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Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina |
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La rotura física que provoca la tortura puede
ser también una rotura interior, que el prisionero registra, al mismo tiempo
que tiende a ver el campo como una totalidad congruente aunque incomprensible.
Le cuesta mucho más percibir el fraccionamiento de sus captores que el propio.
Sin embargo, la fragmentación es constitutiva del campo y se proyecta sobre
el preso. Dice Geuna: "La realidad de La Perla era una realidad absoluta,
total, con sus propias reglas. Y esa realidad comienza a imponerse con la
venda y el proceso de aislamiento que desata: uno va encerrándose en sí
mismo, se retrae y penetra cada vez más adentro de su conciencia. En esa
situación uno se encuentra todo roto... La venda te lleva a tu interior
y tu interior está destrozado y cada vez se fragmenta más hasta entrar en
un mundo de categorías demenciales, irreales, donde todo lo que puede ser
la vida está falseado y la propia vida es otra cosa."65 En efecto, la vida
sin ver ni oír, la vida sin moverse, la vida sin los afectos, la vida en
medio del dolor es casi como la muerte y sin embargo, el hombre está vivo;
es la muerte antes de la muerte; es la vida entre la muerte. Otra superposición
enloquecida, la de estos "muertos que caminan".
Todos estos contrarios coexistiendo con total "naturalidad" refuerzan la
sensación de locura. "Unos iban hacia la libertad, otros a la muerte; un
grupo se vestía como para una fiesta, la mayoría estaba semidesnuda.
Oíamos los gritos de los torturados y las risas de los militares. Festejaron
con chocolate el cumpleaños de Di Monte. Al día siguiente, otro traslado.
La superposición de contrarios de una manera incomprensible, el hecho de
estar dentro de una especie de útero cerrado por fuera de Jas leyes, del
tiempo y del espacio, acentúa la sensación de que el campo constituye una
realidad aparte y total. "Todo comenzaba y terminaba en La Perla"67, diría
Geuna. Sin embargo, el campo está perfectamente instalado en el centro de
la sociedad; se nutre de ella y se derrama sobre ella. Quizás es el hecho
de permanecer tan apartado, al mismo tiempo que está en medio, lo que más
enloquecedor resulta para el prisionero, lo que produce la sensación de
irrealidad.
Cuenta Careaga: "Un día viví una sensación de irrealidad, que en ese momento
creí que iba a perder, o que había perdido ya la razón. Estaba en la enfermería,
cerca de la calle, de la gente, y nadie sabía que yo estaba allí. Ese día
había habido un partido de fútbol; había ganado Boca, yo escuchaba las bocinas,
los gritos de la hinchada festejando. Adentro, al lado de la enfermería,
los verdugos jugaban al truco ¡y escuchaban un cassette con los discursos
de Hitler! Tuve que cerrar los ojos y taparme los oídos!" El también el
extraordinario testimonio de Geuna lo señala: "Yo creía en un principio
que La Perla estaba ubicada en algún paraje remoto... Casi enfrente nuestro
se levantaba la fábrica de cemento Corcemar, a sólo 14 kilómetros de la
ciudad de Córdoba, a unos cien metros de una de las principales rutas de
la provincia, que tiene una densidad de tránsito importante. Vi pasar varios
coches y pensé si no nos verían. ¡Estábamos tan cerca y sin embargo tan
lejos! El hecho de que el campo es una realidad aparte constituye una ilusión.
El poder intenta colocarlo aparte pero este no es más que otro de los múltiples
compartimentos que se pretenden separar, acotar. Como las cuchetas que separan
presos, como las cabezas que separan ideas, como los hombres que separan
sentimientos porque no los pueden conciliar, así se separa al campo de la
sociedad. La esquizofrenia social que separa lo que resulta contradictorio
para permitir su coexistencia con "naturalidad" es la que se expresa en
la propia existencia del campo y en las dinámicas internas a él.
La eliminación del conflicto se puede hacer por su negación (la desaparición),
por su eliminación (el asesinato), por su separación *compartimentación
para evitar que contamine (la cárcel) sin campo de concentración fue una
extraña combinación de todos estos mecanismos.
Es cierto que formó, efectivamente, una red propia, pero esa red estuvo
perfectamente entretejida con el entramado social.
Un universo binario
Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como
dos grandes campos enfrentados-, el propio y el ajeno. Pero además de creer
que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de un otro amenazante,
el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo diferente constituye
un peligro inminente o latente que es preciso conjurar. La reducción de
la realidad a dos grandes esferas pretende finalmente la eliminación de
las diversidades y la imposición de una realidad típica y total representada
por el núcleo duro del poder, el Estado.
Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a
los términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las
nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La concepción
de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques amenazantes
y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica binaria que en América
Latina se articuló en torno a la doctrina de la seguridad nacional. Como
ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la macropolítica de la seguridad que
se corresponde con la micropolítica del terror.
Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra contra
la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla recogió el
guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares, pensar la
cuestión en términos bélicos los ponía en una situación "profesional", apartándolos
de las funciones meramente represivas, destinadas históricamente a la policía,
al tiempo que alimentaba esta visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos
la guerra doctrina en mano y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás
tuvimos necesidad, como se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra
capacidad y nuestra organización legal son más que suficientes para combatir
contra fuerzas irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70
La noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro
modo, deberían verse como vulgares represores.
Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que desafiaba
a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con cierra capacidad
de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se encontraba militarmente,
mayor énfasis ponía en la resolución armada del conflicto y en su estructura
regular, con grados militares, estados mayores y órdenes cerrados completamente
desvinculados de su realidad de fuerza irregular con un mediano o escaso
poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí misma como un ejército en guerra
para aumentar su importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido,
propició la lógica militar y ayudó conscientemente a extender la ficción
de una guerra popular contra un ejército imperialista.
Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese Otro,
que comprende todo aquello que no es como yo; un Otro amenazante, peligroso.
La lógica binaria es una lógica paranoica, en donde el Otro pretende mi
destrucción y es lo suficientemente fuerte como para lograrla. Intenta ejercer
sobre mí una dominación total, por ello su persecución también debe ser
total.
Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel que
potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es un Otro extraño,
preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso, perfectamente diferente
a mí, a quien puedo reconocer de inmediato porque está desprovisto de cualidades
humanas. El general Camps, como siempre, lo dijo con gran claridad: "Aquí
libramos una guerra... No desaparecieron personas sino subversivos." Los
atributos subhumanos del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por
sus características despreciables. Bergés, uno de los militares de La Perla,
le dijo a Graciela Un universo binario Las lógicas totalitarias son lógicas
binarias que conciben el mundo como dos grandes campos enfrentados: el propio
y el ajeno. Pero además de creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo
es parte de un otro amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador
entiende que lo diferente constituye un peligro inminente o latente que
es preciso conjurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende
finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una realidad
única y total representada por el núcleo duro del poder, el Estado.
Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a
los términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las
nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La concepción
de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques amenazantes
y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica binaria que en América
Latina se articuló en torno a la doctrina de la seguridad nacional. Como
ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la macropolítica de la seguridad que
se corresponde con la micropolítica del terror.
Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra contra
la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla recogió el
guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares, pensar la
cuestión en términos bélicos los ponía en una situación "profesional", apartándolos
de las funciones meramente represivas, destinadas históricamente a la policía,
al tiempo que alimentaba esta visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos
la guerra doctrina en mano y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás
tuvimos necesidad, como se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra
capacidad y nuestra organización legal son más que suficientes para combatir
contra fuerzas irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70
La noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro
modo, deberían verse como vulgares represores.
Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que desafiaba
a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con cierta capacidad
de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se encontraba militarmente,
mayor énfasis ponía en la resolución armada del conflicto y en su estructura
regular, con grados militares, estados mayores y órdenes cerrados completamente
desvinculados eje su realidad de fuerza irregular con un mediano o escaso
poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí misma como un ejército en guerra
para aumentar su importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido,
propició la lógica militar y ayudó conscientemente a extender la ficción
de una guerra popular contra un ejército imperialista.
Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese Otro,
que comprende todo aquello que no es como yo; un Otro amenazante, peligroso.
La lógica binaria es una lógica paranoica, en donde el Otro pretende mi
destrucción y es lo suficientemente fuerte como para lograrla. Intenta ejercer
sobre mí una dominación total, por ello su persecución también debe ser
total.
Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel que
potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es un Otro extraño,
preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso, perfectamente diferente
a mí, a quien puedo reconocer de inmediato porque está desprovista de cualidades
humanas. El general Camps, como siempre," lo dijo con gran claridad: "Aquí
libramos una guerra... No desaparecieron personas sino subversivos."'1 Los
atributos subhumanos del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por
sus características despreciables. Bergés, uno de los militares de La Perla,
le dijo a Graciela Geuna: "A tu marido lo agarré yo, y lo detecté por el
olor, por el olor a sucio, a montonero sucio que tenía."
El olor, podría haber sido la nariz, la avaricia o cualquiera de los atributos
que se asigna a ese Otro temido y temible. El racismo, como concepción binaria,
ofrece muestras variadas de la construcción arbitraria, amenazante y, a
la vez, denigrante del Otro. Rasgos tan poco significativos, como la barba,
pueden llegar a identificar al Otro. El general Auel, haciendo gala de su
liberalidad, le dijo a dos periodistas que no tenía problemas para "hablar
con personas de pensamiento diferente al mío. Incluso -acotó yo los recibo
a ustedes sin ninguna dificultad, aunque tengan barba."7' Es digna de señalar
la sorprendente relación entre una forma de pensamiento y la posesión de
barba.
El Otro que construyeron los militares argentinos,
que era preciso encerrar en los campos de concentración y luego eliminar,
era el subversivo.
Subversivo era una categoría verdaderamente incierta. Comprendía, en primer
lugar, a los miembros de las organizaciones armadas y sus entornos, es decir
militantes políticos y sindicales vinculados de cualquier manera que fuese
con la guerrilla. Inmediatamente se pasaba a incluir en la categoría de
subversivo a todo grupo político o partido opositor, así como a cualquier
organismo de defensa de los derechos humanos, todos ellos dedicados, por
una conspiración internacional, a desprestigiar al gobierno. Por ejemplo,
el torturador de Norberto Liwsky "manifestó que ellos sabían que mi actividad
no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar
por opositor"7.
Cualquier tipo de militancia popular entraba dentro del rango de subversivo.
Al sacerdote Orlando Virgilio Yorio, la persona que lo interrogaba le dijo:
"Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia, pero vos no te das
cuenta que al irte a vivir allí (a la villa de emergencia) con tu cultura,
unís a la gente, unís a los pobres, y unir a los pobres es subversión."
También existía la subversión fabril que según el ministro de Trabajo, Horacio
Tomás Liendo, comprendía "el adoctrinamiento individual", levantar "falsas
reivindicaciones", desprestigiar a los "auténticos dirigentes obreros',
con la advertencia de que "aquellos que se apartan del normal desarrollo
del Proceso... se convierten en cómplices de esa subversión que debemos
destruir"76.
Subversión económica, subversión sindical, subversión política; en todos
los órdenes aparecía ese terrible enemigo, tan vasto, tan inapresable, conformado
por todos los que se oponían "de alguna manera" al proyecto militar. La
amistad o el parentesco con un subversivo podían ameritar la inclusión en
el grupo. Así, el ex presidente Héctor J. Cámpora, por haber concedido la
amnistía de 1973; el periodista Jacobo Timerman, por publicar en su periódico
pedidos de habeas corpus; el abogado radical Pisarello, por haber defendido
alguna vez a presos políticos; el sindicalista Di Pasquale, por estar vinculado
al gremialismo independiente de la burocracia sindical; todos entraron en
la categoría de subversivos, y lo pagaron caro.
La amplitud del concepto "subversivo" queda perfectamente expresada en las
siguientes declaraciones del general Videla: "Por encima de todo está Dios.
El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre la tierra
es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y de vivir dentro del
respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo individuo que pretenda
trastornar estos valores fundamentales es un subversivo, un enemigo potencial
de la sociedad y es indispensable impedirle que haga daño."77 Otra: "El
terrorista no sólo es considerado tal por matar con un arma o colocar una
bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización
occidental y cristiana."7S En suma, dada la vaguedad del concepto, cualquiera
podía entrar en la categoría de subversivo e, incluso, en la de terrorista.
Así pues, declarada la guerra y definido el enemigo, procedía su eliminación
inmediata, y para ello se crearon los campos. Grass afirma haber escuchado
en reiteradas oportunidades a los marinos de la Escuela de Mecánica que
las Fuerzas Armadas dieron el golpe militar de 1 976 "para asumir el control
de la totalidad del aparato del Estado y ponerlo al servicio de una. política
de exterminio de los activistas As las organizaciones populares, tanto políticos
como sindicales, estudiantiles y de los distintos estratos de la sociedad
que expresaran su adhesión a proyectos de transformación social, calificados
por las Fuerzas Armadas como 'contrarios al ser nacional y al orden social
natural"' 9.
Los campos de concentración fueron el dispositivo ideado para concretar
la política de exterminio, producto de esta concepción binaria de lo político
y lo social. La política concentracionaria como concepción pertenece a este
universo binario que separa amigos de enemigos; el campo de concentración,
como el cuartel o el psiquiátrico, son instituciones totales, también de
carácter binario. Su objetivo es constituir un universo cerrado que "normaliza"
a las personas internadas en ellas, y funcionan a partir de dos grandes
grupos: los internos, que se someten al proceso de transformación o cura,
y el personal, responsable de producir esa mutación. En el caso de los campos
de concentración se registra una primera ruptura entre un adentro y un afuera
de la sociedad, imagen invertida del adentro y afuera del campo, como si
éste perteneciera a otra realidad, separada y escindida. A su vez, los internos
o prisioneros, perfectamente diferenciados del personal militar que maneja
el campo, son objeto del tratamiento o procesamiento que realiza la institución.
Goffman señala que las instituciones totales son "invernaderos donde se
transforma a las personas"80. Si bien el objetivo final de los campos de
concentración era el exterminio, para completar su circuito y obtener la
información que alimentaba el dispositivo, los campos necesitaban transformar
a las personas antes de matarlas. Era una transformación que consistía básicamente
en deshumanizarlas y vaciarlas, procesarlas por medio de la tortura para
que aceptaran los mecanismos del campo y colaboraran con ellos. Una parte
central de esta transformación consistía en borrar en el hombre toda capacidad
de resistencia.
Los dos universos escindidos, que dentro del campo de concentración forman
los presos y los guardianes, se conciben como mundos sin contacto humano
alguno. Las técnicas que ya mencionamos, como la capucha, son parte de una
disciplina que intenta mantener perfectamente compartimentadas estas dos
esferas. Sin embargo, la realidad que se produjo fue algo diferente. El
mundo de los captores estaba constituido por diferentes rangos, con una
relación jerárquica entre sí. En primer lugar estaba la oficialidad que
tomaba las decisiones políticas y militares pero tenía un contacto esporádico
con los prisioneros, apenas el suficiente para "ensuciarse las manos".
En segunda instancia, se encontraba la oficialidad del campo, de baja y
mediana graduación, que ejecutaba los secuestros, las torturas y se encontraba
en contacto directo con los prisioneros. Era el mando concreto y operativo
del campo y a ella pertenecían los célebres Astiz, Acosta, Barreiro; también
Rico y Seíneldín.
Por último, estaban los suboficiales, que se encargaban básicamente de las
funciones de guardia de los presos y el establecimiento, mantenimiento de
la infraestructura, logística y constituían la tropa de las "patotas". También
participaban de ¡as torturas y eran los que organizaban los traslados, aunque
obviamente bajo las órdenes de un oficial. El mundo de los secuestrados
era aparentemente homogéneo, como ya lo señalamos, cuerpos y capuchas. Un
universo de enemigos peligrosos, los subversivos, el Otro que era preciso
exterminar, aniquilar, cuya condición menos que humana, justificaba que
se le diera un trato también inhumano. Veamos cómo se construyó ese Otro,
en particular para los rangos más bajos y que estaban en contacto más estrecho
con los presos.
El arquetipo del guerrillero, eje de la subversión, que construyeron los
militares lo mostraban como alguien que servía a intereses extranjeros,
generalmente comunistas, un extraño. Supuestamente también era muy peligroso,
arriesgado y cruel como combatiente, en virtud de entrenamientos especiales
que había recibido, algunos de los cuales consistían incluso en métodos
para soportar la tortura. En su vida privada no poseía pautas morales de
ningún tipo; no valoraba la familia, abandonaba a sus hijos, sus parejas
eran inestables, no se casaban legalmente y se separaban con frecuencia.
Se suponía que no podía ser sinceramente religioso y buena parte de ellos
eran comunistas, encubiertos o no y, los más peligrosos, también judíos.
Las mujeres ostentaban una enorme liberalidad sexual, eran malas amas de
casa, malas madres, malas esposas y particularmente crueles. En la relación
de pareja eran dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que
ellas para manipularlos. El prototipo construido correspondía perfectamente
con la descripción que hizo un suboficial chileno, ex alumno de la Escuela
de las Américas, como muchos militares argentinos: "...cuando una mujer
era guerrillera, era muy peligrosa: en eso insistían mucho (los instructores
de la Escuela), que las mujeres eran extremadamente peligrosas. Siempre
eran apasionadas y prostitutas, y buscaban hombres."Si Los militares, que
detestaban casi tanto a Freud como a Marx, suponían que los subversivos
tenían estas características porque provenían de familias desintegradas,
con padres separados. Por eso, sus padres siempre eran responsables, en
última instancia, y sospechosos en potencia.
Cabe hacer una mención especial a la ubicación de lo judío (que no es el
"problema judío") dentro de este arquetipo. El racismo, y el antisemitismo
en particular, han sido formas privilegiadas en nuestro siglo para la circulación
del pensamiento binario. Los nazis "cargaron" al pueblo judío con los más
variados e ignominiosos atributos y se escudaron en mil falsedades para
justificar su exterminio. Después de ello, muchos demócratas criticaron
el holocausto pero, esquizofrénicamente, siguieron propagando el prejuicio
y atribuyendo a los hombres, a cada individuo, unas supuestas características
innatas que lo configuran como un Otro, siempre peligroso y muchas veces
poco humano (frío, avaricioso, calculador). Los militares argentinos no
escaparon a esta forma de lo binario, antes bien lo incentivaron en sus
filas. Abundan los testimonios que dan cuenta de cómo se maltrataba especialmente
a los judíos y se los sometía a tratos humillantes, por el hecho de serlo.
Graciela Cetina, Ana María Careaga, Miriam Levvin, Nora Stejilevich, Juan
Ramón Nazar y muchísimos más, judíos y no judíos, denunciaron la concepción
y las prácticas antisemitas en los campos de concentración.
Por su parte, la guerrilla y buena parte de la militancia política había
construido también su arquetipo: los militares eran el brazo armado de una
oligarquía cipaya, a la que estaban ligados y al luchar contra la "subversión
no hacían más que defender cínicamente sus propios privilegios económicos
y políticos". En cuanto a su ideología, encarnaban de manera homogénea al
"gorila" represor facistoide. Militarmente, eran cobardes y se escudaban
en su superioridad numérica y técnica para entrar en combate. Su moralidad
era exclusivamente formal, de apariencias, por lo que eran capaces de hacer
cualquier cosa cuando contaban con la impunidad; por principio eran gente
cruel y corrupta. No podían ser jóvenes, lindos, inteligentes ni cultos,
porque eran parte de ese Otro, cuyos atributos no pueden corresponder con
los que se asume como propios. En términos religiosos, practicaban un catolicismo
rígido y convencional.
Estas dos imágenes construidas del Otro entraron en colisión dentro de los
campos; los universos escindidos donde uno elimina al otro alcanzaron realidad.
Pero así como el campo concentra y aísla a un tiempo, así también separa
y une simultáneamente. El campo fue un espacio en el que, al acercar los
dos polos del mundo binario, el blanco y el negro, las fuerzas legales y
los subversivos, perfectamente separados y diferenciados en un espacio que
los coloca en compartimentos estancos en tanto víctima y victimario, sin
embargo los obligó a tomar contacto.
Los presos que sobrevivieron meses, en particular los que se sometió a procesos
de "recuperación", entraron en contacto con la oficialidad que atendía sus
casos. Ese contacto fue muchas veces prolongado. De la misma manera, los
guardias que llegaban turno tras turno a cuidar una cuadra, una capucha,
comenzaron, a su pesar, a identificar los bultos como personas, a ver caras,
a aprender nombres. Lo mismo sucedió con los secuestrados. Sin proponérselo,
el campo, dispositivo binario por excelencia, muchas veces ofreció un cierto
espacio de gris.
Muchos militares podían responder al prototipo, pero también los había convencidos,
que no perseguían ningún interés personal o económico.
Existían valientes y cobardes, listos y tontos, jóvenes y viejos, lindos
y feos. Extrañamente, también los había liberales y ateos. Por su parte,
los secuestrados, más que feroces subversivos, correspondían a una imagen
menos amenazante. Eran en general jóvenes (el 70 por ciento tenía entre
20 y 35 años), muchos de ellos de clase media, como la oficialidad, otros
de estratos populares muy semejantes a aquellos de los que provenían los
suboficiales de los campos, a veces idealistas, otras, simples aventureros,
pero por lo regular con una moralidad de matices diferentes a la militar
aunque profundamente judeo cristiana, como la de sus captores. Es decir,
unos y otros tenían elementos en común.
La convivencia de hecho entre captores y prisioneros que, de acuerdo con
los relatos, muchos detenidos supieron entender y aprovechar, minaron parte
de la "convicción antiguerrillera", en distintos niveles. El testimonio
de Tamburrini registra que, cuando él y sus compañeros lograron fugarse,
dejaron escrita en una pared la leyenda "Gracias Lucas". Lucas era un guardia
que había tenido con ellos una conducta humana. También señala Geuna el
caso del sargento Manzanelli, quien fue trasladado porque "mantuvo una relación
bastante cercana a un grupo de prisioneros que lo influyeron"82. Son muchos
los testimonios que registran cómo, a pesar de estar dentro mismo de los
campos, hubo casos en los que se rompió el tabicamiento binario y uno pudo
reconocer al ser humano que había en el Otro, y al hacerlo, reivindicó su
propia humanidad.
Al humanizarse las relaciones, el Otro se hace más real, aunque no por eso
menos enfrentado. Es decir, se desintegra el carácter demoniaco del oponente
y, por lo tanto, cuesta más "quemarlo vivo". En la relación secuestrador-secuestrado,
la "humanización" del Otro afecta sustancialmente al secuestrador, debilita
su poder porque desmonta el sostén del campo de concentración, que es la
noción de guerra contra un enemigo infrahumano que hay que destruir. Al
"recuperar" su humanidad, el secuestrado deja de ser el demonio primero
y el enemigo después, para pasar a ser un oponente; al relativizar su peligrosidad,
tambalea la lógica de la desaparición.
La humanización del captor, a su vez, permite al secuestrado desmitificar
su poder, relativizarlo, para buscar y encontrar resquicios. Por ejemplo,
para algunos secuestrados de la Escuela de Mecánica, descubrir las ansias
desmedidas de poder del capitán Acosta, les permitió darse un plan de supervivencia
que aprovechara esta característica, ofreciéndole una simulación de poder
que se basaba en la sobrevida de un grupo importante de prisioneros.
En suma, las fisuras del dispositivo binario por las que los enemigos entraron
en contacto, las vinculaciones que lograron atravesar la línea divisoria
entre secuestrados y secuestradores beneficiaron sustancialmente a los prisioneros
ya que al romper una de las bases de la lógica concentracionaria, debilitaron
el poder de los desaparecedores.
Desde este punto de vista, la teoría de los dos demonios no es más que otra
forma de reproducir el pensamiento binario. Según esa explicación, se pretende
que la sociedad argentina fue agredida por dos "engendros", extraños y ajenos,
crueles e inhumanos, Otros (dos en lugar de uno), una vez más perfectamente
diferentes e incomprensibles, "locos", que es preciso desaparecer. Como
se puede ver, exactamente los mismos elementos y la misma solución: la desaparición.
Una posibilidad de alternativa al pensamiento binario lo constituye la idea
de que en la lucha política no hay enfrentamientos entre blancos y negros
sino sucesivas gamas de gris; por cierto, ésta es una imagen que aparece
en distintos testimonios. Desde este punto de vista, que es el que intento
sustentar en este trabajo, ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto
los campos de concentración constituyeron algo ajeno a la sociedad en su
conjunto. Tampoco resultan incomprensibles sino que son parte de la trama
y el tejido social, lo que no es decir que todo es lo mismo ni que todas
las responsabilidades se reparten simétricamente.
El hombre
Al ser capturados, los militantes políticos y sindicales caían derrotados.
La izquierda del peronismo había pasado por una lucha interna muy desgastante
dentro de su movimiento; Perón, antes de morir, había desconocido a la Tendencia
y con ella a todo el llamado peronismo revolucionario, minando su base de
sustentación política. La izquierda no peronista estaba en una situación
semejante; su aislamiento había comenzado de manera más temprana y era bastante
más profundo, como ya se señaló.
El avance de la derecha peronista, que incluía a la burocracia sindical,
fue político y militar. Desde 1974 la AAA había cobrado muchísimas vidas
de peronistas y no peronistas y arrinconaba de manera creciente a las organizaciones
populares. A partir del golpe de 1976 se multiplicaron las detenciones pero
sobre todo los secuestros, como política represiva institucional. La tecnología
de la desaparición de personas, seguida de la tortura irrestricta e ilimitada
dio sus frutos; la delación se incrementó, y con ella la persecución. Militares
políticos y sindicales huían de una casa a otra, de una región a otra, intentaban
salir del pais siendo capturados en las fronteras. La derrota política de
sus proyectos ya era un hecho si no inexorable, previsible; la muerte una
alternativa mucho más cercana que la victoria. Al ser capturados, los hombres
tenían un gran cansancio vital y un agotamiento político que favorecía la
actitud de "entrega"; su energía para oponerse y resistir a la dinámica
del campo ya estaba dañada. El poder del captor era tan inmenso, tan aplastante,
y la sensación de derrota tan fuerte que, con frecuencia, el prisionero
era absorbido por la dinámica del campo, sin lograr oponerse a ella.
Cuando el secuestrado se encontraba allí con otros presos que habían provocado
su detención, que brindaban información sobre él, o peor aun, que lo instaban
a rendirse . sin resistir, o le demostraban o incluso fingían su propia
colaboración, la sensación de derrota crecía y colocaba al prisionero en
una situación de mayor desprotección para encararla tortura. Cualquiera
de estas circunstancias era aprovechada por los secuestradores para inducir
la idea de que "todos lo hacían", que era imposible resistir y que era preferible
que colaborara desde el primer momento para evitar sufrimientos innecesarios
y asegurar su supervivencia. Ficciones que el campo alimentaba precisamente
porque existía la resistencia y porque cualquiera de sus formas trababa
el funcionamiento óptimo del dispositivo.
Los militantes caían agotados política y psíquicamente; por medio de la
tortura se produciría su agotamiento físico hasta intentar desintegrarlos,
desaparecerlos, "quebrar" toda posibilidad de "fuga" o resistencia, arrasar
en ellos al hombre para dejar un cuerpo desechable o reprocesable, en el
mejor de los casos. En ese "procesamiento", el dolor era imprescindible
pero no suficiente. Hay una auténtica labor del campo de concentración para
destruir al hombre; para eso usa la tortura, el terror y un conjunto de
mecanismos de deshumanización y despersonalización que, corno ya se señaló,
tienen una doble función: destruir a la víctima y facilitar el trabajo del
victimario.
Las capuchas que ocultaban los rostros, los números que negaban los nombres,
el hacinamiento y depósito de las personas en calidad de bultos fueron formas
de escamotear la humanidad del prisionero. Pero hubo otras, de igual poder
destructivo, que tomaron la forma de la humillación y la animalización de
los sujetos, como manera de negarles su condición humana.
Obligar a las personas a exhibirse y permanecer desnudas ante extraños,
como lo hacían en todos los campos; hacerlas adoptar posturas ridículas
y humillantes, como correr estando encapuchados o atarlos del cuello como
si fueran perros (La Perla y Escuela de Mecánica); sumirlos en un terror
que los haga temblar (Mansión Seré); forzarlos a pelear entre sí estando
encapuchados (Campo de Mayo); llevarlos hasta la desesperación por el hambre
para que sólo piensen en la comida y luego devoren el alimento como bestias
(comisaria de Castelar); hacer que una mujer desnuda y con los ojos vendados
tenga un parto en medio de insultos (Brigada de Investigaciones de Banfield)
son sólo algunas de las prácticas que constan en los testimonios y que se
usaron para inducir un comportamiento aparentemente animal que justificara
el tratamiento posterior de esos seres humanos como si en verdad no fueran
hombres. Los secuestradores de la Mansión Seré decían en tono de superioridad
que los presos olían como bestias, a adrenalina, después de que ellos los
habían torturado hasta aterrarlos. Pero el hecho de que eran como bestias
les ayudaba a "creer" que lo eran y por eso merecían el trato que ellos
suponían se le debía dar a una bestia.
Antonio Horacio Miño describió de una manera muy gráfica esta suerte de
"animalización" en que intencionalmente se coloca a los prisioneros.
Refiere que después de una golpiza colectiva: "Nos dejaron todos apiñados,
temblando, mojados, tiritantes, acercándonos unos a otros para darnos calor"8'.
Bajo el influjo del terror, cuando se orilla a un ser humano a una precariedad
tal que sólo puede sentir frío, hambre, sed, ganas de ir al baño, dolor,
es decir deseos de satisfacer las necesidades más básicas, retrayéndolo
a su núcleo primario, entonces la inteligencia, los valores culturales,
la sensibilidad, la complejidad psíquica no desaparecen, pero como los mismos
sentidos, entran en un estado de latencia. La intención es clara: destruir
al sujeto y retraerlo a una existencia casi exclusivamente animal como si
realmente se pudiera "animalizar" al hombre. Colocara las personas en situaciones,
posturas, actitudes que se asocian con la conducta animal tiende a reforzar
una muy dudosa superioridad del poder y a resaltar su indefensión, denigrándolas.
La cosificación del prisionero, del paquete que "pertenece" a una fuerza
o a un secuestrador no es más que otra modalidad de lo mismo. Uno de los
oficiales de La Perla le decía a Graciela Doldán: "Gorda, decíle que sos
nuestra". Muchos relatos registraron esta supuesta pertenencia de los prisioneros,
como cosas, a un oficial, a un campo, a una fuerza. De hecho, los campos
de concentración "se prestaban" prisioneros o se los "regalaban", cuando
transferían a alguien sobre el que cedían todos sus derechos. También, en
la misma línea de cosificación, señala Grass que en la Escuela de Mecánica
los prisioneros con vida se mostraban "como piezas de caza" a otros militares
que llegaban "de visita" al campo de concentración.
Una de las formas más crueles y eficientes de la humillación fue obligar
a las personas a presenciar el castigo de otras, sin tener reacción alguna,
sumiéndolas en la más brutal impotencia. Los desaparecidos escuchaban la
tortura de los recién llegados en casi todos los campos, sin poder hacer
otra cosa que replegarse en su interior. Muchos de ellos fueron obligados
a presenciar el tormento de sus padres, esposos, hermanos, amigos.
Además, se los forzaba a presenciar actos crueles o denigrantes para con
sus compañeros de cautiverio, sin acusar la menor reacción, como relata
Miriam Lewin, o a renegar de la importancia de alguien muy cercano afectivamente
para ellos, como lo refiere Mario Villani, provocándolos a reaccionar pero
sabiendo que cualquier indicio de ello sería razón para su traslado inmediato.
La explicación de estas acciones debe buscarse precisamente en este intento
de humillar al hombre frente a sí mismo, sumir al castigado en la más absoluta
soledad e indefensión y acrecentar frente a ambos la imagen de la autoridad
para paralizarlos.
También la delación de otros militantes fue una de las formas de la humillación,
que degradan al que la realiza pero también a sus compañeros: por eso toda
delación se publicita y se exagera dentro del campo, porque debilita colectivamente.
En el testimonio de Geuna dice: "Muchos compañeros murieron sin hablar,
sin humillar." ¿Error de mecanografía? Tal vez no; sin duda, la humillación
de un hombre alcanza a sus compañeros.
Desde otro punto de vista y pensando por un momento en los desaparecedores,
denigrar y denigrarse son parte de una misma acción.
En este sentido, la dinámica del campo, al buscar la humillación de los
secuestrados encontró el denigramiento de su propio personal. Máquina deshumanizadora
de la víctima y del victimario, el campo de concentración reclama de todos
conductas menos que humanas, los fuerza a ocupar el lugar de simples piezas,
cuerpos o engranajes.
La existencia de una lógica esquizofrénica que percibe como desquiciada;
e! enfrentamiento a una realidad diferente de la que esperaba (estas sorpresas
que el campo tiene para el recién llegado como la posibilidad de una sobrevida
incierta antes que la muerte inmediata, la presencia de una persona que
creía muerta, o la suposición de la traición de alguien que consideraba
un héroe); la pérdida de la propia humanidad y toda capacidad de elección,
y la aparición del registro del terror crean una sensación de irrealidad
y un efecto de deslumbramiento o anonadamiento en el ser humano.
Esta sensación domina al secuestrado durante un tiempo. Aunque el campo
es una realidad perfectamente arraigada en el mundo que lo rodea, el secuestrado
siente que, al entrar en él, se ha despedido para siempre de la realidad
de que formó parte hasta ese momento. El campo se presenta como una "realidad
irreal", en relación con los valores del sujeto que ingresa.
Por otra parte, y pese a todos los mecanismos de negación que se pueden
desplegar, cada persona sabe, siente, intuye o sospecha que es, efectivamente,
una especie de muerto que camina. Este hecho de tener sellada la suerte
y seguir comiendo, durmiendo y teniendo sensaciones y sentimientos también
tiene algo de fantástico, de increíble.
A todas estas sensaciones se suma la perpetua oscuridad, la pérdida de la
noción del tiempo, regulado por otros.
Incluso los tiempos biológicos se encuentran distorsionados; el baño, la
comida, el sueño, la vigilia se violentan en forma permanente y arbitraria.
Pero lo verdaderamente fantástico es que el hombre sigue viviendo a pesar
de la ruptura con su entorno y consigo mismo como sujeto. La vida humana
es algo más que un hecho biológico. La vida del hombre cobra sentido en
su relación con otros hombres. Cuando se rompen todas las referencias personales,
afectivas, intelectuales y... se sigue viviendo, la existencia cobra un
carácter irreal. El campo presuponía la ruptura absoluta con el mundo que,
sin embargo, estaba apenas del otro lado de la pared.
Todos estos elementos crearon ese efecto "anonadante" sobre el hombre.
Lo que llamo anonadamiento es como un deslumbramiento que no permite ver
y, al enceguecer, paraliza. En realidad, paraliza la voluntad, la capacidad
de elección, sumiendo al sujeto en una relación hipnótica con respecto al
poder. Sólo puede reaccionar "en piloto automático", como si no fuera dueño
de sí. En este punto, el campo funciona como un agujero negro que atrae
hacia sí para desintegrar, que "chupa" al hombre para desaparecerlo, tratando
de que no ofrezca la menor resistencia. Pero también como señala Scheer,
"aunque no puede salir nada de los agujeros negros, ni siquiera la luz,
se constata sin embargo que ciertas partículas se escapan"8'.
La parte que es atraída por el agujero negro, que queda atrapada en la lógica
del campo, resulta arrasada. Cuando digo arrasada me refiero a la desintegración
de la personalidad y la asimilación automática del hombre al dispositivo
concentracionario y sus mecánicas. El prisionero que se integra al campo
sin ofrecer resistencia, cualquiera que sea el lugar desde el que lo haga,
ha sido arrasado.
Las conductas pueden ser muy diferentes. Sin embargo, toda sumisión total
a las reglas conlleva la autodestrucción y la reproducción del aparato represor-asesino.
Los prisioneros que creyeron haber cambiado de bando y ser parte del poder
militar, fueron arrasados. Los que se convirtieron en verdugos de sus propios
compañeros, también. El "quiebre" total del hombre que le impide toda reacción,
inmovilizándolo, es otra de las formas de lo que llamo arrasamiento de la
personalidad. Cuando el hombre resulta arrasado, el campo cobra su victoria:
la voluntad de resistir se extingue; el sujeto está aterrorizado, se entrega
y sólo quiere terminar.
El "quiebre" de un hombre frente a la tortura puede significar un arrasamiento
del sujeto, y sin embargo, éste suele ser un efecto parcial, que pasado
un tiempo permite la recomposición. Después del quiebre puede existir una
reestructuración del sujeto, a veces más apta para enfrentar la realidad
concentracionaria. Quiero insistir en esto.
Contrariamente a las creencias que circulaban en los medios militantes,
los testimonios muestran que aun cuando la gente hubiera sido "quebrada",
este efecto podía ser transitorio. Considerar cualquier tipo de claudicación
como el inicio de una caída interminable, que conduciría a la entrega lisa
y llana del hombre, no permitiría explicar la conducta de buena parte de
los prisioneros, tal vez la mayoría, en la que coexistieron, de maneras
sutiles, la claudicación y la resistencia. Es que a pesar de la eficiencia
de la tecnología concentracionaria, casi siempre hay una parte del hombre
que es devastada y otras que resisten; esas son las partículas que se escapan.
El olvido, que el campo promueve en la sociedad para que admita sin más
la "desaparición" de su gente, el mismo olvido que promueve en los secuestrados
para que acepten la realidad del campo como única es, sin embargo, un mecanismo
que favorece la dinámica concentracionaria y, al mismo tiempo, la sabotea.
Porque el campo también requiere de la "memoria" del preso; esa memoria
es el receptáculo de todo lo que importa, la información que el individuo
posee y que se intentará arrancar de el, para vaciarlo y grabar en su lugar
otro conocimiento: el de un poder omnipotente e inapelable.
El campo no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que reformatea
la memoria, la amolda a sus necesidades. Su objetivo es borrar, vaciar y
regrabar.
Cuando el militante es capturado, no solamente simula no saber, sino que
auténticamente olvida; olvida la información que puede hacer peligrar a
otras personas; olvida nombres, domicilios e incluso caras. El haber perdido
la capacidad de recordar información precisa, sobre todo la relacionada
con nombres y direcciones, es un dato recurrente entre los sobrevivientes.
Hay "olvidos" que salvan a otros hombres y a aquél que posee la información
lo protegen de una enorme dosis de angustia. En estos casos, el olvido es
un mecanismo que sabotea la dinámica del campo.
Hay otra clase de olvido; la del mundo del exterior, el afuera. La distancia
enorme y, al mismo tiempo, la cercanía, que ya se describió como uno de
los aspectos desquiciantes del campo, también crean la sensación de que
el mundo externo ha "olvidado" al preso, es decir que se ha consumado la
lógica concentracionaria. En la medida en que el prisionero cree en este
olvido, resulta atrapado.
La clausura del mundo exterior, su cancelación, es uno de los mecanismos
que el campo promueve para lograr la desintegración. Es significativo que
el prisionero busque las ventanas, los hoyos que le permiten ver el exterior
o bien cuando recién llega al campo o bien cuando ha pasado la etapa de
"acosamiento" inicial y vislumbra alguna posibilidad de reintegración, es
decir, cuando logra escapar a la idea del campo como única realidad. En
este caso, ha ganado una parte de la batalla. La cercanía-distancia del
afuera, y su connotación de aceptación-sumisión al poder concentracionario,
es demasiado dolorosa para asomarse a ella si no existe la esperanza de
una reintegración.
Pero, al mismo tiempo, es la única posibilidad de escapar física y psicológicamente
a la realidad del campo.
El recuerdo y la referencia al mundo exterior, la existencia de verdaderos
vínculos con él, fundamentalmente los afectos, es doloroso para el secuestrado
pero también es la condición de posibilidad para que sea capaz de romper
el aislamiento real y falso a un tiempo que le propone el campo de concentración.
Por el contrario, el abandono del hombre a la realidad concentracionaria
como única y total fue el camino casi seguro para la desintegración de los
sujetos.
El vínculo con el exterior, con algo que no perteneciera al mundo del campo,
solía ser la fuente de la fuerza vital necesaria para resistir, no digo
para vivir sino para resistir, es decir para preservar la humanidad y luchar
dignamente por la vida. En algunos testimonios este lugar lo ocuparon los
hijos, los padres o bien la pareja; los afectos parecen tener un lugar de
privilegio con respecto a otros elementos más racionales, como los ideológicos
o políticos. Ana María Careaga, capturada a los 17 años en estado de gravidez,
lo relata así: "Un día, sentí por primera vez que la criatura se movía en
mi vientre. Fue una alegría enorme; sentí que vivía, que había resistido...
Fue la criatura la que me dio fuerzas para sobrevivir.
Hablaba con ella todo el tiempo, le hacía poesías y le contaba cuentos...
Ella había resistido a la muerte; eso era una forma de respuesta a la barbarie;
yo tenía que resistir con ella y por ella."8'' En la medida en que cede
el terror inicial, el ser humano rescata sus nexos afectivos con el exterior,
así como tina racionalidad y una moralidad propias. La convicción religiosa
parece haber jugado un papel importante, probablemente porqué lo religioso
pertenece a un universo al que no llega el poder concentracionario, porque
constituye una instancia de "apelación" superior a ese poder que se pretende
absoluto. La existencia de creencias religiosas, en este sentido, preservó
al hombre. Muchos prisioneros, con los elementos más precarios se fabricaban
una pequeña cruz que llevaban al cuello. Esta primera recomposición del
hombre, casi siempre asociada con los referentes externos, al permitir "fugar"
de la realidad concentracionaria como dispositivo inexorable y perfecto,
también permite insertarse en ella construyendo una sociabilidad distinta
a la que impone la institución.
¿Cómo se puede hablar de construir una sociabilidad en medio del silencio
y la inmovilidad? Por más que se lo proponga, el campo no puede constituirse
como una realidad sin fisuras, de vigilancia total y permanente. En medio
de la aparente parálisis ocurren muchísimas cosas.
Las personas aprenden a mirar por abajo de la capucha y entre las vendas;
reconocen las voces de sus guardias porque los oyen hablar entre sí; saben
quiénes son, cómo se llaman; los espían y les conocen sus caras; desarrollan
una extraordinaria habilidad para comunicarse con gestos, pequeños sonidos,
para saber en qué momento pueden burlar la vigilancia. Los seres humanos,
reducidos a la inmovilidad y el silencio, aguzan los sentidos, distinguen
los olores, los más pequeños ruidos, encuentran señales que los orientan
en el laberinto (la hora de la comida, la hora del cambio de guardia, la
hora en que entra un rayo de luz por cierta rendija). Ahora son ellos, los
prisioneros, los que "disponen de todo el tiempo" para hacerlo. A su vez,
el dispositivo encuentra sus propias grietas y sus propios cansancios. Junto
a los guardias que pegan para sentirse poderosos o que castigan por gusto,
hay guardias que se "humanizan" a sí mismos permitiendo cierto relajamiento
de la disciplina aun cuando ello pueda perjudicarlos, otros lo hacen siempre
que no los comprometa, otros más, sencillamente se duermen. Son los turnos
"buenos" de los que hablan los testimonios. Pero, dentro de la lógica esquizofrénica
del campo, también puede haber, muy eventualmente, guardias que roben dulce
de leche para convidar a los presos, que dejen hablar, repartir la comida,
circular un libro y hasta que organicen "peñas" con los secuestrados, como
consta en los testimonios de Graciela Geuna y Blanca Buda.
Estas circunstancias explican que, aun cuando las condiciones de vida eran
tal y como las describen los testimonios, las pequeñas "fugas" de autoridad,
ya fuera por una transgresión de la disciplina que partiera del preso o
del guardián, permitieran que sin embargo los presos supieran tanto. Cuanto
mayor era el tiempo de permanencia, más conocimiento alcanzaba el prisionero.
Además, algunos de los sobrevivientes que testimoniaron fueron incluidos
en programas de "recuperación", lo que les permitió alcanzar un conocimiento
mucho más profundo sobre el personal y las costumbres de su lugar de cautiverio.
Así pues, mal que les pese a los desaparecedores, debajo de las capuchas,
había ojos que miraban todo lo que podían ver y hombres que se resistían
a ser reducidos tan fácilmente a la condición de bultos. Entre una cucheta
y otra, en un levísimo susurro y cuando había ruido de platos, se decían
los nombres, las militancias, se contaban verdaderas historias en poquísimas
palabras. Los presos se cruzaban unos con otros cuando iban al baño y se
reconocían por un pie, una voz que llamaba al guardia.
Cuando la disciplina se relajaba, lo primero que fluía era la información:
dónde estaban, quiénes habían sido capturados, cómo fue la propia detención,
qué personas eran más o menos confiables. "Estaba totalmente prohibido hablar,
ya sea con el compañero de celda, en el baño o con los presos de las otras
celdas. Nosotros lo hacíamos igual, cuando podíamos, incluso con las otras
celdas, a través de los ventiluces, subiéndonos a-1 camastro superior...
Si pescaban a alguien hablando-b con la venda levantada, lo sacaban de la
celda y lo llevaban a torturarlo, ya sea con picana eléctrica, golpes u
otras formas de castigo", cuenta Ana María Careagas. A pesar de la atmósfera
de desconfianza y suspicacia que invade las relaciones entre los prisioneros,
a pesar de que la vida concentracionaria promueve la individualidad a ultranza,
a pesar de que cualquier acción colectiva es objeto de castigo brutal, aun
así los seres humanos no pueden ser despojados tan fácilmente de su humanidad
ni, por ende, de su sociabilidad. En primer término, el individuo se aferra
a otro ser humano, que le permite reconocerse como tal. Cada uno es el espejo
del otro; cada uno recupera y ofrece la condición humana para sí y para
el otro. Cuando esto ocurre, la hipnosis concentracionaria comienza a ceder.
Los relatos de sobrevivientes se refieren a "parejas" de presos, "parejas"
de amigos, muchas veces del mismo sexo, que se sostienen uno a otro. El
mismo hombre que pudo haber estado reducido a una conducta denigrante, humillante,
resulta ahora necesario y querido para otro. Es capaz de actos de verdadera
generosidad y entrega hacia ese otro que lo remite a su humanidad. ¿Cuál
de los dos es el hombre? Ambos lo son. El ser humano, a veces el mismo sujeto,
parece ser capaz de encontrar su propia degradación y, casi de inmediato,
la exaltación de su humanidad, el acto que lo "salva" frente a otro y frente
a sí mismo.
El reconocimiento de la humanidad, nunca perdida, se acompaña de la recuperación
del nombre, en el caso de los militantes solía ser el "nombre de guerra",
que los remitía no sólo a su carácter humano sino a su condición de hombres
políticos. Los presos nunca se llamaban entre sí por el número y generalmente
no lo hacían por su nombre legal. Se puede observar cómo las listas de prisioneros
que elaboraron los primeros sobrevivientes registran más apodos (nombres
de guerra) que nombres legales.
Otro paso fundamental era recuperar la individualidad; ser alguien con alguna
característica específica y diferenciadora. Geuna refiere que, en su caso,
la resistencia que ofreció en el momento de su captura generó una curiosidad
por ella que la benefició: "...aquellos prisioneros que se constituyen en
casos extraordinarios, logran ir sobreviviendo. La cuestión es tener un
rostro, un nombre y no ser apenas un número más."87 Al identificarse a sí
mismo, el sujeto comienza a cuidarse; el cuidado físico, el tratar de mantener
un aspecto lo más limpio y lo más digno posible son asimismo formas de defensa
de su humanidad amenazada.
Los prisioneros tratan de bañarse toda vez que se les permite, se peinan,
lavan su ropa en el poquísimo tiempo de que disponen para ir al baño, consiguen
de alguna manera tener dos mudas de ropa interior, se agencian cepillos
de dientes y se lavan aunque sólo sea con agua. Todos estos cuidados, terriblemente
dificultosos, representan, sin embargo, una victoria contra la "animalización"
que pretende el campo.
La realización de una actividad, la que sea, también es reestructurante.
Permite moverse, ocuparse en algo física y mentalmente. El hombre sabe que
esto es fundamental. Tamburriní, licenciado en filosofía, dice que los prisioneros
más antiguos, entre los que se encontraba, gozaban de ciertas "prerrogativas",
entre otras, porque "se nos proporcionaban escobas para que barriéramos
el sitio". En efecto, en muchos testimonios se refiere que realizar la limpieza,
hacer labores de mantenimiento, repartir la comida o prepararla eran extraordinarios
privilegios que permitían moverse, ocupar la cabeza, conocer el lugar, hablar
con otros presos.
Cuando existía la posibilidad, los secuestrados inventaban actividades que
les permitieran usar sus manos, su cabeza, su imaginación. Según las características
del campo y de las guardias, podían hacer objetos con miga de pan con la
capucha puesta, los que compartían un calabozo jugaban cartas en silencio
con naipes hechos en pequeños pedacitos de papel o interminables partidas
mentales de ajedrez, se relataban o enseñaban cosas unos a otros cuando
podían hablar; si existía un libro, como se podía leer sin moverse ni hablar
sólo era necesario esperar una guardia permisiva. En la Escuela de Mecánica
los presos de capucha llegaron a fabricar pequeños libritos con chistes
recortados de periódicos, como regalo de navidad en diciembre de 1977 para
sus compañeros; allí mismo, Norma Arrostito pasaba horas memorizando el
Romancero Gitano.
El trabajo, el juego, y con ellos la risa fueron formas de defensa del sujeto
amenazado. En efecto, la risa aparece en muchos de los relatos y confirma
la persistencia, la tozudez de lo humano para protegerse y subsistir.
Todas estas actividades, en un ritmo muy lento, de una manera muy disimulada,
con la humildad de lo cotidiano que parece insignificante, permitieron ir
construyendo la red de relaciones que existía en cada campo. No se trataba
de redes estables; de hecho, los traslados la rompían permanentemente. Sin
embargo, a partir de las relaciones entre dos, de los presos más antiguos
que conocían las reglas de la casa, se iban estructurando ciertas dinámicas
de sobrevivencia, de intercambio de información, de apoyo y también de traición.
No pretendo describir un mundo de prisioneros solidarios enfrentados a sus
captores, pero tampoco un espacio de soledad absoluta, carente de todo valor
humano y moral.
De hecho, no hay un solo sobreviviente que no haya contado con la ayuda
de otros, a veces muertos; nadie salió solo ni tampoco nadie se desintegró
solo.
La solidaridad es un valor que aparece en la experiencia concentracionaria,
como clave para la subsistencia. Compartir la comida, cigarrillos, un dulce
en condiciones de auténtica desnutrición, regalar objetos útiles y siempre
preciadísimos por la carencia total de los mismos, como un lápiz, consolar
o tranquilizar a otro preso para que no se descontrole y evitarle así un
castigo, informar o prevenir a alguien sobre posibles peligros, coordinar
acciones para distraer a los guardias y permitir cierto contacto entre prisioneros,
son algunos de los muchos gestos solidarios que se encuentran en los testimonios.
En el campo, como en la vida, conviven las dimensiones de la solidaridad
y la traición, sólo que ésta aparece expuesta mientras la primera es subterránea.
Lo que quiero decir es que aun en condiciones tan aplastantes el poder no
llega a constituirse en total. Aun en medio de un proyecto de destrucción
y arrasamiento de la personalidad, el hombre busca y encuentra su dignidad.
Cuando se defiende de la suciedad, cuando protege a otro ser humano, cuando
se solidariza con el compañero, cuando se resiste a caer bajo los golpes,
cuando aguanta la tortura hasta donde puede, cuando camina hacia la muerte
con entereza, el hombre está resguardando su dignidad. Decía Jorge Semprún,
sobreviviente de Buchenwald: "En los campos el hombre se convierte en ese
animal capaz de robar el pan de un camara-da, de empujarlo hacia la muerte.
Pero en los campos el hombre se hace también ese ser invencible capaz de
compartir hasta su última colilla, hasta su último pedazo de pan, hasta
su último aliento, para sostener a los camaradas."88
Resistencia y fuga
El campo de concentración argentino fue el intento más claro del poder por
apresar y desaparecer todo aquello que escapara de su control. No obstante,
la realidad, y el campo como parte de ella, genera de manera constante las
líneas de fuga y los dispositivos que disparan contra el núcleo duro del
poder y contra sus segmentos, abriendo brechas dondequiera.
Si, como propone Deleuze: "Los centros de poder se definen por lo que se
les escapa y por su impotencia más que por su zona de poder/es" es importante
detenernos en las formas de resistencia y de impotencia del poder.
Ya vimos que el hombre no permanece inerme sino que desarrolla y despliega
una serie de habilidades para resistir y, cuando puede, sobrevivir. Puede
lograrlo o no, como en todo escape, pero su solo intento implica la capacidad
de resistencia, no de sumisión. Interpretarlo de manera inversa es arrebatarle
al hombre su capacidad de oponerse al poder y regalarle a éste la vana omnipotencia
que pretende.
Muchas veces se ha hablado de los escasos intentos de fuga que existieron
en los campos de concentración como la consumación del poder destructor
y anonadante del campo. Este razonamiento es sólo parcialmente cierto. Es
preciso acotar que existieron muchísimas formas de fugar del dispositivo
concentracionario, no solamente el escape físico, todas ellas asociadas
con la preservación de la dignidad, la ruptura de la disciplina y la transgresión
de la normatividad, saboteando los objetivos del campo.
Todo ocultamiento al poder totalizante que intentaba hacer transparentes
a los hombres, toda defensa de la propia memoria contra el reformateo del
campo, toda burla, todo engaño fueron formas de resistencia a su poder.
Tratar de sobrevivir sin "entregarse", sin dejarse arrasar, era ya un primer
acto de resistencia que se oponía al mecanismo succionador y desaparecedor.
De la misma manera, ampliar el círculo de los que se creía que tenían más
posibilidades de sobrevivir, ya fuera por su inclusión en trabajos de mantenimiento,
por recuperación del contacto con su familia o por otras razones, fue un
elemento clave. Los sobrevivientes hablan de manera recurrente de una obsesión:
estando dentro del campo una de las ideas mas fuertes era que alguien debía
salir con vida; alguien debía sobrevivir para testimoniar y contar; alguien
debía construir la memoria de los campos de concentración. Esta obsesión
muestra la resistencia a algunos objetivos prioritarios del campo: la desaparición
de lo disfuncional, la diseminación del terror y la producción de sujetos
y sociedades sumisas. De hecho, este objetivo de los prisioneros se cumplió;
hubo no uno sino muchos sobrevivientes y un gran porcentaje de ellos testimonió
en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1985.
En el otro extremo, el suicidio. En muchos casos, la decisión de la muerte
fue también una forma de resistencia y fuga que entorpeció los designios
concentracionarios; en la medida en que selló de manera definitiva la información
que poseía un hombre, le arrebató al campo el derecho soberano de vida y
muerte, y con ello debilitó su aparente omnipotencia.
Hubo formas de fuga, terriblemente personales pero no por ello menos eficientes.
En este sentido, me llamó poderosamente la atención un relato de Blanca
Buda, por su carácter de experiencia extraordinaria. Buda afirma no saber
si lo que le ocurrió fue una alucinación o una experiencia real, aunque
ella se inclina a-pensar esto último. Sea lo que haya sido, el efecto fue
claramente liberador, de fuga y burla al poder, bajo la circunstancia misma
de la tortura. Refiere Buda que, en el momento en que estaba siendo atormentada,
se desdobló, salió de su cuerpo y vio, sin sensación de dolor, cómo era
lastimada por los "interrogadores". "En aquella dimensión me sentía absolutamente
protegida por una presencia superior luminosa que me llenaba de fuerza y
de paz. Algo sobrenatural me estaba aconteciendo, pues ni por un instante
odié a mis verdugos...
Me fui introduciendo lentamente en otra dimensión, más alta aún, mientras
el tiempo y el espacio desaparecían. Todo era de color intenso y brillante.
No existían límites... " Sigue un relato larguísimo de una experiencia que,
sea alucinación o no, lo cierto es que sacó a Blanca Buda de la tortura
y le permitió fugar de ella, de manera insospechada para sus captores. Tal
vez este tipo de "fugas" haya existido en muchos otros casos, pero la índole
de los testimonios, ante organismos de derechos humanos y-juzgados, no se
prestaba para relatos de este tenor.
Muchos de los textos también se refieren al valor liberador de la risa.
Dice Geuna: "Aun en las situaciones más trágicas el hombre es capaz de reír...
surge la broma, que no es otra cosa sino la búsqueda inconsciente del hombre
para recuperar su humanidad destrozada... La capacidad humana de recuperarse
es absolutamente asombrosa. Temblando de miedo, esperando el camión que
puede trasladarte hasta la muerte, y riendo...
Como en Navidad reíamos o como cuando Boca Juniors ganó el campeonato metropolitano,
la vida se metía por La Perla, por alguna rendija descuidada, y transformaba
el campo de concentración en una fiesta efímera, puntual, instantánea. Porque
la vida siempre es más potente que la muerte. La risa es una de las formas
más eficientes de la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un
medio en el que se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a
la muerte.
La risa fue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la humanidad
propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la burla, permitían
desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia muchas veces
patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia. Los hombres importantes
de estos campos, con nombres de animales feroces muchos de ellos, Tigre,
Puma, Pantera, solían ser terriblemente ridículos.
Dice Blanca Buda que cuando sus interrogadores, que la habían castigado
intentando que revelara sus más íntimos secretos, se negaron a que dijera
por quién había votado aduciendo que "el voto es secreto", ella lanzó una
carcajada y... "desde ese instante perdieron para mí la imagen de 'lobos
feroces', de 'tragamujeres' y de 'infalibles represores'... Lo consideré
una burla de bajo vuelo que me puso de buen humor"91.
Otra de las formas privilegiadas de la resistencia fue el engaño, que presupone
una inversión de la situación de poder. El secuestrado engaña a su captor
a pesar de estar en condiciones aparentes de indefensión total.
El engaño señala por una parte a un sujeto, el que engaña, no destruido
ni arrasado ni transparente, es decir a un sujeto que no ha sido reformateado.
Por otra, señala la omnipotencia del desaparecedor como generadora de su
mayor impotencia. El secuestrador cree hasta tal punto en su omnipotencia
que él mismo queda cegado por ella. Cuenta Ana María Careaga: "Creo que
ellos pensaban en soltarme, pero dudaban. Lo que me ayudó fue eso: los convencí
de que haría lo que ellos querían.
Ellos estaban divididos, algunos decían que yo era una hija de puta, que
si fuera por ellos, no salía. Los otros dudaban. Yo trataba de no exagerar,
de mostrarme vencida, dispuesta a hacer cosas pero sin exagerar... Creo
que los engañé, que me dejaron en libertad porque pensaron que yo iría a
callarme o a convencer a mi familia para que se entregue. Es mi pequeña
victoria sobre ellos."92 ¿Pequeña?
El engaño fortalece a quien lo realiza pero también a los que lo observan.
Cuando Graciela Doldán, en La Perla, logra decirle a Graciela Geuna, acerca
de su supuesta colaboración: "Todo lo que te dije delante de Herrera son
mentiras. No podía hacer otra cosa. Nada fue inútil. Hay que resistir",
está realizando en ese momento un acto de resistencia que incluye a Geuna;
así como el terror se expande, la resistencia también. Al atreverse a reconocer
frente a otro preso que ha engañado al militar, Doldán invoca la dignidad
y la solidaridad del otro. El acto abre una línea de fuga para Doldán, para
Geuna y para Araujo, quien se sumaría a ellas en el único intento organizativo
que existió en La Perla, según el relato de Geuna. Desde el momento en que
el secuestrado conspira, su vida cambia, comienza a pertenecer a algo distinto
del campo y opuesto a él desde dentro; lucha contra el campo, es decir lucha
por su vida en contra del poder succionador. Las personas se envían mensajes,
realizan acuerdos, acumulan información, la comparten, intentan entorpecer
el dispositivo, sostienen a los más vencidas; crean otra sociabilidad; conspiran.
"Tratábamos de poner límites. Nuestro objetivo era muy humilde. Tratábamos
de demorar el aniquilamiento." El intento de organización de La Perla fracasó
pero una de las sobrevivientes fue Geuna; es muy probable que esta experiencia
le haya dado la fuerza para continuar y posteriormente para testimoniar,
para realizar la vieja consigna de esos días: "alguno va a sobrevivir y
tendrá que informar"93.
Uno de los relatos más impresionantes de organización interna, resistencia
y conspiración lo constituye el de la Escuela de Mecánica de la Armada,
cuyos protagonistas no dudan en calificar de "doble juego". En ese campo,
hacia fines de 1976, se decidió dejar con vida, probablemente en forma temporal,
a unos pocos ex militantes de la organización Montoneros que habían facilitado
la captura de otros y se prestaban a realizar actividades operativas y de
inteligencia militar en contra de sus antiguos compañeros. Este grupo, que
se dio en llamar minuta, estaba formado por alrededor de una decena de hombres
y mujeres, todos ellos conversos, con más o menos convicción, a la causa
militar. No vivían en las mismas condiciones que los demás prisioneros y
gozaban de cierta libertad de movimiento dentro de las instalaciones. Hacia
mediados de 1977, salieron de la Escuela Mecánica para trabajar y vivir
en "libertad", como personal naval.
Desde principios de 1977, se inició allí mismo un proceso muy diferente:
la conformación del llamado staff con un grupo de prisioneros, inicialmente
militantes de bastante alto nivel político de la misma organización. Muchos
de ellos eran de alguna manera "notables", tenían apellidos famosos, alto
nivel organizativo o relaciones de parentesco con dirigentes guerrilleros.
Estos presos descubrieron el interés de algunos oficiales de la marina por
mostrarlos como trofeo y aprovechar, al mismo tiempo, su formación política
e intelectual en beneficio propio. Comprendieron que, en el marco de la
carrera política que intentaba emprender Massera, poseían un insumo valioso
para los marinos, que podían entregar a cambio de mayor sobrevida, con la
expectativa de que "alguno" podía salir libre.
La Escuela comenzó por utilizar a algunos de sus prisioneros en trabajos
de clasificación y análisis de la prensa nacional y extranjera, realización
de estudios monográficos sobre problemas diplomáticos limítrofes y políticos,
elaboración de documentos de análisis de coyuntura y otras tareas semejantes.
Dice Gras: "el grupo elegido para la realización de los nuevos trabajos
había comenzado a darse formas de organización interna, cuyo objetivo básico
era mantener la decisión de no colaborar, y en la medida de lo posible sabotear
la actividad represiva, ya que los límites fijados a la falsa colaboración
consistían en no afectar a personas y organismos populares, salvar !a mayor
cantidad posible de vidas y poder testimoniar en el futuro.'"'4 Alrededor
del grupo inicial se fueron congregando otras personas, según habilidades
reales o inventadas por los propios prisioneros, teóricamente necesarias
para la realización de los trabajos. Lo cierto es que el staff contaba,
hacia mediados de 1978, con unas 30 personas que vivían en condiciones muy
privilegiadas dentro del campo. En primer lugar, se pasaban el día en una
especie de oficinas construidas primero en el subsuelo de la ESMA y más
adelante a un costado de la famosa "capucha", en que se alojaba el grueso
de los secuestrados. Trabajar, comer razonablemente bien, tener atención
médica, ropa suficiente, derecho al baño diario, acceso a la prensa y los
medios de comunicación y circular con libertad dentro de las oficinas eran
privilegios que permitían afrontar el secuestro desde una perspectiva muy
diferente.
Se perfilaron, a partir de entonces, dos grupos de prisioneros que no eran
trasladados, el staff y otro grupo que se dedicó a tareas de mantenimiento
dentro del campo de concentración. Ambos trataron de atraer hacia sí la
mayor cantidad de prisioneros posible, con la idea de que el tiempo, en
este caso, corría a favor de los secuestrados; es decir, a mayor sobrevida,
mayor posibilidad de salir de allí.
Es difícil explicar con certeza las razones de la existencia del staff,
cuya creación coincidió con el "lanzamiento" político del almirante Massera.
La ambición política de la marina, que pretendía disputar el lugar rector
que hasta ese momento había ocupado el ejército dentro de las Fuerzas Armadas,
acompañada de la ineptitud, la inexperiencia y el arribismo político de
Massera, les permitió concebir la idea de utilizar el "capital político"
que habían capturado en beneficio de sus propios objetivos.
En consonancia, la oficialidad de la Escuela de Mecánica estructuró lo que
llamaba una política de "reeducación", por la cual supuestamente lograba
"producir" de los militantes nuevos sujetos, capaces de ser reincorporados
a la sociedad dentro de su proyecto. Cabe señalar que éste no fue una suerte
de absurdo de invención naval; todas las instituciones totales se proponen
remodelar al hombre y en verdad producen en él un cambio permanente, aunque
rara vez éste coincide con lo que la institución se había propuesto. La
idea de reeducar, remodelar sujetos, acrecentaba el despliegue de poder
de la Armada, ya que no sólo la mostraba capaz de secuestrar a un número
importante de militantes de alto nivel sino, además, de hacerlos defeccionar
y trabajar para sí, de reeducarlos y modelarlos; la omnipotencia concentracionaria
en acción. El proyecto de la Escuela fue admirado por muchos oficiales de
la Armada, así como del Ejército y la Aeronáutica. De hecho, el general
Galtieri intentó algo semejante en jurisdicción del 11 Cuerpo, y en otros
campos los llamados Consejos de prisioneros tuvieron cierto parecido aunque
nunca llegaron a desarrollarse de manera tan ambiciosa.
A los marinos les complacía en particular la existencia de jerarquías militares
entre sus "enemigos" y les gustaba hacer tratos o tener conversaciones "de
oficial a oficial" con algunos de sus secuestrados o con "sus pares", los
oficiales montoneros de mayor rango. Esto les alimentaba la fantasía de
que estaban librando una guerra y les permitía mostrar su "caballerosidad",
cuando se encontraban frente a un enemigo "digno".
Justificaban así que la "guerra sucia" los "obligaba" a ser sucios, a pesar
de sus propias inclinaciones ideológicas y personales.
Sigue Gras: "Durante este proceso, Acosta comienza a comprender que si gana
la voluntad de este sector de prisioneros -a quienes comienza a considerar
en 'proceso de recuperación'- puede obtener una victoria política que afirme
su carrera y sus ambiciones. Entre estos prisioneros, en respuesta, se opera
una simulación generalizada en torno a esa 'recuperación, consistente en
manifestar en cada diálogo un cambio en sus escalas de valores personales,
una supuesta adecuación al medio, etc., manteniendo realmente su negativa
a la delación. Esta aparente dualidad demanda a dichos prisioneros un gran
esfuerzo psíquico y nervioso y alimenta una constante situación de tensión."9''
Más allá de la importancia relativa que pudieran tener, los documentos y
opiniones del staff fueron de gran utilidad para dar poder y afianzar dentro
del arma las posiciones de la oficialidad vinculada con la "guerra sucia",
por haber logrado la colaboración de enemigos tan probados. Para aumentar
su importancia, los propios oficiales se encargaron de magnificar su influencia
sobre los secuestrados, a quienes presentaban como "fuerza propia" frente
a otros grupos de tareas e incluso dentro de la Armada.
Esta lógica hizo que, por razones diferentes, tanto la oficialidad del campo
como los miembros del staff tuvieran un mismo interés en exagerar la importancia
de las actividades políticas que allí se desarrollaban. Para los primeros
implicaba aumentar sus espacios de poder interno dentro del arma y de ésta
en relación con el Ejército; para los otros representaba la posibilidad
de "durar", y durar podría significar en algún momento sobrevivir.
Como ya se señaló, los prisioneros del staff trabajaban manteniendo contacto
unos con otros, por lo que trabaron relaciones cotidianas y personales entre
sí, que les permitieron, con mucha cautela, comenzar a sobrevivir estableciendo
límites precisos en su relación con los militares y rearmar relaciones de
confianza colectiva, muy difíciles de establecer dentro de un campo de concentración.
Los lazos de confianza se fueron estableciendo en forma lenta y más bien
interpersonal que grupal. Con el transcurso del tiempo, se formó una verdadera
"red" de confianzas, complicidades y una sociabilidad con reglas propias,
que precisaban qué se debía y qué no se debía hacer. Esto permitió la circulación
de la información y una especie de mecanismo de acuerdo, más o menos colectivo.
En este marco, se perfilaron ciertas "líneas" de actitud. Por ejemplo, los
materiales escritos no debían proporcionar ningún tipo de información de
utilidad operativa; era importante reforzar la idea de que sólo con el abandono
del accionar represivo se abrirían posibilidades políticas para la Armada;
se insistía en el costo político de las desapariciones y en la necesidad
de cesar esa práctica; se exageraban las virtudes políticas de Massera y
su posibilidad de convertirse en un caudillo político.
¿Cómo podían ganar espacio dentro de la Armada los oficiales más vinculados
a los campos, representando posiciones que tendían a debilitar el accionar
represivo? La lógica era más o nietos la siguiente: " Una oficialidad brillante
había logrado la victoria militar sobre un enemigo muy peligroso; había
logrado capturar buena parte de sus cuadros políticos y, mediante un trabajo
de reeducación, convertirlos en sus colaboradores.
Una vez ganada la lucha militar, era el momento de la confrontación política.
La conducción de la misma le correspondía a los vencedores de la anterior
quienes, además, habían demostrado la astucia suficiente para doblegar a
sus oponentes." Este era aproximadamente el razonamiento que se impulsaba.
En consecuencia, la Marina se jactaba de tener vivos dentro de la Escuela
de Mecánica cuadros guerrilleros que el ejército hubiera matado de inmediato,
dejando entrever que había alcanzado un grado de colaboración altísimo por
parte de ellos. Por su parte, el dejaba. correr y alimentaba estas versiones
que representaban, aunque muy precariamente, una cierta protección. El mito
de la Escuela de Mecánica crecía y adquiría una dinámica propia, en la que,
por razones diferentes, coincidían los intereses de secuestrados y este
grupo de secuestradores.
Mientras tanto, el trabajo, la comunicación, la solidaridad y formas muy
precarias de organización favorecieron la recuperación paulatina de los
miembros del staff. Su existencia tuvo una utilidad real para el campo de
concentración, en la que es difícil precisar los límites entre usar y ser
usado. Por de pronto la vida misma de los sobrevivientes, como posibilidad
de inducir en otros la idea de que el campo no exterminaba y permitía la
subsistencia bajo determinadas condiciones, ayudaba a diseminar la perversión
de la lógica concentracionaria.
Sin embargo, al mismo tiempo, el staff fue capaz de aprovechar los privilegios
con que contaba dentro del campo para una verdadera tarea de resistencia
que comprendía:
1. Incluir dentro de este grupo, que se suponía tenía más posibilidades
de sobrevivir, a la mayor cantidad de gente posible; mejorar las condiciones
de vida del resto haciendo circular comida, libros, información y los materiales
a los que tenía acceso.
2. Aprovechar los privilegios de movimiento e información con que contaba
para prevenir a las personas recién capturadas sobre las conductas que les
convenía adoptar y sobre la información que conocían o no sus captores.
3. En virtud de ciertos contactos con el exterior, en algunas circunstancias
excepcionales, dar aviso de posibles capturas.
4. Sesgar los análisis políticos para promover las posturas que consideraban
menos peligrosas.
5. Aprovechar el mayor conocimiento que tenía de sus captores, en virtud
de la convivencia diaria con los oficiales que supervisaban este trabajo
y el campo en general, para valorar las posibilidades de supervivencia y
las formas de lograrla, aunque fuera parcialmente, de manera que quedaran
por lo menos algunos que pudieran testimoniar.
6. Sobrevivir sin ser arrasado.
Dada la intencionalidad de desviar y trabar la acción represiva simulando
una colaboración, los protagonistas consideran haber realizado un doble
juego. De hecho refieren que dos libros que encontraron entre el material
incautado por la Escuela de Mecánica, y que leyeron con gran interés, fueron
La orquesta roja y El gran juego. En ellos se relata cómo hizo Leonard Trepper,
agente soviético capturado por los nazis durante la Segunda Guerra, para
desarrollar un doble juego que protegió a la red soviética mientras simulaba
una colaboración con los alemanes que jamás prestó.
Hay un ejemplo ilustrativo de esto que los prisioneros de la Escuela de
Mecánica llamaron doble juego. Una de las razones por las que los marinos
comenzaron a dejar gente viva era para exhibirlos como prueba de su colaboración
ante las personas recién capturadas. Esto podía inducir en los prisioneros
recién llegados la idea de una traición generalizada que minara su resistencia.
Sin embargo, la misma acción podía convertirse en su contrario. Solía ocurrir
que el secuestrado "notable" permaneciera unos instantes solo con el recién
llegado para hacer más creíble la "actuación".
Esos momentos se podían usar para indicar muy someramente al otro la irrealidad
de la situación, o bien para darle alguna información clave de lo que debía
o no mencionar. Cuando esto se producía, el efecto era inverso al esperado;
el nuevo secuestrado encontraba a un compañero, a un cómplice, dentro mismo
del campo y resultaba fortalecido para enfrentar la tortura que sufriría
de inmediato. Sin embargo, la acción era muy riesgosa; de ser descubierta,
seguramente el responsable sería trasladado de inmediato.
La doble posibilidad que se abre, desde toda situación, de aprovecharla
en un sentido o en otro permite afirmar, al mismo tiempo, que el simple
prisionero que ayuda al guardia a repartir la comida dentro del campo, colabora
con la funcionalidad del mismo. Pero, si al hacerlo aprovecha para hablar
con otro secuestrado, para informarlo e informarse, para repartir un poco
más de comida, en lugar de reproducir rompe las reglas de juego del campo,
resiste.
La historia del doble juego de la Escuela de Mecánica es particularmente
significativa porque muestra que el poder no es omnipotente, ni siquiera
tan brillante. Es una historia de engaño y éxito. En efecto, los prisioneros
del staff lograron sobrevivir y fueron liberados entre fines de 1978 y mediados
de 1979; acordaron mantener silencio en torno a la experiencia hasta que
quedara en libertad el último de ellos. Así lo hicieron y la mayor parte
de sus miembros declararon luego ante comisiones de derechos humanos y en
el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1 985. En suma, aprovecharon
el punto ciego del poder: su soberbia, que les hizo creerse más listos,
más valientes y mejores de lo que realmente eran. Una vez más, la trampa
de creer en su propia omnipotencia.
Por último, me quiero referir al escape, a la fuga en sentido literal, como
la forma de resistencia más clara. La estricta vigilancia de los campos,
sumada a la destrucción de los sujetos y su anonadamiento paralizante, redujo
bastante la concreción de fugas físicas, ya sea individual o colectiva.
Sin embargo, éstas existieron.
Se registran fugas de campos de Ejército, Armada y Aeronáutica. Deis de
los testimonios que hemos tomado como centrales pertenecen a personas que
se fugaron de campos de concentración. Se trata de Juan Carlos Scarpatti,
que se fugó de Campo de Mayo, y de Claudio Tamburrini, que se fugó de la
Mansión Seré, perteneciente a la Aeronáutica.
Hubo otras fugas memorables. De la Escuela de Mecánica de la Armada se escaparon
dos prisioneros, que regresaron a su antigua militancia. Se trata de Horacio
Maggio, asesinado poco después, y de Jaime Dri, quien sobrevivió. Tulio
Valenzuela, secuestrado por el II Cuerpo de Ejército que pretendía usarlo
para asesinar a dirigentes montoneros radicados en México, protagonizó una
fuga espectacular en ese país, con denuncia en los medios de prensa y un
desenlace completamente desafortunado.
El caso de Scarpatti también ilustra este tipo de fugas, todas muy impresionantes,
llevadas a cabo por hombres desesperados pero no inmovilizados. Sin embargo,
quiero referirme a la ruga que protagonizaron Claudio Tamburrini, Guillermo
Fernández, Carlos García y Daniel Rusomano, de la Mansión Seré. Existen
aquí otros elementos. En primer lugar, se trató de una fuga colectiva, es
decir fue preciso coordinar una acción entre cuatro personas, con una confianza
suficiente entre sí como para organizar y ejecutar conjuntamente esta acción.
Los cuatro hombres adoptaron la decisión ante la certeza de su próximo aniquilamiento,
pero fueron capaces de realizarla en las condiciones más adversas. Reconocieron
el lugar aprovechando pequeñas-coyunturas, como bajar a abrir la puerta
cuando llegaba la comida; aprovecharon los escasísimos elementos con que
contaban (un clavo, varias cobijas y el cable de una plancha); se animaron
unos a otros. Por fin, escaparon totalmente desnudos, sin documentos ni
dinero, sin ningún apoyo externo, habiendo perdido todo contacto con su
familia y sus compañeros desde varios meses antes.
Realizar una acción de este tipo implica la existencia de relaciones de
solidaridad y confianza, la ruptura de toda hipnosis inmovilizante, la no
aceptación de los designios del campo de concentración, en suma, la resistencia.
No significa que lo demás no haya pasado por esros hombres, sino que pudieron
conjurarlo, en el relato de Tamburrini se refleja cómo les costó tomar la
decisión, aun a pesar de que tenían la casi certeza de que los matarían.
Incluso dos de las personas que fugaron dudaron seriamente en hacerlo, más
bien Fernández les presentó el hecho consumado iniciando la fuga. Las dudas
acerca de si los secuestradores conocían o no los preparativos también indican
que probablemente la confianza entre ellos no era total. Sin embargo, a
pesar de que no eran inmunes al dispositivo, lograron sobreponerse a él
y fugar.
También aquí aparece el punto ciego del poder: su auto sobre dimensionamiento.
El poder totalizador tiene una gran debilidad: se cree auténticamente total.
En el caso de la Mansión Seré es Tino quien, al darles a los presos la noticia
del asesinato de un antiguo compañero, los enfrenta con el hecho de su eliminación,
poniéndolos en una situación sin salida. En definitiva, aquí es el poder
que cree que puede matar sin resistencia, en otros casos el que cree que
puede reformatear a su antojo, el que cree que puede atemorizar perpetuamente,
el que cree que no puede ser engañado ni burlado. Ese es el poder concentracionario,
que como no reconoce sus límites se cree ilimitado.
Todas las formas de fuga de que dan cuenta los distintos testimonios: el
escape personal a las situaciones más dolorosas; la risa que permite recuperar
la humanidad de desaparecido y desaparecedor, reinstalando cierto equilibrio;
el engaño que invierte el control de la situación; la conspiración que restablece
los lazos de solidaridad, cooperación y resistencia y la fuga que rompe
de un golpe con el secuestro y la desaparición, son todas formas de lo que
he llamado Mineas de fuga y resistencia.
Todas ellas muestran que dentro del campo, a pesar del fantástico poder
de aniquilamiento que se despliega, el hombre encuentra resquicios. Hay
allí un poder que se reorganiza; puede haber redes que entrelacen a los
prisioneros, los sostengan y les permitan conformar una nueva sociabilidad.
Aun en esas circunstancias, los hombres hacen cosas, toman decisiones, apuestan,
ganan y pierden. Pensar en la víctima total y absolutamente inerme es también
creer en la posibilidad del poder total, que deseaban los desaparecedores.
Muchos relatos desconocen los resquicios porque los consideran excepcionales,
pero ellos muestran algo fundamental: que el poder, aunque se lo proponga,
nunca puede ser total; que precisamente cuando se considera omnipotente
es cuando comienza a ser ingenuo o sencillamente ridículo.
Héroes, traidores y víctimas inocentes El campo es una infinita gama no
del gris, que supone combinación de blanco y negro, sino de distintos colores,
siempre una gama en la que no aparecen tonos nítidos, puros, sino múltiples
combinaciones. Si bien en la vida misma se podría afirmar la inexistencia
de colores "puros" que excluyen combinaciones con otros, este hecho es particularmente
cierro dentro del campo. Nadie puede permanecer en él "puro" o intocado;
de ahí la falsedad de muchas versiones heroicas. Las posibilidades que se
presentan pertenecen invariablemente a la noción de gama, en donde tanto
la responsabilidad como el valor personal pueden y suelen ser difusos. En
el mundo de los campos nadie puede atribuirse la inocencia pura ni la culpabilidad
absoluta.
Se suele manejar una aparente oposición, la que existiría entre héroes y
traidores, como los dos extremos, el bueno y el malo, el blanco y el negro,
que delimitan la diversidad de conductas posibles. No se trata más que de
una reproducción de la lógica binaria. En efecto, "el mundo de los héroes
-y ahí es, tal vez, donde reside su debilidades un mundo unidimensional
que no comporta más que dos términos opuestos: nosotros y ellos, amigo y
enemigo, valor y cobardía, héroe y traidor, negro y blanco"96.
El héroe es un ser dispuesto a sacrificar su vida y la de otros en pos de
un ideal. Su heroicidad se realiza cuando entrega la vida en defensa de
esa idea u objetivo superior que comprende hombres pero que va más allá
de cualquiera de ellos en particular. Su acto se convierte en heroico al
ser rescatado por una memoria colectiva que lo reivindica. En el caso argentino,
los numerosos muertos en combate durante el Proceso de Reorganización Nacional
podrían corresponder a esta categoría, si alguien los reivindicara. Pero
ellos murieron peleando contra el poder concentracionario sin llegar nunca
a los campos de concentración. Su heroicidad es externa y consiste precisamente
en morir sin ser arrastrado por la corriente succionadora del chupadero.
El "desaparecido", en cambio, queda rodeado por la atmósfera difusa del
campo, de manera que entra en una zona de indefinición, en la que nunca
se sabe a ciencia cierta a qué categoría pertenece. Es como si el campo
automáticamente salpicara ai hombre desvaneciendo toda posible heroicidad.
Así como desde la lógica concentracionaria, la simple sospecha de cualquier
transgresión convierte en culpable al hombre y justifica el castigo que
llevará a la producción de la verdad y del culpable confeso, así también
desde la lógica de la heroicidad, el simple contacto con el campo, por la
sombra de sospecha que proyecta sobre el individuo, desvanece la pureza
necesaria del héroe. No hay héroes en los campos de concentración.
El sujeto irreductible que muere en ¿a tortura sin dar ningún tipo de colaboración
es el que más se aproxima a esa noción, pero no quedan pruebas de ello,
no hay exhibición del acto heroico que se pueda testimoniar sin sombra de
duda. La resistencia a la tortura es una representación solitaria del torturado
ante sus torturadores. Algo semejante ocurre con el fusilado, muchas veces
acribillado a balazos dentro de un coche, simulando un enfrentamiento, cuyo
acto final puede ser digno pero no encierra la resistencia y el espectáculo
de lo heroico; no hay testigos. El campo es también un dispositivo desaparecedor
de los héroes; en lugar de matar hombres que pelean, prefiere arrojar seres
adormecidos desde lo alto de un avión; escamotea la posibilidad del combate
heroico.
El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado
por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta.
El relato que hace del campo y de su fuga siempre resulta fantástico, increíble;
se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus posibles
vínculos con el Otro. Transita en una zona vaga de incredibilidad.
Además, resulta amenazante ya que conoce la realidad del campo pero también
la magnitud de la derrota que las dirigencias tratan de ocultar. En los
medios militantes se promueve entonces su desautorización, se aduce que
su óptica ha sido distorsionada por la influencia de sus captores, y ello
lo convierte automáticamente en un no héroe.
En otros casos, como el de Horacio Maggio o Tulio Valenzuela, para despejar
la sombra de sospecha que se cernía sobre ellos se los orilló a una autoinmolación
que, ésta sí, los convirtió en héroes. Nilda Haydée Orazi y Juan Carlos
Scarpatti, ambos sobrevivientes de distintos campos de concentración, señalaron
con amargura: "Esta es la única organización en el mundo (Montoneros) en
laque un compañero escapa de manos del enemigo, salva a la conducción nacional,
para lograrlo deja en manos del enemigo? su compañera embarazada, y en vez
de felicitarlo se lo obliga a autocriticarse por 'simular' y se lo despromueve
de mayor a aspirante.'"'7 Faltó señalar que después de eso se envió a Valenzuela
a Argentina, donde se suicidó al ser recapturado. En consecuencia, desde
la perspectiva dd blanco y el negro, no hay espacio dentro de los campos
de concentración para el blanco perfecto. Si éste existe, se debí revelar
antes; el acto heroico es previo a la captura. En cambio, detrás de los
muros del campo tienen cabida todos los grises, hasta el negro profundo,
representado por la traición de aquellos que sin Ja menor resistencia se
ofrecieron al dispositivo concentracionario "sin luchar", en palabras de
Graciela Geuna.
Pero la oposición entre el héroe y el traidor es una oposición falsa, más
que por injusta, porque sencillamente resulta insuficiente para describir
la complejidad del problema. No hay aquí una gama de grises sino todo un
abanico de color que incluye muchos otros tonos. No se trata de combinaciones
de grado entre estos dos términos, heroicidad y traición, sino de Ja conjunción
y el entramado que forman todos los elementos que confluyen para articular
formas de obediencia y formas de rebelión con respecto al poder concentracionario.
Es más, como ya se señaló, cada sujeto es un complejísimo conjunto en el
que se combinan aspectos variados que, en unos casos, se articulan en torno
a la obediencia, en otros, en torno a la resistencia; puede propiciar fugas
o parálisis hipnóticas; puede haber formas de obediencia que desemboquen
en fugas (como no escapar del campo pero resistir en él) y resistencias
que paralicen al hombre (como soportar la tortura pero no ser capaz de trazar
una estrategia de supervivencia dentro del campo). Las posibilidades son
infinitas y no se pueden reducirá los dos términos de la heroicidad y la
traición, insuficientes e irrelevantes.
Un aspecto importantísimo dentro de los campos fue lo que Todorov llama
virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones individuales
que rechazan el orden concentracionario en beneficio de una o varías personas,
pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abstractas. Las virtudes
cotidianas no se practican en grandes actos públicos sino como parte de
la cotidianidad; pasan desapercibidas salvo para quienes resultan beneficiados
por ellas y suelen comportar un compromiso muy grave, incluso a veces ponen
en juego la vida misma de quien las ejecuta. Por esta característica de
"pasar desapercibidas" queda menos testimonio de ellas que de los actos
heroicos.
Las virtudes cotidianas no se oponen a las heroicas, ni son mejores o peores,
más o menos útiles o meritorias, son simplemente diferentes, pero si las
menciono de manera especial es porque precisamente éstas fueron las que
tuvieron oportunidad de manifestarse en los campos de concentración. La
valentía personal de alguien podía hacer que se arriesgara a prevenir a
un prisionero reciente acerca de no proporcionar determinada información,
sabiendo que éste podía delatarlo poco después y provocar su muerte. Podía
consistir en formas de la solidaridad y el apoyo que ayudaban a otro a resistir
en el momento de mayor debilidad, en compartir con él un secreto; en ayudarlo
a desobedecer. Podía manifestarse al encubrir a un compañero o al convertirlo
en indispensable para un determinado trabajo y evitar su traslado. Casi
siempre se asociaban con el engaño a los secuestradores.
En La Perla, cuando Geuna reconoció al Negro Lito en la calle y no lo delató,
mirando sencillamente hacia otro lado, lo que estuvo a punto de costarle
la vida; en la Escuela de Mecánica, cuando prisioneros que tenían contacto
con el exterior avisaban de una posible captura o sacaban información, con
riesgo de su integridad; en El Atlético, cuando los presos encubrían, sufriendo
castigo físico, a otros que habían estado hablando; en todos los campos,
cuando se cuidaba a un compañero que había quedado destrozado por la tortura
compartiendo con él lo que se tuviera y tratando de curarlo, se ponían en
juego estas virtudes cotidianas. Se practicaron en forma constante y fueron
la base de la subsistencia de la mayoría de los sobrevivientes, que multiplicó
su fuerza física, psíquica y espiritual. La supervivencia hubiera sido sencillamente
imposible sin la circulación de estas virtudes cotidianas.
Así como se desarrollaron estas virtudes, la permanencia en el campo implicó
el traspaso de la frontera entre secuestrados y secuestradores, con numerosas
consecuencias, muchas de ellas de carácter desintegrador.
El juego de simular colaboración, que realizaron algunos sobrevivientes
fue, sin duda, un juego peligroso. Existían los riesgos de que en la simulación
de la colaboración, la casualidad o más bien el hecho de estar maniobrando
sobre límites muy imprecisos, llevara a la colaboración de hecho. El prisionero
que, con la total decisión de no "marcar" a nadie, salía sin embargo a la
calle con un grupo operativo, simulando una colaboración que no estaba dispuesto
a efectivizar, corría el riesgo de ser reconocido por un viejo compañero
que, desconociendo su captura, se acercara a saludarlo y fuera detenido.
Como ésta, se podrían enunciar decenas de circunstancias difusas.
Por otra parte, en la simulación de la colaboración el prisionero emprendía
un juego de aproximación a su captor que, de una manera u otra, lo envolvía.
La repetición interminable de una mentira puede convertirla en verdad; ésta
es una de las premisas de la propaganda. El secuestrado debía hacer un verdadero
esfuerzo para no terminar por creer la mentira que le contaba cada día a
sus captores. Esta era de por sí una mecánica desquiciante, pero sus efectos
podían ser más nefastos sobre individuos que habían sufrido rupturas internas
importantes dada la destrucción de su mundo de referencia.
La cercanía y la humanización del otro permitieron una cierta relativización
del poder del secuestrador, pero también se desarrollaron mecanismos de
internalización-deslumbramiento del vencedor. Buena parte de los prisioneros
entabló relaciones de proximidad con algunos de los oficiales. En la mayoría
de los casos, estas relaciones no alteraba la percepción del prisionero
de que el otro era su captor. Sin embargo, se crearon lazos afectivos ambiguos
y lealtades ciertas. En casos excepcionales, existieron incluso relaciones
amorosas entre unos y otros.
En estos espacios difusos, de fronteras imprecisas y movibles, sin embargo
parece haber habido puntos de no retorno. Cada individuo parece tener un
límite de tolerancia máxima, un límite de capacidad de procesamiento de
sus propias roturas, traspuesto el cual, llega a una zona de "no retorno".
No se puede decir cuál es este lugar y, evidentemente, depende de la estructura
personal de cada uno.
Hay gente que, habiendo prestado una colaboración importante y siendo responsable
de la captura de otros, una vez aflojada la presión, fue capaz de retornar
sobre sí y limitar o interrumpir su colaboración. Hubo otros que una vez
que dieron el primer paso ya no pudieron detenerse. Esto no ocurrió en la
simulación de la colaboración. El efecto pudo ser más o menos desquiciante
pero, en la medida en que los prisioneros tomaron distancia de la situación,
más tarde o más temprano fueron recobrando y reformu-lando una visión propia
de la vida del campo, independiente de su influencia hipnótica y anonadante.
Estas reflexiones pretenden discutir las nociones de héroe, traidor, colaborador,
como insuficientes, inútiles, pero particularmente distorsionantes, ya que
pretenden atrapar en conceptos rígidos un fenómeno de características más
complejas e imprecisas. Asimismo, quiero abordar la discusión de otro aspecto
no menos vidrioso y recurrido, el de las víctimas inocentes.
Los campos de concentración-exterminio se crearon para desaparecer todo
un espectro de la militancia política, sindical y social que impedía el
asentamiento hegemónico del poder. El blanco principal de esta modalidad
represiva era la guerrilla, pero abarcó también el vastísimo espectro de
la llamada subversión, del que ya se habló. Aunque la función de subversivo
fue lo suficientemente amplia como incluir prácticamente a cualquiera, su
uso estaba destínado a facilitar una persecución precisa: la de la militancia
radicalizada y todos sus puntos de apoyo.
Sin embargo, como ya se mencionó, la existencia de víctimas casuales, producto
del error o desvinculadas de toda participación política, también fue parte
de la racionalidad concentracionaria. Se facilitó asi la diseminación del
terror al mostrar un poder arbitrario e inapelable, atributos principales
de los modelos totalizantes. No obstante, estas víctimas, que sumaron un
número absoluto considerable, representan un mínima proporción de las víctimas
totales. El dispositivo estaba dirigido sin duda a la militancia.
Con esta afirmación no pretendo negar o restringir el problema. Familiares
de militantes detenidos virtualmente como rehenes, menores asesinados como
el caso de Floreal Avellaneda de 14 años o de una niña de 11 años secuestrada
en Campo de Mayo, amigos de militantes secuestrados y asesinados por su
relación con ellos, testigos de operativos que se pretendía mantener en
secreto y fueron eliminados, muestran la monstruosidad de estos procedimientos.
Como todo lo que se relaciona con el dispositivo desaparecedor, el secuestro
y asesinato de "inocentes" (¿de qué?) comprende una alta dosis de arbitrariedad
y crueldad. Sin embargo, la recurrencia en los relatos de familiares de
desaparecidos en insistir en que sus hijos no reman militancia política
alguna, no pertenecían a ningún partido, eran "inocentes", me parece especialmente
significativa. El texto de Eduardo Luis Duhalde que ya hemos citado, dice
en relación con el secuestro de adolescentes de entre 15 y 18 años que fueron
detenidos, en su mayoría, en la casa de sus respectivos padres: "No se ocultaban,
circulaban normalmente, mantenían sus naturales relaciones en el ámbito
familiar, laboral o en los establecimiento educacionales a que concurrían.
¿Qué peligro podían significar para el Estado terrorista estos jovencitos,
casi niños, que comenzaban a despertar a la vida?8 La pregunta que surge
es, si se hubieran ocultado y, por ende, tuvieran militancia clandestina,
si no hubieran vivido con sus padres y representaran un peligro real para
el Estado terrorista, entonces, ¿no hubiera estado mal que los mataran?
¿O hubiera estado menos mal?
En la misma línea de razonamiento, Orgeira, uno de los abogados defensores
de la Junta Militar, aseguró que "todos los que fueron buscados y capturados
en sus casas no eran personas que nada tenían que ver con la subversión"'-",
como si el hecho de ser "subversivos", es más, digamos guerrilleros activos,
avalara el recurso del secuestro, robo, tortura irrestricta y asesinato
con desaparición del cuerpo.
Estos razonamientos se complementan con una frase de café que cita un interesante
artículo psicoanalítico100: "Y bueno, si bajaron un subversivo no importa,
lo que hay que evitar es que se torture a inocentes." Un político peronista,
un abogado defensor de la Junta Militar y el hombre de la calle parecen
coincidir: el problema es que se torture a inocentes. Es decir, la tortura
y el asesinato como forma de represión de la disidencia política tienen
un valor sustancialmente diferente de si se usan contra inocentes; en el
primer caso, están implícitamente admitidos. Entonces hay hombres que merecen
el campo de concentración o que por lo menos lo merecen más que otros.
La reivindicación de la víctima inocente como si fuera más víctima que la
víctima militante, por ejemplo, no es más que una manera de reforzar la
noción de que efectivamente no se debe resistir al poder. Sólo si se es
víctima inocente, es decir, no involucrada, no resistente, se es una víctima
completa. Las demás de alguna manera tienen un merecimiento del castigo.
Esta sola idea implica que resistir al poder conlleva y merece una sanción,
tanto más dura cuanto mayor sea la resistencia.
En Argentina existió un poder totalizante, despótico y concentracionario
pero la sociedad sólo puede reivindicar víctimas, más aún, víctimas inocentes,
como si hubiera habido otras cuya culpabilidad explica, aunque no necesariamente
justifica, la existencia de los campos.
Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores
permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una
realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos demonios,
militares y guerrilleros, ajenos a una sociedad y a su vida cotidiana. La
víctima inocente es la figura perfectamente complementaria de esta explicación.
Representa al "inocente" que jamás debió incluirse en el infierno porque
no pertenecía a él.
Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por
eso héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas interconectadas
entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos.
Todas las víctimas son inocentes y ninguna lo es, en sentido estricto.
Ni cruzados ni monstruos La existencia de los campos de concentración-exterminio
se debe comprender como una acción institucional, no como una aberración
producto de un puñado de mentes enfermas o de hombres monstruosos; no se
trató de excesos ni de actos individuales sino de una política represiva
perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo.
De hecho, ya se habló del funcionamiento de los campos en medio de las instalaciones
y las jerarquías militares, actuando a un tiempo como política oficial pero
no reconocida, aparentemente clandestina, y entrelazando las modalidades
legales y subterráneas de la represión. El intercambio de prisioneros entre
campos de concentración y cárceles legales, la complicidad de la justicia
y una serie de manejos que revelan la desaparición como una política de
Estado, que combinó las formas legales con las clandestinas.
Por eso, cuando se realizó el juicio a la Junta Militar, Jorge Rafael Videla
insistió en rechazarlo. Desde su punto de vista se estaba juzgando a las
Fuerzas Armadas, es decir, no existían acciones personales que fueran objeto
de análisis sino una acción estrictamente institucional. A su vez, como
hombre de la institución, asumió sobre sí toda la responsabilidad, y libró
de ella a sus hombres bajo la figura del acatamiento de órdenes.
Salvaguardaba así un elemento clave en las instituciones armadas, la obediencia
incondicional, clave de la disciplina. Al mismo tiempo, desplazaba el problema
de su responsabilidad personal hacia la institución; efectivamente él no
había actuado en términos individuales sino corporativos.
La metodología concentracionaria fue institucional y estuvo guiada por el
principio de eficiencia en el desarrollo de una situación que las Fuerzas
Armadas definieron de guerra, en la que se proponían triunfar.
Desde el razonamiento militar, la noción de guerra parecía justificar la
metodología empleada. "La guerra provocada por el terrorismo que fuera derrotada
en el ámbito único posible: el campo de batalla", fue uno de los argumentos
usado incluso en el juicio a los comandantes por Juan Carlos Tavares, uno
de sus defensores. El uso de una metodología clandestina se justificó por
la necesidad de recurrir a los mismos métodos que la guerrilla, también
violenta y clandestina. El fiscal Strassera redujo la argumentación con
una lógica implacable: si no había habido guerra, los comandantes eran delincuentes
comunes; si había habido guerra, eran delincuentes de guerra.
Pero desde la perspectiva castrense, y de otros sectores de la sociedad,
el objetivo era triunfar sobre la subversión aniquilándola, como lo había
ordenado Isabel Perón, y ese objetivo se logró. El principio rector, la
eficiencia en el cumplimiento de dicha meta. El medio, los campos de concentración
y el terror generalizado.
138 Los campos fueron el dispositivo represor del Estado, la máquina succionadora,
desaparecedora y asesina que una vez creada cobró vida propia y ya nadie
podía controlar; funcionaba inexorablemente. Una tecnología, como ya se
señaló, directamente ligada con un poder de tipo burocrático, en donde la
fragmentación de las tareas desvanecía las responsabilidades.
La burocracia concentracionaria se atiborró de papeles y de registros.
Muchísimos testimonios dan cuenta de la multitud de fichas, fotos, archivos
en computadoras y legajos que se llevaban en los distintos campos de concentración.
Se conoce la existencia de registros cuidadosos en Campo de Mayo, La Perla,
Escuela de Mecánica, El Atlé-tico, El Olimpo, El Banco, entre otros. En
El Atlético "los torturadores se turnaban y mantenían un control escrito
de su trabajo, Las puertas eran grises y del lado de adentro había una planilla"
que se debía llenar con los siguientes datos: nombre del interrogador, grupo
al que pertenecía el secuestrado, número de caso, hora de entrada, hora
de salida y estado de la víctima (normal o muerto)1"1. El mismo testimonio
hace referencia a otras planillas para solicitar el secuestro de alguien,
para registrar el grado de peligrosidad de cada secuestrado, para asentar
la resolución final del caso.
Planillas que indican una responsabilidad pero que la diluyen en un dispositivo
burocrático. También los sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la
Armada se refieren a un cuidadoso sistema de control que incluía un legajo
de cada prisionero con su foto, algunas de las cuales rescató Víctor Melchor
Basterra. Según los sobrevivientes, la Aeronáutica también elabofaba legajos
de sus prisioneros y les tomaba impresiones dactilares que incluía en los
mismos.
Una burocracia obediente que complementaba los atributos oficinescos con
la subordinación militar. Un nombre en una planilla y una orden eran suficientes
para que se atormentara a alguien o se lo aniquilara. La defensa de su posición
en torno al argumento de la obediencia debida, lejos de exculpar a la institución
militar, muestra precisamente uno de sus aspectos más abominables: la pérdida
del sujeto, la noción de que sus miembros deben resignar en otros su capacidad
de elección sobre cuestiones tan sustanciales como la vida de un hombre,
renunciando a toda responsabilidad sobre sus actos. No es más que la deshumanización,
ahora actuando sobre su propia gente, aceptada, validada y defendida por
su personal, la resignación de lo humano y lo ético como un deber ser correcto,
adecuado y deseable.
En suma, la constitución de un "servicio público criminal" montado con burócratas
perseverantes y capaces de una obediencia a ultranza, más allá de toda interrogación
moral. Hombres que actúan sólo como engranajes de la maquinaria asesina;
ni más ni menos, apenas engranajes. Desde el cabo de guardia a Videla o
Massera, todos ellos hicieron posible que la máquina funcionara pero ninguno
fue más que una pieza dentro de ella, que terminó también por deglutirlos.
Al afirmar que sólo fueron engranajes quiero señalar el fenómeno como institucional,
la irrelevancia del hombre en su dinámica, pero en ningún momento esto equivale
a reducir la responsabilidad. Por el contrario, es el dispositivo del campo
el que "iguala" falsamente, ya que compromete a todos, sin asumir ninguna
responsabilidad, de manera que todos parecen igualmente responsables. Esta
es una de las distorsiones de la lógica concentracionaria.
El dispositivo necesita que cada hombre se comporte como un engranaje, pero
en verdad la "maquinaria" está formada por hombres; cada uno de ellos tiene
una función diferente y una responsabilidad delimitable. Al rescatar al
ser humano en el desaparecedor no se lo absuelve; se lo excluye de lo monstruoso,
de lo sobrenatural, para incluirlo en lo humano, en la escala de lo que
se puede valorar y juzgar.
¿Cómo eran los hombres concretos que hicieron funcionar la maquinaria?
Desde el relato de los sobrevivientes y de otros testimonios, no parecen
haber sido más que hombres comunes y corrientes. Geuna hace una caracterización
detallada del personal de La Perla, especialmente interesante. En su relato
humaniza a los captores, quitándoles la magnificencia aterradora de los
monstruos y mostrándolos más bien como seres relativamente insignificantes.
Hay de todo un poco. De 22 descripciones, apenas cinco de ellos parecen
sujetos más o menos conscientes del papel que jugaban, y con un grado de
inteligencia aceptable. Otros cinco merecen la calificación de tontos o
poco inteligentes; los demás recogen calificativos como mediocre, débil,
torpe, incompetente, fanfarrón, pusilánime, cobarde, inseguro. Sin embargo,
diez, casi la mitad, están catalogados como crueles o algún adjetivo semejante.
También diez, algunos coinciden con los crueles, se describen como gente
mediocre. Una mediocridad cruel.
Una descripción memorable, que ofrece similitudes con esta perspectiva,
es la que hizo la revista La Semana, a partir de las declaraciones de Vilariño
sobre el almirante Chamorro, director de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Lo muestra como un hombre "gris y feo, petiso y mediocre". Sus compañeros
de promoción lo recordaban como "un tipo insignificante... tenía la habilidad
suficiente para pasar desapercibido, única forma inteligente en que podía
hacer carrera". Resaltan "su notoria habilidad para ubicarse la gorra en
lo más alto de la coronilla, estirando además el sostén superior de la funda,
de modo de obtener 5 centímetros más de estatura, un crecimiento artificial
que completaba duplicando la dimensión de los tacos y la suela de sus*zapatos"102.
Un auténtico ridículo.
Sin embargo, la misma declaración deja constancia de dos actos de extrema
crueldad protagonizados por este mismo hombre: la voladura de cinco prisioneros
y la violación, secuestro y posterior asesinato de unas jóvenes que habían
sido "seducidas" por personal de la Escuela de Mecánica. Mediocridad y crueldad
no parecen ser términos contrapuestos.
También el general Videla, que fue ungido por la prensa con una imagen de
hombre austero, profundamente cristiano y callado durante el Proceso de
Reorganización Nacional, cuando se hizo pública la acción represiva de esos
años mereció otros calificativos. Una edición de La Semana de agosto de
1984 decía: "Solamente ahora -cuando los velos que ocultaban la verdad de
la guerra sucia han sido descoeeidos con violencia-comienza a perfilarse
la imagen de un Videla diferente.. La de un hombre mediocre, Pusilánime
, cargado de temores y vacilaciones." Sin embargo, cabe pensar que las aparentes
contradicciones no son excluyentes. Se puede ser austero y mediocre, cristiano
y pusilánime, callado y temeroso, y al mismo tiempo cruel e implacable.
En el caso de Videla, cobra especial importancia el aspecto religioso. La
familia Videla parecía salida de algún semanario católico cuando, cada domingo,
sonrientes y emperifollados, caminaban todos juntos para asistir a la misa
de 1 0.30 en la parroquia de San Martín deTours. La señora Hartridge de
Videla declaró que su marido "comulga todos los domingos y días de guardar".
Después de comulgar el domingo, ¿sería el lunes cuando el general Videla
daba las órdenes de asesinar prisioneros? ¿O tal vez ya lo había hecho el
viernes y se confesaba el sábado? ¿O sólo lo hizo una vez, al principio,
para poder olvidar cada domingo, antes de comulgar, que estaba usurpando
el lugar de Dios al disponer de vidas y muertes?
Porque los 30 mil desaparecidos, o poniendo la cifra menor, los 10 mil,
fueron asesinados en conocimiento de Videla y por órdenes emanadas de él,
en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, responsabilidad que
nunca negó.
Durante el Juicio que se le siguió en 1985, el general Videla leía Las siete
palabras de Cristo, mientras se lo acusa142 ba por delitos que, según cálculos
de la fiscalía, si se hubieran sumado los cargos, lo hubieran hecho merecedor
de 10248 años de cárcel. Mientras se desgranaba el relato de las atrocidades
Videla leía y miraba el crucifijo que había en la sala; seguía convencido
de que había cumplido con una misión altamente moral: borrar del mundo a
los enemigos de Dios, la Patria y de él mismo.
Así como se puede ser burócrata y asesino, mediocre y cruel, se puede ser
buen padre de familia, cristiano, moralizante y desaparecedor. Esto es lo
desquiciante, los desaparecedores solian ser hombres comunes y corrientes
que también podían ir a. misa los domingos. Para separar los compartimentos
existe la esquizofrenia social y personal de la que ya hablamos. Ser cristiano
y asesino es posible si una y otra esfera permanecen aisladas. La vida familiar
y la vida profesional como depósitos independientes; ser uno en casa y otro
en el cuartel o en la calle no son rasgos exclusivos de la cúpula militar,
se manifiestan a diario. Finalmente Videla es igual que aquel comandante
de gendarmería que tranquilizaba a Geuna por su perro después de haber matado
a su marido.
Hay otros ejemplos de la mediocridad de los altos mandos y también de las
jerarquías intermedias que operaron en los campos de concentración.
Esta burocracia gris, con una moralidad tan mediocre como ella misma, cobijó
en su seno las más diversas formas de delincuencia. Robos y negociados de
todo tipo, secuestros para cobrar rescates millonarios, asesinato por razones
pasionales, fueron moneda corriente, al abrigo del enorme dispositivo de
arbitrariedad de los campos de concentración.
Una figura que descolló en este sentido fue la del almirante Massera, a
quien no se podría tachar de mediocre sino, en todo caso, de inescrupuloso.
Se lo acusó de la desaparición y asesinato de una diplomática, de asesinar
al esposo de su amante, el industrial Branca, y toda clase de estafas y
ne143 gociados. También el general Suárez Masón, como otros, apareció vinculado
con la logia P 2 y oscuros manejos en relación con la venta de armamentos
y con la industria petrolera.
Sin embargo, este tipo de delincuencia de alto vuelo fue sólo la cara más
elegante de una simple práctica de "rapiña" que ejerció el dispositivo represor
en todos los niveles. Vilariño cuenta cómo Chamarro y otros jefes militares
depositaban en una gran bolsa el botín obtenido en un operativo.
La Escuela de Mecánica guardaba en el pañol muebles, ropa y artefactos obtenidos
en los operativos militares. La práctica de vender coches y casas de secuestrados
utilizando documentación falsa fue moneda corriente. En muchísimos testimonios,
los prisioneros relatan haber visto a sus captores con ropa, relojes y todo
tipo de objetos de su pertenencia o de sus familiares. También es recurrente
la referencia al robo de dinero en las casas allanadas por las fuerzas de
seguridad.
Vilariño dice que los famosos operativos rastrillo "no eran nada más ni
nada menos que un triste mercado entre la Policía Federal, la Policía de
la Provincia de Buenos Aires y las cabezas que andaban en los rastrillajes:
se repartían las ganancias que obtenían, llamémosle televisores, aparatos
telefónicos, vehículos que no tenían los papeles en regla, dinero de aquellas
personas que no lo podían justificar; más que un operativo rastrillo era
un operativo rapiña... Algunos grupos se encargaban de secuestrar a personas,
más que para detenerlas, para comerciar... no era tanto que alguien era
llevado por error, como a un guerrillero con cinco, seis o más, y se llevaban
a todos porque se suponía que eran guerrilleros.
No, no. Camps y su gente trabajaban directamente... Si sabían que había
alguien que tenía plata y no tenía herederos, entonces se perdía. Ellos
se quedaban, entonces, con todos sus bienes"10'.
Esta actividad de pillaje es un dato constante, que muestra a nuestros burócratas
ejerciendo la corruptela propia de todos los servicios públicos, en algunos
casos con grandes y sonados secuestros, en otros con el simple robo del
ladrón de gallinas. Esta es una cara que no se debe olvidar. Frente al discurso
grandilocuente de la guerra contra la subversión, una práctica que lejos
de ser guerrera se alimentó de torturas en sótanos oscuros, de administradores
arbitrarios e implacables del castigo y la muerte, y de ladrones de alto
vuelo o poca monta, para el caso da lo mismo.
Existen dentro del cuadro las caras monstruosas, los psicópatas sádicos.
Militares que degollaban a sus víctimas, que las electrocutaban, que las
sometían a todo tipo de vejámenes en un juego que, aparentemente, les resultaba
placentero. Se los puede encontrar en los relatos de Geuna, Gras, Scarpatti
y muchísimos otros.
De manera relativamente frecuente, los testimonios también se refieren a
guardias y oficiales que llegaron a establecer una relación humana con los
prisioneros. Así como muchas veces fueron precisamente los más crueles quienes
se reservaron el privilegio de "salvar" a alguien, también hubo hombres
de las Fuerzas Armadas que pidieron su retiro porque no estaban dispuestos
a admitir ninguna complicidad con lo que ocurría, o que estando dentro de
los campos se cuestionaron profundamente su papel y "quebraron" internamente,
"fugaron" del dispositivo. Esta gente prestó un servicio invaluable para
los prisioneros. La escasez de relatos en este sentido se relaciona con
su excepcionalidad pero también con el hecho de que revelar esas circunstancias
incriminaría a los protagonistas ante sus compañeros.
En suma, sería imposible trazar el perfil del desaparecedor, del torturador,
del guardián; en todos estos lugares hubo hombre? terriblemente disímiles
que, en ciertos casos, facilitaron ras cosas para los secuestrados y en
otros, agregaron de su propia cosecha para hacérselas más difícil aún. Y,
casi siempre, estas características se mezclaron dentro de un mismo hombre
que fue simultáneamente capaz de atrocidades y de compasiones difíciles
de explicar Casi siempre, los desaparecedores se despersonalizaron a sí
mismos, en el ejercicio de la deshumanización ajena. Ellos fueron victimarios
pero también víctimas de un dispositivo que los arrapó. Claudio Vallejos,
ex integrante del Servicio de Inteligencia Naval, dijo que estuvo tres meses
prácticamente secuestrado y que fue "chupado" de su casa porque se quería
retirar del grupo operativo; Vilariño refirió que cuando se empezaron a
desarmar los grupos de tareas, algunos de sus miembros comenzaron a tener
"accidentes" y que a los que se querían "echar para atrás" les hacían algún
estudio psicológico y los mandaban a Río Santiago para hacerles un "chequeo".
Ser un desaparecedor era un trabajo que no tenía retorno; cualquier pieza
que afectara el funcionamiento de la maquinaria debía ser desechada1"'.
No interesa hacerlo, ni se podría establecer un prototipo, pero el grueso
de los hombres que hizo funcionar el dispositivo concentracionario parece
haberse acercado al perfil del burócrata mediocre y cruel, capaz de cumplir
cualquier orden dada su calidad de subordinado, y dispuesto a sacar ventaja
personal de la situación. Un enjambre de hombres medios, de no-sujetos,
perfectamente sujetados, de simples "vivillos" llenos de contradicciones,
ensoberbecidos por su poder y dispuestos a usarlo, siempre que pudieran,
en su beneficio personal. Carlos Levi vio a los nazis de una manera semejante.
En Si questo e un huorno dice refiriéndose a los campos de concentración
alemanes: "Los monstruos existen pero son demasiado poco numerosos para
ser verdaderamente peligrosos; los que son verdaderamente peligrosos son
los hombres comunes"'"''. Ni monstruos ni cruzados, hombres comunes, de
los que hay por miles en la sociedad; esos son los hombres útiles al campo
de concentración.
Hombres como nosotros, esa es la verdad difícil, que no se puede admitir
socialmente. Los actos de esta naturaleza, que parecen excepcionales, están
perfectamente arraigados en la cotidianidad de la sociedad; por eso son
posibles. Se engarzan con una "normalidad" admitida. Es la normalidad de
la obediencia, la normalidad del poder absoluto, inapelable y arbitrario,
la normalidad del castigo, la normalidad de la desaparición.
Al ver a los desaparecedores como parte de lo social cotidiano, no se esfuma
su responsabilidad; simplemente se los ubica en un lugar que involucra y
pregunta a toda la sociedad.
Campos de concentración y sociedad
Lejos de la pretensión del poder totalitario de depositar en el campo lo
que desea desaparecer y, a su vez, hacer desaparecer el campo mismo de la
sociedad, negarlo, campo y sociedad son parte de una misma trama.
Los campos de concentración, en tanto realidad negada sabida, en tanto secreto
a voces, son eficientes en la diseminación del terror. El auténtico secreto,
el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad ingenua pero
nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el terror. Aterroriza
lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que no se puede develar.
La sociedad que, como el mismo desaparecido, sabe y no sabe, funciona como
caja de resonancia del poder concentracionario y desaparecedor, que permite
la circulación de los sonidos y ecos de este poder pero, al mismo tiempo,
es su destinataria privilegiada.
El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en
medio de la sociedad, "del otro lado de la pared", sólo puede existir en
medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad
"desaparecida", tan anonadada como los secuestrados mismos. A su vez, la
parálisis de la sociedad se desprende directamente de la existencia de los
campos; una y otros alimentan el dispositivo concentracionario y son parte
de él.
No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier
momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez, cambia,
remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se señaló, la sociedad
argentina tenía una larga historia de autoritarismo previa al golpe de Estado
de 1976, que había calado muy hondo en amplios sectores de la sociedad.
En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso
nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales
era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya influencia
en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por boca de
monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios
está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la nación argentina."
Era noviembre de 1975 y se refería a la represión desatada en Tucumán, donde
ya entonces se practicaba la política de desaparición en los primeros campos
de concentración del país.
El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue significativo.
La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a amplísimos
sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de uno y otro signo",
refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la fuerza institucional
del Estado. El razonamiento era muy semejante al que se utilizaría años
después, en el juicio que se siguió a los comandantes, cuando amplios sectores
desplegaron la teoría de los dos demonios. En ambos casos, la misma noción
de que la pugna existente se libraba entre fuerzas oscuras ajenas a la sociedad,
en lugar de reconocer hasta qué punto la disputa era parte de un debate
arraigado profundamente en las relaciones sociales de poder.
Lo que en el discurso oficial de aquellos días aparecía como la eliminación
de la violencia de ambos signos no era más que la destrucción de una de
ellas como política de Estado, puesto que los sectores que asesinaban y
secuestraban personas en la AAA se incorporaron de inmediato a los grupos
de tareas de las Fuerzas Armadas. En muchos testimonios consta esta transferencia
de personal e incluso de instalaciones. La metodología no fue detener el
enfrentamiento sino usar una violencia mayor desatada desde el Estado. Gran
parte de la sociedad quedó inmóvil, expectante, entendiendo a medias de
qué se trataba pero sin atinar a reaccionar, aterrada.
Si había algo que no se podía aducir en ese momento era el desconocimiento.
Los coches sin placas de identificación, con sirenas y hombres que hacían
ostentación de armas recorrían todas las ciudades; las personas desaparecían
en procedimientos espectaculares, muchas veces en la vía pública. Casi todos
los sobrevivientes relatan haber sido secuestrados en presencia de testigos.
Decenas de cadáveres mutilados de personas no reconocidas eran arrojados
a las calles y plazas. Los periódicos, de gran circulación en Argentina,
no hablaban de los campos de concentración pero sí de personas que desaparecían,
cadáveres no identificados, enfrentamientos que arrojaban muchos muertos
"guerrilleros" y ningún militar, cuerpos destrozados con cargas explosivas,
calcinados, ahogados, y muchísimos tiroteos. Un año después del golpe, Rodolfo
Walsh, cuya información provenía del mismo país, señalaba en su carta abierta
a la Junta Militar: "Extremistas que panfletean el campo, pintan las acequias
o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos
de un libreto que no está hecho para ser creído... 70 fusilados tras la
bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento
de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa,
40 en la masacre del año nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos,
19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela, forman parte
de 1200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo
heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos."11"' Con ese ambiente
en las calles y esta información en los periódicos nadie podía aducir desconocimiento.
Por todos lados se filtraba la información.
Por si esto fuera poco, había colas de familiares de desaparecidos frente
al ministro del Interior, y desde 1977 el movimiento de Madres de Plaza
de Mayo comenzó a denunciar las desapariciones y a manifestarse cada jueves
frente a la Casa de Gobierno. Pero los ciudadanos, en lugar de escandalizarse
como en 1 984 cuando comenzaron, a hacerse públicas las denuncias, se apartaban
atemorizados o se indignaban. "Muchos transeúntes las interpelan (a las
Madres). '¿Qué hacen aquí? ¿Se dan cuenta de la imagen que dan del país?
¿No ven que hay periodistas extranjeros que van a aprovecharse para atacarnos?
¿Ustedes no son argentinas?'"10' La existencia misma de los campos de concentración
no era un secreto, en sentido estricto. Dice Vilariño: "Era impresionante
la cantidad de gente que sabía del grupo de tareas. ¿Alguien habló? ¿Alguien
dijo algo? Yo no lo recuerdo."108 Hay numerosos testimonios de médicos,
jueces, sacerdotes, que tuvieron constancia de la existencia de los campos
de concentración.
La alta jerarquía eclesiástica y muchos sacerdotes conocían las violaciones
a los derechos humanos y se solidarizaron con la Junta, como consta en numerosas
denuncias. Hay otras que muestran la complicidad de muchos jueces que estuvieron
en contacto con secuestrados y conocían perfectamente la metodología de
la desaparición. Incluso algunos de ellos se negaron a tomar declaración
sobre apremios ilegales a prisioneros con signos evidentes de tortura, que
apenas podían mantenerse en pie, provenientes de campos de concentración
y que luego fueron legalizados.
Prácticamente todos los políticos del país no sólo conocían la existencia
de campos de concentración sino incluso las dependencias en las que funcionaban
algunos de ellos, como Campo de Mayo o la Escuela de Mecánica de la Armada.
Buena parte del personal de los hospitales militares, médicos, enfermeras,
radiólogos, pudo ver prisioneros encapuchados y esposados, en deplorable
estado de salud, así como mujeres embarazadas en idéntica situación, que
eran llevados a esas instalaciones por personal militar. Los conscriptos
que hacían su servicio militar en dependencias de las Fuerzas Armadas también
fueron testigos de los extraños movimientos de las patotas y del ingreso
y salida de prisioneros de estos lugares. Si se suma, son muchísimas las
personas que formaban parte de alguno de estos grupos y su porcentaje en
relación con la población total es significativo. No obstante, una buena
parte de la sociedad optó por no saber, no querer ver, apartarse de los
sucesos, desapareciéndolos en un acto de voluntad. Así como entre los secuestrados
y los secuestradores los mecanismos de la esquizofrenia permitían vivir
con "naturalidad" la coexistencia de lo contradictorio, así la sociedad
en su conjunto aceptó la incongruencia entre el discurso y la práctica política
de los militares, entre la vida pública y la privada, entre los que se dice
y lo que se calla, entre lo que se sabe y lo que se ignora como forma de
preservación.
"Los argentinos somos derechos y humanos" fue la consigna que lanzó la Junta
Militar como respuesta a la campaña internacional de denuncia. Esa consigna
que hubiera podido ser repudiada consiguió, no obstante, cierta resonancia;
aparecía en publicaciones y en letreros adheridos a coches y casas de la
clase media. Hasta su misma estructura da cuenta de esta esquizofrenia social
que optó por desconocer la gravísima y obvia violación de los derechos humanos
convirtiéndolos no en un concepto sino en dos separados y diferentes. Todas
estas complicidades, en unos casos y silencios en otros, hicieron posible
la existencia y la multiplicación de la política desaparecedoratan el dispositivo
concentracionario y son parte de él.
No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en cualquier
momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su vez, cambia,
remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se señaló, la sociedad
argentina tenía una larga historia de autoritarismo previa al golpe de Estado
de 1976, que había calado muy hondo en amplios sectores de la sociedad.
En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso
nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales
era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya influencia
en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por boca de
monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios
está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la nación argentina."
Era noviembre de 1975 y se refería a la represión desatada en Tucumán, donde
ya entonces se practicaba la política de desaparición en los primeros campos
de concentración del país.
El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue significativo.
La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a amplísimos
sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de uno y otro signo",
refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la fuerza institucional
del Estado. El razonamiento era muy semejante al que se utilizaría años
después, en el juicio que se siguió a los comandantes, cuando amplios sectores
desplegaron la teoría de los dos demonios. En ambos casos, la misma noción
de que la pugna existente se libraba entre fuerzas oscuras ajenas a la sociedad,
en lugar de El Proceso de Reorganización Nacional, sustancialmente diferente
a lo que hasta entonces había ocurrido en el país, también se asentó sobre
ciertas ''normalidades" internalizadas desde antes por la sociedad.
La política argentina, como se señaló en otros apartados, se basó durante
décadas en una concepción de tipo binario. La noción del Otro, peligroso,
al que es preciso destruir, estaba profundamente arraigada en las representaciones
y prácticas políticas. Dos países, dos historias, dos campos enfrentados,
cuando precisamente en el caso de Argentina, la multiplicidad es evidente.
La República Argentina es un sinnúmero de nacionalidades, costumbres, religiones,
culturas, superpuestas de la manera más desprolija y desconcertante. En
esto residió buena parte de su originalidad.
En ese falso mundo de dos, las organizaciones populares que eran terriblemente
diversas, fueron atacadas en bloque por el Estado totalizante y desaparecedor.
En ese enfrentamiento perdieron. Pero no perdieron por los golpes que sufrieron
durante la gran represión del Proceso; habían perdido la batalla política
desde antes y fueron aniquiladas físicamente entonces.
La imposibilidad de generar una propuesta popular y nacional, ejes de la
llamada izquierda peronista, en el marco de un proceso mundial que ya se
orientaba a la globalización, en el que campeaba el neoliberalismo pinochetísta
como la gran alternativa para los países de América Latina, en tiempos de
la Trilateral, fueron claves. No menos decisivo fue el desconocimiento de
Perón a esta tendencia y su negativa a indagar formas de compatibilizar
las viejas banderas populistas del peronismo con los nuevos tiempos.
Desde mucho antes del golpe militar las izquierdas nacionales, peronistas
y no peronistas, se habían quedado sin propuesta y sin resonancia en los
sectores populares; su discurso, centrado también en la lógica amigo-enemigo
fue T perdiendo relevancia hasta convertirse en un alegato altisonante y
hueco.
Su incapacidad para comprenderlo las llevó a refugiarse en una lucha armada
que las encerró en un callejón sin salida. Este aislamiento político es
clave para explicar la reacción de una sociedad que no sólo no se sentía
identificada con "las izquierdas" sino que incluso estaba decepcionada de
ellas, en un marco de definición en donde sus opciones se reducían a la
calidad de amigo o enemigo. Es central comprender que la derrota política
del peronismo revolucionario y del trotskismo perretista fue previa al golpe
de 1976 y estuvo directamente vinculada con la reducción de lo político
a categorías de corte militar. La sociedad civil había transitado por la
rigidez cursillista de la Revolución Argentina; se había liberado de ella
apostando todo a un peronismo que parecía la tabla de salvación nacional.
Lejos de ello, el gobierno peronista sumió al país en una crisis económica
aún más grave, en la corrupción más espantosa, la ineficacia total y niveles
de violencia social nunca vistos.
Cuando se produjo el golpe militar, la sociedad estaba agotada. Así como
los desaparecidos llegaban a los campos de concentración con su capacidad
de defensa mermada, así también la sociedad estaba extenuada. Este agotamiento
facilitó uno de los objetivos del Proceso: que no opusiera resistencia.
Junto a la concepción binaria intervinieron otros factores también de larga
data, que permitieron inscribir la nueva modalidad represiva en el universo
de lo socialmente admitido. La normalización de la tortura en relación con
los presos comunes primero y los políticos después permitió que nadie se
escandalizara por algo que ya era, aunque desagradable, moneda corriente.
La necesidad de exterminar a la subversión, que se inscribía en una lógica
guerrera bastante difundida, también era una verdad admitida en amplios
sectores de la sociedad. De allí a la admisión del secuestro había algo
más que un paso, pero en todo caso no se trataba de un abismo. Recuerda
Noemí Labrune que muchos "ante un secuestro se preguntaban '¿en qué andarían?'
y se respondían: 'por algo será'"l0';. Al admitir que si una persona está
implicada en algo es natural que "desaparezca" se naturaliza el derecho
de muerte que estaba asumiendo el Estado y se justifica la arbitrariedad
e ilegalidad del poder. A lo largo de los años de represión, los propios
grupos operativos se encargarían de rutinizar estas desapariciones hasta
incorporarlas a la vida cotidiana, aprender a vivir con ellas; también aquí
fue la vida entre la muerte.
No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria del mensaje.
Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado, para grabar
la aceptación de un poder disciplinario y asesino; para lograr que se rindiera
a su arbitrariedad, su omnipotencia y su condición irrestricta e ilimitada.
Sólo así los militares podrían imponer un proyecto político y económico
pero, sobre todo, un proyecto que pretendía desaparecer de una vez y para
siempre lo disfuncional, lo desestabilizador, lo diverso.
Por eso la sociedad sabía. A ella se dirigía en primer lugar el mensaje
de terror; ella era la primera prisionera. En el campo de concentración
de Cot I Martínez, como en la Mansión Seré, como en la Escuela de Educación
Física de Tucumán y en tantos otros, no se ocultaban las actividades.
Cuentan los vecinos que "se oían gritos desgarradores, lo que daba a suponer
que eran sometidas a torturas las personas que allí estaban. A menudo sacaban
de allí cajones o féretros. Inclusive restos mutilados.
Vivíamos en constante tensión como si también nosotros fuéramos prisioneros,
sin poder recibir a nadie, tal era el terror que nos embargaba, y sin poder
conciliar el sueño durante noches enceras"110.
De manera que la sociedad sabe, ya que es parte de la misma trama. Este
saber de la sociedad es usado por el poder militar como una forma de comprometer
a todos. Así como todas las Fuerzas Armadas participaron de alguna manera,
y con ese argumento es como si todos en ellas fueran igualmente responsables,
así también en este "saber" de la sociedad se pretende imponer una complicidad
y diluir las responsabilidades. Así el general Videla decía: "Una guerra
que fue reclamada y aceptada como respuesta válida por la mayoría del pueblo
argentino, sin cuyo concurso no hubiera sido posible la obtención del triunfo."'''
Hubo quienes reclamaron eso que Videla llamó guerra pero una gran parte
de la sociedad la sufrió; hubo una enorme mayoría que la aceptó pero no
tan fácilmente puesto que se debió recurrir al terror; en efecto, sin el
concurso del pueblo no se hubiera obtenido el triunfo, pero ese "concurso"
se obtuvo sometiendo a todo el país al poder desaparecedor.
Las mismas mecánicas que ana\izamos dentro de \os campos de concentración
operaron en toda la sociedad. El control sobre la población fue implacable.
Se prohibieron las actividades políticas y sindicales; se vigiló todo tipo
de reunión; se controlaron las listas de personal de las grandes empresas;
cualquier movimiento extraño en una casa, oficina o local ameritaba su allanamiento
y la detención de cualquier sospechoso.
Se buscaba así la más estricta sumisión, que implicaba, entre otras cosas
"no ver", "no saber". No quedó el menor espacio para el disenso; cualquiera
de sus formas ameritaba la calificación de subversivo con todas las secuelas
que ya se explico Se desconoció la identidad de la sociedad o las identidades
constitutivas, pretendiendo amoldar un pais de grandes al esquema occidental,
cristiano, burocrático y mediocre de los administradores militares.
Así como los cuerpos de los secuestrados permanecían en la oscuridad, el
silencio y la inmovilidad, en cuchetas separadas unas de otras, así se pretendía
a la sociedad, fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente; una sociedad
que se pudiera ignorar y ordenar en compartimentos estancos según la arbitraria
voluntad militar. Unos hombres pasivos, una sociedad pasiva e inerte.
Para garantizar esta inmovilidad, los militares procesaron la sociedad,
como los cuerpos de sus víctimas. Castigaron a quien se rebeló, con la cárcel,
la desocupación, el destierro; amputaron lo que consideraron "enfermo",
y en esto consistía la desaparición y el asesinato; trataron de vaciar a
la sociedad de todo aquello que los inquietaba, anulando su capacidad vital
y prohibiendo desde la política hasta el arte; literalmente la desmayaron,
la obligaron a entrar en un estado de latencia, amenazando con matarla.
La humillación fue un mecanismo que también se usó contra la sociedad en
su conjunto. El "sí, señor", que humillaba al secuestrado, también debió
ser dicho, de otras maneras, por toda la sociedad. Pero sobre todo, la sociedad
fue obligada a presenciar el castigo, la desaparición y la muerte de los
suyos sin abrir la boca, sin oponer resistencia.
Probablemente hay pocas situaciones más humillantes para un ser humano que
la de obligarlo a presenciar el secuestro o el castigo de su compañero de
trabajo, de su amigo, de su hijo o de su esposo sin poder salir en su defensa
o sin atreverse a hacerlo. Esto debió tolerar la sociedad argentina de los
militares. Presenciar el castigo de los más próximos en la más absoluta
inmovilidad.
La voluntad omnipotente de procesar y adecuar la sociedad, de "quebrarla"
y reformatearla, de abolir sus dinámicas más arraigadas, para anularla y
sumirla en la misma parálisis hipnótica que afecta a los sujetos, fue parte
del dispositivo que no se repite sino que simplemente es el mismo que está
funcionando en toda la sociedad, dentro y fuera de los campos.
Desaparecer lo disfuncional, que en el campo es el cadáver y en la sociedad
el opositor, mediante un terror generalizado que paraliza, inmoviliza, anonada.
El anonadamiento que "deja hacer" al poder. Es un dejar hacer económico,
político, cultural, cotidiano. Mientras los desaparecidos se "esfuman" en
los campos de concentración, quiebra la industria nacional, el país se endeuda
y los niños pasean en las autobombas por cortesía de la Policía Federal.
Es una especie de parálisis, en donde la coherencia está dada por conductas
y pensamientos necesariamente esquizoides.
Nada más injusto que confundir esta parálisis con la complicidad. Nada más
cercano a la lógica de los desaparecedores, a su omnipotencia. El terror
que tan cuidadosamente ha diseminado el dispositivo concentracionario produce
en la sociedad el mismo efecto anonadante que en el desaparecido dentro
de los campos. ¿Cómo afirmar que el hombre que se dirigía sin resistencia
a su traslado era un cómplice? ¿Cómo hacer de la víctima un cómplice?
La sociedad sencillamente es; en efecto es muchas cosas que permiten el
asentamiento de este poder desaparecedor pero también es todas aquéllas
que lo obligaron a imponerse sobre ellas, como el desorden, la desobediencia
y la diversidad. La sociedad es múltiple y en ella circulan las fuerzas
de la sumisión y las de la resistencia.
También en la sociedad existieron los que se entregaron al poder concentracionario
sin resistir y los que fueron arrasados por él. Pero junto a ello, existieron
las más diversas formas de la resistencia, más o menos individual, más o
menos decidida.
Poco a poco, como los prisioneros que aprendieron a ver por debajo de las
capuchas, la sociedad descubrió resquicios, recuperó sus movimientos y se
escudó en el trabajo, el arte, el juego como formas de reestructurarse y
resistir.
Existió la fuga individual, la solidaridad, la risa y el canto. Existió
el doble juego, el engaño y la simulación; todas las formas que tuvo la
sociedad para sobrevivir sin ser arrasada se practicaron de una u otra manera.
La resistencia organizada tuvo una expresión central en las organizaciones
de defensa de los derechos humanos y en especial en las Madres. Cuando el
miedo se había adueñado de buena parte de la sociedad, las Madres fueron
ese espacio de resistencia que se contagia. Su resistencia tuvo mucho de
las virtudes cotidianas a las que hice referencia dentro de los campos;
las solidaridades que no constituyen actos heroicos pero que ayudan a sobrevivir.
Pero la acción de) terror no acabó el día que cayó el gobierno militar.
Hay un efecto a futuro, un efecto que perdura en la memoria de la sociedad.
La desaparición, la muerte, la arbitrariedad y la omnipotencia del poder
son un hecho vivido pero al mismo tiempo negado, algo que ya pasó. A medida
que el efecto inmovilizante del terror comienza a desvanecerse, la evidencia
de la matanza y las formas que adoptó cobran un peso de terror que se graba
con fuerza extraordinaria en toda la sociedad. Desde ese momento se sabe
del poder desintegrador del Estado, de las debilidades y renunciamientos
de la sociedad, de lo difícil que es sobrevivir a los embates de un poder
autoritario y desaparecedor: el miedo se instala; hay una memoria colectiva
que registra lo que se ha grabado en el cuerpo social. Este efecto del terror
diferido, que los militares se han encargado de refrescar con cierta periodicidad,
de maneras abiertas o solapadas, cuando amenazan "lo volveríamos a hacer",
es quizás uno-de los mayores logros políticos del dispositivo concentracionario.
En la sociedad, como en los campos, no existieron héroes ni "inocentes".
Todos fueron alcanzados de alguna manera por el poder desaparecedor.
Los actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de obediencia
y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades,
a veces incomprensibles. Por eso no tiene sentido rescatar a las víctimas
inocentes: todas lo fueron. Ninguna merecía la anulación de su ser, la tortura
y la oscura muerte de ser arrojado desde un avión sin dejar rastro de sí.
Los desaparecedores eran hombres como nosotros, ni más ni menos; hombres
medios de esta sociedad a la cual pertenecemos. He aquí el drama. Toda la
sociedad ha sido víctima y victimaría; toda la sociedad padeció y a su vez
tiene, por lo menos, alguna responsabilidad. Así es el poder concentracionario.
El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la
otra. Pensar la historia que transcurrió entre 1976 y 1980 como una aberración;
pensar en los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos
excepcional, es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra
sociedad, la de entonces y la actual.
"La idea que nos impide pensar la realidad concetracionaria se basa en la
certeza de que se trata de una aberración, de un conjunto de comportamientos
producidos por situaciones que no tienen ninguna relación con el funcionamiento
de nuestra sociedad.""2 Por el contrario, campo de concentración y sociedad
se pertenecen, son inexplicables uno sin el otro. Se reflejan y se reproducen.
Sobrevivencia, trivialización y memoria La sociedad sobrevivió al poder
concentracionario; muchos secuestrados también. Las razones de su sobrevivencia
fueron múltiples. No existió un patrón para explicarla. Incidió la casualidad
en primerísimo lugar, aunada a la necesidad de los desaparecedores de salvara
salvando a algún prisionero, la habilidad de algunos presos para aprovechar
determinadas circunstancias de tipo excepcional, la omnipotencia del dispositivo
concentracionario.
Bruno Bettelheim señala que el sobreviviente nunca sabe con certeza por
qué subsistió y que aunque se atormente tratando de explicarlo nunca llega
cabalmente a la respuesta; la decisión fue de sus captores. El campo de
concentración y la razones para entrar o salir de él pertenecen por entero
a la lógica concentracionaria de la que el sobreviviente es ajeno.
Sin embargo, explicar esta cuestión se convierte en una auténtica pesadilla;
El sobreviviente siente que él vivió mientras que otros, la mayoría, murieron.
Sabe que no permaneció vivo porque fuera mejor y, en muchos casos, tiende
a pensar que precisamente los mejores murieron. En efecto, muchos de sus
compañeros de militancia más queridos perdieron la vida.
De manera que se siente usurpando una existencia que no le pertenece del
todo, que tal vez debía estar viviendo otro, como si él estuviera vivo a
cambio de la vida de otro.
Esto no es de ninguna manera cierto. Sobrevivieron los mejores y murieron
los mejores; sobrevivieron los peores y murieron los peores. No hubo una
lógica de la sobrevivencia o de la muerte que pueda explicarse con parámetros
de conducta. Hubo colaboradores que murieron; hubo sobrevivientes cuya conducta
fue de resistencia tenaz e inamovible.
Subsistió gente ajena a las organizaciones guerrilleras, otros que tenían
una relación lateral con las mismas y otros más que eran dirigentes de alto
nivel. Junto a ellos, personas de las mismas características Rieron eliminadas.
No hubo realmente una selección sino procesos aleatorios, en los que a veces
influyó la habilidad de algunos prisioneros para aprovecharlos y su decisión
de tratar de vivir, que permitieron una cierta sobrevida inicial de algunos
y más tarde su liberación. También en esto el poder fue arbitrario.
Si aquél que se fuga de un campo de concentración es sospechoso, el que
sobrevive lo es muchísimo más. Poco importa su resistencia, la habilidad
que haya desplegado para engañar o burlar a sus captores, las solidaridades
de las que haya sido capaz. La sociedad quiere entender por qué está vivo
y él no puede explicarlo, de manera que casi automáticamente se lo condena
a la exclusión y su vida se convierte en la prueba misma de su culpabilidad,
cualquiera que ésta sea.
Una vez en libertad, el poder anonadante del campo no desaparece de inmediato.
El sobreviviente aún se siente bajo el control del secuestrador; su aparente
omnipotencia todavía lo alcanza. "Bastaba que nos prohibieran dejar Córdoba
para que nosotros permaneciéramos allí", dice Geuna. Sin embargo, la hipnosis
se va desvaneciendo poco a poco y el ser humano no recupera lo que fue sino
que encuentra nuevos equilibrios y reorganiza una existencia diferente.
Inicialmente se produjo la dispersión de los sobrevivientes en distintos
lugares del país y del mundo. Poco a poco comenzaron a testimoniar sobre
los campos ue concentración y su vida en ellos ante distintos organismos
de derechos humanos. Algunos de estos testimonios son los que hemos tomado
en este trabajo.
Las primeras declaraciones no fueron muy bien recibidas. Esta gente, cuya
sola vida la hacía sospechosa, en un momento en que los movimientos de derechos
humanos luchaban por la aparición de los desaparecidos, no hablaba de desaparecidos
sino de muertos; describía las condiciones de vida de los campos de concentración
y afirmaba que no había ningún ocultamiento perverso de los prisioneros
sino que simplemente se los había eliminado tratando de no dejar rastro.
Se iniciaba el difícil camino de dejar memoria, aquél que se habían propuesto
desde las épocas de cautiverio: la memoria que obsesionó a los que sobrevivieron
y a los que murieron. Dar testimonio. La verdad, en este caso era cruel
y molesta, sin embargo podría permitir simbolizar lo sucedido, reconectar
lo inconexo. Podía reconstituir un tejido diseccionado y esquizofrénico.
El relato histórico recupera procesos totales y, de acuerdo a la lectura
que hace de los mismos, instituye los héroes. Por el contrario, los testimonios
constituyeron relatos fragmentarios, con protagonistas individuales que
ni pretendían constituirse en héroes ni relatar historias heroicas. Todos
estaban marcados por las tonalidades y gamas a las que ya hice mención;
eran intentos para restablecer la memoria.
El campo de concentración fue un dispositivo de absorción, desaparición
y olvido. Desde dentro, el olvido del sujeto, el olvido del mundo exterior,
sus leyes y normas. Desde la sociedad el olvido de los desaparecidos "para
siempre", del campo de concentración, de todas las formas de la resistencia.
Esos y muchos otros olvidos, como el olvido del crimen y del criminal, que
el poder concentracionario impuso al hombre y a la sociedad. La memoria
y la memorización quedaron prohibidas.
Frente a este olvido impuesto a veces, autoimpuesto otras, voluntario casi
siempre, se desarrolló una suerte de amnesia colectiva, que resultaba más
cómoda para todos en la medida en que permitía dejar en paz, no hurgar en
aquello que confronta en términos individuales y sociales.
Los testimonios venían a romper el silencio sobre el que navega la amnesia.
Al principio, sólo fueron un rumor que circulaba en los medios politizados
y en el extranjero, pero el rumor fue creciendo y filtrándose por distintos
resquicios, haciéndose cada vez más audible.
Después de la caída del gobierno militar, al abrirse la información sobre
los campos de concentración, fue como un aluvión que cayó sobre la "opinión
pública" para aplastarla. Diarios, revistas, libros, inundaron las calles
con los relatos y las imágenes monstruosas de los campos de concentración.
Restos humanos exhumados, niños cuyos padres habían desaparecido, rostros
de familiares angustiados hasta las lágrimas eran la prueba visible de una
realidad tan conocida como negada. El impacto de las imágenes brutales se
amortiguaba y se pervertía exhibiéndolas a vuelta de página de las modelos
más cotizadas del año. Los testimonios de sobrevivientes o de torturadores
arrepentidos y confesos, podía dar lo mismo, en todo caso, garantizaban
un alto porcentaje de ventas.
La memoria pudo manifestarse y ser memoria colectiva gracias a los medios
masivos de comunicación, pero también por su efecto se convirtió en un producto
de consumo. En muchos casos, no se trataba de procesar o de integrar de
alguna manera la realidad de los campos de concentración como parte de una
reflexión crítica, sino de consumirla y desecharla, como cualquier otra
mercancía que se lanza al mercado. La información, virtualmente arrojada
sobre la población de manera tan abundante como persistente, cumplió su
ciclo; e.. pocos meses saturó al "público", como cualquier producto cuya
publicidad se lanza con insistencia. La gente se aburrió de oír algo tan
desagradable como inquietante.
La repetición de lo aterrador lo convirtió en banal. Al trivializar lo sucedido
en los campos, se apuntalaba uno de los objetivos del poder concentracionario:
normalizar el asesinato y la desaparición, inscribirlos como un dato en
la memoria colectiva, que los podía reprobar, pero desde el sustento explicativo
de los dos demonios. Aquellos dos demonios malvados que se destruyeron entre
sí y que nada tenían que ver con la sociedad argentina, la verdadera, la
buena, la que está en contra de roda violencia, la que nacía entonces a
la democracia.
El olvido adopta muchas formas; la rrivialización es sólo una de ellas.
La memoria es una forma de resistencia al olvido que, en el caso de los
campos de concentración, comenzó por los testimonios de lo que había ocurrido
y se ligó de inmediato con la búsqueda de los vestigios, de los restos que
daban testimonio de la masacre colectiva.
Los sobrevivientes fueron claves para contar lo ocurrido pero no tenían
pruebas de los asesinatos colectivos que denunciaban. Los militares habían
hecho un gran esfuerzo por ocultar o hacer desaparecer los restos de sus
víctimas. No sólo habían desaparecido a las personas sino que después desaparecieron
a los desaparecidos.
El dispositivo concentracionano dedicó un gran esfuerzo al ocultamiento
y destrucción de los restos humanos; una de sus consignas fue "Los cadáveres
no se entregan". Para ello recurrió a la voladura de cuerpos con explosivos
de manera de hacerlos irreconocibles, a arrojarlos en alta mar, donde las
corrientes no los trajeran a la costa, a calcinarlos en los centros clandestinos
o a incinerarlos en los cementerios. Muchos de ellos, también, fueron enterrados
como NN, es decir, nescio, o no sé.
Los NN no son el epílogo, sino uno de los capítulos centrales de esta historia.
Si el eje de la política represiva fue la desaparición, precisamente para
que "no se supiera", una de las formas de consumarla fueron las técnicas
de desaparición y desintegración de los cuerpos.
Pero los entierros de NN son parte de la prueba, de los restos humanos que
dan testimonio de que los desaparecidos no se esfumaron sino que fueron
ultimados. Esqueletos que se pueden identificar y permiten reconstruir una
historia, de una persona con nombre y apellido, que desapareció un día determinado
de un lugar específico y cuyo cadáver se encuentra con un cierto número
de impactos de bala que provocaron su muerte. Los restos de NN son la prueba
del delito y donde hay delito hay delincuente; es decir, los restos remiten
a la conciencia colectiva, sorteando la amnesia, hacia los campos de concentración
en tanto delito instituido, en tanto servicio público criminal que reclama
un castigo.
El difícil trabajo de rastrear esos restos, los restos NN que se encuentran
inhumados principalmente en los cementerios, fue muchas veces desconocido
por la sociedad. El Equipo Argentino de Antropología Forense se hizo cargo
de este trabajo de manera minuciosa y perseverante. En primera instancia,
la recolección de huesos enterrados parece un ejercicio macabro. Cuando
en su informe de actividades de 1992 señalan "se recuperaron 278 esqueletos.
Dentro de esta cifra se incluyen los restos esqueletarios ele 19 fetos y
neonatos, algunos asociados a esqueletos adultos en distintas fosas", se
puede pensar que es un detalle interesante pero de una crueldad inútil.
Sin embargo, el objetivo que se proponen es muy claro y aparece enunciado
con toda precisión: "devolver un nombre y una historia a quienes fueron
despojados de ambos."1"
La búsqueda de los huesos y la reconstrucción de las historias que cuentan
esos restos provocó horror, muchas veces incluso en los familiares de los
desaparecidos. As! como habían sido capaces, en los momentos de mayor represión
de resistir, negándose al olvido que les imponía el gobierno militar y reclamando
por sus desaparecidos, la aparición de los cadáveres cerraba toda ilusión
y colocaba la historia en su verdadero lugar: el exterminio masivo de una
generación de militantes políticos y sindicales.
Porque aquí hay otro aspecto que no se puede soslayar y que ya he mencionado.
Los desaparecidos eran, en su inmensa mayoría, militantes.
Negar esto, negarles esa condición es otra de las formas de ejercicio ele
la amnesia, es una manera más de desaparecerlos, ahora en sentido político.
La corrección o incorrección de sus concepciones políticas es otra cuestión,
pero lo cierto es que el fenómeno de los desaparecidos no es el de la masacre
de "víctimas inocentes" sino el del asesinato y el intento de desaparición
y desintegración total de una forma de resistencia y oposición: la lucha
armada y las concepciones populistas radicales dentro del peronismo y la
izquierda.
Los antropólogos forenses se propusieron hacer el "desentierro", la arqueología
de esta historia. Reaparecer los cadáveres desaparecidos; reaparecer los
desaparecidos en sus restos, cómo hombres que no se esfumaron sino que fueron
asesinados; reaparecer la historia y rastrear quiénes secuestraron y quiénes
enterraron, para identificar culpables.
Exponer, desenterrar lo subterráneo es lesivo para el poder desaparecedor,
que se asienta precisamente en esta subterraneidad.
Reconstruir y recordar interrumpe la amnesia colectiva que se ha instalado.
Encontrar responsables rompe la dinámica de diluir los hechos en una acción
colectiva y autorizada, y permite deslindar responsabilidades y culpables.
Todos estos mecanismos disparan contra la totalización, la lógica concentracionaria
y el poder desaparecedor.
No obstante, algunos familiares se resistieron a encontrar los restos. "Yo
los huesos no los quiero", dijo uno. "Yo vivo con la puerta de mí casa abierta,
esperándola. Si me dicen que ésos son los restos de mí hija ya no la puedo
esperar más", dijo otro. "Yo sé que ustedes pueden identificar los restos
de mi hijo pero eso destrozaría a mi mujer. Yo siempre voy a negar una identificación",
afirmó un tercero"'1. Restos que fueron encontrados, restos que se identificaron
y que, a veces, ¡a familia renuncia a reconocer o no quiso retirar. Restos
a los que se les negó su historia. He aquí el drama en su verdadera dimensión.
Desaparecidos que se esfuman desde distintos lugares porque no se puede
reconocer su muerte. Por diversas razones se coincide en no querer ver o
sencillamente en no poder hacerlo, en olvidar, en desconocer, en no saber.
Y sin embargo, "todos sabemos que todos sabemos". Exactamente la lógica
del poder desaparecedor, reproduciéndose, reverberando, rebrotando.
La recuperación y la identificación de los restos ha sido uno de los ejercicios
de memoria más importantes acerca de los campos de concentración. Permitió
recuperar cuerpos, nombres, historias, militancias, culpables.
El juicio a los comandantes fue otro gran ejercicio de recuperación de la
memoria. Más allá de la limitación de las condenas; más allá de que sólo
se juzgó a las juntas; más allá de las posteriores leyes de punto final
y de amnistía; más allá de que todos los protagonistas son hombres en actividad
dentro de las Fuerzas Armadas, que continúan su carrera como si nada hubiera
pasado, el juicio fue el golpe más seno que sufrió el poder desaparecedor.
Los campos de concentración alcanzaron éxitos significativos: exterminaron
lo que llamaban subversión (aunque menos de lo que hubieran deseado), imprimieron
la omnipotencia y arbitrariedad del poder en la sociedad de manera generalizada
con efectos muy posteriores a la finalización del gobierno militar, disciplinaron
y atemorizaron de diversas maneras dificultando por mucho tiempo la organización
y la desobediencia; acentuaron los mecanismos de desaparición de lo disfuncional.
En fin, podríamos seguir mencionando éxitos del dispositivo concentracionario.
Sin embargo, el solo hecho de que los comandantes todopoderosos, que se
creían dioses, debieran responder a un juicio, en donde ni siquiera aparecieron
como grandes asesinos sino como un hato de burócratas, mediocres, vivillos
y rateros, fue un golpe extraordinario a ese halo de omnipotencia.
Se juzga a los criminales a los que alcanza la justicia, no a los dioses,
ni al poder. El poder no se somete a juicio; no hay prueba más palpable
de la limitación de su poder, que ellos intentaron mostrar ilimitado, que
el haber sido sometidos a juicio. Quizás a eso se debía la consternación
de Massera cuando en su descargo dijo: "Aquí estamos protagonizando todos
algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por
los vencidos.""'' La lógica de vencedores y vencidos remite una vez más
al pensamiento bélico, pero más allá de ello, los juicios mostraron que
si bien los comandantes impusieron el proyecto político y económico que
prevaleció y que subsiste con Menem, su poder no era absoluto y su intento
desaparecedor había resultado Vano. Es decir, los juicios mostraron que
aun contra un poder totalizante la sociedad tiene formas de defenderse,
resistir, y resquicios por los cuales deslizarse para disparar contra el
núcleo duro del poder. Los juicios fueron este tipo de hostigamiento, que
no destruyó el poder militar, pero io debilitó, desnudó públicamente su
faz oculta y lo exhibió en sus facetas más miserables.
Los juicios fueron un ejercicio de memoria colectiva. Buena parte de los
sobrevivientes testimonió, lo que también fue prueba de los límites de lo
pretendidamente irrestricto, del efecto parcial y temporario del terror,
de la capacidad de resistencia como contraparte de la sumisión. En este
sentido contrapesaron el terror generalizado que la sociedad había padecido.
A partir del juicio, tampoco se pudo aducir desconocimiento. Los militares
transitaron por la negación de los hechos, luego el desconocimiento y, por
último, la obediencia a las órdenes. Desde ese momento quedaron reconocidos
sus delitos de manera pública. Nadie puede decir, desde su condena, que
los hechos no sucedieron, o bien que los desconoció.
Sin embargo puede permanecer otro recurso, de la mayor eficiencia: el olvido,
la amnesia. A partir de los juicios, la mejor forma para desconocer que
la realidad de los campos de concentración estuvo estrechamente ligada con
la sociedad de entonces y con la de nuestros días es olvidarlos, decidir
que el mundo y el país han dado suficiente cantidad de vueltas como para
estar en otro lado. Amnistía, como amnesia, proviene de amnesis, olvido.
Es cierto, a mediados de la década del 90 han pasado algunas cosas y parecemos
estar más inmersos en una posmodernidad que rechaza las estructuras uniformes.
Nuestro mundo computarizado tiende a generar sistemas personalizados y descentralizados
que parecen poco compatibles con la modalidad represiva concentracionaria.
La neutralización de los conflictos de clase o su reinscripción en otros
contextos y el desencanto por lo político nos ubican en un escenario muy
diferente al de la Plaza de Mayo de marzo de 1 973.
En términos de vida cotidiana, la liberalización de las costumbres, la desestandardización
en todos los órdenes, incluidas la moda y la diversificación religiosa y
la proliferación esotérica (al uso del consumidor) nos remiten a un predominio
de la diversidad y la permisividad que aparentemente serían inversos a las
totalizaciones y disciplinamientos que promovió la lógica concentracionaria.
¿Quiere decir esto que las formas del poder han murado y estamos en un punto
totalmente diferente? Sí y no. Siempre estamos en un punto diferente y los
cambios que se han producido en los últimos 15 años no son insignificantes.
Sin embargo, el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez.
Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a aparecer y rebrotar.
Creo que un ejercicio interesante sería intentar comprender cómo se recicla
el poder desaparecedor. Cuáles son sus desintegraciones y sus amnesias en
esta posmodernidad. Cómo reprime y totaliza, aunque se manifieste en el
individualismo más radical. Cuáles son sus esquizofrenias, y cómo se nutre
de las falsas separaciones entre lo individual y lo social. Cómo conservar
la memoria, encontrarlos resquicios y sobrevivir a él.
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