Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina

Pilar Calveiro

La rotura física que provoca la tortura puede ser también una rotura interior, que el prisionero registra, al mismo tiempo que tiende a ver el campo como una totalidad congruente aunque incomprensible. Le cuesta mucho más percibir el fraccionamiento de sus captores que el propio. Sin embargo, la fragmentación es constitutiva del campo y se proyecta sobre el preso. Dice Geuna: "La realidad de La Perla era una realidad absoluta, total, con sus propias reglas. Y esa realidad comienza a imponerse con la venda y el proceso de aislamiento que desata: uno va encerrándose en sí mismo, se retrae y penetra cada vez más adentro de su conciencia. En esa situación uno se encuentra todo roto... La venda te lleva a tu interior y tu interior está destrozado y cada vez se fragmenta más hasta entrar en un mundo de categorías demenciales, irreales, donde todo lo que puede ser la vida está falseado y la propia vida es otra cosa."65 En efecto, la vida sin ver ni oír, la vida sin moverse, la vida sin los afectos, la vida en medio del dolor es casi como la muerte y sin embargo, el hombre está vivo; es la muerte antes de la muerte; es la vida entre la muerte. Otra superposición enloquecida, la de estos "muertos que caminan".

Todos estos contrarios coexistiendo con total "naturalidad" refuerzan la sensación de locura. "Unos iban hacia la libertad, otros a la muerte; un grupo se vestía como para una fiesta, la mayoría estaba semidesnuda.

Oíamos los gritos de los torturados y las risas de los militares. Festejaron con chocolate el cumpleaños de Di Monte. Al día siguiente, otro traslado.

La superposición de contrarios de una manera incomprensible, el hecho de estar dentro de una especie de útero cerrado por fuera de Jas leyes, del tiempo y del espacio, acentúa la sensación de que el campo constituye una realidad aparte y total. "Todo comenzaba y terminaba en La Perla"67, diría Geuna. Sin embargo, el campo está perfectamente instalado en el centro de la sociedad; se nutre de ella y se derrama sobre ella. Quizás es el hecho de permanecer tan apartado, al mismo tiempo que está en medio, lo que más enloquecedor resulta para el prisionero, lo que produce la sensación de irrealidad.

Cuenta Careaga: "Un día viví una sensación de irrealidad, que en ese momento creí que iba a perder, o que había perdido ya la razón. Estaba en la enfermería, cerca de la calle, de la gente, y nadie sabía que yo estaba allí. Ese día había habido un partido de fútbol; había ganado Boca, yo escuchaba las bocinas, los gritos de la hinchada festejando. Adentro, al lado de la enfermería, los verdugos jugaban al truco ¡y escuchaban un cassette con los discursos de Hitler! Tuve que cerrar los ojos y taparme los oídos!" El también el extraordinario testimonio de Geuna lo señala: "Yo creía en un principio que La Perla estaba ubicada en algún paraje remoto... Casi enfrente nuestro se levantaba la fábrica de cemento Corcemar, a sólo 14 kilómetros de la ciudad de Córdoba, a unos cien metros de una de las principales rutas de la provincia, que tiene una densidad de tránsito importante. Vi pasar varios coches y pensé si no nos verían. ¡Estábamos tan cerca y sin embargo tan lejos! El hecho de que el campo es una realidad aparte constituye una ilusión. El poder intenta colocarlo aparte pero este no es más que otro de los múltiples compartimentos que se pretenden separar, acotar. Como las cuchetas que separan presos, como las cabezas que separan ideas, como los hombres que separan sentimientos porque no los pueden conciliar, así se separa al campo de la sociedad. La esquizofrenia social que separa lo que resulta contradictorio para permitir su coexistencia con "naturalidad" es la que se expresa en la propia existencia del campo y en las dinámicas internas a él.

La eliminación del conflicto se puede hacer por su negación (la desaparición), por su eliminación (el asesinato), por su separación *compartimentación para evitar que contamine (la cárcel) sin campo de concentración fue una extraña combinación de todos estos mecanismos.

Es cierto que formó, efectivamente, una red propia, pero esa red estuvo perfectamente entretejida con el entramado social.

Un universo binario

Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como dos grandes campos enfrentados-, el propio y el ajeno. Pero además de creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de un otro amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo diferente constituye un peligro inminente o latente que es preciso conjurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una realidad típica y total representada por el núcleo duro del poder, el Estado.

Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a los términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La concepción de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques amenazantes y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica binaria que en América Latina se articuló en torno a la doctrina de la seguridad nacional. Como ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la macropolítica de la seguridad que se corresponde con la micropolítica del terror.

Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra contra la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras nacionales. Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla recogió el guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares, pensar la cuestión en términos bélicos los ponía en una situación "profesional", apartándolos de las funciones meramente represivas, destinadas históricamente a la policía, al tiempo que alimentaba esta visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos la guerra doctrina en mano y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás tuvimos necesidad, como se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra capacidad y nuestra organización legal son más que suficientes para combatir contra fuerzas irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70 La noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro modo, deberían verse como vulgares represores.

Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que desafiaba a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con cierra capacidad de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se encontraba militarmente, mayor énfasis ponía en la resolución armada del conflicto y en su estructura regular, con grados militares, estados mayores y órdenes cerrados completamente desvinculados de su realidad de fuerza irregular con un mediano o escaso poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí misma como un ejército en guerra para aumentar su importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido, propició la lógica militar y ayudó conscientemente a extender la ficción de una guerra popular contra un ejército imperialista.

Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese Otro, que comprende todo aquello que no es como yo; un Otro amenazante, peligroso. La lógica binaria es una lógica paranoica, en donde el Otro pretende mi destrucción y es lo suficientemente fuerte como para lograrla. Intenta ejercer sobre mí una dominación total, por ello su persecución también debe ser total.

Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel que potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es un Otro extraño, preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso, perfectamente diferente a mí, a quien puedo reconocer de inmediato porque está desprovisto de cualidades humanas. El general Camps, como siempre, lo dijo con gran claridad: "Aquí libramos una guerra... No desaparecieron personas sino subversivos." Los atributos subhumanos del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por sus características despreciables. Bergés, uno de los militares de La Perla, le dijo a Graciela Un universo binario Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como dos grandes campos enfrentados: el propio y el ajeno. Pero además de creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de un otro amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo diferente constituye un peligro inminente o latente que es preciso conjurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una realidad única y total representada por el núcleo duro del poder, el Estado.

Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a los términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La concepción de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques amenazantes y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica binaria que en América Latina se articuló en torno a la doctrina de la seguridad nacional. Como ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la macropolítica de la seguridad que se corresponde con la micropolítica del terror.

Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra contra la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras nacionales. Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla recogió el guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares, pensar la cuestión en términos bélicos los ponía en una situación "profesional", apartándolos de las funciones meramente represivas, destinadas históricamente a la policía, al tiempo que alimentaba esta visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos la guerra doctrina en mano y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás tuvimos necesidad, como se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra capacidad y nuestra organización legal son más que suficientes para combatir contra fuerzas irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70 La noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro modo, deberían verse como vulgares represores.

Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que desafiaba a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con cierta capacidad de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se encontraba militarmente, mayor énfasis ponía en la resolución armada del conflicto y en su estructura regular, con grados militares, estados mayores y órdenes cerrados completamente desvinculados eje su realidad de fuerza irregular con un mediano o escaso poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí misma como un ejército en guerra para aumentar su importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido, propició la lógica militar y ayudó conscientemente a extender la ficción de una guerra popular contra un ejército imperialista.

Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese Otro, que comprende todo aquello que no es como yo; un Otro amenazante, peligroso. La lógica binaria es una lógica paranoica, en donde el Otro pretende mi destrucción y es lo suficientemente fuerte como para lograrla. Intenta ejercer sobre mí una dominación total, por ello su persecución también debe ser total.

Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel que potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es un Otro extraño, preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso, perfectamente diferente a mí, a quien puedo reconocer de inmediato porque está desprovista de cualidades humanas. El general Camps, como siempre," lo dijo con gran claridad: "Aquí libramos una guerra... No desaparecieron personas sino subversivos."'1 Los atributos subhumanos del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por sus características despreciables. Bergés, uno de los militares de La Perla, le dijo a Graciela Geuna: "A tu marido lo agarré yo, y lo detecté por el olor, por el olor a sucio, a montonero sucio que tenía."

El olor, podría haber sido la nariz, la avaricia o cualquiera de los atributos que se asigna a ese Otro temido y temible. El racismo, como concepción binaria, ofrece muestras variadas de la construcción arbitraria, amenazante y, a la vez, denigrante del Otro. Rasgos tan poco significativos, como la barba, pueden llegar a identificar al Otro. El general Auel, haciendo gala de su liberalidad, le dijo a dos periodistas que no tenía problemas para "hablar con personas de pensamiento diferente al mío. Incluso -acotó yo los recibo a ustedes sin ninguna dificultad, aunque tengan barba."7' Es digna de señalar la sorprendente relación entre una forma de pensamiento y la posesión de barba.

El Otro que construyeron los militares argentinos, que era preciso encerrar en los campos de concentración y luego eliminar, era el subversivo.
Subversivo era una categoría verdaderamente incierta. Comprendía, en primer lugar, a los miembros de las organizaciones armadas y sus entornos, es decir militantes políticos y sindicales vinculados de cualquier manera que fuese con la guerrilla. Inmediatamente se pasaba a incluir en la categoría de subversivo a todo grupo político o partido opositor, así como a cualquier organismo de defensa de los derechos humanos, todos ellos dedicados, por una conspiración internacional, a desprestigiar al gobierno. Por ejemplo, el torturador de Norberto Liwsky "manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor"7.

Cualquier tipo de militancia popular entraba dentro del rango de subversivo. Al sacerdote Orlando Virgilio Yorio, la persona que lo interrogaba le dijo: "Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia, pero vos no te das cuenta que al irte a vivir allí (a la villa de emergencia) con tu cultura, unís a la gente, unís a los pobres, y unir a los pobres es subversión." También existía la subversión fabril que según el ministro de Trabajo, Horacio Tomás Liendo, comprendía "el adoctrinamiento individual", levantar "falsas reivindicaciones", desprestigiar a los "auténticos dirigentes obreros', con la advertencia de que "aquellos que se apartan del normal desarrollo del Proceso... se convierten en cómplices de esa subversión que debemos destruir"76.

Subversión económica, subversión sindical, subversión política; en todos los órdenes aparecía ese terrible enemigo, tan vasto, tan inapresable, conformado por todos los que se oponían "de alguna manera" al proyecto militar. La amistad o el parentesco con un subversivo podían ameritar la inclusión en el grupo. Así, el ex presidente Héctor J. Cámpora, por haber concedido la amnistía de 1973; el periodista Jacobo Timerman, por publicar en su periódico pedidos de habeas corpus; el abogado radical Pisarello, por haber defendido alguna vez a presos políticos; el sindicalista Di Pasquale, por estar vinculado al gremialismo independiente de la burocracia sindical; todos entraron en la categoría de subversivos, y lo pagaron caro.

La amplitud del concepto "subversivo" queda perfectamente expresada en las siguientes declaraciones del general Videla: "Por encima de todo está Dios. El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre la tierra es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y de vivir dentro del respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo individuo que pretenda trastornar estos valores fundamentales es un subversivo, un enemigo potencial de la sociedad y es indispensable impedirle que haga daño."77 Otra: "El terrorista no sólo es considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana."7S En suma, dada la vaguedad del concepto, cualquiera podía entrar en la categoría de subversivo e, incluso, en la de terrorista.

Así pues, declarada la guerra y definido el enemigo, procedía su eliminación inmediata, y para ello se crearon los campos. Grass afirma haber escuchado en reiteradas oportunidades a los marinos de la Escuela de Mecánica que las Fuerzas Armadas dieron el golpe militar de 1 976 "para asumir el control de la totalidad del aparato del Estado y ponerlo al servicio de una. política de exterminio de los activistas As las organizaciones populares, tanto políticos como sindicales, estudiantiles y de los distintos estratos de la sociedad que expresaran su adhesión a proyectos de transformación social, calificados por las Fuerzas Armadas como 'contrarios al ser nacional y al orden social natural"' 9.

Los campos de concentración fueron el dispositivo ideado para concretar la política de exterminio, producto de esta concepción binaria de lo político y lo social. La política concentracionaria como concepción pertenece a este universo binario que separa amigos de enemigos; el campo de concentración, como el cuartel o el psiquiátrico, son instituciones totales, también de carácter binario. Su objetivo es constituir un universo cerrado que "normaliza" a las personas internadas en ellas, y funcionan a partir de dos grandes grupos: los internos, que se someten al proceso de transformación o cura, y el personal, responsable de producir esa mutación. En el caso de los campos de concentración se registra una primera ruptura entre un adentro y un afuera de la sociedad, imagen invertida del adentro y afuera del campo, como si éste perteneciera a otra realidad, separada y escindida. A su vez, los internos o prisioneros, perfectamente diferenciados del personal militar que maneja el campo, son objeto del tratamiento o procesamiento que realiza la institución.

Goffman señala que las instituciones totales son "invernaderos donde se transforma a las personas"80. Si bien el objetivo final de los campos de concentración era el exterminio, para completar su circuito y obtener la información que alimentaba el dispositivo, los campos necesitaban transformar a las personas antes de matarlas. Era una transformación que consistía básicamente en deshumanizarlas y vaciarlas, procesarlas por medio de la tortura para que aceptaran los mecanismos del campo y colaboraran con ellos. Una parte central de esta transformación consistía en borrar en el hombre toda capacidad de resistencia.

Los dos universos escindidos, que dentro del campo de concentración forman los presos y los guardianes, se conciben como mundos sin contacto humano alguno. Las técnicas que ya mencionamos, como la capucha, son parte de una disciplina que intenta mantener perfectamente compartimentadas estas dos esferas. Sin embargo, la realidad que se produjo fue algo diferente. El mundo de los captores estaba constituido por diferentes rangos, con una relación jerárquica entre sí. En primer lugar estaba la oficialidad que tomaba las decisiones políticas y militares pero tenía un contacto esporádico con los prisioneros, apenas el suficiente para "ensuciarse las manos".

En segunda instancia, se encontraba la oficialidad del campo, de baja y mediana graduación, que ejecutaba los secuestros, las torturas y se encontraba en contacto directo con los prisioneros. Era el mando concreto y operativo del campo y a ella pertenecían los célebres Astiz, Acosta, Barreiro; también Rico y Seíneldín.

Por último, estaban los suboficiales, que se encargaban básicamente de las funciones de guardia de los presos y el establecimiento, mantenimiento de la infraestructura, logística y constituían la tropa de las "patotas". También participaban de ¡as torturas y eran los que organizaban los traslados, aunque obviamente bajo las órdenes de un oficial. El mundo de los secuestrados era aparentemente homogéneo, como ya lo señalamos, cuerpos y capuchas. Un universo de enemigos peligrosos, los subversivos, el Otro que era preciso exterminar, aniquilar, cuya condición menos que humana, justificaba que se le diera un trato también inhumano. Veamos cómo se construyó ese Otro, en particular para los rangos más bajos y que estaban en contacto más estrecho con los presos.

El arquetipo del guerrillero, eje de la subversión, que construyeron los militares lo mostraban como alguien que servía a intereses extranjeros, generalmente comunistas, un extraño. Supuestamente también era muy peligroso, arriesgado y cruel como combatiente, en virtud de entrenamientos especiales que había recibido, algunos de los cuales consistían incluso en métodos para soportar la tortura. En su vida privada no poseía pautas morales de ningún tipo; no valoraba la familia, abandonaba a sus hijos, sus parejas eran inestables, no se casaban legalmente y se separaban con frecuencia. Se suponía que no podía ser sinceramente religioso y buena parte de ellos eran comunistas, encubiertos o no y, los más peligrosos, también judíos. Las mujeres ostentaban una enorme liberalidad sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas esposas y particularmente crueles. En la relación de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que ellas para manipularlos. El prototipo construido correspondía perfectamente con la descripción que hizo un suboficial chileno, ex alumno de la Escuela de las Américas, como muchos militares argentinos: "...cuando una mujer era guerrillera, era muy peligrosa: en eso insistían mucho (los instructores de la Escuela), que las mujeres eran extremadamente peligrosas. Siempre eran apasionadas y prostitutas, y buscaban hombres."Si Los militares, que detestaban casi tanto a Freud como a Marx, suponían que los subversivos tenían estas características porque provenían de familias desintegradas, con padres separados. Por eso, sus padres siempre eran responsables, en última instancia, y sospechosos en potencia.

Cabe hacer una mención especial a la ubicación de lo judío (que no es el "problema judío") dentro de este arquetipo. El racismo, y el antisemitismo en particular, han sido formas privilegiadas en nuestro siglo para la circulación del pensamiento binario. Los nazis "cargaron" al pueblo judío con los más variados e ignominiosos atributos y se escudaron en mil falsedades para justificar su exterminio. Después de ello, muchos demócratas criticaron el holocausto pero, esquizofrénicamente, siguieron propagando el prejuicio y atribuyendo a los hombres, a cada individuo, unas supuestas características innatas que lo configuran como un Otro, siempre peligroso y muchas veces poco humano (frío, avaricioso, calculador). Los militares argentinos no escaparon a esta forma de lo binario, antes bien lo incentivaron en sus filas. Abundan los testimonios que dan cuenta de cómo se maltrataba especialmente a los judíos y se los sometía a tratos humillantes, por el hecho de serlo. Graciela Cetina, Ana María Careaga, Miriam Levvin, Nora Stejilevich, Juan Ramón Nazar y muchísimos más, judíos y no judíos, denunciaron la concepción y las prácticas antisemitas en los campos de concentración.

Por su parte, la guerrilla y buena parte de la militancia política había construido también su arquetipo: los militares eran el brazo armado de una oligarquía cipaya, a la que estaban ligados y al luchar contra la "subversión no hacían más que defender cínicamente sus propios privilegios económicos y políticos". En cuanto a su ideología, encarnaban de manera homogénea al "gorila" represor facistoide. Militarmente, eran cobardes y se escudaban en su superioridad numérica y técnica para entrar en combate. Su moralidad era exclusivamente formal, de apariencias, por lo que eran capaces de hacer cualquier cosa cuando contaban con la impunidad; por principio eran gente cruel y corrupta. No podían ser jóvenes, lindos, inteligentes ni cultos, porque eran parte de ese Otro, cuyos atributos no pueden corresponder con los que se asume como propios. En términos religiosos, practicaban un catolicismo rígido y convencional.

Estas dos imágenes construidas del Otro entraron en colisión dentro de los campos; los universos escindidos donde uno elimina al otro alcanzaron realidad. Pero así como el campo concentra y aísla a un tiempo, así también separa y une simultáneamente. El campo fue un espacio en el que, al acercar los dos polos del mundo binario, el blanco y el negro, las fuerzas legales y los subversivos, perfectamente separados y diferenciados en un espacio que los coloca en compartimentos estancos en tanto víctima y victimario, sin embargo los obligó a tomar contacto.

Los presos que sobrevivieron meses, en particular los que se sometió a procesos de "recuperación", entraron en contacto con la oficialidad que atendía sus casos. Ese contacto fue muchas veces prolongado. De la misma manera, los guardias que llegaban turno tras turno a cuidar una cuadra, una capucha, comenzaron, a su pesar, a identificar los bultos como personas, a ver caras, a aprender nombres. Lo mismo sucedió con los secuestrados. Sin proponérselo, el campo, dispositivo binario por excelencia, muchas veces ofreció un cierto espacio de gris.

Muchos militares podían responder al prototipo, pero también los había convencidos, que no perseguían ningún interés personal o económico.
Existían valientes y cobardes, listos y tontos, jóvenes y viejos, lindos y feos. Extrañamente, también los había liberales y ateos. Por su parte, los secuestrados, más que feroces subversivos, correspondían a una imagen menos amenazante. Eran en general jóvenes (el 70 por ciento tenía entre 20 y 35 años), muchos de ellos de clase media, como la oficialidad, otros de estratos populares muy semejantes a aquellos de los que provenían los suboficiales de los campos, a veces idealistas, otras, simples aventureros, pero por lo regular con una moralidad de matices diferentes a la militar aunque profundamente judeo cristiana, como la de sus captores. Es decir, unos y otros tenían elementos en común.

La convivencia de hecho entre captores y prisioneros que, de acuerdo con los relatos, muchos detenidos supieron entender y aprovechar, minaron parte de la "convicción antiguerrillera", en distintos niveles. El testimonio de Tamburrini registra que, cuando él y sus compañeros lograron fugarse, dejaron escrita en una pared la leyenda "Gracias Lucas". Lucas era un guardia que había tenido con ellos una conducta humana. También señala Geuna el caso del sargento Manzanelli, quien fue trasladado porque "mantuvo una relación bastante cercana a un grupo de prisioneros que lo influyeron"82. Son muchos los testimonios que registran cómo, a pesar de estar dentro mismo de los campos, hubo casos en los que se rompió el tabicamiento binario y uno pudo reconocer al ser humano que había en el Otro, y al hacerlo, reivindicó su propia humanidad.

Al humanizarse las relaciones, el Otro se hace más real, aunque no por eso menos enfrentado. Es decir, se desintegra el carácter demoniaco del oponente y, por lo tanto, cuesta más "quemarlo vivo". En la relación secuestrador-secuestrado, la "humanización" del Otro afecta sustancialmente al secuestrador, debilita su poder porque desmonta el sostén del campo de concentración, que es la noción de guerra contra un enemigo infrahumano que hay que destruir. Al "recuperar" su humanidad, el secuestrado deja de ser el demonio primero y el enemigo después, para pasar a ser un oponente; al relativizar su peligrosidad, tambalea la lógica de la desaparición.

La humanización del captor, a su vez, permite al secuestrado desmitificar su poder, relativizarlo, para buscar y encontrar resquicios. Por ejemplo, para algunos secuestrados de la Escuela de Mecánica, descubrir las ansias desmedidas de poder del capitán Acosta, les permitió darse un plan de supervivencia que aprovechara esta característica, ofreciéndole una simulación de poder que se basaba en la sobrevida de un grupo importante de prisioneros.

En suma, las fisuras del dispositivo binario por las que los enemigos entraron en contacto, las vinculaciones que lograron atravesar la línea divisoria entre secuestrados y secuestradores beneficiaron sustancialmente a los prisioneros ya que al romper una de las bases de la lógica concentracionaria, debilitaron el poder de los desaparecedores.

Desde este punto de vista, la teoría de los dos demonios no es más que otra forma de reproducir el pensamiento binario. Según esa explicación, se pretende que la sociedad argentina fue agredida por dos "engendros", extraños y ajenos, crueles e inhumanos, Otros (dos en lugar de uno), una vez más perfectamente diferentes e incomprensibles, "locos", que es preciso desaparecer. Como se puede ver, exactamente los mismos elementos y la misma solución: la desaparición.

Una posibilidad de alternativa al pensamiento binario lo constituye la idea de que en la lucha política no hay enfrentamientos entre blancos y negros sino sucesivas gamas de gris; por cierto, ésta es una imagen que aparece en distintos testimonios. Desde este punto de vista, que es el que intento sustentar en este trabajo, ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto. Tampoco resultan incomprensibles sino que son parte de la trama y el tejido social, lo que no es decir que todo es lo mismo ni que todas las responsabilidades se reparten simétricamente.

El hombre

Al ser capturados, los militantes políticos y sindicales caían derrotados.

La izquierda del peronismo había pasado por una lucha interna muy desgastante dentro de su movimiento; Perón, antes de morir, había desconocido a la Tendencia y con ella a todo el llamado peronismo revolucionario, minando su base de sustentación política. La izquierda no peronista estaba en una situación semejante; su aislamiento había comenzado de manera más temprana y era bastante más profundo, como ya se señaló.

El avance de la derecha peronista, que incluía a la burocracia sindical, fue político y militar. Desde 1974 la AAA había cobrado muchísimas vidas de peronistas y no peronistas y arrinconaba de manera creciente a las organizaciones populares. A partir del golpe de 1976 se multiplicaron las detenciones pero sobre todo los secuestros, como política represiva institucional. La tecnología de la desaparición de personas, seguida de la tortura irrestricta e ilimitada dio sus frutos; la delación se incrementó, y con ella la persecución. Militares políticos y sindicales huían de una casa a otra, de una región a otra, intentaban salir del pais siendo capturados en las fronteras. La derrota política de sus proyectos ya era un hecho si no inexorable, previsible; la muerte una alternativa mucho más cercana que la victoria. Al ser capturados, los hombres tenían un gran cansancio vital y un agotamiento político que favorecía la actitud de "entrega"; su energía para oponerse y resistir a la dinámica del campo ya estaba dañada. El poder del captor era tan inmenso, tan aplastante, y la sensación de derrota tan fuerte que, con frecuencia, el prisionero era absorbido por la dinámica del campo, sin lograr oponerse a ella.

Cuando el secuestrado se encontraba allí con otros presos que habían provocado su detención, que brindaban información sobre él, o peor aun, que lo instaban a rendirse . sin resistir, o le demostraban o incluso fingían su propia colaboración, la sensación de derrota crecía y colocaba al prisionero en una situación de mayor desprotección para encararla tortura. Cualquiera de estas circunstancias era aprovechada por los secuestradores para inducir la idea de que "todos lo hacían", que era imposible resistir y que era preferible que colaborara desde el primer momento para evitar sufrimientos innecesarios y asegurar su supervivencia. Ficciones que el campo alimentaba precisamente porque existía la resistencia y porque cualquiera de sus formas trababa el funcionamiento óptimo del dispositivo.

Los militantes caían agotados política y psíquicamente; por medio de la tortura se produciría su agotamiento físico hasta intentar desintegrarlos, desaparecerlos, "quebrar" toda posibilidad de "fuga" o resistencia, arrasar en ellos al hombre para dejar un cuerpo desechable o reprocesable, en el mejor de los casos. En ese "procesamiento", el dolor era imprescindible pero no suficiente. Hay una auténtica labor del campo de concentración para destruir al hombre; para eso usa la tortura, el terror y un conjunto de mecanismos de deshumanización y despersonalización que, corno ya se señaló, tienen una doble función: destruir a la víctima y facilitar el trabajo del victimario.

Las capuchas que ocultaban los rostros, los números que negaban los nombres, el hacinamiento y depósito de las personas en calidad de bultos fueron formas de escamotear la humanidad del prisionero. Pero hubo otras, de igual poder destructivo, que tomaron la forma de la humillación y la animalización de los sujetos, como manera de negarles su condición humana.

Obligar a las personas a exhibirse y permanecer desnudas ante extraños, como lo hacían en todos los campos; hacerlas adoptar posturas ridículas y humillantes, como correr estando encapuchados o atarlos del cuello como si fueran perros (La Perla y Escuela de Mecánica); sumirlos en un terror que los haga temblar (Mansión Seré); forzarlos a pelear entre sí estando encapuchados (Campo de Mayo); llevarlos hasta la desesperación por el hambre para que sólo piensen en la comida y luego devoren el alimento como bestias (comisaria de Castelar); hacer que una mujer desnuda y con los ojos vendados tenga un parto en medio de insultos (Brigada de Investigaciones de Banfield) son sólo algunas de las prácticas que constan en los testimonios y que se usaron para inducir un comportamiento aparentemente animal que justificara el tratamiento posterior de esos seres humanos como si en verdad no fueran hombres. Los secuestradores de la Mansión Seré decían en tono de superioridad que los presos olían como bestias, a adrenalina, después de que ellos los habían torturado hasta aterrarlos. Pero el hecho de que eran como bestias les ayudaba a "creer" que lo eran y por eso merecían el trato que ellos suponían se le debía dar a una bestia.

Antonio Horacio Miño describió de una manera muy gráfica esta suerte de "animalización" en que intencionalmente se coloca a los prisioneros.
Refiere que después de una golpiza colectiva: "Nos dejaron todos apiñados, temblando, mojados, tiritantes, acercándonos unos a otros para darnos calor"8'. Bajo el influjo del terror, cuando se orilla a un ser humano a una precariedad tal que sólo puede sentir frío, hambre, sed, ganas de ir al baño, dolor, es decir deseos de satisfacer las necesidades más básicas, retrayéndolo a su núcleo primario, entonces la inteligencia, los valores culturales, la sensibilidad, la complejidad psíquica no desaparecen, pero como los mismos sentidos, entran en un estado de latencia. La intención es clara: destruir al sujeto y retraerlo a una existencia casi exclusivamente animal como si realmente se pudiera "animalizar" al hombre. Colocara las personas en situaciones, posturas, actitudes que se asocian con la conducta animal tiende a reforzar una muy dudosa superioridad del poder y a resaltar su indefensión, denigrándolas.

La cosificación del prisionero, del paquete que "pertenece" a una fuerza o a un secuestrador no es más que otra modalidad de lo mismo. Uno de los oficiales de La Perla le decía a Graciela Doldán: "Gorda, decíle que sos nuestra". Muchos relatos registraron esta supuesta pertenencia de los prisioneros, como cosas, a un oficial, a un campo, a una fuerza. De hecho, los campos de concentración "se prestaban" prisioneros o se los "regalaban", cuando transferían a alguien sobre el que cedían todos sus derechos. También, en la misma línea de cosificación, señala Grass que en la Escuela de Mecánica los prisioneros con vida se mostraban "como piezas de caza" a otros militares que llegaban "de visita" al campo de concentración.

Una de las formas más crueles y eficientes de la humillación fue obligar a las personas a presenciar el castigo de otras, sin tener reacción alguna, sumiéndolas en la más brutal impotencia. Los desaparecidos escuchaban la tortura de los recién llegados en casi todos los campos, sin poder hacer otra cosa que replegarse en su interior. Muchos de ellos fueron obligados a presenciar el tormento de sus padres, esposos, hermanos, amigos.

Además, se los forzaba a presenciar actos crueles o denigrantes para con sus compañeros de cautiverio, sin acusar la menor reacción, como relata Miriam Lewin, o a renegar de la importancia de alguien muy cercano afectivamente para ellos, como lo refiere Mario Villani, provocándolos a reaccionar pero sabiendo que cualquier indicio de ello sería razón para su traslado inmediato. La explicación de estas acciones debe buscarse precisamente en este intento de humillar al hombre frente a sí mismo, sumir al castigado en la más absoluta soledad e indefensión y acrecentar frente a ambos la imagen de la autoridad para paralizarlos.

También la delación de otros militantes fue una de las formas de la humillación, que degradan al que la realiza pero también a sus compañeros: por eso toda delación se publicita y se exagera dentro del campo, porque debilita colectivamente. En el testimonio de Geuna dice: "Muchos compañeros murieron sin hablar, sin humillar." ¿Error de mecanografía? Tal vez no; sin duda, la humillación de un hombre alcanza a sus compañeros.

Desde otro punto de vista y pensando por un momento en los desaparecedores, denigrar y denigrarse son parte de una misma acción.
En este sentido, la dinámica del campo, al buscar la humillación de los secuestrados encontró el denigramiento de su propio personal. Máquina deshumanizadora de la víctima y del victimario, el campo de concentración reclama de todos conductas menos que humanas, los fuerza a ocupar el lugar de simples piezas, cuerpos o engranajes.

La existencia de una lógica esquizofrénica que percibe como desquiciada; e! enfrentamiento a una realidad diferente de la que esperaba (estas sorpresas que el campo tiene para el recién llegado como la posibilidad de una sobrevida incierta antes que la muerte inmediata, la presencia de una persona que creía muerta, o la suposición de la traición de alguien que consideraba un héroe); la pérdida de la propia humanidad y toda capacidad de elección, y la aparición del registro del terror crean una sensación de irrealidad y un efecto de deslumbramiento o anonadamiento en el ser humano.

Esta sensación domina al secuestrado durante un tiempo. Aunque el campo es una realidad perfectamente arraigada en el mundo que lo rodea, el secuestrado siente que, al entrar en él, se ha despedido para siempre de la realidad de que formó parte hasta ese momento. El campo se presenta como una "realidad irreal", en relación con los valores del sujeto que ingresa.

Por otra parte, y pese a todos los mecanismos de negación que se pueden desplegar, cada persona sabe, siente, intuye o sospecha que es, efectivamente, una especie de muerto que camina. Este hecho de tener sellada la suerte y seguir comiendo, durmiendo y teniendo sensaciones y sentimientos también tiene algo de fantástico, de increíble.

A todas estas sensaciones se suma la perpetua oscuridad, la pérdida de la noción del tiempo, regulado por otros.
Incluso los tiempos biológicos se encuentran distorsionados; el baño, la comida, el sueño, la vigilia se violentan en forma permanente y arbitraria.
Pero lo verdaderamente fantástico es que el hombre sigue viviendo a pesar de la ruptura con su entorno y consigo mismo como sujeto. La vida humana es algo más que un hecho biológico. La vida del hombre cobra sentido en su relación con otros hombres. Cuando se rompen todas las referencias personales, afectivas, intelectuales y... se sigue viviendo, la existencia cobra un carácter irreal. El campo presuponía la ruptura absoluta con el mundo que, sin embargo, estaba apenas del otro lado de la pared.

Todos estos elementos crearon ese efecto "anonadante" sobre el hombre.

Lo que llamo anonadamiento es como un deslumbramiento que no permite ver y, al enceguecer, paraliza. En realidad, paraliza la voluntad, la capacidad de elección, sumiendo al sujeto en una relación hipnótica con respecto al poder. Sólo puede reaccionar "en piloto automático", como si no fuera dueño de sí. En este punto, el campo funciona como un agujero negro que atrae hacia sí para desintegrar, que "chupa" al hombre para desaparecerlo, tratando de que no ofrezca la menor resistencia. Pero también como señala Scheer, "aunque no puede salir nada de los agujeros negros, ni siquiera la luz, se constata sin embargo que ciertas partículas se escapan"8'.

La parte que es atraída por el agujero negro, que queda atrapada en la lógica del campo, resulta arrasada. Cuando digo arrasada me refiero a la desintegración de la personalidad y la asimilación automática del hombre al dispositivo concentracionario y sus mecánicas. El prisionero que se integra al campo sin ofrecer resistencia, cualquiera que sea el lugar desde el que lo haga, ha sido arrasado.

Las conductas pueden ser muy diferentes. Sin embargo, toda sumisión total a las reglas conlleva la autodestrucción y la reproducción del aparato represor-asesino. Los prisioneros que creyeron haber cambiado de bando y ser parte del poder militar, fueron arrasados. Los que se convirtieron en verdugos de sus propios compañeros, también. El "quiebre" total del hombre que le impide toda reacción, inmovilizándolo, es otra de las formas de lo que llamo arrasamiento de la personalidad. Cuando el hombre resulta arrasado, el campo cobra su victoria: la voluntad de resistir se extingue; el sujeto está aterrorizado, se entrega y sólo quiere terminar.

El "quiebre" de un hombre frente a la tortura puede significar un arrasamiento del sujeto, y sin embargo, éste suele ser un efecto parcial, que pasado un tiempo permite la recomposición. Después del quiebre puede existir una reestructuración del sujeto, a veces más apta para enfrentar la realidad concentracionaria. Quiero insistir en esto.

Contrariamente a las creencias que circulaban en los medios militantes, los testimonios muestran que aun cuando la gente hubiera sido "quebrada", este efecto podía ser transitorio. Considerar cualquier tipo de claudicación como el inicio de una caída interminable, que conduciría a la entrega lisa y llana del hombre, no permitiría explicar la conducta de buena parte de los prisioneros, tal vez la mayoría, en la que coexistieron, de maneras sutiles, la claudicación y la resistencia. Es que a pesar de la eficiencia de la tecnología concentracionaria, casi siempre hay una parte del hombre que es devastada y otras que resisten; esas son las partículas que se escapan.

El olvido, que el campo promueve en la sociedad para que admita sin más la "desaparición" de su gente, el mismo olvido que promueve en los secuestrados para que acepten la realidad del campo como única es, sin embargo, un mecanismo que favorece la dinámica concentracionaria y, al mismo tiempo, la sabotea. Porque el campo también requiere de la "memoria" del preso; esa memoria es el receptáculo de todo lo que importa, la información que el individuo posee y que se intentará arrancar de el, para vaciarlo y grabar en su lugar otro conocimiento: el de un poder omnipotente e inapelable.

El campo no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que reformatea la memoria, la amolda a sus necesidades. Su objetivo es borrar, vaciar y regrabar.

Cuando el militante es capturado, no solamente simula no saber, sino que auténticamente olvida; olvida la información que puede hacer peligrar a otras personas; olvida nombres, domicilios e incluso caras. El haber perdido la capacidad de recordar información precisa, sobre todo la relacionada con nombres y direcciones, es un dato recurrente entre los sobrevivientes. Hay "olvidos" que salvan a otros hombres y a aquél que posee la información lo protegen de una enorme dosis de angustia. En estos casos, el olvido es un mecanismo que sabotea la dinámica del campo.

Hay otra clase de olvido; la del mundo del exterior, el afuera. La distancia enorme y, al mismo tiempo, la cercanía, que ya se describió como uno de los aspectos desquiciantes del campo, también crean la sensación de que el mundo externo ha "olvidado" al preso, es decir que se ha consumado la lógica concentracionaria. En la medida en que el prisionero cree en este olvido, resulta atrapado.

La clausura del mundo exterior, su cancelación, es uno de los mecanismos que el campo promueve para lograr la desintegración. Es significativo que el prisionero busque las ventanas, los hoyos que le permiten ver el exterior o bien cuando recién llega al campo o bien cuando ha pasado la etapa de "acosamiento" inicial y vislumbra alguna posibilidad de reintegración, es decir, cuando logra escapar a la idea del campo como única realidad. En este caso, ha ganado una parte de la batalla. La cercanía-distancia del afuera, y su connotación de aceptación-sumisión al poder concentracionario, es demasiado dolorosa para asomarse a ella si no existe la esperanza de una reintegración.

Pero, al mismo tiempo, es la única posibilidad de escapar física y psicológicamente a la realidad del campo.

El recuerdo y la referencia al mundo exterior, la existencia de verdaderos vínculos con él, fundamentalmente los afectos, es doloroso para el secuestrado pero también es la condición de posibilidad para que sea capaz de romper el aislamiento real y falso a un tiempo que le propone el campo de concentración. Por el contrario, el abandono del hombre a la realidad concentracionaria como única y total fue el camino casi seguro para la desintegración de los sujetos.

El vínculo con el exterior, con algo que no perteneciera al mundo del campo, solía ser la fuente de la fuerza vital necesaria para resistir, no digo para vivir sino para resistir, es decir para preservar la humanidad y luchar dignamente por la vida. En algunos testimonios este lugar lo ocuparon los hijos, los padres o bien la pareja; los afectos parecen tener un lugar de privilegio con respecto a otros elementos más racionales, como los ideológicos o políticos. Ana María Careaga, capturada a los 17 años en estado de gravidez, lo relata así: "Un día, sentí por primera vez que la criatura se movía en mi vientre. Fue una alegría enorme; sentí que vivía, que había resistido... Fue la criatura la que me dio fuerzas para sobrevivir.

Hablaba con ella todo el tiempo, le hacía poesías y le contaba cuentos...

Ella había resistido a la muerte; eso era una forma de respuesta a la barbarie; yo tenía que resistir con ella y por ella."8'' En la medida en que cede el terror inicial, el ser humano rescata sus nexos afectivos con el exterior, así como tina racionalidad y una moralidad propias. La convicción religiosa parece haber jugado un papel importante, probablemente porqué lo religioso pertenece a un universo al que no llega el poder concentracionario, porque constituye una instancia de "apelación" superior a ese poder que se pretende absoluto. La existencia de creencias religiosas, en este sentido, preservó al hombre. Muchos prisioneros, con los elementos más precarios se fabricaban una pequeña cruz que llevaban al cuello. Esta primera recomposición del hombre, casi siempre asociada con los referentes externos, al permitir "fugar" de la realidad concentracionaria como dispositivo inexorable y perfecto, también permite insertarse en ella construyendo una sociabilidad distinta a la que impone la institución.

¿Cómo se puede hablar de construir una sociabilidad en medio del silencio y la inmovilidad? Por más que se lo proponga, el campo no puede constituirse como una realidad sin fisuras, de vigilancia total y permanente. En medio de la aparente parálisis ocurren muchísimas cosas.
Las personas aprenden a mirar por abajo de la capucha y entre las vendas; reconocen las voces de sus guardias porque los oyen hablar entre sí; saben quiénes son, cómo se llaman; los espían y les conocen sus caras; desarrollan una extraordinaria habilidad para comunicarse con gestos, pequeños sonidos, para saber en qué momento pueden burlar la vigilancia. Los seres humanos, reducidos a la inmovilidad y el silencio, aguzan los sentidos, distinguen los olores, los más pequeños ruidos, encuentran señales que los orientan en el laberinto (la hora de la comida, la hora del cambio de guardia, la hora en que entra un rayo de luz por cierta rendija). Ahora son ellos, los prisioneros, los que "disponen de todo el tiempo" para hacerlo. A su vez, el dispositivo encuentra sus propias grietas y sus propios cansancios. Junto a los guardias que pegan para sentirse poderosos o que castigan por gusto, hay guardias que se "humanizan" a sí mismos permitiendo cierto relajamiento de la disciplina aun cuando ello pueda perjudicarlos, otros lo hacen siempre que no los comprometa, otros más, sencillamente se duermen. Son los turnos "buenos" de los que hablan los testimonios. Pero, dentro de la lógica esquizofrénica del campo, también puede haber, muy eventualmente, guardias que roben dulce de leche para convidar a los presos, que dejen hablar, repartir la comida, circular un libro y hasta que organicen "peñas" con los secuestrados, como consta en los testimonios de Graciela Geuna y Blanca Buda.

Estas circunstancias explican que, aun cuando las condiciones de vida eran tal y como las describen los testimonios, las pequeñas "fugas" de autoridad, ya fuera por una transgresión de la disciplina que partiera del preso o del guardián, permitieran que sin embargo los presos supieran tanto. Cuanto mayor era el tiempo de permanencia, más conocimiento alcanzaba el prisionero. Además, algunos de los sobrevivientes que testimoniaron fueron incluidos en programas de "recuperación", lo que les permitió alcanzar un conocimiento mucho más profundo sobre el personal y las costumbres de su lugar de cautiverio.

Así pues, mal que les pese a los desaparecedores, debajo de las capuchas, había ojos que miraban todo lo que podían ver y hombres que se resistían a ser reducidos tan fácilmente a la condición de bultos. Entre una cucheta y otra, en un levísimo susurro y cuando había ruido de platos, se decían los nombres, las militancias, se contaban verdaderas historias en poquísimas palabras. Los presos se cruzaban unos con otros cuando iban al baño y se reconocían por un pie, una voz que llamaba al guardia.

Cuando la disciplina se relajaba, lo primero que fluía era la información: dónde estaban, quiénes habían sido capturados, cómo fue la propia detención, qué personas eran más o menos confiables. "Estaba totalmente prohibido hablar, ya sea con el compañero de celda, en el baño o con los presos de las otras celdas. Nosotros lo hacíamos igual, cuando podíamos, incluso con las otras celdas, a través de los ventiluces, subiéndonos a-1 camastro superior... Si pescaban a alguien hablando-b con la venda levantada, lo sacaban de la celda y lo llevaban a torturarlo, ya sea con picana eléctrica, golpes u otras formas de castigo", cuenta Ana María Careagas. A pesar de la atmósfera de desconfianza y suspicacia que invade las relaciones entre los prisioneros, a pesar de que la vida concentracionaria promueve la individualidad a ultranza, a pesar de que cualquier acción colectiva es objeto de castigo brutal, aun así los seres humanos no pueden ser despojados tan fácilmente de su humanidad ni, por ende, de su sociabilidad. En primer término, el individuo se aferra a otro ser humano, que le permite reconocerse como tal. Cada uno es el espejo del otro; cada uno recupera y ofrece la condición humana para sí y para el otro. Cuando esto ocurre, la hipnosis concentracionaria comienza a ceder. Los relatos de sobrevivientes se refieren a "parejas" de presos, "parejas" de amigos, muchas veces del mismo sexo, que se sostienen uno a otro. El mismo hombre que pudo haber estado reducido a una conducta denigrante, humillante, resulta ahora necesario y querido para otro. Es capaz de actos de verdadera generosidad y entrega hacia ese otro que lo remite a su humanidad. ¿Cuál de los dos es el hombre? Ambos lo son. El ser humano, a veces el mismo sujeto, parece ser capaz de encontrar su propia degradación y, casi de inmediato, la exaltación de su humanidad, el acto que lo "salva" frente a otro y frente a sí mismo.

El reconocimiento de la humanidad, nunca perdida, se acompaña de la recuperación del nombre, en el caso de los militantes solía ser el "nombre de guerra", que los remitía no sólo a su carácter humano sino a su condición de hombres políticos. Los presos nunca se llamaban entre sí por el número y generalmente no lo hacían por su nombre legal. Se puede observar cómo las listas de prisioneros que elaboraron los primeros sobrevivientes registran más apodos (nombres de guerra) que nombres legales.

Otro paso fundamental era recuperar la individualidad; ser alguien con alguna característica específica y diferenciadora. Geuna refiere que, en su caso, la resistencia que ofreció en el momento de su captura generó una curiosidad por ella que la benefició: "...aquellos prisioneros que se constituyen en casos extraordinarios, logran ir sobreviviendo. La cuestión es tener un rostro, un nombre y no ser apenas un número más."87 Al identificarse a sí mismo, el sujeto comienza a cuidarse; el cuidado físico, el tratar de mantener un aspecto lo más limpio y lo más digno posible son asimismo formas de defensa de su humanidad amenazada.

Los prisioneros tratan de bañarse toda vez que se les permite, se peinan, lavan su ropa en el poquísimo tiempo de que disponen para ir al baño, consiguen de alguna manera tener dos mudas de ropa interior, se agencian cepillos de dientes y se lavan aunque sólo sea con agua. Todos estos cuidados, terriblemente dificultosos, representan, sin embargo, una victoria contra la "animalización" que pretende el campo.

La realización de una actividad, la que sea, también es reestructurante.

Permite moverse, ocuparse en algo física y mentalmente. El hombre sabe que esto es fundamental. Tamburriní, licenciado en filosofía, dice que los prisioneros más antiguos, entre los que se encontraba, gozaban de ciertas "prerrogativas", entre otras, porque "se nos proporcionaban escobas para que barriéramos el sitio". En efecto, en muchos testimonios se refiere que realizar la limpieza, hacer labores de mantenimiento, repartir la comida o prepararla eran extraordinarios privilegios que permitían moverse, ocupar la cabeza, conocer el lugar, hablar con otros presos.

Cuando existía la posibilidad, los secuestrados inventaban actividades que les permitieran usar sus manos, su cabeza, su imaginación. Según las características del campo y de las guardias, podían hacer objetos con miga de pan con la capucha puesta, los que compartían un calabozo jugaban cartas en silencio con naipes hechos en pequeños pedacitos de papel o interminables partidas mentales de ajedrez, se relataban o enseñaban cosas unos a otros cuando podían hablar; si existía un libro, como se podía leer sin moverse ni hablar sólo era necesario esperar una guardia permisiva. En la Escuela de Mecánica los presos de capucha llegaron a fabricar pequeños libritos con chistes recortados de periódicos, como regalo de navidad en diciembre de 1977 para sus compañeros; allí mismo, Norma Arrostito pasaba horas memorizando el Romancero Gitano.

El trabajo, el juego, y con ellos la risa fueron formas de defensa del sujeto amenazado. En efecto, la risa aparece en muchos de los relatos y confirma la persistencia, la tozudez de lo humano para protegerse y subsistir.

Todas estas actividades, en un ritmo muy lento, de una manera muy disimulada, con la humildad de lo cotidiano que parece insignificante, permitieron ir construyendo la red de relaciones que existía en cada campo. No se trataba de redes estables; de hecho, los traslados la rompían permanentemente. Sin embargo, a partir de las relaciones entre dos, de los presos más antiguos que conocían las reglas de la casa, se iban estructurando ciertas dinámicas de sobrevivencia, de intercambio de información, de apoyo y también de traición. No pretendo describir un mundo de prisioneros solidarios enfrentados a sus captores, pero tampoco un espacio de soledad absoluta, carente de todo valor humano y moral.

De hecho, no hay un solo sobreviviente que no haya contado con la ayuda de otros, a veces muertos; nadie salió solo ni tampoco nadie se desintegró solo.

La solidaridad es un valor que aparece en la experiencia concentracionaria, como clave para la subsistencia. Compartir la comida, cigarrillos, un dulce en condiciones de auténtica desnutrición, regalar objetos útiles y siempre preciadísimos por la carencia total de los mismos, como un lápiz, consolar o tranquilizar a otro preso para que no se descontrole y evitarle así un castigo, informar o prevenir a alguien sobre posibles peligros, coordinar acciones para distraer a los guardias y permitir cierto contacto entre prisioneros, son algunos de los muchos gestos solidarios que se encuentran en los testimonios.

En el campo, como en la vida, conviven las dimensiones de la solidaridad y la traición, sólo que ésta aparece expuesta mientras la primera es subterránea. Lo que quiero decir es que aun en condiciones tan aplastantes el poder no llega a constituirse en total. Aun en medio de un proyecto de destrucción y arrasamiento de la personalidad, el hombre busca y encuentra su dignidad. Cuando se defiende de la suciedad, cuando protege a otro ser humano, cuando se solidariza con el compañero, cuando se resiste a caer bajo los golpes, cuando aguanta la tortura hasta donde puede, cuando camina hacia la muerte con entereza, el hombre está resguardando su dignidad. Decía Jorge Semprún, sobreviviente de Buchenwald: "En los campos el hombre se convierte en ese animal capaz de robar el pan de un camara-da, de empujarlo hacia la muerte. Pero en los campos el hombre se hace también ese ser invencible capaz de compartir hasta su última colilla, hasta su último pedazo de pan, hasta su último aliento, para sostener a los camaradas."88

Resistencia y fuga

El campo de concentración argentino fue el intento más claro del poder por apresar y desaparecer todo aquello que escapara de su control. No obstante, la realidad, y el campo como parte de ella, genera de manera constante las líneas de fuga y los dispositivos que disparan contra el núcleo duro del poder y contra sus segmentos, abriendo brechas dondequiera.

Si, como propone Deleuze: "Los centros de poder se definen por lo que se les escapa y por su impotencia más que por su zona de poder/es" es importante detenernos en las formas de resistencia y de impotencia del poder.

Ya vimos que el hombre no permanece inerme sino que desarrolla y despliega una serie de habilidades para resistir y, cuando puede, sobrevivir. Puede lograrlo o no, como en todo escape, pero su solo intento implica la capacidad de resistencia, no de sumisión. Interpretarlo de manera inversa es arrebatarle al hombre su capacidad de oponerse al poder y regalarle a éste la vana omnipotencia que pretende.

Muchas veces se ha hablado de los escasos intentos de fuga que existieron en los campos de concentración como la consumación del poder destructor y anonadante del campo. Este razonamiento es sólo parcialmente cierto. Es preciso acotar que existieron muchísimas formas de fugar del dispositivo concentracionario, no solamente el escape físico, todas ellas asociadas con la preservación de la dignidad, la ruptura de la disciplina y la transgresión de la normatividad, saboteando los objetivos del campo.

Todo ocultamiento al poder totalizante que intentaba hacer transparentes a los hombres, toda defensa de la propia memoria contra el reformateo del campo, toda burla, todo engaño fueron formas de resistencia a su poder. Tratar de sobrevivir sin "entregarse", sin dejarse arrasar, era ya un primer acto de resistencia que se oponía al mecanismo succionador y desaparecedor. De la misma manera, ampliar el círculo de los que se creía que tenían más posibilidades de sobrevivir, ya fuera por su inclusión en trabajos de mantenimiento, por recuperación del contacto con su familia o por otras razones, fue un elemento clave. Los sobrevivientes hablan de manera recurrente de una obsesión: estando dentro del campo una de las ideas mas fuertes era que alguien debía salir con vida; alguien debía sobrevivir para testimoniar y contar; alguien debía construir la memoria de los campos de concentración. Esta obsesión muestra la resistencia a algunos objetivos prioritarios del campo: la desaparición de lo disfuncional, la diseminación del terror y la producción de sujetos y sociedades sumisas. De hecho, este objetivo de los prisioneros se cumplió; hubo no uno sino muchos sobrevivientes y un gran porcentaje de ellos testimonió en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1985.

En el otro extremo, el suicidio. En muchos casos, la decisión de la muerte fue también una forma de resistencia y fuga que entorpeció los designios concentracionarios; en la medida en que selló de manera definitiva la información que poseía un hombre, le arrebató al campo el derecho soberano de vida y muerte, y con ello debilitó su aparente omnipotencia.

Hubo formas de fuga, terriblemente personales pero no por ello menos eficientes. En este sentido, me llamó poderosamente la atención un relato de Blanca Buda, por su carácter de experiencia extraordinaria. Buda afirma no saber si lo que le ocurrió fue una alucinación o una experiencia real, aunque ella se inclina a-pensar esto último. Sea lo que haya sido, el efecto fue claramente liberador, de fuga y burla al poder, bajo la circunstancia misma de la tortura. Refiere Buda que, en el momento en que estaba siendo atormentada, se desdobló, salió de su cuerpo y vio, sin sensación de dolor, cómo era lastimada por los "interrogadores". "En aquella dimensión me sentía absolutamente protegida por una presencia superior luminosa que me llenaba de fuerza y de paz. Algo sobrenatural me estaba aconteciendo, pues ni por un instante odié a mis verdugos...

Me fui introduciendo lentamente en otra dimensión, más alta aún, mientras el tiempo y el espacio desaparecían. Todo era de color intenso y brillante. No existían límites... " Sigue un relato larguísimo de una experiencia que, sea alucinación o no, lo cierto es que sacó a Blanca Buda de la tortura y le permitió fugar de ella, de manera insospechada para sus captores. Tal vez este tipo de "fugas" haya existido en muchos otros casos, pero la índole de los testimonios, ante organismos de derechos humanos y-juzgados, no se prestaba para relatos de este tenor.

Muchos de los textos también se refieren al valor liberador de la risa. Dice Geuna: "Aun en las situaciones más trágicas el hombre es capaz de reír... surge la broma, que no es otra cosa sino la búsqueda inconsciente del hombre para recuperar su humanidad destrozada... La capacidad humana de recuperarse es absolutamente asombrosa. Temblando de miedo, esperando el camión que puede trasladarte hasta la muerte, y riendo...

Como en Navidad reíamos o como cuando Boca Juniors ganó el campeonato metropolitano, la vida se metía por La Perla, por alguna rendija descuidada, y transformaba el campo de concentración en una fiesta efímera, puntual, instantánea. Porque la vida siempre es más potente que la muerte. La risa es una de las formas más eficientes de la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un medio en el que se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a la muerte.

La risa fue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la humanidad propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la burla, permitían desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia muchas veces patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia. Los hombres importantes de estos campos, con nombres de animales feroces muchos de ellos, Tigre, Puma, Pantera, solían ser terriblemente ridículos.

Dice Blanca Buda que cuando sus interrogadores, que la habían castigado intentando que revelara sus más íntimos secretos, se negaron a que dijera por quién había votado aduciendo que "el voto es secreto", ella lanzó una carcajada y... "desde ese instante perdieron para mí la imagen de 'lobos feroces', de 'tragamujeres' y de 'infalibles represores'... Lo consideré una burla de bajo vuelo que me puso de buen humor"91.

Otra de las formas privilegiadas de la resistencia fue el engaño, que presupone una inversión de la situación de poder. El secuestrado engaña a su captor a pesar de estar en condiciones aparentes de indefensión total.

El engaño señala por una parte a un sujeto, el que engaña, no destruido ni arrasado ni transparente, es decir a un sujeto que no ha sido reformateado. Por otra, señala la omnipotencia del desaparecedor como generadora de su mayor impotencia. El secuestrador cree hasta tal punto en su omnipotencia que él mismo queda cegado por ella. Cuenta Ana María Careaga: "Creo que ellos pensaban en soltarme, pero dudaban. Lo que me ayudó fue eso: los convencí de que haría lo que ellos querían.

Ellos estaban divididos, algunos decían que yo era una hija de puta, que si fuera por ellos, no salía. Los otros dudaban. Yo trataba de no exagerar, de mostrarme vencida, dispuesta a hacer cosas pero sin exagerar... Creo que los engañé, que me dejaron en libertad porque pensaron que yo iría a callarme o a convencer a mi familia para que se entregue. Es mi pequeña victoria sobre ellos."92 ¿Pequeña?

El engaño fortalece a quien lo realiza pero también a los que lo observan.

Cuando Graciela Doldán, en La Perla, logra decirle a Graciela Geuna, acerca de su supuesta colaboración: "Todo lo que te dije delante de Herrera son mentiras. No podía hacer otra cosa. Nada fue inútil. Hay que resistir", está realizando en ese momento un acto de resistencia que incluye a Geuna; así como el terror se expande, la resistencia también. Al atreverse a reconocer frente a otro preso que ha engañado al militar, Doldán invoca la dignidad y la solidaridad del otro. El acto abre una línea de fuga para Doldán, para Geuna y para Araujo, quien se sumaría a ellas en el único intento organizativo que existió en La Perla, según el relato de Geuna. Desde el momento en que el secuestrado conspira, su vida cambia, comienza a pertenecer a algo distinto del campo y opuesto a él desde dentro; lucha contra el campo, es decir lucha por su vida en contra del poder succionador. Las personas se envían mensajes, realizan acuerdos, acumulan información, la comparten, intentan entorpecer el dispositivo, sostienen a los más vencidas; crean otra sociabilidad; conspiran. "Tratábamos de poner límites. Nuestro objetivo era muy humilde. Tratábamos de demorar el aniquilamiento." El intento de organización de La Perla fracasó pero una de las sobrevivientes fue Geuna; es muy probable que esta experiencia le haya dado la fuerza para continuar y posteriormente para testimoniar, para realizar la vieja consigna de esos días: "alguno va a sobrevivir y tendrá que informar"93.

Uno de los relatos más impresionantes de organización interna, resistencia y conspiración lo constituye el de la Escuela de Mecánica de la Armada, cuyos protagonistas no dudan en calificar de "doble juego". En ese campo, hacia fines de 1976, se decidió dejar con vida, probablemente en forma temporal, a unos pocos ex militantes de la organización Montoneros que habían facilitado la captura de otros y se prestaban a realizar actividades operativas y de inteligencia militar en contra de sus antiguos compañeros. Este grupo, que se dio en llamar minuta, estaba formado por alrededor de una decena de hombres y mujeres, todos ellos conversos, con más o menos convicción, a la causa militar. No vivían en las mismas condiciones que los demás prisioneros y gozaban de cierta libertad de movimiento dentro de las instalaciones. Hacia mediados de 1977, salieron de la Escuela Mecánica para trabajar y vivir en "libertad", como personal naval.

Desde principios de 1977, se inició allí mismo un proceso muy diferente: la conformación del llamado staff con un grupo de prisioneros, inicialmente militantes de bastante alto nivel político de la misma organización. Muchos de ellos eran de alguna manera "notables", tenían apellidos famosos, alto nivel organizativo o relaciones de parentesco con dirigentes guerrilleros.

Estos presos descubrieron el interés de algunos oficiales de la marina por mostrarlos como trofeo y aprovechar, al mismo tiempo, su formación política e intelectual en beneficio propio. Comprendieron que, en el marco de la carrera política que intentaba emprender Massera, poseían un insumo valioso para los marinos, que podían entregar a cambio de mayor sobrevida, con la expectativa de que "alguno" podía salir libre.

La Escuela comenzó por utilizar a algunos de sus prisioneros en trabajos de clasificación y análisis de la prensa nacional y extranjera, realización de estudios monográficos sobre problemas diplomáticos limítrofes y políticos, elaboración de documentos de análisis de coyuntura y otras tareas semejantes. Dice Gras: "el grupo elegido para la realización de los nuevos trabajos había comenzado a darse formas de organización interna, cuyo objetivo básico era mantener la decisión de no colaborar, y en la medida de lo posible sabotear la actividad represiva, ya que los límites fijados a la falsa colaboración consistían en no afectar a personas y organismos populares, salvar !a mayor cantidad posible de vidas y poder testimoniar en el futuro.'"'4 Alrededor del grupo inicial se fueron congregando otras personas, según habilidades reales o inventadas por los propios prisioneros, teóricamente necesarias para la realización de los trabajos. Lo cierto es que el staff contaba, hacia mediados de 1978, con unas 30 personas que vivían en condiciones muy privilegiadas dentro del campo. En primer lugar, se pasaban el día en una especie de oficinas construidas primero en el subsuelo de la ESMA y más adelante a un costado de la famosa "capucha", en que se alojaba el grueso de los secuestrados. Trabajar, comer razonablemente bien, tener atención médica, ropa suficiente, derecho al baño diario, acceso a la prensa y los medios de comunicación y circular con libertad dentro de las oficinas eran privilegios que permitían afrontar el secuestro desde una perspectiva muy diferente.

Se perfilaron, a partir de entonces, dos grupos de prisioneros que no eran trasladados, el staff y otro grupo que se dedicó a tareas de mantenimiento dentro del campo de concentración. Ambos trataron de atraer hacia sí la mayor cantidad de prisioneros posible, con la idea de que el tiempo, en este caso, corría a favor de los secuestrados; es decir, a mayor sobrevida, mayor posibilidad de salir de allí.

Es difícil explicar con certeza las razones de la existencia del staff, cuya creación coincidió con el "lanzamiento" político del almirante Massera. La ambición política de la marina, que pretendía disputar el lugar rector que hasta ese momento había ocupado el ejército dentro de las Fuerzas Armadas, acompañada de la ineptitud, la inexperiencia y el arribismo político de Massera, les permitió concebir la idea de utilizar el "capital político" que habían capturado en beneficio de sus propios objetivos.

En consonancia, la oficialidad de la Escuela de Mecánica estructuró lo que llamaba una política de "reeducación", por la cual supuestamente lograba "producir" de los militantes nuevos sujetos, capaces de ser reincorporados a la sociedad dentro de su proyecto. Cabe señalar que éste no fue una suerte de absurdo de invención naval; todas las instituciones totales se proponen remodelar al hombre y en verdad producen en él un cambio permanente, aunque rara vez éste coincide con lo que la institución se había propuesto. La idea de reeducar, remodelar sujetos, acrecentaba el despliegue de poder de la Armada, ya que no sólo la mostraba capaz de secuestrar a un número importante de militantes de alto nivel sino, además, de hacerlos defeccionar y trabajar para sí, de reeducarlos y modelarlos; la omnipotencia concentracionaria en acción. El proyecto de la Escuela fue admirado por muchos oficiales de la Armada, así como del Ejército y la Aeronáutica. De hecho, el general Galtieri intentó algo semejante en jurisdicción del 11 Cuerpo, y en otros campos los llamados Consejos de prisioneros tuvieron cierto parecido aunque nunca llegaron a desarrollarse de manera tan ambiciosa.

A los marinos les complacía en particular la existencia de jerarquías militares entre sus "enemigos" y les gustaba hacer tratos o tener conversaciones "de oficial a oficial" con algunos de sus secuestrados o con "sus pares", los oficiales montoneros de mayor rango. Esto les alimentaba la fantasía de que estaban librando una guerra y les permitía mostrar su "caballerosidad", cuando se encontraban frente a un enemigo "digno".

Justificaban así que la "guerra sucia" los "obligaba" a ser sucios, a pesar de sus propias inclinaciones ideológicas y personales.

Sigue Gras: "Durante este proceso, Acosta comienza a comprender que si gana la voluntad de este sector de prisioneros -a quienes comienza a considerar en 'proceso de recuperación'- puede obtener una victoria política que afirme su carrera y sus ambiciones. Entre estos prisioneros, en respuesta, se opera una simulación generalizada en torno a esa 'recuperación, consistente en manifestar en cada diálogo un cambio en sus escalas de valores personales, una supuesta adecuación al medio, etc., manteniendo realmente su negativa a la delación. Esta aparente dualidad demanda a dichos prisioneros un gran esfuerzo psíquico y nervioso y alimenta una constante situación de tensión."9'' Más allá de la importancia relativa que pudieran tener, los documentos y opiniones del staff fueron de gran utilidad para dar poder y afianzar dentro del arma las posiciones de la oficialidad vinculada con la "guerra sucia", por haber logrado la colaboración de enemigos tan probados. Para aumentar su importancia, los propios oficiales se encargaron de magnificar su influencia sobre los secuestrados, a quienes presentaban como "fuerza propia" frente a otros grupos de tareas e incluso dentro de la Armada.

Esta lógica hizo que, por razones diferentes, tanto la oficialidad del campo como los miembros del staff tuvieran un mismo interés en exagerar la importancia de las actividades políticas que allí se desarrollaban. Para los primeros implicaba aumentar sus espacios de poder interno dentro del arma y de ésta en relación con el Ejército; para los otros representaba la posibilidad de "durar", y durar podría significar en algún momento sobrevivir.

Como ya se señaló, los prisioneros del staff trabajaban manteniendo contacto unos con otros, por lo que trabaron relaciones cotidianas y personales entre sí, que les permitieron, con mucha cautela, comenzar a sobrevivir estableciendo límites precisos en su relación con los militares y rearmar relaciones de confianza colectiva, muy difíciles de establecer dentro de un campo de concentración.

Los lazos de confianza se fueron estableciendo en forma lenta y más bien interpersonal que grupal. Con el transcurso del tiempo, se formó una verdadera "red" de confianzas, complicidades y una sociabilidad con reglas propias, que precisaban qué se debía y qué no se debía hacer. Esto permitió la circulación de la información y una especie de mecanismo de acuerdo, más o menos colectivo. En este marco, se perfilaron ciertas "líneas" de actitud. Por ejemplo, los materiales escritos no debían proporcionar ningún tipo de información de utilidad operativa; era importante reforzar la idea de que sólo con el abandono del accionar represivo se abrirían posibilidades políticas para la Armada; se insistía en el costo político de las desapariciones y en la necesidad de cesar esa práctica; se exageraban las virtudes políticas de Massera y su posibilidad de convertirse en un caudillo político.

¿Cómo podían ganar espacio dentro de la Armada los oficiales más vinculados a los campos, representando posiciones que tendían a debilitar el accionar represivo? La lógica era más o nietos la siguiente: " Una oficialidad brillante había logrado la victoria militar sobre un enemigo muy peligroso; había logrado capturar buena parte de sus cuadros políticos y, mediante un trabajo de reeducación, convertirlos en sus colaboradores.

Una vez ganada la lucha militar, era el momento de la confrontación política. La conducción de la misma le correspondía a los vencedores de la anterior quienes, además, habían demostrado la astucia suficiente para doblegar a sus oponentes." Este era aproximadamente el razonamiento que se impulsaba.

En consecuencia, la Marina se jactaba de tener vivos dentro de la Escuela de Mecánica cuadros guerrilleros que el ejército hubiera matado de inmediato, dejando entrever que había alcanzado un grado de colaboración altísimo por parte de ellos. Por su parte, el dejaba. correr y alimentaba estas versiones que representaban, aunque muy precariamente, una cierta protección. El mito de la Escuela de Mecánica crecía y adquiría una dinámica propia, en la que, por razones diferentes, coincidían los intereses de secuestrados y este grupo de secuestradores.

Mientras tanto, el trabajo, la comunicación, la solidaridad y formas muy precarias de organización favorecieron la recuperación paulatina de los miembros del staff. Su existencia tuvo una utilidad real para el campo de concentración, en la que es difícil precisar los límites entre usar y ser usado. Por de pronto la vida misma de los sobrevivientes, como posibilidad de inducir en otros la idea de que el campo no exterminaba y permitía la subsistencia bajo determinadas condiciones, ayudaba a diseminar la perversión de la lógica concentracionaria.

Sin embargo, al mismo tiempo, el staff fue capaz de aprovechar los privilegios con que contaba dentro del campo para una verdadera tarea de resistencia que comprendía:

1. Incluir dentro de este grupo, que se suponía tenía más posibilidades de sobrevivir, a la mayor cantidad de gente posible; mejorar las condiciones de vida del resto haciendo circular comida, libros, información y los materiales a los que tenía acceso.
2. Aprovechar los privilegios de movimiento e información con que contaba para prevenir a las personas recién capturadas sobre las conductas que les convenía adoptar y sobre la información que conocían o no sus captores.
3. En virtud de ciertos contactos con el exterior, en algunas circunstancias excepcionales, dar aviso de posibles capturas.
4. Sesgar los análisis políticos para promover las posturas que consideraban menos peligrosas.
5. Aprovechar el mayor conocimiento que tenía de sus captores, en virtud de la convivencia diaria con los oficiales que supervisaban este trabajo y el campo en general, para valorar las posibilidades de supervivencia y las formas de lograrla, aunque fuera parcialmente, de manera que quedaran por lo menos algunos que pudieran testimoniar.
6. Sobrevivir sin ser arrasado.

Dada la intencionalidad de desviar y trabar la acción represiva simulando una colaboración, los protagonistas consideran haber realizado un doble juego. De hecho refieren que dos libros que encontraron entre el material incautado por la Escuela de Mecánica, y que leyeron con gran interés, fueron La orquesta roja y El gran juego. En ellos se relata cómo hizo Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis durante la Segunda Guerra, para desarrollar un doble juego que protegió a la red soviética mientras simulaba una colaboración con los alemanes que jamás prestó.

Hay un ejemplo ilustrativo de esto que los prisioneros de la Escuela de Mecánica llamaron doble juego. Una de las razones por las que los marinos comenzaron a dejar gente viva era para exhibirlos como prueba de su colaboración ante las personas recién capturadas. Esto podía inducir en los prisioneros recién llegados la idea de una traición generalizada que minara su resistencia. Sin embargo, la misma acción podía convertirse en su contrario. Solía ocurrir que el secuestrado "notable" permaneciera unos instantes solo con el recién llegado para hacer más creíble la "actuación".

Esos momentos se podían usar para indicar muy someramente al otro la irrealidad de la situación, o bien para darle alguna información clave de lo que debía o no mencionar. Cuando esto se producía, el efecto era inverso al esperado; el nuevo secuestrado encontraba a un compañero, a un cómplice, dentro mismo del campo y resultaba fortalecido para enfrentar la tortura que sufriría de inmediato. Sin embargo, la acción era muy riesgosa; de ser descubierta, seguramente el responsable sería trasladado de inmediato.

La doble posibilidad que se abre, desde toda situación, de aprovecharla en un sentido o en otro permite afirmar, al mismo tiempo, que el simple prisionero que ayuda al guardia a repartir la comida dentro del campo, colabora con la funcionalidad del mismo. Pero, si al hacerlo aprovecha para hablar con otro secuestrado, para informarlo e informarse, para repartir un poco más de comida, en lugar de reproducir rompe las reglas de juego del campo, resiste.

La historia del doble juego de la Escuela de Mecánica es particularmente significativa porque muestra que el poder no es omnipotente, ni siquiera tan brillante. Es una historia de engaño y éxito. En efecto, los prisioneros del staff lograron sobrevivir y fueron liberados entre fines de 1978 y mediados de 1979; acordaron mantener silencio en torno a la experiencia hasta que quedara en libertad el último de ellos. Así lo hicieron y la mayor parte de sus miembros declararon luego ante comisiones de derechos humanos y en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1 985. En suma, aprovecharon el punto ciego del poder: su soberbia, que les hizo creerse más listos, más valientes y mejores de lo que realmente eran. Una vez más, la trampa de creer en su propia omnipotencia.

Por último, me quiero referir al escape, a la fuga en sentido literal, como la forma de resistencia más clara. La estricta vigilancia de los campos, sumada a la destrucción de los sujetos y su anonadamiento paralizante, redujo bastante la concreción de fugas físicas, ya sea individual o colectiva. Sin embargo, éstas existieron.

Se registran fugas de campos de Ejército, Armada y Aeronáutica. Deis de los testimonios que hemos tomado como centrales pertenecen a personas que se fugaron de campos de concentración. Se trata de Juan Carlos Scarpatti, que se fugó de Campo de Mayo, y de Claudio Tamburrini, que se fugó de la Mansión Seré, perteneciente a la Aeronáutica.

Hubo otras fugas memorables. De la Escuela de Mecánica de la Armada se escaparon dos prisioneros, que regresaron a su antigua militancia. Se trata de Horacio Maggio, asesinado poco después, y de Jaime Dri, quien sobrevivió. Tulio Valenzuela, secuestrado por el II Cuerpo de Ejército que pretendía usarlo para asesinar a dirigentes montoneros radicados en México, protagonizó una fuga espectacular en ese país, con denuncia en los medios de prensa y un desenlace completamente desafortunado.

El caso de Scarpatti también ilustra este tipo de fugas, todas muy impresionantes, llevadas a cabo por hombres desesperados pero no inmovilizados. Sin embargo, quiero referirme a la ruga que protagonizaron Claudio Tamburrini, Guillermo Fernández, Carlos García y Daniel Rusomano, de la Mansión Seré. Existen aquí otros elementos. En primer lugar, se trató de una fuga colectiva, es decir fue preciso coordinar una acción entre cuatro personas, con una confianza suficiente entre sí como para organizar y ejecutar conjuntamente esta acción.

Los cuatro hombres adoptaron la decisión ante la certeza de su próximo aniquilamiento, pero fueron capaces de realizarla en las condiciones más adversas. Reconocieron el lugar aprovechando pequeñas-coyunturas, como bajar a abrir la puerta cuando llegaba la comida; aprovecharon los escasísimos elementos con que contaban (un clavo, varias cobijas y el cable de una plancha); se animaron unos a otros. Por fin, escaparon totalmente desnudos, sin documentos ni dinero, sin ningún apoyo externo, habiendo perdido todo contacto con su familia y sus compañeros desde varios meses antes.

Realizar una acción de este tipo implica la existencia de relaciones de solidaridad y confianza, la ruptura de toda hipnosis inmovilizante, la no aceptación de los designios del campo de concentración, en suma, la resistencia. No significa que lo demás no haya pasado por esros hombres, sino que pudieron conjurarlo, en el relato de Tamburrini se refleja cómo les costó tomar la decisión, aun a pesar de que tenían la casi certeza de que los matarían. Incluso dos de las personas que fugaron dudaron seriamente en hacerlo, más bien Fernández les presentó el hecho consumado iniciando la fuga. Las dudas acerca de si los secuestradores conocían o no los preparativos también indican que probablemente la confianza entre ellos no era total. Sin embargo, a pesar de que no eran inmunes al dispositivo, lograron sobreponerse a él y fugar.

También aquí aparece el punto ciego del poder: su auto sobre dimensionamiento. El poder totalizador tiene una gran debilidad: se cree auténticamente total. En el caso de la Mansión Seré es Tino quien, al darles a los presos la noticia del asesinato de un antiguo compañero, los enfrenta con el hecho de su eliminación, poniéndolos en una situación sin salida. En definitiva, aquí es el poder que cree que puede matar sin resistencia, en otros casos el que cree que puede reformatear a su antojo, el que cree que puede atemorizar perpetuamente, el que cree que no puede ser engañado ni burlado. Ese es el poder concentracionario, que como no reconoce sus límites se cree ilimitado.

Todas las formas de fuga de que dan cuenta los distintos testimonios: el escape personal a las situaciones más dolorosas; la risa que permite recuperar la humanidad de desaparecido y desaparecedor, reinstalando cierto equilibrio; el engaño que invierte el control de la situación; la conspiración que restablece los lazos de solidaridad, cooperación y resistencia y la fuga que rompe de un golpe con el secuestro y la desaparición, son todas formas de lo que he llamado Mineas de fuga y resistencia.

Todas ellas muestran que dentro del campo, a pesar del fantástico poder de aniquilamiento que se despliega, el hombre encuentra resquicios. Hay allí un poder que se reorganiza; puede haber redes que entrelacen a los prisioneros, los sostengan y les permitan conformar una nueva sociabilidad. Aun en esas circunstancias, los hombres hacen cosas, toman decisiones, apuestan, ganan y pierden. Pensar en la víctima total y absolutamente inerme es también creer en la posibilidad del poder total, que deseaban los desaparecedores. Muchos relatos desconocen los resquicios porque los consideran excepcionales, pero ellos muestran algo fundamental: que el poder, aunque se lo proponga, nunca puede ser total; que precisamente cuando se considera omnipotente es cuando comienza a ser ingenuo o sencillamente ridículo.

Héroes, traidores y víctimas inocentes El campo es una infinita gama no del gris, que supone combinación de blanco y negro, sino de distintos colores, siempre una gama en la que no aparecen tonos nítidos, puros, sino múltiples combinaciones. Si bien en la vida misma se podría afirmar la inexistencia de colores "puros" que excluyen combinaciones con otros, este hecho es particularmente cierro dentro del campo. Nadie puede permanecer en él "puro" o intocado; de ahí la falsedad de muchas versiones heroicas. Las posibilidades que se presentan pertenecen invariablemente a la noción de gama, en donde tanto la responsabilidad como el valor personal pueden y suelen ser difusos. En el mundo de los campos nadie puede atribuirse la inocencia pura ni la culpabilidad absoluta.

Se suele manejar una aparente oposición, la que existiría entre héroes y traidores, como los dos extremos, el bueno y el malo, el blanco y el negro, que delimitan la diversidad de conductas posibles. No se trata más que de una reproducción de la lógica binaria. En efecto, "el mundo de los héroes -y ahí es, tal vez, donde reside su debilidades un mundo unidimensional que no comporta más que dos términos opuestos: nosotros y ellos, amigo y enemigo, valor y cobardía, héroe y traidor, negro y blanco"96.

El héroe es un ser dispuesto a sacrificar su vida y la de otros en pos de un ideal. Su heroicidad se realiza cuando entrega la vida en defensa de esa idea u objetivo superior que comprende hombres pero que va más allá de cualquiera de ellos en particular. Su acto se convierte en heroico al ser rescatado por una memoria colectiva que lo reivindica. En el caso argentino, los numerosos muertos en combate durante el Proceso de Reorganización Nacional podrían corresponder a esta categoría, si alguien los reivindicara. Pero ellos murieron peleando contra el poder concentracionario sin llegar nunca a los campos de concentración. Su heroicidad es externa y consiste precisamente en morir sin ser arrastrado por la corriente succionadora del chupadero.

El "desaparecido", en cambio, queda rodeado por la atmósfera difusa del campo, de manera que entra en una zona de indefinición, en la que nunca se sabe a ciencia cierta a qué categoría pertenece. Es como si el campo automáticamente salpicara ai hombre desvaneciendo toda posible heroicidad. Así como desde la lógica concentracionaria, la simple sospecha de cualquier transgresión convierte en culpable al hombre y justifica el castigo que llevará a la producción de la verdad y del culpable confeso, así también desde la lógica de la heroicidad, el simple contacto con el campo, por la sombra de sospecha que proyecta sobre el individuo, desvanece la pureza necesaria del héroe. No hay héroes en los campos de concentración.

El sujeto irreductible que muere en ¿a tortura sin dar ningún tipo de colaboración es el que más se aproxima a esa noción, pero no quedan pruebas de ello, no hay exhibición del acto heroico que se pueda testimoniar sin sombra de duda. La resistencia a la tortura es una representación solitaria del torturado ante sus torturadores. Algo semejante ocurre con el fusilado, muchas veces acribillado a balazos dentro de un coche, simulando un enfrentamiento, cuyo acto final puede ser digno pero no encierra la resistencia y el espectáculo de lo heroico; no hay testigos. El campo es también un dispositivo desaparecedor de los héroes; en lugar de matar hombres que pelean, prefiere arrojar seres adormecidos desde lo alto de un avión; escamotea la posibilidad del combate heroico.

El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta.
El relato que hace del campo y de su fuga siempre resulta fantástico, increíble; se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus posibles vínculos con el Otro. Transita en una zona vaga de incredibilidad.

Además, resulta amenazante ya que conoce la realidad del campo pero también la magnitud de la derrota que las dirigencias tratan de ocultar. En los medios militantes se promueve entonces su desautorización, se aduce que su óptica ha sido distorsionada por la influencia de sus captores, y ello lo convierte automáticamente en un no héroe.

En otros casos, como el de Horacio Maggio o Tulio Valenzuela, para despejar la sombra de sospecha que se cernía sobre ellos se los orilló a una autoinmolación que, ésta sí, los convirtió en héroes. Nilda Haydée Orazi y Juan Carlos Scarpatti, ambos sobrevivientes de distintos campos de concentración, señalaron con amargura: "Esta es la única organización en el mundo (Montoneros) en laque un compañero escapa de manos del enemigo, salva a la conducción nacional, para lograrlo deja en manos del enemigo? su compañera embarazada, y en vez de felicitarlo se lo obliga a autocriticarse por 'simular' y se lo despromueve de mayor a aspirante.'"'7 Faltó señalar que después de eso se envió a Valenzuela a Argentina, donde se suicidó al ser recapturado. En consecuencia, desde la perspectiva dd blanco y el negro, no hay espacio dentro de los campos de concentración para el blanco perfecto. Si éste existe, se debí revelar antes; el acto heroico es previo a la captura. En cambio, detrás de los muros del campo tienen cabida todos los grises, hasta el negro profundo, representado por la traición de aquellos que sin Ja menor resistencia se ofrecieron al dispositivo concentracionario "sin luchar", en palabras de Graciela Geuna.

Pero la oposición entre el héroe y el traidor es una oposición falsa, más que por injusta, porque sencillamente resulta insuficiente para describir la complejidad del problema. No hay aquí una gama de grises sino todo un abanico de color que incluye muchos otros tonos. No se trata de combinaciones de grado entre estos dos términos, heroicidad y traición, sino de Ja conjunción y el entramado que forman todos los elementos que confluyen para articular formas de obediencia y formas de rebelión con respecto al poder concentracionario.

Es más, como ya se señaló, cada sujeto es un complejísimo conjunto en el que se combinan aspectos variados que, en unos casos, se articulan en torno a la obediencia, en otros, en torno a la resistencia; puede propiciar fugas o parálisis hipnóticas; puede haber formas de obediencia que desemboquen en fugas (como no escapar del campo pero resistir en él) y resistencias que paralicen al hombre (como soportar la tortura pero no ser capaz de trazar una estrategia de supervivencia dentro del campo). Las posibilidades son infinitas y no se pueden reducirá los dos términos de la heroicidad y la traición, insuficientes e irrelevantes.

Un aspecto importantísimo dentro de los campos fue lo que Todorov llama virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones individuales que rechazan el orden concentracionario en beneficio de una o varías personas, pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abstractas. Las virtudes cotidianas no se practican en grandes actos públicos sino como parte de la cotidianidad; pasan desapercibidas salvo para quienes resultan beneficiados por ellas y suelen comportar un compromiso muy grave, incluso a veces ponen en juego la vida misma de quien las ejecuta. Por esta característica de "pasar desapercibidas" queda menos testimonio de ellas que de los actos heroicos.

Las virtudes cotidianas no se oponen a las heroicas, ni son mejores o peores, más o menos útiles o meritorias, son simplemente diferentes, pero si las menciono de manera especial es porque precisamente éstas fueron las que tuvieron oportunidad de manifestarse en los campos de concentración. La valentía personal de alguien podía hacer que se arriesgara a prevenir a un prisionero reciente acerca de no proporcionar determinada información, sabiendo que éste podía delatarlo poco después y provocar su muerte. Podía consistir en formas de la solidaridad y el apoyo que ayudaban a otro a resistir en el momento de mayor debilidad, en compartir con él un secreto; en ayudarlo a desobedecer. Podía manifestarse al encubrir a un compañero o al convertirlo en indispensable para un determinado trabajo y evitar su traslado. Casi siempre se asociaban con el engaño a los secuestradores.

En La Perla, cuando Geuna reconoció al Negro Lito en la calle y no lo delató, mirando sencillamente hacia otro lado, lo que estuvo a punto de costarle la vida; en la Escuela de Mecánica, cuando prisioneros que tenían contacto con el exterior avisaban de una posible captura o sacaban información, con riesgo de su integridad; en El Atlético, cuando los presos encubrían, sufriendo castigo físico, a otros que habían estado hablando; en todos los campos, cuando se cuidaba a un compañero que había quedado destrozado por la tortura compartiendo con él lo que se tuviera y tratando de curarlo, se ponían en juego estas virtudes cotidianas. Se practicaron en forma constante y fueron la base de la subsistencia de la mayoría de los sobrevivientes, que multiplicó su fuerza física, psíquica y espiritual. La supervivencia hubiera sido sencillamente imposible sin la circulación de estas virtudes cotidianas.

Así como se desarrollaron estas virtudes, la permanencia en el campo implicó el traspaso de la frontera entre secuestrados y secuestradores, con numerosas consecuencias, muchas de ellas de carácter desintegrador.

El juego de simular colaboración, que realizaron algunos sobrevivientes fue, sin duda, un juego peligroso. Existían los riesgos de que en la simulación de la colaboración, la casualidad o más bien el hecho de estar maniobrando sobre límites muy imprecisos, llevara a la colaboración de hecho. El prisionero que, con la total decisión de no "marcar" a nadie, salía sin embargo a la calle con un grupo operativo, simulando una colaboración que no estaba dispuesto a efectivizar, corría el riesgo de ser reconocido por un viejo compañero que, desconociendo su captura, se acercara a saludarlo y fuera detenido. Como ésta, se podrían enunciar decenas de circunstancias difusas.

Por otra parte, en la simulación de la colaboración el prisionero emprendía un juego de aproximación a su captor que, de una manera u otra, lo envolvía. La repetición interminable de una mentira puede convertirla en verdad; ésta es una de las premisas de la propaganda. El secuestrado debía hacer un verdadero esfuerzo para no terminar por creer la mentira que le contaba cada día a sus captores. Esta era de por sí una mecánica desquiciante, pero sus efectos podían ser más nefastos sobre individuos que habían sufrido rupturas internas importantes dada la destrucción de su mundo de referencia.

La cercanía y la humanización del otro permitieron una cierta relativización del poder del secuestrador, pero también se desarrollaron mecanismos de internalización-deslumbramiento del vencedor. Buena parte de los prisioneros entabló relaciones de proximidad con algunos de los oficiales. En la mayoría de los casos, estas relaciones no alteraba la percepción del prisionero de que el otro era su captor. Sin embargo, se crearon lazos afectivos ambiguos y lealtades ciertas. En casos excepcionales, existieron incluso relaciones amorosas entre unos y otros.
En estos espacios difusos, de fronteras imprecisas y movibles, sin embargo parece haber habido puntos de no retorno. Cada individuo parece tener un límite de tolerancia máxima, un límite de capacidad de procesamiento de sus propias roturas, traspuesto el cual, llega a una zona de "no retorno". No se puede decir cuál es este lugar y, evidentemente, depende de la estructura personal de cada uno.

Hay gente que, habiendo prestado una colaboración importante y siendo responsable de la captura de otros, una vez aflojada la presión, fue capaz de retornar sobre sí y limitar o interrumpir su colaboración. Hubo otros que una vez que dieron el primer paso ya no pudieron detenerse. Esto no ocurrió en la simulación de la colaboración. El efecto pudo ser más o menos desquiciante pero, en la medida en que los prisioneros tomaron distancia de la situación, más tarde o más temprano fueron recobrando y reformu-lando una visión propia de la vida del campo, independiente de su influencia hipnótica y anonadante.

Estas reflexiones pretenden discutir las nociones de héroe, traidor, colaborador, como insuficientes, inútiles, pero particularmente distorsionantes, ya que pretenden atrapar en conceptos rígidos un fenómeno de características más complejas e imprecisas. Asimismo, quiero abordar la discusión de otro aspecto no menos vidrioso y recurrido, el de las víctimas inocentes.

Los campos de concentración-exterminio se crearon para desaparecer todo un espectro de la militancia política, sindical y social que impedía el asentamiento hegemónico del poder. El blanco principal de esta modalidad represiva era la guerrilla, pero abarcó también el vastísimo espectro de la llamada subversión, del que ya se habló. Aunque la función de subversivo fue lo suficientemente amplia como incluir prácticamente a cualquiera, su uso estaba destínado a facilitar una persecución precisa: la de la militancia radicalizada y todos sus puntos de apoyo.

Sin embargo, como ya se mencionó, la existencia de víctimas casuales, producto del error o desvinculadas de toda participación política, también fue parte de la racionalidad concentracionaria. Se facilitó asi la diseminación del terror al mostrar un poder arbitrario e inapelable, atributos principales de los modelos totalizantes. No obstante, estas víctimas, que sumaron un número absoluto considerable, representan un mínima proporción de las víctimas totales. El dispositivo estaba dirigido sin duda a la militancia.

Con esta afirmación no pretendo negar o restringir el problema. Familiares de militantes detenidos virtualmente como rehenes, menores asesinados como el caso de Floreal Avellaneda de 14 años o de una niña de 11 años secuestrada en Campo de Mayo, amigos de militantes secuestrados y asesinados por su relación con ellos, testigos de operativos que se pretendía mantener en secreto y fueron eliminados, muestran la monstruosidad de estos procedimientos.

Como todo lo que se relaciona con el dispositivo desaparecedor, el secuestro y asesinato de "inocentes" (¿de qué?) comprende una alta dosis de arbitrariedad y crueldad. Sin embargo, la recurrencia en los relatos de familiares de desaparecidos en insistir en que sus hijos no reman militancia política alguna, no pertenecían a ningún partido, eran "inocentes", me parece especialmente significativa. El texto de Eduardo Luis Duhalde que ya hemos citado, dice en relación con el secuestro de adolescentes de entre 15 y 18 años que fueron detenidos, en su mayoría, en la casa de sus respectivos padres: "No se ocultaban, circulaban normalmente, mantenían sus naturales relaciones en el ámbito familiar, laboral o en los establecimiento educacionales a que concurrían. ¿Qué peligro podían significar para el Estado terrorista estos jovencitos, casi niños, que comenzaban a despertar a la vida?8 La pregunta que surge es, si se hubieran ocultado y, por ende, tuvieran militancia clandestina, si no hubieran vivido con sus padres y representaran un peligro real para el Estado terrorista, entonces, ¿no hubiera estado mal que los mataran? ¿O hubiera estado menos mal?

En la misma línea de razonamiento, Orgeira, uno de los abogados defensores de la Junta Militar, aseguró que "todos los que fueron buscados y capturados en sus casas no eran personas que nada tenían que ver con la subversión"'-", como si el hecho de ser "subversivos", es más, digamos guerrilleros activos, avalara el recurso del secuestro, robo, tortura irrestricta y asesinato con desaparición del cuerpo.

Estos razonamientos se complementan con una frase de café que cita un interesante artículo psicoanalítico100: "Y bueno, si bajaron un subversivo no importa, lo que hay que evitar es que se torture a inocentes." Un político peronista, un abogado defensor de la Junta Militar y el hombre de la calle parecen coincidir: el problema es que se torture a inocentes. Es decir, la tortura y el asesinato como forma de represión de la disidencia política tienen un valor sustancialmente diferente de si se usan contra inocentes; en el primer caso, están implícitamente admitidos. Entonces hay hombres que merecen el campo de concentración o que por lo menos lo merecen más que otros.

La reivindicación de la víctima inocente como si fuera más víctima que la víctima militante, por ejemplo, no es más que una manera de reforzar la noción de que efectivamente no se debe resistir al poder. Sólo si se es víctima inocente, es decir, no involucrada, no resistente, se es una víctima completa. Las demás de alguna manera tienen un merecimiento del castigo. Esta sola idea implica que resistir al poder conlleva y merece una sanción, tanto más dura cuanto mayor sea la resistencia.

En Argentina existió un poder totalizante, despótico y concentracionario pero la sociedad sólo puede reivindicar víctimas, más aún, víctimas inocentes, como si hubiera habido otras cuya culpabilidad explica, aunque no necesariamente justifica, la existencia de los campos.
Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos demonios, militares y guerrilleros, ajenos a una sociedad y a su vida cotidiana. La víctima inocente es la figura perfectamente complementaria de esta explicación. Representa al "inocente" que jamás debió incluirse en el infierno porque no pertenecía a él.

Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos. Todas las víctimas son inocentes y ninguna lo es, en sentido estricto.

Ni cruzados ni monstruos La existencia de los campos de concentración-exterminio se debe comprender como una acción institucional, no como una aberración producto de un puñado de mentes enfermas o de hombres monstruosos; no se trató de excesos ni de actos individuales sino de una política represiva perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo.

De hecho, ya se habló del funcionamiento de los campos en medio de las instalaciones y las jerarquías militares, actuando a un tiempo como política oficial pero no reconocida, aparentemente clandestina, y entrelazando las modalidades legales y subterráneas de la represión. El intercambio de prisioneros entre campos de concentración y cárceles legales, la complicidad de la justicia y una serie de manejos que revelan la desaparición como una política de Estado, que combinó las formas legales con las clandestinas.

Por eso, cuando se realizó el juicio a la Junta Militar, Jorge Rafael Videla insistió en rechazarlo. Desde su punto de vista se estaba juzgando a las Fuerzas Armadas, es decir, no existían acciones personales que fueran objeto de análisis sino una acción estrictamente institucional. A su vez, como hombre de la institución, asumió sobre sí toda la responsabilidad, y libró de ella a sus hombres bajo la figura del acatamiento de órdenes.
Salvaguardaba así un elemento clave en las instituciones armadas, la obediencia incondicional, clave de la disciplina. Al mismo tiempo, desplazaba el problema de su responsabilidad personal hacia la institución; efectivamente él no había actuado en términos individuales sino corporativos.

La metodología concentracionaria fue institucional y estuvo guiada por el principio de eficiencia en el desarrollo de una situación que las Fuerzas Armadas definieron de guerra, en la que se proponían triunfar.

Desde el razonamiento militar, la noción de guerra parecía justificar la metodología empleada. "La guerra provocada por el terrorismo que fuera derrotada en el ámbito único posible: el campo de batalla", fue uno de los argumentos usado incluso en el juicio a los comandantes por Juan Carlos Tavares, uno de sus defensores. El uso de una metodología clandestina se justificó por la necesidad de recurrir a los mismos métodos que la guerrilla, también violenta y clandestina. El fiscal Strassera redujo la argumentación con una lógica implacable: si no había habido guerra, los comandantes eran delincuentes comunes; si había habido guerra, eran delincuentes de guerra.

Pero desde la perspectiva castrense, y de otros sectores de la sociedad, el objetivo era triunfar sobre la subversión aniquilándola, como lo había ordenado Isabel Perón, y ese objetivo se logró. El principio rector, la eficiencia en el cumplimiento de dicha meta. El medio, los campos de concentración y el terror generalizado.

138 Los campos fueron el dispositivo represor del Estado, la máquina succionadora, desaparecedora y asesina que una vez creada cobró vida propia y ya nadie podía controlar; funcionaba inexorablemente. Una tecnología, como ya se señaló, directamente ligada con un poder de tipo burocrático, en donde la fragmentación de las tareas desvanecía las responsabilidades.

La burocracia concentracionaria se atiborró de papeles y de registros.

Muchísimos testimonios dan cuenta de la multitud de fichas, fotos, archivos en computadoras y legajos que se llevaban en los distintos campos de concentración. Se conoce la existencia de registros cuidadosos en Campo de Mayo, La Perla, Escuela de Mecánica, El Atlé-tico, El Olimpo, El Banco, entre otros. En El Atlético "los torturadores se turnaban y mantenían un control escrito de su trabajo, Las puertas eran grises y del lado de adentro había una planilla" que se debía llenar con los siguientes datos: nombre del interrogador, grupo al que pertenecía el secuestrado, número de caso, hora de entrada, hora de salida y estado de la víctima (normal o muerto)1"1. El mismo testimonio hace referencia a otras planillas para solicitar el secuestro de alguien, para registrar el grado de peligrosidad de cada secuestrado, para asentar la resolución final del caso.

Planillas que indican una responsabilidad pero que la diluyen en un dispositivo burocrático. También los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada se refieren a un cuidadoso sistema de control que incluía un legajo de cada prisionero con su foto, algunas de las cuales rescató Víctor Melchor Basterra. Según los sobrevivientes, la Aeronáutica también elabofaba legajos de sus prisioneros y les tomaba impresiones dactilares que incluía en los mismos.

Una burocracia obediente que complementaba los atributos oficinescos con la subordinación militar. Un nombre en una planilla y una orden eran suficientes para que se atormentara a alguien o se lo aniquilara. La defensa de su posición en torno al argumento de la obediencia debida, lejos de exculpar a la institución militar, muestra precisamente uno de sus aspectos más abominables: la pérdida del sujeto, la noción de que sus miembros deben resignar en otros su capacidad de elección sobre cuestiones tan sustanciales como la vida de un hombre, renunciando a toda responsabilidad sobre sus actos. No es más que la deshumanización, ahora actuando sobre su propia gente, aceptada, validada y defendida por su personal, la resignación de lo humano y lo ético como un deber ser correcto, adecuado y deseable.

En suma, la constitución de un "servicio público criminal" montado con burócratas perseverantes y capaces de una obediencia a ultranza, más allá de toda interrogación moral. Hombres que actúan sólo como engranajes de la maquinaria asesina; ni más ni menos, apenas engranajes. Desde el cabo de guardia a Videla o Massera, todos ellos hicieron posible que la máquina funcionara pero ninguno fue más que una pieza dentro de ella, que terminó también por deglutirlos.

Al afirmar que sólo fueron engranajes quiero señalar el fenómeno como institucional, la irrelevancia del hombre en su dinámica, pero en ningún momento esto equivale a reducir la responsabilidad. Por el contrario, es el dispositivo del campo el que "iguala" falsamente, ya que compromete a todos, sin asumir ninguna responsabilidad, de manera que todos parecen igualmente responsables. Esta es una de las distorsiones de la lógica concentracionaria.

El dispositivo necesita que cada hombre se comporte como un engranaje, pero en verdad la "maquinaria" está formada por hombres; cada uno de ellos tiene una función diferente y una responsabilidad delimitable. Al rescatar al ser humano en el desaparecedor no se lo absuelve; se lo excluye de lo monstruoso, de lo sobrenatural, para incluirlo en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar.
¿Cómo eran los hombres concretos que hicieron funcionar la maquinaria?

Desde el relato de los sobrevivientes y de otros testimonios, no parecen haber sido más que hombres comunes y corrientes. Geuna hace una caracterización detallada del personal de La Perla, especialmente interesante. En su relato humaniza a los captores, quitándoles la magnificencia aterradora de los monstruos y mostrándolos más bien como seres relativamente insignificantes. Hay de todo un poco. De 22 descripciones, apenas cinco de ellos parecen sujetos más o menos conscientes del papel que jugaban, y con un grado de inteligencia aceptable. Otros cinco merecen la calificación de tontos o poco inteligentes; los demás recogen calificativos como mediocre, débil, torpe, incompetente, fanfarrón, pusilánime, cobarde, inseguro. Sin embargo, diez, casi la mitad, están catalogados como crueles o algún adjetivo semejante. También diez, algunos coinciden con los crueles, se describen como gente mediocre. Una mediocridad cruel.

Una descripción memorable, que ofrece similitudes con esta perspectiva, es la que hizo la revista La Semana, a partir de las declaraciones de Vilariño sobre el almirante Chamorro, director de la Escuela de Mecánica de la Armada. Lo muestra como un hombre "gris y feo, petiso y mediocre". Sus compañeros de promoción lo recordaban como "un tipo insignificante... tenía la habilidad suficiente para pasar desapercibido, única forma inteligente en que podía hacer carrera". Resaltan "su notoria habilidad para ubicarse la gorra en lo más alto de la coronilla, estirando además el sostén superior de la funda, de modo de obtener 5 centímetros más de estatura, un crecimiento artificial que completaba duplicando la dimensión de los tacos y la suela de sus*zapatos"102. Un auténtico ridículo.

Sin embargo, la misma declaración deja constancia de dos actos de extrema crueldad protagonizados por este mismo hombre: la voladura de cinco prisioneros y la violación, secuestro y posterior asesinato de unas jóvenes que habían sido "seducidas" por personal de la Escuela de Mecánica. Mediocridad y crueldad no parecen ser términos contrapuestos.

También el general Videla, que fue ungido por la prensa con una imagen de hombre austero, profundamente cristiano y callado durante el Proceso de Reorganización Nacional, cuando se hizo pública la acción represiva de esos años mereció otros calificativos. Una edición de La Semana de agosto de 1984 decía: "Solamente ahora -cuando los velos que ocultaban la verdad de la guerra sucia han sido descoeeidos con violencia-comienza a perfilarse la imagen de un Videla diferente.. La de un hombre mediocre, Pusilánime , cargado de temores y vacilaciones." Sin embargo, cabe pensar que las aparentes contradicciones no son excluyentes. Se puede ser austero y mediocre, cristiano y pusilánime, callado y temeroso, y al mismo tiempo cruel e implacable.

En el caso de Videla, cobra especial importancia el aspecto religioso. La familia Videla parecía salida de algún semanario católico cuando, cada domingo, sonrientes y emperifollados, caminaban todos juntos para asistir a la misa de 1 0.30 en la parroquia de San Martín deTours. La señora Hartridge de Videla declaró que su marido "comulga todos los domingos y días de guardar". Después de comulgar el domingo, ¿sería el lunes cuando el general Videla daba las órdenes de asesinar prisioneros? ¿O tal vez ya lo había hecho el viernes y se confesaba el sábado? ¿O sólo lo hizo una vez, al principio, para poder olvidar cada domingo, antes de comulgar, que estaba usurpando el lugar de Dios al disponer de vidas y muertes?

Porque los 30 mil desaparecidos, o poniendo la cifra menor, los 10 mil, fueron asesinados en conocimiento de Videla y por órdenes emanadas de él, en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, responsabilidad que nunca negó.

Durante el Juicio que se le siguió en 1985, el general Videla leía Las siete palabras de Cristo, mientras se lo acusa142 ba por delitos que, según cálculos de la fiscalía, si se hubieran sumado los cargos, lo hubieran hecho merecedor de 10248 años de cárcel. Mientras se desgranaba el relato de las atrocidades Videla leía y miraba el crucifijo que había en la sala; seguía convencido de que había cumplido con una misión altamente moral: borrar del mundo a los enemigos de Dios, la Patria y de él mismo.

Así como se puede ser burócrata y asesino, mediocre y cruel, se puede ser buen padre de familia, cristiano, moralizante y desaparecedor. Esto es lo desquiciante, los desaparecedores solian ser hombres comunes y corrientes que también podían ir a. misa los domingos. Para separar los compartimentos existe la esquizofrenia social y personal de la que ya hablamos. Ser cristiano y asesino es posible si una y otra esfera permanecen aisladas. La vida familiar y la vida profesional como depósitos independientes; ser uno en casa y otro en el cuartel o en la calle no son rasgos exclusivos de la cúpula militar, se manifiestan a diario. Finalmente Videla es igual que aquel comandante de gendarmería que tranquilizaba a Geuna por su perro después de haber matado a su marido.

Hay otros ejemplos de la mediocridad de los altos mandos y también de las jerarquías intermedias que operaron en los campos de concentración.
Esta burocracia gris, con una moralidad tan mediocre como ella misma, cobijó en su seno las más diversas formas de delincuencia. Robos y negociados de todo tipo, secuestros para cobrar rescates millonarios, asesinato por razones pasionales, fueron moneda corriente, al abrigo del enorme dispositivo de arbitrariedad de los campos de concentración.

Una figura que descolló en este sentido fue la del almirante Massera, a quien no se podría tachar de mediocre sino, en todo caso, de inescrupuloso. Se lo acusó de la desaparición y asesinato de una diplomática, de asesinar al esposo de su amante, el industrial Branca, y toda clase de estafas y ne143 gociados. También el general Suárez Masón, como otros, apareció vinculado con la logia P 2 y oscuros manejos en relación con la venta de armamentos y con la industria petrolera.

Sin embargo, este tipo de delincuencia de alto vuelo fue sólo la cara más elegante de una simple práctica de "rapiña" que ejerció el dispositivo represor en todos los niveles. Vilariño cuenta cómo Chamarro y otros jefes militares depositaban en una gran bolsa el botín obtenido en un operativo.

La Escuela de Mecánica guardaba en el pañol muebles, ropa y artefactos obtenidos en los operativos militares. La práctica de vender coches y casas de secuestrados utilizando documentación falsa fue moneda corriente. En muchísimos testimonios, los prisioneros relatan haber visto a sus captores con ropa, relojes y todo tipo de objetos de su pertenencia o de sus familiares. También es recurrente la referencia al robo de dinero en las casas allanadas por las fuerzas de seguridad.

Vilariño dice que los famosos operativos rastrillo "no eran nada más ni nada menos que un triste mercado entre la Policía Federal, la Policía de la Provincia de Buenos Aires y las cabezas que andaban en los rastrillajes: se repartían las ganancias que obtenían, llamémosle televisores, aparatos telefónicos, vehículos que no tenían los papeles en regla, dinero de aquellas personas que no lo podían justificar; más que un operativo rastrillo era un operativo rapiña... Algunos grupos se encargaban de secuestrar a personas, más que para detenerlas, para comerciar... no era tanto que alguien era llevado por error, como a un guerrillero con cinco, seis o más, y se llevaban a todos porque se suponía que eran guerrilleros.

No, no. Camps y su gente trabajaban directamente... Si sabían que había alguien que tenía plata y no tenía herederos, entonces se perdía. Ellos se quedaban, entonces, con todos sus bienes"10'.

Esta actividad de pillaje es un dato constante, que muestra a nuestros burócratas ejerciendo la corruptela propia de todos los servicios públicos, en algunos casos con grandes y sonados secuestros, en otros con el simple robo del ladrón de gallinas. Esta es una cara que no se debe olvidar. Frente al discurso grandilocuente de la guerra contra la subversión, una práctica que lejos de ser guerrera se alimentó de torturas en sótanos oscuros, de administradores arbitrarios e implacables del castigo y la muerte, y de ladrones de alto vuelo o poca monta, para el caso da lo mismo.

Existen dentro del cuadro las caras monstruosas, los psicópatas sádicos.

Militares que degollaban a sus víctimas, que las electrocutaban, que las sometían a todo tipo de vejámenes en un juego que, aparentemente, les resultaba placentero. Se los puede encontrar en los relatos de Geuna, Gras, Scarpatti y muchísimos otros.

De manera relativamente frecuente, los testimonios también se refieren a guardias y oficiales que llegaron a establecer una relación humana con los prisioneros. Así como muchas veces fueron precisamente los más crueles quienes se reservaron el privilegio de "salvar" a alguien, también hubo hombres de las Fuerzas Armadas que pidieron su retiro porque no estaban dispuestos a admitir ninguna complicidad con lo que ocurría, o que estando dentro de los campos se cuestionaron profundamente su papel y "quebraron" internamente, "fugaron" del dispositivo. Esta gente prestó un servicio invaluable para los prisioneros. La escasez de relatos en este sentido se relaciona con su excepcionalidad pero también con el hecho de que revelar esas circunstancias incriminaría a los protagonistas ante sus compañeros.

En suma, sería imposible trazar el perfil del desaparecedor, del torturador, del guardián; en todos estos lugares hubo hombre? terriblemente disímiles que, en ciertos casos, facilitaron ras cosas para los secuestrados y en otros, agregaron de su propia cosecha para hacérselas más difícil aún. Y, casi siempre, estas características se mezclaron dentro de un mismo hombre que fue simultáneamente capaz de atrocidades y de compasiones difíciles de explicar Casi siempre, los desaparecedores se despersonalizaron a sí mismos, en el ejercicio de la deshumanización ajena. Ellos fueron victimarios pero también víctimas de un dispositivo que los arrapó. Claudio Vallejos, ex integrante del Servicio de Inteligencia Naval, dijo que estuvo tres meses prácticamente secuestrado y que fue "chupado" de su casa porque se quería retirar del grupo operativo; Vilariño refirió que cuando se empezaron a desarmar los grupos de tareas, algunos de sus miembros comenzaron a tener "accidentes" y que a los que se querían "echar para atrás" les hacían algún estudio psicológico y los mandaban a Río Santiago para hacerles un "chequeo". Ser un desaparecedor era un trabajo que no tenía retorno; cualquier pieza que afectara el funcionamiento de la maquinaria debía ser desechada1"'.

No interesa hacerlo, ni se podría establecer un prototipo, pero el grueso de los hombres que hizo funcionar el dispositivo concentracionario parece haberse acercado al perfil del burócrata mediocre y cruel, capaz de cumplir cualquier orden dada su calidad de subordinado, y dispuesto a sacar ventaja personal de la situación. Un enjambre de hombres medios, de no-sujetos, perfectamente sujetados, de simples "vivillos" llenos de contradicciones, ensoberbecidos por su poder y dispuestos a usarlo, siempre que pudieran, en su beneficio personal. Carlos Levi vio a los nazis de una manera semejante. En Si questo e un huorno dice refiriéndose a los campos de concentración alemanes: "Los monstruos existen pero son demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos; los que son verdaderamente peligrosos son los hombres comunes"'"''. Ni monstruos ni cruzados, hombres comunes, de los que hay por miles en la sociedad; esos son los hombres útiles al campo de concentración.
Hombres como nosotros, esa es la verdad difícil, que no se puede admitir socialmente. Los actos de esta naturaleza, que parecen excepcionales, están perfectamente arraigados en la cotidianidad de la sociedad; por eso son posibles. Se engarzan con una "normalidad" admitida. Es la normalidad de la obediencia, la normalidad del poder absoluto, inapelable y arbitrario, la normalidad del castigo, la normalidad de la desaparición.

Al ver a los desaparecedores como parte de lo social cotidiano, no se esfuma su responsabilidad; simplemente se los ubica en un lugar que involucra y pregunta a toda la sociedad.

Campos de concentración y sociedad

Lejos de la pretensión del poder totalitario de depositar en el campo lo que desea desaparecer y, a su vez, hacer desaparecer el campo mismo de la sociedad, negarlo, campo y sociedad son parte de una misma trama.

Los campos de concentración, en tanto realidad negada sabida, en tanto secreto a voces, son eficientes en la diseminación del terror. El auténtico secreto, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar.

La sociedad que, como el mismo desaparecido, sabe y no sabe, funciona como caja de resonancia del poder concentracionario y desaparecedor, que permite la circulación de los sonidos y ecos de este poder pero, al mismo tiempo, es su destinataria privilegiada.

El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en medio de la sociedad, "del otro lado de la pared", sólo puede existir en medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad "desaparecida", tan anonadada como los secuestrados mismos. A su vez, la parálisis de la sociedad se desprende directamente de la existencia de los campos; una y otros alimentan el dispositivo concentracionario y son parte de él.

No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se señaló, la sociedad argentina tenía una larga historia de autoritarismo previa al golpe de Estado de 1976, que había calado muy hondo en amplios sectores de la sociedad.

En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya influencia en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por boca de monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la nación argentina." Era noviembre de 1975 y se refería a la represión desatada en Tucumán, donde ya entonces se practicaba la política de desaparición en los primeros campos de concentración del país.

El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue significativo. La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a amplísimos sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de uno y otro signo", refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la fuerza institucional del Estado. El razonamiento era muy semejante al que se utilizaría años después, en el juicio que se siguió a los comandantes, cuando amplios sectores desplegaron la teoría de los dos demonios. En ambos casos, la misma noción de que la pugna existente se libraba entre fuerzas oscuras ajenas a la sociedad, en lugar de reconocer hasta qué punto la disputa era parte de un debate arraigado profundamente en las relaciones sociales de poder.

Lo que en el discurso oficial de aquellos días aparecía como la eliminación de la violencia de ambos signos no era más que la destrucción de una de ellas como política de Estado, puesto que los sectores que asesinaban y secuestraban personas en la AAA se incorporaron de inmediato a los grupos de tareas de las Fuerzas Armadas. En muchos testimonios consta esta transferencia de personal e incluso de instalaciones. La metodología no fue detener el enfrentamiento sino usar una violencia mayor desatada desde el Estado. Gran parte de la sociedad quedó inmóvil, expectante, entendiendo a medias de qué se trataba pero sin atinar a reaccionar, aterrada.

Si había algo que no se podía aducir en ese momento era el desconocimiento. Los coches sin placas de identificación, con sirenas y hombres que hacían ostentación de armas recorrían todas las ciudades; las personas desaparecían en procedimientos espectaculares, muchas veces en la vía pública. Casi todos los sobrevivientes relatan haber sido secuestrados en presencia de testigos. Decenas de cadáveres mutilados de personas no reconocidas eran arrojados a las calles y plazas. Los periódicos, de gran circulación en Argentina, no hablaban de los campos de concentración pero sí de personas que desaparecían, cadáveres no identificados, enfrentamientos que arrojaban muchos muertos "guerrilleros" y ningún militar, cuerpos destrozados con cargas explosivas, calcinados, ahogados, y muchísimos tiroteos. Un año después del golpe, Rodolfo Walsh, cuya información provenía del mismo país, señalaba en su carta abierta a la Junta Militar: "Extremistas que panfletean el campo, pintan las acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído... 70 fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la masacre del año nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela, forman parte de 1200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos."11"' Con ese ambiente en las calles y esta información en los periódicos nadie podía aducir desconocimiento. Por todos lados se filtraba la información.

Por si esto fuera poco, había colas de familiares de desaparecidos frente al ministro del Interior, y desde 1977 el movimiento de Madres de Plaza de Mayo comenzó a denunciar las desapariciones y a manifestarse cada jueves frente a la Casa de Gobierno. Pero los ciudadanos, en lugar de escandalizarse como en 1 984 cuando comenzaron, a hacerse públicas las denuncias, se apartaban atemorizados o se indignaban. "Muchos transeúntes las interpelan (a las Madres). '¿Qué hacen aquí? ¿Se dan cuenta de la imagen que dan del país? ¿No ven que hay periodistas extranjeros que van a aprovecharse para atacarnos? ¿Ustedes no son argentinas?'"10' La existencia misma de los campos de concentración no era un secreto, en sentido estricto. Dice Vilariño: "Era impresionante la cantidad de gente que sabía del grupo de tareas. ¿Alguien habló? ¿Alguien dijo algo? Yo no lo recuerdo."108 Hay numerosos testimonios de médicos, jueces, sacerdotes, que tuvieron constancia de la existencia de los campos de concentración.

La alta jerarquía eclesiástica y muchos sacerdotes conocían las violaciones a los derechos humanos y se solidarizaron con la Junta, como consta en numerosas denuncias. Hay otras que muestran la complicidad de muchos jueces que estuvieron en contacto con secuestrados y conocían perfectamente la metodología de la desaparición. Incluso algunos de ellos se negaron a tomar declaración sobre apremios ilegales a prisioneros con signos evidentes de tortura, que apenas podían mantenerse en pie, provenientes de campos de concentración y que luego fueron legalizados.

Prácticamente todos los políticos del país no sólo conocían la existencia de campos de concentración sino incluso las dependencias en las que funcionaban algunos de ellos, como Campo de Mayo o la Escuela de Mecánica de la Armada. Buena parte del personal de los hospitales militares, médicos, enfermeras, radiólogos, pudo ver prisioneros encapuchados y esposados, en deplorable estado de salud, así como mujeres embarazadas en idéntica situación, que eran llevados a esas instalaciones por personal militar. Los conscriptos que hacían su servicio militar en dependencias de las Fuerzas Armadas también fueron testigos de los extraños movimientos de las patotas y del ingreso y salida de prisioneros de estos lugares. Si se suma, son muchísimas las personas que formaban parte de alguno de estos grupos y su porcentaje en relación con la población total es significativo. No obstante, una buena parte de la sociedad optó por no saber, no querer ver, apartarse de los sucesos, desapareciéndolos en un acto de voluntad. Así como entre los secuestrados y los secuestradores los mecanismos de la esquizofrenia permitían vivir con "naturalidad" la coexistencia de lo contradictorio, así la sociedad en su conjunto aceptó la incongruencia entre el discurso y la práctica política de los militares, entre la vida pública y la privada, entre los que se dice y lo que se calla, entre lo que se sabe y lo que se ignora como forma de preservación.

"Los argentinos somos derechos y humanos" fue la consigna que lanzó la Junta Militar como respuesta a la campaña internacional de denuncia. Esa consigna que hubiera podido ser repudiada consiguió, no obstante, cierta resonancia; aparecía en publicaciones y en letreros adheridos a coches y casas de la clase media. Hasta su misma estructura da cuenta de esta esquizofrenia social que optó por desconocer la gravísima y obvia violación de los derechos humanos convirtiéndolos no en un concepto sino en dos separados y diferentes. Todas estas complicidades, en unos casos y silencios en otros, hicieron posible la existencia y la multiplicación de la política desaparecedoratan el dispositivo concentracionario y son parte de él.

No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se señaló, la sociedad argentina tenía una larga historia de autoritarismo previa al golpe de Estado de 1976, que había calado muy hondo en amplios sectores de la sociedad.

En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya influencia en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por boca de monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la nación argentina." Era noviembre de 1975 y se refería a la represión desatada en Tucumán, donde ya entonces se practicaba la política de desaparición en los primeros campos de concentración del país.

El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue significativo. La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a amplísimos sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de uno y otro signo", refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la fuerza institucional del Estado. El razonamiento era muy semejante al que se utilizaría años después, en el juicio que se siguió a los comandantes, cuando amplios sectores desplegaron la teoría de los dos demonios. En ambos casos, la misma noción de que la pugna existente se libraba entre fuerzas oscuras ajenas a la sociedad, en lugar de El Proceso de Reorganización Nacional, sustancialmente diferente a lo que hasta entonces había ocurrido en el país, también se asentó sobre ciertas ''normalidades" internalizadas desde antes por la sociedad.

La política argentina, como se señaló en otros apartados, se basó durante décadas en una concepción de tipo binario. La noción del Otro, peligroso, al que es preciso destruir, estaba profundamente arraigada en las representaciones y prácticas políticas. Dos países, dos historias, dos campos enfrentados, cuando precisamente en el caso de Argentina, la multiplicidad es evidente. La República Argentina es un sinnúmero de nacionalidades, costumbres, religiones, culturas, superpuestas de la manera más desprolija y desconcertante. En esto residió buena parte de su originalidad.

En ese falso mundo de dos, las organizaciones populares que eran terriblemente diversas, fueron atacadas en bloque por el Estado totalizante y desaparecedor. En ese enfrentamiento perdieron. Pero no perdieron por los golpes que sufrieron durante la gran represión del Proceso; habían perdido la batalla política desde antes y fueron aniquiladas físicamente entonces.

La imposibilidad de generar una propuesta popular y nacional, ejes de la llamada izquierda peronista, en el marco de un proceso mundial que ya se orientaba a la globalización, en el que campeaba el neoliberalismo pinochetísta como la gran alternativa para los países de América Latina, en tiempos de la Trilateral, fueron claves. No menos decisivo fue el desconocimiento de Perón a esta tendencia y su negativa a indagar formas de compatibilizar las viejas banderas populistas del peronismo con los nuevos tiempos.

Desde mucho antes del golpe militar las izquierdas nacionales, peronistas y no peronistas, se habían quedado sin propuesta y sin resonancia en los sectores populares; su discurso, centrado también en la lógica amigo-enemigo fue T perdiendo relevancia hasta convertirse en un alegato altisonante y hueco.

Su incapacidad para comprenderlo las llevó a refugiarse en una lucha armada que las encerró en un callejón sin salida. Este aislamiento político es clave para explicar la reacción de una sociedad que no sólo no se sentía identificada con "las izquierdas" sino que incluso estaba decepcionada de ellas, en un marco de definición en donde sus opciones se reducían a la calidad de amigo o enemigo. Es central comprender que la derrota política del peronismo revolucionario y del trotskismo perretista fue previa al golpe de 1976 y estuvo directamente vinculada con la reducción de lo político a categorías de corte militar. La sociedad civil había transitado por la rigidez cursillista de la Revolución Argentina; se había liberado de ella apostando todo a un peronismo que parecía la tabla de salvación nacional.

Lejos de ello, el gobierno peronista sumió al país en una crisis económica aún más grave, en la corrupción más espantosa, la ineficacia total y niveles de violencia social nunca vistos.

Cuando se produjo el golpe militar, la sociedad estaba agotada. Así como los desaparecidos llegaban a los campos de concentración con su capacidad de defensa mermada, así también la sociedad estaba extenuada. Este agotamiento facilitó uno de los objetivos del Proceso: que no opusiera resistencia. Junto a la concepción binaria intervinieron otros factores también de larga data, que permitieron inscribir la nueva modalidad represiva en el universo de lo socialmente admitido. La normalización de la tortura en relación con los presos comunes primero y los políticos después permitió que nadie se escandalizara por algo que ya era, aunque desagradable, moneda corriente. La necesidad de exterminar a la subversión, que se inscribía en una lógica guerrera bastante difundida, también era una verdad admitida en amplios sectores de la sociedad. De allí a la admisión del secuestro había algo más que un paso, pero en todo caso no se trataba de un abismo. Recuerda Noemí Labrune que muchos "ante un secuestro se preguntaban '¿en qué andarían?' y se respondían: 'por algo será'"l0';. Al admitir que si una persona está implicada en algo es natural que "desaparezca" se naturaliza el derecho de muerte que estaba asumiendo el Estado y se justifica la arbitrariedad e ilegalidad del poder. A lo largo de los años de represión, los propios grupos operativos se encargarían de rutinizar estas desapariciones hasta incorporarlas a la vida cotidiana, aprender a vivir con ellas; también aquí fue la vida entre la muerte.

No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria del mensaje. Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado, para grabar la aceptación de un poder disciplinario y asesino; para lograr que se rindiera a su arbitrariedad, su omnipotencia y su condición irrestricta e ilimitada. Sólo así los militares podrían imponer un proyecto político y económico pero, sobre todo, un proyecto que pretendía desaparecer de una vez y para siempre lo disfuncional, lo desestabilizador, lo diverso.

Por eso la sociedad sabía. A ella se dirigía en primer lugar el mensaje de terror; ella era la primera prisionera. En el campo de concentración de Cot I Martínez, como en la Mansión Seré, como en la Escuela de Educación Física de Tucumán y en tantos otros, no se ocultaban las actividades.

Cuentan los vecinos que "se oían gritos desgarradores, lo que daba a suponer que eran sometidas a torturas las personas que allí estaban. A menudo sacaban de allí cajones o féretros. Inclusive restos mutilados.

Vivíamos en constante tensión como si también nosotros fuéramos prisioneros, sin poder recibir a nadie, tal era el terror que nos embargaba, y sin poder conciliar el sueño durante noches enceras"110.

De manera que la sociedad sabe, ya que es parte de la misma trama. Este saber de la sociedad es usado por el poder militar como una forma de comprometer a todos. Así como todas las Fuerzas Armadas participaron de alguna manera, y con ese argumento es como si todos en ellas fueran igualmente responsables, así también en este "saber" de la sociedad se pretende imponer una complicidad y diluir las responsabilidades. Así el general Videla decía: "Una guerra que fue reclamada y aceptada como respuesta válida por la mayoría del pueblo argentino, sin cuyo concurso no hubiera sido posible la obtención del triunfo."''' Hubo quienes reclamaron eso que Videla llamó guerra pero una gran parte de la sociedad la sufrió; hubo una enorme mayoría que la aceptó pero no tan fácilmente puesto que se debió recurrir al terror; en efecto, sin el concurso del pueblo no se hubiera obtenido el triunfo, pero ese "concurso" se obtuvo sometiendo a todo el país al poder desaparecedor.

Las mismas mecánicas que ana\izamos dentro de \os campos de concentración operaron en toda la sociedad. El control sobre la población fue implacable. Se prohibieron las actividades políticas y sindicales; se vigiló todo tipo de reunión; se controlaron las listas de personal de las grandes empresas; cualquier movimiento extraño en una casa, oficina o local ameritaba su allanamiento y la detención de cualquier sospechoso.
Se buscaba así la más estricta sumisión, que implicaba, entre otras cosas "no ver", "no saber". No quedó el menor espacio para el disenso; cualquiera de sus formas ameritaba la calificación de subversivo con todas las secuelas que ya se explico Se desconoció la identidad de la sociedad o las identidades constitutivas, pretendiendo amoldar un pais de grandes al esquema occidental, cristiano, burocrático y mediocre de los administradores militares.

Así como los cuerpos de los secuestrados permanecían en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad, en cuchetas separadas unas de otras, así se pretendía a la sociedad, fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente; una sociedad que se pudiera ignorar y ordenar en compartimentos estancos según la arbitraria voluntad militar. Unos hombres pasivos, una sociedad pasiva e inerte.

Para garantizar esta inmovilidad, los militares procesaron la sociedad, como los cuerpos de sus víctimas. Castigaron a quien se rebeló, con la cárcel, la desocupación, el destierro; amputaron lo que consideraron "enfermo", y en esto consistía la desaparición y el asesinato; trataron de vaciar a la sociedad de todo aquello que los inquietaba, anulando su capacidad vital y prohibiendo desde la política hasta el arte; literalmente la desmayaron, la obligaron a entrar en un estado de latencia, amenazando con matarla.

La humillación fue un mecanismo que también se usó contra la sociedad en su conjunto. El "sí, señor", que humillaba al secuestrado, también debió ser dicho, de otras maneras, por toda la sociedad. Pero sobre todo, la sociedad fue obligada a presenciar el castigo, la desaparición y la muerte de los suyos sin abrir la boca, sin oponer resistencia.

Probablemente hay pocas situaciones más humillantes para un ser humano que la de obligarlo a presenciar el secuestro o el castigo de su compañero de trabajo, de su amigo, de su hijo o de su esposo sin poder salir en su defensa o sin atreverse a hacerlo. Esto debió tolerar la sociedad argentina de los militares. Presenciar el castigo de los más próximos en la más absoluta inmovilidad.

La voluntad omnipotente de procesar y adecuar la sociedad, de "quebrarla" y reformatearla, de abolir sus dinámicas más arraigadas, para anularla y sumirla en la misma parálisis hipnótica que afecta a los sujetos, fue parte del dispositivo que no se repite sino que simplemente es el mismo que está funcionando en toda la sociedad, dentro y fuera de los campos.

Desaparecer lo disfuncional, que en el campo es el cadáver y en la sociedad el opositor, mediante un terror generalizado que paraliza, inmoviliza, anonada. El anonadamiento que "deja hacer" al poder. Es un dejar hacer económico, político, cultural, cotidiano. Mientras los desaparecidos se "esfuman" en los campos de concentración, quiebra la industria nacional, el país se endeuda y los niños pasean en las autobombas por cortesía de la Policía Federal. Es una especie de parálisis, en donde la coherencia está dada por conductas y pensamientos necesariamente esquizoides.
Nada más injusto que confundir esta parálisis con la complicidad. Nada más cercano a la lógica de los desaparecedores, a su omnipotencia. El terror que tan cuidadosamente ha diseminado el dispositivo concentracionario produce en la sociedad el mismo efecto anonadante que en el desaparecido dentro de los campos. ¿Cómo afirmar que el hombre que se dirigía sin resistencia a su traslado era un cómplice? ¿Cómo hacer de la víctima un cómplice?

La sociedad sencillamente es; en efecto es muchas cosas que permiten el asentamiento de este poder desaparecedor pero también es todas aquéllas que lo obligaron a imponerse sobre ellas, como el desorden, la desobediencia y la diversidad. La sociedad es múltiple y en ella circulan las fuerzas de la sumisión y las de la resistencia.

También en la sociedad existieron los que se entregaron al poder concentracionario sin resistir y los que fueron arrasados por él. Pero junto a ello, existieron las más diversas formas de la resistencia, más o menos individual, más o menos decidida.

Poco a poco, como los prisioneros que aprendieron a ver por debajo de las capuchas, la sociedad descubrió resquicios, recuperó sus movimientos y se escudó en el trabajo, el arte, el juego como formas de reestructurarse y resistir.

Existió la fuga individual, la solidaridad, la risa y el canto. Existió el doble juego, el engaño y la simulación; todas las formas que tuvo la sociedad para sobrevivir sin ser arrasada se practicaron de una u otra manera.

La resistencia organizada tuvo una expresión central en las organizaciones de defensa de los derechos humanos y en especial en las Madres. Cuando el miedo se había adueñado de buena parte de la sociedad, las Madres fueron ese espacio de resistencia que se contagia. Su resistencia tuvo mucho de las virtudes cotidianas a las que hice referencia dentro de los campos; las solidaridades que no constituyen actos heroicos pero que ayudan a sobrevivir.

Pero la acción de) terror no acabó el día que cayó el gobierno militar. Hay un efecto a futuro, un efecto que perdura en la memoria de la sociedad.

La desaparición, la muerte, la arbitrariedad y la omnipotencia del poder son un hecho vivido pero al mismo tiempo negado, algo que ya pasó. A medida que el efecto inmovilizante del terror comienza a desvanecerse, la evidencia de la matanza y las formas que adoptó cobran un peso de terror que se graba con fuerza extraordinaria en toda la sociedad. Desde ese momento se sabe del poder desintegrador del Estado, de las debilidades y renunciamientos de la sociedad, de lo difícil que es sobrevivir a los embates de un poder autoritario y desaparecedor: el miedo se instala; hay una memoria colectiva que registra lo que se ha grabado en el cuerpo social. Este efecto del terror diferido, que los militares se han encargado de refrescar con cierta periodicidad, de maneras abiertas o solapadas, cuando amenazan "lo volveríamos a hacer", es quizás uno-de los mayores logros políticos del dispositivo concentracionario.

En la sociedad, como en los campos, no existieron héroes ni "inocentes".

Todos fueron alcanzados de alguna manera por el poder desaparecedor.

Los actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles. Por eso no tiene sentido rescatar a las víctimas inocentes: todas lo fueron. Ninguna merecía la anulación de su ser, la tortura y la oscura muerte de ser arrojado desde un avión sin dejar rastro de sí.

Los desaparecedores eran hombres como nosotros, ni más ni menos; hombres medios de esta sociedad a la cual pertenecemos. He aquí el drama. Toda la sociedad ha sido víctima y victimaría; toda la sociedad padeció y a su vez tiene, por lo menos, alguna responsabilidad. Así es el poder concentracionario. El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la otra. Pensar la historia que transcurrió entre 1976 y 1980 como una aberración; pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y la actual.

"La idea que nos impide pensar la realidad concetracionaria se basa en la certeza de que se trata de una aberración, de un conjunto de comportamientos producidos por situaciones que no tienen ninguna relación con el funcionamiento de nuestra sociedad.""2 Por el contrario, campo de concentración y sociedad se pertenecen, son inexplicables uno sin el otro. Se reflejan y se reproducen.

Sobrevivencia, trivialización y memoria La sociedad sobrevivió al poder concentracionario; muchos secuestrados también. Las razones de su sobrevivencia fueron múltiples. No existió un patrón para explicarla. Incidió la casualidad en primerísimo lugar, aunada a la necesidad de los desaparecedores de salvara salvando a algún prisionero, la habilidad de algunos presos para aprovechar determinadas circunstancias de tipo excepcional, la omnipotencia del dispositivo concentracionario.

Bruno Bettelheim señala que el sobreviviente nunca sabe con certeza por qué subsistió y que aunque se atormente tratando de explicarlo nunca llega cabalmente a la respuesta; la decisión fue de sus captores. El campo de concentración y la razones para entrar o salir de él pertenecen por entero a la lógica concentracionaria de la que el sobreviviente es ajeno.

Sin embargo, explicar esta cuestión se convierte en una auténtica pesadilla; El sobreviviente siente que él vivió mientras que otros, la mayoría, murieron. Sabe que no permaneció vivo porque fuera mejor y, en muchos casos, tiende a pensar que precisamente los mejores murieron. En efecto, muchos de sus compañeros de militancia más queridos perdieron la vida.

De manera que se siente usurpando una existencia que no le pertenece del todo, que tal vez debía estar viviendo otro, como si él estuviera vivo a cambio de la vida de otro.

Esto no es de ninguna manera cierto. Sobrevivieron los mejores y murieron los mejores; sobrevivieron los peores y murieron los peores. No hubo una lógica de la sobrevivencia o de la muerte que pueda explicarse con parámetros de conducta. Hubo colaboradores que murieron; hubo sobrevivientes cuya conducta fue de resistencia tenaz e inamovible.

Subsistió gente ajena a las organizaciones guerrilleras, otros que tenían una relación lateral con las mismas y otros más que eran dirigentes de alto nivel. Junto a ellos, personas de las mismas características Rieron eliminadas. No hubo realmente una selección sino procesos aleatorios, en los que a veces influyó la habilidad de algunos prisioneros para aprovecharlos y su decisión de tratar de vivir, que permitieron una cierta sobrevida inicial de algunos y más tarde su liberación. También en esto el poder fue arbitrario.

Si aquél que se fuga de un campo de concentración es sospechoso, el que sobrevive lo es muchísimo más. Poco importa su resistencia, la habilidad que haya desplegado para engañar o burlar a sus captores, las solidaridades de las que haya sido capaz. La sociedad quiere entender por qué está vivo y él no puede explicarlo, de manera que casi automáticamente se lo condena a la exclusión y su vida se convierte en la prueba misma de su culpabilidad, cualquiera que ésta sea.

Una vez en libertad, el poder anonadante del campo no desaparece de inmediato. El sobreviviente aún se siente bajo el control del secuestrador; su aparente omnipotencia todavía lo alcanza. "Bastaba que nos prohibieran dejar Córdoba para que nosotros permaneciéramos allí", dice Geuna. Sin embargo, la hipnosis se va desvaneciendo poco a poco y el ser humano no recupera lo que fue sino que encuentra nuevos equilibrios y reorganiza una existencia diferente.

Inicialmente se produjo la dispersión de los sobrevivientes en distintos lugares del país y del mundo. Poco a poco comenzaron a testimoniar sobre los campos ue concentración y su vida en ellos ante distintos organismos de derechos humanos. Algunos de estos testimonios son los que hemos tomado en este trabajo.

Las primeras declaraciones no fueron muy bien recibidas. Esta gente, cuya sola vida la hacía sospechosa, en un momento en que los movimientos de derechos humanos luchaban por la aparición de los desaparecidos, no hablaba de desaparecidos sino de muertos; describía las condiciones de vida de los campos de concentración y afirmaba que no había ningún ocultamiento perverso de los prisioneros sino que simplemente se los había eliminado tratando de no dejar rastro.

Se iniciaba el difícil camino de dejar memoria, aquél que se habían propuesto desde las épocas de cautiverio: la memoria que obsesionó a los que sobrevivieron y a los que murieron. Dar testimonio. La verdad, en este caso era cruel y molesta, sin embargo podría permitir simbolizar lo sucedido, reconectar lo inconexo. Podía reconstituir un tejido diseccionado y esquizofrénico.

El relato histórico recupera procesos totales y, de acuerdo a la lectura que hace de los mismos, instituye los héroes. Por el contrario, los testimonios constituyeron relatos fragmentarios, con protagonistas individuales que ni pretendían constituirse en héroes ni relatar historias heroicas. Todos estaban marcados por las tonalidades y gamas a las que ya hice mención; eran intentos para restablecer la memoria.
El campo de concentración fue un dispositivo de absorción, desaparición y olvido. Desde dentro, el olvido del sujeto, el olvido del mundo exterior, sus leyes y normas. Desde la sociedad el olvido de los desaparecidos "para siempre", del campo de concentración, de todas las formas de la resistencia. Esos y muchos otros olvidos, como el olvido del crimen y del criminal, que el poder concentracionario impuso al hombre y a la sociedad. La memoria y la memorización quedaron prohibidas.

Frente a este olvido impuesto a veces, autoimpuesto otras, voluntario casi siempre, se desarrolló una suerte de amnesia colectiva, que resultaba más cómoda para todos en la medida en que permitía dejar en paz, no hurgar en aquello que confronta en términos individuales y sociales.

Los testimonios venían a romper el silencio sobre el que navega la amnesia. Al principio, sólo fueron un rumor que circulaba en los medios politizados y en el extranjero, pero el rumor fue creciendo y filtrándose por distintos resquicios, haciéndose cada vez más audible.

Después de la caída del gobierno militar, al abrirse la información sobre los campos de concentración, fue como un aluvión que cayó sobre la "opinión pública" para aplastarla. Diarios, revistas, libros, inundaron las calles con los relatos y las imágenes monstruosas de los campos de concentración. Restos humanos exhumados, niños cuyos padres habían desaparecido, rostros de familiares angustiados hasta las lágrimas eran la prueba visible de una realidad tan conocida como negada. El impacto de las imágenes brutales se amortiguaba y se pervertía exhibiéndolas a vuelta de página de las modelos más cotizadas del año. Los testimonios de sobrevivientes o de torturadores arrepentidos y confesos, podía dar lo mismo, en todo caso, garantizaban un alto porcentaje de ventas.

La memoria pudo manifestarse y ser memoria colectiva gracias a los medios masivos de comunicación, pero también por su efecto se convirtió en un producto de consumo. En muchos casos, no se trataba de procesar o de integrar de alguna manera la realidad de los campos de concentración como parte de una reflexión crítica, sino de consumirla y desecharla, como cualquier otra mercancía que se lanza al mercado. La información, virtualmente arrojada sobre la población de manera tan abundante como persistente, cumplió su ciclo; e.. pocos meses saturó al "público", como cualquier producto cuya publicidad se lanza con insistencia. La gente se aburrió de oír algo tan desagradable como inquietante.

La repetición de lo aterrador lo convirtió en banal. Al trivializar lo sucedido en los campos, se apuntalaba uno de los objetivos del poder concentracionario: normalizar el asesinato y la desaparición, inscribirlos como un dato en la memoria colectiva, que los podía reprobar, pero desde el sustento explicativo de los dos demonios. Aquellos dos demonios malvados que se destruyeron entre sí y que nada tenían que ver con la sociedad argentina, la verdadera, la buena, la que está en contra de roda violencia, la que nacía entonces a la democracia.

El olvido adopta muchas formas; la rrivialización es sólo una de ellas. La memoria es una forma de resistencia al olvido que, en el caso de los campos de concentración, comenzó por los testimonios de lo que había ocurrido y se ligó de inmediato con la búsqueda de los vestigios, de los restos que daban testimonio de la masacre colectiva.

Los sobrevivientes fueron claves para contar lo ocurrido pero no tenían pruebas de los asesinatos colectivos que denunciaban. Los militares habían hecho un gran esfuerzo por ocultar o hacer desaparecer los restos de sus víctimas. No sólo habían desaparecido a las personas sino que después desaparecieron a los desaparecidos.

El dispositivo concentracionano dedicó un gran esfuerzo al ocultamiento y destrucción de los restos humanos; una de sus consignas fue "Los cadáveres no se entregan". Para ello recurrió a la voladura de cuerpos con explosivos de manera de hacerlos irreconocibles, a arrojarlos en alta mar, donde las corrientes no los trajeran a la costa, a calcinarlos en los centros clandestinos o a incinerarlos en los cementerios. Muchos de ellos, también, fueron enterrados como NN, es decir, nescio, o no sé.

Los NN no son el epílogo, sino uno de los capítulos centrales de esta historia. Si el eje de la política represiva fue la desaparición, precisamente para que "no se supiera", una de las formas de consumarla fueron las técnicas de desaparición y desintegración de los cuerpos.

Pero los entierros de NN son parte de la prueba, de los restos humanos que dan testimonio de que los desaparecidos no se esfumaron sino que fueron ultimados. Esqueletos que se pueden identificar y permiten reconstruir una historia, de una persona con nombre y apellido, que desapareció un día determinado de un lugar específico y cuyo cadáver se encuentra con un cierto número de impactos de bala que provocaron su muerte. Los restos de NN son la prueba del delito y donde hay delito hay delincuente; es decir, los restos remiten a la conciencia colectiva, sorteando la amnesia, hacia los campos de concentración en tanto delito instituido, en tanto servicio público criminal que reclama un castigo.

El difícil trabajo de rastrear esos restos, los restos NN que se encuentran inhumados principalmente en los cementerios, fue muchas veces desconocido por la sociedad. El Equipo Argentino de Antropología Forense se hizo cargo de este trabajo de manera minuciosa y perseverante. En primera instancia, la recolección de huesos enterrados parece un ejercicio macabro. Cuando en su informe de actividades de 1992 señalan "se recuperaron 278 esqueletos. Dentro de esta cifra se incluyen los restos esqueletarios ele 19 fetos y neonatos, algunos asociados a esqueletos adultos en distintas fosas", se puede pensar que es un detalle interesante pero de una crueldad inútil. Sin embargo, el objetivo que se proponen es muy claro y aparece enunciado con toda precisión: "devolver un nombre y una historia a quienes fueron despojados de ambos."1"

La búsqueda de los huesos y la reconstrucción de las historias que cuentan esos restos provocó horror, muchas veces incluso en los familiares de los desaparecidos. As! como habían sido capaces, en los momentos de mayor represión de resistir, negándose al olvido que les imponía el gobierno militar y reclamando por sus desaparecidos, la aparición de los cadáveres cerraba toda ilusión y colocaba la historia en su verdadero lugar: el exterminio masivo de una generación de militantes políticos y sindicales.

Porque aquí hay otro aspecto que no se puede soslayar y que ya he mencionado. Los desaparecidos eran, en su inmensa mayoría, militantes.
Negar esto, negarles esa condición es otra de las formas de ejercicio ele la amnesia, es una manera más de desaparecerlos, ahora en sentido político.

La corrección o incorrección de sus concepciones políticas es otra cuestión, pero lo cierto es que el fenómeno de los desaparecidos no es el de la masacre de "víctimas inocentes" sino el del asesinato y el intento de desaparición y desintegración total de una forma de resistencia y oposición: la lucha armada y las concepciones populistas radicales dentro del peronismo y la izquierda.

Los antropólogos forenses se propusieron hacer el "desentierro", la arqueología de esta historia. Reaparecer los cadáveres desaparecidos; reaparecer los desaparecidos en sus restos, cómo hombres que no se esfumaron sino que fueron asesinados; reaparecer la historia y rastrear quiénes secuestraron y quiénes enterraron, para identificar culpables.

Exponer, desenterrar lo subterráneo es lesivo para el poder desaparecedor, que se asienta precisamente en esta subterraneidad.
Reconstruir y recordar interrumpe la amnesia colectiva que se ha instalado. Encontrar responsables rompe la dinámica de diluir los hechos en una acción colectiva y autorizada, y permite deslindar responsabilidades y culpables. Todos estos mecanismos disparan contra la totalización, la lógica concentracionaria y el poder desaparecedor.

No obstante, algunos familiares se resistieron a encontrar los restos. "Yo los huesos no los quiero", dijo uno. "Yo vivo con la puerta de mí casa abierta, esperándola. Si me dicen que ésos son los restos de mí hija ya no la puedo esperar más", dijo otro. "Yo sé que ustedes pueden identificar los restos de mi hijo pero eso destrozaría a mi mujer. Yo siempre voy a negar una identificación", afirmó un tercero"'1. Restos que fueron encontrados, restos que se identificaron y que, a veces, ¡a familia renuncia a reconocer o no quiso retirar. Restos a los que se les negó su historia. He aquí el drama en su verdadera dimensión. Desaparecidos que se esfuman desde distintos lugares porque no se puede reconocer su muerte. Por diversas razones se coincide en no querer ver o sencillamente en no poder hacerlo, en olvidar, en desconocer, en no saber. Y sin embargo, "todos sabemos que todos sabemos". Exactamente la lógica del poder desaparecedor, reproduciéndose, reverberando, rebrotando.

La recuperación y la identificación de los restos ha sido uno de los ejercicios de memoria más importantes acerca de los campos de concentración. Permitió recuperar cuerpos, nombres, historias, militancias, culpables.

El juicio a los comandantes fue otro gran ejercicio de recuperación de la memoria. Más allá de la limitación de las condenas; más allá de que sólo se juzgó a las juntas; más allá de las posteriores leyes de punto final y de amnistía; más allá de que todos los protagonistas son hombres en actividad dentro de las Fuerzas Armadas, que continúan su carrera como si nada hubiera pasado, el juicio fue el golpe más seno que sufrió el poder desaparecedor. Los campos de concentración alcanzaron éxitos significativos: exterminaron lo que llamaban subversión (aunque menos de lo que hubieran deseado), imprimieron la omnipotencia y arbitrariedad del poder en la sociedad de manera generalizada con efectos muy posteriores a la finalización del gobierno militar, disciplinaron y atemorizaron de diversas maneras dificultando por mucho tiempo la organización y la desobediencia; acentuaron los mecanismos de desaparición de lo disfuncional. En fin, podríamos seguir mencionando éxitos del dispositivo concentracionario.

Sin embargo, el solo hecho de que los comandantes todopoderosos, que se creían dioses, debieran responder a un juicio, en donde ni siquiera aparecieron como grandes asesinos sino como un hato de burócratas, mediocres, vivillos y rateros, fue un golpe extraordinario a ese halo de omnipotencia.

Se juzga a los criminales a los que alcanza la justicia, no a los dioses, ni al poder. El poder no se somete a juicio; no hay prueba más palpable de la limitación de su poder, que ellos intentaron mostrar ilimitado, que el haber sido sometidos a juicio. Quizás a eso se debía la consternación de Massera cuando en su descargo dijo: "Aquí estamos protagonizando todos algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por los vencidos.""'' La lógica de vencedores y vencidos remite una vez más al pensamiento bélico, pero más allá de ello, los juicios mostraron que si bien los comandantes impusieron el proyecto político y económico que prevaleció y que subsiste con Menem, su poder no era absoluto y su intento desaparecedor había resultado Vano. Es decir, los juicios mostraron que aun contra un poder totalizante la sociedad tiene formas de defenderse, resistir, y resquicios por los cuales deslizarse para disparar contra el núcleo duro del poder. Los juicios fueron este tipo de hostigamiento, que no destruyó el poder militar, pero io debilitó, desnudó públicamente su faz oculta y lo exhibió en sus facetas más miserables.
Los juicios fueron un ejercicio de memoria colectiva. Buena parte de los sobrevivientes testimonió, lo que también fue prueba de los límites de lo pretendidamente irrestricto, del efecto parcial y temporario del terror, de la capacidad de resistencia como contraparte de la sumisión. En este sentido contrapesaron el terror generalizado que la sociedad había padecido.

A partir del juicio, tampoco se pudo aducir desconocimiento. Los militares transitaron por la negación de los hechos, luego el desconocimiento y, por último, la obediencia a las órdenes. Desde ese momento quedaron reconocidos sus delitos de manera pública. Nadie puede decir, desde su condena, que los hechos no sucedieron, o bien que los desconoció.

Sin embargo puede permanecer otro recurso, de la mayor eficiencia: el olvido, la amnesia. A partir de los juicios, la mejor forma para desconocer que la realidad de los campos de concentración estuvo estrechamente ligada con la sociedad de entonces y con la de nuestros días es olvidarlos, decidir que el mundo y el país han dado suficiente cantidad de vueltas como para estar en otro lado. Amnistía, como amnesia, proviene de amnesis, olvido.

Es cierto, a mediados de la década del 90 han pasado algunas cosas y parecemos estar más inmersos en una posmodernidad que rechaza las estructuras uniformes. Nuestro mundo computarizado tiende a generar sistemas personalizados y descentralizados que parecen poco compatibles con la modalidad represiva concentracionaria. La neutralización de los conflictos de clase o su reinscripción en otros contextos y el desencanto por lo político nos ubican en un escenario muy diferente al de la Plaza de Mayo de marzo de 1 973.

En términos de vida cotidiana, la liberalización de las costumbres, la desestandardización en todos los órdenes, incluidas la moda y la diversificación religiosa y la proliferación esotérica (al uso del consumidor) nos remiten a un predominio de la diversidad y la permisividad que aparentemente serían inversos a las totalizaciones y disciplinamientos que promovió la lógica concentracionaria.

¿Quiere decir esto que las formas del poder han murado y estamos en un punto totalmente diferente? Sí y no. Siempre estamos en un punto diferente y los cambios que se han producido en los últimos 15 años no son insignificantes.

Sin embargo, el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez.

Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a aparecer y rebrotar. Creo que un ejercicio interesante sería intentar comprender cómo se recicla el poder desaparecedor. Cuáles son sus desintegraciones y sus amnesias en esta posmodernidad. Cómo reprime y totaliza, aunque se manifieste en el individualismo más radical. Cuáles son sus esquizofrenias, y cómo se nutre de las falsas separaciones entre lo individual y lo social. Cómo conservar la memoria, encontrarlos resquicios y sobrevivir a él.

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