El Chacho ha sido el único
caudillo verdaderamente prestigioso que haya tenido la República Argentina.
Aquel prodigio asombroso que lo hacía reunir diez mil hombres que lo rodeaban
sin preguntarle jamás dónde los llevaba ni contra quién, había hecho del Chacho
una personalidad temible, que mantenía en pie a todo el poder de la nación, por
años enteros, sin que lograra quebrar su influencia ni acobardar al valiente
caudillo.
A su llamado, las provincias del interior se ponían de pie como un solo hombre,
y sin moverse de su puesto, tenía a los seis u ocho días 2, 4 ó 6 mil hombres de
pelea, dispuestos a obedecer su voluntad fuera cual fuese.
Los paisanos de La Rioja, de Catamarca, de Santiago y de Mendoza mismo lo
rodeaban con verdadera adoración, y los mismos hombres de cierta importancia e
inteligencia lo acompañaban ayudándolo en todas sus empresas difíciles y
escabrosas.
El Chacho no tenía elementos de dinero ni para mantener en pie de guerra una
compañía.
Y sin embargo él levantaba ejércitos poderosos, mal armados y peor comidos, que
sólo se preocupaban de contentar a aquel hombre extraordinario.
El Chacho no tenía artillería, pero sus soldados la fabricaban con cañones de
cuero y madera, que se servían con piedra en vez de metralla, pero piedra que
hacía estragos bárbaros entre las tropas que lo perseguían.
No tenía lanzas, pero aunque fuera con clavos atados en el extremo de un palo,
sus soldados las improvisaban y se creían invencibles. El que no tenía sable lo
suplía con un tronco de algarrobo convertido en sus manos en terrible mazo de
armas, y si faltaba el alimento comían algarrobo y era lo mismo.
De esta manera el Chacho tenía en pie un ejército con el que hacía la guerra al
Gobierno Nacional, sin que hubiera ejemplo de que se le desertase un solo
soldado, porque todos sus soldados eran voluntarios y partidarios de Peñaloza
hasta el fanatismo.
El Chacho era valiente sobre toda exageración. Era un Juan Moreira, en otro
campo de acción, con otros medios y otras inclinaciones. Generoso y bueno, no
quería nada para sí: todo era para su tropa y para los amigos que lo
acompañaban.
Para éstos no tenía nada reservado, ni su puñal de engastadura de oro, única
prenda que llevaba consigo y que, en mejores tiempos, le regalara su amigo el
general Urquiza.
La muerte del Chacho, relato de
Jorge Cafrune
Este puñal tenía una inscripción en
su puño que le había hecho grabar el mismo Chacho, y que decía así:
"El que desgraciado nace
Entre los remedios muere."
Rara inscripción que se presta a tantas interpretaciones y que prueba el horror
que tenía Peñaloza a la ciencia médica.
Este solo bien de fortuna que poseía el Chacho, era la especie de varita de
virtud que lo sacaba de apuros, en sus trances más amargos.
Cuando algún amigo, que para él lo eran todos sus oficiales y soldados, acudía
al Chacho en demanda de dinero para salvar un compromiso, éste en el momento
sacaba su puñal y lo entregaba para remediar el mal.
-Si la necesidad es grande -decía con su acento bondadoso-, vaya, empeñe esa
prenda por cincuenta o cien pesos, que ya habrá tiempo para sacarla.
El feliz poseedor de la prenda acudía con ella a la casa de negocio más fuerte y
solicitaba los cincuenta o cien pesos que necesitaba sobre el puñal del Chacho,
que todos conocían.
¿Quién iba a negar el dinero, cuando era Peñaloza quien lo pedía sobre su puñal?
El comerciante entregaba su dinero y la alhaja, que volvía a poder de su dueño.
Su corazón, rico de sentimientos generosos, no conocía el rencor ni la pasión
cobarde de la venganza. Era tan grande y magnánimo con su peor enemigo, como con
sus más leales amigos. Así el oficial o el soldado que cayó prisionero entre las
fuerzas del Chacho, fue obsequiado como el mejor de sus partidarios.
En todo el largo tiempo que hizo la guerra al gobierno Nacional, ni uno solo de
los prisioneros tomados por el Chacho pudo quejarse del menor mal trato ni de la
más leve crueldad.
Herido o enfermo, era asistido por sus partidarios, y una vez restablecido,
entregado a las fuerzas nacionales sin que le faltara un solo botón de la ropa.
En el campamento era el mejor compañero de sus tropas, al extremo de jugar con
todos ellos y conversar larguísimas horas alrededor del fogón.
Si llegaba un día en que los soldados no habían comido, pudiendo él hacerlo,
porque no faltaba quien le regalara un pedazo de charque o de patay, no probaba
bocado, porque no era justo, decía, que el jefe se hartara mientras los soldados
morían de hambre.
Unico juez entre los suyos, él se daba maña para arreglar todas las cuestiones,
de manera que las partes quedaran igualmente contentas y sin resentimientos de
ninguna especie.
Puñal del Chacho
Cuando el Chacho tenía, todos
tenían, pues su lujo era partir entre todos cuanto tenía a la mano.
El Chacho era un hombre de una salud de bronce y de una naturaleza especial para
resistir la fatiga inmensa de aquellas marchas prodigiosas, que dejaban
asombrados y a treinta leguas de distancia a sus más tenaces perseguidores.
La esposa del Chacho venía con frecuencia al campamento y al combate, a partir
con su marido y sus tropas los peligros y las vicisitudes.
Entonces el entusiasmo de aquella buena gente llegaba a su último límite y sólo
pensaban en protestar a la Chacha, como la llamaban, su lealtad hasta la muerte.
Cuando llegaba la hora de pelear, el Chacho era el primero que entraba al
combate y el último que se retiraba, si eran derrotados.
Antes de entrar en batalla, el Chacho daba siempre a sus tropas un punto de
reunión, para el caso en que tuviera que dispersarlas. Y así se veía que el
Chacho, derrotado hoy con 2.000 hombres, reaparecía tres o cuatro días después
con un ejército de 3.000.
El Chacho no tuvo jamás una palabra dura para sus subordinados, y cuando alguno
cometía alguna falta grave se contentaba con expulsarlo de su lado, prohibiendo
terminantemente que formara parte de su ejército.
Manso y complaciente, accedía con la mayor facilidad a cualquier insinuación que
se le hacía y que él creía sana.
Cuando él la creía mala o veía que lo que se le pedía podría perjudicar a su
causa, la rechazaba redondamente, y una vez que el Chacho decía no era inútil
insistir.
El Chacho combatía por el pueblo, por sus libertades y por los derechos que
creía conculcados.
Para sí no quería nada ni pidió nada jamás, en tiempo en que, por hacer con él
la paz, el Gobierno le hubiera dado cuanto hubiera pedido.
De aquí dimanaba principalmente el gran prestigio de que gozaba el Chacho y la
cantidad de hombres que lo rodeaban.
Porque él había encarnado en él mismo la causa del pueblo, y cada hombre de los
suyos sabía que peleaba por su propia felicidad y en su propio provecho.
El Chacho era un hombre alto y
musculoso, de una fuerza de Hércules y de una contextura de acero.
Su mirada suavísima y bondadosa solía irradiar a veces destellos de cólera que
hacían temblar a los que estaban a su lado.
Esto era cuando llegaba a sus oídos la noticia de alguna cobardía o uno de los
tantos fusilamientos que de chachistas hacían las fuerzas nacionales.
Peñaloza se mostraba entonces en todo el esplendor de su nobleza, y como una
venganza terrible, mandaba redoblar sus atenciones para con los prisioneros.
Las injusticias del Gobierno lo habían irritado, porque ningún gobierno debía
ser cruel e injusto; luego las iniquidades cometidas con los paisanos por la
autoridad de los pueblos habían conmovido su corazón hidalgo y había derrocado
al gobierno que creía malo.
Pero el Chacho tenía la debilidad de escuchar las opiniones de los amigos que
creía ilustrados, y prestar su apoyo, para suceder a un gobierno derrocado,
muchas veces a un hombre más indigno que el que derrocó.
Así los aspirantes a gobernador y los negociantes de la política mantenían
relación íntima con el Chacho para servirse de él, llegado el caso,
sorprendiendo su buena fe y engañándolo en cuanto les era posible.
Sumamente astuto, aunque inocente en los enredos políticos, se dejaba engañar
hasta cierto punto, haciendo a un lado al pretendiente una vez que lo había
calado.
Triunfando el Chacho, triunfaba la buena causa, la causa del pueblo, y entonces
el Chacho pedía una contribución en dinero para repartirlo entre sus soldados,
que andaban siempre careciendo de aquello más necesario.
En el ejército del Chacho no había más ordenanzas militares que la palabra de
éste, ni más ley obligatoria que el empeño que cada cual tenía en servirlo y
morir por él si era necesario.
Aníbal Fernández
(senador nacional) se refiere al general Angel Vicente Peñaloza, a
150 años de su asesinato. (Octubre 2013)
El Chacho detestaba el sacrificio
estéril de sus tropas, no aceptando un combate sino cuando creía estar seguro
del éxito, ni se empeñaba mucho en la batalla de éxito dudoso, para conservar
enteros sus elementos.
Con una seguridad asombrosa y una rapidez notable, el Chacho calculaba cuál
debía ser el fin del combate que sostenía, y si lo creía nulo, desbandaba su
ejército en todas direcciones para evitar la persecución.
Por eso es que el Chacho antes de entrar en pelea daba a sus tropas el punto de
reunión para un día fijo, encontrándolos reunidos cuando llegaba al punto
indicado, y aumentando, con los amigos que se plegaban, a los derrotados.
Y ésta era la causa de que, derrotado el Chacho, se le viera en seguida con
mayor número de gauchos y mayores elementos.
Conocedor del terreno en que operaba, como cualquiera puede conocer su aposento,
el Chacho hacía marchas tan asombrosas y rápidas que muchas veces el ejército
que creía irlo persiguiendo lo sentía a su espalda picándole la retaguardia y
tomándole todos los rezagados que iba dejando en la marcha.
Es que, mientras el Chacho disponía de los mejores rastreadores y de toda la
gente de algún valor en los ejércitos, el jefe que lo perseguía marchaba a
ciegas la mayor parte del tiempo sin encontrar quien quisiera darle el menor
informe, aun bajo la mayor amenaza.
Un dato perjudicial al Chacho, un informe que pudiera ocasionar una sorpresa era
un crimen que no había paisano capaz de cometer ni por todo el oro del mundo ni
por todas las torturas conocidas.
Esto había causado más de una vez el fusilamiento de algún paisano que se había
resistido a dar los informes pedidos, o el martirio de algún prisionero por la
misma causa.
Pero esto producía un efecto contrario al que se buscaba, pues con este proceder
los paisanos huían del ejército regular como de la calamidad más espantosa.
Cada vez que el Chacho tenía conocimiento de algún hecho de éstos, su
indignación no conocía límites.
-¡Y ése es el ejército civilizado que nos persigue como a horda de salvajes!
-exclamaba conmovido-, ¡y degüella nuestros leales y azota nuestras mujeres! ¡Y
ésos son los valientes que vienen a enseñarnos el goce de la ley bajo las
banderas del gobierno!
Rebelión en los llanos. Vida,
resistencia y muerte del Chacho Peñaloza. Capítulo 1, El héroe de
Guaja. La TV Pública presentó a partir de abril de 2013
"Rebelión en los llanos. Vida, resistencia y muerte del Chacho
Peñaloza", una serie documental de cuatro capítulos, coproducida por
Canal Encuentro y Canal 7, con el apoyo de la Secretaría de Cultura
de La Rioja, que relata la vida de Ángel Vicente Peñaloza. El resto
de los capítulos puede verse en esta en
lista de reproducción en Youtube.
Corre el año 1935. En la Universidad de Friburgo, en Alemania, en una Alemania
ya absolutamente sometida al poder de Hitler y el nacionalsocialismo, el
filósofo Martin Heidegger dicta, en verano, un curso de Introducción a la
metafísica. En uno de sus más notables pasajes –sus pasajes notables son muchos,
ya que se trata de un texto fundamental– se consagra a describir la situación
presente de Europa. Europa, dice, se encuentra en "atroz ceguera", se encuentra
"a punto de apuñalarse a sí misma". La descripción que hace Heidegger de esa
Europa de mediados de la década del treinta se aplica en gran medida a lo que se
entiende hoy por posmodernidad histórica. Me permitiré citar un texto
excepcional. Es el que sigue: "Cuando el más apartado rincón del globo haya sido
técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera
sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera;
cuando se puedan 'experimentar', simultáneamente, el atentado a un rey en
Francia, y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo sólo sea rapidez,
instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como
acontecer histórico, haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos;
cuando el boxeador rija como el gran hombre de una nación; cuando en número de
millones triunfen las masas reunidas en asambleas populares, entonces,
justamente, entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre, como fantasmas,
las preguntas: ¿para qué? - ¿hacia dónde? - ¿y después qué? (Introducción a la
Metafísica, Cap. I). Así, Heidegger, en 1935, vaticina la recorrida de un nuevo
fantasma por Europa: el fantasma de las preguntas fundamentales. Es notable su
descripción –siempre cara a los alemanes– de esta decadencia de Occidente.
Su idea acerca del tiempo transformado en rapidez es una de las más perfectas
conceptualizaciones de nuestro presente histórico. Es cierto que nada tiene que
ver con nuestra actualidad esa visión de "las masas reunidas en asambleas
populares". Asoma, aquí, el anticomunismo de Heidegger, su desdén por la masa.
Pero hay otras cosas que asoman en el texto. Preguntemos: ¿qué papel tiene
Alemania en ese mundo entregado a la "decadencia espiritual"? Dice Heidegger:
"Todo esto trae aparejado el hecho de que esta nación, en tanto histórica, se
ponga a sí misma, y, al mismo tiempo, ubique al acontecer histórico de Occidente
a partir del centro de su acontecer futuro, es decir, en el dominio originario
de las potencias del ser". Sí, el lenguaje es abstruso, desmesurado. Pero
Heidegger sabe exactamente qué está diciendo: dice que Alemania debe ubicarse en
el centro, y a partir de ahí desarrollar lo que más adelante denomina misión
histórica. Lo escribe así: "La misión histórica de nuestro pueblo, que se halla
en el centro de Occidente". Detrás de estas líneas late el genocidio. Cuando un
pueblo se adjudica una misión histórica, cuando esa misión consiste en rescatar
a los otros pueblos de su decadencia espiritual y remitirlos a un centro
originario y puro que él, ese pueblo, representa, aquí, exactamente aquí, se
abre el horizonte conceptual del genocidio.
Jorge Abelardo Ramos
- Revolución y contrarrevolución en Argentina. Las masas y las lanzas 1810-1862.
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Civilización y barbarie no fueron
conceptos que Heidegger utilizara. Sin embargo, es transparente que en su
filosofar Alemania representa la potencia espiritual (que es, siempre, la
civilización) y los restantes pueblos la decadencia espiritual, es decir, la
barbarie. Lo que me importa, sustancialmente, destacar es lo que sigue: una
filosofía se transforma en ideología cuando niega toda posibilidad de verdad en
el diferente. Los nazis creían encarnar las hondas potencias espirituales de
Occidente y creían luchar contra la masificación soviética y contra el uso
mercantilista de la técnica encarnado por el capitalismo judío. Eran el centro,
eran la posibilidad de la redención. De este modo, tenían derecho a todo. Y muy
especialmente: a disponer de las vidas de los otros.
En toda violencia late el esquema civilización-barbarie. A veces se mata en
nombre de la barbarie. Se mata lo establecido, lo racional, lo instaurado. La
civilización entendida como sacralización del Poder. Aquí, la barbarie se asume
como lo distinto, lo nuevo, lo –por usar una palabra que hoy se usa–
transgresor. Lo que transgrede el orden monolítico del ser. Lo que es –se dice–
siempre es reaccionario, precisamente porque es, porque está consolidado, porque
ha devenido una cosa y ha perdido su vigor, su insolencia histórica. Toda
cosificación es reaccionaria, y la civilización es eso: es la cosificación de un
Poder constituido al que hay que destruir. Esto permite entender el nihilismo de
ciertas violencias y –sobre todo– permitiría comprender (y ya llegaremos a este
tema) el terrorismo de fin de milenio: cuando ya no se puede transformar el
mundo lo único que resta es destruirlo. Así, el nihilismo de fin de milenio (la
explosión en la AMIA, la bomba en el avión de la TWA) expresa una violencia que
se asume desde la barbarie: la civilización –dice– es una cosificación
intransformable; la civilización es este mundo del capitalismo mediático que no
ofrece intersticios; que no ofrece penetrabilidad alguna para su transformación
desde adentro. Sólo resta, entonces, en nombre de valores absolutamente opuestos
que jamás este sistema podría incorporar, destruirlo desde afuera. Se destruye
lo que es en nombre de lo que no es; de lo que, incluso, no sabe qué es salvo
que es la destrucción, la negación absoluta. La barbarie.
La civilización ejerce la violencia en nombre de valores que se proponen como
constructivos. La violencia de la civilización no se piensa a sí misma como
nihilista. Siempre está por construir un mundo. Y la construcción de ese mundo
implica el aniquilamiento de los diferentes.
Nadie utilizó la violencia civilizadora con más pasión y lucidez que Sarmiento.
Porque Sarmiento no sólo hizo matar a Angel Vicente Peñaloza, el Chacho, sino
que, asimismo, ofreció la más compleja, prolija y, por decirlo así, obstinada
defensa de ese asesinato. Lo hizo en un libro que llamó El Chacho y que, en uno
de sus pasajes, dice: "Las 'guerrillas' desde que obran fuera de la protección
de gobiernos y ejércitos están fuera de la ley y pueden ser ejecutadas por los
jefes en campaña. Los salteadores notorios están fuera de la ley de las naciones
y sus cabezas deben ser expuestas en los lugares de sus fechorías". No hay que
dudarlo: si uno quiere saber cómo y por qué se mata en nombre de la
civilización... hay que leerlo a Sarmiento. Esa tarea nos espera.
Fuente: Página|12
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Qué
pasa, qué pasa, qué pasa general Urquiza
[Imagen: El Chacho en la pica, por
Carlos Terribili]
Por José Pablo Feinmann
El día es uno de esta semana.
El del asesinato. Para peor, llueve. Porque la lluvia no lava la sangre, la
expande, la lleva de un lado a otro, la mezcla con el barro. El mayor Irrazábal
llega al galope a la casa del caudillo. Agarra una lanza y lo atraviesa. Dicen
que preguntó dónde está ese bandido. Dicen que el legendario viejo respondió
Peñaloza no es bandido. Inútil. Aunque sin llegar a los extremos de Sandes,
Irrazábal era un asesino paranoico, útil para librar al elemento bárbaro de la
República después del triunfo de Pavón. El colonialismo de Buenos Aires tenía
que hacer esta tarea como los ingleses la hicieron en la India. Utilizó sus
mismos valores: la civilización, el progreso, la cultura. Lástima que no quedó
algo del espíritu del federalismo. Le habría dado un sentido lateral al sentido
racionalista, europeísta de Buenos Aires. Pero a la elite de Buenos Aires poco
le importaba el sentido lateral que la barbarie pudiera aportar. Era imposible
que imaginara que esa idea estaría más cercana a Heidegger que a Smith, que a
Marx. No habría que perdonar la crueldad con que la tarea se hizo. Pero el
progreso tiene sus precios.
Tanto Sarmiento como José Hernández escribieron sobre la muerte de Peñaloza. Y
muchos más. Sólo hay algo que quisiéramos notar. Sarmiento escribe: “El idioma
español ha dado a los otros la palabra ‘guerrilla’, aplicada al partidario que
hace la guerra civil fuera de las formas, con paisanos y no con soldados,
tomando a veces en sus depredaciones las apariencias y la realidad también de la
banda de salteadores. La palabra argentina ‘montonera’ corresponde perfectamente
a la peninsular ‘guerrilla’ (...) Las ‘guerrillas’ no están todavía en las
guerras civiles bajo el palio del derecho de gentes (...) Chacho, como jefe
notorio de bandas de salteadores, y como ‘guerrilla’, haciendo la guerra por su
propia cuenta murió en guerra de policía en donde fue aprehendido y su cabeza
puesta en un poste en el teatro de sus fechorías. Esta es la ley y la forma
tradicional de la ejecución del salteador (...) Los salteadores notorios están
fuera de la ley de las naciones y de la ley municipal y sus cabezas deben ser
expuestas en los lugares de sus fechorías”.
En 1863, un joven periodista de Paraná, que nueve años más tarde escribirá la
primera parte de su poema inmortal, publica una airada defensa de Chacho y un
ataque al partido unitario. Interesa ver cómo en Argentina, al partido de la
“barbarie”, le sobraban buenas plumas. El sentido lateral, el integracionismo,
la búsqueda de un país más amplio, la construcción, no de una ciudad, sino de
una nación habría sido tal vez posible. Escribe Hernández: “Los salvajes
unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la muerte de uno de los
caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido la República
Argentina. El partido federal tiene un nuevo mártir (...) El general Peñaloza ha
sido degollado (...) en su propio lecho y su cabeza ha sido conducida como
prueba del buen desempeño al bárbaro Sarmiento. El partido que invoca la
ilustración, la decencia, el progreso acaba con sus enemigos cosiéndolos a
puñaladas”. Esta era la parte “pesada” de
la “carga del hombre
blanco” que Kipling mencionaba. O lo que el mariscal Bugeaud, más
íntimamente, sugería: a la barbarie hay que lucharle con la barbarie. La carga
es “pesada” porque no sólo incluye la educación de los bárbaros, llevarles las
luces y el progreso. También matarlos siempre que haga falta. Y suele hacer
falta muy a menudo. Hernández asume la figura del poeta de la maldición:
“¡Maldito sea! ¡Maldito, mil veces maldito, sea el partido envenenado con sus
crímenes, que hace de la República Argentina el teatro de sus sangrientos
horrores (...) Detener el brazo de los pueblos que ha de levantarse airado
mañana para castigar a los degolladores de Peñaloza, no es la misión de ninguno
que sienta correr en sus venas sangre de argentinos. No lo hará el general
Urquiza. Puede esquivar si quiere a la lucha su responsabilidad personal,
entregándose como inofensivo cordero al puñal de los asesinos que espían el
momento de darle el golpe de muerte; pero no puede impedir que la venganza se
cumpla, pero no puede continuar por más tiempo conteniendo el torrente de
indignación que se escapa del corazón de los pueblos (...) el general Urquiza
vive aún, y el general Urquiza tiene aún que pagar su tributo de sangre a la
ferocidad unitaria, tiene que caer bajo el puñal de los asesinos unitarios (...)
en San José, en medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer
los salones tan frecuentados por el partido unitario”.
Urquiza aprovecha la jugada de
Pavón. Se retira de la política y se dedica a los negocios. Pero los
federales siguen pidiendo su apoyo. Lo exige Felipe Varela
en Manifiesto a los Pueblos Americanos. Urquiza parece no escuchar nada. Apoya a
Mitre en la guerra contra el
Paraguay, ese genocidio americano, tan secreto, tan oculto como el armenio.
Y lo peor: luego de su frustrada competencia con Sarmiento por la Presidencia de
la República acepta que éste lo visite en Paraná. Sarmiento llega en un vapor
que lleva por nombre Pavón. Imposible una injuria mayor. El líder de los
federales se abraza con el asesino de Peñaloza. No hay más que decir.
En abril de 1870 se escucha el bochinche de una caballada embravecida en el
Palacio de San José. Son los federales de López Jordán. Urquiza sale armado. Le
disparan y después le hunden los puñales de la venganza. “Ricardito, ¿por qué?”
“Por traidor y por hijo de puta, general. Traidor al federalismo argentino. Hijo
de puta... por usted mismo nomás.” “No era posible derrocar a Mitre. Los
ingleses estaban con él.” “Podríamos haber tenido un país mejor. No sé el resto
de América. Pero el nuestro pudo haber sido mejor porque tenía a los federales y
éramos muchos.” “Pero eran bárbaros, brutos.” “Teníamos los mejores
intelectuales. Lo teníamos a usted, el vencedor de Rosas. Otro puerto, Rosario.
Un interior mediterráneo que pudo desarrollarse si lo protegíamos. Teníamos a
los hermanos del Paraguay. Usted y Mitre les mataron seiscientos mil hombres.
Hubieran sido nuestros. Ahora, gracias a todas sus traiciones, vamos a tener un
país de porteños. Una gran ciudad y el resto un páramo derrotado.” Urquiza, algo
curioso aún, pregunta:
–Cuando venían para el San José les escuché gritar: “Qué pasa/ qué pasa,
general/ está lleno de gorilas/ el gobierno federal”.
López Jordán sonríe y se le achican los ojos.
–Es un anacronismo.
–¿Y eso qué es?
–Se va a morir antes de poder entenderlo. Pero cuidado: nosotros somos el pueblo
pobre en armas. No somos vanguardia de nada. A no confundirnos. Y ahora, si me
permite...
–Qué.
–La puñalada del final.
Y le enterró el puñal con tantas ganas que ya nada podía importarle de lo
sucedido ni de lo que pudiera sucederle. Si hay un acto que justifica nuestra
vida por completo él acababa de cometer el suyo. El federalismo moría. Pero su
asesino también. O, mejor aún, ya estaba muerto.
[De Nuevo Diccionario Biográfico Argentino 1750-1930]
En 1821, Ángel Peñaloza, apodado el Chacho, trabó amistad con el Comandante Juan
Facundo Quiroga y luchó, bajo su mando, contra las fuerzas unitarias al mando de
La Madrid y el General José María Paz. Quiroga acuerda con Juan Manuel de Rosas
un plan para destruir a las fuerzas unitarias en el interior del país e inicia,
junto con Peñaloza, una campaña que culmina con el dominio de Cuyo, La Rioja,
San Luis, Mendoza, Catamarca y Tucumán.
Durante el gobierno de Paulino
Orihuela, gobernador de La Rioja, el Chacho fue designado comandante militar y
su prestigio era tan grande que en 1833 comandó la escolta de Quiroga. Era un
típico caudillo de la provincia, un hombre de campo con todas las
características que el poema de José Hernández atribuye al gaucho argentino.
Cuando se produjo el asesinato de su jefe y protector en Barranca Yaco, el 16 de
febrero de 1835, quedó como sucesor indiscutido de su popularidad. En 1840 se
pronunció contra Rosas porque creyó que éste había sido uno de los instigadores
del asesinato de Quiroga. A las órdenes de Lavalle, el Chacho sublevó los Llanos
e inició una guerra de guerrillas contra el fraile Aldao que había ocupado La
Rioja. El deseo por tomar su provincia natal para el bando unitario lo llevó a
varios enfrentamientos con los diferentes gobernadores de La Rioja. Finalmente
fue derrotado por el ejército del gobernador federal de San Juan. Se exilió un
año en Chile y en 1844, volvió a San Juan prometiéndole a Benavídez que se
sometería al régimen de la Federación. En 1848 y en una situación de pobreza
extrema, le permiten volver a La Rioja, su provincia natal. Esta situación
molestó a Rosas que le exigió a Benavídez, enviar al Chacho a Buenos Aires,
aunque el gobernador eludió la demanda. No obstante estar bajo garantía,
participó en el derrocamiento del gobernador riojano, Vicente Mota. A partir de
ese momento, la situación del Chacho mejoró pro su prestigio en el sostén del
nuevo gobierno de Manuel Bustos. En 1852, con la derrota de Rosas, se afirmó con
mayor solidez, intervino en cuestiones de política local y llegó a cartearse con
el general Urquiza.
El nuevo gobernador de La Rioja,
Solano Gómez, toma una serie de drásticas medidas que provocan que en 1856
Urquiza -en ese momento, presidente de la Confederación-, envíe una comisión que
interviene en los asuntos provinciales. Ante el fracaso de los intentos encauzar
la política provincial en el marco de la Constitución nacional, estalla una
revolución promovida por Bustos y apoyada por Peñaloza que destituye al
gobernador. La Legislatura lo reemplaza por Bustos que mantiene buenas
relaciones con el Chacho. Sin embargo, la armonía se rompió a causa de los
intentos revolucionarios de los hermanos Carlos y Ramón Ángel en 1859 y 1860
para derribar al gobierno. Las sanciones aplicadas a ambos disgustan a Peñaloza
que era su protector y pide la renuncia de Bustos. Nuevamente, el gobierno
nacional envía diferentes delegados para solucionar el pleito pero estos
fracasan. Finalmente, Peñaloza toma el poder provincial y convoca a elecciones,
que dan como resultado el nombramiento de Villafañe como nuevo gobernador.
Urquiza envía una comisión para aconsejarlo que desarrolle una política acorde a
la Constitución nacional.
El
triunfo de Mitre en Pavón trajo un período aciago para la provincia. El gobierno
central le pide a Peñaloza que oficie de árbitro en el conflicto entre Santiago
del Estero y Catamarca. Aprovechando su ausencia el gobernador de Córdoba,
Marcos Paz, se apoderó de La Rioja. La región se insurreccionó y decenas de
partidas trataron de estorbar y aislar a los nacionales. Para congraciarse con
Mitre, Villafañe traiciona a Peñaloza y firma una declaración en la que lo
repudia y amenaza con castigos a los que lo apoyasen. El Chacho regresa
apresuradamente e ingresa la ciudad con el apoyo popular. Villafañe había huido
y el gobernador delegado repara el agravio inferido al Chacho. En ese momento
Mitre y Paunero, alarmados por la supervivencia del Chacho, envían una comisión
a negociar con él. Los jefes liberales reconocieron la necesidad de incluir al
Chacho como una garantía del orden y la tranquilidad en el interior pero luego,
lo acusaron de delitos que no había cometido y buscaron por todos los medios
posibles, que Mitre le declarara la guerra. Por fin lo consiguieron y se designó
a tal efecto, al gobernador de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento, enemigo
encarnizado del caudillo riojano. El Chacho enarboló la bandera de la rebelión
frente al proyecto liberal y organizó una guerra de montoneras. Intentó atacar
San Juan pero fue derrotado por el mayor Irrazábal. Dos días antes de morir,
escribió una carta a Urquiza que se considera su 'testamento político'. Allí de
pide que se ponga al frente de la lucha contra los herederos de Pavón. El 12 de
noviembre de las fuerzas de Irrazábal lo encuentran en su casa y le exigen que
se rinda. El Chacho entrega el puñal que le había obsequiado Urquiza en señal de
aceptación, pero Irrazábal lo atravesó con una lanza. Su cabeza fue exhibida en
la plaza de Olta durante ocho días.
Sarmiento se alegró por su muerte, diciendo que el Chacho era una 'bestia
dañina', Mitre la desaprobó por no ajustarse a las disposiciones legales -era un
general de la nación y debió juzgárselo en un Consejo de guerra. José Hernández,
en cambio, publicó una reivindicación póstuma del caudillo en su diario El
Argentino, que apareció como libro al año siguiente. También Gutiérrez y el
poeta Olegario Andrade escriben en su favor. El texto de Sarmiento de 1867, en
el que defiende el crimen contra Peñaloza desató una feroz polémica con Juan
Bautista Alberdi.
Véase:
ANDRADE, OLEGARIO, Oda al general Ángel Vicente Peñaloza
GUTIÉRREZ, EDUARDO, La muerte de un héroe
HERNÁNDEZ, JOSÉ. Rasgos biográficos del general Ángel Vicente Peñaloza
SARMIENTO, DOMINGO F., El Chacho, el último caudillo de la montonera de los
Llanos
VIÑAS, DAVID. Rebeliones populares argentinas. De los Montoneros a los
anarquistas. Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1971.
El 12 de noviembre de 1863 el brigadier general Angel Vicente
Peñaloza, a sus gallardos 70 años, está refugiado en la casona de su amigo
Felipe Oros, en la pequeña población riojana de Olta, con media docena de
hombres desarmados, a pocos días de su derrota en Caucete, San Juan, contra las
tropas de línea del gobernador de la provincia y director de la guerra designado
por el presidente Bartolomé Mitre: Domingo Faustino Sarmiento, que estaba
desesperado entonces por saber dónde se escondía su peor enemigo. A principios
de mes el capitán Roberto Vera sorprende a un par de docenas de seguidores de
Peñaloza. "Acto continuo se les tomó declaración", dice el escueto parte de su
superior, el mayor Pablo Irrazábal: seis murieron pero el séptimo habló. El
chileno Irrazábal lo manda a Vera con 30 hombres al refugio del caudillo, donde
lo encuentra desayunando con su hijo adoptivo y su mujer. El Chacho, el amable
gaucho generoso y valiente defensor a ultranza de las libertades de los pueblos,
sale a recibirlo con un mate en la mano y, entregando su facón -en cuya hoja
rezaba la leyenda "el que desgraciado nace / entre los remedios muere"-, le dice
al capitán: "estoy rendido". Vera lo conduce a uno de los cuartos y le pone
centinela de vista. Y le comunica el suceso a Irrazábal. El mayor no tarda en
aparecer. Entra al cuarto y pregunta de un grito: "¿quién es el bandido del
Chacho?". Una voz calma, desbordante de buena fe, le contesta: "yo soy el
general Peñaloza, pero no soy un bandido". Inmediatamente, y sin importarle la
presencia del hijastro y de doña Victoria Romero de Peñaloza, el mayor Pablo
Irrazábal toma una lanza de manos de un soldado y se la clava en el vientre al
general. Después lo hizo acribillar a tiros. Y mandó cortarle la cabeza y
exhibirla clavada en una pica en la plaza del pueblo de Olta. Sarmiento, que
nada deseaba más que esa muerte, le escribe a Mitre el 18 de noviembre: "...he
aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel
inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían
aquietado en seis meses".
La guerra "de limpieza social", de exterminio de los criollos, de degüello de
los federales, de carnicería feroz, de raptos, robos, saqueos, violaciones,
levas de enganchados y cepos "colombianos" a los gauchos, es la consecuencia
directa de Pavón, "la derrota que no fue" impuesta por las logias de Buenos
Aires. El 17 de septiembre de 1861 se enfrentaron junto al arroyo de Pavón, al
sur del la provincia de Santa Fe, el ejército bonaerense liberal de Mitre y el
ejército federal de las provincias de Urquiza. Producida la victoria
indiscutible de los federales en el campo de batalla, inexplicablemente, Justo
José de Urquiza se retira del campo a paso lento, al tranco de su caballo, como
para demostrar que es una retirada voluntaria. ¡Y al mismo tiempo ordena también
la retirada de los suyos, ganadores del combate! Con la insólita claudicación
urquicista, la Confederación se derrumbó y el país quedó en las manos de "la
civilización de la levita" de los porteños, una de las páginas más tristes y
sangrientas de nuestra historia.
Rancho de la localidad de Olta donde fue
capturado y ejecutado el Chacho.
La bandera abandonada por Urquiza será alzada entonces por el
Chacho Peñaloza, brigadier general del ejército de la nación y jefe del III
Ejército -el "Ejército de Cuyo"-, aunque sin tropas de línea ni armas. De una
vieja familia fundadora de La Rioja, de larguísima carrera de luchas en las que
había ganado todos sus grados en el campo de batalla, Peñaloza fue teniente
coronel de Facundo Quiroga, y lo acompañó en todas sus campañas, sirviendo
después de Barranca Yaco a las órdenes del gobernador Brizuela, con quien entró
a la coalición del Norte. Este cambio de frente obedeció a la falsa versión
unitaria que le achacaba a Rosas la inspiración del asesinato de Facundo.
Pero ya estamos después de Pavón, cuando el Chacho levanta una vez más su
enseña, cabalgando sin sombrero, ceñida la melena blanca con una vincha gaucha,
y son cientos, y pronto miles los que lo rodean, paisanos con sus caballos de
monta y de tiro, y una media tijera de esquilar atada a una caña como lanza. De
La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis, de Córdoba a San Juan, la montonera
crece levantando voluntarios en marcha triunfal. En los Llanos, el caudillo es
imbatible. Por eso, el gobierno nacional manda al sacerdote Eusebio Bedoya a
ofrecerle la paz. El Chacho acepta complacidísimo y se fija La Banderita para el
cambio solemne de las ratificaciones y de los prisioneros de guerra. El acude
con sus tenientes y montonera en correcta formación. El ejército de línea,
conducido por los jefes mitristas Rivas, Arredondo y Sandes -los dos últimos
orientales-, rodean a Bedoya.
José Hernández, el autor del Martín Fierro, narra la entrega de los prisioneros
nacionales tomados por el Chacho. "¿Ustedes dirán si los han tratado bien?",
pregunta éste. "¡Viva el general Peñaloza!", fue la única y entusiasta
respuesta.
Luego el riojano se dirige a los jefes nacionales: "¿Y bien, dónde están los
míos?... ¿Por qué no me responden?... ¡Qué! ¿Será cierto lo que se dice? ¿Será
verdad que todos han sido fusilados?"... Los jefes militares de Mitre se
mantenían en silencio, humillados; los prisioneros habían sido todos degollados
sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; las mujeres
habían sido arrebatadas por los invasores... Al decir del joven periodista
Hernández -testigo angustiado de las desdichas nacionales-, Bedoya y los propios
jefes militares, conmovidos, sienten asco por haberse mezclado en la
negociación. Pronto el Martín Fierro marcará a fuego la iniquidad mitrista:
¡Y después dicen que es malo
el gaucho si los pelea!
Pero hay uno que nada lo conmueve; queda en pie el enemigo más formidable del
caudillo de los Llanos: Sarmiento, que además de caracterizarlo de bandido,
vándalo y ladrón, lo hostiliza y hace perseguir implacablemente a sus hombres,
incorporándolos por la fuerza a los peores destinos militares, después de
apoderarse de sus mujeres y propiedades. (Unos meses antes le escribía a Mitre
sobre Sandes: "Si mata gente, cállense la boca. Son animales bípedos de tan
perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor"). Hasta que el
director de la guerra logra colmar la paciencia del Chacho, que antes del año de
La Banderita levanta nuevamente el estandarte de la rebelión, declarando en una
carta a Mitre: "Los hombres todos, no teniendo ya más que perder que la
existencia, quieren sacrificarla más bien en el campo de batalla defendiendo sus
libertades, sus leyes y sus más caros intereses atropellados vilmente". Y toma
su lanza temible convocando a los dispersos federales, a los veteranos de
Facundo y a los jóvenes casi niños que prefieren morir con la tacuara en la mano
a aniquilarse en los cantones fronterizos, diciendo en su proclama, que vuelve a
conmocionar los Llanos: "El viejo soldado de la patria os llama en nombre de la
ley y de la nación, para combatir y hacer desaparecer los males que aquejan a
nuestra tierra".
La tragedia de Olta inició una ola de sangre descontrolada en toda la región.
Pero desde entonces una copla popular se empezó a cantar en los Llanos:
Dicen que al Chacho
lo han muerto.
No dudo que así será.
Tengan cuidado magogos,
no vaya a resucitar.
Fuente: www.agendadereflexion.com.ar
San Juan. Batalla de Caucete, un grupo de soldados del Chacho
Peñaloza tomados prisioneros por las fuerzas nacionales comandadas por
el Mayor Irrazábal, 1863. En el centro un cañoncito artesanal de cuero que
disparaba piedras. Los soldados del Chacho están descalzos y visten
harapos. A izquierda y derecha se observan soldados nacionales uniformados. Foto:
Archivo General de la Nación.
Investigación periodística e
historia política, por Carlos del Frade.
La investigación periodística revela el funcionamiento de los factores de poder
en una sociedad y descubre el por qué existencial de las mayorías populares. La
historia del periodismo argentino está plagada de antecedentes del género que
tomó auge a fines de los años cincuenta del siglo veinte pero que, en realidad,
asumió sus formas desde el diecinueve con políticos y escritores como Belgrano,
Fray Mocho y José Hernández. Este último, conocido de manera mayoritaria por
"Martín Fierro", fue uno de los pioneros de un periodismo de denuncia precisa
que revela el nombre y el apellido de los multiplicadores del dolor del presente
que le tocó vivir. La investigación sobre el asesinato del Chacho Peñaloza es
una pieza de antología que no solamente es útil para los miles de estudiantes de
periodismo, sino también para la historia política de los argentinos. Vayan
estas líneas, entonces, como modesto homenaje a dos hombres comprometidos con el
sueño inconcluso de los que son más, Hernández y Peñaloza que, en estos días, se
recordaron con tibieza por las efemérides de sus nacimiento y muerte,
respectivamente.
Del Chacho a los hijos y entenados
José Hernández es el símbolo de un periodismo de denuncia y prólogo del género
de la investigación que descubre la trama íntima de la impunidad en torno a un
crimen político que conmovió a la sociedad argentina de principios de la década
del sesenta del siglo pasado.
El asesinato del Chacho Peñaloza fue presentado por los periódicos de la época,
los de Buenos Aires, como el "lógico final de un bandolero".
Sarmiento y Mitre justificarían el método en nombre del progreso.
Frente a esta construcción de
sentido del presente, tendiente a conformar una visión que justificaba la
eliminación de las resistencias del interior ante el proyecto económico y
político de la burguesía porteña en alianza con los ganaderos de la Mesopotamia,
el periodista Hernández, militante del proyecto de la Confederación, descubriría
otra historia.
Y lo haría a través de una serie de artículos que publicó en el periódico
entrerriano "El Argentino", de Paraná.
La primera nota se titulaba "Asesinato atroz" y comenzaba con una cabeza escrita
según los conceptos actuales de la estética del periodismo informativo.
"El general de la Nación, Don Angel Vicente Peñaloza ha sido cosido a puñaladas
en su lecho, degollado y llevada su cabeza de regalo al asesino de Benavídez, de
los Virasoro, Ayes, Rolin, Giménez y demás mártires, en Olta, la noche del 12
del actual", en referencia a noviembre de 1863.
"El general Peñaloza contaba 70 años de edad; encanecido en la carrera militar,
jamás tiñó sus manos en sangre y la mitad del partido unitario no tendrá que
acusarle un solo acto que venga a empañar el valor de sus hechos, la
magnanimidad de sus rasgos, la grandeza de su alma, la genrosidad de sus
sentimientos y la abnegación de sus sacrificios".
Hernández describe y utiliza los adjetivos que informan.
El periodista con conciencia política que es Hernández denunciará desde el
presente, el proyecto de dominación que enfrenta desde el campo de batalla y
desde el escritorio de una redacción.
"El asesinato del general Peñaloza es la obra de los salvajes unitarios; es la
prosecución de los crímenes que van señalando sus pasos desde Dorrego hasta
hoy".
Luego
vendrá un segundo artículo, "La política del puñal" en la que advierte desde la
lucidez del analista político: "Tiemble ya el general Urquiza que el puñal de
los asesinos se prepara para descargarlo sobre su cuello; allí, en San José, en
medio de los halagos de su familia, su sangre ha de enrojecer los salones tan
frecuentados por el partido Unitario".
La tercera nota es la presentación del género de la investigación periodística
en la Argentina.
"Peñaloza no ha sido perseguido. Ni hecho prisionero. Ni fusilado. Ni su muerte
ha acaecido el 12 de noviembre. Lo vamos a probar evidentemente, y con los
documentos de ellos mismos. Todo eso es un tejido de infamias y mentiras, que
cae por tierra al más ligerísimo examen de los documentos oficiales que han
publicado sus asesinos", aseguró el periodista.
Agregó que "ha sido cosido a puñaladas en su propio lecho, y mientras dormía,
por un asesino que se introdujo a su campo en el silencio de la noche; fue
enseguida degollado, y el asesino huyó llevándose la cabeza. A la mañana
siguiente no había en su lecho ensangrentado sino un cadáver mutilado y cubierto
de heridas. Esa es la verdad, pero todo esto ha ocurrido antes del 12 de que
hablan las notas oficiales. Los partes y documentos confabulados mucho después
del asesinato con el solo objeto de extraviar la opinión del país, incurren en
contradicciones estúpidas".
En esas líneas se descubre el sentido y el objetivo de las palabras de Rodolfo
Walsh en "Operación Masacre", luego de los fusilamientos de José León Suárez.
"Examinemos ligeramente esos
documentos. El primer parte que aparece dando cuenta de la muerte del general
Peñaloza, es el siguiente" y transcribe el texto de Pablo Yrrazábal y Ramón
Castañeda fechado en Olta, el 12 de noviembre de 1863.
Allí se pone de manifiesto que Yrrazábal sorprendió al "bandido Peñaloza, el
cual fue inmediatamente pasado por las armas" y aseguraba que también tenía
"prisionera a la mujer y un hijo adoptivo".
Hernández destacó a los lectores el hecho de que el operativo se produjo en la
madrugada del 12 y que no había más prisioneros que la familia de Peñaloza.
A
continuación, Hernández publicó una carta de Sarmiento, como gobernador de San
Juan, al inspector general de Armas de la República, general Wenceslao Paunero.
En ella el sanjuanino le adjudicó la detención del Chacho a Vera y no en la
madrugada del 12, si no a las nueve de la mañana.
El tercer documento es la carta que Yrrazábal dirigió al coronel José Arredondo
el mítico 12 de noviembre de 1863.
"Pongo en conocimiento de VE el buen éxito de nuestra jornada que ha dado el
triunfo sobre el vandalaje", comenzaba el escrito.
Luego mencionó al "valiente comandante Ricardo Vera", la fecha 11 de noviembre,
la toma de 18 prisioneros y la partida hacia Olta en la madrugada del 12. Habla
de otro grupo de 18 nuevos prisioneros, seis muertos y el secuestro de la mujer
del Chacho y un hijo adoptivo.
Entonces Hernández pone en evidencia las contradicciones entre los documentos
oficiales.
"O miente uno o miente el otro. La verdad es que mienten los dos", escribe en
tono contundente.
Publica una nueva carta, del 13 de noviembre, enviada por Pedro Echegaray al
coronel y jefe de las fuerzas movilizadas, coronel Cesáreo Domínguez. Lo hace
desde Los Pocitos, provincia de Córdoba. Allí se cuenta que se llegó a La Rioja
en la noche del 12 de noviembre y que "muy pronto quedará restablecido el orden
porque el primer caudillo, que era Peñaloza, concluyó su carrera en Olta, que
fue muerto por una comisión del coronel Arredondo al mando del comandante
Ricardo Vera".
De allí que Hernández desmenuce el sentido profundo de los signos que ofrecen
las cartas.
"En esta nota, fechada un día después de aquel en que se da como acaecida la
muerte de Peñaloza, y a una inmensa distancia del lugar del suceso, Echegaray
habla del hecho como de un suceso viejo, habla de los resultados producidos, de
la marcha de Puebla, de los avisos mandados por él a las autoridades de San
Luis, de la ocupación de La Rioja por Arredondo, de los individuos que se han
presentado, y por fin de que se ha retirado de aquella provincia por creer ya
innecesaria su presencia allí. No hay magia para hacer tantas cosas en unas
cuantas horas, sino la de los salvajes unitarios. Pero Echegaray no mentía, sino
que Peñaloza ha sido asesinado mucho antes de lo que dicen esas notas
falsificadas", remarcó José Hernández.
Y añadió una última carta de Yrrazábal a Echegaray, desde Ulape, el 8 de
noviembre de 1863. "Según noticias, creo que US no está seguro de que Peñaloza
fue tomado e inmediatamente pasado por las armas", testimonia el documento.
A partir de esa demostración, Hernández confirmó que "aquí está descubierto el
crimen. Esa nota es de fecha 8 de noviembre e Yrrazábal le asegura a Echegaray
que Peñaloza había sido muerto" y más adelante enfatizó que "el asesinato que se
pretende encubrir está revelado".
Después analiza la construcción de la historia oficial a través del diario "El
Imparcial" de Córdoba y "La Nación Argentina", de Mitre.
Terminó escribiendo que "el criminal se agazapa, se esconde, pero siempre deja
la cola afuera, que es por donde lo toma la justicia. Los salvajes unitarios han
dejado también la cola afuera".
Es una pena que este texto de investigación, análisis, precisión informativa y
moderna estética en la redacción, no se estudie en las facultades de
comunicación social y en las escuelas de periodismo como antecedente de los
escritos de Walsh, Bayer y Verbitsky.
Pero también constituye un flagrante delito de falsificación histórica el tratar
de reducir a José Hernández como el autor del "Martín Fierro".
Hernández demuestra, a través de su notable ejercicio de la construcción de las
noticias y de su compromiso político que lo llevó hasta los campos de batalla,
una voluntad de convertir en masivo lo oculto por los sectores dominantes.
Su trabajo de descubrimiento a favor de las mayorías constituye un valioso
aporte para la formación de la conciencia social.
Esa que se nutre del mandato cultural y político que viene desde 1810 de formar
una Argentina con igualdad y solidaridad, proyecto histórico que resume la
identidad nacional.
Fuente: ARGENPRESS.info, Fecha publicación:14/11/2005
Ángel Vicente Peñaloza fue caudillo de La Rioja en el siglo XIX,
llamado «El Chacho». Chacho es un apodo muy utilizado en Argentina; quizá venga
de muchacho. El Chacho fue asesinado por tropas de Buenos Aires el 12 de
noviembre de 1863 en Olta, La Rioja.
(Recitado)
Un niño nace en la Rioja,
¿Qué destino ha de tener?
Para defender su provincia,
¡montonero habrá de ser¡
(Cantado)
Niñito de pelo ru[bio],
changuito de ojos celes[tes],
¡sosiégesee ya¡
Mi niñito de los lla[nos],
mi churito ángel Vicente.
Si se dormirá,
debajo del algarrobal.
Duérmase, pues, mi changui[to],
mi clavelito elegi[do],
de Guaja la flor,
para cuando se despier[te],
fíjese que le trai[go],
arrope y mistol,
se duerme la luna y el sol.
Ya viene la montone[ra],
mi niño ya está dormi[do],
¿qué sueño hai´ tener?.
Se vera chul[i] y creci[do],
levantando polvare[da],
saliendo del ce[rro],
tal vez deberá padecer.
(Recitado)
Noticias de Buenos Aires,
para afligir han venido,
porque han de pelearlo al Chacho,
como si fuera un bandido.
(Cantado)
Dicen que se ha de venir,
deje, nomás,
tropa baquiana de allá,
deje, nomás.
Déle chumbiar y chumbiar,
sable largo, por demás.
Y que nos viene a topar,
el entrevero será ya guaytá.
Dicen que está por llegar,
deje, nomás,
esa tropa nacional,
deje, nomás.
Y que nos viene a mandar,
¡Cuaya a saber si podrá!.
Gente del Chacho hallará,
le dificulto la facilidad.
Dicen que en la Rioja está,
deje, nomás,
esa tropa nacional,
deje, nomás.
Y que nos quiere allanar,
fiero les hemos de entrar.
Ha de quedar el tendal,
la polvareda y el viento, nomás.
Que sí será, si no será,
la polvareda y el viento, nomás,.
la polvareda y el viento, nomás,
la polvareda y el viento, nomás,
(Grito)
Triunfo del Chacho
Eduardo Falú - León Benarós
Triunfo
(Recitado)
¿Qué siente por ese Chacho,
la paisanada devota?.
Lo sigue sin desertarse,
en el triunfo o la derrota.
(Cantado)
Yo no soy de estos pagos,
soy de La Rioja,
soy de La Rioja,
donde no tiene sitio,
la gente floja.
¡Qué digo!. Soy de La Rioja.
Dicen que viene Sandes, (*)
la polvareda,
la polvareda,
queriendo avasallar,
tal vez no pueda.
¡Qué digo!. La polvareda.
¡Amalaya ese Chacho!,
tan combatido,
tan combatido,
ofertando la paz,
sin ser oído.
¡Qué digo!. Tan combatido.
Este es el triunfo, madre,
de los chachistas,
de los chachistas,
con La Rioja en el alma,
la lanza lista.
¡Qué digo!. De los chachistas.
(*) Nota: Sandes, fue el coronel que venció al Chacho en el encuentro de Lomas
Blancas (20/05/1863), y de donde el caudillo huyera, para caer definitivamente
derrotado en Olta.
La muerte del Chacho
Anónimo - León Benarós
Romance
(Recitado)
Cuente la copla de pueblo: - La muerte de Peñaloza.
Desarmado lo mataron, - así, nomás, es la cosa.
(Romance)
Yo he visto gemir al tigre, - y vi llorar al quebracho,
han de dejar que les cuente - cómo mataron al Chacho.
Como varón se sostuvo - de la cabeza a los pies,
finó el doce de noviembre - del año sesenta y tres.
Con entereza total, - se allanó a perder la vida.
¡Digan si se vio en La Rioja - una estampa parecida¡.
Sesenta y cinco veranos - ya cuenta ese Peñaloza.
Ver su provincia invadida, - el corazón le destroza.
Ya de la riojana sangre, - el suelo nativo entintan.
Las hartas canas al Chacho - en las sienes se le pintan.
Cuando en San Juan, la Victoria - le mezquinó sus halagos,
se sintió ese general - tironeado por sus pagos.
En llegando a Loma Blanca, - como quién va para Olta,
en el rancho de un tal Oros, - va a alojarse con su escolta.
El Mayor Pablo Irrazabal - los desbarata en Caucete,
va con orden de apretarlos, - pa' ver si los somete.
Y respirando rencor, - con una saña de fiera,
para perseguir al Chacho, - destaca a Ricardo Vera.
¿Con qué ánimo ha de ver éste, - comisión que se le cuadre,
si el general Peñalosa - era su amigo y compadre?.
Más bien iba, por si acaso, - a pactar la rendición,
por si ese Chacho, - acatara la fuerza de la nación.
Bajo una lluvia finita - con su gente, llega Vera,
desmonta y en un abrazo - con el Chacho se entrevera.
y allí le dice "Compadre, - su causa, es causa perdida.
Si usted se rinde al gobierno, - yo le aseguro la vida.
Ponga fin a sus trabajos - entre gente montonera.
Entréguese a la nación, - no es una fuerza extranjera".
Como mirando a lo lejos - queda el Chacho fijamente
en su catre de algarrobo, - mateaba tranquilamente.
Por fin, por segura prenda - de aquel pacto tan sencillo,
en señal de acatamiento, - ha entregado su cuchillo.
Ya la mucha edad al Chacho, - su brío porfiado vence.
Ya con aquellas razones, - su compadre lo convence.
Un tal Regalado Campos, - chasca en esa situación,
va a dar a aquel Irrazabal - parte de la rendición.
Más llega el dicho Irrazabal, - con toda la rabia junta
y sin desmontar, a Vera, - "¿Cuál es el Chacho?", pregunta,
Y al saberlo, allí, nomás, - ciego de fiera venganza,
se le viene a Peñaloza, - y de un lanzazo lo avanza.
Rendido de buena fe, - pues hasta entregó el cuchillo,
en semejante ocasión, - ¿qué iba a hacer ese caudillo?
En mentira y felonía - todo se le trueca -pienso-
por darle seguridad, - lo lancean indefenso.
Mudos quedan de sorpresa, - quienes lo están contemplando,
se le hundió hasta la moharra, - y el asta quedó temblando.
Todavía moribundo, - pudo, firme, ser oído:
"¡Cobarde!", murmura el Chacho. - "¡Matar a un hombre rendido¡".
Allí lo dejan, después - de semejante atropello.
Tiene la boca entreabierta, - tiene un rosario en el cuello.
Como una tigra, llorando - de pena que la acongoja,
ciega de dolor, la Vito - con furia se les arroja.
Alguno, más comedido, - de un talerazo la acuesta,
cuando ese Pablo Irrazabal - suelta su rabia funesta,
y señalándolo al Chacho, - doblado en sus estertores,
grita, ese mayor sin hiel: - "¡A ver¡ ¡Cuatro tiradores¡".
En un orcón de algarrobo, - el Chacho queda sujeto.
¡Ya le pegan cuatro tiros¡ - ¡Ya el crimen está completo¡.
Y para que haya, señores, - de todo, como en botica,
a la cabeza del Chacho, - la exponen en una pica.
¡Lindo es salirle a la muerte - en cualesquier entrevero¡.
¡Pero otra cosa, es que a un hombre, - lo maten como cordero.
¡Ya se acabó Peñaloza¡. - ¡Ya lo pudieron matar¡.
Tengan cuidado, señores, - ¡no vaya a resucitar¡.
La pura verdad
Adolfo Ábalos - León Benarós
Baguala
Una baguala que expresa con profundidad el anuncio del trágico destino del
caudillo.
(Recitado)
La vida y muerte del Chacho,
ya nomás estoy cantando.
El cayó por su provincia,
nosotros, vamos andando.
(Cantado)
Mi general Peñaloza,
la pura verdad.
Mi general Peñaloza,
la pura verdad.
Padrecito de los pobres,
Padrecito de los pobres,
no quiera la suerte, nos llegue a faltar.
Se lleva atrás de su poncho,
la pura verdad.
Se lleva atrás de su poncho,
la pura verdad.
Los riojanos corazones,
Los riojanos corazones,
no quiera la suerte, nos llegue a faltar.
(Recitado)
Con nadita se ha quedado,
lanza y poncho solamente,
porque todo lo que tiene,
lo reparte con su gente.
Mi general Peñaloza,
por su vida, ¡cuidesé¡,
los humildes de La Rioja,
lo precisamos a usted.
(Cantado)
Los humildes de La Rioja,
la pura verdad.
Los humildes de La Rioja,
la pura verdad.
Lo precisamos a usted,
Lo precisamos a usted.
No quiera la suerte, nos llegue a faltar.
No quiera la suerte, nos llegue a faltar.
(Grito)
Llanto por el Chacho
Eduardo Falú - León Benarós
Chaya
(Introducción)
Allá va, sombra del Chacho,
tal vez queriendo volver,
durando en los corazones,
sabiendo permanecer.
...................................
El general Peñaloza, solo y perdido, me dicen que va.
El general Peñaloza, solo y perdido, me dicen que va.
Lloran las piedras también tristes de verlo pasar;
le tiende sus ramas el algarrobal.
El general Peñaloza, solo y perdido, me dicen que va.
Desde su tierra natal, como un jirón del ayer,
levantando lanzas siguen los riojanos,
la sombra del Chacho, que quiere volver.
Pregunta el quimil; responde el tunal:
la lanza del Chacho, tal vez volverá.
El general Peñaloza deja su sangre por el arenal.
El general Peñaloza deja su sangre por el arenal.
Sombra se quiere volver, rumbo de la soledad:
en Olta la muerte lo viene a buscar.
El general Peñaloza deja su sangre por el arenal.
El general Peñaloza ya se levanta de su soledad.
El general Peñaloza ya se levanta de su soledad.
Lanza que pide volver; árbol que quiere brotar.
La voz de los llanos lo vuelve a nombrar.
El general Peñaloza ya se levanta de su soledad.
Desde su tierra natal, como un jirón del ayer,
levantando lanzas siguen los riojanos,
la sombra del Chacho, que quiere volver.
Pregunta el quimil; responde el tunal:
la lanza del Chacho, tal vez volverá.
Tal vez volverá..., tal vez volverá...
Visión del Chacho
Carlos Di Fulvio - León Benarós
Zamba
(Recitado)
Por aquí ha pasado el Chacho,
con sus montoneros de Aliva.
Crece una sombra de lanzas,
por aquellos peñales.
(Cantado)
La Rioja no te olvida,
un clamor por esos llanos va.
Y hay un reverberar
en la riojana soledad,
que alza tu visión, sombra fantasmal.
Y cuando la alta noche, crece sobre el jarillal,
gritos de un ayer se suelen escuchar.
Atiles, Tama, Olta,
Loma Blanca, Guaja y Malanzán,
mi tierra de algarrobos, Sañogasta y Achunvil,
viejo Guandacol, Solca y Chumical,
en sombras emponchadas, ya la luna ve crecer,
alzando de lo obscuro, todo un tacuaral.
Bravos riojanos, llanistos montoneros,
saquen las lanzas, prepárense a pelear,
la provincia fiel al Chacho,
no han de avasallar, no han de avasallar.
Sepan que cada pecho una muralla habrá de ser,
firmes hasta morir por nuestra libertad.
El Chacho, sombra ardiente,
otra vez nos quiere convocar.
Y viene de un recuerdo de tragedia y de dolor,
roto el corazón, desangrado ya,
pero desde la sombra nos empuja a resistir,
para defender la criolla dignidad.
Visión cabal del Chacho,
por añares largos vagará.
Los campos de La Rioja donde supo combatir,
no lo olvidarán, no lo olvidarán.
Las sombras de la noche su figura ven crecer,
inmensa como un alma noble y tutelar.
Bravos riojanos, llanistos montoneros,
saquen las lanzas, prepárense a pelear,
la provincia fiel al Chacho,
no han de avasallar, no han de avasallar.
Sepan que cada pecho una muralla habrá de ser,
firmes hasta morir por nuestra libertad.
Zamba para el Chacho
Ramón Navarro - León Benarós
Zamba
(Recitado)
En el corazón del pueblo,
Peñaloza quedará,
porque defendió su tierra,
porque era todo bondad.
(Cantado)
Ninguno se crea eterno,
todo es llegar y partir.
Miren ese Peñaloza,
y cómo vino a morir.
Miren ese Peñaloza,
y cómo vino a morir.
Así mataron al Chacho,
así fue su dura suerte.
Si le quitaron la vida,
no le acallaron la muerte.
Si le quitaron la vida,
no le acallaron la muerte.
Como que era zarco el hombre,
y libre entre sus hermanos.
Se le pintaba en los ojos,
todo el cielo de los llanos.
Se le pintaba en los ojos,
todo el cielo de los llanos.
La cabeza del caudillo,
queda en la plaza de Olta.
La soledad lo acompaña,
las estrellas son su escolta.
La soledad lo acompaña,
las estrellas son su escolta.
Ya Peñaloza no es nada,
ya la tierra lo recibe.
Y en el corazón del pueblo,
ya su memoria se escribe.
Y en el corazón del pueblo,
ya su memoria se escribe.
Como que era zarco el hombre,
y libre entre sus hermanos.
Se le pintaba en los ojos,
todo el cielo de los llanos.
Se le pintaba en los ojos,
todo el cielo de los llanos.
La Rioja. Casa donde nació Angel Vicente Chacho Peñaloza en la localidad de
Guaja, en el año 1798.
El Chacho, último caudillo de la montonera de los Llanos
¡En Chile y a pie!
En septiembre de 1842, cuando todavía no dan paso las nieves que se acumulan
durante el invierno sobre la areta central de los Andes, un grupo de viajeros
pretendía desde Chile atravesar aquellas blancas soledades, en que valles de
nieve conducen a crestas colosales de granito que es preciso escalar a pie,
apoyándose en un báculo, evitando hundirse en abismos que cavan ríos corriendo a
muchas varas debajo; y con los pies forrados en pieles, a fin de preservarse del
contacto de la nieve que, deteniendo la sangre, mata localmente los músculos
haciendo fatales quemaduras.
Los Penitentes ; columnas y agujas de nieve que forma el desigual deshielo,
según que el aire o el sol hieren con más intensidad, decoran la escena, y
embarazan el paso cual escombros y trozos de columnas de ruinas de gigantescos
palacios de mármol. Los declives que el débil calor del sol no ataca, ofrecen
planos más o menos inclinados, según la montaña que cubren, y descenso cómodo y
lleno de novedad al viajero, que sentado se deja llevar por la gravitación,
recorriendo a veces en segundos distancias de miles de varas. Este es quizá el
único placer que permite aquella escena, en que lo blanco del paisaje sólo es
accidentado por algunos negros picos demasiado perpendiculares para que la nieve
se sostenga en sus flancos, formando contraste con el cielo azul-oscuro de las
grandes alturas.
Los temporales son frecuentes en aquella estación, y aunque hay de distancia en
distancia casuchas para guarecerse, si no se ha tenido la precaución de examinar
el aspecto del campanario, que es el más elevado pico vecino, y asegurarse de
que ninguna nubecilla corona sus agujas, o vapores cual lana desflecada empiezan
a condensarse a sus flancos, grave riesgo se corre de perecer, perdido el rumbo
entre casucha y casucha, casi cegadas por la caída de copos de nieve tan densa
que no permite verse las manos.
Aquella vez no eran los viandantes ni el correísta que lleva la valija a
espaldas de un mozo de cordillera, ni transeúntes, de ordinario extranjeros que
buscan este arriesgado paso del Atlántico al Pacífico. Eran emigrados políticos
que, a esa costa, regresaban a su patria contando con incorporarse al ejército
del general La Madrid, antes que se diese la batalla que venía a librarle el
general Oribe a marchas forzadas desde Córdoba.
Al asomar las cabezas sobre la cuesta de Las Cuevas, desde donde se divisa la
estrecha quebrada hasta la Punta de las Vacas, tres bultos negros como negativos
de fotografía fue lo primero que vieron destacarse sobre el fondo blanco del
paisaje. Los viajeros se miraron entre sí y se comprendieron. ¡Nada bueno
auguraban aquellas figuras! Mirando con más ahínco hacia adelante, creyeron
descubrir otros puntos negros más lejos, y allá en lontananza otro al parecer
más largo, porque largas sin ancho son las líneas que describen los viandantes
por las nieves, poniendo el pie los que vienen en pos sobre la impresión que
deja el que les precede. ¡Derrotados!, exclamó uno meneando con desencanto
profundo la cabeza; y precipitándose por el declive, descendieron hasta la
casucha que está al pie, del lado argentino de la cordillera, donde a poco se
acercaron los que de Mendoza venían. ¿Derrotados?, preguntáronles aquéllos a
éstos desde lejos, poniéndose las manos en la boca para hacer llegar la voz;
¡derrotados!, repitieron los ecos de las montañas y las cavernas vecinas. Todo
estaba dicho.
Luego se supieron los detalles de la batalla de la Ciénaga del Medio; luego
llegaron otros y otros grupos, y siguieron llegando todo el día, y agrupándose
en aquel punto inhospitalario, sin leña, sin más abrigo que lo encapillado, sin
más víveres que los que cada uno podría traer consigo. Al caer de la tarde,
llegaron noticias de la retaguardia, donde venían La Madrid, Alvarez y los demás
jefes, de haber sido degollados los rezagados en Uspallata, entre ellos el
comandante Lagraña y seis jefes más.
Sólo los familiarizados con la cordillera podían medir el peligro que corrían
aquellos centenares de hombres, entre los que se contaban por cientos, jóvenes
de las primeras familias de Buenos Aires y las provincias del norte, restos del
Escuadrón Mayo formado de entusiastas, que a tales y a mayores riesgos se
exponían luchando contra el tirano Rosas. No había que perder un minuto, y los
mismos viajeros en hora menguada para ellos, pero providencial para los otros,
volvieron a desandar el penoso camino, sin darse descanso hasta llegar al valle
de Aconcagua, del otro lado de Los Andes.
Fue en el acto dada la alarma, montada una oficina de auxilio, y merced a sus
antiguas relaciones, y de algún dinero de que podían disponer, horas después
partían para la cordillera baqueanos cargados de carbón, cueros de carneros,
charqui, cuerdas, ají, y demás objetos indispensables en aquellos parajes, a fin
de acudir a lo más urgente; mientras que la pluma corría con rapidez febril,
invocando el patriotismo de los argentinos, la filantropía de los chilenos, la
munificencia del gobierno a que podían apelar seguros de que las simpatías
personales harían grato el desempeño de un deber de humanidad; y así puestas en
acción la opinión por la prensa, la caridad por asociaciones, y la
administración, en tres días empezaron a llegar médicos, medicinas, dinero,
ropas, abrigo y comodidades para mil hombres que decían ser los desgraciados.
¡Harta necesidad habría de médicos! El temido temporal se había declarado, y era
preciso ser vecino de Los Andes, donde la cordillera es un libro que hasta los
niños saben leer, para imaginarse la angustia general de los que con pavor
vieron sustituirse pardas nubes a los nevados picos de Los Andes centrales que
se cubrieron, dejando al sol en el valle iluminar la escena sólo para que los
extraños pudiesen contemplarla de lejos sin poder prestar auxilio a las
víctimas. Mídese la fuerza del temporal por la intensidad de las nubes y su
color sombrío, y cada hora, transcurrido el primer día, como cuando se oye de
lejos el fuego de la batalla, calculábase el número de helados entre mil.
Espectáculo sublime y aterrador, tranquilo en sus efectos, afligente hasta
desgarrar el corazón del que lo contempla, como se ve venir la nave a
estrellarse fatalmente en las rocas; o cundir el incendio sin la última
esperanza de ver echarse por las ventanas, o poner escaleras para los que rodean
las llamas.
El cielo se apiadó al fin, y un día después de tres de angustia, se supo que
sólo habían perecido siete, y sido necesario amputar otros tantos, pues que los
médicos estaban ya al pie de la cordillera. Un cuadro del pintor sanjuanino
Rawson ha idealizado la escena del arribo de los primeros chilenos que rompieron
la nieve, y se abrieron paso hasta el teatro de la catástrofe. El calor o el
techo de la casucha habían salvado dentro y fuera a trescientos, una roca
inclinada abrigado a ciento, los ponchos al resto conservando el calor apiñ ados
estrechamente. Salvada la vida, el hombre tenía a mano con qué saciarse.
Entre aquellos prófugos se encontraba el Chacho, jefe desde entonces de los
montoneros que antes había acaudillado Quiroga; y ahora, seducido su jefe por el
heroísmo desgraciado del general Lavalle, habíase replegado a las fuerzas de La
Madrid, y contribuido no poco, con su falta de disciplina y ardimiento, a perder
la batalla. Llamaba la atención de todos en Chile la importancia que sus
compañeros generalmente cultos daban a este paisano semibárbaro, con su acento
riojano tan golpeado, con su chiripá y atavíos de gaucho. Recibió como los demás
la generosa hospitalidad que les esperaba, y entonces fue cuando, preguntado
cómo le iba, por alguien que lo saludaba, contestó aquella frase que tanto decía
sin que parezca decir nada: ¡Cómo me a dir, amigo! ¡En Chile y a pie!
Este era el Chacho en 1842, y ése era el Chacho en 1863 en que terminó su vida.
Ni aun por simple curiosidad merece que hablemos de su origen. Dícese que era
fámulo de un padre, quien al llamarlo, para acentuar el grito, suprimía la
primera sílaba de muchacho , y así se le quedó por apodo Chacho; y aunque no
sabía leer, como era de esperarse de un familiar de convento, acaso el haberlo
sido le hiciese valer entre hombres más rudos que él. Firmaba sin embargo con
una rúbrica los papeles que le escribía un amanuense o tinterillo cualquiera,
que le inspiraba el contenido también; porque de esos rudos caudillos que tanta
sangre han derramado, salvo los instintos que les son propios, lo demás es obra
de los pilluelos oscuros que logran hacerse favoritos. Era blanco, de ojos
azules y pelo rubio cuando joven, apacible de fisonomía cuanto era moroso de
carácter. A pocos ha hecho morir por orden o venganza suya, aunque millares
hayan perecido en los desórdenes que fomentó. No era codicioso, y su mujer
mostraba más inteligencia y carácter que él. Conservóse bárbaro toda su vida,
sin que el roce de la vida pública hiciese mella en aquella naturaleza cerril y
en aquella alma obtusa.
Su lenguaje era rudo más de lo que se ha alterado el idioma entre aquellos
campesinos con dos siglos de ignorancia, diseminados en los llanos donde él
vivía; pero en esa rudeza ponía exageración y estudio, aspirando a dar a sus
frases, a fuerza de grotescas, la fama ridícula a que las hacía recordar,
mostrándose así cándido y el igual del último de sus muchachos . Habitó siempre
una ranchería en Guaja, aunque en los últimos años construyó una pieza de
material, para alojar a los decentes , según la denominación que él daba a las
personas de ciertas apariencias que lo buscaban. Hacía lo mismo con sus modales
y vestidos: sentado en posturas, que el gaucho afecta, con el pie de una pierna
puesto sobre el muslo de la otra, vestido de chiripá y poncho, de ordinario en
mangas de camisa, y un pañuelo amarrado a la cabeza. En San Juan se presentaba
en las carreras, después de alguna incursión feliz, si con pantalones colorados
y galón de oro, arremangados para dejar ver calcetas caídas que de limpias no
pesaban, con zapatillas a veces de color. Todos estos eran medios de burlarse
taimadamente de las formas de los pueblos civilizados. Aun en Chile, en la casa
que lo hospedaba, fue al fin preciso doblarle las servilletas a fin de salvar el
mantel que chorreaba al llevar la cuchara a la boca. En los últimos años de su
vida consumía grandes cantidades de aguardiente, y cuando no hacía correrías,
pasaba la vida indolente del llanista, sentado en un banco, fumando, tomando
mate, o bebiendo. Las carreras son, como se sabe, una de las ocupaciones de la
vida de estos hombres, y en los Llanos ocasión de reunirse varios días seguidos
gentes de puntos distantes. Las nociones de lo tuyo y lo mío no son siempre
claras en campañas donde el dios Término no tiene adoradores, y menos debían
estarlo en quien vivía de los rescates, auxilios, y obsequios que recibía en las
ciudades que visitaba con sus hordas disciplinadas. Entregadas éstas en San Juan
al saqueo e incendio de las propiedades, en presencia de Derqui, que así preparó
su candidatura a la presidencia, queriendo poner coto a desórdenes que
amenazaban arrasar con todo, dióse una orden de pena de la vida a quienes fuesen
sorprendidos saqueando. Tomados cinco, el Chacho solicitó, en nombre de sus
servicios, y obtuvo el perdón de todos, no obstante que el Comisionado nacional
contaba con un regimiento de línea mandado por el general Pedernera, que fue
vicepresidente; y todos los degüellos, salteos y asesinatos, que tuvieron lugar
después, sin que pueda culpársele de ordenarlos, obtuvieron siempre la bondadosa
y obtemperante indulgencia del Chacho.
Su papel, su modo de ganar la vida, digámoslo así, era intervenir en las
cuestiones y conflictos de los partidos, cualesquiera que fuesen, en las
ciudades vecinas. Apenas ocurría un desorden el Chacho acudía, dándose por
interesado de alguna manera. Así había servido a Quiroga, Lavalle, la Madrid,
Benavides, Rosas, Urquiza y Mitre. A favor o en contra de alguien había invadido
cuatro veces a San Juan, tres a Tucumán, a San Luis y Córdoba una. Su situación
en la República Argentina, con su carácter y medios de acción, era la de los
cadíes de las tribus árabes de Argel, recibiendo de cada nuevo gobierno la
investidura, y cerrando el último los ojos a las razzias que tenía hechas para
robar sus ganados a las otras tribus.
Y sin embargo, este jefe de bandas que subsiste treinta años no obstante los
cambios que el país experimenta, y mientras los gobiernos que lo emplean o
toleran sucumben, fue derrotado siempre que alguien lo combatió, sin que se sepa
en qué encuentro fue feliz, pues de encuentros no pasaron nunca sus batallas,
sin que esta mala estrella disminuyese su prestigio con los que lo seguían, ni
su importancia para los gobiernos que lo toleraban.
Conocido este singular antecedente, la mente se abisma buscando la atracción que
ejercía sobre sus secuaces, sometiéndose por seguirlo a privaciones espantosas,
al atravesar desiertos sin agua, experimentando derrotas en que perecen siempre
los que por mal montados no pueden escapar a la persecución de sus contrarios.
Tiene en los Llanos la misma explicación que en los países árabes la vida del
desierto, pues aquella parte de La Rioja lo es, aunque tiene pastos; es de
privaciones, pobreza y monotonía. Las excursiones hacen sentir la vida,
despiertan esperanzas, llenan la imaginación de ilusiones. Irán a las ciudades,
donde hay goces, alimentos variados, vino, caballos excelentes, vestido; y estos
estímulos bastan para hacerles afrontar peligros posibles, privaciones, que al
fin de cuenta, son las mismas a que están habituados diariamente.
El bárbaro es insensible de cuerpo, como es poco impresionable por la reflexión,
que es la facultad que predomina en el hombre culto; es por tanto poco
susceptible de escarmiento. Repetirá cien veces el mismo hecho si no ha recibido
el castigo en la primera. El bárbaro huye pronto del combate; y seguro de su
caballo, la persecución que no lo alcanza, no ejerce sobre su ánimo duraderos
terrores. Volverá a reunirse lejos del peligro, sin echar muchas cuentas sobre
los que más tarde pudieran sobrevenirle. ¿Concíbese de otro modo cómo Peñalosa
emprende una guerra, cuando, sometida toda la República en 1862, había cuerpos
de ejército victoriosos en Catamarca al norte, en Córdoba al Este, en San Juan
al sur? Y sin embargo, esto lo repite cada uno de esos campesinos a su turno.
Oyendo Elisondo el tiroteo de Las Lomas Blancas, interceptando el parte del
combate que da por aniquilado al Chacho, él, que había permanecido tranquilo
hasta entonces, levanta una montonera que nunca contó cien hombres, y molesta y
fatiga largo tiempo a los ejércitos regulares. Cuando el coronel Arredondo
seguía la pista al Chacho supo, decía, por los licenciados que alcanzaba, que se
dirigía a San Juan. Los licenciados eran los que por favor, ocupaciones o
enfermedad no lo habían seguido antes; pero al saberse que iba a San Juan, es
decir, a Orán o Bujía, de quinientos hombres que llevaba, su número ascendió a
más de mil, con los que no estaban para eso ni enfermos ni ocupados.
De los prisioneros tomados, sólo quince en más de ciento, no tuvieron quien
solicitase su libertad, y los acreditase de honrados, lo que probaba que eran
todos gente conocida y con familia. El robo, que era esta vez el estímulo, era
sólo reputado un botín legítimamente adquirido. La tradición es, por otra parte,
el arma colectiva de estas estólidas muchedumbres embrutecidas por el
aislamiento y la ignorancia. Facundo Quiroga había creado desde 1825 el espíritu
gregario; al llamado suyo, reaparecía el levantamiento en masa de los varones a
la simple orden del comandante o jefe: la primitiva organización humana de la
tribu nómade, en país que había vuelto a la condición primitiva del Asia
pastora. El sentimiento de la obediencia se trasmite de padres a hijos, y al fin
se convierte en segunda naturaleza. El Chacho no usó de la coerción, que casi
siempre los gobiernos cultos necesitan para llamar los varones a la guerra.
Pocos son los intereses que los retendrían en sus casas miserables; la familia
vive de un puñado de maíz o de la carne de una cabra, y la guerra es la vida,
las emociones, las esperanzas; y el caballo, el ferrocarril que suprime las
distancias y convierte en realidad el sueño dorado, hacer algo, sentirse
hombres, vivir en fin. Esta organización se ha visto reaparecer y perfeccionarse
en los pueblos formados por la raza guaraní, en Entre Ríos, Corrientes y
Paraguay; y puesto a dos dedos de su pérdida en varias ocasiones a los de
descendencia más puramente española que habitan la provincia de Buenos Aires, en
la embocadura del Plata, y la provincia agrícola de Cuyo, poblada por españoles
venidos de Chile y que extinguieron o absorbieron a los Huarpes, antiguos
habitantes del suelo. Los quichuas, que pueblan la provincia de Santiago, se
conservan casi desde los primeros años de la independencia bajo esta disciplina
primitiva e indígena, y sólo gracias a la buena intención de sus jefes, es más
bien que un peligro, un elemento de orden. De estos resabios salió la montonera
, pronunciándose, al expirar en el movimiento final del Chacho, bajo las formas
de un alzamiento de campañas, que bien examinado en sus localidades y
propósitos, era casi indígena, como se verá por los hechos que vamos a referir.
Por eso siempre que usemos la palabra caudillo para designar un jefe militar o
gobernante civil, ha de entenderse uno de esos patriarcales y permanentes jefes
que los jinetes de las campañas se dan, obedeciendo a sus tradiciones indígenas,
e impusieron a las ciudades, embarazando hasta 1862 la reconstrucción de la
República Argentina bajo las formas de los gobiernos regulares que conoce el
mundo civilizado, cualquiera que sea la forma de gobierno, con legislaturas,
ejecutivo responsable y amovible, y tribunales que administren justicia conforme
a las leyes escritas, que la montonera había abolido en todas las provincias
argentinas durante treinta años en que, como aquellos hicsos del Egipto, logró
enseñorearse de las ciudades.
Las travesías
Las faldas orientales de la cordillera de Los Andes, desde Mendoza hasta la
cuesta de Paclin que divide a Catamarca de Tucumán, pocas corrientes de agua
dejan escapar para humedecer la llanura que se extiende hasta las sierras de
Córdoba y San Luis, al Este, que limitan este valle superior. La pampa
propiamente dicha, principia desde las faldas orientales de estas últimas montañ
as. Desierto es el espacio que cubren los llanos de La Rioja, las Lagunas de
Huanacache, hasta las faldas occidentales de las dichas sierras. E1 Bermejo, de
San Juan, que rueda greda diluida en agua y se extingue en el Zanjón; los ríos
de San Juan y Mendoza, y el Tunuyán, que forman los lagunatos de Huanacache e
intentan abrirse paso por el Desaguadero, y se dispersan y evaporan en el
Bebedero, he aquí los principales cursos de agua que humedecen aquel desolado
valle, sin salida al océano por falta de declive del terreno. Veinte mil leguas
cuadradas que forman las Travesías , están más o menos pobladas según que el
agua de pozos, de baldes, o aljibes, ofrece medios de apacentar ganados. A la
falda de Los Andes están dos ciudades, San Juan y Mendoza, que no modifican con
su lujosa agricultura, sino pocas leguas alrededor, el desolado aspecto del país
llano, ocupado en parte por médanos, en parte por lagunas, y al norte cubierto
de bosque espinoso, garabato y uña de león , que desgarran vestidos o carne, si
llegan a ponerse en contacto. Estas espinas corvas o encontradas como el dardo,
dejarían al paso como a Absalón, colgado a un hombre si la rama no cediese a su
peso. Los campesinos habitantes de estos llanos llevan a caballo un parapeto de
cuero para ambos lados, que cubre las piernas y sube alto lo bastante para
tenderse y cubrirse cuerpo y rostro tras de sus alas. Por escasez de agua, ni
villa alcanza a ser la ciudad de La Rioja, que está colocada a la parte alta de
los Llanos; igual inconveniente al que retarda el crecimiento de San Luis, no
obstante que ambas cuentan tres siglos de fundadas.
A estas facciones principales de la fisonomía del teatro del último
levantamiento del Chacho, agréganse otras que por imperceptibles al ojo,
pasarían sin ser notadas.
[Continúa]
Fuente: Segunda edición, Buenos Aires, "La Cultura Argentina", 1925.