente este antes y después, como un abismo que se abre frente a la persona, en su caso agudizado por la muerte de su marido en el momento de la detención. Al día siguiente de su captura, después de la tortura, "estaba a kilómetros de distancia de la militante que era el día anterior. Ahora mi esposo estaba muerto y yo sentía que no tenía fuerzas para resistir."41 Como ya se señaló, la tortura se había aplicado sistemáticamente en el país desde muchos años antes, pero los campos daban una nueva posibilidad: usarla de manera irrestricta e ilimitada. Es decir, no importaba dejar huellas, no importaba dejar secuelas o producir lesiones; no importaba siquiera matar al prisionero. En todo caso, si se evitaba su muerte era para no "desperdiciar" la información que pudiera tener. Lo ilimitado de los métodos se unía a su uso por un tiempo también ilimitado.

Grass señala que los oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada afirmaban que eran necesarias formas "no convencionales" de respuesta a ¡a acción subversiva, de las cuales, el "instrumento central era la tortura aplicada en forma irrestricta e ilimitada en el tiempo". Decían: "No hay otra forma de identificar a este enemigo oculto si no es mediante la información obtenida por la tortura y ésta, para ser eficaz, debe ser ilimitada."42 También Geuna lo registra de la siguiente manera: "Si no te quebraban en horas, disponían de días, semanas, meses. 'Nosotros no tenemos apuro', nos advertían. 'Aquí-subrayaban-el tiempo no existe."

Lo ilimitado suponía también que la tortura, una vez terminada, se podía reiniciar. En muchos campos, como La Perla o la Mansión Seré, se registró el hecho de que por detectar que el prisionero no había dado determinada información o por represalia ante una actitud de desobediencia se reiniciara la tortura. Aun en lugares como la Escuela de Mecánica de la Armada, en donde no se acostumbraba volver a torturar al prisionero una vez concluida la etapa de interrogatorio, sin embargo la amenaza permanecía latente para el secuestrado que convivía con los instrumentos, los objetos y los sujetos de tortura durante toda su permanencia en el campo.

¿En qué consistía la tortura? El método de tormento "universal" de los campos de concentración argentinos, por el que pasaron prácticamente todos los secuestrados fue la picana eléctrica. Es natural; se trata de un instrumento nacional, "vernáculo", inventado por un argentino. Consiste en provocar descargas; cuanto más alto es el voltaje, mayor es el daño.

Su aplicación es particularmente dolorosa en las mucosas, por lo que éstas se convierten en el lugar preferido de los "técnicos". Puede y suele provocar paros cardiacos; de esta manera se mató a muchos prisioneros; en algunos casos porque "se les fue la mano", en otros de manera intencional.

La picana, ya mencionada, tuvo variantes; una fue la picana doble que consistía en lo mismo pero multiplicado por dos; otra fue la picana automática. Esta se ponía a funcionar sin que hubiera ningún interrogador, ninguna pregunta. Sufrir para sufrir, sin otro fin que el propio sufrimiento, como castigo y la domesticación del hombre al campo, como ablande. Quebrar la voluntad de resistencia frente al vacío, frente a ninguna pregunta, frente a la sola manifestación ele poder del secuestrador.

No describiré los distintos métodos utilizados pero sí haré mención de los más frecuentes. Es importante saber qué se le hace a un hombre para entender cómo se lo aterroriza y se lo procesa. El terror corresponde a un registro diferente que el miedo.

Mientras uno está sentado, leyendo, el terror es apenas un concepto que se asocia vagamente con una especie de miedo grande, tal vez con un género cinematográfico, pero basta seleccionar cualquiera de estas técnicas, la que personalmente pueda parecer más tolerable, y pensar en su aplicación sobre el propio cuerpo, de manera irrestricta e ilimitada, repetida e interminablemente, para tener una aproximación a cómo se produce el terror. Interminablemente quiere decir exactamente sin fin, hasta la muerte o hasta un fin arbitrario que no depende de uno.

Para obtenerla información necesaria, los interrogadores "se vieron obligados" a usar técnicas de asfixia, ya fuera por inmersión en agua o por carencia de aire. Aplicaron golpes con todo tipo de objetos, palos, látigos, varillas, golpes de karate y práctica, sobre ¡os prisioneros, de golpes mortales, así como palizas colectivas. Practicaron el colgamiento de los seres humanos por las extremidades dentro de ¡os campos y también desde helicópteros. Hicieron atacar gente con perros entrenados. Quemaron a las personas con agua hirviendo, alambres al rojo, cigarros y les practicaron cortaduras de todo tipo. También despellejaron personas, como Norberto Liwsky en la Brigada de Investigaciones de San Justo. En muchos campos, en particular en los que dependían de la Fuerzas Aérea y la policía, los interrogadores se valieron de todo cipo de abuso sexual.

Desde violaciones múltiples a mujeres y a hombres, hasta más de 20 veces consecutivas, así como vejámenes de todo tipo combinados con los métodos ya mencionados de tortura, como la introducción en el ano y la vagina de objetos metálicos y la posterior aplicación de descargas eléctricas a través de los mismos. En estos lugares también era frecuente que a una prisionera "le dieran a elegir" entre la violación y la picana 44.

De ahí en más hicieron todo lo que una imaginación perversa y sádica pueda urdir sobre cuerpos totalmente inermes y sin posibilidad de defensa. Lo hicieron sistemáticamente hasta provocar la muerte o la destrucción del hombre, amoldándolo al universo concentracionario, aunque no siempre lo lograron. El abuso con fines informativos, el abuso para modelar y producir sujetos, el abuso arbitrario, todos atributos principales del poder pretendidamente total: saber todo, modelar todo, incluso la vida y la muerte, ser inapelable.

La práctica de estas formas de tortura de manera irrestricta, reiterada e ilimitada se ejerció en todos los campos de concentración y fue clave para la diseminación del terror entre los secuestrados. Una vez que el prisionero pasaba por semejante tratamiento pretería literalmente morir que regresar a esa situación; son muchos los testimonios que así lo afirman. La muerte podía aparecer como una liberación. De hecho, los torturadores usaban la expresión "se nos fue" para designar a alguien que se /«había muerto durante la tortura. Y sin embargo, decidir la propia muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido, que descubría entonces no ya la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no era fácil dentro de un campo, Teresa Meschiati, Susana Burgos y muchos otros sobrevivientes relatan intentos a veces absurdos pero desesperados para encontrar la muerte: tomar agua podrida, dejar de respirar, intentar suspender voluntariamente cualquier función vital. Pero no era tan simple.

La máquina inexorable se había apropiado celosamente de la vida y la muerte de cada uno.

No obstante estos denominadores comunes, existieron modalidades diferentes. En algunos casos, relatados por sobrevivientes de campos de la Fuerza Aérea y la policía, el tormento tomaba las características de un ritual purificador. Más que centrarse en la información operativamente valiosa buscaba el castigo de las víctimas, su desmembramiento físico, una especie de venganza que se concretaba en signos visibles sobre los cuerpos. En esos lugares se usaba mucho el castigo con palos y latigazos, que deja huellas. El tratamiento se acompañaba con tortura sexual, fundamentalmente denigrante; eran frecuentes, por ejemplo, las violaciones de hombres. Toda la sesión, desde que iban a buscar al prisionero, tenía un ritmo de excitación ascendente, mientras que, por ejemplo en la Mansión Seré, no faltaba un torturador cristiano que rezaba y "confortaba" a la víctima instándola a que tuviera fe en Dios, mientras era atormentada. También en ese centro, uno de los miembros de la "patota", "al grito de hijos del diablo, hijos del diablo, agarró un látigo y empezó a pegarnos. Son todos judíos, decía, hay que matarlos"4''.
En la Brigada de Investigaciones de San Justo: "Cuando me venían a buscar para una nueva sesión lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente. Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba." A continuación sigue un relato espeluznante, que incluye el despellejamiento del prisionero.

En la Delegación de la Policía Federal: "Allí me golpearon ferozmente por espacio de una hora aproximadamente, lo hicieron con total sadismo y crueldad pues ni siquiera me interrogaban, sólo se reían a carcajadas y me insultaban.'"' En la mansión Seré: "...entra la patota en la pieza haciendo mucho escándalo, como ellos hacían, con el fin de crear un clima de terror y pánico a su alrededor... me sacan entre comentarios jocosos y risotadas, me anuncian que me van a dar un baño; me hundían cada vez más frecuentemente y por espacios más prolongados de tiempo, a punto tal de, digamos, de terminar por provocarme asfixia... nos atan a los dos juntos... nos torturan con picana alternativamente a uno y a otro... se me introdujo un objeto metálico en el ano y se me transmitía corriente eléctrica por él; se me torturó en los genitales y en la boca, en las órbitas de los ojos..."/|íi En estos campos crecía el número de víctimas casuales. En la misma Mansión Seré, secuestraron y torturaron a un levantador de quiniela y, en mayo de 1 977, buscando a un militante, "la patota" se equivocó de dirección y registró los cuartos de una pensión. En uno de ellos encontraron fotos que consideraron pornográficas, en las que se veía a menores, por lo que dedujeron que la persona que allí habitaba era un perverso sexual. Así que procedieron a esperar su llegada y a secuestrar a aquel hombre. Así lo hicieron, lo llevaron hasta la Mansión Seré y allí lo torturaron hasta su muerte, que se produjo esa misma noche. Habían consumado un acto de "purificación". Cruzados del "bien y la moralidad", castigaban el mal, entre rezos, risas y vejámenes.

En este tipo de rituales murieron muchas personas. La duración era indeterminada; la reiteración de la tortura imprevisible y el sentido se asemejaba más a una ceremonia de venganza y locura, entre risas, gritos y golpes, que a un acto de inteligencia militar. A pesar de la aparente irracionalidad, estos campos cobraron un importantísimo número de víctimas y cumplieron un papel fundamental en la destrucción física de toda oposición política, sin discriminación alguna, y de la diseminación del terror. Fueron funcionales para el proyecto militar y dejaron muy pocos sobrevivientes, algunos de ellos lo suficientemente aterrados como para no relatar jamás lo que sufrieron.

Las prácticas de tortura en otros campos, como la Escuela de Mecánica de la Armada o La Perla, tenían diferencias considerables con respecto a lo que acabo de describir, al menos a partir de la existencia de sobrevivientes. En esos lugares la tortura era enérgica, con un fin "profesional": obtener información operativamente valiosa. Durante el periodo "útil" del prisionero se le aplicaban picana, submarino (asfixia por inmersión) y golpes, como tratamiento regular, y la promesa de respetar su vida en caso de que colaborara, es decir que proporcionara información suficiente para capturar a otras personas.

Para dar credibilidad a la oferta de vida, antes de torturarlo se exhibían ante el preso otros secuestrados, preferentemente militantes conocidos, que en el exterior se daban por muertos. La idea era inducir en el recién llegado la suposición de que estas personas conservaban la vida porque estaban colaborando activamente con los desaparecedores (lo que no necesariamente era verdad). A ello se sumaba el hecho de que, en muchos casos, la detención de la persona se había producido por la delación de un compañero de militancia, a veces con más experiencia o responsabilidades políticas que él mismo. Esto reforzaba la idea que trataba de generar el campo de concentración de que "todos" colaboraban; nadie podía contra su poder y era mejor no intentarlo. La exhibición de omnipotencia que creaba en el secuestrado una sensación de impotencia también total.

La oferta de vida y la prueba "palpable" de que así era, (unos meses de vida en esas circunstancias parecían una promesa de inmortalidad) rompía la lógica con que los militantes llegaban al campo de concentración: enfrentar la propia muerte. Se trataba de producir en el secuestrado un shock psíquico primero y físico después, mediante una tortura intensiva, que lo desestructurara lo suficiente como para dar una "punta del hilo", un dato más para desenredar la madeja de las organizaciones políticas y sindicales. Después de ello, manteniendo la presión, se podía esperar una colaboración más abierta.

El procedimiento se caracterizaba por una cierta asepsia; el objetivo era obtener información útil, pero además, quebrar-A individuo, romper ú militante anulando en él toda línea de fuga o resistencia, modelando un nuevo sujeto adecuado a la dinámica del campo, un cuerpo sumiso que se dejara incorporar a la maquinaria, cualquiera que fuera el lugar que se le asignara. Este quiebre era el producto más preciado de la tortura; alcanzarlo era el mayor desafío para el dispositivo concentracionario y la prueba evidente, insoslayable del poder del interrogador.

Para lograr el quiebre, valían todos los medios, pero siempre conservaban esa racionalidad, la búsqueda de información operativamente valiosa.
Pasado el periodo de utilidad del preso, éste dejaba de ser un cuerpo atormentado para producir la verdad ser un cuerpo de desecho, material en depósito hasta la decisión de su destino final: la eliminación o, muy eventualmente, la liberación. La posibilidad de reiniciar la tortura siempre estaba presente pero era relativamente excepcional. Desde el momento en que cesaba la tortura física directa, iniciaba la tortura sorda, la de la incertidumbre sobre la vida, la oscuridad y el aislamiento permanentes, la desconfianza hacia todos, la mala alimentación, el maltrato y la humillación.

En algunos casos, la decisión final sobre la suerte del preso se difería, pasando por un periodo intermedio en el que se lo incorporaba al régimen de capucha o cuadra pero se pretendía, ganar al prisionero, sacarle algo o algo más; la lógica concentracionaria es avariciosa, intenta chupar todo lo vital que hay en el hombre. Se trataba entonces de obtener algún tipo de colaboración voluntaria, operacional, técnica, política, al cabo de la cual, e independientemente de lo que hubiera proporcionado, el destino último también era incierto.

Así pues, aparecen por lo menos dos mecanismos posibles en la tortura: el tormento que llamaré inquisitorial y el tormento como tecnología eficaz, fría, aséptica y eficiente de "chupar". Los dos pretenden producir la verdad, producir un culpable y arrasar al sujeto pero lo hacen de maneras diferentes. Ambas formas implican el procesamiento de los cuerpos, la extracción de lo que sirve y el desecho del hombre. Sin embargo, la modalidad inquisitorial destruye más los cuerpos, es más brutal, arroja más sufrimiento directo sobre sus víctimas, pero es menos eficiente para extraer, está menos preparada para aprovechar hasta la última gota útil de un hombre.

También es probable que la modalidad "aséptica" produzca un menor deterioro personal en los hombres que la aplican y les permita concebirse a sí mismos como simple personal técnico. Finalmente, en términos institucionales, cabe pensar que en nuestra época es más fácil mantener el espíritu de cuerpo y la adhesión ideológica de una fuerza profesional y clasemediera por vía de un discurso técnico-aséptico que por vía de uno fanático-inquisitorial. Este último es psíquica e institucionalmente desquiciante.

Los oficiales de inteligencia que ejecutaron la tortura, sobre todo en el modelo aséptico, eran hombres comunes y corrientes, las más délas veces insignificantes, como Juan Carlos Rolón, cuyo ascenso salió a defender el Presidente Menem en 1 994. lambién ellos, pequeños engranajes que no correspondían a un único patrón. Geuna los describe uno por uno; la diversidad comprende tontos e inteligentes, audaces y cobardes, religiosos y ateos, vanidosos, arrogantes, pusilánimes, de todo; hombres como cualquier otro, que caminan por la calle. Muchos se preguntaban, con auténtica curiosidad, si los prisioneros los consideraban "torturadores".

Como si la condición de torturador fuera parte de una esencia que no poseían, como si su práctica cotidiana se debiera a una función circunstancial que se vieron obligados a cumplir; como si hubiera "otros", no ellos, que sí eran torturadores porque disfrutaban haciendo sufrir.
Estos hombres sólo trabajaban y "cumplían órdenes".

El cumplimiento de órdenes fue la fórmula más burda de descargo del torturador. Otra muy usual, de acuerdo a los testimonios, fue responsabilizara las conducciones de las organizaciones armadas porque "mandaban a matar" a su gente, "obligándolos" a ellos a hacerlo. También era común que descargaran la culpa sobre la propia víctima, que por su tozudez, los "obligaba" a torturarla. La expresión que se registra es "no te hagas dar", es decir que la víctima "se hacía dar', se hacía torturar. Si para detener a alguien habían torturado a otras personas, el responsable de tales castigos era el buscado, o el que daba la información o cualquier otro que no fuera el torturador. "Vos sos la culpable de que haya hecho cagar a esos infelices", le decía un torturador de la policía federal a Mirtha Gladys Rosales, para justificar que había golpeado salvajemente a su padre y a otras personas'1'''.

Sin embargo, y por más desplazamientos que pueda hacer, hay algo que se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay algo que reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en el intento de despersonalización de la víctima él mismo se despersonaliza, se deshumaniza. En muchísimos relatos aparece el intento de "reparación" del torturador sobre la propia víctima, como si pudiera escindir su condición de torturador frente a un cuerpo sin rostro de su condición humana frente a la persona del torturado. Cuenta una sobreviviente: "Después de esas 'sesiones' (de tortura) me hacían vestir, y con buenos modos y palabras de consuelo me llevaban al dormitorio e indicaban a otra prisionera que se acercara y me consolara."51' Ana María Careaga relata: "El hombre que había dirigido la tortura, que me había torturado personalmente, ahora me hablaba de una manera paternal.'"1' Otro testimonio dice: "El domingo por la noche, el hombre que me había violado estuvo de guardia obligándome a jugar a las cartas con él."" Un relato casi idéntico de la Mansión Seré señala que la patota secuestró a una maestra muy joven por haber escrito en el pizarrón de su clase "La; Montoneras recorren el país", como frase de ejercitación gramatical y en obvia referencia a las Montoneras del siglo pasado. Después de haber sido torturada "preventivamente", fue presionada con insistencia por uno de sus torturadores a jugar a las cartas con él. La muchacha, que primero se negó, al cabo de un rato jugaba al chin-chon con un hombre poco mayor que ella y que la había sometido a tormento minutos antes. La figura de estas dos personas jugando a los naipes dentro de un campo de exterminio es la viva imagen de una suerte de perversión de la realidad que se opera en el dispositivo concentracionario, cuyo eje es la tortura. En ella se conjugan el poder, la arbitrariedad, la culpa y la necesidad de crear una "ilusión de reparación", que persiguió a buena parte de los torturadores.

Mediante el tormento se arrancaba al hombre información y su misma humanidad, hasta dejarlo vacío. La sala de torturas, el "quirófano" en la jerga concentracionaria, era el lugar donde se operaba sobre la persona para producir ese vaciamiento. Era un largo proceso que duraba días, semanas, meses hasta lograr la producción de un nuevo sujeto, completamente sumiso a los designios del campo: "Ya uno no tiene nada que darles, ni ellos quieren nada de mí. Tenía un gran cansancio y sólo quería que todo terminara de inmediato."53 El campo logró la sumisión. El "Sí, señor" del lenguaje militar en boca de los prisioneros fue un signo de esa sumisión. "Se ensañaron mucho más porque no les había dicho que estaba embarazada... Me decían: '¿Por qué no lo dijiste, pelotuda? ¿Querés que te lo saque ahora?' (al hijo) ¡No! 'No, qué pelotuda.' No, señor.

'Ah, así está mejor.'"5' Sin embargo, la sumisión nunca es toral; el campo intentó arrasar la personalidad y toda forma de resistencia a través de la tortura sistemática, ilimitada, irrestricta, produciendo dolor, terror, parálisis, pero no necesariamente lo logró. No hay técnicas infalibles, y la tortura tampoco lo fue. A pesar de los interrogadores, frente a ella había hombres, no masilla moldeable. Seres humanos que reaccionaron de las más diversas maneras. Existió la resistencia abierta de quienes, poseyendo información, desafiaron con éxito la tortura. Geuna relata el de una madre que dirigiéndose a su hija, mientras las torturaban a ambas en La Perla, le gritaba "No hables, nena; a estos hijos de puta ni una palabra". Aquí, el campo de concentración y la tortura se enfrentan a su zona de impotencia: la resistencia interna del hombre. En este caso sólo pueden funcionar como máquina asesina, y matar.

Hay otros que simularon colaborar, dando datos falsos que pudieran pasar por verdaderos, y en realidad no entregaron algo útil para "alimentar" y reproducir el mecanismo.

Intentaban así detener la tortura y ganar tiempo. En este caso, la tortura tampoco logró su objetivo. No sólo no produjo la "verdad", sino que el prisionero la contabilizó internamente como una batalla ganada al campo de concentración; se fortaleció, aunque le costara la vida. Es el caso de Fernández Samar que se relata también en el testimonio de Gauna, quien mientras agonizaba a causa de los tormentos padecidos, en los que había ocultado la información clave, repetía "Los jodí; los jodí"'°. Entre los sobrevivientes hay mucha gente que resistió la tortura y seguramente esta primera victoria los rearmó para tolerar la capucha, el aislamiento, las presiones y todo lo que padecieron después hasta su liberación. La resistencia a la tortura es una de las formas más claras de la limitación del poder del campo.

Otros más no aguantaron la presión y brindaron información útil pero no entregaron todo; guardaron cuidadosamente aquello que consideraban más importante; ese era su último bastión de resistencia, su secreto.

Estas personas, aunque hubieran sido arrasadas por el dispositivo, solían recuperara. Es decir, pasada la presión directa, recobraban las nociones de solidaridad y compromiso con sus compañeros de cautiverio, recuperaban alguna capacidad de resistencia. Este grupo fue muy importante en términos cuantitativos y cualitativos ya que fue numeroso y permitió la reproducción del dispositivo, alimentándolo y generando más secuestros. Desde este punto de vista, la tortura irrestricta e ilimitada demostró su eficacia. Mucha de esa gente podía estar dispuesta a morir, pero sencillamente no soportó las condiciones de tormento y "entregó" algo, o mucho.

Hubo otros prisioneros que una vez que comenzaron a dar información bajo tortura ya no se detuvieron, y se fueron desplazando progresivamente de la categoría de víctimas a la de victimarios. Esta gente, que existió en La Perla, en el ministaff de la Escuela de Mecánica y en otros lugares de manera aislada, se convirtió en una especie de presos intermediarios entre los desaparecedores y los desaparecidos. Fueron quebrados por la tortura, muchas veces espantosa, y se desintegraron. No se sentían presos. Suzzara, una secuestrada de este tipo, decía de sus compañeros presos: "Les tengo asco". Algunos de ellos realizaban operativos militares con sus propios captores; otros llegaron incluso a torturar. Estas personas eran un enemigo de los presos igual o peor que los guardias. Necesitaban que todos se desintegraran como ellos, que dejaran de ser, para encontrar su propia justificación; por eso vigilaban meticulosamente a los otros prisioneros, "certificaban" los "quiebres"; temían la sobrevivencia de quienes no estuvieran en su misma situación porque eran testigos de su vergüenza. En general, los militares sentían un profundo desprecio por esta gente. Sobre ellos el campo de concentración funcionó, alcanzó su objetivo; aunque numéricamente representaron algo así como el uno por mil fueron muy útiles al dispositivo. Cada uno de ellos fue responsable de muchas decenas de secuestros.

Además orientaron el trabajo de los interrogadores; les permitieron aumentar su eficiencia; saber qué preguntar, cómo hacerlo, cuáles eran las debilidades de una persona. En fin, fueron de gran utilidad y constituyen el tipo de sujeto que produce el campo de concentración y la tortura: temerosos, sumisos, autoritarios, inestables. Muchos de ellos permanecieron ligados a las fuerzas de seguridad y siguieron trabajando para ellas una vez clausurados los campos de concentración.

Por último existieron personas que "negociaron" su captura. Es decir, aquellos que sin ofrecer resistencia alguna, sin ¡atentar siquiera presentar batalla, "se pasaron" aparentemente de bando y se prestaron a trabajar para las fuerzas de seguridad como lo habían hecho para organizaciones políticas opositoras. Llegaron a los campos de concentración con maletas y jamás les tocaron un pelo. De estos casos se registran el de Pinchevsky en La Perla y el de Máximo Nicoletti y su mujer, María Emilia Peuriot, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Estas personas no se pueden considerar como éxitos del dispositivo concentracionario; son otra cosa.

No fueron quebrados puesto que no había nada que romper, que opusiera resistencia.

En síntesis, la tortura como eje del trabajo de inteligencia fue altamente productiva y eficiente. Logró la información suficiente para destruir las organizaciones guerrilleras y sus entornos, asesinar a los dirigentes sindicales no conciliadores, arrasar toda organización popular, golpear y dificultar la acción de los organismos de derechos humanos. Lo hizo gracias a la existencia de los campos de concentración con los supuestos de una práctica irrestricta e ilimitada del tormento. Consiguió obtener información parcial significativa; logró la colaboración total de un pequeño grupo de gente que logró modelar, desintegrar y reordenar según la lógica del poder autoritario. En suma fue el método que permitió obtener la información necesaria para destruir una generación de militantes políticos y sindicales que desaparecieron en los campos de concentración. Para quienes deseaban este resultado, el método parece haber sido el adecuado. En todo caso se abren otras preguntas: ¿Debía la sociedad argentina desaparecer una generación de molestos activistas sindicales y políticos? ¿Hay posibilidad de separar medios y fines? Desaparecer, borrar del mapa, ¿no lleva casi irremediablemente a esto?

Una lógica perversa, una realidad tabicada y compartimentada El campo es un lugar de contrarios que coexisten, de ambivalencia y conflicto superpuesto, no resuelto, en donde la confrontación se resuelve por la separación, clasificación y eliminación de lo disfuncional.
Al tiempo que es un centro de retiñían de prisioneros, es donde el hombre encuentra el mayor grado de aislamiento posible. Prisioneros concentrados en una barraca, cuidadosamente separados entre sí por tabiques, celdas, cuchetas. Compartimentos que separan lo que está profundamente interconectado.

Los planos de los campos de concentración parecen graficar esta idea de la compartimentación como antídoto del conflicto, que permea todo el proceso. Largas secuencias de compartimentos; depósitos ordenados y separados en la arquitectura, en las etapas del proceso desaparecedor (captura, tortura, asesinato, desaparición de los cuerpos), entre los servicios que obtienen y procesan la información (Armada, Ejército, Aeronáutica), del campo mismo como un compartimento separado de la realidad.

También los hombres aparecen fragmentados, compartimentados interna y externamente: "subversivos" a los que se despoja de identidad, cuerpos sin sujeto, torturadores que ostentan una ideología liberal, cristianos que se confunden a sí mismos con Dios. Todo sin entrar en colisión aparente, subsistiendo gracias a una separación cuidadosa, esquizofrénica, que atraviesa a la sociedad, al campo de concentración y a los sujetos.

Los compartimentos estancos son la condición de posibilidad de coexistencia de elementos sustancialmente inconsistentes y contradictorios.

Salta a la vista que precisamente las fuerzas legales, como se identificaban a sí mismas las fuerzas represivas, operaran con una estructura, un funcionamiento y una tecnología "por izquierda", es decir ilegal. El secuestro, la tortura ilimitada y el asesinato eran claves para lograr el exterminio de toda oposición política y diseminar el terror al que ya se hizo referencia. Dichas "técnicas" no se hubieran podido aplicar desde la legalidad existente y, de hecho, el gobierno militar, a diferencia de los nazis, nunca creó leyes que respaldaran la existencia de los campos de concentración; antes bien optó por negar su existencia. Las "fuerzas legales" eran los GT clandestinos mientras que toda acción legal, como la presentación de hábeas Corpus, denuncias, búsqueda de personas, juicios, era considerada "subversiva".

Extraña coexistencia de lo legal y lo ilegal, pérdida de los referentes, inversión constante y sucesiva de los términos, confusión de los contrarios que impide reconocer desde la sociedad por dónde pasa la distinción entre uno y otro. La ilegalidad de los campos, en coexistencia con su inserción perfectamente institucional, aunque parezca contradictorio, fue una de las claves de su éxito como modalidad represiva del Estado.
Directamente vinculado con la legalidad aparece el problema del secreto.

El secreto, lo que se esconde, lo subterráneo, es parte de la centralidad del poder. Durante el Proceso de Reorganización Nacional se sancionaron 16 leyes de carácter secreto. El general Tomás Sánchez de Bustamante declaró: "En este tipo de lucha (la antisubversiva) el secreto que debe envolver las operaciones especiales hace que no deba divulgarse a quién se ha capturado y a quién se debe capturar. Debe existir una nube de silencio que rodee todo..." También existían sanciones legales de carácter secreto y decisiones secretas que inhabilitaban políticamente a ciertos ciudadanos. Los campos de concentración eran secretos y las inhumaciones de cadáveres NN en los cementerios, también. Sin embargo, para que funcionara el dispositivo desaparecedor debían ser secretos a voces; era preciso que «'supiera para diseminar el terror. La nube de silencio ocultaba los nombres, las razones específicas, pero todos sabían que se llevaban a los que "andaban en algo", que las personas "desaparecían", que los coches que iban con gente armada pertenecían a las fuerzas de seguridad, que los que se llevaban no volvían a aparecer, que existían los campos de concentración. En suma, un secreto con publicidad incluida; mensajes contradictorios y ambivalentes. Secretos que se deben saber; lo que es preciso decir como si no se dijera, pero que todos conocen.

La manera en que se fraccionó el dispositivo concentracionario, separando trabajos y diluyendo responsabilidades es otra manifestación de esta misma esquizofrenia social, y tuvo lugar dentro mismo de los campos. El mecanismo por el cual los desaparecedores concebían su participación personal como un simple paso dentro de una cadena que nadie controlaba es otra forma de fraccionar un proceso básicamente único. Cada uno de los actores concebía la responsabilidad como algo ajeno; fragmentaba el proceso global de la desaparición y tomaba sólo su parte, escindiéndola y justificándola, a! tiempo que condenaba a otros, como si su participación tuviera algún sentido por fuera de la cadena y no coadyubara de manera directa al dispositivo asesino y desaparecedor. Recuérdense en este sentido las declaraciones de Vilariño.

De manera semejante, los grupos operativos se concebían como diferentes y enfrentados, se retaceaban la información unos a otros, entre las distintas armas y aun dentro de una misma arma. Cada uno se creía, o bien más eficiente, o bien menos brutal que los otros. Grass se refiere a las diferencias entre el grupo operativo de la Escuela de Mecánica y el del Servicio de Inteligencia Naval; Cetina narra el terrible enfrentamiento entre la policía y el Ejército; Graciela Dellatorre cuenta la competencia que existía entre los tres grupos operativos de El Vesubio5 . Cada uno era un compartimento del dispositivo concentracionario , con sus hombres, sus armas, su información, sus secuestrados. Su seguridad podía depender de mantener esta separación; el incremento de su poder también. Es decir, el mecanismo favorecía la compartimentación y la competencia, al tiempo que imponía su totalidad sobre el conjunto. Es importante señalar que cuanto mayor sea ia fragmentación, más necesidad existirá de una instancia totalizadora. Lo fragmentario no se opone a lo totalizante; por el contrario, se combinan y superponen, sin encontrar consistencia ni coherencia alguna.

Para el secuestrado, la incoherencia entre unas acciones y otras creaba un desquiciamiento de la lógica dentro de los campos, otra lógica que no alcanzaba a comprender, pero que sin embargo es constitutiva del poder, de su parte más íntima, de su racionalidad no admitida, negada, subterránea. Una racionalidad que incorpora lo esquizofrénico como sustancial. La incongruencia entre las acciones de los secuestradores fue una de sus manifestaciones que se hizo particularmente patente en los campos que correspondieron a la modalidad técnico-aséptica.

Por ejemplo, la posibilidad de supervivencia no aumentó para quienes brindaron información útil ni para las víctimas producto de la casualidad, del error, o que después de los interrogatorios hubieran demostrado tener muy poca o nula vinculación con la guerrilla. Por el contrario, en muchos casos fue exactamente al revés; los militantes de cierta trayectoria podían ser más útiles a largo plazo, lo que aumentó inicialmente su sobrevida y luego la posibilidad de "reaparecer". El procedimiento no carecía de lógica pero al mismo tiempo parecía incomprensible; pertenecía a otra lógica que el secuestrado no podía comprender. Por un lado, la existencia de lógicas incomprensibles, por otro, la ruptura y la esquizofrenia dentro de la lógica concentracionaria desquiciaban a los prisioneros e incrementaban la sensación de locura.

La visita casi diaria en la Escuela de Mecánica de la Armada de un médico que atendía a los prisioneros era un dato aparentemente contradictorio con la suposición de que los traslados implicaban la muerte. Geuna también relata que: "se interesaban por mi salud, por mis heridas, por mi debilidad (había adelgazado diez kilos en veinte días).

Me trajeron vendas y vitaminas. Me cuidaban y al mismo tiempo me decían que me iban a matar."58 ¿Para qué se curaba de anginas o se administraba vitaminas a alguien que se iba a asesinar? La incongruencia llevaba al preso a pensar que o bien era cierta una cosa o la otra y, dado que efectivamente le llevaban vitaminas, no lo iban a matar, lo cual era falso. Esta "lógica perversa" o falta aparente de lógica dañó terriblemente a los secuestrados.

Se puede pensar, aunque Hannah Arendt discutiría la supuesta finalidad productiva de los campos de concentración nazis, que en ellos, a pesar del exterminio que se reservaba a los prisioneros, la existencia del médico tenía un sentido: mantener al hombre con cierta capacidad de trabajo, ya que se lo usaba en tareas productivas. Pero éste no era el caso de los campos argentinos, en que los secuestrados permanecían tirados en el piso, sin hacer nada a veces durante meses. ¿Qué lógica podía tener la presencia del médico en esas circunstancias?

No es claro, pero probablemente se jugaba un cierto sentido de humanidad manteniendo al hombre en condiciones relativamente aceptables hasta su muerte. Esta hipótesis, la menos congruente con el resto del funcionamiento del campo, es quizás la más probable; hay que recordar que la preservación de la vida de algunos niños en el vientre de su madre respondía a una lógica semejante que no sería más que otro de los tantos mecanismos de auto-humanización que debieron usar los desaparecedores para justificarse a sí mismos. Desde una concepción más consistentemente utilitarista se podría suponer que prevenían epidemias que pudieran afectar a prisioneros todavía útiles o al propio personal.
También es probable; en algunos sentidos el campo funcionaba como una fría y no muy selectiva máquina de matar; en otros irrumpían estas rupturas de la lógica, estas compartimentaciones incomprensibles a primera vista. Lo cierto es que la atención médica era uno de los elementos que lograba dificultar la comprensión del prisionero de que sería ejecutado, por la aparente contradicción entre una acción y otra. Esa confusión, alimentada por el campo y multiplicada por el temor y la negación de los prisioneros, creaba una "predisposición" para interpretar la lógica perversa que desataba el campo como auténticos indicios de la posibilidad de supervivencia, lodo ello confluyó para desalentar las formas de resistencia más desesperadas.

Algo semejante ocurrió con la atención a las mujeres embarazadas que llegaron a dar a luz, en la "Sarda" de la Escuela de Mecánica. A partir de cierto momento del embarazo, esas prisioneras pasaban a ocupar un cuarto con camas, una mesa con sillas, ropa, y podían permanecer allí con los ojos descubiertos y hablar. Días antes del alumbramiento, los marinos le hacían llegar a la madre un ajuar completo, a veces muy hermoso, para su bebé. El parto se atendía con un médico y respetando ciertos requerimientos de asepsia, anestesia y cuidados generales. La madre le ponía nombre a su hijo y daba las indicaciones para que lo entregaran a la familia. Este trato dificultaba la comprensión del destino final de madre e hijo. Las atenciones hacían presuponer que ambos vivirían o que, cuando menos, el bebé sería respetado. La realidad era muy otra: la madre solía ser ejecutada pocos días después del alumbramiento y el bebé se enviaba a un orfanato, se daba en adopción o, eventualmente, se entregaba a la familia. Quedaba así limpia la conciencia de los desaparecedores: mataban a quien debían matar; preservaban la otra vida, le evitaban un hogar subversivo y se desentendían de su responsabilidad. No es que no existiera una racionalidad; sencillamente no era una lógica total y perfectamente congruente sino fraccionada y contradictoria.

Muchas de las inconsistencias de los campos estuvieron ligadas a la participación de médicos y psicólogos, cuyas profesiones se asocian, precisamente, con evitar el dolor y preservar la vida. En los campos, estos profesionales cumplieron las funciones exactamente inversas. Los médicos de los campos (los hubo en todos), que se dedicaban también a curar gente fuera de ellos, ayudaron a señalar cómo provocar más dolor, cómo prolongarlo, cómo evitar la muerte cuando el preso era potencialmente "útil" y cómo matarlo sin que ofreciera resistencia. Uno de los casos más abrumadores fue el de Jorge Vázquez, médico, prisionero que pertenecía a lo organización Montoneros, que asesoraba en la tortura y que autorizó continuar con el tormento de Víctor Melchor Basterra después de que éste padeciera un paro cardiaco5'1. Estos hombres sólo pueden haber convivido con sus funciones reparadoras y sus funciones asesinas haciendo coexistir lo antagónico por medio de la compartimentación, la separación de sus funciones. Como señaló Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka: "No podía vivir si no compartimentaba mi pensamiento."' Los sacerdotes tampoco estuvieron ausentes de los campos de concentración y de su lógica esquizofrénica. Además de que muchos de ellos, así como religiosas católicas, los padecieron y fueron sus víctimas, otros se dedicaron a tranquilizar las conciencias de los desaparecedores y a atormentar a los secuestrados. Un miembro de los grupos represivos, Julio Alberto Emmed, relató que después ele asesinar a tres hombres con inyecciones de veneno aplicadas directamente al corazón, en presencia del sacerdote Christian Von Wernich, "el cura Von Wernich me habla de una forma especial por la impresión que me había causado lo ocurrido; me dice que lo que habíamos hecho era necesario, que era un acto patriótico y que Dios sabía que era para bien del país. Estas fueron sus palabras textuales"61. A su vez, el R. P. Felipe Pelanda López, capellán del batallón 141 de ingenieros de La Rioja, le dijo a un detenido apaleado: "¡Y bueno, mi hijo, si no quiere que le peguen, hable!"62 Abundan estos testimonios que, como en el caso de los médicos, dan cuenta de una "inversión" de la misión que se supone cumple un sacerdote. En lugar de reprobar el asesinato, convalidarlo; en lugar de confortar al que sufre, agredirlo. Estos hombres, al mismo tiempo, celebraban misa y leían cada domingo los Evangelios.

Los intentos de reparación que realizaban los torturadores sobre sus propias víctimas, y la extraña convivencia de la crueldad con la clemencia, sin solución de continuidad, aparecen en muchísimos testimonios, en una suerte de mosaico "enloquecido"; "lo normal eran las categorías demenciales" diría G-euna6'. Un mismo hombre podía hacer macar a decenas de prisioneros y compadecerse de otro. Los responsables de decenas de muertes, casi siempre, "salvaron" a alguien. El capitán Acosta, después de exhibir frente a los prisioneros el cadáver acribillado de Maggio, seleccionó a un grupo y lo obligó a cenar con él como si nada hubiera ocurrido. El comandante Quijano, que amaba a los animales, después de secuestrar a Geuna y participar en el asesinato de su esposo le dijo que ya se había encargado de colocar al gato y al perro, así que se quedara tranquila por los animales. ¿Actos de reparación? Bondad y maldad, superpuestas y separadas, sin posibilidad de una mínima congruencia.

Rupturas brutales entre el discurso y la práctica o entre dos momentos del discurso o de la práctica, es indiferente, nos muestran a oficiales de inteligencia que afirman con convicción que "el fin no justifica los medios" (Escuela de Mecánica); corcuradores y asesinos que reprochan la utilización de palabras soeces a los secuestrados (La Perla); torturadores que se niegan a violar el secreto del voto (Cuerpo 1 de Ejército); militares que desean "Feliz Navidad" y brindan con los prisioneros (Escuela de Mecánica). Todos estos elementos coexistiendo sin contradicción aparente, en una atmósfera de locura, que resulta increíble, que "enloquece". Blanca Buda, militante del Partido Intransigente, hace un relato desopilante. Dice que después de esas torturas comenzó un interrogatorio más tranquilo.

"-¿Estás completamente segura de que no sabes por quién votó tu gente? -Señor, no puedo decirle por quién votaron ellos, pero -acoté-¿quiere que le diga por quién voté yo? Saltaron dos o tres al mismo tiempo. No supe si me tomaban el pelo o si los atacaba una reacción "legalista" cuando los oí gritar indignados: -¡No, eso no! ¡El voto es secreto! Al principio no entendí. Cuando mi confundido cerebro captó el verdadero sentido de la frase no pude contenerme y lancé una carcajada... Me torturaron bestialmente pretendiendo saber los íntimos detalles de mi vida, la filiación política de mis vecinos, cuántas ollas populares habíamos impulsado, la capacidad organizativa de los partidos politicos de la localidad y ahora salían con que el voto era secreto."'64 La locura y lo ilimitado que exaltaba el capitán Acosta se manifiestan hasta el absurdo en este relato o en el hecho de secuestrar un loro e ingresarlo a La Perla con el número de prisionero 428.

La fragmentación, que permitía "funcionar" a los desaparecedores, se iba adueñando también del prisionero. De hecho, el quiebre en sí mismo implicaba esta ruptura y la necesidad de acondicionar en compartimentos separados lo que correspondía a un mismo sujeto. Cuanto mayor arrasamiento, mayor fragmentación, escondida bajo un discurso "total".

Este es el caso de los prisioneros que creían haberse pasado de bando, y en consecuencia hablaban y actuaban como si fueran militares, como si no notaran que... permanecían secuestrados.

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