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PARTE
2
Palmares se fundó tres veces por lo menos, sin tomar en cuenta otros despojos
y fundaciones que ocurrieron entre medios. En realidad, más que fundarse
vino a ser, es decir, no hubo un Diego de Almaraz que llegó por el mar con
la idea fija, la ciudad ya hecha y poblada en la cabeza, cada gesto a ademán
pesado de tanta historia que vendría después, sino que se hizo absolutamente
de pedo. Algunos, para simplificar, arrancan la historia de la fundación
que mandó hacer el gobernador Balparda cuando la ciudad ya había crecido,
casi era del todo lo mismo que es hoy, tenía ya el faro y el muelle de mampostería
y la iglesia, la primitiva de madera que se removió hacia lo alto y por
fin se rehizo de piedra y mortero, y el dispensario y la barraca de ramos
generales y el aserradero y el "convento" de madame Cappone, y ésta fue
la tercera fundación, de simulacro, que se toma en cuenta para los aniversarios.
El Juan Nepomuceno, un bergantín foquero, exactamente un brick, que algunos
llaman bric-barca, porque además de los dos palos llevaba otro menor a popa
para la cangreja, al mando del capitán Melchor Oviedo, que venía hacia el
sur atraído por la noticia sobre grandes colonias de lobos de dos pelos
o focas peleteras, casi extinguidas para esa época en el Ártico, por lo
que se presume el su-ceso alrededor de 1820, buscó refugio en una bahía
que remataba al norte en un cabo que llamó de la Candelaria, por coincidir
ese día con la festividad de Nuestra Señora de la Candelaria, y no como
presumen algunos por motivo o memoria del gentil facineroso Candela, que
ejerció sus maldades muchos años después. Durante la noche se ventó el sur
y fue tan recio que enloqueció el agua de la bahía y el barco garreó y enloqueció
a su vez, y en tanto Oviedo lidiaba con él arguyendo altas maniobras y muy
fuertes oraciones desde tierra se oía un "mucho estruendo y grandes ruidos
de voces y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos,
que duraron hasta la mañana, que la tormenta cesó" y el Juan Nepomuceno
amaneció treinta metros tierra adentro, por lo que Oviedo rebautizó aquel
paraje Bahía del Espanto, sin aclarar si este nombre alcanzaba al cabo Candelaria,
que de cualquier forma quedó Candelaria del Espanto. Ahí comienza a torcerse
la historia.
Cuando, días después, terminaron las primeras casillas y una barraca, Oviedo,
que era persona de mucha religión, abjuró de aquel nombre maléfico y denominó
al conjunto Providencia, pero ya se habían marchado algunos hombres, que
llevaron los nombres de Candelaria, Espanto, Candelaria del Espanto y Espanto
de la Candelaria, indistintamente, a los que no mucho después alcanzó el
de Providencia, con lo que las gentes de los exteriores pensaron que por
aquellos lados había todo un país. Este par de casillas devino una aldea
de pescadores por necesidad de sustento, y fue ésta en sus comienzos una
comunidad de hombres, una suene de cofradía u orden marítima por el espíritu
religioso y aun fantástico que animaba a Melchor Oviedo, aunque se promovieron
allí grandes bujarrones que descollaron en este entretenimiento.
Se sabe que en esta costa abunda el cazón, por lo que la industria de Providencia
vino a ser la pesca y salazón de este pez, cuya torva figura cruza el escudo
de Palmares y debió estar a los pies de Nuestra Señora del Buen Tiempo en
lugar de ese otro extravagante que ideó el maestro Nardi. Esta industria,
que por un tiempo dio cierta prosperidad a Providencia, no sólo fue posible
por la abundan-cia supracitada, sino también por el ingenio y tenacidad
de aquellos hombres que, todavía en vida del abate capitán Oviedo, idearon
la forma de comunicarse y comerciar con otros pueblos de esta región, naturalmente
por mar, pues nunca tomaron en cuenta la tierra, con lo cual habrían ahorrado
mucho camino. Al efecto construyeron unas canoas de odres, compuestas de
grandes odres atados en ángulo sobre los cuales colocaban una plataforma.
Las tales odres o batangas se hacían cosiendo varias pieles de lobo marino.
Estos cueros se moldeaban previamente rellenándolos con arena, luego se
les pasaba una cuerda de tripa que iba de un lado a otro y se recubrían
con un betún de grasa y resina. Los odres se inflaban mediante un caño de
tripa con embocadura de hueso que iba a proa y por el cual se soplaba cada
vez que aflojaba la hinchazón. Estas canoas, impropiamente llamadas balsas
por los de tierra firme, pues son ni más ni menos que canoas dobles de procedencia
oceánica, transportaban de uno a dos tripulantes y una carga aproximada
de quinientos kilos. Con ellas los hombres del Nepomuceno salieron de Providencia
y arrimaron a otros pueblos. De allí volvieron con bastimentos e imprenta
y un altar y, apenas muerto el monseñor Melchor Oviedo, con un alegre lote
de putonas.
A partir de ahí Providencia prospera en riqueza y pecados. De manera que
atrae, por turno, primero al infernal Mezquita, que se hacía mencionar general
y casi lo era por lo bruto, sólo que al natural, bandolero en regla, esto
es, reconocido legal, con potestad y estatuto, ejército instruido de gran
formato, que puso cerco a la villa y los primeros días enloqueció a la gente
haciendo sonar a toda hora unas trutrucas descomunales que prorrumpían en
gordos mugidos, y luego como sellaran los oídos con aquel betún calafate,
le prendió fuego en espléndida forma, según su natural inclinación al espectáculo,
con una salva de cohetes asteroides, pieza de artificio de majestuosa belleza
que consiste en un cartucho de dos cuerpos con un cohete ordinario, que
es el que produce la elevación, en la parte inferior y otro de efecto en
la superior que despide al asteroide propiamente dicho, el cual desciende
suspendido de un pequeño paracaídas promoviendo graciosas formas y colores
que se complementan, por lo gene-ral, con el incendio de casas y graneros.
La mejor composición para esta hermosa pieza es la Siguiente, que sugiere
M. Brown:
Salitre o nitro 8 onzas
Carbón animal
bien pulverizado 3 1/2
Polvo de barril 1 1/2
Lo que hay que proponerse en primer lugar al construir este cohete es obtener
una gran elevación del mismo. Esto se consigue eligiendo la preparación
más adecuada y comprimiéndola cuidadosamente en el cartucho, habilidad perfeccionada
por el magnífico e infernal Mezquita en persona.
En realidad, Mezquita vino a ser un fuerte progreso para Providencia, pues,
versátil como era, decidió asentarse en ella y promover desde allí un territorio
de su propiedad, ordenado y extirpado, con discurso y figura de república
y regla bien tramada en su estilo para aplicar y contrariar a voluntad y
bandera y escudo y devociones y todos los arneses del estado y un lote de
generales en retiro para vistosidades y peroratas, reservándose desde ese
momento el título de mariscal general.
El día que entró en Providencia, o donde fue que estaba, con mucho aparato,
adelantando un bosquecillo de estandartes que tremolaban como grandes y
coloridos pájaros y después la banda que soplaba y golpeaba un danzón ecuestre
y él de paisano sencillo en medio de tremenda gloria, casi por descuido
al frente de tantos feroces jinetes que trotaban de ocho en fondo, ordenó
colgar a los pocos muertitos que hubo, para ostentación de conveniente maldad,
otro ítem remover los escombros, censar a las viudas, erigir un recordatorio
y, por la noche, dispensar muchos tiros de artificio, poblando de esos locos
fuegos aquella noche de fundación, pues ahí mismo dispuso fabricar una verdadera
ciudad, más hacia el cabo para zafar el sur que apagaba los fuegos.
Entonces fue que se movió hacia lo alto del médano que preside la bahía
la iglesia de madera que hizo construir Melchor Oviedo, el cual hacia sus
finales fue ungido por un ángel obispo y celebró algunas misas con homilía
y todo. Además de la iglesia, quedaron en pie algunas casillas, pero la
parte nueva se edificó en torno a una plaza, la misma que es hoy del Mercado
Viejo o Feria de San Venero y que entonces tenía un laguito artificial con
un puente de arco y balaustrada por el que se cortaba camino a la Casa de
Gobernación, un monumento de mármol, el primero de que se tenga noticia
en esta parte del mundo, que se encargó a las Europas y se embarcó equivocado,
pues en lugar del mariscal general Mezquita, representaba a un sujeto furibundo
con uniforme de algarbe línea, pero igual era impresionante de bonito, el
kiosco de la banda y una alameda de palmeras que se veía desde muy lejos,
sobre todo cuando soplaba viento y su emplumado ramaje disparaba esos revueltos
brillos y uno venía del mar.
Mezquita mandó construir asimismo un muelle de cincuenta y cuatro metros
de longitud y tres de ancho, piloteando hasta la tosca, un presidio, un
cuartel, un quilombo, que los domingos y festividades dispensaba en un tablado
sainetes y entremeses alla rustica, y el faro sobre el peñón del cabo. Una
escalera de dieciocho metros conducía a la cima. La torre, una caseta circular
que colocada sobre el peñón aparentaba una torre, tenía un techo de hierro
galvanizado en forma de bonete que protegía nueve lámparas enfocadas sobre
un reflector único. Estas luces, trepadas a unos treinta metros sobre el
nivel del mar, abarcaban un sector de noventa y tres grados, con una visibilidad
de hasta doce millas.
El faro fue encendido a la caída de la noche del 13 de junio de 1879. Mezquita
contrató a un cura con roquete y capa pluvial, el mismo que luego quedó
como capellán y más tarde, muerto en gloria el mariscal general, se alzó
contra la autoridad central con dispensa del heresiarca Pallares, y echando
a volar la campana de la iglesia, la primitiva del Nepomuceno, bautizó a
la ciudad con el nombre de Oropinto, extinguiendo por el mismo acto el de
Providencia y prohibiendo con prisión y veinte azotes el de Nueva Providencia
que ya había empezado a rodar.
Ese mismo año Mezquita emitió su propia moneda, no solo por ostentación,
sino aun por necesidad, que fue de uno y de cinco gramos de oro, utilizando
como aleación el 15% de plata, lo cual representó un negocio con el tiempo,
pues los coleccionistas de las Europas, que reclamaron un par de cajones,
pagaron el valor estampado.
Mezquita llevó las cosas demasiado lejos cuando despachó un embajador ante
el gobierno de facto legal con el propósito de convenir fronteras. El embajador
fue devuelto en un cajón que apestaba y se promulgó la guerra con grandes
celebraciones. El general Baigorrita bajó del Norte con fuerte caballada,
des cañones de 37 de infantería y un cañón de 65 de montaña, bien dispuesto
al estrago el muy hijo de puta. El mariscal general Mezquita, ya viejo,
con traje de paisano y un machetito alegre, le llevó una carga en el Paso
del Portugués, otra en el Ceibal Grande, otra en Las Vacas y una muy de
azote en la Margarita, pero aunque quedó reducido a la mitad el represivo
llegó a Oropinto con aquellos putos cañones, que se cuidó de usar y que
cubría con unos tolditos.
Mezquita mandó una misa cantada y echó adelante los estandartes, y después
llevó una carga para regocijo, por demás vistosa, y cuando la vio perdida
se fue al humo rajando jaculatorias, los bravos feroces echando fuego, cabalgantes,
espuma y polvo y grito, entrando en bronce con muerte y muerte. Mezquita
quedó para el final, capitán en asuntos de peligro. Solo, negro, paisanito.
Alzó el machete y dio la corrida y una bala del 65 lo remontó a la gloria
en cuerpo y alma.
Oropinto fue arrasada con tiros de práctica. Quedaron en pie la iglesia,
que con los sacudimientos echó a tocar la campana mientras duró el tiroteo,
seis casas de las afueras, dos paredes del quilombo, media cantina y algunas
palmeras, por lo que en el acto se redujo a paraje, aunque luego se toleró
el título de poblado por la magnitud de su cementerio, que de lejos parecía
un pueblo. El faro también siguió en pie, aunque sin funcionar, lo cual
provocó varios naufragios. Por esta y otras razones se estableció allí un
apostadero naval con una buceta artillada, dos chinchorros y un comandante
marítimo. En el paraje o poblado que se denominó por entonces Las Palmeras,
Paso de las Palmeras, Faro Judas, Bahía del Palmar y Palmares. La historia
torcía y recrudecía otra vez.
Aquel apostadero fue el origen, o por lo menos la simiente, del actual Palmares,
puesto que, por estrictas razones de Estado, alentó y practicó el contrabando,
lo cual le dio rápido impulso y una alocada prosperidad. Tres años después
tenía 1.623 habitantes, la Casa del Prefecto Gobernador, varias casas de
asiento de uno y dos pisos, el primitivo quilombo de madame Cappone, una
barraca de ramos generales, un aserradero, una comisaría con armamento y
caballada, un dispensario, cuatro cantinas, una fonda, un monte pío y un
muelle de mampostería de piedra arenisca con coronamiento y escalera de
granito y dos espigones con un güinche de vapor y una baliza. No mucho después
se construyó el faro, que hoy se ve en el mismo emplazamiento del anterior,
y como el de Arenales, obra del ingeniero Borelli, con una torre cilíndrica
de piedra y argamasa pintada a tres fajas horizontales: negra la inferior,
blanca la del medio y negra la superior y la linterna, con doble plataforma,
barandilla y garita, altura dieciséis metros: Luz, 0,45 s.; eclipse, 3,30
s. Luz, 0,45 s.; eclipse, 10,80 s. Señales de banderas (C.I.). Fue inaugurado
el 25 de febrero de 1884 y, como en el caso anterior, esta fecha coincidió
con la última y, al parecer, definitiva fundación llevada a cabo por el
prefecto gobernador Balparda, que le impuso oficialmente el nombre que hoy
perdura.
Y ese día apareció en el baptisterio de la iglesia de Nuestra Señora del
Buen Tiempo el Ángel semoviente, impuesto por mano desconocida o bien por
voluntad propia. Y fue que fue Palmares.
-Palmares..., me pregunto cómo nació y creció y vino a ser lo que es -discurre
el Príncipe mientras observa el faro que resbala sobre los techos a medida
que el carro trepa por una calle de adoquines.
-Más o menos la misma historia de siempre -dice el Nuño-. Unos tipos que
se extraviaron o los tomó una tormenta, y después todo ese trajín del tiempo.
Las rotosas paredes brotadas de humedad se empinan hasta una curva y reaparecen
por arriba de una casa. Hay gente por todas partes. El aire huele a orines
y frituras.
-¿Qué te parece, Oreste? -pregunta el Príncipe más bien contento con todo
ese barullo.
-No me gusta la ciudad.
-No pienses en tus tristezas, que siempre tienen que ver con una en especial.
Piensa como forastero.
-No se ve el camino.
-Es una parte de él, muchacho. No te quedes. Las ciudades son para tránsito,
se atraviesan.
Pasan frente al bar Corona, contiguo al Gran Hotel y Restaurante Los Dos
Mundos. A través de la puerta se ven unos tipos alineados en la penumbra
frente al mostrador que se borra por lo oscuro.
-De cualquier forma no te quedes en ninguna parte más del tiempo necesario.
¿Qué es aquello, compadre?
Señala un gentío que se remueve en una plaza. Hay unas tiendas de colores,
unos armarios con ruedas, una pagoda de latón esmaltado, unas señoras para
el uso, racimos de globos, jaulas, caponeras, braceros.
-El Burdelito, o Feria de San Venéreo -responde el cochero torciendo la
boca en dirección al Príncipe.
-¡La loca vida! ¿Eh, Oreste?
Oreste ladea la cabeza.
A medida que se aproximan asoman entre los puestos un reñidero de gallos,
una gitana adivina, un palo enjabonado, más señoras para el uso, un vendedor
de roscas y maníes con una locomotora de mano, un forzudo con maillot de
una sola pieza, una Flor Azteca, un Mandarín de la Suerte, un organito.
El Príncipe se pone de pie, excitado. Levanta una mano, traza unas señales
en el aire y arroja en dirección a la gitana ciertos invisibles puñados.
La gitana le responde con parecidas señales.
-¿Qué es eso? -pregunta el Nuño.
-Celesta y Compuesta.
-¿Qué?...
-Entrefratres, fluidos comunicantes, emanaciones...
-Mugre es lo que emana -dice Boca Torcida. El forzudo está de pie sobre
una pequeña tarima con los brazos cruzados sobre el pecho. Tiene el pelo
partido al medio, unos mostachos aceitosos y una rodillera ligera en la
pierna derecha que avanza gallardamente hasta el borde de la tarima. A un
costado hay un letrero a dos colores que dice:
CARPOFORO
Campeón Mundial de Lucha
Grecorromana
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Leonesa
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Por encima de la multitud sobresalen muy alto unas palmeras con los troncos
carcomidos, que rodean la plaza. El tiempo debe de haber abatido algunas
otras porque la alameda se interrumpe a tre-chos. A través del ramaje polvoriento
se divisa contra el cielo la aguda torre de la iglesia de Nuestra Señora
del Buen Tiempo que corona un rimero de casitas. Debajo de ellas está el
médano que en otra época sirvió como punto de marcación, sobre todo viniendo
del suroeste, visible a quince millas y después a dieciocho cuando tuvo
la iglesia encima.
Oreste, algo aturdido por toda esa bullaranga, levanta la cabeza de golpe.
Ha oído en algún rincón el temblorcito de un sonajero de uñas. Viene por
el aire rápido y suave, pin saltarín, como un colibrí. Viene y se va, tan
livianito.
Se pone de pie y repasa la multitud, los rincones.
-¿Qué hay? -pregunta el Príncipe.
-Nada... -Oreste sonríe.- Celesta y Compuesta.
El Príncipe lo mira a los ojos. Patea el asiento del auriga. El caballo
arranca con un tirón y Oreste se desploma sobre la tabla. El carro se aleja.
Oreste vuelve a oír el sonajero, algo distante. Después cree oír un cordaje,
una voz, el cimbreo de un birimbao, aquel asunto liviano, especie de anuncio.
El carro atravesó la pecadora ciudad de Palmares deteniéndose de vez en
cuando para interrogar el Príncipe dónde quedaba el Gran Circo de los Hermanos
Scarpa y cuando empezaron los baldíos y el Príncipe a desconfiar de José
Scarpa o conde Stroface, un mismo hijo de puta como consta, vieron al sobrepasar
una esquina una enorme carpa que colgaba del cielo no ya en un baldío, sino
en el mismo desierto, lo que la hacía aparecer más grande, y esta noble
visión golpeó en el corazón de los amigos, inclusive en el de Boca Torcida,
que detuvo la marcha, apartó el cigarro y escupió por encima del caballo.
Permanecieron un rato así, en silencio. La carpa era una verdadera mierda,
llena de parches y rifaduras, pero ellos la veían con otros ojos. Veían
esa forma leve, un torrente de paños removido por el viento, los oriflamas
y estandartes que se contoneaban como peces en el aire azul, los coloridos
carromatos, los tremolantes banderines que cruzaban el cielo y aquel enano
vestido con un mameluco de payaso que avanzaba hacia ellos dando vueltas
de camero, vueltas de campana y saltos de trucha.
El gorgojo pegó un último salto en forma de tirabuzón cayendo delante mismo
del caballo en posición de discurso y preguntó qué deseaban los señores,
en especial monseñor, refiriéndose sin duda al Príncipe, que sacó la cabeza
por encima de la baranda, y dijo en dirección al suelo:
-Oye, hijo...
-Perinola.
-¿Qué es eso?
-Mi nombre.
-Señor Perinola...
-Perinola sólo.
-Oye, pequeño hijo de puta, en adelante te llamaré como quiera, ¿entiendes?
-Sí, monseñor -respondió el enano sin inmutarse y pegó un salto mortal.
-Si espantas al caballo te aplastaré con un dedo. Oreste miró al Príncipe
con expresión dolo-rida.
-No te preocupes. Estos enanos son perversos por naturaleza -lo tranquilizó
el Príncipe-. Dime, repugnante mirmidón, ¿es éste el grandioso y afamado
circo de los hermanos Scarpa?
-No es éste el afamado y glorioso circo de los hermanos Scarpa -respondió
el enano con voz de falsete-, sino el mugriento espoliario del roñoso señor
José Scarpa.
Pegó otro salto.
-Bien, ¿dónde está ahora ese señor?
-Ponte de rodillas y te lo diré.
El Príncipe tomó lo primero que tenía a mano, la escupidera enlozada, y
se la arrojó con fuerza a la cabeza. El enano la esquivó con un salto mortal,
y cuando el Príncipe empuñaba una de las damajuanas señaló con un dedo en
dirección a uno de los carromatos.
-Ve y dile que está el Príncipe Patagón en persona.
-Ya tenemos un príncipe.
-¡No me importa! Ve y díselo ahora mismo.
El enano sonríe con malicia, pero cuando el Príncipe levanta la damajuana
se aleja tranquila-mente a los saltos en dirección al carromato.
El Príncipe de todas maneras ordena a Boca Torcida que los lleve hasta ahí.
Más de cerca ad-vierten que el enano tiene bastante razón. Aquello es una
ruina, un campamento de vagabundos. Unos tipos con disfraces ajados y rotosos
o en el mejor de los casos con ropas que parecen disfraces entran y salen
por los agujeros de la lona. Tienen todos una linda cara de muertos de hambre.
La ropa tendida entre los carromatos está en las mismas condiciones que
la carpa. El viento hincha un mameluco de arlecchino que salta y bailotea
en la soga como si estuviera vivo. Hay cuatro jaulas que despiden un fuerte
olor a establo. En la primera pasea de una punta a otra un oso con el pelo
descolorido, en la segunda dormita un león que se confunde con la paja que
cubre el piso, la tercera está vacía, en la cuarta hay una pareja de monos
que chillan a los recién llegados. Algo más apartado hay un corral con algunos
caballos y un poney que trota incansablemente con los ojos clavados en el
suelo. Un sujeto con breches y polainas y el torso desnudo se afeita frente
a una palangana sujeta por una armazón de alambre y a un trozo de espejo
colgado de un poste.
Un letrero de lienzo, suspendido entre dos palos, dice: GRAN CIRCO SCARPA,
y varios otros de papeles, pegados por todas partes, principalmente sobre
la carpa y casi con seguridad sobre un agujero, dan cuenta del programa:
ATENCIÓN Pocas Funciones ATENCIÓN
GRAN CIRCO SCARPA
Nuevo y variado programa dividido en dos partes
PRIMERA PARTE
Gran Poutpourri artístico con todo el personal de la compañía.
LAS TRES BARRAS FIJAS
Por el célebre y sin rival gimnasta Iván Mitrenko.
GRAN ESCAMOTEO
En medio de la platea por el famoso conde Stroface.
EJERCICIOS ECUESTRES
Por la amazona señorita Lombardi en carácter de Primera India, haciendo
muchas pruebas arduas y
elegantes para concluir con el dificultoso esfuerzo de la escarpada.
GRACIOSA INTERVENCIÓN
del payaso enano Perinola.
JUEGO DE LA MUERTE
El temerario y sin igual conde Stroface bailará en la maroma el fandanguillo
con los ojos vendados, marchará con prisiones estando la cuerda guarnecida
de puñales y poniéndose de cabeza sobre la misma con las prisiones en los
pies y concluirá haciendo varios equilibrios en una silla sobre la maroma.
EL DENTISTA LOCO
o nuevo método de arrancar un diente por virtud de la pólvora a cargo del
payaso Perinola.
EL CACIQUE ARAUCANO
o sea el renombrado ecuestre José Scarpa se presentará en su veloz caballo
Selim en traje de indio araucano exhibiendo las armas propias de sus costumbres
y ejecutando diversas y difíciles actitudes académicas del mejor gusto.
EL HOMBRE VOLANTE
Nuevas y sobrecogedoras pruebas a cargo del gimnasta Iván Mitrenko.
EL NIÑO MÁGICO
o sea el niño–fenómeno Coquito, que, transportado en su Globo Volante, desarrollará
nutridos juegos malabares y el extraordinario experimento japonés.
EL REY DE LA SELVA
Única y soberbia presentación de animales selváticos amaestrados a la palabra
y presentados en libertad por el famoso beluario Mr. Crosby.
LOS BINARIOS
Nueva y desopilante entrada del enano Perinola, esta vez en alternadas y
ocurrentes situaciones con el
eximio payaso blanco señor Max.
GRAN PARADA
o desfile ecuestre al son de música adecuada con la participación de los
jinetes volantes señorita Lombardi y señor Scarpa, montando para el evento
el payaso Perinola al singular poney Farfante. El ecuestre señor Scarpa
ejecutará en esta ocasión el número más difícil de su extraordinario repertorio,
o sea el salto a través de un bocoy cayendo de pie en su caballo mientras
éste proseguirá a toda carrera.
Intermedio: 20 minutos
La Banda de la empresa conducida por el maestro
Marsiletti ejecutará El Aeroplano, Tus ojitos negros,
Besos Locos y otras selectas partituras del repertorio
universal.
SEGUNDA PARTE
Se pondrá en escena el interesante drama en 2 actos y 10 cuadros Zuleia
o El juramento de la doncella
con la actuación magistral de la célebre dramática Emma Montaldi y la participación
especial en el
papel de Alfaro del renombrado actor Dante del Alba.
Imprenta "La Unión", de López y Castillo.
El Príncipe lee con entusiasmo aquel generoso programa que seguramente,
con algunos reto-ques, pertenece a la fértil inspiración de Vicente Scarpa,
hombre elevado en todo sentido, imaginando al mismo tiempo su propio nombre
entre aquella dulce señorita Lombardi y el ostentoso Stroface. Scarpa, además
de ilusionista y funámbulo como conde Stroface y ecuestre con su propio
nombre, interviene casi con seguridad como beluario y actor dramático bajo
las respectivas figuras de Mr. Crosby y Dante del Alba, y muy probablemente
encarna también a ese sospechoso señor Max, que aparece una sola vez, puesto
que el mismo traje de beluario sirve muy bien para el payaso blanco que
viene después. El Niño mágico Coquito no es otro que el degenerado enano
Perinola suspendido en su globo volante de una maroma a cierta altura sobre
el picadero. La señorita Lombardi y Emma Montaldi son una misma dulce persona.
Estas capacidades y mutaciones, aunque resienten el oficio, por cierto que
favorecen a la vida, pues uno se multiplica, se redobla, convive, en tantos
y más. Transportado por tales ponderaciones, que borran de ipso facto zozobras
y fatigas, el Príncipe se golpea el pecho y abra-za al señor Nuño, conmovido
en iguales términos. Entre tanto Oreste, que ha saltado del carro atraído
por las jaulas de los animales, intercambia alegres morisquetas con el par
de monos.
Farfante deja de dar vueltas. Cabecea comadrón, caballito niño. La señorita
Lombardi acaba de aparecer por un costado, cuerpo figurín tamañito de lindo.
Lleva los pantalones de montar, bien ceñidos, y esas botinas de becerro
tan menudas y una blusa blanca. Acaricia al pasar a Farfante. Luego se desplaza
a los saltitos por delante de los señores, les sonríe. El Príncipe se pone
de pie y se quita el sombrero. El Nuño lo imita boquiabierto. La señorita
observa un momento a ese señor que salta de puntillas con los brazos encorvados
delante de la jaula de los monos. Suelta una risita y Oreste se vuelve confundido.
Saluda demasiado tarde, porque la señorita se ha ido. En su lugar le responde
el maldito enano, que acaba de salir del carromato. Detrás de él aparece
el señor Scarpa, alias Stroface, alias míster Crosby, alias señor Max.
-¡El señor Scarpaface! -anuncia el enano con una reverencia.
Se raja un viento y señala al susodicho.
El señor Scarpa se quita una gorra de hule que deja al descubierto una pelada
encarnada y p-lusienta como el culo de un bebé y golpea con fuerza los talones
de las botas.
-¡Mi querido Príncipe!
El señor Scarpa abre los brazos, pero no baja inmediatamente del carromato.
Sonríe de oreja a oreja mientras sus renegridos ojos observan atentamente
a cada uno de aquellos vagabundos. Es flaco como un espárrago, con una cara
espesa, color aceituna, blanda de carnes y unos bigotes en forma de manubrio
que se sostienen rígidos y curvados a base de tragacanto. Tiene una mano
vendada y un tajo en la frente.
-¡Mi querido y dilecto amigo! -prorrumpe a su vez el Príncipe, todavía bajo
los efectos de aquellas reconfortantes visiones y tan nobles pensamientos.
Scarpa baja la escalera con los brazos extendidos. Lleva puesto un guardapolvo
oscuro que pa-rece un hábito. Es un tipo lúgubre.
El enano camina hacia el Príncipe con los brazos igualmente abiertos, un
poco detrás de Scar-pa, y mientras los dos hombres se abrazan él hace la
comedia abrazando el aire y esquivando un pie del Príncipe que lo patea
de costado.
-¡Vaya sorpresa! -exclama Scarpa con alguna puta intención, pues sus ojos,
que no tienen nada que ver con el resto de la cara, expresan otra cosa.
Vuelve a abrazar al Príncipe.
Mientras aguanta el fuerte olor del señor Scarpa que le introduce en la
oreja derecha una punta del bigote, el Príncipe se pregunta en qué consiste
la sorpresa, pues aquel viaje ya había sido arreglado en un par de cartas
que se cruzaron por iniciativa de este señor. Todavía conserva en el bolsillo
del pantalón la última de Scarpa, donde conviene las condiciones basadas
en las pretensiones del Príncipe, que son las comunes sencillas, y de paso,
expone algunas sugerencias acerca de un cierto número de levitación mediante
el empleo de un cable de acero de 3/8, un pretal y la denominada luz negra.
-El señor Nuño, trágico–lírico, discípulo del gran Gamarra -procede el Príncipe,
señalando al ex maestro cocinero.
El Nuño se inclina con un breve crujido de los pantalones.
-¡Ah! Gamarra, Gamarra... -dice Scarpa con aire mundano, como si aquel nombre
le atraje-ra recuerdos muy personales.
-El señor Oreste -prosigue el Príncipe-, transformista.
Oreste inclina el cuerpo (siente aún un chorrito de arena que resbala por
la espalda), encoge una pierna y revolea la mano derecha, lo cual, en principio,
desconcierta al señor Scarpa, que se frota los bigotes y revuelve los ojos.
El enano Perinola repite las presentaciones y saluda por su cuenta, cosa
que al Príncipe lo alte-ra profundamente, no así al señor Scarpa, que parece
ignorar su existencia.
-El señor Boca Torcida -dice el Príncipe, haciendo un notable esfuerzo para
no retorcerle el pescuezo al pigmeo hijo de mil putas-, caballista y pirófago.
-El señor Culo Torcido, pirollista y cabafago -gorgojea Perinola.
Boca Torcida aparta el asqueroso cigarro, echa una bocanada de humo que
borra por el momento su cara y escupe a los pies del señor Scarpa con notable
puntería.
-Creí que vendría solo -comenta Scarpa muy por arriba.
-Es así, en cierta forma, pues estos gentiles señores son mis ayudantes
coadjutores -verborrea el Príncipe-. Los tantos compromisos y muchos trajines
me han obligado a ello, querido maestro.
-Los tantos y muchos mean obligados, querido maestro. ¡Ja!
-Oye, no rompas -dice Scarpa brevemente a Perinola. Le halaga el título.
Es una costumbre que se ha perdido en estos roñosos tiempos.
-Supongo que comen -observa con todo.
-Son de buen diente -responde el Príncipe, que aunque está acostumbrado
a pasar hambre, en ese momento siente un enorme vacío en el estómago.
Scarpa se frota los bigotes aún más nervioso. Sin embargo, habituado como
está a las contra-riedades de este mundo, ordena al enano Perinola una jarra
de sangría y algunos bocadillos para agasajar a los amigos. Los señores
toman asiento en dos tablones a ambos lados de una mesa destartalada a la
sombra del carromato del señor Scarpa que se recorta oblicuamente sobre
la tierra pelada. El señor Scarpa pregunta acerca de lugares y personas,
y aunque parece interesado y hasta conmovido por los recuerdos que aporta
el Príncipe, sus ojos divagan de un lado a Otro, no ya alarmados o precavidos,
sino simplemente tristes.
El Príncipe menciona al pasar al hazañoso Carpoforo, campeón de lucha de
todos los géneros, incluida la lucha al aceite.
-¡Ah! Carpoforo, Carpoforo... -rememora Scarpa con verdadero cariño. Boca
Torcida, que está sentado a su lado, le arroja a la cara el humo de su apestoso
cigarro, pues la torcedura apunta di-rectamente sobre él, pero el señor
Scarpa se limita a apretarse la nariz con discreción cada vez que se frota
los bigotes. Boca Torcida, por lo visto, no sólo se siente cómodo con ese
nombre, sino que se comporta como si perteneciera a aquel grupo de señores
hace un tiempo, lo mismo que el perro que los ha seguido desde el puerto,
y que en este momento olfatea prolijamente una bota del señor Scarpa.
-Gracioso animalito -comenta éste con relativa sinceridad. Y añade, balanceando
peligro-samente la aguda punta de la bota:- ¿Es de ustedes?
-¡Califa! ¡El Mastín excéntrico! Ven acá, hijo -dice el Príncipe con absoluta
naturalidad.
Oreste lo mira a través de la mesa.
El chucho se acerca al Príncipe, que hace sonar los dedos.
-Saluda al señor maestro, hijo.
El chucho se para en dos patas y con las otras dos bonitamente recogidas
y la lengua afuera cabecea en dirección a Scarpa, que sonríe por primera
vez.
-Con franqueza, aparenta un perro cualquiera.
-Los verdaderos magistas ni siquiera se dan cuenta de que son tal cosa -dice
el Príncipe.
-En efecto -confirma Scarpa sacudiendo la cabeza y entrecerrando los ojos,
aunque no en-tiende muy bien a qué se refiere el otro.
El enano Perinola vuelve seguido por un tipo vestido con jubón y calzones
que trae una jarra enlozada y una bandeja de lata con algunos platitos y
unos jarros.
El señor Scarpa llena los jarros, y antes de beber saluda con el suyo en
alto a los señores. El Príncipe responde en la misma forma, pero los demás
desgraciados tienen las manos ocupadas en llevarse a la boca puñados de
maníes, trozos de galleta y unas grasientas rodajas de salame, que en eso
consisten o más bien consistían los bocaditos. Le queda el consuelo de comprobar
que el enano Perinola manotea en el aire, pues el señor Boca Torcida, que
es el más rápido, le aparta velozmente los platitos cada vez que trata de
alcanzarlos.
El señor Scarpa, siempre distante, pregunta por el célebre Erico Paoletti,
actor y maquietista del otrora famoso Gran Politeama que se lucía muy especialmente
en aquella ocurrente pantomima "Paolino Cagaverde"...
-"Paolino Siempreverde."
-Algo así... También hacía "El sillón endiablado".
-"La silla encantada."
-El sillón o la silla, lo mismo da... Eran otros tiempos... Por el payaso
Fornaresio, por "Torni-llo" Sacomano, el contorsionista del Circo Arcadia
y después del Nuevo Marconi, por el acróbata Pepe Rubertino, notable "perchista"...
-Se quebró la cabeza en el Coliseo.
-Ya estaba viejo.
-Últimamente trabajaba como "corona" en la Pirámide Olímpica, pero cuando
no lo veía na-die subía al trapecio. Así fue como se estrelló... Por el
gran Montenegro, Pío Montenegro, que hacía aquel riesgoso número de la escala
de sillas y la más impresionante imitación de la crucifixión de Cris-to
para el tiempo de la Cuaresma.
-Todavía la hace, pero ya no lo suspenden propiamente, sino que apoya los
pies en un ban-quillo, aunque ahora hasta despide sangre por medio de unas
mangueras de goma.
-Otro signo de los tiempos. La mecánica corrompe al genio.
Boca Torcida eructa con fuerza, pero incluso él siente una mierdosa nostalgia
por todos aque-llos nombres, esos raídos fantasmas que como la señorita
Lombardi atraviesan sin hacer ruido las mugrientas ruinas del Gran circo
de los hermanos Scarpa.
El señor José Scarpa apura el contenido del jarro y con voz atribulada memora
aquella época de esplendores, cuando el circo competía con el teatro y las
demás bellas expresiones y todos ellos eran tenidos como artistas y no poco
menos que por unos vagabundos, tal cual sucede ahora, esta otra época de
oscuridades en la cual el materialismo más desenfrenado ha corrompido las
buenas costum-
bres y, per
oblicua, envenenado el arte, promoviendo descaradas deformaciones del espectáculo,
como el biógrafo y otros engendros mecanicistas que usurpan el lugar del
talento. Véase si no la bochornosa situación de aquel gran circo (señala
con una mano huesuda la carpa agujereada, las jaulas pestilentes, toda aquella
trashumante miseria) disputado en otro tiempo por pueblos y ciudades, cuna
de grandes artistas como el preciado Montenegro o el fabuloso Tiberio Rocco–Guzzi
(a) Dedos Brujos, por no mencionar al propio Vicente Scarpa, justa de competente
ingenio, suceso de tanto regocijo, encantada figuración del mundo, ambulante
ilusión...
La voz de Scarpa se disipó en un susurro, y entornando los ojos quedó absorto
en la contem-plación de aquel pasado. El Príncipe, hondamente conmovido
por tal evocación, se puso de pie como empujado por un resorte, y si bien
el primer momento pareció que iba a pronunciar algunas palabras alusivas,
se abalanzó de golpe sobre el afilado señor Scarpa y lo abrazó o más bien
estrujó, aguantando una furtiva lágrima. El enano Perinola, no menos afectado,
abrazó una pierna del señor Scarpa y el señor Nuño se paró y se quitó el
sombrero.
Volvieron a sentarse. El señor Scarpa, que se había recobrado, llenó los
jarros, y haciendo un resumen de la situación, dijo:
-Hasta hace un par de años montábamos la carpa en la Plaza Municipal, luego
nos corrieron al barrio del Mercado y ahora, por fin, nos confinaron en
este baldío, que es poco menos como negamos la entrada a la ciudad.
-¡Puta Babilonia! -terció o torció Boca Torcida.
-Ahora son más los artistas que los espectadores y la mitad de las entradas
de favor.
El Príncipe comenzaba a alarmarse.
-En memoria de mi querido hermano, que Dios lo tenga en la gloria -el crápula
de Perinola mira con toda intención hacia lo alto haciendo visera con la
mano-, he tratado de sostener este negocio, quiero decir, este circo todo
lo posible.
La cara de Scarpa se iba endureciendo y transformando en la del conde Stroface.
-Precisamente con esa intención o casi obsesión fue que pensé en usted,
mi querido Príncipe.
-¡Querido y dilecto amigo!
-Pero...
-¿Pero?...
Scarpa suspira, calla un instante, aunque en seguida, con un gesto de entereza,
se repone Stro-face.
-Todo ha sido inútil.
-No entiendo.
-Muy simple. Querido amigo...
-Querido y dilecto amigo, diga usted de una vez.
-Mañana levanto la carpa y me marcho a Venezuela.
El Príncipe pega un salto.
-¿Cómo debo entender eso?
-Calma, calma, mi querido amigo. Permítame explicarle.
El Príncipe se vuelve a sentar, pero ahora se soba la cara y mira a Stroface
por un solo ojo.
-La situación es ésta. Y abrevio. El señor Alejo Carpodio...
-Conozco a ese hijo de puta.
-Yo diría más bien un hijo de las circunstancias.
-Cuestión de nombres.
-Bien; sea lo que fuere en su intimidad, el hecho es que ha prosperado en
la Venezuela como empresario.
-Eso confirma su naturaleza.
-Actualmente es dueño del Pabellón Nacional, que fuera el Gran Apolo...
-De los hermanos Calviño, que no eran hermanos propiamente, sino en sentido
alegórico. Trabajé con ellos hace cuatro años en Trevelino, lo más próximo
al culo del mundo. Francamente no sé cómo ha ido a parar allí.
-El señor Carpodio, en resumen, conociendo mi situación, me ha propuesto
asociarnos. La idea no me entusiasma, le confieso, pero no veo otra forma
de salvar lo poco que queda.
El Príncipe lo mira con expresión incierta.
-¿Y bien?
-Por lo que a usted toca...
-Por lo que a mí toca...
-He pensado...
-Ha pensado...
-...que o bien podría venirse con nosotros...
-¿A Venezuela?
-A Venezuela.
-¡Ni loco!
-O bien quedarse con una parte de los trastos, como compensación, digamos,
pues tendré que desprenderme de casi todos ellos, muy a mi pesar.
El Príncipe observa en silencio un punto en el cielo. Luego golpea la mesa
con un puño y con el tremendo dedo de la otra mano apunta al vidrioso conde
Stroface. Pero éste, que tiene mucho sentido de la oportunidad, lo detiene
con un ademán calmoso.
-Yo le ruego, mi querido amigo, que antes de tomar cualquier decisión, lo
medite, lo sopese. Mañana podríamos volver a hablar.
-¿Cuándo comienza a desmontar exactamente?
-Mañana mismo. Me llevará un par de días, usted sabe. El Príncipe vuelve
a apuntarle con el dedo.
-Desde ya...
-No, no diga nada ahora. Piénselo, le ruego. Estaré en un todo de acuerdo
con lo que usted resuelva en su foro interno.
-...en su forro interno.
-No rompas.
El Príncipe sacude el dedo de todas maneras, cada vez más cerca de la cara
de Scarpa, pero en esto se escucha un espantoso bramido que los suspende.
Boca Torcida muerde el cigarro y echa dos negros chorros de humo por la
nariz.
-¿Qué es eso? -pregunta el Príncipe, calculando que el Circo está a punto
de hundirse definitivamente, no sólo en sentido figurado, sino real, arrastrándolos
a ellos también, que ni siquiera figuran en el programa.
-Budinetto -dice Scarpa con naturalidad.
-¿Quién es tal?
Otro rugido, esta vez más prolongado.
-Ve, pequeño -dice Scarpa, dirigiéndose a Perinola-. Vigila que le den su
pitanza y que esos muertos de hambre no le quiten nada, empezando por ti.
Como me entere de algo te cuelgo de las orejas.
Luego, dirigiéndose a los demás señores, explica:
-Budinetto es una de nuestras mayores atracciones.
Y tomando aire recita:
-Se trata de un soberbio y majestuoso ejemplar de león africano amaestrado
a la palabra por el célebre beluario míster Crosby, que domeñando su natural
idiosincrasia selvática lo instituyó en variadas pruebas de toda índole,
como el salto a través del círculo y la emocionante peripecia de intro-ducir
la cabeza del señor Perinola entre sus fauces, espectáculo éste del que
Se ruega abstenerse a las personas fácilmente impresionables.
Mientras el señor Scarpa echa el parrafazo que antecede, el propio Budinetto
se levanta cubier-to de paja y bosteza abriendo la boca como para que entren
en ella Perinola y míster Crosby juntos. A primera vista tiene el aspecto
de un gato viejo un poco más grande que lo común tapado con un cuero deslucido
por el uso.
-¿Se incluye entre los trastos? -pregunta el Príncipe sin intención.
El señor Scarpa lo contiene con un gesto escandalizado.
-Jamás me desprendería de él... ¡Por nada del mundo! Pero luego de un silencio
huraño y cuando el asunto parecía terminantemente clausurado, añade con
disgusto:
-Sólo en un caso extremo, y según las garantías morales y profesionales
del proponente, sería objeto de negociación.
La señorita Lombardi vuelve a pasar, con una gorrita de terciopelo esta
vez, la leve señorita, manojito de encajes, muy dueña bonita.
Los señores se ponen de pie y saludan con una inclinación. El conde Stroface
se frota los bigo-tes, arruga el ceño, le tiembla un ojo.
Volvieron a la ciudad, que se oscurecía sobre un cielo remoto cubierto de
grandes plumas mo-radas. El reloj de la iglesia de Nuestra Señora del Buen
Tiempo, en lo alto del médano, ya estaba encendido.
Oreste piensa en Arenales. Recuerda el farol de viento en la puerta de la
barraca, la música que transporta el viento, la figura alada de Cafuné que
pedalea sobre el borde de espumas, el Bimbo que camina en dirección al faro,
las nubecitas de gaviotas que se elevan sobre los ladridos de Lucumón, la
fila de pescadores que se interna en la oscuridad, el Cara, el Pepe, la
Tere, unas enaguas blancas. Casi siente en su mano el cuerpo húmedo de la
Pila. Ésta es la hora de la Trova. Cuando despierta el Ángel.
El Príncipe pregunta dónde pueden alojarse, lugar pasajero sin ornato de
pompas. El Nuño propone de su conocimiento el Hotel Gran Oriente, cerca
del puerto.
-Demasiado impresionante -dice el Príncipe.
Callan.
Al rato comienza a guiñar el faro sobre el peñón de la Candelaria. No ven
la linterna, sino el chorro de luz que se hunde en el cielo y después gira
sobre Palmares, pasa por encima de sus cabezas y se pierde contra el último
resplandor del crepúsculo.
Oreste acaricia con un dedo el grillete del Aldebarán que cuelga de su cuello.
Las casas en lo alto del médano se blanquean un instante, antes de desvanecerse.
La noche su-be desde lo bajo y a medida que asciende estallan pequeñas luces
que se encaraman hasta el pie de la iglesia. Los cuerpos se borran también.
La mano de Oreste sube y baja casi transparente. Después am-bulan en la
oscuridad.
El carro se detuvo frente a una puerta de la que manaba una luz pegajosa
que lamió las patas del caballo, las ruedas del carro, la figurita movediza
del Mastín excéntrico Califa. Al costado de la puerta había un letrero enlozado
con la mitad de las letras remendadas:
CALDAS DEL REY
Pensión para caballeros
de López y Esteve
Boca Torcida entró y salió arrastrando un chorro de humo.
-Pueden bajar-dijo-. Casi es un palacio.
Oreste ayudó al Príncipe a levantarse del baño de asiento.
-Gracias, hijo. Estoy seguro de que estas Puñetas del Rey nos estaban esperando
hace tiem-po.
Aun sin saber lo que significaba la palabra Caldas, aquel nombre le pareció
algo auspicioso e inclusive una alusión personal, de manera que, hombre
hecho al camino, se recompuso en el acto de aquella penosa revelación del
señor Scarpa, sujeto relleno de maldad.
El Príncipe se indujo en la pensión de los señores López y Esteve precedido
por el Mastín ex-céntrico, que sacudía la cola y olía los zócalos de un
largo pasillo, reconociendo viejos superpuestos orines. Oreste y el Nuño
fueron detrás del Príncipe, mientras Boca Torcida quedaba en el carro.
Aguardaron un rato en un salón de paredes encaladas a que los ruidos que
se oían detrás de un tabique se trocaran seguramente en la persona encargada
de atenderlos. El piso de madera crujía y hasta se curvaba a cada paso.
Una grasienta bombita de veinticinco colgaba de un techo de ladrillos a
la vista sostenido por toscas vigas de quebracho. El salón contenía algunas
mesitas con mantel de hule, un mostrador, un florero con calas y peonías
de papel crepé, un reloj de péndulo, una salivadera, una estantería con
botellas y dos floreritos más, un diploma a perpetuidad, sobre el tabique,
de la Obra Pía de Tierra Santa a nombre de Maruca López Esteve y, al lado,
la foto envejecida de un esfumado señor con espesos bigotes, un sombrero
hundido hasta las cejas y los ojos retocados al lápiz, de manera que parecían
saltársele de la cara y a poco de mirarlos daban mareos.
Tuvieron bastante tiempo para observar todas estas menudencias de aposento
expuestas con sencillez, que rebosaban por otra parte un noble olor a acaroína,
por cuanto seguían los ruidos detrás del tabique.
Oreste descubre a través de la única ventana, en el extremo más alejado
del salón, la linterna del faro de Palmares suspendida en la alta oscuridad
como una navecilla de tranquilos y minuciosos fuegos, un enjambre de luces
que se agitan como pequeños engranajes en combustión.
Finalmente se abre una puertita en el tabique, y en lugar de los señores
López y Esteve, o por lo menos uno de ellos, se desliza de costado una señora
de notable aspecto y corpulencia que, con todo, parece trasladarse por el
aire. El Príncipe abre muy grandes los ojos, como para abarcar en su entera
plenitud aquella sobresaliente mujer, confuso y patituso por cuanto al mismo
tiempo siente un golpecito en el corazón. Hay cierta graciosa incongruencia
en la señora. El cuerpo es sencillamente una mole, pero de carnes prietas,
bien tramado, con una gracia vagorosa. Las piernas y brazos de puli-das
redondeces son resbalosos caminos que convergen al secreto tumulto de su
vientre. Los pechos, dos angelotes que se agitan en sueños y apuntan al
Príncipe con un dedo. Toda esta eminencia se halla revestida de un sencillo
batón de hilo estampado con un cuellito de valencianas. La cara de la dama
señora es algo aniñada, piel de nata, con dos hoyuelos en los mofletes,
ojitos estrellados, el cabello negro de lustres, partido al medio y recogido
por detrás con un moño.
La señora sonríe y los hoyuelos se encaman.
-Bienvenidos, caballeros -dice con un trino.
Y sus ojos repasan a los susodichos hasta reposarlos en el Príncipe. Éste,
haciendo el gesto de sacudirse cierto encantamiento, se quita el sombrero,
se golpea el pecho y tomando una mano de la señora dama, que se hunde como
si fuese de algodón, la besa con algún arrebato. La mano huele a jabón de
batea.
La señora suelta una risita de campanillas. El Príncipe presenta a los señores
Oreste y Nuño, transformista y actor trágico–lírico, respectivamente. Luego,
rebajando los ojos, sin alharaca pero también sin falsa modestia, se presenta
a sí mismo, el vero Príncipe Patagón.
-Recitador, mago–adivino, plumífero, vidente... -pregona Oreste. Pero el
Príncipe lo acalla con un gesto.
La señora junta las manos alborozada. En su puta vida ha visto de tan cerca
a un artista. Por lo general, los pocos que llegan a Palmares, como el Chucho
Morales, se alojan en el Central Palace.
El Príncipe expone que por motivos de oficio frecuenta tales lugares, pero
que por su naturaleza personal prefiere estos otros, sin relumbrón ni bullicio.
Por la misma razón suplica a la señora que no propague su presencia, pues,
en lo posible, desea expedirse de anónimo. Asimismo ruega le transmita sus
saludos y estas prevenciones a los señores López y Esteve, de los cuales
trae muy buenas referencias.
La cara de la señora se ensombrece.
El señor López, su hermano, murió hace cinco años de efecto causado por
el "grano malo" que provino a su vez de un agravamiento del "flechado" que
padecía por su costumbre de reposar a la sombra de una higuera.
-¿Colocó una torta de cenizas al pie del árbol?
-Yo misma lo hice.
-No sirve de nada. Debe hacerlo el propio enfermo y atar además un hilo
rojo al tronco.
-El señor Esteve, mi esposo -dirige una mirada lacrimosa al barbudo de la
foto que a esta altura tuerce los ojos-, reventó al año siguiente por "aguas
atajadas".
El Príncipe sacude la cabeza atribulado, no sólo por cortesía, sino porque
siente que se le re-tuerce el miembro, ya que este tipo de enfermedades
lo impresionan.
-Con todo, hizo una buena muerte -dice la señora.
Y vuelve a mirar al barbudo.
Oreste observa de costado la luz del faro, a través de la ventana. Cuando
apunta hacia ellos, es decir, en dirección a la casa, estallan unos anillos
de fuego, pero el corazón es una fría hoja de oro.
El Príncipe hace una breve referencia a las pesadumbres que en tan grande
proporción componen esta vida, y que se agravan en el caso de una criatura
tan sensible como la señora.
-Maruca...
-¡Maruca!
-López de Esteve.
-Ni de López ni de Esteve por torca decisión del destino, puesto que la
acomete una pérdida tan irreparable en la plenitud de sus encantos, en lo
puntiagudo de la vida, en la sazón del fruto.
La señora Maruca entorna los ojos, reclinada la cabeza, enrojece.
También él, Príncipe y todo, ha padecido semejantes despojos y aún mayores,
sin desmerecer los de la señora, por razón de que el Arte es un camino empinado,
más y más solitario cuanto más alto se trepa, ya que los halagos, con ser
muchos y apretados, no alcanzan tales alturas, quedando solamente en la
cima esa serena iluminación que asume y compadece todos sus pormenores.
-Entonces uno se convierte en el alma del mundo -dice una voz desde el oscuro
rincón de la ventana.
El Príncipe se vuelve y en ese mismo momento ve la negra silueta de Oreste
que se suspende en un fuerte resplandor. Pero se borra en el acto.
-Oreste... -llama el Príncipe.
-Sí, señor.
El Príncipe mira las sombras en silencio.
-Vas demasiado rápido, hijo. No te adelantes.
Con la llegada del Príncipe y su comitiva la pensión para caballeros Caldas
del Rey, sita en el pasaje de San Lorenzo número 299, la cual se recomienda
de toda fe a los pasajeros que transcurren por Palmares, cobró una animación
ni siquiera conocida en tiempos del señor López, quien, según refiere la
señora Maruca, además de reposar, solía tramar grandes comilonas debajo
de aquella higuera que finalmente lo liquidó y que, sin embargo, todavía
se conserva en el mismo patiecito de apariencia campestre alrededor del
cual se alinean las habitaciones, la cocina, un depósito y tres letrinas,
y que en este momento atraviesa el Príncipe esquivando ese árbol de pesadumbre,
seguido por Oreste, el Nuño y Boca Torcida con los bártulos a cuestas y
precedido por la señora Maruca, que porta un juego de llaves, mientras evoca
a su difunto hermano.
El Príncipe y Oreste se acomodaron en una misma pieza con idéntico techo
de ladrillos pinta-dos a la cal y a una altura que provocaba cierta sensación
de desamparo, dos camas con un ramito de ruda macho atado a la cabecera,
dos mesitas de noche con sendas carpetitas al crosé y floreritos de vidrio
y una palmatoria, una tremenda imagen de San Judas Tadeo con cara de muerto
de hambre, una barba hasta el pecho y una capa colorada como la del Príncipe
que andaba caminando por encima de unas piedras llenas de arrugas con un
báculo en la mano derecha y un libraco en la izquierda y al cual el Príncipe
saludó cortésmente, pensando tal vez, en la penumbra, que se trataba de
otro inquilino, acaso otro Príncipe.
La señora Maruca se contuvo en la puerta, lo que acrecentó el oscurecimiento
del cuarto, y quedó muy bien impresionada con aquel gesto del Príncipe.
El Nuño y Boca Torcida ocuparon una habitación más reducida con dos literas
y un Judas Ta-deo pequeño. Califa, que no padecía las "flechaduras" o "sombras
malas" por su condición de criatura animal, se acomodó debajo de la higuera
después de olfatear en redondo y dedicarle un chorrito.
La señora Maruca se marchó. Oyeron todavía su voz que vagaba por el patio
como bolitas de vidrio que golpeasen en el aire, tan vocecita, menudo, apretado
soplo, y después oyeron el ruido de los chirimbolos que quedaban por transportar,
y aun por el ruido el Príncipe los reconocía a cada uno.
-Oreste, ¿has visto otra tal maravilla?
-No de esas proporciones.
-Oye, estoy hablando en serio. No sólo me refiero al cuerpo, sino al alma
en suspenso dentro de él.
-Tú ves cosas que yo no veo.
-Porque todavía estás demasiado metido en ti mismo. En toda persona reposa
un ángel o un demonio. Busca el ángel.
-¿También en Scarpa?
-También en él. Está muy adentro, dormido y aun casi muerto. Cuando hablaba
del viejo circo Scarpa, es decir, del único Gran Circo Scarpa, porque el
viejo es éste, hablaba mitad Stroface y mitad el ángel. O por lo menos una
parte.
-Estaba armando la trampa.
-Sí. No lo vi en seguida porque yo atendía al ángel. Y el ángel estaba lleno
de verdadera tristeza.
-Tú amas demasiado a la gente.
-Tanto como tú. Haré de ti un buen Príncipe, muchacho.
-Y también tienes tu demonio.
-Lo tengo.
-Sólo que no es un desgraciado como el de Scarpa. Pero es tan malo como
él.
-Siempre se necesita un poco de maldad. Hay que saber ejercerla, es todo.
-Eso sí que lo veo, y me pregunto si ahora mismo no debiera apartarme de
ti.
-¿A qué viene? Puedes hacerlo de todas maneras.
-No... Tienes que hacer de mí un Príncipe, ¿no es así?
-Lo haré, muchacho. No te quepa la menor duda. Ahora ayúdame con esto.
Colocaron el baño de asiento debajo de la luz y luego Oreste se consiguió
un cubo y llenó el baño con agua fría mientras el Príncipe se desnudaba
y trotaba por el cuarto. Oreste trajo noticia de que por el lado de la cocina
había un alegre tumulto y muy compuestos olores.
-Creo que el Nuño ha metido mano ahí.
Efectivamente, cuando entró con el último cubo oyeron la voz del Nuño que
cantaba Cogollito de alelí, ruidos de cacharros y la risa campanita de la
señora Maruca. El patio se había oscurecido, pero se entreveía el pálido
esqueleto de la higuera. El Príncipe, completamente en pelotas, estaba de
rodillas, sentado sobre las piernas, y con los brazos en arco se movía hacia
uno y otro lado tocando el suelo con el codo.
-Este ejercicio se recomienda para las buenas digestiones y la hermosa cintura.
Trata de hacerlo.
-Estoy hambriento y cansado.
-Mejor así. ¿Quieres o no ser un Príncipe? Comienza entonces por domesticar
tu cuerpo.
-Ni lo siento.
-Cuando empecé esta vida enflaquecí y aun envejecí en apenas cuatro meses.
Luego me di cuenta de que el cuerpo puede ser un estorbo o una ayuda, casi
un amigo. Ni lo maltrates, ni lo regales. Hay que exigirlo y tenerlo flaco
y atado a una cuerda como a un perro... En los primeros tiempos el desgraciado
gemía y crujía igual que un barco viejo. Había noches que despertaba gritando
y las primeras semanas soñaba con tallarines al pesto, que eran mi debilidad
en la otra vida. Pero después se afinó y se secó y ahora anda liviano y
bien dispuesto y salta al camino a la primera señal... Desde en-tonces es
que veo las cosas en forma distinta, y todo es motivo de reflexión, compasión
y aun alegría, empezando por mi propia historia, que a esta altura se confunde
con la de todo el mundo.
El Príncipe se agachó, siempre de rodillas, hasta tocar el suelo con la
cabeza. Repitió ese movimiento varias veces, lentamente, subiendo y bajando
delante de la figura de San Judas Tadeo.
-Este otro ejercicio es para la flexibilidad de la columna. Se recomienda
para fortalecer las vértebras y quitar el cansancio de la espalda. Prueba
una vez.
Oreste trató de hacerlo, pero sintió un gran ruido en las tripas y un vacío
en la cabeza. Se tumbó en el suelo y quedó mirando el techo.
-¿Cómo empezaste esta vida?
-Cómo nací, quieres decir, porque hasta ese momento yo era un sorete cualquiera.
-¿Qué eres ahora?
-Un Príncipe. ¿Qué te figuras? Dueño de mi vida y en cierta forma dueño
del mundo, por eso me proclamo y me revisto Príncipe y puedo hacerlo con
otros porque está en mí sencillamente querer-lo y decidirlo.
-Eres un loco, eso es lo que eres.
-Si no empiezas por ahí vas muerto.
-¿Crees realmente lo que dices? Ni tú eres Príncipe ni yo lo seré nunca.
Somos un par de vagabundos, ésa es la verdad.
-¿Cuál es la diferencia? ¿A qué llamas un Príncipe? Empieza por ahí... Trata
de hacerlo. Vamos, es más fácil.
El Príncipe levantó una rodilla hasta la altura del pecho, tomando la pantorrilla
con ambas manos. Luego cambió de pierna.
-Este ejercicio es excelente para fortalecer el estómago. Respira solamente
cuando cambies de pierna.
Oreste trató de hacerlo, pero perdió el equilibrio. Las voces y las risas
se oían ahora aun a través de la puerta cerrada.
-Un día, por fin, me eché al camino sin volver la cabeza, y aquí estoy.
-¿De qué hablas?
-Estaba recordando cómo empecé. ¿No preguntaste eso? Yo hablaba siempre
de ese día, pero no me decidía nunca. La verdad es que jamás pensé que llegase
realmente. Ni siquiera lo tomé en serio el día que empecé a andar. Mi intención,
en el fondo, fue hacer la comedia.
-¿Para quién?
-Para mí mismo. Te debe haber pasado.
-Yo di un portazo y le grité a la "vieja" que iba hasta el Club, pero pasé
por delante del Club, el Sportivo Victoria, y seguí andando como si tal
cosa.
-Ahí lo tienes. A cada rato me decía "esto se acaba ahora mismo", pero notaba
cada vez que lo decía otro o por lo menos que había en mí uno que lo decía
y otro que seguía pateando en medio de toda esa miseria.
-Entonces di con el Camino.
-Eso es, el Camino. Has usado el tono justo. Por eso sólo te reconocería
como un Príncipe.
-Y encontré otros tipos que iban y venían como yo. Iban, no importa la dirección.
-Y te diste cuenta que los pies se te pegan a él, que no sólo es un lugar
de tránsito, sino una forma de vida, y entonces ya no puedes parar.
-No, no se puede.
-¿No te alegra? Estás vivo, quiere decir. El mundo te pertenece. No eres
un rasposo sorete que apenas camina lo que le permite el largo de la cadena.
Vas y vas, ¿eh, Oreste?... ¡Más alto esa pierna!
-Voy y voy.
-¡Más alto!
El Nuño cantaba ahora con la señora Flores negras.
El Príncipe paró la oreja.
-Escucha esa voz.
Escucharon. No era una voz estridente. Rodeaba y guarnecía la otra, pero
ondeaba como una encendida mariposa y quedaba en el aire, sonido y eco,
figura y sombra, dejo, regusto, para pensamientos.
Oreste aprueba con la cabeza. Es una buena voz la de la señora. Pero todo
es bueno en ese momento. La noche crece sobre sus cabezas, se enciende como
la carpa de un circo, se colma de bri-llos y desmesuras, vida liviana, vagorosa,
tanteo, tibio corazoncito del mundo, fiesta.
Terminados los ejercicios, el Príncipe se sumergió en el agua lentamente,
aguantándose con las manos de los bordes de la bañera, con una exclamación
sostenida, mientras se introducía, de placer y dolor a la vez.
-Es agua de bomba, ¿no es así? Oreste confirma con un gesto.
-En el primer momento no sientes nada, después el frío te arranca sencillamente
las entrañas hasta que pierdes la sensibilidad, y entonces sobreviene un
arrebato, un golpe de sangre y el cuerpo hierve entero. Todo en segundos.
-No veo la ventaja.
-Tienes mucho que aprender, hijo. Aun de tu cuerpo, que es una verdadera
maravilla, una máquina tan sutil. El Príncipe echó un viento que agitó el
agua.
-Hay varias clases de baños semicupios. Los fríos son estimulantes. Entre
otros beneficios, sirven para fortalecer el órgano genital.
-¿Qué te preocupa?
-No hay nada personal en el asunto. Hablo en términos científicos... La
sangre es repelida por el frío hacia el interior del cuerpo y luego reviene
como un fuego. La reacción es tanto más fuerte cuanto más fría es el agua.
El flujo de la sangre a las cavidades del estómago determina una descarga
de la cabeza y la cavidad torácica. Primera ventaja. ¿Comprendes?
Oreste sacudió la cabeza mientras escuchaba los gorgeos de Maruca que se
embrollaban con la voz tonante del Nuño, traspasaban la oscuridad del patio,
se colaban por las hendijas, rodeaban el cuarto y remontaban hacia el techo
de ladrillos.
-Con el aumento de la sangre los órganos del vientre funcionan mejor, como
puedes apreciar, de modo que los semicupios fríos activan las funciones
de los intestinos, de las vías urinarias y genita-les y, en general, combaten
la insuficiencia de sangre en éstos y otros valiosos mecanismos de los interiores.
El Príncipe se estaba poniendo rosado como un camarón, lo cual le daba una
apariencia algo irreal.
-¡Ojo! No se deben usar en caso de neurastenia sexual ni catarros de vejiga.
Para eso están los semicupios templados. Ahora alcánzame una toalla, ¿quieres?
Estos baños han de ser breves.
Oreste sacó del bolso una toalla deshilachada y se la arrojó. El Príncipe
la examinó con aire crítico de un lado a otro.
-Podrías darle un jabón y secarla al sol aprovechando ese patio. Soporta
la mugre con dignidad, pero no la fomentes.
Maruca y el Nuño habían dejado de cantar. Ella reía. Por ahí sintieron la
voz carrasposa de Boca Torcida y después su tremenda risa de bombarda que
tapó las otras. La frágil vida iba adelante, como una navecilla de papel.
El Príncipe se secó y cubrió con la toalla.
-Apaga la luz y abre la puerta de par en par, muchacho.
-¿Qué viene ahora?
-Hazlo, por favor. Estos baños se completan con algunos ejercicios respiratorios
al aire libre. Sin forzarse.
Oreste apagó la luz y abrió la puerta. La brumosa figura del Príncipe se
recortó en el marco contra el pálido resplandor del patio. Alzó y bajó los
brazos suavemente, como si fuese a emprender un vuelo.
-Dime, Oreste, ¿qué idea tienes de las mujeres? -preguntó al rato desde
aquellas penumbras.
-Ninguna en este momento.
-Es un tema importante.
-Sí, lo es. Pero ahora no se me ocurre nada.
-¿Has padecido alguna?
-Varias.
-No me refiero a lo trivial del asunto.
El Príncipe ha dejado de mover los brazos. Ahora está quieto frente a la
oscuridad. Las ramas blanquecinas de la higuera le brotan en los hombros
y la cabeza.
-De noche sucede como si me creciera el cuerpo y se me adelgazara la piel.
Ahora mismo me pondría en marcha. Es cuando más tira el camino.
Aspiró profundamente el aire nocturno, cerró la puerta y encendió la luz.
-Me pregunto cómo sena el señor Esteve... ¿No te bañas? Prueba una vez.
Oreste, que estaba echado en la cama, hizo un gesto afirmativo, sin mucho
entusiasmo. El Príncipe comenzó a vestirse y a tararear.
-Hay un mundo oculto en esa mujer...
-Ya lo creo.
-... pero ella misma lo ignora. Su alma empuja por dentro y se asoma a los
ojos. Esperando una señal.
-Y que tú la empujes por fuera.
-Tal vez ocurra eso, pero ahora hablo de otra cosa. No lo tomes a risa.
Puede seguir así el re-sto de sus días, es probable, pero todavía puede
saltar al camino y echar fuertes ramas y arder como un gran fuego.
Calló un momento.
-Ayúdame a vaciar este cacharro, ¿quieres? Yo traeré el agua.
Oreste se sentó en la cama. Lo miró a los ojos y sonrió con afecto.
-Me pregunto si no eres más que un loco. O un cazador.
Había otras luces encendidas en el salón y hasta una lámpara de querosene
con la pantalla de opalina que despedía una tibia luz anaranjada y las voces
y los ruidos bien encajados, rodando en lo hueco, y la señora Maruca que
recruzaba los espacios, enorme hermosura, como una nave, toda com-petente.
La mesa estaba dispuesta en el centro, debajo de la luz, con un florerito
panzudo al medio colmado de solitarias y corimbos de papel crepé. El Príncipe,
después de una discreta resistencia, ocupó la cabecera de la mesa, pero
dispuso que a su derecha se reservara un asiento para la señora Maruca,
aplicada, por el momento, a las tareas de prosa.
En la pared detrás del mostrador había una ventana de correr que, cerrada,
simulaba una repisa con su respectivo florerito, y que, abierta, comunicaba
con la cocina. De allí salían los olores y una buena porción de ruidos y
cada tanto la cabeza de una viejita con medio cigarro en la boca que sonreía
a los señores, saludaba con una mano huesuda y una vez tanteó una botella
que estaba en la estantería.
Después que se ubicaron los señores y sorbieron el primer trago de vino,
que templó sus estómagos y de rebote entibió sus corazones, la señora Maruca,
que a pesar de sus tamaños no sacudía el piso, transportó desde la ventana
una olla de barro que humeaba como un remolcador. Los señores aplaudieron
cuando todavía estaba en camino y mucho más cuando comprobaron que se trataba
de una cazuela de pescado a la catalana.
-En realidad es una especie o variante -explica el Nuño-, pues trae rebanadas
de pan frito frotados en ajo, que son un ingrediente de la bullabesa catalana,
aunque con propiedad se sirven apar-te, y el puré de tomate y las aceitunas
negras que son de la zarzuela de pescado a la catalana.
-El Arte es una perpetua combina -sentencia el Príncipe.
Y eleva la copa, que se enciende en su mano como un globito de luz. Por
encima de la cabeza de Boca Torcida, que no aparta los ojos de la olla y
empuña el tenedor como un garrote, descubre la lejana figura del señor Esteve,
cuyos puntiagudos ojos miran con severidad hacia la mesa. En general, los
comensales, incluyendo al discreto señor Nuño, comen con cierta ferocidad,
que el Príncipe procura disimular con citas y refranes de pertinente actualidad,
apelando a este género breve para que no se tomen demasiada ventaja. Así,
cuando el Boca Torcida eructa como un antropófago, el Príncipe carraspea,
y citando a Montaigne pronuncia la siguiente vaguedad: "Los grandes se jactan
de que saben guisar un pescado". Aunque luego se turba pensando que esa
grandeza puede ser tomada en otro sentido.
La señora Maruca rellena los platos y Oreste los vasos. La viejita observa
alegremente a través de la ventana y aplaude con sus resecas manos los fraseos
del Príncipe, que corresponde alzando el vaso. Las voces se exaltan. Todo
confluye. El salón se abrillanta por dentro cuanto más recrudecen las sombras
afuera. Navecita de luces, firme, serena, muy completa invención.
Boca Torcida dormita con el cigarro colgando de los labios.
El Príncipe, con los ojos enturbiados por el vino, mira fijamente a los
muy negros, redondos de la señora Maruca y recita subversivo este otro refrán,
del señor Berjane:
-"La buena cocina es como el amor: necesita tacto y variedad."
La vieja, que tiene un oído de tuberculoso, aplaude con fuerza. Oreste grita
¡Bravooo!... Boca Torcida se sacude en sueños. El Príncipe levanta el vaso,
con el cual de paso oculta la torva imagen del señor Esteve, y por debajo
de la mesa frota una pierna de la señora Maruca, que voltea los ojos y suelta
una risita. El Príncipe encuentra en las subyacencias una blanda, tibia
opulencia que no retrocede, antes bien se inserta.
Los refranes se multiplican y se complican. Por lo menos una vez la pierna
del Príncipe tropieza con la del Nuño que, por arriba, parece estar en otra
cosa.
A los postres, brazo de gitano o pastel de manzanas con dos sabias botellitas
de moscatel, el Príncipe, que había levantado la suficiente presión, improvisó,
a pedido de los circunstantes y en especial de la señora Maruca, que lo
empujó con la pierna, uno de sus más sentidos poemas. Al principio, como
de costumbre, opuso algunas resistencias, pero, antes de que lo tomaran
en serio y luego de corresponder al frote subterráneo de la señora con un
apretón de muslo que le calentó la sangre, se puso de pie de un salto y,
tras concentrarse unos momentos apoyando la cabeza en un puño, extendió
los brazos y encajando la voz recitó los siguientes versos de Manuel del
Palacio, según los iba concibiendo en la cabeza, atacado de una fuerte inspiración:
Ya de mi amor la confesión sincera
oyeron tus calladas celosías,
y fue testigo de las ansias mías
la luna, de las tristes compañera.
Tu nombre dice el ave placentera,
a quien visito yo todos los días,
y alegran mis soñadas alegrías el valle,
el monte, la comarca entera.
Sólo tú mi secreto no conoces,
por más que el alma con latido ardiente,
sin yo quererlo te lo diga a voces:
y acaso has de ignorarlo eternamente,
como las ondas de la mar veloces
la ofrenda ignoran que les da la fuente.
Pronunció las últimas palabras con una gran voz señalando indiscutiblemente
a la señora Maruca, que lanzó un chillido y palmoteo con un total y maravilloso
estremecimiento de sus corpulencias. Oreste, que miraba el aire totalmente
extraviado y apenas podía sostener la cabeza, tragó aire y lanzó un ¡Bravooo!
que le hinchó las venas del cuello. El Nuño aplaudió somero, pero franco
leal por los internos conmovido. Boca Torcida aplaudió también, pues despertó
cuando oyó "la ofrenda ignoran que les da la fuente". En cuanto a la vieja,
sacó medio cuerpo por la ventana y aplaudía golpeando las manos como dos
tablas, plac, plac, plac, sin arrebatarse ni aflojar, parejo, que es el
aplauso de más aliento.
El Príncipe agradeció con repetidos cabeceos, pero tanto recrudecieron los
presentes, que tuvo que recitar un viejo poema suyo de Luis Martínez Kleiser,
compuesto en ocasión de ciertos desvelos, hoy cenizas, y bautizado "Tus
ojos", que recitó tembloroso mirando directamente a los de la señora Maruca,
que aguantó sin pestañear, aun en aquel pasaje de precipitados versos que
el Príncipe recitó ahuecando la voz, removiéndose in situ como si lo aguantaran
fuertes cordajes:
Ojos que saben hablar,
ojos que saben reír,
ojos que saben herir
y ojos que saben besar;
ojos que hielan o abrasan
y que, con nieve o con lumbre,
dan o quitan pesadumbre
por dondequiera que pasan.
Se reprodujeron los talcuales, y hasta el Boca Torcida aplaudió esta vez
en conciencia, medio enderezado para el Arte.
El Príncipe agradeció con su natural modestia de oficio prescripta, besó
la mano de la señora con gracia externa y pasión interna, pues en el mismo
acto frotó rápidamente su piel con la punta de la lengua, y se sentó con
un principio de erección que pasó a vía de hechos cuando sintió por debajo
de la mesa que las dos piernas de Maruca, que eran casi otras dos personas,
dos maruquitas, rodeaban y apretaban la suya con rara y excitante acrobacia.
Como era de esperar y en orden de programa, el Nuño cantó un par de canciones,
muy mejorado, ya profesante, casi diácono, artista de buenos pertrechos,
bien embocado.
Volaron los aplausos y los bravos, más fuertes esta vez por cuanto afuera
se espesaba el silencio, se ahondaba la noche, se sumaban las oscuridades.
Y entonces sobrevino el suceso. Callaron todos de golpe sin orden ni decreto.
Y entró la noche como persona y fue una especie de eternidad que moró entre
ellos.
Y en ese punto, muy suave primero, brotó como una agüita que se despeña
la voz trinada de la señora Maruca en un dulce canto de tranquilas tristezas,
ese que dice:
Paloma de la tarde
que entre rotas espumas
de tan lejos vienes
y reposas confiada
en mi florecida mano,
dime qué dice el amado,
allá en la otra orilla
de donde vierte la noche,
dice qué dice, paloma.
Y entonces sobreviene el coro que fragua un susurro, estribillos, murmullitos,
nada expreso, amor herido, gemido. Del cual, todavía no acallado, resurge
la voz solitaria, aún más aérea, que refiere otras reflexiones, más pormenores,
esos ahogos del bienquerer.
Y regresa el coro, ahora inclusive con la voz estropajosa del Boca Torcida
y la cascada menudita de la vieja señora. Y así, todos Príncipes, emprenden
alados el retomo a la distante orilla, en dulce persecuta detrás de la paloma.
-Oreste -la voz del Príncipe se eleva en la oscuridad del cuarto-, ¿no fue
una maravilla?
-Lo fue -dice Oreste medio dormido. Y entonces despierta y recuerda y la
oscuridad se en-ciende con aquel recuerdo todo presente.
-Lo fue, señor.
-Estas cosas no se repiten, hijo. Son todas de una vez.
-Así son.
-Las trae el camino. No las busques en otra parte. Tantas y más veces cuanto
más liviano y despojado uno está.
-Tú no estabas ni tan despojado ni tan liviano.
-¡Hablo en figuras! No cambies...
-Claro...
-Porque entonces ves lo invisible.
-Sí, señor.
-Lo que mora en la profundidad de la gente.
-También en Perinola, ¿digamos?
-También en ese rufiancito.
-Más reducido tal vez.
-Igual por lo menos.
-Sí, señor.
-Toda la gente.
-Sí, señor. Callaron.
-Mañana tenemos un día agitado.
-¿Qué apuro?
-Tengo que ver a Scarpa antes que se marche.
-Dijo un par de días.
-Es capaz de haberse ido esta misma noche.
-¿Has resuelto algo?
-Claro que sí. En el mismo momento que ese hijo de puta disponía la trampa.
Entonces vi un punto en el cielo sobre su cabeza y ahí mismo abarqué todo
el camino.
-No entiendo...
-¿Sabes lo que voy a hacer? Oreste cambió de posición en la cama.
-No... -dijo con cierta aprensión.
-Óyeme..., hubiera podido marcharme con él a Venezuela y pasarla bien, o
en todo caso me-jor.
-No has dicho lo que vas a hacer. El Príncipe calló un instante.
-¿Qué piensas?
-¡Dilo de una vez!
-Un circo, sí, señor.
-¡Ja!
-¿Con qué?
-No grites. Contigo y el Nuño y Boca Torcida y el Califa...
-¡Me haces reír!
-¿Para qué es un circo? Y Carpoforo...
-¿Quién?...
-El forzudo ése, ¿recuerdas? Tú irás y hablarás por mí, es decir, por ti.
Mañana mismo.
-¿Yo?
-¡Tú!
-Estás loco. Nada menos que con el mastodonte ése. Cuando le diga de qué
se trata me re-tuerce como un alambre.
-¿Eres o no eres un Príncipe?
-No me vengas con ese cuento.
-No trates de engañarte. Pruébalo. Oreste calló un instante.
-¿Y quién más?
-Y Budinetto, por supuesto.
-¿El león?
-El león, o lo que sea.
-Sácatelo de la cabeza.
-Haré un Príncipe también de ese cascarriento.
-Scarpa no lo suelta por nada del mundo. Te lo ha dicho.
-Todo lo contrario. ¿Cuándo aprenderás? Es parte de la trampa. ¿Sabes lo
que come un león?
-Me imagino.
-Ése es el problema. Ya lo resolveremos.
-¿Hay alguien más?
-Los habrá...
-Me parece demasiado loco.
-Empiezas a verlo.
Callaron otro rato. La oscuridad y el silencio los cubrían por entero.
-¿Has pensado en el nombre?
-Por supuesto. Se empieza por ahí.
-¿Cuál es?
-¡El Circo del Arca! -dijo el Príncipe, como si lo anunciara a una multitud.
Oreste repitió mentalmente el nombre.
-¿Te gusta?
-Un poco pomposo.
-Naturalmente, es un circo.
-No en ese sentido inocente. En fin, suena bien. Pero, ¿por qué del Arca?
-Piénsalo.
-¡Y dale!
-"Prepárate un arca de maderas bien cepilladas..."
-"Y la calafatearás con brea por dentro y por fuera."
-¿Eres hombre de religión?
-No. Me gustan los barcos. ¿Tú?
-Soy un mago.
-Y bien, no has dicho por qué.
-Cae de su peso. ¿Acaso no somos los sobrevivientes de un gran naufragio?
-Hay otros por ahí. Mascaró, el capitán. Alfonso Domínguez, el Lucho....
ese loco de Cafuné.
-Ellos no son sobrevivientes.
-¿Qué son?
-Tendrías que ser uno de ellos para entenderlo.
Oreste se encogió en la oscuridad y apretó con los dedos el grillete del
Aldebarán. Luego alzó la mano en la oscuridad y sacudió levemente la pulsera
de caracoles.
No, no era uno de ellos.
-Buenas noches, señor.
-Celesta y Compuesta, hijo.
El Príncipe se levantó en la madrugada, encendió la vela de la palmatoria,
revolvió en un bol-so. Sacó un libro de tapas ajadas con algunos parches
de cinta adhesiva en el lomo, un fajo de papeles y un lápiz de tinta.
Oreste dormía vestido. Tenía una expresión de agrado que le venía de adentro,
traspasaba la barba, la piel quemada por el sol, esa corteza de arrugas
con que reviste el camino. Vagaba liviano en la cavidad de los sueños sin
la tristeza que empañaba a menudo sus ojos, lo suspendía en el tiempo, lo
cubría de una fina ceniza. Oreste celeste.
El Príncipe acomodó la almohada contra la cabecera, se sentó en la cama
desparramando su largo cuerpo cubierto con un camisón de muselina que tenía
la apariencia de una bolsa y abrió el libro, que no era otro que el célebre
y enjundioso Corresponsal del amor, del profesor Gery Willmans, autor, entre
otras, de obras de consonante sustancia, como el Diccionario de los sueños,
de gran mérito por su bagaje científico como por su penetrante conocimiento
del alma humana, con referéndum de sueños históricos notables, el sueño
de los animales y su significado, análisis de sueños sexuales típicos y
otras cabales fantasmagorías, el Novísimo arte de escribir cartas con el
sistema más moderno de co-rrespondencia familiar, comercial y amorosa, Los
sueños y sus números afortunados y Técnicas y reglamento moderno del fútbol,
en el cual se exponen las precisas para juzgar con sabiduría las múltiples
alternativas de este gentil deporte.
La tapa del libro, engrasada y descolorida, mostraba en un recuadro, a la
derecha, la imagen de una pareja con las manos castamente entrelazadas.
Los colores no encajaban en su exacto lugar, pero el conjunto, de cualquier
forma, resultaba de gran solvencia estética. Ella sostenía un ramo de claveles
rojos, que son el símbolo del amor puro y sincero, sazonado con algunas
flores de artemisa (felicidad) y otras de dondiego de la noche (timidez),
un lirio (sencillez, ingenuidad), una rosa blanca (castidad) y algunos tréboles
(abnegación). Su mirada se remontaba al cielo, mientras él, con un saco
curiosamente verde, le murmuraba algo al oído y, por defecto de la impresión,
con un ojo apuntaba al lector. En otro recuadro, a la izquierda, había un
par de escarpines para bebé, rodeado de rosas rojas y hojas de hele-cho
fino.
En la primera página se resumía el contenido del libro en los siguientes
términos:
Corresponsal del amor
Quien ama y persevera vence la
piedra más dura. - Aragón
Este volumen contiene: El arte de agradar, consejo a los solteros. - El
amor de las casadas. - La viuda. - Diccionario del amor. - La más completa
selección de cartas amorosas y versos apasiona-dos.
Cuidadosamente ordenado y compilado por
Gery Willmans.
El Príncipe tenía en este libro una fuente de constante inspiración, y si
bien lo conocía casi de memoria, cada vez que lo hojeaba descubría nuevas
y escondidas iluminaciones, como acontece con toda obra de real ingenio.
Tomando en cuenta esta experiencia y luego de echar otra mirada a Oreste,
que suspiraba y reía en sueños retozando su alma vaya usted a saber en qué
jocundas peripecias mientras su cuerpo estaba ahí tirado, un carajo de trapos
y fatigas, releyó el breve y sustancioso capítulo dedicado a "El amor de
las viudas". Que dice:
"El primer pensamiento de una mujer casada es pensar en cuándo será viuda,
ha dicho San Cipriano; y sin pretender discutir la razón que pudo tener
este santo varón (que por lo visto se ocupaba demasiado de las cosas terrenas)
al hacer semejantes afirmaciones, diremos, en lo que al objeto de este libro
atañe, que la viuda reúne la experiencia de la casada y la libertad de la
soltera, condiciones que la colocan frente al amante en una posición muy
favorable para conseguir la victoria en el combate amoroso.
"Tiene el desconsuelo de la viuda un término, como lo tienen todas las cosas
de este pícaro mundo; y generalmente hablando, no se hace esperar mucho
el de la mujer que ha probado el delicioso néctar de Cupido. Cuando una
viuda es joven y hermosa no puede ser muy duradero su dolor; solicita-da
constantemente, cederá pronto a los deseos del solicitante y se verá éste
satisfecho si sabe consolar-la de sus aflicciones.
"El amor de la viuda exige un tacto exquisito, pues además de emplear en
ella cuanto dejamos dicho al tratar de las casadas y solteras, hay que hacerla
olvidar el pasado y colmar de felicidades su presente. Algunas viudas se
entregan al amor sin renunciar a la libertad, y en este caso hay que tratar-las
como a las casadas."
El autor alude a las instrucciones contenidas en el capítulo anterior, titulado
"Las mujeres casadas y el amor", en el cual se exponen con brevedad pero
indudable pericia las argucias y prevenciones en este tipo de relación,
tan excitante cuanto peligrosa, exhibiéndolas, sin embargo, de modo natural
por la índole técnica del libro y por el hecho de que tales combinaciones
se producen en una proporción muy elevada, lo que induce a un tratamiento
científico de las mismas.
Naturalmente, el libro se refería a casos ideales, en estado puro, y dependía
de la perspicacia del lector aplicarlo a los casos particulares.
Oreste se revuelve en sueños, luego se aquieta y sonríe. Anda en pasajes
muy alterados, sal-ando sin peso de uno a otro.
Vida apretada en el ínterin.
Para el caso muy particular del Príncipe las circunstancias aconsejaban
un examen detenido de las distintas y superpuestas cualidades del objeto,
como asimismo de los pormenores externos. Al estado de viudez se sumaban,
por ejemplo, el temperamento devoto y, en aparente contradicción, la catadura
artística del objeto, a lo cual había que añadir, en lo externo circundante,
lo pasajero de la relación y lo repentino de la decisión. En resumen, tras
sopesar in extenso cada ítem, lo pertinente era tramar una misiva que, en
principio, combinara los modelos de la declaración a una viuda joven, de
un viudo a una viuda y de un viajante a una dama del pueblo recetadas por
el "corresponsal", las que en términos generales se acomodaban con uno u
otro aspecto de la persona consistente.
El Príncipe aparta el libro. La llama de la vela proyecta su tremenda sombra
contra una de las paredes y parte del techo. Ahora alcanza a oír el ruido
del mar, semejante al de un tren que hiende la noche. Así suena.
Oreste duerme tranquilo, apenas una figura.
Bien; el plan era así. Como armazón tomaría la carta de un viajante a una
dama que vive en el pueblo, que era la que mejor se adaptaba a las circunstancias.
Podía traspasarla entera, aunque no era su costumbre. De cualquier forma,
siempre había que torcer algunos giros y añadir ciertos detalles que reforzaran
lo personal del asunto. Varios pasajes de la declaración de un viudo a una
viuda vendrían muy bien para destacar la seriedad de las intenciones y el
espíritu solitario del recurrente, como otros tantos de la carta de un soltero
a una viuda joven para transmitir los desvelos de una pasión a duras penas
contenida y figurar los arrebatos propios de esa misma pasión.
El Príncipe relegó detenidamente cada una de las cartas, subrayando muy
liviano con el lápiz los pasajes que iba a utilizar. Luego sacó el cajón
de la mesita, lo dio vuelta y apoyó contra la madera del fondo una hoja
de papel cuyas puntas enderezó con un poco de saliva. Por fin mojó la punta
del lápiz y escribió lo que sigue (en bastardilla los añadidos del Príncipe):
"Tres de la madrugada (le pareció un detalle dramático, más o menos inspirado
en la carta de Werther a Carlota, que podía o no corresponder a la realidad,
pues ignoraba la hora, aunque aquél era un tiempo sin medida, y que de todas
maneras se ajustaba al atinado consejo del "Corresponsal" de que las cartas
amorosas no se fechan).
"Amiga mía:
"No interesa lo que usted pueda pensar de este hombre, pero una larga soledad
me obliga a dirigirle las siguientes líneas. Ante todo, estoy plenamente
agradecido a esa feliz iniciativa de venir a este pueblo. Mi intención fue
conocerlo y hacer planes para futuras visitas, pero cambiaron repentina-mente
mis intenciones desde el instante de haberla conocido.
"He comprendido, después de haber recorrido mucho mundo, que no encontraré
otra mujer igual, otra compañera ideal, como la que he admirado y apreciado
desde el primer momento que la vi. Mi corazón encendido por las chispas
que despiden sus hermosos ojos negros arde de amor por usted, pero esta
pasión recrudece por la enorme pérdida que ha padecido usted y que acaso
le impida fijar su atención en mi modesta persona.
"Sin embargo, cuando el amor se empeña en enjugar las lágrimas de una viuda,
ellas pierden su amargura.
"Rendido ya el debido tributo a la memoria de su malogrado esposo, el irremplazable
señor Esteve q.e.p.d., hora es de que permita que haya quien pueda endulzar
sus lágrimas y que su corazón admita los consuelos de un nuevo amor. Siendo
usted joven y hermosa, no puede condenarse a vivir en la soledad, privándose
de aquella felicidad a la cual tiene todo derecho. No sólo el amor es una
necesidad del corazón, sino que también es la misión que tiene la mujer
en la Tierra: la de amar.
"Sería la mía mucha exigencia pretender que deba usted amarme así de un
momento. Sin embargo, estimo que sólo nosotros, tan golpeados por la adversidad,
podemos lograr un nuevo paso feliz y permanente en este mundo, que es breve
e ingrato para los solitarios, y las criaturas de tan fina sensibilidad
como la suya.
Como el Príncipe no se decidiera por ninguno de los tres finales, optó por
incluir los tres, pues si bien expresaban más o menos la mismas formalidades,
cada uno añadía un toque sutil, cierto apremio muy personal, otra urgencia.
Moja el lápiz y escribe pues:
"Sería cruel que usted no interprete o adivinara la ansiedad con que espero
su respuesta, el SÍ que nos haga compartir nuestras vidas, con lealtad,
devoción y cariño hasta la muerte.
"Sólo pienso en su respuesta; tan enamorado como me encuentro, espero de
parte suya su gentileza y sinceridad, y hasta caridad tratándose de una
persona tan religiosa como usted.
"Vivo, pues, estos instantes pendiente de su decisión; una profunda aflicción
turbaría mi ser al sólo pensar que mi presencia no haya despertado en usted
ningún sentimiento de afecto; partiría desolado y desalentado, y es porque
en verdad la quiero con todas mis potencias.
"Sin más por el momento, le recalco que estoy pendiente de su respuesta,
rogándole que tranquilice cuanto antes mi corazón infundiéndole un poco
de esperanza.
"Reciba usted, entretanto, los respetos del que es su más atento y affmo.
S.S.– Q.S.M.B.
P.P."
El Príncipe releyó la carta lamiéndose los labios manchados de tinta violeta
y, tras añadir al-gunas comas y puntos y comas que le otorgaban un carácter
más erudito, enrolló el papel y lo sujetó con una hebra de la capa.
Antes de apagar la vela echó una última mirada a Oreste y otra a San Judas
Tadeo, que caminaba casi sobre su cabeza. Después sopló la llama y lo borró
la oscuridad.
Un gallo cacarea a lo lejos, pero el Príncipe duerme como un leño.
Cuando llegó al circo ya habían desmontado la carpa, que yacía en el suelo
como un roñoso pellejo, y todo parecía más ruin y más sucio. El enano Perinola
vino saltando a la rueda, pero el carro siguió de largo, y aunque los acompañó
saltando también y hablándoles cabeza abajo como a través de un cañito,
ellos no le prestaron la menor atención.
-Buenos días, monseñor -decía el enano.
Y como ellos no le respondiesen lo hacía él mismo.
-Buenos días, Perinola, mi pequeño gigante.
-¿Deseaba algo, monseñor?
-Sí, maltrecho. Triturarte los huesitos uno a uno.
-No tengo huesitos, monseñor.
-¿Ah, no? ¿Eres de mierda, acaso?
-De aire, monseñor. Es decir, enteramente al pedo.
-¿Has oído eso, Culo Torcido? ¿No es acaso una pintoresca inmundicia?
-No sé lo que es. Pero lo aplastaré con la rueda si sigue ahí.
-Claro que sigue ahí. Tuerce un poco a la derecha.
-¡Piedad, monseñor! ¡No lo haré más! ¡Lo haré más! ¡No lo haré más! ¡Lo
haré más!...
Y el desgraciado saltaba tan rápido que aunque el Príncipe lo miraba de
reojo estuvo a punto de marearse.
-¡No rompas tan temprano! -ésa fue la voz de Scarpa, que salió de abajo
de la carpa con un casco puntiagudo en la cabeza.
Tenía muy mal aspecto y una mirada triste que el Príncipe trató de evitar
para no apartarse de sus propósitos.
Unos fulanos cargaban en un camioncito un bombo y una trompa de armonía.
Ya había arriba una estufa de carbón, un armonio, un potro de madera, un
velocípedo y un par de baúles.
-Nunca pensé que llegase este día -dijo Scarpa con voz tétrica.
Miraba al camioncito.
-Bueno, si no era hoy hubiera sido mañana -dijo el Príncipe, pensando que
Scarpa exageraba las cosas. Scarpa sonrió débilmente.
-No me entiende. Aquí termina el Gran Circo Scarpa, es lo que quiero decir.
Son acreedores.
El Príncipe, aunque se arrepintió en el acto, no pudo evitar palmearlo en
un hombro. Scarpa, con todo, no se aprovechó de la situación.
-En fin, vamos a lo nuestro -dijo, apartando los ojos del camioncito y señalando
la mesa que todavía estaba ahí, a un lado del carromato.
-Bien: ¿cuál es el trato?
El Príncipe se sorprendió de la franqueza de Scarpa.
-Mi querido y dilecto amigo... -comenzó a decir. Pero Scarpa lo paró con
una mano.
-Al grano.
De cualquier forma, y mientras reconocía el terreno por si se trataba de
una nueva trampa, el Príncipe recordó al señor maestro José Scarpa, hermano
en cuerpo y alma del ilustre Vicente Scarpa, los tremendos esfuerzos que
había hecho para llegar hasta ahí, incluyendo una travesía, casi un descu-brimiento,
en un extravagante piróscafo irónicamente llamado...
-Mañana. Lo conozco. He viajado en él. Efectivamente, tiene sus ocurrencias.
-Y luego...
-En lugar del Gran Circo de los Hermanos Scarpa...
-Del glorioso y afamado...
-... usted se encuentra con esta mierda.
-...a cuya memoria me remito...
Scarpa y el Príncipe se miran a los ojos. Scarpa se rasca el casco.
-Una vez más le pido mil perdones por todos esos contratiempos, que ya conozco.
Bien otra era mi intención cuando le escribí a usted. El Destino quiso otra
cosa.
La palabra Destino era categórica, y cayó entre los dos como una piedra.
-En fin, ¿qué decide usted?
El Príncipe tomó aire y con igual franqueza expuso su proyecto al señor
Scarpa, que escuchó con atención. Antes de opinar observó cómo otros dos
fulanos se alejaban llevándose uno de los caba-llos y un lote de faroles
a mantilla.
La señorita Lombardi sacó la cabeza por la ventanita de uno de los carromatos.
Quedó ahí hasta que el caballo desapareció de la vista.
-¿Qué espera que le diga? Es una locura, por supuesto. Pero lo envidio a
usted. Todo es cuestión de tiempos. El mío ya pasó.
-¡Mi querido y dilecto amigo!...
-Sí, ya sé que lo lamenta tanto como yo. Es muy triste ver desaparecer a
un gran circo. Así se fueron el Hippódrome, el Coliseo, el Apolo, el viejo,
Apolo, el Olímpico, el Pabellón Oriental...
El Príncipe lo contuvo con un gesto de pesadumbre y se golpeó el pecho.
Aquellos nombres transitaban por su cabeza como los viejos y grandes barcos
que el capitán Alfonso Domínguez veía pasar por la borda de babor.
-Y ahora el Gran Circo de los Hermanos Scarpa.
-El más glorioso y afamado...
-¡Gracias!
Scarpa hundió la cabeza, es decir, el casco entre las manos y permaneció
así un buen rato. Luego se golpeó una pierna y se recompuso.
-Bien; diga usted.
El Príncipe tuvo que hacer un verdadero esfuerzo, pues de buena gana hubiese
remitido todo al carajo. Con voz todavía velada por la emoción enumeró brevemente
sus pretensiones. Quería uno de los carromatos, algunos metros de carpa
y el león.
Scarpa pegó un salto.
-¿Qué león?
-Creo que el único, si es enteramente un león.
-¡Está usted loco!
-Bueno, es lo que usted en cierta forma acaba de alabar.
-No lo tome al pie de la letra. Sólo el carromato vale un platal.
-Supongo que no piensa llegar con ellos a Venezuela.
-Eso no cambia la cosa. Hablo del precio en términos de mercado.
-Con lo que rebaja usted mi valor a esos términos. El Príncipe lo dijo sin
rencor, tan sólo con un poco de tristeza. Eso a Scarpa lo mató.
-Bien; dejemos de lado el carromato. Pero el león, mejor dicho Budinetto,
porque leones hay muchos y Budinetto uno solo... ¡Jamás! Y no aludo aquí
al valor económico, que es elevado por cierto, sino al valor...
-Moral.
-Llamémoslo así. Son muchos años que tiramos juntos.
-Quiere decir que es viejo.
Scarpa no se inmutó.
-¿Sabe usted acaso cuánto vive un león?
-No.
Tampoco aclaró el punto, de manera que la duda quedó en el aire.
Aquí el Príncipe decidió tomar la iniciativa, porque si Scarpa seguía en
esa línea se iba todo a pique.
-Mi querido y dilecto amigo, pongámonos en razón. Respeto sus sentimientos,
pero Budinetto es un anciano. No soportará ese viaje a Venezuela. Nosotros
nos limitaremos a mostrarlo y a que ruja de vez en cuando, si está inspirado,
pues a la gente de estos pueblos, que en su puta vida ha visto un león,
le basta con eso.
-¡Por favor! Budi es capaz de eso y de mucho más.
-Puede ser. Quizá con un poco más de alimentos y un poco menos de zozobras...
-¡Qué quiere usted insinuar!
-Nada que no sepa.
-¡Me hiere usted! -gimió Scarpa con ingenuo dolor.
-¡Mi querido y dilecto amigo!...
El Príncipe vuelve a palmearlo en el hombro sinceramente arrepentido de
haber empleado esos términos. Entonces Scarpa, que no lo pierde de vista,
propone que por lo menos le dejen a cambio el carro de Boca Torcida, que
al oír esto se atraganta con el humo.
La discusión se embrolla. Scarpa insiste en las por ahora ocultas virtudes
de Budinetto y hasta ordena al enano Perinola que meta la cabeza dentro
de la boca del león. Esta inopinada peripecia excita la imaginación del
Príncipe, que en lugar de rechazarla, como corresponde, insiste en presenciarla.
Scarpa, disimulando su contrariedad, procede a despertar a Budinetto con
grandes y fuertes conjuros. Al cabo de una hora el león abre un ojo. Scarpa
atribuye esto a su humor caprichoso, por lo general una ventaja, pues a
menudo es motivo de formidables ocurrencias. Sea como fuere, al cabo de
otra hora, y por efecto en realidad de un certero puntapié que Scarpa le
suelta con disimulo, Budinetto abre la boca, que despide el aliento de un
cadáver. Le faltan unos cuantos dientes.
Perinola, a una señal imperiosa de Scarpa, traga aire y mete la cabeza dentro.
El Príncipe, con todo, hace un gesto de decepción.
-¡Más adentro! -ordena entonces Scarpa. Perinola empuja otro poco, no mucho.
-¡No va más! -se oye una vocecita estrangulada que al parecer sale por las
orejas del león.
El Príncipe tampoco dice nada. Se sacude sobre las puntas de los pies con
aire crítico aguar-dando que de un momento a otro Budinetto cierre la boca
y se quede con la cabeza adentro. Pero Scar-pa, que parece adivinar sus
negros pensamientos, tira del enano. La cara del pobre Perinola, toda em-papada,
arde como un fósforo. Budinetto sigue con la boca abierta. Scarpa empuja
las mandíbulas y la cierra como un baúl.
-¿Y bien?
-Algo lento. Pero podría disimularse con un redoble.
Recién al caer la tarde, después de haber regateado, suplicado, condolido,
negado, evocado y aun amenazado hasta el cansancio, por el solo hecho más
bien de probar sus fuer/as, llegaron a un acuerdo. El Príncipe se llevaba
a Budinetto, el carromato, un caballo de tiro, unos metros de lona y además
una cometa. Scarpa, aparte de la reparación por daño inferido, se quedaba
con el carro y los arreos, sin el caballo, y a cambio de la trompeta con
una vade recto o talismán de San Son relleno con hierba de lagarto, también
llamada "yerba de poder", de efecto conciso contra toda clase de mal o cualquier
combinación de los mismos, que seguramente iba a terminar con su yeta.
Hubo una breve pero conmovedora despedida entre Scarpa y Budinetto, que
abrió un ojo cuando Scarpa le besó el hocico.
Y ahora, por fin, el Príncipe y Boca Torcida emprenden el camino de regreso
a la pensión para caballeros Caldas del Rey a bordo del carromato, que se
bambolea como un barco, llevando a remol-que una jaula con el grandioso
y afamado león Budinetto, que sigue durmiendo.
Lo último que ven del Gran Circo Scarpa, antes de doblar una esquina, es
un montón de trastos desparramados por el baldío, en medio de ellos la delgada
y negra figura de José Scarpa y, en un claro, a la muy señorita Lombardi
que, montada en el caballo Selim, cabalga en círculos, seguida de cerca
por el tan caballito Farfante.
Oreste salió de la pensión para caballeros junto con el Príncipe, que se
demoró un momento en el patio haciendo ciertas recomendaciones al Nuño,
que quedaba allí, y entregándole un papel enrolla-do sujeto con un hilo
rojo. Antes de separarse, el Príncipe lo palmeó y lo empujó suavemente.
Luego cada uno tomó para su lado.
Oreste atravesó la ciudad tratando de reconstruir el camino que habían hecho
a la inversa con el carro. Se extravió varias veces, casi era ésa su intención,
pero al fin, guiándose por la torre de la iglesia de Nuestra Señora del
Buen Tiempo, el faro y cierto aire prostibulario que fue reconociendo en
las paredes, vio aparecer sobre los tejados aquellas viejas palmeras que
señalaban el lugar del Burdelito o Feria de San Venéreo.
No había cambiado nada, a pesar de que tenían que coincidir tantas cosas
además de las palmeras, y se preguntó si en realidad no acababan de pasar
recién rumbo al Gran Circo Scarpa. Hasta le pareció escuchar la voz del
Príncipe que decía: "¡La loca vida! ¿Eh, Oreste?".
Allí estaban la pagoda de latón esmaltado, los braceros, las jaulas, las
caponeras, las señoras para el uso, el vendedor de roscas y maníes, el Mandarín
de la suerte, la Flor azteca, la gitana adivina. Y el Campeón mundial de
lucha Carpoforo, casi ecuestre, sobre la tarima. A un mismo nivel resultaba
el doble de grande, primer detalle.
Una de las putas señoras le preguntó si era forastero y él dijo que de Arenales,
y le preguntó otras cosas más mientras lo sujetaba de hecho con las tetas,
que eran casi tan grandes pero no tan lisas como la de la señora Maruca
y olían a talco y por momentos a grasa, si no había oído hablar de la Me-lita,
que era ella misma, ex bailarina del cabaret El Pianito y luego del Mingo,
si era un viajante, si no era un alcahuete, si se le paraba o si era un
marica y finalmente por qué no se iba a la misma concha de su hermana.
Oreste oía a medias, cada vez más impresionado por el tamaño de Carpoforo,
que a cada paso que se aproximaba crecía otro poco. La puta señora, muy
de estilo, gritó todavía algo y lo pechó con las tetas, pero en ese momento
alguien lo tomó de una mano.
-Déjalo, ¿no ves que es un Príncipe?
Oreste volvió la cabeza aturdido, olvidando de golpe a Carpoforo. Era la
gitana. Sonreía vagamente sin soltarle la mano, y a través de la mano Oreste
sintió como un silencio que subía hasta su cuerpo y se inclinó un poco sobre
aquellos ojos y vio que vio su cara en cada uno de ellos sumergida en dos
hoyitos de aguas muy negras.
-¿Quieres que te adivine el futuro?
-¿Puede cambiar algo?
-Nada. Salvo conocerlo.
-¿Para qué, entonces?
La gitana le acarició la palma como si quitara de ella un pellejo, repasó
con la punta de un de-do las líneas de la vida, casi blancas sobre la piel
curtida, y sin levantar los ojos, dijo:
-Está todo aquí, aun este instante. ¿De verdad, no quieres saberlo?
-No. Déjame vivir el día.
-Oreste... ¿es ése tu nombre?
-Sí, hermana.
-Paz con paz.
Le vuelve a acariciar la mano, pero ahora como si borrara todo lo escrito.
-A propósito, ¿qué tal hombre es ese Carpoforo?
-Te está esperando. Él no lo sabe, naturalmente, pero lo he leído en tu
mano. Oreste dio un paso.
-Oye, ¿por qué has dicho que soy un Príncipe? La gitana sonrió.
-¿Lo eres?
-De eso se trata. Quiero decir, debo probarlo. ¿Qué te parece?
-Vive tu día.
Ella levantó la mano y trazó unos círculos en el aire, y en ese instante
Oreste creyó oír aquel barullito, tan un tris, de nada. Nada.
Dio una vuelta alrededor de Carpoforo. Parecía de piedra, por varios y consistentes
motivos. Luego se situó discretamente a un costado, releyó el letrero y,
cuando volvió a mirarlo, a Carpoforo, notó con espanto que éste le apuntaba
con un ojo.
-¿Qué buscas, hijo? Oreste tosió, carraspeó.
-Señor maestro... -dijo como si fuese a echar un discurso, pero en seguida
se desinfló-. Nada en concreto.
Carpoforo ladeó la cabeza y lo miró con los dos ojos, algo intrigado.
-¿Quieres apostar? Oreste retrocedió un paso.
-Jamás se me hubiese ocurrido. Palabra que no.
-Sin embargo, puede salir de ti un buen "quinta categoría", es decir, lo
que sería un peso me-dio. Oreste sonrió con torpeza.
-A esta altura puede salir cualquier cosa.
-Mira, yo lucharé de rodillas con una mano, la que quieras, sujeta a esa
piedra -señaló una piedra con una cadena y un grillete, al lado de una maleta,
en la cual, sin duda, Carpoforo guardaba la ropa de paisano-, y tú podrás
emplear toda clase de presas, aun las más depravadas, igual que en la lucha
griega, como retorcer los brazos a más de noventa grados, hundir la rodilla
en la barriga, tirar de los huevos, torcer los dedos de los pies, la presa
de garganta, la corbata y cualquier otra cabronada.
-Menos todavía, señor maestro. Tengo en muy alta veneración tan noble arte
como para permitirme siquiera semejantes pensamientos.
-Hay peores degenerados.
-Es un signo de los tiempos.
-¡Tú lo has dicho! Pero si no hago así me muero de hambre. Es mi problema.
Soy de "octava categoría", es decir, debo mantener lo menos 89 kilos.
-Comprendo.
-Y con todo me paso la mayor parte del día aquí arriba.
-¿No te aburres?
-Veo pasar el mundo.
-No se me hubiese ocurrido.
-Ayer, por ejemplo, te vi pasar a ti con ese loco. ¿Quién es?
-¡El Príncipe Patagón! -respondió Oreste con orgullo. Carpoforo meneó la
cabeza.
-Conocí al Rey de Titania, que era temible por su "tijera de cabeza", y
al Príncipe Etragov, campeonísimo de "greco", discípulo del gran Pons, aunque
medio estrafalario, pero nunca oí del que tú dices.
-Es un Príncipe Mago.
-No es mi especialidad. ¿Y qué haces tú con él?
-¿Jamás has oído hablar del gran Circo del Arca? Carpoforo pensó un poco.
-No, francamente.
-¿En qué mundo vives?
-Me paso el día aquí arriba, te dije.
-A propósito, ¿por qué no bajas y así podemos charlar con más comodidad?
Carpoforo lo miró con su terrible mirada de "octava categoría", pero esta
vez Oreste la aguan-tó sin desviar los ojos.
-Tú te traes algo. Dilo de una vez. ¿O prefieres que se lo pregunte a la
gitana? Debe estar en mi mano.
-También está en la mía. Baja. No apostaré contigo, pero, ¿qué tal un vaso
de vino tinto?
-Son 75 calorías.
Carpoforo bajó de la tarima, sobre la que colocó la piedra, cazó la maleta
y cruzó con Oreste hasta el bar Corona.
-He recorrido un largo camino para dar contigo, maestro -dijo Oreste después
del primer trago.
Carpoforo se repasó el bigote con un dedo para quitar los restos de vino.
-¿Por qué me llamas maestro?
-Ése es el punto. Mi padre fue un modesto aficionado de "sexta categoría".
De él heredé la pasión y aun devoción por este noble y viril deporte.
-¿Cómo se llamaba tu padre?
-Tesero. No tiene importancia.
Pidieron otro vaso, esto es, otras 75 calorías.
-Él aprendió el arte con Spavento, Italo Spavento.
-Spavento, Spavento... No lo recuerdo.
-Discípulo a su vez de Bonetti.
-¡El gran Bonetti! ¡Ése sí! Era terrible en el souplesse. Tenía un cogote
de toro, especial para el "puente".
-Él te nombraba a menudo.
-¿Bonetti?
-Mi padre.
-Tuve mi gloria -dijo Carpoforo con los ojos perdidos en la lejanía-. Fueron
otros tiempos. ¿Qué edad te parece que tengo?
Oreste hizo un gesto de duda.
-Cincuenta, hijo. Y con todo, el día de mi cumpleaños, delante de testigos
de vista, para lo expreso, hice el "Vuelo del ángel", que es lo máximo que
puede hacer un luchador. Fue en el boxing club La Centella, que tiene un
ring por lo menos. Se trata de tomar impulso contra las cuerdas y en mitad
del cuadrado arrojarse al aire y caer en el ring side pasando por sobre
la tercera cuerda. Muy pocos en el mundo son capaces de hacerlo.
-No lo dudo.
-Antes hacía esas cosas y muchas otras y la gente acudía de todas partes
a ver al gran Carpo-foro. Después se fue todo a la í mierda. No sé si fueron
esos farsantes como el Cíclope o el arte.
-Es la gente que cambia. De otra forma se hubiesen muerto de hambre.
-Puede ser, aunque es preferible. Lo cierto es que todo eso terminó.
-¡Una época!
-Lancelotti, Le Marín, Zaikine...
-Van Berg Der...
-Van Der Berg, ¿te refieres a él?
-Fue un lapsus.
-No, holandés. Gran tipo. Luché con él hace años. También con Hércules Cortés,
que además levantaba pesas. ¿Lo recuerdas?
-Patente.
-Mejor paremos aquí. Me vas a amargar el día.
-Toma otra copa.
Trajeron las copas. Carpoforo se asomó a la puerta y miró en dirección a
la plaza por si había algún candidato a la vista. Nada.
-Bueno, a lo tuyo -dijo apenas se sentó. Oreste esperó a que bebiera el
primer trago y lue-go, tomando impulso como para el "vuelo del ángel", comenzó
con una exaltada alabanza de la lucha en general, incluyendo una somera
historia desde el dios Hermes, pasando, naturalmente, por Enrique VIII,
hasta Martín Karadagián, para concluir en el momento que Carpoforo se mandaba
el resto del vaso, con la exposición del nudo o médula del asunto.
Carpoforo lo escuchó con la misma disposición que en ese mismo momento el
señor Scarpa escuchaba al Príncipe Patagón. Depositó lentamente el vaso
sobre la mesa, miró a Oreste a los ojos durante un tiempo, en el cual a
éste le pareció que se reducía, casi se evaporaba, y dijo:
-Todo esto suena a cuento, aunque lo has hecho muy bien. Estoy seguro de
que ese Gran Circo del Arca es un montón de basura, una pandilla de muertos
de hambre y que el Príncipe ése es un loco, o por lo menos un cretino. Pero
hacía tiempo que no hablaba con nadie de todo esto, que es mi entera vida,
de la lucha deportiva y los grandes campeones y el gran Paúl Pons (era él
mismo quien lo había mencionado), y la verdad que tú lo has hecho muy bien...
Hasta llegué a pensar que el único campeón que quedaba sobre la Tierra era
yo.
-Lo eres.
-No me halagues ni me interrumpas. No es necesario... Para serte franco,
estoy harto de pa-sarme el día entero sobre esa tarima, lo cual no es muy
recomendable, dicho sea de paso, pues mis huesos se están endureciendo y,
entre nos, he comenzado a tener ciertas visiones. A veces creo ver a Alí
Bargach o al gran Madrali, y un rato antes de que tú llegaras estaba hablando
nada menos que con Tarkowsky.
Se alisó los bigotes y miró el fondo del vaso.
-En resumen, entre morirme de hambre ahí arriba, si no es antes de envaramiento,
y hacerlo en el Gran Circo del Arca, y probablemente con él, prefiero esto
último... ¡por todos los carajos!
Chocó y sacudió la mano de Oreste, que sintió crujir todos sus huesos.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
-Oreste.
-Oreste celeste, ¡pues vamos por esos mundos! A Oreste le hizo gracia lo
de celeste, que lo dijera Carpoforo, pues era el mismo estilo del Príncipe,
esos impromptus.
Echó un suspiro de alivio y pidió el último vaso.
-¡Por el señor Tesero! -brindó Carpoforo.
-¡Por todos los campeones!
Siguieron ciertos trazos del Destino, el Príncipe volvió a la pensión para
caballeros en el cru-jiente carromato que conducía con muchos fueros Boca
Torcida en el mismo momento que Oreste, con una maleta al hombro, embocaba
la otra esquina con el señor Carpoforo en persona, que cargaba unos fierros.
Luego de abandonar el bar Corona, Carpoforo, que en total había consumido
375 calorías, procedió a despedirse de los habitantes del Burdelito de San
Venéreo, que cuando se enteraron de que partía en razón de muy importantes
contratos con el grandioso y afamado Circo del Arca prorrumpie-ron en toda
clase de festejos. El Mandarín de la Suerte le obsequió un anillo de cola
de iguana de tre-mendo valor influso y la gitana un payé o talismán amoroso
de efecto recíproco isofacto. Las señoras para el uso lo besaron por orden
analfabético, incluyendo a la Melita, que improvisó un tipitape can-canudo
haciendo tremolar sus briosas tetas y hundiendo unas cuantas baldosas. Por
último, lo pasearon en andas y lo despidieron con gritos, hurras, el trompetazo
de una corneta y algunas lágrimas. Carpo-foro cargó el letrero, la piedra
y la maleta y se fue sin volver la cabeza, medio en derrota.
De allí marcharon hasta un conventillo cerca del puerto. Atravesaron unos
pasillos retorcidos, dos patios, un siniestro tallercito de imprenta (un
señor se agachó o se ocultó detrás de una vieja minerva), una pieza donde
estaban comiendo otros señores de oscura catadura que ni siquiera levantaron
la vista, subieron y bajaron unas crujientes escaleras y cuando Oreste,
totalmente perdido el rumbo, se preguntaba si todavía estaban en la misma
casa, salieron a una azotea desde la que se divisaba un trozo de mar y había
una casilla de madera que resultó la morada de Carpoforo.
La vista del mar primero le cegó. Después le trajo esa vieja y ancha nostalgia.
Caminos.
-Entra -dijo Carpoforo a sus espaldas.
A un costado de la puerta colgaba de un clavo una jaula de alambre con un
cabecita negra que saltaba de un palito a otro y expidió unos pitiditos
muy de partitura bonitos.
La pieza olía a Carpoforo, guardaba ese aire de tranquila pesadumbre que
despedía el cam-peón. Con ser quien era y a los cincuenta años sus propiedades
en este mundo sumaban poca cosa: un catre de tijera, un baúl, una mesita
con algunos cacharros y un Primus, una fiambrera que colgaba de un tirante,
algunas pesas. En las paredes había un par de fotografías del propio Carpoforo,
más joven, en una casi irreconocible y en otra ejecutando una "doble Nelson"
en un combate de lucha libre. Sobre la puerta, un letrero del Ateneo de
Salinas en el cual se destacaba con letras del tamaño de un ladrillo al
combate de fondo:
CARPOFORO VS. EL "NENE" BRUZZONE
(a) La Máquina
El campeón, antes que nada, tomó una barra larga cargada al tope y la levantó
con una arrancada a la alemana, es decir, un tirón, ejecutando al mismo
tiempo una sentadilla.
-Da gran potencia a la espalda y los hombros. También a las piernas y los
riñones. Te ense-ñaré varias cosas como ésta.
-¡Excelente! -refrendó Oreste por cortesía, calculando que si trataba de
levantar ese fierro se partía en dos.
Carpoforo colocó la barra sobre la espalda e hizo tres series de diez flexiones
cada una, inspirando al ponerse en puntillas y espirando al bajar.
-Muy bueno inclusive para los intestinos. Si fallan las tripas falla todo.
Dejó la barra y comenzó con los ejercicios de cuello. Manos atrás, apoyándose
en el suelo so-lamente con la cabeza y los pies. En esta posición de arco
balancearse hacia adelante y hacia atrás unas mil veces.
-Dime, ¿piensas seguir en esto mucho tiempo más?
¿Qué apuro? Hay que mantenerse en forma a toda costa, en cualquier circunstancia.
Es inútil que tengas el físico de un gorila si careces de disciplina.
Oreste asoció la palabra gorila con su padre, el señor Tesero, y recordó
esa pálida sombra acu-rrucada en un banco del Jardín Zoológico rodeada por
todos aquellos tristes animales que soñaban con los grandes espacios, los
bosques profundos y rumorosos como el mar.
-¿Vas a llevar estos fierros?
-Por supuesto.
-¿No crees que sería bueno ir empacando?
-¿Quién te corre? Enciende ese calentador, ¿quieres?
Oreste pensó que era inútil preguntar para qué. Prendió el calentador, que
se tapaba a cada rato y había que meterle la aguja o mejor golpearlo contra
la mesa. Carpoforo terminó con los ejercicios, llenó una sartén de aceite
y cuando ésta comenzó a alborotar echó dentro unas costillas de cerdo que
sacó de la fiambrera.
-Me preocupa el hambre que vamos a pasar con ese bendito circo. No por el
gusto de la co-mida, ya que estoy acostumbrado a las privaciones, sino porque
un luchador debe comer en forma científica, y más o menos abundante.
-Llevamos un excelente cocinero.
-No pensarán comérselo. El problema son las provisiones. Todo muerto de
hambre es buen cocinero.
-En todo caso, no te amargues antes de tiempo.
-Buen consejo. ¿Jugosas o tostadas?
-Así, así...
-Un buen plato de costillas de cerdo es lo más indicado antes de un combate,
con bastante aceite, si lo aguantas, porque aumenta las calorías. También
las costillas de buey, aunque no tienen el mismo valor. Me pregunto cuántos
cerdos llevo comidos en mi vida.
Carpoforo apartó los cacharros a un costado de la mesa y le alargó a Oreste
un tenedor y un cuchillo que repasó en el maillot. Llenó de vino dos jarritos
de aluminio y antes de que Oreste probara siquiera un sorbo vació el suyo
de un saque y lo volvió a llenar.
Mientras comían directamente de la sartén, Carpoforo, que cambió de humor
después de la primera costilla, empezó a hablar otra vez de los grandes
campeones y, ante una pregunta de Oreste que estaba sentado de manera que
tenía enfrente el letrero del Ateneo, recordó con bastante exaltación el
primer combate y luego la revancha con el "Nene" Bruzzone, que era el crédito
de Salinas. En el primer combate le metió un "hammer look japonés", que
es parecido a la "americana", pero colocando las piernas sobre el cuello
del adversario, y ése fue el final, cuando, para ser franco, el "Nene",
que era un tipo de muchos recursos, ya lo tenía reventado. La revancha pasó
a la historia. Hubo de todo, siem-pre en términos deportivos.
A esta altura, Carpoforo se ha puesto de pie y lucha con un rival imaginario.
-En determinado momento "La Máquina" me aplicó una "vuelta de muñeca" y
antes de que yo pudiera reaccionar metió una "palanca" que casi me quebranta
el brazo. Todavía hoy me pregunto cómo salí de eso. Uno se vuelve un puro
animal, creo. En el buen sentido. Lo cierto es que de buenas a primeras
lo tuve sobre la lona y con el último aliento le apliqué una corbettiana,
la mejor y más es-pléndida de mi vida, y lo obligué a abandonar.
Carpoforo, sudado como si realmente terminara de vencer al "Nene" Bruzzone
(a) La Máqui-na, se encajó otro jarro.
-La verdad es que esa vez mereció ganar.
-¿Qué se hizo de él?
-Desapareció de Salinas. Era un tipo muy orgulloso. Un auténtico campeón.
¡A su salud!
Levantó el jarro vacío. Luego revolvió el cuarto buscando otra botella y
como no hallase nin-guna con un resto siquiera dijo con verdadera tristeza:
-Bueno, otra vez será. Te juro que se lo merece. ¡Palabra de Carpoforo!
Oreste lo palmeó sinceramente compungido.
Con todo, fue una suerte que el vino se terminara.
Carpoforo se quitó el maillot y con la ayuda de Oreste se puso un traje
que le apretaba por to-das partes y con el cual parecía otra persona. Luego
juntó sus cosas de andar, muy pocas, entre ellas una caja llena de recortes
de diarios, una bigotera, un braserito para los pies y un frasco de untura
blanca, un cinturón magnético "Plus Ultra" del doctor Venusto, un tarro
de unto sin sal y un medallón ovalado con una fotografía desvanecida de
una señora, y metió todo en la maleta que aseguró con un cordel. Finalmente
se encasquetó una gorra de cuero, cargó las pesas y echó una mirada al cuarto.
-¡Hasta la vista! -dijo, como si se despidiera de una persona.
Oreste cargó con la maleta.
Carpoforo lucía muy compuesto con aquel traje y esa gorra y unos botines
con elásticos. Cerró la puerta con un candado, dejó por un momento las pesas
en el suelo, bajó la jaula que colgaba del clavo y abrió la puertita.
El cabecita negra no se movió.
-Vamos, Caramillo pajarillo -dijo entonces Carpoforo con una voz muy dulce
para tanta corpulencia.
Y lo animó con un golpecito en los alambres.
El pájaro asomó la cabeza por la puertita, Carpoforo alzó bien alto la jaula
y al fin saltó. Saltó a un tapial, después a un techo. Después remontó vuelo
y se perdió en el aire azul.
Carpoforo lo saludó con una de sus manazas, levantó las pesas y echó a andar.
Y siguiendo, pues, esos finos trazos del Destino, el Príncipe, Boca Torcida,
Budinetto, Carpo-foro y Oreste se encontraron al mismo tiempo en la puerta
de la competente pensión para caballeros Caldas del Rey en esa blanda hora
del crepúsculo en la cual se deponen las fatigas y el alma se suelta en
tranquilos arrebatos.
Hubo las presentaciones y efusiones del caso. Califa olfateó convenientemente
a Carpoforo, que impresionó muy bien al Príncipe y viceversa, y hubo otros
alegres etcéteras cuando el Nuño salió a la puerta con un delantal de hule,
atraído por todo aquel alboroto, y se topó con Carpoforo por un lado y el
carromato y Budinetto por el otro y, lo que fue mayor revelación, no sólo
con la idea sino inclusive con las bases del Gran Circo del Arca.
Todo esto transcurría en los entreluces de la puerta, de la que brotaba
un fuerte olor a bacalao a la portuguesa.
Carpoforo, sin soltar las pesas, comprobó la calidad y consistencia del
carromato que lucía por fuera unos lindos colores y un angelito desteñido
a cada lado que soplaba una trompeta anunciando posiblemente la llegada
del circo. Se visitaron los interiores, auxiliados por una lámpara de viento
comprobando el espacio y la distribución que, como ocurre con los barcos,
excedía todos los cálculos hechos desde afuera. El carromato estaba dividido
por dos tabiques, es decir, disponía de tres compartimentos, dos amplios
y uno más pequeño a proa, con un total de ocho cuchetas. Como observó atinadamente
Carpoforo, había que conseguir otra yunta de caballos, para recambio. Y
ya que estaba ahí dejó las pesas en el compartimento del medio. A popa tenía
una puerta y un balconcito con una baranda de hierro forjado, como en los
furgones de cola, todo muy bien tramado. Desde esa altura Boca Torcida alumbró
la jaula mientras los demás descendían y la rodeaban para admirar de cerca
al Gran Budinetto.
Carpoforo preguntó si era de caucho o algún material semejante de esos que
reproducen con gran artificio patéticos simulacros de miembros y aun personas
enteras. A lo que el Príncipe respondió que era totalmente al natural. Como
hubiese dudas al respecto, el Príncipe introdujo una mano entre los barrotes
y tiró con fuerza de la cola. Budinetto abrió los ojos y miró a los señores
de fijo y después abrió la boca. Retrocedieron todos y la lámpara en manos
de Boca Torcida comenzó a temblar. Pero no se trataba más que de un pestilente
bostezo, porque Budinetto recogió la cola y clavó nuevamente la cabeza.
De cualquier forma, los señores aplaudieron y Budinetto todavía entreabrió
un ojo.
-Es mejor que metas todo esto en ese baldío -dijo el Príncipe a Boca Torcida,
señalando un baldío frente a la pensión-. Y cubre la jaula con la lona.
Luego, al Nuño:
-Habrá que pensar qué le damos de comer.
-Algún compuesto. Un cocido de pobre gigante, por ejemplo.
-Por suerte es viejo. Sufre del estómago.
Confortados por todas estas evidencias, los señores entraron en tumulto
embocando el pasillo que se esparcía al fondo en un hueco de luz, del que
brotaba en improvisos una vocecita muy suelta y aquel fogoso olor a bacalao.
Van los señores. El Carpoforo rellenando de una vez todo el pasillo. La
vocecita viene, vagante como una mariposa, salteadito, tarareando ese aire
que dice:
Si vas a Varadero
fíjate en cierta ventana...
El Príncipe se sobrecoge.
El salón está todo iluminado, la mesa puesta con el florero al centro que
contiene un ramo de magnolias naturales en lugar de las solitarias y corimbos
de papel.
La manita huesuda salió por la ventanilla y saludó a los señores, que respondieron
con gestos y ademanes. También Carpoforo, que estaba muy en situación y
se quitó la gorra. La voz se interrumpió de golpe. Fue entonces que al Príncipe
le pareció advertir que faltaba la fotografía del señor Esteve. Por encima
de un hombro de Carpoforo, que hablaba de la condenada vida de un luchador,
casi igual a la de un fraile, constató que efectivamente en lugar de la
fotografía colgaba un almanaque del "almacén EL VENCEDOR–Gran surtido de
fiambres".
Se abre la puerta en el tabique y entra de costado la señora Maruca. Trae
el cabello suelto, una blusa con llores bordadas al realce y unos pantalones
de terciopelo negro que parecen pintados sobre la carne. Al caminar remueve
el cuerpo de tan loca y combinada manera, y con todo sin malicia expresa,
sino por su mucha gracia natural, que al Príncipe se le aflojan las piernas.
Carpoforo interrumpe su conversación sobre la dura vida de un luchador y
piensa dónde mierda dejó metido el talismán amoroso que le obsequiara la
gitana.
La señora saluda a los señores muy portátil, alargando ambas manos y sacudiendo
los brazos todo el tiempo, mientras promueve los pies y agita el cuerpo
con consonancia.
-El señor Carpoforo -presenta el Príncipe-, campeón de lucha de todos los
mundos.
-¡Encantada! -gorjea la señora, que abarca con sus negros ojos al señor
Carpoforo, incluyendo la gorra, los botines puntiagudos y esos tremendos
y sobresalientes hombros-. ¡Un campeón! ¿Quién iba a decirlo?
Se supone que alude a la presencia del susodicho en la pensión para caballeros.
Carpoforo toma la manita brotada de hoyuelo que se agita entre sus dedos
como un pichón y la besa con la boca en punta para evitar que la roce el
bigote.
Así procede la señora con cada uno, incluyendo al Nuño, que no se ha movido
de la casa. El Príncipe es el último. Ella combina el movimiento de la mano
con una mirada lanzada de prisa, acompañada de cierto rubor que enciende
su cara con igual brevedad y que significa, de acuerdo al lenguaje del amor,
timidez y deseo. Él empuña la mano con calculada firmeza y antes de besarla
le dirige una mirada lánguida, triste, que según el Corresponsal del amor,
expresa pasión. La señora lanza una risita y como para que no quepan más
dudas, extrae del entrepecho un pañuelito verde (placer, esperanza, alegría;
cambio ventajoso de condición), lo dobla por las puntas (espérame) y así
doblado se lo pasa por los ojos (deseo hablar contigo).
El Príncipe entorna los ojos, siente que se precipita en unos blandos abismos.
Pero en tan elevado momento resuenan al otro extremo del pasillo unas voces
discordantes, y el Príncipe, que acaba de reconocer una aguda, apretada,
que por momentos se superpone a la otra, flemosa, grave, abandona precipitadamente
el salón.
Afuera Boca Torcida sujeta por el cuello al enano Perinola, que patalea
en el aire.
-Estaba escondido en el carro. Lo descubrí cuando fui por la lona.
El enano está vestido con un trajecito de calle y un sombrerito en forma
de escupidera.
-¡Monseñor! -gimotea.
Al Príncipe se le arrebata la cara.
-¿Qué haces aquí, Satanás en miniatura? -vocifera.
Pero luego, temiendo que se escuche adentro, hace señas a Boca Torcida que
se desvíe de la puerta.
-Bájalo.
Boca Torcida lo baja pero no lo suelta.
-Dime, desgraciado, ¿qué te has propuesto ahora?
-Quiero ir con ustedes, monseñor.
-¡No me llames monseñor! -ruge el Príncipe. Luego se contiene y repite en
voz baja:
-No me llames monseñor o te retorceré los huevitos en esta forma.
Le retuerce una orejita y el enano pega un grito.
-Tápale la boca.
Boca Torcida procede.
-Déjame explicarte, señor Alteza -dice el enano como puede entre los sucios
dedos de Boca Torcida.
-¿Qué dice?
El Boca se encoge de hombros.
Adentro se escuchan voces y risas y el Príncipe se pone nervioso.
-Este desgraciado se ha propuesto amargarme la vida. Habla, pero ni una
palabra más de lo necesario.
Le hace una señal a Boca Torcida, que saca la mano.
-No quiero apartarme de Budinetto, monseñor... digo alteza.
-Señor y basta.
-Señor... He vivido y crecido con él.
-No mucho, por lo que se ve.
-Hablo en otro sentido... El podrido señor Scarpa me hacía dormir en la
jaula para que se acostumbrara a mi olor. Dice que se guían por el olor,
lo cual no es cierto.
-Abrevia.
-Al principio hizo una cabeza de trapo que se parecía a la mía y Budinetto
jugaba con ella y la rompía y entonces Scarpa le daba con un palo. Para
que entendiera que no debía hacerlo. Sin embargo, lo seguía haciendo.
-Scarpa fue siempre un tarado. José Scarpa.
-Lo es.
-Tú no opinas.
-Y entonces yo, que no podía ver esas cosas, preferí meter un día mi propia
cabeza. Y Budinetto, que es de buen natural, la lamió (en ese tiempo no
apestaba) y se frotó en ella porque entendió que no era una cabeza de trapo
sino de persona...
-Enano.
-Enano persona. Y pareció complacido con ese gesto y desde entonces fuimos
amigos.
-Bonita historia, aunque algo confusa y probablemente falsa.
-Además...
-¿Qué? ¿Piensas tenerme aquí toda la noche?
-Tú eres como Vicente Scarpa, un verdadero artista.
-Oye, conozco esos trucos.
-Contigo es posible que vuelva a trabajar en un verdadero circo.
Parecía sincero, y eso lo turbó al Príncipe.
-No haces más que repetir lo que todo el mundo sabe. No sigas por ahí.
-Sí, señor.
-Ante todo, puedo pasarme sin el número de la cabeza. Para ser franco, me
repugna.
-Es clásico.
-Inclusive prefiero deshacerme de Budinetto antes que cargar contigo.
-¡Monseñor! -volvió a gimotear el enano.
El Príncipe, que sintió que perdía terreno, le retorció la oreja.
-¡Señor!...
-Mira, tengo otras cosas entre manos como para ocuparme en este momento
de un miserable enano. Y dirigiéndose a Boca Torcida:
-¡Arrójalo por ahí!
El Boca lo volvió a levantar y Perinola se echó a llorar a moco tendido
con el sombrerito en las manos.
-¡No me jodas con eso! -bramó el Príncipe, temiendo aflojar-. ¡Llévatelo!
-Un momento.
Era Oreste, que había oído casi todo y tampoco soportaba el llanto del enano.
-No metas la cuchara -le previno el Príncipe.
-Déjame decirte una sola cosa. ¿Cómo se entiende un circo sin un payaso?
No has pensado en eso. El Príncipe arqueó las cejas.
-El pequeño, por repugnante que sea, es un cómico de primera y, además,
enano y, además, el único que por el momento es capaz de manejar a Budinetto.
¿Qué más puedes pedir? En realidad debieras suplicarle que venga con nosotros.
Él solo representa, por lo menos, tres números de elemental importancia:
payaso, enano y beluario. Un verdadero fenómeno, aparte de una curiosidad.
El Príncipe meditó unos segundos.
-¿Tú qué dices? -preguntó al Boca. Era una manera de cubrir las formas,
porque para el ca-so, de poco valía lo que pudiese opinar el Boca.
-Un enano trae suerte.
-¿Según cuál?
Boca Torcida levantó otro poco a Perinola y lo miró en detalle.
-Parece de los buenos.
La risa de Carpoforo se escuchó bien clara.
-Ustedes lo han querido -dijo el Príncipe con un gesto de resignación-.
Pero les advierto que a la primera cabronada yo mismo le arrancaré la cabeza,
que ésa fue, me parece, la verdadera intención de Scarpa. Ahora, acomódate
las ropas y, aunque no lo eres, trata de parecer una persona.
Entraron al salón con el enano por delante, que caminaba tumbándose a un
lado y otro.
La señora Maruca juntó las manos y lanzó un gritito.
-¡Vean esa monada!
Y con un tumulto de carnes se abalanzó sobre el aterrado Perinola y lo alzó
en brazos.
El enano se quitó el sombrero y bajó los ojos, muy púdico, aunque de paso
echó una mirada a aquellos agitados pechos casi tan grandes como él.
-¿De dónde ha salido este caballerito? -prosiguió la señora en el mismo
tono, zamarreándole un cachete.
-Es un enano -dijo entonces el Príncipe.
La señora ahogó un grito y soltó de golpe a Perinola, que cayó al piso como
una piedra.
La vieja volvió a sacar las manos por la ventanita y dio unas palmadas.
Los señores se senta-ron a la mesa. Carpoforo, que necesitaba más espacio,
ocupó una punta, la opuesta al Príncipe. Maruca colocó en una silla un par
de almohadones y Oreste calzó encima a Perinola. Esta vez el Nuño se ocupó
del servicio, rogando a la señora que tomara asiento.
Los señores se ponen de pie. La señora se sienta. Se sientan los señores.
El Príncipe encaja una pierna entre las de la señora, que la aprieta con
fuerza. Todo concurre.
Mientras daban cuenta con respetuosa voracidad de aquel inflamable bacalao
a la portuguesa, el Nuño, que tenía demasiado adentro el oficio, aclaró
que el mote "a la portuguesa" era una excusable generalidad por cuanto aquel
cocido podía pasar también por un bacalao a la vizcaína, ya que contenía
algunas rebanadas de pan frito y cortezas de tocino. Aprobaron todos con
la boca llena. Boca Torcida pareció realmente reconfortado por aquella precisión,
pues raspó el plato con un trozo de galleta y se lo alargó al Nuño por encima
de la cabeza de Perinola.
Carpoforo, algo excitado, puesto que de la soledad más negra había saltado
a esta vida paren-tela, expuso que la carne de bacalao es rica en fosfato
de cal y yodo, lo cual facilita la digestión de las materias grasas y contribuye
a normalizar el funcionamiento de las glándulas tiroides.
Perinola preguntó si él también tenía glándulas tiroides y Carpoforo opinó
que debía tenerlas algo más pequeñas.
El Príncipe, por su parte, que había escuchado aquellas atinencias con gran
atención, empujando de paso por debajo con la pierna, informó a la señora
Maruca sobre la erección del Circo del Arca y sus pormayores, replicando
la señora con grititos, palmoteos y palancas de pierna. Luego, re-clamando
la atención de todos con unos golpecitos del tenedor sobre el vaso, anunció
que mañana mismo partían por esos mundos, lo cual provocó una salva, con
excepción de la señora Maruca, pues esos anuncios son muy gratos a los vagabundos
y quien más quien menos lo había estado esperando, algunos de ellos por
años. El propio Príncipe, que justamente era un Príncipe vagabundo por su
procedencia patagónica, soltó la pierna y aplaudió con fuerza. Levantó el
vaso. Lo levantaron todos. Todos gritaron: ¡Mañana!
En aquel momento un Ángel escarba el agua y sonríe a las profundidades.
Por último, el Príncipe se puso de pie y juntando las manos pronunció breves
palabras alusi-vas, que agradecían ante todo a las circunstancias el haber
dado con aquel verdadero hogar y aquella dama de tan singulares dotes que
desde ya presidiría todos sus pensamientos.
La señora Maruca enjugó una lágrima, una por cada ojo, con el pañuelo doblado
(deseo hablar contigo), el que luego se pasó por la mano (soy tuya).
Perinola se echó a llorar como un desgraciado.
El Príncipe aludió luego a la naturaleza errante de aquel oficio tan distinto
de casi todos los otros, generalmente de asiento, y con todo tan acordado
con la sustancia del hombre, que es un viajero sobre la Tierra, en perpetuo
tránsito, por cuanto errare humanum est y esta vida es un vallecito de lágrimas
que se transcurre a los pedos.
Aplausos y llantos.
La señora Maruca, aguantando los sollozos que sacudían sus pechos obligando
a algunos a desviar la mirada y a otros a encajarle, agradeció con su vocecita
muy trastornada aquellas palabras de elogios y tanto o más las circunstancias
de haber conocido a semejantes caballeros, visitantes de extraños oficios
pero, sobre todo, de indudables poderes, pues aquella oscura pensión se
había convertido de un día para otro en una morada de encanto y hasta la
vieja señora Gertrudis había curado del reuma y la higuera echado unas hojas.
No pudo terminar, pues las lágrimas le brotaron a chorros.
Entre el Príncipe y Carpoforo, que estaba terriblemente conmovido, la ayudaron
a sentarse con desinteresada y cariñosa solicitud.
Luego el Príncipe, para animarla un poco y regocijar otro tanto a aquellos
vagabundos que por mucho tiempo no comerían ni dormirían en regla, trajo
del cuarto la victrola y los discos y Oreste rajó unas músicas.
Aplacado el cuerpo con aquel bravo bacalao a la lusovizcaína, regado con
vino claro, fuerte, de buen cuerpo que la señora mandó exhumar de un sótano
clausurado desde los días del señor Esteve, q.e.p.d., los espíritus divagaron
en las muy altas esferas removidas por la música como la cascara de un caracol
que sube y baja con el agua y ciego navega hasta que se consume y se toma
mar.
Que esto fue lo que pensó Oreste. Y vio por sus adentros una playa interminable
y superpuestas orlas de espumas y banditas de gaviotas casi de la misma
sustancia y restos de caracoles que roda-ban, rodaban con un rumorcito de
uñas. Y Cafuné que pasa al tiro, sacudiendo un sonajero, medio transparente.
El Príncipe sonó los dedos. La púa chasqueaba.
Oreste colocó otro disco, dio manija y apuntó la bocina en dirección al
Príncipe. El disco era nada menos que Fascinación, de Marchetti.
Fue oír los primeros compases y el Príncipe se puso de pie, como si se tratara
de una ceremonia ya combinada, tendió la mano a la señora Maruca y echando
una pierna hacia atrás le rodeó la cintura con el otro brazo. Se miraron
un instante a los ojos, muy fijo, y luego se lanzaron en círculos por el
tambaleante salón. Las caras de los señores giraban en acompasado disloque
hacia un lado y otro, el diploma de la Obra Pía de Tierra Santa pasó volando,
entrevieron unas manitas huesudas que plangolpeaban, pero luego todo se
borró y, aunque la señora pechaba con sus turgencias y el Príncipe correspondía
con la entrepierna, se remontaron por los aires en círculos cada vez más
veloces y uno de los dos, por los dos, pronunció la palabra Amor.
Apenas se acallaron los ruidos y la noche echó su gran bulto, el Príncipe
se levantó en la oscuridad y guiándose por el resplandor de la banderola
salió al patio. La higuera colgaba como un esqueleto en el aire negro. Califa
estaba arrollado debajo de ella. Agitó la cola pero el Príncipe movió la
mano en redondo y el perro volvió a dormirse.
Una raya de luz que se quebraba contra la mesa atravesaba el salón vacío.
Provenía de la puerta en el tabique, apenas entreabierta.
El piso de madera crujió bajo los pies del Príncipe. Permaneció un momento
inmóvil en la oscuridad. Luego tendió la mano, que se coloreó suavemente,
y empujó la puerta.
La señora Maruca estaba de pie junto a la cama, cubierta con un camisón
transparente que de-jaba entrever sus blancas y redondas formas con un velloncito
oscuro debajo del vientre. Parecía en trance. La luz de un velador teñía
el cuarto de una claridad sonrosada en la cual la señora aparecía suspendida,
fantasía de mujer, pimpante matrona, miel de leche, fruta carnosa, colosal
encarnadura.
El Príncipe extendió las manos, tragó saliva y avanzó en puntillas, etéreo
concurrente.
La música aún sonaba en sus oídos, no expresa, aires del alma, esos círculos
fulgentes que en-cendían los espacios.
No hubo palabras, todo incarnado.
Tomó su mano manita, ciñó su cintura por lo bajo, reposando un dedo en el
empinado hueco que coronaba sus nalgas. Y así imantados emprendieron nuevos
vuelos, girando extravagantes sobre los pies descalzos. Ella empujaba acompasada
y él discernía con su atorado miembro cada gesto de sus escondidas formas.
La señora gimió, crujió en grandes sofocaciones. El Príncipe, que respiraba
con dificultad, besó y mordió su cuello y ella, correspondiente, le introdujo
la lengua en una oreja, empujando y enroscando luego por dentro del beso
su vibrante navaja. Todo bailable.
En una de las vueltas, la señora fraguó un mareo y soltándose blandamente
se posó en la cama. El Príncipe, con fuertes trastornos, siguió girando
con el miembro, que se sacudía a un lado y otro. Ella, que con todo, entrevió
semejante eminencia, se recostó en el lecho, entrecerró los ojos, izó el
camisón y abrió las piernas. Entonces el Príncipe, siempre bailable, soltó
la capa, arremangó la bata y arremetió de profundis.
La cama comenzó a sacudirse y hasta se corrió un poco.
Y así que estaban amarrados en tales juegos, un formidable rugido atravesó
la noche.
-Modérate, mi bravo señor... -tartamudeó la señora, sin dejar de sacudirse.
-Budinetto... -gimió el Príncipe, que se había suspendido un momento y al
siguiente volvió a empujar por cuanto reconoció aquel grito.
Ahora se sacudían el velador y el ropero y una estatuita de San Judas Tadeo,
apoyada en una repisa casi sobre sus cabezas.
Budinetto volvió a rugir, larga, lúgubremente. Varias veces. Mientras el
cuarto, la noble pensión para caballeros Caldas del Rey, la noche entera
se sacudía.
El colorido carromato, con un angelito a cada lado anunciando la partida,
está parado frente a la puerta de la pensión apuntando hacia el horizonte
de arena que asoma al fondo de la calle. Carpofo-ro, el Príncipe y Boca
Torcida aparecen sentados en el pescante, inmóviles y abatidos. Perinola
saca la cabeza por una ventanita. Oreste, que se ha calado el gorro de piel,
está en el balconcito de popa, re-costado contra la pared de madera. La
jaula de Budinetto, que por esta vez se halla despierto, va amarrada al
carromato con un cable que se sujeta en uno de los barrotes de la baranda
con un lazo ahorca, establecido por el Nuño seguramente.
La señora Gertrudis, por primera vez de cuerpo presente, observa desde la
puerta. Es un bultito de trapos negros y una carita agrietada como las paredes.
La despedida ha sido triste, silenciosa. Ahora tan sólo se aguarda la orden
del Príncipe. La se-ñora Maruca no ha querido verlos partir, por lo visto.
Es comprensible.
Por fin, el Príncipe golpea con el codo a Boca Torcida. El Boca ladea el
cigarro, sacude las riendas y lanza un grito que le sube desde la barriga
y lo remece como una rama.
Los caballos, que presienten la largura del camino, agachan la cabeza y
arrancan despacio. El carromato se sacude con un crujido de ruedas y maderas.
Los angelitos se tambalean.
Los caballos recién han dado el primer paso de aquel embrollado viaje, que
acaso sólo ellos barruntan, cuando se oye un gritito que proviene de la
pensión. La señora Maruca, toda arrebatada, aparece en la puerta con una
capa de viaje, una gorrita de gamuza y una maleta.
Perinola lanza un chillido y los demás repercuten.
La señora abraza y besa de corrido a la señora vieja Gertrudis y entre los
gritos y aplausos de toda la compañía trepa al carromato, después de escarbar
el aire unas cuantas veces con una de sus corpulentas piernitas, izada por
Oreste, que se aguanta con un pie entre los barrotes.
La señora viejita ondea una mano.
El Príncipe, ahora sí a todo mandato, pregunta a Boca Torcida cuál es el
próximo pueblo.
El Boca ladea el cigarro y escupe entre los dos caballos.
-Medina, polvo y ruina.
-¿Y después?
-Tierra.
El Príncipe le golpea la espalda.
-¡Allá vamos!
El carromato zarpa de una vez.
La señora Gertrudis agita la mano y ellos replican, toda la compañía, redoblados,
incluyendo al león Budinetto, que sacude la cola, y al perro Califa, que
ladra.
La señora Gertrudis se empequeñece. Su mano pajarito revolotea ahora sobre
una mancha ne-gra.
Oreste ayuda a acomodarse en el interior del carromato a la señora Maruca,
que necesita espa-cios y despacios. Cuando vuelve al balcón, la señora Gertrudis
ha desaparecido. No sólo la señora, sino también la pensión para caballeros.
Alarga el cuello y hace pantalla con una mano. No. No están.
El carromato ha llegado al final de la calle. Por delante no hay más que
arena. Por detrás brota una doble huella, con el Califa que trota en el
medio, cada vez más negra, porque no va quedando otra cosa. Palmares ha
comenzado a borrarse. Se disuelve en el aire lentamente. Sólo el faro y
la iglesia y unas grises palmeras persisten otro instante, pero luego se
evaporan a un mismo tiempo.
Oreste, apenas turbado, se pregunta si habrá sucedido así con todo. Arenales,
el Lucho, el Ca-ra, la Pila, el Pepe, el Bimbo, la Tere, Cafuné fantasmón,
el Mañana tan barquito, el fragoroso capitán Alfonso Domínguez, el tremendo
jinete Mascaró, la Trova..., la muy dulce Trova de Arenales. ¿Exis-tieron
realmente alguna vez?
La guerrita
Tapado es una calle de arena y ocho casas a cada lado, con la escuela a
la derecha, lo que hace nueve para esa parte, pues el maestro Cernuda vive
y padece en ella desde el 35. La iglesia es una punta, consagrada a Santa
Margarita pero clausurada hace seis años, cuando el padre Ignacio Zárate
se escapó con Marianita Castro, tan devota. El cementerio en la otra punta,
que es un corral con treinta y ocho tumbas, entre ellas la del Fac Sacomano
que sembró sus buenos horrores y fue muerto por los rurales cuando se culeaba
a la Chola Navarro, que todavía vive en Manzano, catorce leguas, y se hizo
lugar de devociones por un tiempo. El almacén de ramos generales de Pedro
Centurión a la izquierda, con un surtidor de nafta que no funciona y que
de lejos parece la única persona que vive en Tapado y una pista de baile
que se anima por lo menos una vez al año, para la fiesta de Santa Margarita
María de Alacoque, virgen, el 17 de octubre.
De noche brilla una luz en el almacén, donde se juega al tute, al truco
o al mus, otra en la es-cuela, donde el maestro Cernuda, ya casi inmaterial,
lee por milésima vez El contrato social, y varias y muy animadas en el cementerio,
que simula entonces una ciudad en miniatura, y que proviene de las tumbas,
protegidas del viento con unos ladrillos.
Una vez a la semana entra y sale perseguido por una nube de polvo el viejo
Leyland del Ex-preso La Central, que para en el almacén los viernes a hora
incierta y deja alguna carta para el maes-tro, catálogos y facturas para
Centurión y un sobre azulado para la señorita Ana Rosa Vasallo, que para
leer la carta pone en la victrola Júrame, de María Grever.
El mendigo del pueblo es el viejo Ponce, que atraviesa la calle de una punta
a otra una vez por la mañana y otra por la tarde y vive debajo de una enramada
detrás de la iglesia, donde prosiguen los médanos. El loco es el loco Garbarino,
que vino así por tratar con el "Familiar" o la "Sampasuka", no se sabe bien,
y que el viejo Farseto, otro personaje, trató de curar probando varios contramaleficios.
Le puso la ropa al revés, metió dos cuchillos en cruz debajo del colchón,
para lo cual tuvo que convencer-lo que por un tiempo durmiera en un colchón,
durante una semana lo despertó a las cinco de la mañana llamándolo por su
apellido primero, Garbarino, y el nombre después, Domingo. ¡Garbarino Domingo!,
gritaba Farseto y el loco, que ya estaba despierto, le raja un pedo. Por
último, le cortó el ala del som-brero, que es la suprema, pero el loco Garbarino
siguió tan loco y tan Garbarino y con el sombrero recortado que le añadía
otro poco de locura. Farseto dijo entonces que era loco de otra materia.
Con todo, Farseto a veces la acierta. Él fue quien dio aviso cuando llegaron
aquellos jinetes. Los demás pensaron que se trataba del Expreso, pues levantaban
la misma nube, y que por lo tanto era viernes y no jueves, como todo hacía
suponer, de manera que envejecieron un día.
La nube entró por la punta del cementerio y pasó atronando con un ruido
de cascos y monturas y jadeos que venía de adentro, y cuando paró frente
al almacén de Centurión, salieron de ella cinco jinetes. Cinco. Uno de traje
negro como el maestro Cernuda, con un sombrero aludo que le echaba sombra,
y que saltó del caballo girando sobre la silla, cayendo sencillo en dos
piernas, de una vez, y entró en el almacén medio de apuro, sin visuales.
Otro con un capote de agua y unas botas de goma, prendas que aquí no se
invisten, y una cara cubierta de granos tan gruesos como garbanzos. Y otro
señor, muy diputado, de más edad, pequeño, con un panamá alerudo y un maletín,
que descabalgó también. Los otros dos, bien de espanto, con máuseres y cananas
y unos machetes en vainas sin curtir, engrasadas, con cachas de hueso, tres
remaches y pomo de bronce, quedaron en las cabalgaduras por los infragantis.
Traían un caballo con carga. Dos alforjas a los lados, una caja atravesada
en la montura y un caño de latón con peana amarrado a la caja.
Andaban de mapa. Preguntaron por Manzano, Unión, Las Vacas, Tres Cruces,
Portillo, Alacrán. Rumbitos. Bebieron ginebra con jengibre y un chorro de
limón, y preguntaban de gusto, nombres nomás, y Centurión glosaba, y después
levantaron viaje, se los llevó la nube, todo textual, en acta constatado
por Farseto enteramente visual.
El Expreso pasó el viernes con seis rurales a bordo en uniforme de patria.
Bajaron a mear con los Mannlicher en bandolera, el cabo se echó una caña
y siguieron viaje. El maestro Cernuda quedó en la puerta de la escuela con
un discurso en la mano que agarró del montón que guardaba en una caja.
Esto sucedió de seguido, entre jueves y viernes. Y era bastante para una
semana, aun para un año. Pero no habían pasado dos días, que el lunes por
la tarde vieron otra nubecita, siempre del mismo lado. No era de tamaño.
Más bien de jinete, pero sobre dudoso caballo, porque era un chorro de polvo
parejo, finito, que levantaba poco.
Farseto achicó los ojos y dijo:
-Es un tipo en bicicleta.
Tampoco le creyeron. En Tapado nunca se vieron esas invenciones. Farseto
tenía la vista lega-ñosa y por lo general veía otras sustancias, que era
para lo que servía, "Pomberos", "Sampasukas", "Basiliscos" y otras encarnaciones.
Cuando encaró la punta vieron que era un tipo que se transportaba muy derecho
por el aire so-bre dos redondos chorros de arena. Traía un brazo en alto.
Casi al mismo tiempo oyeron esos golpeci-tos, como tales, pero no exactamente,
un temblor de hojas, un batimiento de alas, primero encimado al apretón
de la arena, mezclado, pero en seguida se remontó, sobrevino, salía del
hombre.
Se persignaron.
Era siendo un sujeto de mucho hueso, con una zorra gris, sujeta con una
vincha de goma, que flameaba detrás de su cabeza, muy aguda. Nunca visto.
Si no hubiese sido por la bicicleta, que no es transporte de ánimas, Farseto
habría opinado que se trataba de un "Pateador" o "Pelegrino", que no son
locales sino errantes y por lo general traen suerte. Sin embargo, era de
carne, aunque dura, consistente. Paró frente al almacén y agitó un sonajero
de uñas y cuando se reunió toda la gente, incluyendo a Gar-barino, dijo
que venía de aviso. Que el anuncio era éste: que en dos días llegaba a Tapado
el Gran Circo del Arca, que se propagara en todo su tamaño esta noticia,
que él ya y ya proseguía viaje para anunciar lo cual mismo a todos los cuantos
pueblos, y le tocó la cabeza al loco Garbarino, que se había quitado el
sombrero, y partió sin entrar siquiera al almacén, sacudiendo las piernas
y batiendo aquel cascabillo.
-¿Qué pueblo es ése? -pregunta el Príncipe.
-Tapado, pobre y desgraciado -responde el Boca.
El pueblo se borra por momentos con la arena que levanta el viento.
El Príncipe golpea el tabique a sus espaldas y Oreste asoma la cabeza por
una ventanilla.
-Sopla la trompeta, ¿quieres?
Oreste trepa al techo del carromato y comienza a soplar la trompeta, que
lanza un chorro de arena. El sonido rueda como un montón de piedras. Debe
haber llegado hasta el pueblo porque se oye un disparo y después una campana.
Eso les sacude la modorra y hasta el mismo polvo.
Oreste vuelve a soplar con más fuerza. Sopla y se lleva una mano a la oreja
porque le encanta oír ese enorme sonido que se dispara sobre la tierra pelada,
se ensancha y se alarga como si le respondieran otras muchas trompetas.
Está más viejo o, mejor dicho, algo más seco, igual que una de esas ramas
retorcidas y calcinadas por el sol que asoman a los lados del camino. Tiene
una bata semejante a la del Príncipe y una capa verde, más corta, pero los
mismos botines con las suelas agujereadas. La bata y la capa son he-chura
de Sonia la Vidente, que es también la Bailarina oriental y que en otro
tiempo fue la señora Maruca López de Esteve.
El carromato tiene los colores repasados de manera que, de lejos, como lo
está viendo ahora la gente de Tapado, y sobre todo con aquel ejemplar empíreo
sobre el techo y en medio de una nube luce muy bonito. Los angelitos siguen
soplando a cada lado, un poco más gordos y más sonrosados, pero por detrás
de ellos ondea un letrero que dice "Gran Circo del Arca", con las iniciales
en letras floridas, obra también de Sonia, igual que las cortinitas de las
ventanas y los penachos rojos sobre la cabezada de los caballos.
Detrás del carromato viene la jaula, como cuando salieron de Palmares, pero
con unas cortinas de lona para resguardar a Budinetto de los vientos, el
ardiente sol de la tarde y las miradas de la gente, que nunca han visto
a un león. Suelen meter palos entre los barrotes o le arrojan amuletos y
comidas ensalmadas que le revientan el estómago.
Detrás de la jaula sigue una jardinera que conduce Carpoforo y que pagaron
con dos funciones en Obligado. Resulta un desahogo. Como tiene capota y
cortinas de gutapercha que se abre, no se cierran a todo lo largo, lleva,
además de una parte de los trastos, dos catres en los que duermen Carpoforo
y el Nuño. Sonia y el Príncipe duermen en el compartimento de proa del carromato,
más chico pero más íntimo, con una puertita debajo del pescante, en el cual
dispusieron una cama de dos plazas luego de remover las cuchetas, y Oreste
y Perinola en el de popa, por cuya puerta se entra y se sale común-mente.
El del medio tiene una cocinita económica con la chimenea que asoma por
el techo y que cuan-do humea acrecienta la apariencia de un barco, una mesa
plegable, la lona de la carpa, el baño de asiento, las pesas de Carpoforo
y la parte más abultada de los trastos. Además amortigua los ruidos que
por la noche producen Sonia y el Príncipe, aunque el carromato se sacude
igual. Por suerte para el resto de la compañía, hace un tiempo que aquellas
expresiones han ido decayendo.
Un caballo blanco, bien peinado, viene al paso sujeto con un cabestro a
la jardinera.
Oreste, además de soplar, comenzó a saltar sobre el techo, y los del pueblo,
que veían ondear la capa y elevarse a aquel arropado personaje entre esos
celestes sonidos, pensaron que en cualquier momento remontaba vuelo. El
Nuño subió también con su disfraz de capitán von Beck, esto es, un cuero
de cabra teñido de un color rojizo con manchas de pintura negra que simulaba
la piel de un leo-pardo y un par de muñequeras y unos bigotes postizos a
la tártara y comenzó a aporrear un bombo.
Cuando rodearon el cementerio pararon los ruidos por respeto.
-Habría que golpear y soplar más fuerte -dijo el Príncipe, que se veía cansado-.
Por estos lados los muertos están más vivos que los otros. Uno se los cruza
en los caminos, charlas con ellos, te ayudan o te joden por puro gusto y
al final nunca sabes con quién tratas. ¿Hay alguna forma de saber-lo?
-No, que yo sepa -dijo el Boca-. Además, no se gana mucho.
Después del cementerio y cuando embocaron la calle y vieron a Tapado de
una vez y en esa sola mirada abarcaron lo que podían sacar de él, Perinola
con su trajecito de payaso y unas campanillas en los tobillos, comenzó a
saltar delante de todos como un endemoniado muñeco. Sonia marchaba detrás
con un bombachón de terciopelo escarlata, unas chinelas en punta de hilos
dorados, un chalequi-to bordado con lentejuelas y unos velos que flotaban
a su alrededor como nubes de vapor. Califa ca-minaba en dos patitas con
un bonete en la cabeza, muy automático. Oreste soplaba y el Nuño golpeaba
con fuerte arrebato.
La gente cubría la calle frente al almacén. El maestro Cernuda, de negro,
con un bombín y un puñado de papeles en la mano derecha, presidía, al medio.
Hizo un ademán. La bandita de Tapado, seis sicus o fusas o zamponas de hueso,
un redoblante, un bombo y un triángulo, arrancó con una especie de música,
un sonido ventoso, estremecido, más rumor que sonido, pero poderoso, que
sobrevolaba los golpes de los parches y las punzantes vibraciones del triángulo,
invadió la calle, creció, se aceleró y los envolvió como el ansioso viento
que corre delante de la tormenta. Era un ruido que brotaba de la tierra,
aquellas rotas paredes, las treinta y ocho tumbas, todo el silencio amasado
y acumula-do a través de siglos y que salía zumbando por los agujeros y
las grietas.
Oreste, que igual que el Nuño había dejado de hacer ruido impresionado por
aquella música, sintió que ese arcano rumor lo cubría, lo apartaba, lo traspasaba,
y otra vez, ahora más cerca, trató de abarcar esa forma, si la había, el
todo sonido o el todo grito o el todo idea..., ¿o era que era nada más que
así, vaguedad, no expreso, no hablado, no ideado, otra manera de consistir,
entresiendo?
Los músicos tocaban mirando al suelo, sin usar el cuerpo.
El maestro levantó una mano y la música esa paró. El Príncipe y toda la
compañía estaban realmente suspendidos.
El maestro se adelantó unos pasos, desplegó unos papeles, empujó algo por
la garganta y pro-unció el siguiente embrollo:
"Señores caballeros, señoras:
"En nombre del pueblo de Tapado, os doy la más calurosa bienvenida. Es éste,
sin duda, para nosotros, un día de felicidad, de júbilo sin par, de erecciones
y elevaciones del alma. Conciudadanos, ¡qué providente concomitancia!, ¡qué
decretos y acomodos nos ha tramado el destino!... Se arrebata el alma, sí,
pero el verbo, invención humana, vacila, se retrae, hasta enmudece ante
tan grueso portento. Porque, ¿con qué palabras os pintaré yo el arte, que
encaman estos señores, cosa de suma inmateria? Examinad con atención este
mundo grosero que habitamos y que viene a ser como el rincón donde se arrojan
los desperdicios del cielo. Registrad sus espaciosos campos en la risueña
primavera y veréis las primorosas alfombras que conforman las flores sobre
el hermoso fondo de las verdes y dilatadas pra-deras. Echad una rápida relojeada
por la vasta redondez de la Tierra y hallaréis aquí fuentes cristalinas,
allí frutas delicadas (el loco Garbarino mira a derecha e izquierda), en
una parte piedras preciosísimas, en otras perlas inestimables y en todas
primores y maravillas de la naturaleza que sólo sabréis admirar y nunca
podréis apreciar debidamente. Veréis la prodigiosa variedad de aves que
pueblan los aires, la admirable diferencia de peces que encierran los mares
y la asombrosa multitud de animales que sus-tenta la Tierra. Bajad a sus
más ocultos senos (todos miran hacia la bailarina oriental) y hallaréis
minas abundantes de oro, plata y otros preciosos metales. Alzad los ojos
y observad esa prodigiosa bóveda que forman los cielos y que viene a ser
como el techo que Dios ha puesto a este mundo. ¿Qué cosa más admirable?
¿A quién no pasma y encanta ese sol tan hermoso, que todo lo ilumina, todo
lo calien-ta, todo lo vivifica y todo lo alegra?"
Miró atentamente a los presentes para cerciorarse de que, en efecto, no
había nadie que no es-tuviese pasmado con aquel puto sol que rajaba la tierra.
"¿Qué cosa más bella que la Luna, cuando llena y majestuosa camina por medio
de esos cielos inmensos, como haciendo ostentación de su hermosura? ¿A quién
no hechizan (aquí temblaron todos) esa brillante multitud de estrellas y
esos risueños luceros que tachonan y esmaltan los tales cielos? ¿Quién jamás
miró con atención tanta hermosura, tantos prodigios y tantas maravillas
sin sentirse dul-cemente arrebatado de su belleza?"
Volvió a mirar por arriba de los papeles y el loco Garbarino aprobó con
la cabeza. Había un postigo entreabierto en una de las ventanas de la casa
de la señorita Ana Rosa y una vaporosa silueta se retrajo detrás de los
vidrios.
"Pues bien, conciudadanos, el arte es la suma y perfección, la mágica trabazón
de éstas y otras maravillas sin necesidad de transportamos hasta ellas porque
por la sola potencia del espíritu penetra la materia más espesa, congrega
y entrevera a cuanto portento, pasmo o quimera divaga por estos mundos y
añade aún más, límite fijado, y así como se hunde de un saque en los abismos
más profundos, con la misma facilidad se raja a las alturas más excelsas,
totalmente expedito, iluminando con sus victoriosos fulgores esta dura vida,
valle de continuas lágrimas que corren por todas partes, campos sem-brados
de espinas, territorio de soledad, áspera mansión de la miseria, rescatando
al hombre de aquel terrible decreto: polvo eres y al polvo revertirás, porque
por la máquina del arte él se sobrepone, se sobrepasa, se supervive, se..."
Un cavernoso rugido que hizo temblar las diecisiete casas interrumpió el
discurso, recularon todos y antes de que no quedara uno Oreste comenzó a
soplar, el Nuño a golpear, Perinola a saltar y Sonia a bailar, adelantándose
graciosamente a los brinquitos por aquella hirviente calle de arena. En
verdad, era una maravilla digna del Hagenbeck o el Sarrasani. Había ideado
un baile de resalte, de acuerdo a su corpulencia, acompasado, cruzando una
piernita a cada salto como si jugase a la rayuela y ondeando las manitas,
al tiempo que agitaba por gravitación propia sus desbordados pechos, con
un sonajero en el chaleco a la altura de cada uno, y flotaban los velos
en envolventes giros sugiriendo por debajo redondas, húmedas y trastornantes
formas.
La gente se calmó, se atrajo y antes de que el maestro Cernuda abriese nuevamente
la boca, el Príncipe, exaltado por aquellas retumbantes palabras que, aunque
no decían nada del todo comprensible, removían su natural inclinación a
la verbigracia, alzó las dos manos y con su sonora voz cada vez más entubada
dijo:
"Amigos:
"Ante todo quiero agradecer, en nombre de la Compañía, las combinadas palabras
que acabo de oír y que, además de interpretar la sustancia misma de asunto
tan volátil, ha penetrado muy hondo en nuestros corazones. ¡Mil gracias!"
El maestro se quita el bombín. Todos aplauden.
"Largos y difíciles caminos hemos trajinado para llegar hasta aquí, pero
la meta recompensa con largueza tales penalidades por cuanto Tapado fue
siempre una vieja y crecida aspiración de nuestros precitados corazones,
puesto que sabíamos de la acendrada devoción por las artes de este pueblo
pequeño en sus dimensiones pero grande y magnífico en sus intenciones.
"Desde ya, nosotros trataremos de retribuir esta disposición con nuestras
mejores habilidades, desplegando una serie de vistosos y entramados números
a precios muy reducidos, dedicando, por supuesto, nuestra primera exhibición
a todo y cada uno de los habitantes de este noble y esclarecido pueblo,
cuya puntual concurrencia será una acabada muestra de sus altas y ponderadas
virtudes de tanta y tan sólida envergadura que su fama nos dio alcance en
muy remotos lugares y nos movió a transitar por todo este territorio universo,
removiendo obstáculos y atascos sin cuento para arribar por fin en este
día, que, como bien se ha subrayado, es de rigurosa felicidad y júbilo sin
par, en recíproca viceversa, el sabio, sensible e insigne pueblo de Tapado,
que en orden a sus méritos, se promueve por sí solo a ciudad."
Carpoforo, empleando a fondo sus formidables manos, arrancó con los aplausos
por detrás del carromato. Siguieron todos.
Hubo otros disparos y el viejo Ponce resonó la campana de la iglesia, el
Príncipe y el maestro Cernuda se encajaron un abrazo, se bailoteó, Carpoforo
arrastró la jaula a la vista de todo el pueblo y el Nuño, es decir, el capitán
von Beck, descorrió las cortinas y ordenó al león Budinetto que surgiera
rugiente (Perinola introdujo por debajo un palo en punta) y el pueblo se
removió, corrió, enloqueció, revino, admiró tan resuelta fiereza.
La bandita de Tapado comenzó otra vez con aquella música.
Oreste, que ha quedado solo en lo alto del carromato, levanta la cabeza.
Desde allí se ve la re-seca inmensidad que rodea a Tapado. Las diecisiete
casas, el almacén, la iglesia, palidecen. La gente salta y gesticula en
una gris polvareda. Sólo consiste ese vibrante sonido, ese fuerte rumor.
Y esa figu-ra blanca, inmóvil detrás de una ventana.
El Circo del Arca era lo que se llama un "circo a la americana", esto es,
cuya tienda se arma y se desarma rápidamente mediante árboles, tensores
y parantes que se sostienen mutuamente por un efecto físico de fuerzas encontradas,
lo cual convenía a su sustancia nómada, y al propio tiempo, desde el punto
de vista del espectáculo, un "circo de primera parte", pues sólo ofrecía
números de pista. La carpa o tienda, cuando partieron de Palmares y contaban
apenas con unos agujereados metros de lona que le arrancaron a Scarpa, era
una especie de biombo circular con una abertura para entrar, que se cubría
con una cortina en la cual Sonia había pintado unos signos más bien aterradores
(sobre todo la víbora que se muerde la cola y tiene un solo y siniestro
ojo) y un boquete en la parte opuesta por donde ingresaban los artistas.
Con el tiempo, a medida que progresaban en distancias y peculios (e imperceptiblemente
envejecían, mudaban), aplicando al efecto el ingenio mecánico del Nuño,
para el cual un circo se asemejaba a un barco en cuanto a paños y arboladura,
la carpa fue cobrando bulto y el Príncipe, amigo de ostentaciones, la comenzó
a llamar "pabellón a la americana". En concreto, seguía siendo el mismo
biombo circular, pero en el centro del picadero se colocó un "árbol" (el
Nuño lo llamaba "palo") con un crujiente aparejo de cuadernales y pastecas
que elevaba un toldo en forma de embudo, el cual se tensaba mediante unas
riendas de cáñamo. El Nuño, con la ayuda de Carpoforo, había unido los distintos
trozos así como se cose una vela, con hilo encerado, una aguja colchonera
y un "rempujador" ajus-tado a la mano, bordeando el conjunto con una "vainilla"
guarnecida de ollaos. Un trabajo para trave-sías, el mismo que hizo tantas
veces con el Andrés a bordo del Mañana. El ruido del aparejo al izar el
paño, que es lo que ahora está oyendo la gente de Tapado, es el mismo alegre
sonido de una vela cuando remonta al tope del palo. La compañía se sacudía
el polvo y el cansancio al escuchar aquel traque–traque tan rebonito. El
toldo lucía muy lindo en el momento que se hinchaba como un globo y todo
alrededor se removía y se alivianaba. Tapado sencillamente pareció otro
pueblo cuando estuvo armado.
En la entrada, una verdadera y elegante entrada de un "circo de primera
parte", se adosó un palio con las varas doradas y la tela a bastones y en
lugar de la cortina se colocó un bastidor con signos igualmente herméticos,
es decir, que no significaban un verdadero carajo, pues era de suma conveniencia
predisponer de entrada el ánimo de los espectadores para encajar en la esencia
de todos aqu-llos etéreos rebusques. En otras palabras, que había que poner
un poco de imaginación para encerrarse en aquella mugrienta carpa y ver
las cosas de encanto que terminaban por ver aun los patanes más cerriles.
La entrada y salida de los artistas, al fondo, era un pasillo de lona, breve,
y el resto del pasaje hasta el picadero, un cerco de tablas parecido a un
brete. El momento más jubiloso, por lo menos para el Nuño, es salir de la
ruindad exterior, cubrir un tramo de oscuridades y desembocar en el círculo
de luz que ilumina el picadero, entre murmullos y aplausos que provienen
de las sombras. Ahí le crece otra persona.
Para las luces se habían tramado varios ingenios, por cuanto resultaba lo
más delicado y lo que contribuía en gran medida a fingir ese mundo de vagas
sustancias. De un aro que rodeaba el palo y que se subía o bajaba a voluntad
pendían cuatro lámparas Aladino que proveían muy buena luz al picadero y
contribuían a la iluminación general. Estas lámparas tienen la ventaja de
que no son a presión y la llama se regula mediante una cremallera de gran
recorrido. Tal motu proprio conviene para ciertos efectos tramados por el
Príncipe. A derecha de la entrada hay un armazón de caños fácilmente armable
y liviano con una plataforma encima. Allí se ubica una linterna mágica con
un lente regulable, un es-pejo parabólico y una chimenea, artificio de gran
prestigio científico que el Príncipe adquirió a un viajante en Navajas.
Sirve para iluminar el picadero con un preciso arco de luz cuando se requiere
concentrar ésta sobre ciertos objetos o personajes, ya de modo repentino,
ya mediante un disco con orificios cubiertos de papeles de colores que se
gira delante del lente, tiñendo el aire de un tono u otro, recurso de fenomenal
vaguedad.
Frente al palio, Carpoforo clava dos estacas que sostienen en arco uno de
los letreros del ca-rromato con dos faroles de viento a los costados y una
guirnalda de linternas venecianas por debajo, que cuando bailotean removidas
por el viento semejan grandes mariposas.
A un lado del arco se ubica una mesa con una caja en la cual Oreste, que
comienza de portero, sigue de linterna y termina de transformista y a veces
hasta de Príncipe, sin contar laterales de im-promptu, deposita la pecunia
que recibe a cambio de un billetito con un número, una predicción y, al
dorso, un consejo sobre la Santa Salud. A ratos sopla la cometa, convocante,
y apalea el bombo. El enano Perinola salta y se revolea, atractivo, mientras
el león Budinetto se exhibe a distancia entre va-gas luces que se agitan
y simulan movimientos, sacudones, pues el desgraciado dormita. Perinola
lo punza cada tanto y se raja un bramido de gran consonancia.
El pabellón se armó al rayo del sol con la asistencia del pueblo de Tapado,
que observaba, murmuraba, jodía, ayudaba. Algunos encendieron fuegos y comieron
a la vista del circo para no perder detalle. Por la mañana, el Príncipe
visitó al maestro Cernuda, con el que sostuvo un largo palique sobre el
avance destructor de la materia y el virtual destierro del espíritu, recordando
épocas de esplen-dores y elevaciones. El maestro citó repetidamente frases
y pensamientos de El contrato social, vinieran o no a cuento, y otros escogidas
de El Nuevo Orden, revista mensual de ciencias, política, literatura, economía,
bellas artes, industria y agricultura, de la cual conservaba toda la colección,
pues había desaparecido por falta de las debidas licencias y exceso de las
indebidas. El Príncipe retrucó con oportunas citas del libro Naturismo y
cultura física, del profesor Nitro Basciano, La mansedumbre de las flores,
del mismo autor, y el Diccionario de sabiduría y el de refranes, respectivamente,
este último con más de cinco mil proverbios latinos y aforismos jurídicos.
Entretanto, Sonia la vidente atendía en una tienda de campaña algo alejada,
recubierta de signos tales como la espada flamígera, una cruz ansada, el
sello de Salomón, la jodida víbora del maligno ojito, una luna y un sol
con ojos y boca, a un lado y otro de la entrada, abundantes 3 y 7, que son
números de guardar, y una verga imponente que había sido frotada con aguarrás
pero persistía, aunque desteñida, rodeada de una nube. Adentro había una
mesita redonda sobre la cual reposaba la lechucita de las vizcacheras embalsamada
que el Príncipe embarcó en el Mañana, una palangana, una aceitera y una
lámpara de óleo. Sonia la vidente estaba sentada detrás de la mesita, según
se entra, con el cabello suelto sujeto por una cinta con una estrella de
cartón recubierta de polvo plateado, un batón rosado algo transparente,
también con estrellas, bordadas al realce, delicadamente entreabierto para
permitir que sus pechos apuntaran al cliente. Atrás, recortado en una terciada
y pendiente de un hilo invisible, el Triángulo y el Ojo de Dios, que aunque
era uno solo, miraba con tal bronca que no permitía concentrarse en las
tetas de la señora. Por lo que se producía un calculado desvarío, tanto
más que la señora, después de echar unas gotas de aceite en el agua de la
palangana, solía tomar la mano del sujeto examinado y atraerlo hacia sí.
A la derecha, sobre un trípode, una imagen de bulto de San Antonio con la
pintura saltada por los castigos a que era sometido para arrancarle sus
favores. A la izquierda, en el suelo, un braserito que ahumaba y perfumaba
el ambiente con cierto polvo que de tanto en tanto arro-aba al fuego el
enano Perinola, el cual enano penetraba en la tienda con un turbante, ejecutaba
una reverencia y lanzaba un puñado del referido polvo pronunciando entre
dientes algunas palabras in-comprensibles. Sonia operaba por infusión directa,
de natura a creatura. Todas aquellas ceremonias, como sahumar, atraer y
sobar las manos, farfullar ciertas palabras al revés, poner los ojos en
blanco, echar unas gotas de aceite en el agua, escupir a la derecha varias
veces con rapidez, golpear a San Antonio con un latiguito de badana eran
"empujes" o excitaciones para ejercer la penetración del futuro. Sonia tenía
una mirada propensa, según el Príncipe, sobre todo en el ojo derecho, y
con sólo proponérselo y concentrarse en un punto podía ver realmente el
futuro a mayor o menor distancia, según se despojara de la materia, que
le pesaba mucho, por desgracia, de manera que a veces tardaba demasiado
en remontar y anunciaba futuros muy lejanos. Todo esto era natural en ella
y surgió sin esfuerzo y se afirmaba cada vez más. Muy de tarde en tarde
volvía a ser la señora Maruca. Menos y menos.
A la tardecita dejó de soplar el viento y la arena de picar, pues se incrustaba
en la piel y tal vez por eso con el fuerte sol uno brillaba entero. Las
casas de Tapado se emparejaron, ya no se vio su mugre, ni su vejez, tan
sólo sus contornos pálidos y esponjosos con una lucecita en la cavidad.
La torre de la iglesia se ennegreció, pues el sol entraba de esa parte,
pero después aflojó, flotó en el crepúsculo como una enorme boya.
El Príncipe, que a esa hora revivía y se llenaba de humores, mandó encender
las luces y el pueblo de Tapado se detuvo un momento, dejó de envejecer,
porque la carpa se iluminó por dentro y todos vieron que era algo hermoso
sobre la Tierra, aunque no pasara nada más que eso y estuviese allí encendida
toda la noche mera figura, a ratos sacudida por una brisa, como si consistiera
viva y fuese a remontar vuelo igual que un globo, y todos, tan livianos,
despegaran también de aquella tierra dormida bajo la arena y pudiesen ver
desde arriba, medio pajarito, ese agujero en el desierto donde había transcurrido
su vida.
Oreste, ya revestido con la capa, pues, al igual que los otros, se quitaba
nada más que los accesorios, y así cada uno vivía el día entero la representación
o figura que había elegido, resonó fuerte-mente la trompeta y el capitán
von Beck batió el parche.
El maestro Cernuda fue el primero en acometer con el señor Centurión del
brazo. El pueblo entero siguió detrás, algunos con una silla o una banqueta,
pues el circo no contaba nada más que con los seis bancos de la escuela
dispuestos alrededor del picadero.
Una figura blanca, esfumada, que revoloteaba en un recuadro de luz amarillenta
no vino. Ores-te sopló la corneta hacia allí, y cuando todos entraron en
el "pabellón a la americana" fue hasta el me-dio de la calle y volvió a
soplar y saludó con una inclinación e hizo como que volaba igual que el
cisne del señor Tesero. La figura no se movió.
Las lámparas descienden de lo alto y el Nuño reduce las llamas. Un murmullo
recorre la platea. La carpa queda casi a oscuras. Tres golpes de bombo,
un silencio y otros tres. Luego suena la corneta. Y en esto surge una llamarada
de azufre a la entrada del picadero, y otra y otra. Tres en total (producidas
por una pipa de latón de gran tamaño cargada con flor de azufre que al soplarse
se inflama por contacto con la llama de una vela, tarea a cargo de Oreste,
que se arrastra al efecto por el suelo). Al azulado resplandor del azufre
emerge y se sumerge más o menos aterrante la figura del Príncipe Patagón.
La gente grita y algunos arremeten hacia la entrada, pero calculadamente
se enciende de gol-pe la linterna y el Príncipe se configura de permanencia
en un círculo de luz anaranjada, que, calmados los ánimos, se vira en festiva
procedencia al verde, al rojo, al azul, al amarillo, al violeta, creando
una flotante sensación de irrealidad. El Príncipe, con los brazos en alto,
parece una figura descarnada, in-consistente.
Pronuncia, de amarillo:
-¡Damas y caballeros! Corneta.
-¡Distinguido público! Corneta.
-(Verde) ¡En nombre del Circo del Arca quiero dedicar esta grandiosa fiesta
al tan ilustre y sensitivo pueblo de Tapado!
Carpoforo, detrás de la lona, arranca con los aplausos.
-(Rojo) Esta noche nos transportaremos en nuestra leve barquilla de caprichosos
encanta-mientos e ingeniosos artificios por los etéreos espacios de la belleza,
la gracia y la poesía. ¡Abrid, pues, vuestros corazones a los efluvios y
emanaciones del espíritu para que en recíproco y combinado frangollo nos
rajemos por los fecundos prados de este breve y dulce consistir, conjugados
y conjugan-tes en el intenso trastorno del arte que trueca, muda y subvierte
la áspera realidad, fraguando una nue-va, vehemente y mágica dimensión!
Esta vez el maestro Cernuda se adelantó a Carpoforo, porque de un salto
se puso de pie y gol-peó las manos como si le hubiese dado un ataque.
Tres golpes de bombo y, después de inclinarse varias veces, el Príncipe
levanta los brazos y vocea:
-¡Comienza la función!...
Corneta prolongada y bombo.
Mientras concurren estos ruidos, el Príncipe se retrae hacia la salida sobre
una pequeña plata-forma con meditas, artificio de gran efecto, pues parece
que se trasladara en el aire en forma de apari-ción, sin menudeo de las
piernas.
Suena otro trompetazo, las luces de la linterna comienzan a girar alocadamente
y a los compa-ses de la Marcha del cazador voluntario, de Hohmann, por la
Banda Grosser Kurfüst, penetra a la carrera en el picadero el caballo Asir
montado por el célebre ecuestre Boc Tor. En realidad no viene montado, por
lo menos en el sentido más común, sino de pie, con cigarro en la boca, pues
se trata de un ecuestre excéntrico, vestido para el evento con una especie
de calzoncillo largo, que es justamente un calzoncillo largo, con unas puntillas
plateadas alrededor del cuello y los puños, alamares en el pe-cho, un escudo
bordado sobre un redondel de paño lenci, una faja roja, abundante, cuyas
puntas cuel-gan sobre la cadera. Boc Tor escucha impasible los aplausos.
Asir cabecea cojonudo. Sin cambiar de expresión, Boc Tor levanta una pierna,
salta en redondo sobre la punta de un pie, cabalga pedestre al revés, monta
y desmonta a la carrera, se recuesta sobre el lomo, pega tres volteretas,
siempre fumando, y en el frenesí de los aplausos desaparece como entró,
sumido en su colosal indiferencia.
A todo esto, las lámparas se han encendido a tope y, luego de las iniciales
extravagancias mul-ticolores, el haz de la linterna, que demarca el picadero,
es de un blanco intenso.
Las luces vuelven a menguar, quedando la carpa nuevamente a oscuras. El
público comienza a revolverse, menos el loco Garbarino, que sonríe y se
frota las manos aun en la oscuridad, pues no hay uno que no haya tropezado
con un Sampasuka o un Solapa e incluso con algún Lobizón.
Pero se enciende un neblinoso color rosado, suenan las Czardas, de Monti,
por Janos Maka-renko con su Orquesta Gitana, y cual una aparición, de las
carnales, surge con alado rumor Sonia la Bailarina oriental, agitándose
y contoneándose de tan sabia, metódica y umbilical manera que se pro-mueve
una erección general. Ahora el bombachón es transparente, dejando entrever
por debajo un culote negro estrechamente encajado en sus carnes y por arriba
unos sostenes en forma de media luna que acarrean sus turbulentos pechos
como dos bandejas. Bailotea descalza, toda pimpinante, pues lleva un brazalete
de campanillas en muñecas y tobillos. El baile le brota de adentro del cuerpo,
sacude y comprime cada uno de sus tejidos, sin agitarlo, apenas semoviente.
En tal consiste la maravilla, lo oblicuo, esbozado, muy del diablo. Comanda
unos velos que la circulan, acomodan y completan la figura del baile.
No ha envejecido ni se ha resquebrajado. Por el contrario, está más lozana
y más gorda. Y es ésta su tan frutal y proporcionada gordura, que, a partir
del vientre, se agita de ese modo ondulante mientras su aniñado rostro parece
ajeno a tan elaborada locura, lo que promueve el universal trastorno. Hasta
no hace mucho, el propio Príncipe, que disponía de ella más o menos a voluntad,
solía tomarla de un brazo apenas trasponía la cortina, al término del número,
y pasar del picadero al carromato cla-vándola in actu et in potentia.
El maestro Cernuda se cruza discretamente de piernas y el loco Garbarino
se introduce una mano en el bolsillo.
Siempre bailando y removiéndose, Sonia retrocede de espaldas hasta la salida.
El público aplaude y grita y dos señores sujetan a Garbarino.
Vuelven a encenderse las lámparas, resuena la trompeta y transcurriendo
sin pausa de un suce-so a otro entra al picadero girando como una rueda
loca el payaso, enano, saltimbanqui, fenómeno de renombre internacional
¡PE–RI–NO–LA!... Su número se promueve a base de los más rápidos y alo-cados
volteos al tiempo que dice toda clase de risueños disparates y entabla una
furiosa discusión con su propia sombra. El enano simula confundir a su sombra
con otra persona y le ruega, luego le ordena, que se marche de allí o cuando
menos que se quede quieta, por respeto al distinguido público, y que no
trate de calcar cada una de sus figuras, porque hay un solo Perinola en
este mundo y no queda lugar para otro. Finalmente, se enreda en una loca
pelea con volteos y grandes aspavientos, sorprendiendo a tan ladino rival
unas veces, burlado otras, hasta que sale disparado en franca derrota perseguido
por aquella infatigable sombra.
El público ríe con ganas, aunque algunos, mientras aplauden, miran con recelo
la sombra que descargan en el piso.
Corneta y bombo.
La enorme voz del Príncipe, a través de una bocina de lata, anuncia por
detrás de la lona la presentación del campeón de lucha de todos los tiempos
y Hérculase sin rival ¡CAR–PO–FO–RO!... Algunos compases de la Marcha Victoria,
de Franz von Bloon, y emerge Carpoforo, que se adelanta a paso lento, terribles
pasos, los brazos cruzados sobre el pecho y una ligera capa de aceite que
le otorga un brillo siniestro. Había costado convencerlo para que se dejase
untar, porque era un hombre aferrado a sus principios y se preguntaba qué
diría si lo viese, por ejemplo, Enrico Porro, campeón de grecorromana que
en 1906 batió en Londres al gran Nicolaj Orlof, o alguna otra puñetería
por el estilo. Bien, ése era su mundo. En su cabeza no había más que campeones
y presas y el Reglamento interna-cional de lucha grecorromana, aparte de
las calorías.
Pero ya la voz del Príncipe anuncia al desafiante de la noche, especialmente
contratado por el Gran Circo del Arca para tan importante ocasión, el indestructible
¡ALÍ MAHMUD!...
El Nuño aparece a la carrera con un turbante y espesas barbas "de abanico"
y un color aceitu-nado a base de grasa y tintura de yodo. Saluda en todas
direcciones con zalemas del más puro estilo oriental.
Suenan tres golpes de bombo y ambos luchadores adoptan la posición de combate.
Tras estudiarse detenidamente moviéndose con cautela a un lado y otro como
si se vieran por primera vez, se traban en el agarre inicial más aconsejable,
es decir, cabeza contra cabeza y abrazo al adversario tra-mando un arco.
Siguen luego una proyección de espalda, un barrido de brazo, una proyección
de cadera, una vuelta de cabeza, un brazo a la americana, un tirón de huevos,
una souplesse, un mordiscón de pierna, un magnífico puente de Alí Mahmud...
El público se enardece, grita, el maestro revolea el bombín, rueda un banco.
...Una presa de garganta absolutamente prohibida, una torsión de dedos,
un enrosque de oreja, otro mordiscón y en el momento en que Alí Mahmud arroja
una patada al estómago de Carpoforo, éste se ladea velozmente, aferra la
piernita del infiel, lo revolea y lo arroja con fuerza hacia la salida,
cayendo el miserable sobre un colchón convenientemente recubierto con una
lona que simula una prolongación del tapiz, mientras Oreste produce un lúgubre
estrépito al golpear el suelo con un palo. El propio Oreste y Boca Torcida
retiran a Alí Mahmud en unas parihuelas. El Príncipe hace entrega a Carpoforo
de una copa totalmente de lata y proclama que el Campeón de lucha de todos
los tiempos acepta para las próximas funciones cualquier clase de desafío,
con o sin ventajas, garantizando el maestro Cernuda, ahí presente, las apuestas
a combinar. Tras esto, Carpoforo ejecuta un "Vuelo del ángel" adaptado a
la geografía del lugar, que consiste en tomar impulso y con una vuelta de
campana atravesar la cortina.
El distinguido público se arrebata, la carpa se estremece, el Príncipe levanta
las manos y re-clama cordura. Aguardan otras maravillas.
Se interrumpe la luz de la linterna y otro fogonazo de azufre aplaca los
ánimos.
Pero es que entonces, en sabio encajamiento, suena una música menudita,
un canturreo, así así, todo lejanía, alma vagante que anda por los exteriores,
que viene y no viene.
Todos paran las orejas, se dispersan en tan livianos menudeos.
La música condesciende, perviene, se introduce. El maestro Cernuda comienza
a cabecear, se expande, zozobra. ¿Que no es aquello Rosas del Sur o Sueño
de un vals, esos antañosos bríos?
El Príncipe, que hasta ahora ha sido una presencia más bien invisible, replegándose
en el co-mando sutil de la tramoya, reviene entonces sobre la plataforma
portante y con gentiles modales sugie-re que, satisfechos los ímpetus viriles,
corresponde ahora dispensar una flor a las damas.
Aplausos.
La música se acerca aún más, esto es, Oreste acarrea otro poco la victrola,
y el Príncipe anun-cia con voz reposada, algo contenida, un reprimido temblor
que se esfuerza en disimular, el recitado de su última y más íntima composición,
que le inspirara el dulce desvelo de su primera noche en Tapado, atrayendo
a su memoria un lejano y escondido recuerdo.
Una pausa, traga aire y elevando un tanto la voz anuncia su título: "Deseo".
Otra pausa. Y luego, en amable comparsa, entre flotantes colores que vuelan
por el aire, hama-cados por aquella blanda, ondulante y nostalgiosa filarmonía,
recita:
Yo quisiera salvar esa distancia
ese abismo fatal que nos divide,
y embriagarme de amor con la fragancia
mística y pura que tu ser despide.
¡Yo quisiera ser uno de los lazos
con que decoras tus radiantes sienes!
¡Yo quisiera en el cielo de tus brazos
beber la gloria que en los labios tienes!
¡Yo quisiera ser lirio y en tu lecho
allá en la sombra con ardor cubrirte,
temblar con los temblores de tu pecho
y morir de placer al comprimirte!
¡Oh! ¡yo quisiera mucho más! ¡quisiera
llevarte en mí como la nube el fuego,
mas no como la nube en su carrera
luego estallar y separarnos luego!
¡Yo quisiera en mí mismo confundirte,
confundirte en mí mismo y entrañarte,
yo quisiera en perfume convertirte,
convertirte en perfume y aspirarte!
¡Aspirarte en un soplo como esencia
y unir a mis latidos tus latidos,
y unir a mi existencia tu existencia,
y unir a mis sentidos tus sentidos!
¡Aspirarte en un soplo del ambiente
y ver así sobre mi vida en calma toda
la llama de tu cuerpo ardiente
y todo el éter de lo azul de tu alma!
El maestro arroja al aire el bombín y saltando por encima de la valla se
introduce en el picade-ro y abraza al Príncipe, que se embala sobre la plataforma
con meditas arrastrando a Cernuda hacia la salida, Farseto trepa trabajosamente
a un banco, y sostenido por dos fulanas patalea y grita con su vo-cecita
de vidrio hasta que se derrumba.
Se encienden todas las luces, pero aún resuenan los aplausos y alguna dama
enjuga una lágri-ma cuando el enano Perinola reaparece en el picadero con
un letrero en alto que dice: INTERMEDIO.
Los que saben leer corren la voz.
Durante el "Intermedio" se pasaron escogidas grabaciones del repertorio
internacional que el maestro Cernuda escuchó y aun tarareó con arrobamiento
a pesar del ruido a cascajos que junto con la música salía por la bocina.
Oreste, que si bien era un aprendiz de Príncipe y por momentos casi un Príncipe
completo, trabajaba como un esclavo, repartió entre el público unas cartulinas
que de un lado traían una fotografía irreconocible de toda la compañía con
la cara del Príncipe en un recuadro y la leyenda Gran Circo del Arca, y
del otro lado una serie de refranes y consejos presuntamente del propio
Príncipe, como "Nada teme perder quien nada tiene" o "Las líneas no están
escritas porque sí en la mano del hombre; señalan la influencia celestial
sobre su destino" o "No se desea lo que no se conoce" o "La experiencia
habla en favor de los sueños proféticos, la falta de causas racionales impide
creer en ellos" o "El Amor es una flor deliciosa que no se adquiere sin
dificultad, sino que se obtiene en la cercanía de los mayores precipicios"
o "Para vestir con distinción sastrería La Favorita, de don Bautista Iaría–La
Manuela" o "Se agradece su contribución".
Detrás de Oreste venía el perro Califa caminando en dos patitas, con su
bonetito de colores y un tarrito colgado del cuello en el cual se colocaban
las contribuciones.
La segunda parte comenzó, como la primera, con una cabalgata al son de los
bizarros compa-ses de la Marcha de Granaderos Fridericus–Rex, de Radek,
pero el jinete en este caso era el fantaseo-so ecuestre ¡CO–QUI–TO! sobre
un caballo de trapo con la cabeza de cartón en cuyo interior corrían y saltaban
agachados Carpoforo y Oreste, envueltos en un tremendo olor a polvo y sudor
y a algunas ocurrencias de Carpoforo, provocadas por el encogimiento, que
hacían extraviar el paso a Oreste, des-encajándose ambas partes del caballo.
Perinola parodiaba en general las fantasías de Boc Tor, pero arriba de un
caballo, así fuese de trapo, no podía dejar de recordar al renombrado ecuestre
José Scarpa, cosa que lo alteraba sobremanera y hacía revertir su fuerte
inclinación a la perversidad, que, aunque de tamaño reducido, promovía pequeños
y retorcidos desafueros. Entre salto y salto, por ejemplo, hacía cosquillas
a Carpoforo, pateaba a Oreste y sofocaba a ambos con sus desenvueltos aires,
que no por provenir de sujeto pequeño dejaban de surtir su efecto. Carpoforo
al menos miraba y respiraba por los orificios del mascarón, pero Oreste
andaba a tontas y locas abrazado a la imponente cintura de Carpo-foro. Aparte
de esto, el desgraciado enano, trastornado por su manía de grandeza, se
sentía un verdade-ro ecuestre y gritaba y ordenaba con toda su encumbrada
alma de rufiancito. El público reía ferozmen-te, lo cual por dentro hacía
aún más tétrico el asunto. Hasta que Oreste, siguiendo sus inclinaciones,
terminaba por sentirse un auténtico caballo y entonces corcoveaba, relinchaba
y empujaba a Carpoforo, y allá iban, hechos un ovillo de trapos, siguiendo
el alocado círculo de risas y los aplausos hasta embocar la salida.
Se rebajan las lámparas. Se enciende la linterna, que arroja un chorro muy
firme. La divina Sonia se extrae de la luz, toda entera. Las sombras se
acallan. Una música viene persona rondando, rondando, fino rasgueo primero,
después, sin prisa, toda cantable la oscuridad. Y así comienza aquel arrebatado
dúo de amor que, sobre la base de Tuyo es mi corazón, de Lehar, Sonia y
el Nuño interpretan tan al natural. Ella con una túnica de raso, un mantón
carmesí y una rosa de papel. Él con un frac grasiento, una capa con esclavina
y una peluca de cajetilla. Ella penetra lentamente sobre la plataforma con
meditas, y una vez erigida comienzan los revoloteos de colores. Él corresponde
a los trinos por detrás de la carpa, de un lado, del otro, hasta que se
introduce también, emerge de las sombras a un costado, pues en ese momento
toda luz recae sobre ellas. Las voces se alternan, se superponen, coinciden
mientras sus volátiles figuras se persiguen, ya se apartan, ya se encajan
en un bailoteo o esbozado, de curso libre, que describe la opresión del
alma, esos trasbordos, su propensión al ave, su sujeción a la tierra. Y
así, en lánguido crescendo y smorzando final, ella se aleja, se disuelve
sobre la plataforma rodante, y él, luego de ejecutar con las manos los gestos
16 y 24 que prescribe el manual Hoepli de Wronski y Vitone , retenido en
su soledad y por decreto de un ensañado destino, se encapota fiera-mente
y se destierra en las sombras.
El maestro Cernuda saltó nuevamente la valla, pero con tal precipitación
que enganchó un pie y rodó por el picadero. Farseto pegó un grito y entró
a sacudirse in articulo mortis. Hubo que sujetarlo para que no se quebrase.
Un tremendo delirio encrespó a la platea y el pabellón volvió a sacudirse.
Afuera, a través de la oscuridad, de pie en la quieta, profunda noche, la
desvelada figura de la ventana contempla aquella coloreada cavidad de donde
provienen las voces.
Pero, siguiendo con los calculados contrastes, casi sin pausa, lo que provocaba
esas locas oscilaciones del ánimo, ingresó en la pista el perro excéntrico
Califa, asistido por el célebre ecuestre Boc Tor, para este caso gentilmente
con los pies en la tierra. Boc Tor vestía un ajustado pantalón negro y una
blusa abullonada. Sin el cigarro parecía otra persona, pues hasta se le
enderezaba la boca.
Califa, después de emprender una vuelta olímpica sobre el borde de las tablas,
bailó Las luciérnagas y un "galerón" sencillo, respondió con la cabeza por
sí o por no a las preguntas que le fo-muló Boc Tor sobre algunos de los
presentes, guiándose por los disimulados golpeciíos de un pie del ecuestre,
saltó por encima de una percha, que a cada salto se elevaba otro poco, y
que cuando alcanzó una altura desmesurada pasó graciosamente por debajo,
luego de tomar un fuerte impulso, como si igual fuese a batirla, se hizo
el muerto, se cubrió los ojos cuando se le preguntó una amable impertinencia
sobre las damas allí presentes, meó el palo maestro, persiguió hasta darle
caza a un hueso mágico comandado desde lo alto por un cordel invisible y
finalmente se retrajo junto con Boc Tor hacia la salida sobre sus patitas
traseras propinando unos golpecitos de cabeza.
Después de Califa siguió Oreste, que esperaba su número haciendo de todo
un poco, al revés del Príncipe (y en eso consistía su principado), que estaba
en todo y no hacía nada. Llegado el momento, le producía un pánico inicial,
pero luego seguía un agradable abandono, un acomodo con la vida, una alegría
del propio cuerpo. Y allí iba, luego de sonar él mismo la corneta y el consabido
anuncio del Príncipe: ¡EL GRAN ORESTE!... ¡transformista de renombre mundial
y Príncipe coadjutor!...
El enano Perinola entra por un costado y levanta un letrero de cartón que
dice: "Una visita al Jardín Zoológico". De todos modos, el Príncipe repite
el título, hace una somera exposición de la his-toria y en su transcurso
introduce las acotaciones necesarias. No sólo se ha reducido o más bien
sim-plificado el título, sino toda la trama, en atención a aquella clase
de público y además porque Oreste mismo es ahora más simple y acaso más
bestia. El número se reduce a la imitación que el señor Tesero hace de cada
animal en el curso de su visita al Jardín hasta que sale volando, pues su
imitación del cisne termina, se presume, con su identificación. Este final,
aunque no disgusta a Oreste, fue forzado por el Príncipe, que siente una
gran atracción por cuanta cosa se suspende en el aire.
El señor Tesero, que viste de formal, vale decir traje completo, canotier,
moñito a lunares y botines con polainas de paño de lana (investidura que
todavía desconcierta a Oreste), va con luz blanca y las situaciones con
cada animal viradas a un color distinto. La música, que en este caso expide
el Nuño, se ajusta en lo posible al clima de los diversos episodios, apelando
en algunos pasajes a vibra-dores, caja y cuerno, instrumentos de tosca hechura
recogidos durante el viaje y que producen ese extraño sonido de la tierra
que a Oreste lo turba y lo transporta a la vez, lo despoja del señor Tesero
y lo extravía en un mundo compartido por animales, vegetales, minerales
y demonios en una intermina-ble combinación.
Cuando llega la parte del cisne, Oreste se arrodilla, se curva, y empleando
un brazo por cuello y pico navega sobre la plataforma rodante como un cisne
casi de verdad. Después levanta vuelo. No de una vez, como se expresa, sino
tras un elaborado intento, remontando y cayendo hasta que pega un salto,
se oscurece de golpe el picadero y Perinola hace girar frente a la linterna
otro disco con la silueta de un cisne en distintas posiciones de vuelo sobre
cada vidrio que se proyecta contra lo alto del pabellón, un cisne transparente
y ubicuo que sobrevuela las cabezas mientras el Nuño palmotea suavemente
el parche de la caja simulando el golpe de las alas.
La gente se encueva en las sombras de la platea entre empavorecida y embelesada,
resistiéndo-se primero y dejándose arrastrar después por aquel vagaroso
encanto.
Las luces se encienden, el vuelo concluye, Oreste y el cisne han desaparecido.
El maestro Cernuda permanece inmóvil, con los ojos en las alturas, alma
volante él también, elevándose en grandes giros sobre Tapado que, en tanto
asciende, se sumerge en una neblina azulada. Dos lágrimas legañosas surcan
las arrugadas mejillas de Farseto, que no se resigna a abrir los ojos.
-Y ahora, señoras y señores, como culminación de esta extraordinaria velada
que esperamos haya sido de su agrado...
Aplausos que introduce Carpoforo por detrás de la carpa.
-¡Gracias!, ¡gracias! ¡Muy amables!... Como culminación de esta portentosa
velada, digo, la espectacular presentación del león africano ¡BUDINETTO!...
Colosal rugido detrás de las lonas, provocado por una repentina atracción
de la cola del pobre Budi que ejerce Carpoforo. Consecuente tumulto en la
platea.
-¡Calma, señoras y señores! Manténganse en sus lugares sin temor alguno,
por cuanto el león Budinetto será presentado al natural por el famoso cazador
y domador... ¡el CAPITÁN VON BECK!...
Rugido, aplausos y algunos gritos.
Cornetazo, tres golpes de bombo.
Se oyen unas voces de mando, un látigo que restalla y apartándose de golpe
la cortina entra el león Budinetto, que mira a todos con cara de aburrido.
El público de Tapado, que no está familiarizado con esta clase de bestias
y menos promoviéndose per se en su forma carnal y exacta, ve tan sólo a
un león, sin las añadiduras de viejo y aburrido, de modo tal que cuando
abre la boca para bostezar la mitad de la platea recula hacia la salida.
El maestro Cernuda, por razones de prestigio, se aguanta donde está, mientras
Farseto, que no tiene más que el pellejo, y éste es demasiado correoso para
Budinetto, se encarama nuevamente sobre el banco en un arrebato de loca
temeridad.
La oportuna introducción del capitán von Beck, casi tan feroz como Budinetto,
con aquel traje a la bárbara de piel de leopardo, seguramente arrancada
con sus propias manos, el par de muñequeras, el bigote tártaro, algunos
rastros de tintura de yodo y un látigo que revolea por arriba de su cabeza,
calma a la gente.
Von Beck sacude la tralla, pega un grito. Budinetto trota con majestuosa
indiferencia reco-rriendo todo el redondel. Luego se desploma. El terrible
Capitán chasquea entonces dos veces y Budi-netto, que ya cerraba los ojos,
se levanta con aire resignado y comienza a rugir como si tuviera por delante
una partitura. Es eso más o menos. Pero el capitán von Beck enfrenta valerosamente
al sangui-nario animal y sacudiendo siempre la tralla con doble golpe lo
hace retroceder poco a poco hasta que aquella desalmada fiera se echa al
suelo y reprimiendo su salvaje idiosincrasia lame un pie del vence-dor.
El público aplaude largamente, con alivio. Von Beck agradece recorriendo
el picadero con los brazos en alto. Al pasar al lado de Budinetto, y cuando
éste ya se dispone a echar un sueño, lo patea con disimulo.
¡Ah!, pero, ¿qué ocurre? La traicionera fiera resurge, con un carrasposo
rugido embiste por la espalda al valeroso y desprevenido Capitán. El público
se sobresalta de nuevo. Uno grita ¡Cuidado!, otro ¡Padrecito Señor!, alguien
¡Rajemos!... Pero von Beck, siempre soberbio, arroja el látigo al suelo
y abriendo los brazos y flexionando las piernas en posición de combate,
tras desplazarse hacia un lado y otro sin desclavar los ojos del adversario,
se echa sobre él con un tremendo alarido, presumiblemente tártaro.
Cornetazo.
Hombre y fiera o fiera y fiera ruedan por el suelo en mortal apretón. Si
se observa mejor, Bu-dinetto relame cariñosamente al Nuño, el cual, con
gritos y crispados ademanes, trata de disimular tales pormenores. De cualquier
forma, escapan a la despavorida mirada de los espectadores. En lo enroscado
de la lucha, mientras éstos gritan, aplauden, se revuelven, von Beck se
rocía el cuerpo con un pomo de tintura roja. Todo de pertinente ferocidad.
Por fin el imbatible tártaro germano, recubierto de sangre, levanta en vilo
al artero animal y lo despeña contra el suelo. Budinetto se duerme en el
acto. Von Beck, jadeante pero victorioso, coloca un pie sobre él.
Corneta, bombo, enloquecidos aplausos, atronaciones. Farseto, otra vez sobre
el banco y sin voz, tiembla entero.
Pero esto no es todo. No. El hombre debe corroborar su total y absoluto
dominio sobre la espantosa bestia. Por lo tanto, de un certero puntapié
y sacudiendo el látigo de a tres golpes la obliga a saltar a través de un
aro recubierto de estopa que desciende desde lo alto del pabellón y al cual
Perinola le pega fuego con una antorcha.
Nuevos transportes, redoblados delirios.
Budinetto salta y salta como un autómata con la idea fija de que dentro
de un rato estará ron-cando en su jaula.
Von Beck pega otro grito, y con el último envión Budinetto traspasa el aro
en dirección a la cortina. El Capitán se retira cubierto de sangre y de
gloria.
Mientras prosiguen las aclamaciones el Príncipe reaparece sobre la plataforma,
agradeciendo con pausadas reverencias, muy diocesano. Cuando llega al picadero
y la luz de la linterna recae sobre él, levanta las manos.
Corneta.
-Damas y caballeros -pronuncia despacio con ligera congoja-, ¡la función
ha terminado!... Carpoforo empuja una ovación.
-¡Gracias! ¡Mil gracias!... Realmente ha sido una célebre satisfacción,
tanto para mí como para toda la compañía, en cuyo nombre me expido, ejercer
nuestras artes en noche tan inolvidable. No sé si habrá sido de vuestra
entera satisfacción...
Otra ovación.
-No sé, digo, si habrá sido de vuestra entera satisfacción nuestro modesto
entretenimiento, pues reconozco que resulta de una gran responsabilidad
afrontar a público tan exigente. De todas ma-neras, trataremos de mejorar
nuestra actuación en las dos próximas funciones, una de terrible espectáculo,
pues volverán a enfrentarse en revancha los campeones Carpoforo y Alí Mahmud,
y otra en la cual el vencedor enfrentará a su vez a cualquier desafiante,
mediante apuesta formal y ante tribunal juramentado, ajustándose el encuentro
al reglamento que se fijará en lugar expuesto, revistiéndose dichos ambos
programas con nuevos y renovados números de caprichosa invención. Las entradas,
como siempre, a precios populares. Se rifará además un objeto de alto valor
artístico entre los concurrentes, para lo cual les ruego conserven en su
poder los billetes de todas las funciones a las que asis-tan, el que será
entregado al ganador por la dama de la compañía, madame Sonia, quien por
lo demás seguirá atendiendo en su oratorio a las personas que deseen entrever
su futuro, conjurar males diversos y, en general, promover cualquier magismo...
Sin otro particular y renovando mis expresiones de gratitud, me es grato
saludar a ustedes con las muestras de mi mayor afecto y mi consideración
más distinguida.
Carpoforo, aplausos.
Y al tiempo que el Príncipe se retrae con los mismos gestos y ademanes de
la introducción, irrumpe, al compás de la Marcha de desfile nro. 1, de Mölendorf,
toda la compañía, con la excepción de Alí Mahmud, que se repone de los golpes
recibidos.
Entre vítores y aplausos dan tres vueltas al picadero: Califa que cabecea
en dos patitas; Sonia, bailable; el capitán von Beck arrastrando con una
cadena a Budinetto, que ha sido arrancado nueva-mente de su sueño; Perinola,
que salta y se retuerce; Carpoforo, portando una pesa; Oreste, en atuendo
de Príncipe, que agita la pulsera de caracoles, y, cerrando la marcha, Boc
Tor, montado en el soberbio caballo Asir.
El Príncipe, que de un tiempo a esta parte se retrae, anda circulando en
lo sombreado, actúa cuando decae el brillo, comanda las luces de la linterna.
La compañía traspone la cortina. El público sigue aplaudiendo al picadero
vacío.