Mascaró, el cazador americano (fragmento)




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PARTE 3

La revancha entre Alí Mahmud y Carpoforo, que provocó toda clase de apuestas y pronósticos en el almacén de don Pedro Centurión, e incluso algunas preliminares fuera de programa, sucedió de extrema ferocidad. La lucha se pactó sin límite, hasta la derrota del adversario. El vencedor, para ser tal, debía retener a su rival con los hombros sobre el tapiz lo menos cinco segundos. Estaba permitido cualquier tipo de presas, menos las obscenas y contra natura. Evidentemente, Alí salió dispuesto a todo y, confirmando los rumores que circulaban por el pueblo desde su derrota, empleó en el momento decisivo su poderosa arma supersecreta, de exclusiva invención, y que consiste en el estrangulamiento con las piernas saltando velozmente a horcajadas o cucucho del adversario, en otros términos, el famoso "salto de tarántula" o "tarántula" a secas, lo cual requiere una loca elasticidad, y casi le valió el triunfo, volviéndose luego en su contra para ser en definitiva el motivo de su derrota. Porque Carpoforo, con la cabeza enrojecida como un tomate y perdido por perdido, embistió el palo maestro con Alí Mahmud por delante y, con un gran temblor de la carpa o "pabellón a la americana", el sanguinario jenízaro cayó fulminado a tierra. Carpoforo lo dio vuelta con la punta de un pie y lo puso de espaldas mucho más de cinco segundos, pues en esa posición lo sacaron del picadero.
Hubo tres desafiantes: Lauro Moyano, que apostó un cabrito y dos quesos de bola; Benedicto Pose, una barrica de vino patero; y Primo Elordi, "Cojones" para sus íntimos, pues los tenía no sólo en el lugar apropiado, sino constantemente en la boca, de sonido, se entiende, y que apostó una escopeta Franz Sodia del 12 con una fractura en la báscula y el espesor de los cañones adelgazados.
La lucha se ajustó al reglamento del hércules Pablo Raffeto, (a) "Cuarenta onzas", para su fa-moso encuentro con el polaco Iván, el mismo año que batió en Buenos Aires a Ceferino Capdevila y a John Farrel. Moyano y Pose desistieron cuando vieron el final de Alí Mahmud, es decir, perdieron por abandono a priori, de modo que el cabrito, los quesos y la barrica pasaron a manos del circo. Esto for-taleció la decisión de Primo "Cojones", que asumió la representación de Tapado, y que si no hubiese sido por la escopeta Franz Sodia y porque le enterró un dedito en el ojo izquierdo a Carpoforo, hubiese durado más tiempo para caer batido con un elegante roulé de anca, que es lo que tenía pensado Carpo-foro, en lugar de volar sobre la platea con un salvaje ¡cojooones!..., que le salió afuera a su pesar. Hu-bo que remendar un agujero en la carpa.
En cuanto al resto del programa, se mantuvieron algunos números, aunque en cada oportunidad con torcimientos y mudanzas, de natural improviso, pues el arte discurre sin ajuste a moldes, tanto más que la propia vida de aquellos vagabundos se ejercía ad libitum, y con el mismo temperamento se introdujeron otros nuevos. El señor Tesero reprodujo su visita al Jardín Zoológico, pero trocado en orangután se trepó al palo maestro, y en tanto el cisne volaba su suelto vuelo, Oreste en lo alto del palo manoteaba aquella figura de aire hasta que, suspendido de una cuerda, se transportó por encima de las cabezas de los espectadores y encajó la salida. El cisne siguió volando cada vez más suelto, más alto, pero a ratos soplaba un gruñidito, estrafalaria encarnación de tan opuestas criaturas, rejunte, Trinidad, Universo. El dúo de amor terminó bien por lo menos una vez, ya que amada y amante unieron sus encarnaduras, girando impetuosamente por el picadero en los envíos de un vals. Perinola se enfrentó con un gigante imaginario cuyo vozarrón cambiaba de sitio en las sombras y le ordenaba desalmadas pruebas. Perinola lo llamaba Monseñor y el gigante se enfurecía aún más. En la suma maldad le ordenó lo imposible, que se convirtiera en gigante. El enano lloró, desgarrado. Todos rieron. Pero también hay una justicia para los enanos. Porque la luz se apagó y cuando volvió a encenderse, después de unos cuantos fogonazos, Perinola reapareció gigante y Monseñor él también. En realidad, procedía trepado sobre los hombros de Carpoforo, recubierto con una sola túnica y una misma capa, salvo que la cabeza no le había crecido con el resto del cuerpo. Encumbrado como estaba, empezó a gritar para todas partes cosas de gran ofensa, de Monseñor a Monseñor, y siguió gritando aun cuando sus piernas apuntaron hacia la salida. Budinetto hizo lo de siempre, porque apenas daba para eso, pero en una de las funciones se soltó un pedo, cosa que provocó la hilaridad y conocimiento, pues se ignoraba hasta entonces que un león cometiera esas expresiones. En una función se reemplazó la pelea con el capitán von Beck por la espantosa ocurrencia de introducir el enano Perinola su cabeza en la boca de aquel sanguinario animal. Y no una vez, sino varias, porque el enano se envalentonó con los aplausos y hasta quería introducirse entero. Algunas damas se desvanecieron y Farseto ofreció meter un pie.
Fueron tres funciones en total. Durante esos días el Príncipe sostuvo unas cuantas meditacio-nes con el maestro Cernuda, que a cada rato estaba dispuesto a pronunciar un discurso y que confió al Príncipe unos versos que había escrito, mejor dicho, un baúl repleto de trovas, pues no existía cosa de concreto o imaginada a la que no le hubiese encajado por lo menos un soneto. Una mitad del baúl ver-seaba sobre cierta persona no del todo figurada que por lo general andaba de asomo en una ventana que se abría o cerraba según el ánimo del poeta. El Príncipe le instó a perseverar en esos afanes, por cuanto la poesía no sólo era asunto de ornamento, sino constancia de alma, que de ese modo podía vagar tanto como él lo hacía de a pie, pero con grandes fatigas, que un poeta es la más caprichosa ocu-rrencia del espíritu, persona fulgurante, sujeto combustible, y que los hombres debían vivir y morir en verso.
Oreste apareció uno de esos días soplando una siringa o "icu", "rondador" o "pocuna", pues en el camino había oído darle esos nombres y otros que no recordaba, aparte del muy genérico de flauta, un manojo de cañas sujetas por un travesaño y ataduras de hilo entrecruzadas. El Príncipe escuchó por la noche aquellos soplidos que agujereaban el aire, pasaban un poco alto sobre el carromato. Sonia dormía muy metida en su sueño, tan acomodada a esas travesías. El Príncipe, en cambio, que la mayor parte de su vida había dormido solo y al cual de noche se le disparaba la cabeza, rodaba por otros mundos muy contemporáneos, y estaba en ese momento, que por un juego de potencias lograba pro-longar cada vez un poco más, mejor dicho, penetrarlo otro tanto, porque era cuestión de intensidad, ese momentito de lívidas presencias, todo superpuesto pero combinado, en el cual se encajaban tiempos y lugares y personas y aun cosas, aunque siempre quedaba por escuchar o ver algo definitivo, cuando sintió como si saliera de este espacio aquel arpado vientito.
Oreste estaba sentado al pie de un médano, blanco al igual que todo el paisaje, y el sicu que le colgaba como una barba.
El Príncipe se aproximó, también blanco, y escuchó un rato de pie. Al fin se sentó al lado de Oreste.
-Inclínalo un poco menos. El tubo más largo va a la izquierda.
Oreste hizo así y sonó mejor, entero. El sonido los envolvió por completo y se anochecieron los dos.
Después probó el Príncipe.
-Debiera conseguirme una yo -dijo-. Ésta es una flauta "primera". Podría soplar la "se-gunda". Un "sicu", o como lo llames, es sólo medio instrumento. Necesita su "par".
-¿Cómo carajo lo sabes?
-Todo funciona así en esta tierra. Uno es siempre una parte. No hay uno, para decir la ver-dad.
-Has charlado demasiado con ese Cernuda.
-Cernuda no es de esta tierra. Versea en falso... Pero es feliz así.
Oreste sopló otro poco.
-¿Tú lo eres?
-De a ratos. Mi felicidad, si hay que llamarla así, está en el tránsito. Soy un "Pateador" o "Pe-legrino". En eso consiste.
-No te entiendo por palabras.
-Estás a punto de entenderme de otra manera. Así la palabra no cuenta a tu modo. Tampoco es una. No puede serlo, por la misma razón. Esto, por ejemplo -sostuvo en alto el manojito de ca-ñas-, se llama también pfucu–pfucu, antara, ayarachi, capador, hipacate, ayarichi. Yo lo podría llamar sop–sop y ellos entenderían a qué me refiero.
-Sop–sop -dijo Oreste-. Yo–tú se sopla un sop–sop.
-Es decir, una fusa ira, la más pequeña, de catorce tubos.
-Un sop–sop pentarronco de "segunda verbigracia".
-Ahora entiendes.
El viernes pasó el Expreso. Cuando los siete polvorientos pasajeros vieron el "pabellón a la americana" y se enteraron de que aquello era un circo decidieron quedarse hasta el día siguiente. Baja-ron los bultos y armaron sus fuegos al lado de la iglesia. Tapado parecía ahora una verdadera ciudad. Consistía medio inmortal.
Fue la última función, con apoteosis.
El Expreso partió en la mañana llevando grandes noticias. Para esa hora ya estaban desmontando el pabellón. Un hombre agitó un brazo en lo alto del palo maestro.
Alguien golpeaba en la pared del carromato, por fuera. Todo el mundo golpeaba aquí y allá, de manera que el Príncipe reparó al rato. La puertita entreabierta y desde la cama se veía un pedazo de cielo y un pedazo de médano. Ese angosto y resplandeciente paisaje que el Príncipe avistaba como si todo él estuviera encogido en la pálida cavidad de su ojo no tenía nada que ver con aquellos ruidos.
-¡Adelante!
La puerta se abrió del todo y el paisaje se agrandó, pero no cambió gran cosa.
-¿Qué quieres? -preguntó el Príncipe sin moverse, pensando que se trataba de Perinola, pues echado como estaba no veía a ras del pecho más que cielo y arena y un poco de la baranda.
-Soy Farseto, señor -dijo una voz finita.
El Príncipe se incorporó y recién entonces descubrió al viejo.
-¿Qué te has puesto?
El viejo llevaba una especie de maillot, una camiseta de mangas largas cosida a unas calzas negras con una estrella de liencillo colorado en el pecho, unas botinas de lona, acordonadas, y una capa corta de una tela dura que hacía ruido al moverse, aparte del natural del viejo, que era claramente a huesos.
-Soy Farseto, señor -repitió, como si el otro no lo hubiese oído.
-Lo sé.
-Farseto, de Palmira.
-Conozco una ciudad que se llama así.
-A ella me refiero. Quiero decir que soy de ahí, por nacimiento -dijo con orgullo.
-Oriundo.
-¿Qué?
-Nada... Hermosa ciudad. Mundana, en el buen sentido.
-Lo que allí sobran son putas.
-No me refiero a eso. ¿Qué entiendes por mundana?
-Algo así.
El Príncipe sacudió la cabeza un poco desalentado. La voz de Perinola gorgojeaba por ahí y escuchó brevemente la flauta de Oreste.
-Conozco a muchos farsantes de Palmira.
-Farseto. Yo y mi hermano Ernesto, que murió temprano, éramos los únicos, que sepa.
-¿Siempre está allí el Hotel del Colorado?
-No tengo idea. Hace años que falto.
-Y la glorieta en la plaza del Municipio, y tanta moza que daba vueltas a la plaza, el Teatro Imperial, el puerto de madera con el Dichosa Madre amarrado al muelle, los dos molinos, la costanera de sauces, el Marconi, el bar Palatinado, Julita Arévalo que culeaba tan personal, las romerías de El Prado...
La voz del Príncipe se fue apagando. Se había olvidado de Farseto, que sacudió la capa.
-Bien, ¿qué quieres?
-Aunque soy de allí, la verdad que no recuerdo tanto como usted. No recuerdo casi nada.
-Bueno, yo también lo había olvidado. Desde aquí ni siquiera parece posible que exista una ciudad así.
-Eso ocurre. El sol y el polvo matan la memoria. Uno transcurre pura cosa.
El Príncipe se sentó en la cama.
-Creo que has dado en el clavo. Ahora mismo debiera torcer el rumbo y volver allí. Has he-cho bien en recordarme todo eso. ¿Qué más da ir a una parte u otra?
El Príncipe comenzaba a excitarse pensando en el camino. Hablaba sin importarle el viejo, para sí.
-Hasta me había olvidado que en un tiempo trabajó en el Circo Galatea -dijo Farseto.
-¿El Galatea de Pepino Bernardoni?
-Ése.
-¿Qué me cuentas?... No era un gran circo, sino otra cosa. Más bien un teatro ambulante, o en todo caso un "circo de primera y segunda" partes. ¿Qué hacías ahí?
-Figurante. Yo entraba con una lanza y gritaba: "¡Sólo queda un puñazo de calientes!".
-"Un puñado de valientes"... Dorotea y Gerineldo o Los extremos se tocan, segundo acto.
-Recuerdo que algo se tocaba, eso sí.
-¡Gran obra! No esas cocheras que ponen ahora.
-Yo quería ser trapecista, no figurante. Me pasaba las horas mirando a los hermanos Laporte que volaban por el aire.
-Eso hacían. No eran trapecistas, quiero decir algo humano. Eran pájaros o peces.
-Yo diría peces.
-De acuerdo. Nadaban en el aire con la suavidad de un pez, esas lentas torceduras. Primero uno se aterraba, pero después saltaba con ellos enteramente acuático.
Los dos se quedaron mirando el aire un buen rato como si los hermanos Laporte maniobraran sobre sus cabezas en ese mismo momento.
-¿Qué pasó después?
-La puta vida.
-Es lo que dicen todos, más o menos.
-Sí...
-La verdad es que hace tiempo debieras estar volando tú también o por lo menos haberte roto la cabeza contra algún picadero.
-Lo más probable.
-En lugar de eso estás en este pueblo de mierda, ya viejo, sin saber siquiera cómo llegaste a esto.
-¿A qué negarlo?
Farseto se encogió de hombros y la capa hizo ruido.
-¿Y ahora qué quieres?
-Tú lo sabes.
El Príncipe miró a otra parte.
-Pasó tu tiempo.
-Déjame probar, ¿qué pierdes? Puedo hacer el trapecio o la comedia.
El Príncipe lo espió de reojo. Después de todo el viejo tenía razón. Bastaría con ver a aquel montoncito de huesos colgado de un trapecio para enloquecer al público.
-No lo veo...
-Puedes hacerte una idea. A pesar de mis años soy yo quien se ocupa de la "sacada de al-mas", cada 2 de noviembre.
-Corresponde que lo haga una mujer, virgo en lo posible.
-No hay ninguna aquí que lo pueda, virgo o puta. Se rompen el alma al primer envión. Después hay que "sacarlas" a ellas. Yo, por lo menos, siempre alcanzo a arrancar un puñado de hojas.
-No he visto un solo árbol por estos lados.
-Hay un tala negro a una legua. Bastante alto, el desgraciado. Allí amarran el columpio. A veces me hamaco una mañana entera, y si el viento me ayuda alcanzo la copa... Hace tres años quedé colgado de una rama. Aguanté lo que pude por si los de abajo hacían algo, pero ya estaban borrachos. Aplaudían, nada más. Lo veían bonito... Me quebré una pierna pero saqué del purgatorio doscientas treinta y seis almas de una vez.
-Un récord, si vale.
El Nuño grita acompasado. Están bajando el palo. En unas horas partirán de allí.
-Déjame probar.
El Príncipe lo mira con fijeza.
-Habrá que conseguir un trapecio.
-No es problema.
-Y vendas...


Esta vez no hubo discursos. Farseto se despidió de todos, casa por casa. Se detuvo un momento frente a la ventana de la señorita Ana Rosa. El maestro Cernuda abrazó y besó al Príncipe en nom-bre de Tapado. La caravana arrancó del extremo del cementerio y desfiló a lo largo de la calle. También ella paró delante de la casa de la señorita Ana Rosa Vasallo y Perinola fue y vino saltando hasta la ventana. El capitán von Beck marchaba con Budinetto a la rastra. Farseto, temblando de orgullo, golpeaba el bombo en lugar del Nuño. Frente al almacén de don Pedro Centurión comenzó a tocar la bandita de sicuris. Oreste abandonó la trompeta y sopló su flauta. El viejo Ponce rebatió la campana de la iglesia de Santa Margarita Mana de Alacoque. El pueblo entero acompañó la caravana hasta el pie del primer médano. El loco Garbarino y los chicos la siguieron otro poco.
El carromato trepa el médano bamboleándose como un barco. Cuando llega a lo alto se detiene y Farseto saluda con una mano por última vez.
Tapado se hunde detrás del médano. Sólo quedan en el aire los golpecitos de la campana. Por delante se extiende un mar de arena. El Nuño mete a Budinetto en la jaula y el carromato se interna en aquel mar quieto, fulgurante. Al rato lo borra el relumbre.
El sonido de la flauta persiste, se dilata con la luz. Se ajusta con el viento.


Las cosas comenzaron a cambiar después de Tapado. En realidad estuvieron cambiando todo el tiempo. Ése es el punto.
El carromato apuntó a Manzano pero sopló el viento casi todo el día y los cegó la arena. Pasa-ron de largo. Boca Torcida llevaba un pañuelo atado a la cara, una gorra hundida hasta las cejas. Los picotazos de la arena en la carne que quedaba al descubierto primero le dolieron, después lo adormecían. Delante veía bultos que levantaban de golpe pero no eran más que enormes puñados de arena. El sol se fue corriendo lentamente en sentido opuesto al que llevaban, aunque a ratos cambiaba de lugar. Al comienzo los cegó por delante, luego remontó y estuvo un tiempo en las alturas. Ahora empieza a caer a sus espaldas.
Dentro del carromato, que cruje y se sacude como el Mañana, la gente duerme, piensa. Nadie habla. De tanto en tanto el Príncipe saca la cabeza por la puertita y trata de discernir el rumbo pero solamente atrae un montón de arena. Saca la cabeza nada más que lo necesario, apretando la puerta contra su cuerpo, hasta que Sonia le grita que cierre.
-Llenas el cuarto de arena, es todo lo que ganas.
-No es un cuarto. Llama a las cosas por su nombre, ¿quieres?
-¿Qué importancia tiene?
-No sé cuál, pero parece como que te burlaras de ellas.
-¡Qué ocurrencia!... ¿Por qué no le dices al señor Boc Tor que meta una mano en el carromato y te dirá cómo vamos?
-Sabes que no me gusta emplear esos usos entre nosotros. No quiero enterarme de nada como no sea en su orden. ¿Para qué vivo entonces?
-Para constancia.
-Además no es el proceder de un verdadero mago. No se deben usar las potencias en provecho propio.
-¿Qué es lo que hemos hecho hasta ahora?
-Sabes a qué me refiero. Ya se discutió el asunto.
El Príncipe se ató un pañuelo, salió y se sentó al lado de Boca Torcida.
-Ve adentro a fumar un cigarro si quieres.
-Estoy bien aquí.
Se estaba bien, en efecto. El Príncipe lo comprobó cuando su cuerpo se adormeció y quedó nada más que la cabeza que boyaba en esa niebla cegadora.
El sol cayó otro poco y el viento se fue calmando. A ratos se levantaban unos chorros de arena que volaban de un lado a otro cambiando de colores. Se inflamaban como una llamarada. Boca Torci-da consiguió encender el cigarro.
-Dime, ¿aquello es arena u otra cosa?
Era un hombre. Primero una mancha alargada que bailoteaba delante del carro. Luego se en-negreció y se comprimió y fue subiendo a la superficie igual que un pez, hasta llenar sus formas, aun-que siempre como a través de un velo. El Príncipe le preguntó a los gritos dónde quedaba Manzano, y el hombre señaló detrás de ellos, a un costado.
-¿De dónde vienen?
-¡De Tapado!
-Te oigo perfectamente. Hace unas cuantas horas que lo pasaron a un lado.
-¿Qué viene ahora?
-Según. Por delante, nada. A tu izquierda, Horqueta; a tu derecha, Tres Sargentos.
El Príncipe miró al Boca.
-¿Qué se hace?
-Da lo mismo.
-¿Cuál está más cerca de los tres? -preguntó al hombre.
-Más o menos igual.
-¿Cuál te parece mejor?
-Ninguno.
A través del hombre parecía verse lo que había detrás, esa vaguedad de un solo y encendido color, bronce o púrpura.
Sonia sacó la cabeza y preguntó qué pasaba.
-Nada. Entra.
El caballero se quitó la gorra. Tenía una gorra agujereada por debajo de la cual brotaban sus grasientos pelos como un arbusto encendido. Sus ojos parecían cubiertos de escarcha.
-Sube y volvemos a Manzano -dijo el Príncipe.
El hombre rechazó con la cabeza.
-Me gusta andar solo. No lo tomes a mal. Además, no voy a Manzano.
-¿A dónde vas?
-¡Al mar! -gritó con alegría.
-¿A qué parte?
-Al mar, ¿no es uno solo, acaso?
-Sí, en cierta forma.
-Pues allí voy.
-¿Qué te lleva?
-Nada. Nunca lo he visto. ¿Tú lo has visto?
-Claro.
-¿Cómo es?
-Hay que verlo.
-A eso voy.
-Es como un fuego encendido en la noche. Nunca te cansas de mirarlo... Parece vivo.
El hombre se golpeó las manos entusiasmado levantando una nube de polvo.
-Sigue, sigue...
-No. Tienes que verlo tú mismo.
El hombre aceptó un pedazo de queso y un jarro de vino. Le bastaba con eso. Luego enfiló hacia el enrojecido horizonte. El Príncipe trepó al techo y lo miró hasta que se borró por completo, enteramente rojo.
-Bueno, ¿a dónde? -preguntó Boca Torcida.
El viento había calmado.
-Sigue sus huellas -dijo el Príncipe.
El Boca sacudió las riendas y echó el carro hacia adelante sobre las pisadas del hombre, que se hicieron cada vez más tenues.
Al caer la noche encendieron un gran fuego. Cada uno se metió en la oscuridad por un lado y trajo de esas ramas blancas, como huesos retorcidos, que echaban puñados de chispas y murmullaban al quemarse. El Príncipe se sentó algo apartado y se quedó mirando las llamas. Casi todos terminaron por hacer lo mismo. Callaban y miraban y cada tanto entraban a la oscuridad y volvían con un manojo de ramas habladoras. El fuego alborotaba y se remecía como el mar, pero por detrás, a sus espaldas, presentían ese enorme anillo de tinieblas que avanzaba o retrocedía según la intensidad del fuego y que tenía sus propias voces. Las chispas eran más y más encarnadas y se deshacían con un estampido. Por arriba del resplandor, fijando la vista, se discernían las frías estrellas del desierto.
Oeste, acurrucado en las sombras, comenzó a soplar la flauta. Pero luego le entró un poco de miedo porque el sonido se alargaba para atrás y parecía venir de la oscuridad. Así que dejó de soplar. Después el fuego se redujo, perdió su plumaje, enmudeció, era un racimo de piedras encendidas. Y cada piedra se inflamaba silenciosamente por dentro y se apagaba un poco y descargaba una cascara delgada, blanca. Entonces brillaba de nuevo.
El Príncipe y Oreste quedaron solos. Al amanecer seguían allí, sentados frente a un montón de cenizas.
Apenas el sol enrojeció la arena, volvieron a arrancar. Las pisadas del hombre que iba hacia el mar habían desaparecido por completo. Cuando comenzaron a seguirlas, el carromato torció un poco a la derecha, de manera que con algo de suerte podían acertarle a Tres Sargentos. Farseto opinaba que estaba más a la derecha y señalaba aquella inmensidad con un dedito encorvado. Señaló en varias ocasiones, pero cada vez el dedito se corría otro poco. Inclusive subió al techo del carromato y permaneció ahí un buen rato con el brazo extendido hasta que bajó cubierto de arena. Farseto se mostraba muy voluntarioso, pero de tomar en cuenta ese dedo jamás llegarían a Tres Sargentos ni a parte alguna, a menos que aquellos pueblos cambiasen continuamente de lugar, en cuyo caso era inútil preocuparse por el rumbo. El viento sopló todo el día, así que Farseto señalaba una cavidad de polvo, eso es lo cierto.
La arena arañaba las maderas, raspaba las ropas, se enroscaba en las orejas, chisporroteaba. Uno se llenaba de rumores, se habitaba de polvo, se blanqueaba igual que aquellas ramas que apuntaban al cielo como osamentas y a veces levantaban vuelo. Alguno de los hombres subía al techo del carromato y trataba de ver un poco más lejos. Veía un poco más de arena.
Al mediodía el Nuño repartió carne fría, galleta, vino.
Después, un poco de café. No pararon. No tenían ningún apuro pero ese rodar y rodar se les metía adentro con el polvo. Podían seguir así el resto de la vida. Los hombres meaban desde arriba de los carros, a favor del viento, como en los barcos. Si se pudrían o encalambraban caminaban a la par. Apenas cambiaban algunas palabras, a los gritos.
Con los restos del cabrito, huesos machacados y harina de maíz el Nuño preparó la comida del Budinetto. El Nuño está algo delgado, un poco ojeroso. Es y no es el mismo. No es el mismo. Enciende la cocina y canta Barcarola triste. La voz sale con el humo por la chimenea del carromato pero suena mucho más atrás porque se la lleva el viento.
Perinola se metió en la jaula de Budinetto, siempre en marcha, y trató de inducirlo a que probara aquel menjunje, al cual el Nuño le añadía, para darle un toque salvaje, una cucharada de grasa de pella, rancia, con la que sobaban los cueros. Los viajes lo deprimían al Budi. Ocurre con todos los leones, por civilizados que sean. Perinola hacía como que probaba aquella mierda, aunque el olor le revolvía las tripas, pero el león miraba para otra parte.
-Dale, desgraciado -decía Perinola, pero con cariño-. Si comes esta apetitosa bosta te pondrás grande como yo.
Se paraba en puntas de pie y hacía la comedia.
Sonia dormía la mayor parte del tiempo. Cuando estaba despierta se untaba el cuerpo con acei-tes y leches y pringosos compuestos de todos los colores. Eso le tomaba el resto, pues lo hacía con extrema lentitud, no exenta de placer, aparte de la envergadura de su cuerpo, que cada día aumentaba de tamaño. Lo curioso es que, cuanto más gorda, más liviana y más hermosa lucía. Aquel cuerpo, aun en reposo, se agitaba suavemente por dentro, empujando pequeñas ondas que se transportaban por debajo de su piel, recubierta de una tenue pelusa, con un brillo lechoso en lo extremo de cada redon-dez. Mientras los demás enflaquecían, se agrietaban, se oscurecían, Sonia encarnaba como una fruta que madura, más y más lozana, extravagantemente pitusa. Todos, incluso Perinola, que tenía su cora-zoncito y su pistolita tan propensos, y la última tan extensa, como cualquiera, habían perdido el sueño por aquella imponente señora, gimiendo su nombre y aguantando entre las piernas un hierro candente. Ahora estaban acostumbrados a su presencia, les pertenecía un poco a todos, así que acarreaban de un pueblo a otro aquella tamañosa encarnación, medio de solemnidad, como romeros.
Al caer la tarde paró el viento, casi de golpe. La arena se posó y reapareció esa enorme exten-sión circular que vibraba en una niebla dorada. El cielo, azulado en lo más alto, se blanqueaba y se encendía sobre el horizonte de un lado. Del otro, lo atravesaba oblicuamente un largo penacho morado que se evaporaba en los bordes mientras la noche subía desde el suelo, un agüita negra.
Algunos trepaban al techo del carromato atraídos por aquel atardecer. También ellos cambia-ban de color. Sus cuerpos se enrojecían de un lado. Del otro echaban una sombra que se abatía lenta-mente sobre la tierra, como un tallo.
-¿Qué es eso?
-Un gavilán, tal vez un águila, por el tamaño.
-Vuela demasiado bajo para ser cualquiera de los dos.
Pájaro era, por supuesto, pero batía las alas de una forma particular y venía derechamente ha-cia ellos. Al propio tiempo avanzaba con excesiva lentitud.
-Está suspendido sobre alguna presa -opinó Oreste. Pero a medida que crecía y se confor-maba empezaron a oír un rumor como de aspas y aun de engranajes.
-Es Basilio Argimón -dijo entonces Farseto, con aparente naturalidad.
Los demás miraron.
-En mi vida he visto un pájaro con nombre y apellido. Es como decir "aura tiñosa", supongo -terció el Nuño, que estaba acostumbrado a las visiones del capitán Alfonso Domínguez.
-¡En, Boca! Alcánzame la escopeta, ¿quieres? -gritó el Príncipe, alarmado por ese ruido e-camoso que iba en aumento.
-¡No lo hagas! -chilló Farseto-. Trae mala suerte. Aparte es un buen hombre.
-Piensa un poco lo que dices, mamarracho. ¿Te has vuelto loco?
Con todo, estaba viendo en medio de las alas una cabeza bastante parecida a la de un hombre. Boca Torcida no lo había oído. Arrojó el cigarro, escupió por encima de los caballos y sólo prestaba atención a aquella ruidosa quimera que se les venía encima. Ahora que volaba casi sobre sus cabezas, vieron el resto del cuerpo, enteramente de humano, sostenido boca abajo sobre un armazón de cañas. Vestía un mameluco ajustado y una gorra de cuero con antiparras. Según moviese la cabeza, la luz le pegaba en los espejuelos que disparaban dos frías llamaradas. El armazón, con el hombre, colgaba de un par de alas desmedidas, casi transparentes, que subían y bajaban con un movimiento crispado.
Califa se echó a ladrar con los pelos de punta y embistió la sombra del pájaro que resbalaba sobre la arena. Sin embargo, el ruido de los engranajes lo tapaba todo. No tanto por la intensidad sino por el encantamiento, montones de golpecitos muy entramados, complicado laboreo, fábrica. A través de las alas, armadas en hueco, vieron la dorada claridad del sol que se plegaba y fosforecía. El hombre, un perfil negro, sacudía las piernas debajo de esa movida claridad.
El Príncipe comenzó a saltar y a agitar los brazos, y el señor pájaro emprendió una vuelta sobre ellos. Ahora vieron una sonrisa que asomaba por debajo de las antiparras y cuando se ladeó un poco, en el giro, apreciaron mejor aquella formidable invención. El hombre empujaba por detrás unos pedales que, a su vez, removían unos delgados engranajes dispuestos en otro ramazón, sobre su espalda, del cual arrancaban las alas. De allí salía el ruido y esos anillitos de luz que combinaban con los golpes del mecanismo. Por delante, Argimón empuñaba unos manubrios. Un par de ruedas de rayos le colgaban a la altura del pecho. Todo muy encajado, reluciente y aéreo, de completa gloria in excelsis.
Sonia salió al balconcito y entonces Basilio Argimón emprendió una segunda vuelta, más ce-rada, se llevó una mano a la visera y las antiparras apuntaron a los pechos de la señora.
El señor pájaro terminó el giro, enfiló nuevamente por encima de sus cabezas, y sin volver a mirarlos, atento por completo a su alto rumbo, siguió vuelo.
El Príncipe saltó del carromato y corrió tras él, mejor dicho, por debajo, gritando y saltando.
-¡Basilio! ¡Basilio Argimón!... ¡No te vayas! ¡Espera, vuelve!... ¡Hermano pajarito, herma-no!...
El señor pájaro se perdió en la lejanía perseguido por aquel ruidito, entre chisporroteos y algu-nos resplandores, en la misma dirección del vagabundo, que iba hacia el mar. El Príncipe se detuvo y blandió una mano en redondo. Pero sus sortilegios no llegaban hasta esa altura y al rato no vio más que el cielo enrojecido, la arena, su larga sombra que apuntaba al ocaso.
Farseto contó la historia mientras rodaban en las penumbras. Contó una parte, de oídas. Ellos reconstruyeron el resto y aun es posible que le añadiesen algo. La entera historia pertenece más bien al Príncipe, que fue juntando con el tiempo los pasajes sueltos.
Basilio Argimón era de Solsona, un pueblito enterrado en una hondonada, al norte, desde el cual se veía un pedazo de cielo, en apariencia el mismo de siempre. La historia arranca de ahí pero después sigue muy mezclada porque cada pueblo, inclusive cada persona, le añade algo. En Felicaria, por ejemplo, dicen que nació "binario", que tenía, tiene, cuerpo de humano y alma de pajarito, de chingolo o "icancho" o "chuschín" precisamente, que es pajarito de buen agüero, no el "maimbé" o "zonzito", que se le parece y que cuando canta atrae los vientos. Los que lo vieron en tierra, sin la mecánica, concuerdan en que es de muy poca carne, tiene una porra negra en punta, como un copete, y camina a los saltitos, bien de chingolo. Ésos hablan como si no hubiesen pasado los años, porque en todo caso es la figura que tenía de chico, cuando se le metió la idea. Probablemente nació con ella, in nomine. Como sea, ya entonces se pasaba el día espiando a los pájaros, que en Solsona vuelan muy alto y raramente se posan. A los trece años construyó un barrilete japonés, el triple de los comunes, con un arnés de bayeta y se arrojó desde el campanario de la iglesia de Santa Olimpia, viuda, a cuya devoción está consagrada la de Solsona, que luce una torre en punta, muy alta, como toda casa de res-peto en ese pueblo, porque es un lugar estrecho, en lo hondo de la piedra. Por suerte cayó sobre una palmera de cáñamo en la China. Aunque se rompió un par de huesos, planeó algunos metros. Cojeó un tiempo y se apartó aún más de la gente, porque ya era de ese natural. Ahora se pasaba el día en lo alto de las piedras, lo cual no es bueno. Pero él entendía la lengua, la aprendió en todos esos años, y hablaba con ellas. Ahí observaba el cielo y los pájaros más de cerca y ya entonces sólo reconocía a la gente desde arriba. Con tanto subir y bajar se hizo más livianito.
Probó otra vez ya de hombre. Más científico. El ingenio consistía en un corselete de cuero en el cual encajaba unas alas plegables de tela encerada, con envarillado de cañas, sujetas asimismo a los brazos con una culebra de tiento. Otro trozo de tela envarillada unía las piernas y hacía el efecto de una cola. La cabeza iba protegida por un casco también de cuero que por delante le cubría hasta la nariz y tenía unos vidrios en el sitio de los ojos. Argimón probó este traje de vuelo en la festividad de Santa Olimpia, el 17 de diciembre. Subió a la piedra más alta, en la madrugada, se encajó el traje, lo cual le llevaba tiempo, y en mitad de la procesión se descolgó de un salto apuntando al centro de Sol-sona. Esta vez fue a golpear contra el paredón opuesto de la hondonada pero sobrevoló el pueblo, pasó con un extravagante zumbido sobre la procesión y probablemente se vino abajo tan de repente porque cuando planeaba por encima de la imagen de Santa Olimpia se le ocurrió persignarse. El pueblo lo siguió a los gritos, con los cirios y la santa imagen a la carrera. El notario Crisólogo Bajarlía levantó un acta para atestiguar en autos que el ciudadano Basilio Argimón perpetró de prima facie un vuelo absolutamente aéreo el 17 de diciembre de 1943. Un tal suceso reavivó las patrióticas rivalidades entre Solsona y los pueblos vecinos que para los solsones, encajados en la piedra, eran extranjeros, sobre todo los desgraciados de Paso Viejo, que alardeaban porque tenían una banda lisa, un carro de riego, una mesa de billar y, por algo, una comisaría. El domingo de Cuaresma el párroco de Paso Viejo, cuya iglesia apenas contaba con una miserable espadaña de ladrillos, pidió que se tramaran fuertes oraciones por los vecinos de Solsona que se entregaban a prácticas descabelladas no sólo destinadas a fo-mentar la discordia entre hermanos, sino a contrariar el orden de rerum naturae con el desorden de rerum novarum. Los rurales bajaron a Solsona, le volvieron a romper los huesos a Argimón, que recién se reponía, confiscaron el traje de vuelo, prohibieron la crianza de pájaros y toda ave que remontara y se culearon a varias señoras por alentar aquellas prácticas o por si acaso. El notario Bajarlía fue encausado por abuso de función pública, libelo y apología de la subversión, que de eso se trataba fi-nalmente, porque la alteración del orden natural predispone a la alteración del orden establecido. Basi-lio Argimón, apenas recompuesto, huyó a los saltitos de Solsona y a partir de entonces vivió entre las piedras, como los grandes pájaros. Ahí empieza la leyenda o, por lo menos, la confusión. Algunos aseguraban haberlo visto en vuelo a la costa, otro que había muerto y encarnado en un "curabí–bemimbí, chiflón" o "flauta del sol", que anuncia los cambios de tiempo, pero ya era poco pájaro para él, y otros que moraban en la montaña donde tramaba una formidable máquina de vuelo de enorme ciencia. Como fuese, lo más probable es que persistiera en la empresa, porque era un verdadero artista.
Con el tiempo lo olvidaron casi todos como persona de cuerpo, aunque quedó la costumbre de soltar una torcaza para la fiesta de Santa Olimpia, durante la procesión, inicialmente en señal de pro-testa. Y fue así que para cinco años después, puntualmente el 17 de diciembre y en el momento en que sacaban de la iglesia a Santa Olimpia, los vecinos vieron a aquel descomunal pajarraco que se abatía desde lo alto de las piedras y después sintieron el ruidito ese a molienda y Basilio Argimón surcó todo volante y esta vez se persignó sin precipitarse y volvió sobre los gritos y ejecutó varios giros y a cada vecino que le pedía le pasaba por encima, porque la sombra de los pájaros trae suerte, y finalmente todos se pusieron en fila y con licencia de Santa Olimpia los pasó de una vez. Después remontó y se fue yendo, fue, sobre Paso Viejo, para constancia, donde los rurales le despacharon algunos tiros, so-bre Malabrigo y Pelicaria y Unión y Las Víboras y Antequeras. Todos esos pueblos, y otros en los que aparece de golpe. Una tarde voló sobre Tapado. El maestro Cernuda le echó un discurso en el cual hablaba a la carrera de un tal señor Icario. Argimón aguantó colgado del aire todo lo que pudo, dando unas vueltitas muy empinadas o bien yendo de una punta a otra de la calle con el maestro que lo seguía por debajo, mientras el padre Ignacio Zárate, que todavía estaba en el pueblo, trataba de rociarlo con agua bendita, desde la torre de la iglesia de Santa Margarita María de Alacoque y el viejo Ponce tocaba el Ángelus.
-¿No baja nunca?
-No en poblado.
-Por errante que sea, debe vivir en alguna parte, teniendo en cuenta su condición mecánica.
-No se le conoce casa de asiento o cosa así, si te refieres a eso.
-Una piedra, un árbol, un tejado. Cualquier fijadero.
-No, que se sepa... Cada tanto vuelve a Solsona, ronda por ahí.
-Solsona...
Aquel nombre comenzaba a crecer como un fuego en la cabeza del Príncipe.
-En los primeros tiempos lo hacía para la festividad de Santa Olimpia. Pero después lo hicieron también los rurales.
-¿Qué tienen contra él?
-Dicen que trastorna a la gente, que contribuye, que utiliza un espacio del Estado, que mea en lugares abiertos, que no se ajusta a regla ni estatuto, ni hay precedentes y que, por tanto, ni siquiera existe.
-Por eso no le aciertan. Le falta hábeas corpus.
El Príncipe trepó al techo y estuvo mirando un rato en la dirección por la que había desapare-cido Basilio Argimón, pero no vio más que sombras.
-¿Qué te parece como número? -preguntó a Oreste, que estaba echado en el techo.
-Habría que agrandar unos metros la carpa.
-El espectáculo más sensacional del mundo, nunca jamás visto: ¡El Hombre–Pájaro Basilio Argimón, maestro de vuelo, en primera persona!... -gritó el Príncipe a las sombras-. Se prohibe la entrada de rurales.
Volvió a sentarse en el pescante, entre Farseto y Boca Torcida, que sostenía las riendas medio dormido.
-Me pregunto cómo lo hizo -dijo por lo bajo, porque ésa era la idea que le rondaba desde el mismo momento que apareció aquel pájaro.
-Tú lo has visto -dijo Farseto.
-Digo que debe haber un modo de descarnarse, de pasar de una forma a otra, de ser pájaro, piedra o planta, a voluntad, como hay una manera de ser Príncipe. ¿Tú qué quieres ser?
-Un trapecista, como cualquiera de los hermanos Laporte. Aunque sea un poco menos -respondió Farseto, algo confundido.
-¿Lo quieres de verdad, o lo evocas no más?
-Bueno, es un embrollo...
-Hay un alma común a partir de la cual, por aliento, salen las cosas. Uno puede volver a esa alma y pasar a otra consistencia.
-No entiendo nada, francamente.
-No al modo físico, sino por ensalmo... ¿Tú qué dices, Oreste?
-Es tu modo de ver las cosas -dijo Oreste desde el techo-. El armatoste ese no es una no-vedad. Se parece al planóforo de Penaud, pero sobre todo al aparato volador de Lilienthal.
-Nada que ver. Además, eran un par de locos, y posiblemente magos, como Basilio Argi-món.
-La Sociedad Británica de Aeronáutica ha ofrecido cinco mil libras al primero que consiga realizar un vuelo de una milla basado sobre el principio del aleteo continuo e impulsado por su propia fuerza. Un tal Hartman alcanzó ya media milla a una altura de cincuenta pies.
-Los ingleses siempre tuercen las cosas. Además, ¿con qué medios y qué ciencia de cálculo podría hacerlo Argimón?
-¿Cómo hiciste tú este circo?
-No tiene relación. Y si la tiene, sucede que no es el intríngulis. Por otra parte, ¿cómo se te ocurre hablar de una puta Sociedad Británica de Aeronáutica en este lugar? ¿No es eso todavía más loco?
-¿Qué no lo es a esta altura?
-Así y todo, resulta bastante más probable de este modo, por oscuras que sean las palabras -siguió el Príncipe explicándole a Farseto, un poco resentido y hasta desilusionado con Oreste-. Ar-gimón debe haber dado con el quinto elemento, el cual enlaza los cuerpos terrestres con los celestes, y como dice el Trismegisto, separó lo sutil de lo burdo, suavemente, y con el alma de la caña, la tela, el metal y su propia alma, que son la misma identidad, compuso un pájaro.
-No sé de qué hablas ni conozco a ese señor Trigémino... Aquí todo proviene de la tierra, lo demás nada es fijo. Hay piedras que caminan, árboles que enyetan, lagunas que se embroncan, los humanos a veces son animales y los animales a veces son personas, sobre todo los pájaros, como el "crespín" o el "cacuy" o el "chajá", y además hay cosos, fantasmones, que no se sabe muy bien qué son lo que son, como el "Coquena", que persigue a los cazadores de vicuñas, o el "Kaparilo", que es el ruido de los bosques. ¿A eso te refieres?
-Más o menos.
Callaron. El carromato con los ángeles anochecidos rodaba en la oscuridad más negra, pero si uno miraba hacia arriba, como lo hacía Oreste, que estaba tumbado en el techo en la más pura contem-plación de aquellas desencajadas estrellas que allí parecen más grandes y más bajas, advertía una claridad espectral que se iba metiendo en el cuerpo y cubría los bultos de una fina ceniza. Algunas estrellas, de un color encarnado, temblaban como la llamita de un pabilo. La verdadera oscuridad estaba a ras de la tierra.
-De un modo u otro, Basilio Argimón salió con la suya -dijo la voz del Príncipe por allí adelante, en un tonito que inducía a sospechas.
-¿Qué te preocupa? -preguntó la voz de Oreste más arriba, adivinándole la intención-. Lo mismo se puede decir de ti. ¿Acaso no querías ser un Príncipe?
-Sí, eso quise... Justamente es una forma que proviene de la tierra, pero no tiene reposo.
-¿Qué forma es ésa? -preguntó Farseto con alarma, pensando si acaso no había tropezado con algún alma en pena o toda una banda de ellas.
-El camino. No pienses otra cosa. Todos los caminos.
Callaron definitivamente.
Al rato brotó un chorro de chispas y una columnita de humo sonrosada por la boca de la chimenea. Poco después trepó la voz del Nuño, que cantaba La quejosita. La voz subía con los ruidos de los cacharros y las ventosidades de la hornalla. El carromato rodaba y rodaba con la noche a cuestas y todos esos amables ruidos. Y en el propio momento que sintieron aquel generoso olor a tortilla con salchichón, en ese mismo momento vieron a lo lejos el neblinoso resplandor de las luces de un pueblo y aun de una ciudad.
-¡Eh, Boca, despierta! -gritó el Príncipe. Boca Torcida abrió los ojos. Miró, ladeó el cigarro y dijo:
-Rocha, por la luz que derrocha.


El Príncipe, con una jarrita de vino al alcance de la mano, está sumergido en la bañadera de asiento, que contiene agua templada, en una crujiente habitación del piso alto del Gran Hotel Mallorca, un caserón de dos pisos con marquesina, escupideras de loza en los pasillos, unas columnas torneadas que sostienen unos maceteros panzudos y que pertenece al gentil caballero don Adelelmo Luis Casa-grande, quien en ese momento pasea a la señora Sonia en un cabriolé descapotado, exhibiendo los adelantos y mundanidades de la alegre y honorable ruinosa ciudad de Rocha.
El Príncipe lee, o trata de leer, el capítulo "Bailes y tertulias" de El trato social, de la condesa de Tramar, pues esa misma noche deben asistir a una velada danzante organizada por el círculo italia-no en honor de toda la compañía. Le preocupa el comportamiento de Perinola, pero la condesa no de-dica ningún acápite a enanos o tan siquiera fenómenos.
En realidad, su cabeza está en otra cosa. Cada tanto se adormece, alentado por aquellos semi-cupios calmantes, a base de agua tibia, muy eficaces contra la insomnia y las almorranas, contrarieda-des de las que padece últimamente, y sueña que vuela. Generalmente sueña que vuela en dirección al mar.
Va para tres semanas que el circo está en Rocha, donde curiosamente los esperaban precedidos por ciertos avisos, y las cosas marchan tan bien que nadie, con excepción del Príncipe, piensa en la partida. Todas las noches, menos los lunes, que se reserva para descanso de la compañía, la carpa se colma de espectadores y los sábados y domingos se añade una función de matiné. Los beneficios han permitido contratar una banda, un cohetero, imprimir nuevos carteles y alquilar aquella habitación. La propia presentación del gran Farseto, trapecista excéntrico de renombre internacional, resultó un ines-perado suceso. El viejo aparece en la segunda parte del programa y aunque el número es de extrema simpleza, conmueve y aun pasma a los espectadores. Farseto entra al picadero todo tembloroso, tro-pieza un par de veces, en ocasiones llora como un niño, porque se emociona con los aplausos y, luego de una agitada introducción de la banda, comienza a trepar por una escalera de tijera, con un redoble in crescendo. La ascensión es tan lenta y tan dificultosa que la gente empieza a ponerse nerviosa, se sus-pende a cada escalón, alienta al viejo con gritos y palmoteos. El pobre Farseto se detiene a mitad de camino y trata de agradecer, pero por lo general se precipita dos o tres peldaños, vuelve a trepar, mete los pies en los vacíos, se tambalea hasta sacudir la escalera y, cuando por fin llega arriba, se empina sobre la plataforma, abre con lentitud los brazos, levanta una piernita y saluda al público, que aplaude a rabiar, deseoso de que concluya cuanto antes. En lugar de eso, la banda arranca con un staccato y el obstinado viejo se pone a saltar en la plataforma tratando de alcanzar el trapecio que se balancea sobre su cabeza. La gente se pone histérica, algunas señoras se desvanecen, la mayoría reclama que lo bajen. Finalmente, el Príncipe (a quien a menudo reemplaza Oreste) induce al viejo a que abandone el empe-ño, por consideración al respetable público. Farseto vuelve a saludar y se arroja desde lo alto a los brazos de Carpoforo, lo cual provoca otros cuantos desmayos, pues el desgraciado se tambalea y se tira de punta. En cuanto al campeón de lucha de todos los pesos, ha contribuido en gran medida a mul-tiplicar los ingresos aceptando desafíos y apuestas a granel, pues en este pueblo abundan los fanfarro-nes y los timberos.
Las salinas que se observan desde el segundo piso del Hotel Mallorca y que a esa distancia semejan ríos de agua escarchada que se internan en la reseca llanura son el origen de la magra prosperidad de Rocha y, por vía indirecta, el motivo de que el Príncipe pueda contemplarlas a través de la ventana de aquella habitación con sólo estirar el cuello mientras vierte en la bañera otro poco de agua caliente de un cubo que acaba de traer el mucamo junto con otra jarrita de vino. Aquellas salinas pro-veyeron, entre lo más notable, la iglesia de San Bernardino de Feltre con esas dos torres cuadradas, sin agujas, que impresionan como un fuerte, la plaza con la glorieta de la banda, un mástil y una pérgola, la usina, o sea el galponcito de chapas con un estrepitoso Otto Deutz modelo 37 y un alternador Brush, que al caer la noche surtía con grandes temblores ese bonito alumbrado visible desde tan lejos, la terminal del Rápido del Oeste, una calle empedrada, un dispensario, un quilombo, una comisaría con dos calabozos y, aprovechando el servicio de la usina, un "memento eléctrico" que se aplica en el unigénito para promover la verdad en forma científica induciendo en el corpus delicti el voltaje apropiado, una imprenta con una minerva que imprime El mensajero de Rocha, una estafeta con un telégrafo de esfera Breguet, cuyos hilos se pierden en la misma dirección del Rápido; la Casa Municipal, el Círculo Italiano, el bar y la confitería La Moderna, donde en este momento ingresan la señora Sonia del brazo del señor Casagrande y, por supuesto, el Gran Hotel Mallorca, en el cual, a su vez, el Príncipe sueña dentro de una bañadera de cinc que Basilio Argimón planea sobre su cabeza.
Salvo una nota en El mensajero de Rocha, que a todas luces provenía de la envenenada pluma del párroco de San Bernardino, padre Ignacio Tejedor, condenando la "balsa", o valse, por cuanto "gestos, meneos lascivos y una rufiandad impudente son sus constitutivos, que provocan por la fatiga y el calor que producen en el cuerpo, la concupiscencia", hasta ahora el Circo del Arca no había conocido tan buenos tiempos. José Scarpa jamás habría sospechado semejante progreso cuando, creyendo que se sacaba un clavo de encima, vio desaparecer a la vuelta de una esquina la jaula de Budinetto.
Con todo, el Príncipe parecía algo indiferente a tales progresos y su más palpable satisfacción eran aquellos baños de asiento. A decir verdad, él no se había propuesto el lucro en moneda de contar y guardar y menos un "circo plantado".
Su real propósito fue en todo momento un modesto "circo de primera parte", y aun "de prime-ra y segunda" con tal de que no entorpeciera la marcha, pues él concebía al circo como una forma itinerante o, en todo caso, no le interesaba de otra. Más aún, ni siquiera pretendía tal cosa como su más firme aspiración, porque, en el fondo, él tan sólo se había propuesto consistir. Como ese loco de Argi-món, que al fin se posaba en tierra y ahora avanzaba hacia él pedaleando mientras las alas, con un movimiento más pausado, levantaban una nubecita de polvo. Por fuerza tenía que torcer el cuello hacia arriba, ya que seguía debajo de la máquina, aunque cada tanto se elevaba un poquito y el Príncipe te-mía que remontara para siempre. Entonces trataba de adelantarse y en una de ésas se levantó de la bañera y se asomó por la ventana en pelotas y en lugar de Basilio Argimón vio a una señora de edad que se persignaba. Volvió a la bañera y mientras trataba de leer lo concerniente a "Bailes de trajes", Basilio Argimón reapareció en el mismo punto que lo dejara, solamente que ahora se había alzado las antiparras y su cara se parecía, en lo resumido, a la del vago que iba camino del mar, aunque es de notar que todos los errantes se parecen entre sí. Cuando llegó a la distancia de un brazo salió de la máquina pero desplegó unas alas de ornamento, con plumas y todo, muy seráfico en la trama, y seguía saltando seguramente para mantenerse en forma, como todo gran artista. Y él, el Príncipe, habló primero y dijo: "Maestro pajarito, enséñame el arte". Y Basilio Argimón dijo, mientras el notario Bajar-lía, que salió del aire, labraba un acta al efecto pertinente: "Lo compuesto consiste en cortar las cañas de un solo tajo en cuarto menguante y cocerlas a fuego de reverbero en grasa de ñancu, tramar la tela bien prieta, de seda natural, por supuesto, empleando para las costuras el punto ojal y fundir los engranajes sumando siempre a la fusión media onza de titanos y tres cucharadas de agua fortis, mientras uno se embebe por dentro, para conjugar, con aqua ardens a voluntad". Argimón recitó todo esto de una manera cantable, descendiendo una cuarta en la última sílaba, mientras Bajarlía tomaba debida nota. "Pero lo que realmente importa es la celesta", siguió Argimón tras una pausa, en la cual se elevó por lo menos un metro. Y en el momento que se disponía a cantar la celesta aparecieron los espantosos rurales, que golpearon a Bajarlía, dispararon sobre Argimón, quien se elevó lleno de agujeros, a través de los cuales se veía el puro cielo, y uno que tenía la misma cara del conde Stroface le apoyó al Príncipe el caño del fusil sobre la sien, sonrió siniestramente y apretó el gatillo.
El Príncipe despierta con un alarido, la última expresión de su vida terrestre, porque siente en las mismas entrañas el frío de la muerte. Sin embargo, todavía está vivo, porque ve con los ojos del cuerpo. Y lo que ve, en lugar del maldito rural, es la ventana por la que se asomó en pelotas hace apenas un rato. De manera que suspira con alivio al comprobar que sigue en la habitación del Gran Hotel Mallorca y que el frío de la muerte se debe al enfriamiento del agua. Con todo, persiste la sensación de que tiene el caño de un arma apoyado contra la sien. Trata de palpar ese preciso lugar pero constata con sobresalto que efectivamente está allí el caño.
Una voz dice entonces a sus espaldas:
-He oído que necesitas para tu circo un tirador de fantasía.
El Príncipe cree reconocer esa voz.
-Es lo que me falta. Precisamente soñaba con algo así, un número de realce. ¿Puedo volver-me?
La voz no respondió pero apartaron el caño.
El Príncipe se vuelve con lentitud. Junto a la puerta, de un lado, hay un tipo de aspecto tene-broso, bajo, fornido, con un capote de hule, unas botas de goma y una cara llena de granos. Del otro, está el cohetero que anuncia con sus fuegos el comienzo de cada función, un señor bajito, muy civilizado a pesar de esa barba que no encaja con el resto de su cara pues, recién el Príncipe ahora lo advierte, se trata de un postizo barato. Sostiene con delicadeza una escopeta de caños recortados. En cuanto al hombre que tiene al lado y dada su ubicación, tan próxima al suelo, pues sigue en la bañera, ve so-lamente sus negras botas relucientes, el pantalón y el orillo del saco, también negros.
-Voy a levantarme -dice por precaución, pues con el frío ya no siente los bajos fondos.
Se pone de pie chorreando agua, con El trato social de la condesa de Tramar en una mano, y entonces ve al hombre por entero.
A pesar de la barba y esos mostachos en punta, le basta con mirar sus fieros ojos para saber en el acto de quién se trata.
-Mascaró.
Dice el nombre lentamente, pero sin miedo, casi con aprecio.
-Desde ahora soy Joselito Bembé -ordena conciso el caballero jinete.
El Príncipe cavila un instante y luego, alzando los brazos, anuncia:
-Alias Rajabalas o ¡el Cazador Americano!...
Al día siguiente, martes, para sorpresa de los habitantes de Rocha, sobre todo de quienes la noche anterior habían asistido a la gran velada en el Círculo Italiano, en cuyo transcurso se entregaron al Príncipe las llaves de la ciudad, de bronce de baja calidad, el Circo del Arpa desmontó su carpa. Mientras los hombres cargaban los petates y se disponía el viaje el Príncipe trató de explicar aquella repentina decisión aduciendo un solemne compromiso con el señor Carpodio, de la Venezuela, que había despachado mensajeros, el señor Joselito Bembé y escolta, más algunos trastornos de Budinetto, a quien la proximidad de las salinas afectaba en su temperamento. Ad referéndum, el capitán von Beck se exhibió cubierto de vendajes, y el león abusivo, removido por Perinola, expulsó unos rugidos.
No bien engancharon la jaula y el gentil caballero don Adelelmo Luis Casagrande besó la rolliza manita de la señora Sonia, después de entregarle un ramo de perpetuas o siemprevivas con algunas ramitas de tilo para aderezo, combinación que en el lenguaje de las flores revela Amor Encendido, gesto al cual ella correspondió muy experta llevándose el pañuelo a los labios (desearía entablar correspondencia con usted), el carromato echó a rodar con un tamaño grito de Boca Torcida.
Y al mismo tiempo que el circo salía del pueblo, por la otra punta entraba al galope detrás del sonido de una corneta de llaves una partida de rurales al mando del furioso capitán Dámaso Alvarenga.
La idea del Príncipe era costear la línea del telégrafo, que pasaba por Rivera, donde proyectaba exhibir por primera vez y como atracción especial el temible número de El Cazador Americano. Algunas leguas más allá de Rivera, según referencias, torcía un camino rumbo a Paso Viejo, que luego se estrechaba y subía hasta las puntas de unos cerros desde donde se divisaba, al fondo de una hondona-da, un pueblo ahora ruinoso y casi deshabitado, pero que aún conservaba también erguida la torre de una iglesia consagrada a Santa Olimpia, viuda.
El Príncipe solamente mencionó a Rivera, insistiendo que en muchos aspectos aventajaba a la propia ciudad de Rocha. Sin embargo, Joselito Bembé opinó de breve que debían encarar en la dirección opuesta, o sea, el desierto. El Príncipe no hizo comentarios. Señaló a Boc Tor el yermo amarillento que se extendía para ese lado y el carromato se internó a los tumbos en aquella cegadora claridad que brotaba del suelo.
Por la noche, desde lo alto de un médano, contemplaron las luces de Rocha, que parpadeaban en la oscuridad por efecto del "memento eléctrico", motivo que casi todos ellos ignoraban, y algunas horas después, desde otro médano, divisaron un alto fuego que por arriba se disipaba en una niebla sonrosada, algo muy bonito.
Oreste preguntó qué ocurrencia era aquélla.
-Una especie de verbena en honor de San Bartolomé -dijo el Príncipe-. Se festeja de noche y, por supuesto, a la bartola.
Al rato escucharon el sonido amortiguado de una corneta de llaves que se alejaba en dirección a Rivera.


Chaján, Portillo, Naneo, Paiquía, Santa Clara. Pueblitos, mierda, polvo, fantasmas.
Bicheadero, Naranjito, Quisco Nuevo, Quisco Viejo, ambos viejos; Fortines, Alacrán.
Algunos eran nada más que el nombre. Olvido, muerte. A veces los pasaban de largo, sin ver-los siquiera.
Jarilla, San Andrés, Soca, Madariaga...
Una vuelta creyeron ver en la oscuridad una ciudad que brillaba a lo lejos, pero metros más adelante pasaron sobre las velas del cementerio de albarrada y alguien les disparó un escopetazo.
Ya casi no hablan. El chirrido de las ruedas se agranda con la claridad y después se afila con las sombras. Los ángeles del carromato se han descolorido. Oreste sopla el "sicu" a toda hora, sentado en el techo. Tiene la piel resquebrajada, los ojos deslumbrados, el pelo grasoso, largo, revuelto. Ha envejecido, igual que el Príncipe. Los demás han madurado, más precisamente, se han vuelto para dentro, parecen ajenos al polvo y a la fatiga y aun al tiempo, menos de carne, más de invención. Montan la carpa dondequiera que sea, ejercen esas brillantes maniobras cada vez más ajustados, toda figura, desmontan y, otra vez en camino, se ejercitan interminablemente en sus artes.
Farseto ha logrado suspenderse del trapecio y ahora voltea en la barra. El mismo Príncipe se pone nervioso, pero no dice nada porque fue él quien lo indujo. Farseto baja cuando se lo ruega la señora Sonia, que le ha cobrado afecto y lo friega con "Fluido Spineda", a base de alcanfor, esencia de trementina, amoniaco y tintura de árnica, que se usa indistintamente para caballos y personas contra envaraduras, manqueras, vejigas, reumatismo, sobrehuesos y demás etcéteras, de olor y color mierdoso pero de efecto contundente. El Farseto, a la recíproca, vacía todas las mañanas una escupidera ilustra-da con rechonchas flores azuladas, cubierta por una tapadera. Sonia le ha confeccionado un maillot nuevo que luce una gola a franjas rojas y amarillas con arandelas doradas, una capita de lacmé y unas botinas de badana con vivos de colores.
Carpoforo ejecuta el "vuelo del ángel" hasta dormido. El Nuño, que se ha afinado y aun alar-gado, se sabe de memoria el manual de Wronski y Vitone y la Nueva guía de la gente elegante, de la condesa de Tramar, muda de persona con una rapidez increíble, las encama casi a un mismo tiempo, uno y trino. Perinola se ha reducido otro poco, extrayendo de su pequeñez toda la grandeza posible, monseñorito él, lo cual acaso explica la creciente amistad, por atracción de contrarios, entre él y Carpoforo, divirtiéndose como locos cuando ejecutan el número del gigante. Boc Tor se ha transformado en un verdadero centauro, tanto que su humor varía según cambia el de Asir, y a la viceversa. El caballo masca con evidente placer los puchos de los cigarros que le guarda el ecuestre. Sonia, por su parte, sigue engordando y rejuveneciendo. Mientras viajan, reposa o se unta de grasas. Engulle en la cama entremeses de cocina, con preferencia torta de cebolla, y postres de pastelería, sobre todo pastel de calabaza, que es de los pocos frutos que hallan en estos pueblos, y buñuelos de viento. El Nuño prepara con devoción éstos y otros condumios de sencillo argumento con los que a menudo entretienen los fogosos ensayos del dúo filarmónico.
En cuanto a los nuevos allegados, el Calloso es una sombra que no se despega del Bembé. Ayuda en la preparación de los fuegos al señor Piroxena sin apartar los ojos del caballero jinete. Cuando raramente se desabrocha o tuerce el capote se entrevén una faca tenebrosa y un Smith & Wes-son, 38 Special de seis tiros, corto, que cuelgan de su cintura. Huele a mariscos. El señor Piroxena, tan circunspecto, de día se parece al señor Pelice y de noche, cuando se quita la barba para dormir, se le parece tanto que resulta el mismo. Joselito Bembé habla poco, como de costumbre, pero de alguna manera se induce, resuelve, comanda. Está y no está, es y no es, más pensamiento que figura. Reojo, entredientes, oblicua, muy encajado en su negrura, siempre de aparición. La bailarina oriental voltea los ojos y maniobra el pañuelito pero él nunca repara en lo accesorio, anda en otras grandezas. El Bembé monta por lo general, o bien camina. De a ratos trepa al techo del carromato y repasa la línea del horizonte. Los tres hombres duermen en la jardinera. Ése, al menos, es el lugar establecido porque Joselito Bembé recrudece de noche, ronda, gatuno, con los ojos brillosos, agrandados. De día cabecea a ratitos sobre la montura. El Calloso se echa cuando el tirador lo ordena.
Para el número de "El Cazador Americano", de gran sobresalto, Bembé acomoda al Perinola contra una tabla y al galope de su oscuro caballito abate de un saque tres tarritos que el enano sostiene con la cabeza y la mano. A Perinola, machito, la balacera lo enardece. A veces mueve los tarros, pero el Bembé igual les acierta. El Farseto, tan temerario, se presta para la prueba de la silueta. El caballero jinete empuña el revólver muy suelto y después de un largo retumbo el Farseto se aparta, quedando en la tabla su delgado croquis que despide un agrio olor a quemazón.
A todo esto se añaden los fuegos del señor Piroxena, tales nunca vistos como la cascada, el abanico, la palmera, las bengalas, las glorias o soles fijos y ese notable "capricho" formado con sajones y lanzas que luego de producir varias mudanzas remata con un efecto de chorro de agua a dos cascadas . Las luces de Bengala, sobre todo las moradas y las "auroras", de tan misteriosos reflejos, no sólo servían para encantamiento del ojo sino también, en fantasiosa combina, para alumbrar repenti-namente una apoteosis, simular incendios y trastornar figuras.
En lo tocante al reino animal, el Califa produce ahora unas endiabladas volteretas que cursó con Perinola, se comporta casi humano improvisando disparates como arrancarle la bata al gigante mamarracho que componen el enano y Carpoforo, poniendo en descubierto la tramoya, o trepar por la escalera de tijera y saludar a lo Farseto o tironear de los calzones de Alí Mahmud mientras se halla enredado en alguna presa. Budinetto ya no necesita ser removido con una estaca. Ahora se comporta bien automático. Basta que el capitán von Beck le diga, ni siquiera que grite: "Vamos, huevón", para que despierte en el acto y atropelle en dirección al picadero. Es suficiente susurrarle en dirección a una oreja: "Dale, cornudo", para que comience a aullar como si tuviese por delante la partitura. Y así, con éstas y otras expresiones de sencillo contexto, se conduce de lo más selvático.
Oreste ha progresado también, a su manera. No se ejercita de forma corporal ni tampoco por dentro, en la idea. Su progreso consiste en todo lo contrario, en el más absoluto abandono, en el más complejo despojo. Sopla el "sicu", se adormece, perdura inmóvil largas horas hasta que lo cubre una fina capa de arena. Es casi un objeto. Pero solamente así, cuando truenan los fuegos, compone tantas formas, de arrebato, improvisando un surtido de personas y animales que se reemplazan velozmente sin confundirse ni estorbarse. En la peripecia del cisne el señor Piroxena enciende una bengala verde que despide húmedos reflejos de esmeralda. Aprovechando el portento, Oreste se encaja un par de mangas emplumadas. Arranca el vuelo todavía dentro de aquella claridad submarina y cuando empieza a desvanecerse, apenas un vislumbre, memoria del ojo, remonta de un salto, empalmando con la silue-ta que circula por la cumbrera del pabellón. Algunos aplauden pero la mayoría se arrebata en alas de aquel ensueño sin reparar en la astucia ni aparato de semejante mixtifori.
El Príncipe observa desde un rincón. Piensa en aquel otro pájaro de tela, caña y animados en-granajes. Por ahora en pensamientos, se eleva más y más alto, sobrevuela aquel desierto in saecula saeculorum, donde en medio de la arena se observa un bamboleante carromato y un hato de locos que marcha a la deriva, traspone pueblos, ciudades de campaña, una partida de rurales que le dispara balas de colores, un grupito de roñosas palmeras en cierta ciudad, un faro pintado a franjas horizontales sobre un peñón musgoso, se interna en el mar, repasa entera la Venezuela, saluda con una caída de ala al viejo maestro Vicente Scarpa, que toca un organito con un culebrón enroscado al cuello en una pla-zoleta vacía y siempre volando, volando se aleja sin esfuerzo ni fatiga rumbo a un sublime y luminoso carajo.
Alguna vez Oreste se reanima a la loca, salta desde el techo y ejecuta un vuelo alrededor del carromato para contento del Príncipe, que lo alienta con una sonrisa. Entonces se dispara, trepa un médano a la carrera y, siempre aleteando, se descuelga con un gran salto perseguido por un chorro de arena. El Príncipe aprueba, agradece con un gesto pero no expide esas voces de antes. Ya no es el tre-mendo personaje de otros tiempos. Conserva aquella arrogancia y su voz, cuando oficia, es todavía más potente, templada por los largos silencios, pero la piel se le cubre de pecas y arrugas, su espalda se encorva como si le colgara un peso de la cabeza. Casi no actúa. Oreste lo reemplaza cum laude, salvo en los recitados, donde aún trastabilla y se le falsea la voz. De tanto en tanto reaparece en el picadero, a beneficio, y si no mira para arriba arranca de nuevo el Príncipe con tal ímpetu que se abri-llanta la luz, se conmueven las lonas. Entonces no sólo aplaude el público, a cada pueblo más reduci-do, sino también toda la compañía. Generalmente duerme en el pescante pero algunas noches irrumpe en el compartimiento de proa, repleto de ropas, potes, tinturas, lociones y, naturalmente, la propia So-nia, que ya casi abarca de pared a pared, recita un poema, una carta, una receta, lo que le viene a la cabeza, mientras se desnuda y su antojadizo miembro, sin otra mota ni arruga que las de origen, se dilata, se incorpora, apunta, manejado de esta forma no por decadencia sino por instruida lujuria. La Babilonia oriental levanta las piernas, se aferra los tobillos, curvándose sobre su colosal barriga, sin una sola palabra, y el Príncipe, con un "vuelo de ángel" en miniatura, se encaja, frota, dispara su cor-nucopia. Pero ya no hay ni bailes, ni asombros, ni ardientes balbuceos. Es todo consabido. El Príncipe vuelve al pescante y se duerme.
De todos modos el circo funciona a las mil maravillas, eso es lo que importa. El propio Prínci-pe lo piensa así. Inclusive lo piensa con las mismas palabras. Su pensamiento se reduce luego a una sola de ellas: funciona. ¿No sería preferible decir que sucede, divaga, transcurre, rumbea, consiste o simplemente es? Lo leve. Un circo es las mil maravillas. Cuando funciona ya no resulta lo mismo. El ser es un de repente, lo improviso de súbito total. Ahí está la alegría. Así entonces no importa dema-siado que funcione a las mil o diez mil maravillas. Ése fue el error de Vicente Scarpa, funcionario.
Para Scarpa habría sido un bochorno, además de una ridícula fatalidad, disipar un programa de ese formato, enriquecido por los colmos con el bonito tiroteo del Bembé, en aquellos pueblitos ente-rrados en la arena, la mismita pobreza: unos tapiales, unos ranchos, un almacén, algún caserón, un cementerio tanto más grande cuanto menos la gente de en vida, un cerco de tamariscos, a veces una iglesia que sobresale entre los médanos.
A medida que avanzan, o como sea que andan, las distancias se agrandan, el caserío se univer-sa. Para aquella gente no hay otra cosa por los mundos, salvo la arena y el puto sol y algunos nombres que designan un punto de nada en el horizonte, y ahora estos sujetos de fantasía que vienen y van entre esos nombres, pero consisten mientras están ahí, de visu. La tal gente ralea, se oscurece, habla menos, bajito, otros sonidos. Alguna se espanta, como el Portillo. Nunca vieron un circo, tanto bulto de persona deben ser rurales, sobre todo si soplan una corneta. Escapan a los médanos. Ellos levantan la carpa sin importarle, funcionan. Los chicos se arriman primero. Después van hasta los médanos con el cue-to de esas apariciones. Entonces se acercan en comitiva, el pueblo entero, que no siempre sobrepasa al gentío del circo, con el más viejo a la cabeza.
El circo "es" para ellos, aunque de dudosa materia. Mil y mil maravillas, nunca visto. Y sien-do, se marcha. El más viejo señala con el dedo uno de los lejos y el carromato vaguea para donde apuntó. La arena se desliza en la cavidad de la huella, el viento la empareja. Fue y se fue. Pero quedan las figuras. Los chicos perinolean, farsetean, carpoforean. Dibujan leones en la arena con la punta de una ramita. Las mujeres se ensonian. Los hombres bembelan.
Pasaron de largo Horqueta, Vuelta de Saspe y La Manuelita, cegados por la arena. A Tapes porque lo vieron de canto y creyeron que era la sombra de un médano.
En Paiquía Viejo llegaron para el entierro de San Sebastián Arache, finado de mucho respeto que hizo una buena muerte. El circo realizó una defunción a beneficio con un gran tiroteo de cuerpo presente promovido por el señor Piroxena, con la ayuda del Calloso, que empleó al efecto un mortero reforzado, rebatible, parecido a un obús. Disparó bombas de estruendo, las comunes, y otras de resueno o de ornamento: truenos, volcanes, salchichones, estrellas, escupideras o candelas romanas, lluvias de oro, chorros de fuego y, después de apartar a la gente otro poco, un "fulminato" o bola de estrago de su completa invención que derribó de un solo tiro un resto de pared, volándolo en pedazos.
El Príncipe preguntó por Paiquía Nuevo, porque siempre vienen en yunta. Le respondieron que ése era viejo per se y que el otro, en todo caso, era un espejismo.
Al atardecer, el suelo de Paiquía se pone rojo, como si sangrara, y el desierto alrededor se brota de fuertes murmullos, como si golpearan finos alambres. El sonido se dilata, cimbra más intenso a medida que se vierten las sombras. Es un sonido de la tierra compuesto por muchos otros sonidos que lo atraviesan. Agudas hebras de aire de fantasmosa consistencia. Aquí el desierto se empareja. La are-na, más oscura, está cubierta de cardones, abrojos, espinos que encubren pequeñas y duras formas de la vida que se reaniman con la oscuridad. Uno fija un sonido, palpita con él hasta aturdirse, o se embebe en la marea.
El atardecer es largo, se demora y, por lo visto, hasta se detiene. Uno puede contar toda la historia de Paiquía Viejo en ese tiempo y todavía le sobra. Pero ya ni siquiera queda historia. Esto es lo que queda: don Fábulo Vega, setenta y cuatro años, treinta de solo; Dardo Aguilar, cuarenta y ocho años y siete hijos; Ramón Paredes, sesenta, un hijo; Pelagio Verón, treinta y cinco, seis hijos; Guillermo Verón, veintiocho, vive con la vieja y cinco nietos de ésta, cuyos padres se fueron a probar la tierra; doña Irene, un hijo; doña Negra, seis hijos. Y Sebastián Arache que, hasta que se acostumbren a su muerte, se cuenta entre los vivos. Unas cuarenta personas habitantes, ocho burros y algunas cabras. Hay diez casas abandonadas y las ruinas de una escuela. La iglesia, de materia, en la cual no se celebra una misa hace dieciséis años, según memoria de doña Negra, sirve de almacén. Detrás de un tabique, los santos con pelo natural y ropas de género carcomidas se cubren de polvo y de las devociones de las mujeres. Tienen los ojos saltones, espantan, tan quietos. La barba de Cristo crece de a poco. Ya se la afeitaron una vez, cuando le llegó al pecho y le tapaba esa roja herida por donde le metieron la lanza, y que sangra los Viernes Santos.
La gente de Paiquía, como la de casi todos estos pueblos, vive de pura costumbre. Recompen-saron al circo con calabazas y cabrito y un vino rojo que brillaba como el suelo del atardecer.
En Bicheadero el Príncipe requirió si tenían conocimiento del señor Basilio Argimón. No en esa forma, le respondieron, así entero. Conocía por un lado a un tal Agramón, viajante y herbolario. Por otro, al "Basilisco", que como el "Farol", es una figuración que aparece cerca de donde hay un tesoro escondido. Eso era lo más aproximado.
-Basilio, no Basilisco. Y Argimón, no Agramón.
-Bueno, si se parecen ya es bastante.
En Alacrán el Príncipe trabó fuerte conocimiento, demorándose por tal razón un par de días, con don Pedro Moyano, mano santa y naturalista de grave autoridad en la medicina espirita, que es la real por cuanto cura la persona entera, no sólo lo carnoso, y que si bien era policlínico su poder, se concentraba especialmente en el "mal de ojo o daño", el "susto" o "mal de espanto", el "tabardillo" y la "caída de la paletilla", ese hueso colgado dentro del pecho cuyo desprendimiento produce tan serios trastornos. Obraba por "imponenda", a una distancia (siempre que no sobrepasara las cien leguas). Para el tabardillo acostumbraba a reforzar el tratamiento con enemas de hoja de hediondilla y para la caída del hueso con ventosas, una copa de vino tinto en ayunas y una galleta tostada a la brasa espolvoreada con canela.
El Príncipe tomó debida nota de toda esta ciencia y preguntó, de paso, si no conocía la "celes-ta" para pájaros. Don Pedro dijo que no tenía noticia, que los escasos pájaros que pasaban por ahí se comportaban de acuerdo a sus naturales, salvo los que portaban el alma de un humano o de otro cual-quier espíritu y sobre los cuales no ejercía poder.
Soca es un pueblo de albinos. Sobre los tapiales blanqueados se les borra la cara. Quedan los ojos, dos bolitas rodadas. Hablan bajito, cantable, con buena disposición de la palabra. Cuando Piroxena quemó una bengala blanca se disiparon. Después tomaban el color de cada tiro, sin mezcla. Les gustó mucho el número "Del reino animal", porque son metafísicos, medio fantasmas. Sonia tuvo que forzar los ojos para leerles las manos.
A propósito de Sonia, hubo que arrancar algunas tablas del tabique para extraerla del compartimento, pues ya no pasaba por la puertita, que fue reemplazada con una cortina de cretona. La descol-garon del carromato deslizándola por un tablón encimado a la barandita de hierro forjado, peripecia que le procuró un infantil regocijo. Carpoforo la remontó después de la función.
Oreste había repasado las letras de los tableros pero los ángeles estaban casi borrados cuando llegaron a Madariaga, que más bien salió del aire, vino hacia ellos suspendido en esa claridad pegajosa que picoteaba la piel. Aparentaba un pueblo de tamaño, acaso una ciudad, a no ser por el silencio. El bulto agudo de la iglesia boyaba en lo más alto, entre otras sombras que se remecían, por momentos se borraban.
Algo más adelante la arena conformó una calle, la iglesia al fondo, un almacén de dos pisos con una galería al frente, algunas casas de ladrillo, detrás los ranchos. Todo entrevisto, de un mismo color, esa amarillenta vejez.
El carromato rodó por la calle hasta la iglesia, pero nadie sacó la cabeza por puerta o ventana. Era un silencio distinto. La iglesia tenía una espadaña con una campana ennegrecida que sacudía el viento y que cuando la racha era más fuerte sonaba con un repique entrecortado del badajo que golpeaba sobre el mismo lado, despacio, algo lastimero.
Esperaron un buen rato, mientras contemplaban a través del polvo aquellas casas oscuras, dispuestas en fila, con una vereda de ladrillos, pero no salió nadie. Oreste sopló la corneta y el Nuño batió el parche. Los sonidos rebotaron en las paredes con un estrépito desmesurado y cuando pararon, el silencio fue más grande.
-No hay un alma -dijo Boc Tor por lo bajo, sin apartar los ojos de las huellas que ellos mismos habían trazado y que se iban borrando rápidamente.
Estaba blanco de arena, igual que los otros. El polvo les cubría los pelos, las ropas, resbalaba por su piel, se les pegaba a los labios.
El Joselito Bembé repasó la calle hasta la otra punta, al trote del caballito, con una mano suelta a la altura de la cintura. Trepó, de vuelta, a una de las veredas y los cascos del caballito sonaron a me-tal. Entró en el almacén, sin desmontar. El ruido se ahuecó, un retumbo oscuro que llenaba el caserón salía por arriba.
El Bembé volvió al galope, siempre manuable. Que sí, el pueblo estaba vacío.
El Príncipe, sin mirar siquiera esta vez al caballero jinete, dijo que paraban ahí. Después ordenó que armaran el pabellón. Nadie abrió la boca. Saltaron a tierra y se pusieron a trabajar, muy di-puestos, mientras el Nuño, entre copla y antífona, preparaba un cocido de campaña.
Al caer la tarde, como siempre, aflojó el viento y las casas se emparejaron con las sombras, se habitaron con los ruidos de la noche. El Príncipe ordenó esta vez encender todas las lámparas y disponerlas en el interior de la casa, de manera que con la gente del circo moviéndose de un lado a otro aquello parecía un pueblo cualquiera, un día de ésos, la quieta vida y los buenos vecinos y la noche que llega.
Armaron el pabellón en mitad de la calle.
A la hora consabida, Oreste volvió a soplar la cometa y Piroxena disparó sus mejores ruegos, incluso el "fulminato", que demolió otra pared. Después empezó la función, una de ser, conducida por el propio Príncipe que, tras los fogonazos de práctica, se introdujo en el picadero sobre la plataforma rodante, reclamó silencio al silencio, y dice:
-¡Damas y caballeros!
Corneta.
-¡Distinguido público!
Corneta.
Recorre la platea con la mirada en la cual alumbra una llamita, muy al fondo. La luz de la linterna le da de lleno en el rostro, intensamente blanco, con algún resto de arena, la piel floja, cuarteada, y una expresión de cansancio o acaso de dulzura que recién descubre esa luz tan fuerte.
-En nombre del famoso Circo del Arca, cuya celebridad iguala a los más notables del mundo, tengo el sumo agrado de presentar a ustedes, en esta noche sin par, el programa más selecto, los números más extraordinarios, los artistas más conspicuos del contubernio universal...
La voz se pierde en un murmullo. Luego recomienza en un tono mesurado, sin artificios:
-Damas y caballeros, este espectáculo se dispone en homenaje al pueblo de Madariaga, presente, como nosotros, que consistimos por invención, no en el cuerpo, que es cosa ciega, de pasaje, sino en el espíritu, para el cual no hay tiempo ni cosa que lo sujete.
Su mirada vaga ahora con el aire.
-Supongo que en vuestra condición sobran las palabras, se comprende mejor la sustancia de este circo, alma vagante, errátil desmesura, visible o invisible, como ciertos pájaros, según la mirada...
¡El Circo del Arca, completo asimismo de primera parte con pabellón a la americana!...
Tres golpes de bombo. Corneta.
El Príncipe levanta los brazos y anuncia:
-¡Damas y caballeros, comienza la función!...
Y la función comienza, progresa, remata con un brillo desconocido hasta ahora, que supera viejas las glorias del camino, cada cual ajustado a su arte sin imperfección ni reparo, cumplida maravilla, no ya figura, ni disfraz, ni postizo, con otra persona por debajo, sino al fin, en la consumación del empeño, el protagonista por entero.
Esta vez la función concluyó sin aplausos, por supuesto. La compañía desfiló en pleno, como siempre, y después escucharon en silencio, de pie en el centro del picadero, el tembloroso tañido de la campana.
Después de Madariaga la arena se allanó aún más. Entre las matas duras y quebradizas que se confundían con la arena asomaron unas manchas verdosas, algarrobillos de tronco retorcido cuyas copas, muy esfumadas, se estiraban con la luz, y esos chorros de paja de un verde ceniciento que echaban unos penachos muy altos. Al atardecer los penachos se encendían y flameaban como llamas.
Vieron piedras, lejos. La arena no andaba tan suelta. El viento la removía más espaciado, cuando ventaba con rabia y los penachos se sacudían a lo loco, se divagaba entre espumas, colaban cardos y abrojos y uno se encogía, resumida persona de todo silencio en medio de esa hirviente polvareda. Pero apenas pasaba la turbonada entraban en apariencia a otra tierra con yerbas y arbolitos de piedra finamente tallados que cambiaban de color con el suelo, resbalando el color por encima, un humor apenas. Un poco antes de la noche, los algarrobillos echaban una sombra muy larga, tan bien ajustada que parecía de la misma sustancia, todo árbol pero de través, con lo cual se inclinaba el suelo, se fantaseaba: Y era entonces que brotaba ese sonido de la tierra.
No sólo cambiaba el paisaje. Cambiaban ellos. Cambió todo.
En Madariaga nadie les señaló el rumbo, como se comprende, pero el Bembé hizo punta y lo siguieron sin hacer preguntas. De trecho en trecho, junto a las pisadas del caballito brotaba una raya que se prolongaba unos metros y reaparecía donde la arena era más floja. Oreste, al menos, la vio y la última vez que levantó la vista de esa raya descubrió, en la dirección hacia la cual apuntaba, una torre, unas casitas blancas y, en la altura de una loma, un montoncito de gente.
En ese momento empezó a sonar una música medio pachanguera y a Oreste se le arrebató el corazón. Algo movido, bien figurado, especie de danzón, sobresaliendo de la trama, a medida que se acercaban, ya el violín, áspero, chirriante, ya la flauta, luego el acordeón, una guitarra retraída que rellenaba los huecos, un redoblante que trajinaba por debajo, y muy de alma, entretejida, a ratos tan sólo sospechaba, con vuelitos largos que apenas despuntaban del concierto, un arpa. Oreste se paró en el techo, de un salto, y metió la cabeza en la música. Sopló el "sicu", entrecortado, y por lo general encajaba bien, porque no era una música nueva, sino algo que llevaba adentro y había madurado con el silencio y ahora arrancaba da capo, bien trovado.
Se adelantaron los señores Albino Bergante, boticario; Voltaire Liber Alfieri, maestro de es-cuela, y Lucio Sarpanel, comisionista y vendedor ambulante. El maestro Alfieri recitó unas jaculato-rias de bienvenida en nombre del pueblo de Salsacate, sin interrumpir la música, desviando la mirada una o dos veces hacia el Joselito Bembé. El Príncipe agradeció con una reverencia desde lo alto del pescante y sin más se introdujeron en el pueblo entre el mesurado alboroto de los vecinos.
Salsacate tiene, aparte de la iglesia, consagrada a San Pedro Alejandrino, obispo y mártir, y el consabido cementerio, una botica, una escuela, una Casa de Socorro, el Club Avante, con dos canchas de bochas y un reñidero, una posada y una cantina.
El Príncipe pudo disfrutar de un semicupio calmante en mucho tiempo mientras ingería un frasco de vino tinto. La orquesta atronaba por ahí, a ratos pifiaba el "sicu", gritaba Oreste.
Sin embargo, no hubo más que una función, esa misma noche, sin desmontar a la Bailarina oriental, lo cual redujo el programa, pues al día siguiente partieron con alguna precipitación. Joselito Bembé a la cabeza y detrás de la jardinera un furgón conducido por el señor Lucio Sarpanel, que iba en el mismo rumbo.
La banda vino también, porque eran musicantes que recorrían los pueblos. Tocaron largo rato sentados en el techo del furgón, por más que éste se sacudiera. Tocaban sentados en los bordes, golpeando los talones para acompasarse contra las paredes de madera, lo cual producía un ruido a caja, más abultado. El arpista, con unos anteojos negros que le borraban la cara, acompañaba desde la jardinera reclinando el arpa, de modo que el ángel en la punta del mástil salía para afuera. Oreste tocó y bailó sin tregua, aplaudía, gritaba, y ellos se animaron aún más, reían, chamullaban sin aflojar la música.
Cantaron
Carambachina
qué linda eres,
cómo se mueve
tu miriñaque.
Cantaron
La trova que a todos nos deleitó,
la que el trovador sentía
y cantaba con dulzura,
desmientan al que le diga
que la trova ya murió...
Hasta que el Joselito Bembé, después de cabalgar la punta de un médano, promulgó silencio con un ademán por cuanto el león Budinetto, cuya jaula señaló meramente, se desvelaba con tantos sones.
En Pujío, el siguiente pueblo, que aventajaba a Salsacate porque tenía una calle de luces con lámparas y mantilla que colgaban de unas perchas, ni siquiera hubo función. Solamente Piroxena efectuó una demostración con el "fulminato" y Carpoforo luchó con Pino Fajardo, muy toruno de ser. Los hombres se empeñaron en aprender las presas y sorpresas que les enseñó Carpoforo. Todos ellos estaban de movida al día siguiente, sobre esos caballitos pardones tan duros, bien revestidos, por asunto medio intrínseco en comarca algo alejada, hacia el mismo rumbo que llevaba el circo.
Marcharon apenas despuntó el día, con el Bembé y el Fajardo a la cabeza. El circo iba entre-medio de las cabalgaduras, pero de lejos figuraba una sola cosa, algo bastante distinto a cuando salie-ron de Palmares, más que un circo una tropa.
Esta vez no hubo música, casi no se habló. Rodaron el día completo y todo el otro, aun en la noche, cuando las fuertes estrellas del desierto resbalaron sobre sus cabezas, algunas cayeron rayando la oscuridad como un tiro de Piroxena, y luego comenzaron a opacarse, se hundieron por detrás en tanto la fría claridad del alba abría una grieta por el otro lado. Y después el sol enrojeció los pastos, los carros, rojos jinetes, rojos caballos, y se internaron nuevamente, para el tercer día, en aquella espesa claridad que encendía las figuras, las vaciaba, envueltos en el agrio sudor de las cabalgaduras, el redoble interminable de los cascos, el zangoloteo de las monturas, el chirrido quejumbroso de las ruedas, algún grito, el sopor de sus cuerpos, mera luz, sonido, puro tránsito, tan pasajeros.
El Joselito Bembé se adelantaba en las lomas a la carrera y permanecía allí arriba enmascarado en su negra figura hasta que pasaba la caravana. Luego se juntaba al paso, seguido siempre en esos vaivenes por el Califa.
En la tarde se levantó un ventarrón y anduvieron a ciegas, enfilándose por los ruidos. El Bembé repasaba sombreado, flotando como un paño.
El viento se encalmó poco antes del anochecer y, a medida que se asentaba el polvo, revino aquel paisaje que mudaba lentamente de colores, animado por pálidos ruegos.
Algo después la chimenea largó un chorro de humo que subió derecho, la voz del Nuño canturreó a través del caño. Las chispas reventaban por encima de la cabeza de Oreste, más encarnadas a medida que el cielo se hacía más profundo.
En esto el Joselito Bembé levantó un brazo, la caravana se detuvo. Sonaban unos disparos por detrás de una loma. Fueron disparos. Oreste pensó que habían sido los reventones de las chispas.
El Bembé picó hasta lo alto de la loma. Desde ahí avistó un grupito de casas, lejos, enrojecidas de un lado por el último sol y una partida de jinetes que galopaban desalados en una nube de polvo. Cuando estuvieron más cerca, vio las finas patas que removían la arena, los bultos encorvados, los brazos que azotaban el aire con un brillo, toda una revuelta madeja que apuntaba hacia el norte. Encendió un cigarro y bajó despacio, con el Califa en la culata.
-Algún cazador de zorros -dijo por todo comentario. E hizo señas de que siguieran.
La caravana rodeó la loma. Del otro lado los cegó el sol que caía, vieron arder el horizonte como el borde de un papel. Algo después los algarrobillos y los penachos se ennegrecieron, comenzaron a desvanecerse. Las sombras levantaban del suelo, y con las sombras ese sonido que crecía por debajo de ellos a la par de la noche, como si vibrara toda la tierra.
Cuando la oscuridad se afirmó vieron el resplandor de un pueblo justo delante y no mucho después una fila de luces que temblaban en el aire. El Fajardo pegó un grito, corto, y la caravana se detuvo. El Bembé vino al trote. Habló al Príncipe en la oscuridad, dijo por debajo del rebrillo de sus ojos que le apuntaban fijo:
-Ve adelante con el carro. Aquello es Nacimiento. Hay una posada. Pregunta por Avelino Sosa y le das muy buenos saludos de mi parte, don Felipe Cañarte. Luego despacha para acá al Boca con las palabras que te diga el Avelino... Avelino Sosa, de parte de don Felipe Cañarte. ¿No se te olvida?
-Avelino Sosa.
-Es cejudo, con un costurón en la frente.
-De parte de don Felipe Cañarte.


El carromato recorrió la calle entre la doble hilera de luces, pero las casas estaban a oscuras, y salvo un viejito con un guardapolvo y una gorra de hule, que, trepado a una escalera de mano, iba bombeando los faroles, no vieron a nadie. Incluso el viejo, cuando observó mejor el carro, desapareció en las sombras sin responder al saludo del Príncipe.
La posada, casi al final de la calle, era la única puerta abierta, un recuadro de luz que por momentos boqueaba y otro más pálido, de través, que alumbraba un tramo de la vereda y se derramaba en la calle.
Un hombre cejudo con una cicatriz en la frente levantó la cabeza del mostrador cuando el Príncipe entró sacudiendo las sandalias. No había otro. De manera que levantó un brazo y dijo bien resonante:
-¡Traigo muy buenos saludos del Joselito Cañarte para don Avelino Argimón!
La cicatriz se encarnó en la frente del hombre, que, sin apartar los ojos del forastero, extrajo una escopeta de abajo del mostrador y le apuntó al bulto.
-No sé de qué hablas -dijo.
El Príncipe abrió la boca, consternado. ¡Nunca se le habría ocurrido que podía terminar de esa simple manera, en Nacimiento, a manos del buen señor Avelino Sosa!
-Piensa bien lo que vas a decir-advirtió éste, tirando para atrás los gatillos.
-¡Que traigo unos putos saludos de don Felipe Cañarte para Avelino Sosa!
El hombre bajó la escopeta y llenó dos vasos de vino. Señaló uno al Príncipe, que bebió en silencio, haciendo grandes esfuerzos para no hablar y aun gritar, como sentía esos locos deseos, no fuese que metiera la pata y por ahí soltaba una frase con doble sentido y el señor Avelino Sosa le rajaba un tiro.
Sosa terminó el vaso, arqueó las cejas, que se erizaron como plumas, y dijo:
-Ahora para bien la oreja. De Avelino Sosa, suscripto, a don Felipe Cañarte: que hay una carta de la Rosita...
-Una carta de la Rosita...
-...y un paquetito de dulces para don Hilario Morejón.
-Y un paquetito de dulces para don Hilario Morejón.
-¿Está claro?
-Carta de la Rosita, paquetito de dulces para Morejón.
-Hilario.
El Príncipe salió en el acto para transmitir el mensaje a Boc Tor, que aguardaba impaciente sobre el caballo Asir, pero fue entonces que advirtió en la pared, junto a la puerta, un cartel con un rostro cargado de tinta que lo miraba fijamente y un letrero debajo, al que no prestó atención, trató, porque en su cabeza bailaban las palabras "carta Rosita, paquetito de dulces, Hilario Morejón", y temía mezclarlas, sobre todo si no apartaba la mirada de aquellos ojos que lo seguían. Reapareció en la vereda algo mareado.
-Óyeme bien -dijo a Boc Tor-; ve y dile a... Buscó el nombre entre las palabras, tratando de no confundirse.
-Ve y dile al Bembé..., eso es, dile al Bembé exactamente esto, palabra por palabra: que hay una carta de la Rosita y un hilario de morejones para... ¡Me cago! ¿Para quién mierda era?...
Cuando estaba por volverse con el objeto de averiguarlo, Boc Tor se inclinó sobre él, sin salir de las sombras, y dijo con el aliento cargado de tabaco:
-Un paquetito de dulces para don Hilario Morejón.
-¡Justo!... ¿Cómo lo sabes?
-No puede ser otra cosa si primero viene una carta de la Rosita.
-De eso estoy seguro...
El Príncipe achicó los ojos y trató de ver el rostro de Boc Tor. Vio tan sólo un negro jinete que posiblemente lo observaba, como presintió, con una leve sonrisa. Había viajado casi todo aquel tiempo al lado de ese hombre y recién ahora se preguntaba, acaso demasiado tarde, quién era realmente.
Apoyó una mano en la pierna de Boc Tor y lo palmeó.
-Eres un ecuestre de primera -dijo-. En mi opinión, el mejor que he visto.
-Gracias, señor.
-Una carta de la Rosita y un paquetito de dulces para don Hilario Morejón. No lo olvides.
Asir giró sobre sus patas traseras, dio una vuelta en medio de la calle como si trotara por el pi-cadero, pegó un relincho de gran parada y se precipitó en la noche.
Después que se marchó Boc Tor y por consejo del señor Avelino Sosa metieron el carromato en el patio de la posada. Extrajeron a Budinetto de la jaula y lo acomodaron en el carromato, en el compartimento del medio, mientras Sosa escamoteaba la jaula debajo de un cobertizo. Luego se ocu-paría de desmontarle las ruedas y rellenarla con algún animal silvestre, de communi.
Sonia, que oía esos tráfagos desde la cama, preguntó detrás de la cortina en qué andaban. "De ajustes", respondió el Príncipe. El señor Avelino Sosa metió la cabeza en el compartimento atraído por aquella vocecita y la sacó al rato muy impresionado. Tenía las cejas paradas y el costurón enrojecido.
No terminaron ahí. Avelino trajo un farol y Oreste cubrió los tableros con una mano de pintura. Los otros tres hombres miraban en silencio. Vieron cómo poco a poco desaparecían las letras deba-jo del pincel y después siguieron mirando los tableros, completamente negros. Oreste recordó, con el pincel en la mano, que un circo empieza por el nombre. Por lo tanto termina con él. Acababan de sepultar, y efectivamente a la luz del farol parecían las cubiertas de unas tumbas, al Gran Circo del Arca.
Entraron a la posada y bebieron una jarra de vino. El señor Avelino Sosa preguntó si la señora no querría acompañarlos.
-No en este vino -dijo el Príncipe.
Quiso decir que era un vino de tristeza.
Levantaron los vasos y brindaron por esa tristeza, el buen adiós, de callada.
El rostro oscuro de Mascaró los observaba fijamente desde el cartel. Arriba, con grandes le-tras, decía BANDO. Por debajo tenía escrito algo más que no se alcanzaba a leer. El Príncipe se aproximó sin soltar el vaso, atraído por aquella fuerte mirada. Recién entonces Oreste y el Nuño repararon en el cartel, y cuando reconocieron la cara del ben–bélico, se acercaron ellos también.
Debajo estaba escrito:
René Mascaró (a) El Cazador Americano, Joselito Bembé, Maldeojos, profesor Asir, Seis–en–Uno, Carpoforo, el Califa, Bailarín oriental, Viuda negra, Chumbo Cárdenas, Lucho Almaraz, Oreste von Beck, Pepe Nola, Fragetto, dómine Tesero, Príncipe Patagónico, etcétera. -Antisocial de suma peligrosidad promovido por graves y combinados delitos de insurgencia en contumacia. Cualquier información sobre su paradero debe ser comunicada a las Fuerzas de Seguridad. Se reprimirá con escoplo todo ocultamiento, deformación, omisión y conexos. Se reprimirá con pifucio de primera los defactos en complicidad directa, resistencia ostensible y apología del susodicho en cualquiera de sus encarnaciones. Se reprimirá con pifucio de segunda toda expresión de las llamadas de arte o cualquier ocupación o ejercicio excéntrico, por los implícitos y concomitantes. El juzgamiento de los delitos previstos, y de los semiprevistos o imprevistos que encajen por extensión o concurran al fiat lux de los previstos, se ajustará al procedimiento verbal y sumario con testimonio pro fide y ejecución a mano. Exhíbase.


El Príncipe levantó el vaso delante del rostro de Mascaró, que enrojeció brevemente, y bebió a la salud de tanto rufián.
-¿Qué es escoplo?
-Cualquier cosa -respondió desde el fondo Avelino Sosa-. Primero se aplica y después se decide si es escoplo o puficio.
-¿No hay escoplo de primera y segunda?
-No. En ésos son precisos.
-La información es deficiente, no sé si por suerte.
-Mejor. Aumentan los sospechosos. Para ellos así todo es más claro. La cuestión se divide entre rurales y sospechosos. Eres una cosa u otra.
-Quiere decir que en cierta forma hemos estado conspirando todo este tiempo -dijo Oreste, más bien divertido.
-En cierta forma no. En todas. El arte es una entera conspiración -dijo el Prínciso no lo sabes? Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano.
Brindaron y bebieron por toda esa vaina.
-No entiendo mucho de eso, aunque de mozo gané un concurso de bailote. Con todo, da la casualidad que después de pasar ustedes por cualquier pueblo de mierda la gente empezaba a cambiar. Si vuelven para atrás encontrarán todo distinto. En algunos casos no encontrarán nada.
-¿Qué quieres decir?
-Tapado, por ejemplo. El capitán Alvarenga lo limpió de raíz.
-¿Tapado?... ¡Tapado!
-El maestro Cernuda -evocó Oreste, y en su cabeza se encendió una ventana enrejada con la persiana entreabierta y una quieta figura detrás de los vidrios.
-Cernuda, ese mismo.
-¿Qué pasó?
-Después que ustedes se marcharon, a la gente le dio por ciertas grandezas. Del almacén mdaron a la escuela. Allí tramaban con el maestro toda clase de locos proyectos. Hasta armaron un ta-blado, con cortinas y luces y simulacros de papel.
-¡Carajo!
-Trovaban, valseaban, competían, todas esas cosas de lucimiento que empompan a la persona. Empezaron a leer y aun a escribir, para aventajarse.
-Malo.
-Cernuda ideó unos cuadros vivos de impresionante apariencia.
-Ya me imagino.
-Unas figuras blanqueaban que fingían monumentos.
-Uno a la Libertad, otro al Progreso, ¿no es así?
-Tal cual. Uno de mucho aparato que se titulaba "Dale alto".
-Duc in altum.
-Eso... Total, que empezaron en verso y terminaron a tiros.
-Hasta ahí iba bien.
-Vino Alvarenga echando putas y de los discursos el maestro pasó a la comandancia. Disparaba proclamas y balazos a diestra y siniestra.
-Es otra clase de magisterio.
-Alvarenga quemó el pueblo. Lo sepultó del todo. Una sombra oscureció los rostros de los tres hombres.
-¿Y?...
-Cernuda se fue al desierto, de guerrita.
Avelino Sosa sirvió más vino y se brindó por la guerrita del maestro Cernuda. Después calla-ron, y fue que sintieron todo el peso de la noche que cubría la tierra. En esa misma noche Boc Tor galopa sobre el caballo Asir, Mascaró vigila desde lo alto de una loma, el maestro Cernuda anda en vela con un puñado de papeles en una mano y un fusil en la otra a la cabeza de una bandita de locos, entre ellos Garbarino.
¿Qué habría sido de aquella aparición detrás de la ventana? Oreste no quiso preguntar. Para él, la señorita Ana Rosa seguiría ahí todo el tiempo.
Partieron al otro día, después que cayó el sol. El Príncipe esperó a Boc Tor hasta entonces.
-Vámonos de una vez, si quieres -dijo Oreste-. No tienes por qué aparentar. Él no volverá. Ninguno de ellos.
Antes de salir cambiaron de ropas. Fue una triste ceremonia. El Nuño se quitó la piel de cabra imitación leopardo y se encajó el traje de civil. Le quedaba más flojo. Oreste volvió a vestir su única camisa, los pantalones de brin estrechos y descoloridos, el capote marinero. Sigue con los mismos botines rotos, crujientes, que lo transportan a todas partes. El Príncipe no tiene más que lo puesto: un calzoncillo, la túnica, la capa y aquellas duras sandalias. Hace demasiado tiempo que no viste otra cosa. En el carromato hay unos disfraces, pero no son ropas de ser.
El señor Avelino Sosa le trae un pantalón y una camisa. El Príncipe no se resigna. Por fin, tras una palmadita de Avelino, se despoja lentamente de sus vestiduras, sostiene avergonzado aquellas otras de este mundo y bajando los ojos se mete dentro de ellas. A medida que lo hace, siente que un poco va dejando de ser Príncipe. Lo que más le cuesta es desprenderse de la capa. Podría usarla a falta de saco. Avelino Sosa se la quita de las manos y la dobla respetuosamente.
Los tres hombres se miran de reojo. Con aquellas ropas apenas se reconocen.
-Siempre hacia el oeste, es decir, por donde se acaba de meter el sol, que es la dirección que ustedes traen, encontrarán Ramada, Paso de Laja, Olta, Corralito, si todavía existe, y después San Ber-nardo. Ahí empiezan los cables. Si los siguen, tropezarán en un par de días con la ciudad de Maldona-do.
Era la primera vez en mucho tiempo que el camino apuntaba a una ciudad.


Después de Paso de Laja, donde se detuvieron apenas para abrevar los caballos, vieron una nube que remontaba el horizonte. Venía hacia ellos. Una nube muy precisa, llena de hinchazones, que se desplazaba por el cielo como un vaporcito. La sombra que arrastraba por el suelo parecía correr más de prisa. Montaba los arbustos y las lomas con la misma facilidad, borrándolos de golpe, y cuando corría sobre la tierra llana se rizaba igual que la superficie del mar. Los alcanzó y los cubrió un instan-te, pero aun así ellos sintieron sobre la piel reseca un soplo húmedo. La nube los traspasó, fueron nube apenas unos segundos. En ese momento aquella desolada tierra compareció más grande, más deshabi-tada. Pero, en definitiva, la nube les hizo bien.
Luego surgieron otras. Con eso el paisaje varió. Trepaban el horizonte y pasaban majestuosa-mente sobre la tierra, casi sin cambiar de forma, perseguidas a la carrera y por sus sombras. Cada vez que los cubría alguna alzaban la cabeza y respiraban hondo.
Salían de uno de esos sombreados cuando divisaron un árbol. Un verdadero árbol con un tron-co grueso, alto, bien afirmado en la tierra y una copa en forma de nube precisamente, tanto que la to-maron por una de ellas al verlo de lejos... Al comienzo era una figura negra, pero más cerca le brotaron unos reflejos verdes que la recorrían como un fuego. Algo después oyeron el sonido que salía del árbol junto con esos reflejos y los tres hombres recordaron el mar. El mismo ruido a arena y guijarros y tro-citos de caracoles que rodaban sin descanso. El Nuño detuvo el carro delante del árbol, un roble o una encina, y el ruido penetró en sus cuerpos, que se cubrieron de hojas. Bajaron los tres y caminaron alre-dedor del árbol, debajo de aquella copa espesa que se sacudía igual que un pájaro, pensó el Príncipe. Cada uno colocó su mano derecha sobre el tronco, y entonces sintieron a través de ella esa oscura co-rriente de la vida que subía desde la tierra.
Sonia apartó la cortina y observó el árbol. El Nuño se puso a saltar hasta que alcanzó una ra-ma, la doblegó y cortó un gajo cubierto de hojas. Volvió al carromato y alargó el gajo a la señora, que lo retuvo en una de sus carnosas manitas de terciopelo. Las hojas se agitaron como si reconocieran la tibieza emplumada de aquella mano. Y ella, al igual que los hombres, sintió también esa vida que latía ahora entre sus dedos.


Olta quiere decir pozo, y lo era, en efecto. Tan es así, que por poco caen dentro de él. Un par de leguas antes advirtieron el pasto raído, que después de unos metros se transformó en una huella. Ésta, a su vez, se ensanchó, a medida que se hundía, convirtiéndose en un camino. Para entonces vie-ron aparecer, a la izquierda, unos yuyos más oscuros, una mancha verdusca bastante dilatada pero muy precisa, al fondo de la cual se levantaban unas piedras que, lejos, se disolvían en unos cerros azules. Acaso los previno el olor a bosque, a tierra húmeda y, más cerca, unas voces que brotaban del suelo. Ahora estaban viendo algunos chorlitos de humo que se alzaban entre esos pastos. Hubiese sido el momento de preguntar qué carajo era aquello y aun de persignarse o por lo menos detener la marcha. Ninguno de los tres movió un dedo, y el carro siguió rodando por aquel camino que empezaba a hun-dirse en forma demasiado ostensible. ¿O acaso era que los yuyos estaban creciendo? En esto escucha-ron unas voces casi debajo del carro. Y fue Oreste que se inclinó y miró con atención, porque además se oía un sonido claro, lleno, y por detrás otro más débil, agudo, que conformaban una música cargada de viento. Viento que la velaba y la sostenía al mismo tiempo, porque el alma era soplo, exhalación. Fue así que descubrió un techo a ras del suelo. En el momento que se hundían por completo aparecie-ron otros, los cuales se elevaron con las paredes y los árboles, y las voces hasta conformar un pueblo, Olta, cuando sus ojos se acostumbraron a esa penumbra verde atravesada por unos chorros de luz que se abrían y se plegaban como abanicos de seda.
Sonia asomó la cabeza por la ventanita al lado de uno de los ángeles, que persistían más bien en la memoria, porque para otros ojos eran apenas una mancha.
El camino embocó en una calle recubierta de pinocha que amortiguaba las pisadas de los caba-llos, el ruido viborita de las llantas. Los hombres sintieron sobre la piel la misma sensación húmeda que cuando los cubrió la nube. De algún modo penetraban ahora en la nube y el árbol. La gente, que se blanqueaba o se oscurecía según se moviese la luz que atravesaba las copas, salía a las puertas de las casitas de adobe. Algunos comenzaron a seguir el carro. Era gente distinta, un tanto misteriosa, como los árboles, aunque les sonreía y los saludaba. Ellos, en cambio, parecían criaturas de tierra. Las casas estaban pintadas a la cal, blancas, todas iguales en tamaño y materia. El zócalo se combaba y se fundía con la tierra, dando la impresión de que la casa entera fuese hechura y abultamiento de ésta. Lucían latas cargadas de flores a los lados de las puertas y debajo de las ventanas. Las flores eran ojos de co-lores que los miraban pasar, tan revestidos de camino.
Una cabeza enmarañada asomó por una de las puertas y gritó: ¡Un circo! El Príncipe se revol-vió inquieto en el pescante. Dijo huevón, por lo bajo, cosa que no lo oyese Budinetto. Debían evitar las palabras huevón y cornudo, porque apenas las oía el muy testarudo empezaba a aullar o saltar.
Atravesaron un puente tendido sobre una acequia, vieron el carromato, ellos mismos se vieron repasar el agua entre lustrosas veladuras con los perfiles lamidos, temblorosos. El Príncipe se señaló a sí mismo desde el agua y Oreste saludó el rostro de Sonia asomado a un recuadro que se arrugó igual que una tela. Todo el pueblo estaba atravesado por aquellas acequias que rumoreaban entre los árboles.
La calle rodea la plaza de Olta y vuelve sobre sí misma. La plaza, razón de copete, muy de fantasía, la verdad, semeja un tiesto enorme con canteritos retorcidos, dos veredas de pedregullo que se cruzan en el centro, un obelisco de mampostería, unos bancos de varillas con las patas de función en forma de garra. El almacén de ramos generales, la iglesia, la botica, la escuela y algunas casas de ladri-llo rodean la plaza, que si bien es un espacio abierto, queda sumergida en esa luz verdosa que atraviesa los árboles.
-¿No es una verdadera miseria tener que llegar así? -preguntó el Príncipe con amargura.
Oreste no respondió, para no joderlo aún más, pero estaba completamente de acuerdo. Otra co-sa habría sido entrar con todos los muchachos, sonando y golpeando en nombre del Circo del Arca, y no aquella triste manera, en pueblo semejante, tan bien dispuesto, sin ostentar siquiera las respectivas capas.
Oreste apoyó una mano en el hombro del Príncipe.
El carro se detuvo frente al almacén, debajo del letrero, que lo tenía y de través, y la gente que lo acompañaba lo rodeó con otras que ya llegaban de apuro para ver en sus cercanías a los señores foráneos, sobre todo ese altivo que bajaba ahora, se movía pomposo, y aquel tamaño rostro de señora casi pintado que miraba los árboles con asombro.
El Príncipe echó pie a tierra disimulando a duras penas que era un Príncipe. Lo primero que hizo, apenas entró al almacén, fue repasar las paredes por si allí estaba aquel prospecto de maldades con la cara impresa de Mascaró. No estaba. ¿Era para mejor?
Mientras echaban unos vinos, el señor Pío Metodio Eliano, almacenero y "naturalista", pre-guntó qué misión llevaban los señores.
-Transportes.
-¿De qué idiosincrasia?
-Cosas de suma procedencia.
En tal caso, si persistían en ese rumbo, ellos podían alcanzar al señor Adviento Paleo, mano-santa de San Bernardo, de comprobada estrategia en el "toque real", un frasco de miel de timón, una caja con piedra amarilla, un saco de yerba carnicera, los que remitía por encargo, y un chivito que añadía como presente de su muy firme amistad.
El Príncipe manifestó que le complacía en alto grado la oportunidad de conocer en persona al maestro señor don Adviento Paleo, de cuya fama benemérita tenía plena noticia, rehusando desde ya cualquier retribución por el servicio. Inquirió de paso el objeto de la piedra amarilla. El señor Eliano explicó que el maestro Adviento Paleo la utilizaba molida en polvo fino para curación de las úlceras.
-¿Y dónde se da la tal piedra?
-Ése es el problema. No es fácil de encontrar. La arrastra el agua de las acequias, que vierte desde los cerros de Almártega.
El Príncipe supuso que se refería a aquellos cerros azulados que entrevieron antes de hundirse en Olta. Mientras Pío Metodio rellenaba los vasos con vino de espesos reflejos, animados por esa misma luz misteriosa que alumbraba a aquel pueblo, incluidas las personas, preguntó si ambos señores metafísicos no tenían noticias de la tintura de ajo.
-Por lo que yo sé, no se ingiere.
-Craso error. Se toman de quince a veinte gotas mezcladas con agua, dos o tres veces al día.
El señor Eliano, que se exaltaba con aquellas comunicaciones, agradeció al Príncipe tan valio-sa información. Para las úlceras, en particular, él aconsejaba más que la piedra amarilla el Malagma Compositum, a base de excremento blanco de perro, cernido y entremezclado con malva.
El Príncipe, que iba por la tercera copa, se interesó vivamente en el Malagma Depositum, ro-gando al señor Eliano lo proveyera de una muestra con la receta expresa. El señor Eliano, desbordante de entusiasmo, trepó a una silla y retiró de un estante un botellón verdoso lleno de sobrecitos que pre-sumiblemente contenían la mezcla.
Al Príncipe le dio un soponcio, derramando parte del vino. Detrás del botellón, escondido en el estante, estaba el rostro ensombrecido de Mascaró. Aunque algo arrugado, clavaba en él aquellos terribles ojos que saltaban del cartelón.
El señor Eliano, entre tanto, seguía hablando del Malagma muy expedito, sin advertir, en apariencia, que el Príncipe había mudado de color.
El Nuño, que saliera un rato antes para averiguar si la señora Sonia requería alguna escudería, regresaba en ese momento. La figura de Mascaró no pareció alterarlo. Por el contrario, la saludó distraídamente, creyendo que se trataba del Joselito Bembé en persona, sin prestar atención a lo impropio del lugar. En cuanto a Oreste, estaba ido, siguiendo los aires de una música apartada. Miraba para arriba, tal como si tratara de atrapar un pájaro que revolotease alrededor de su loca cabeza.
El señor Eliano propuso, dada la suma de coincidencias y un tan feliz encuentro, disponer una mesa bajo los árboles para continuar la charla conjugando algunos bocados y unas garrafas de ese tinto de espuma roja que encendía la sangre. Mientras las mujeres manejaban el proyecto con murmullosos revuelos de faldas, los hombres reposaron a la sombra de un pino copudo. El señor Eliano y los seño-res forasteros y otros del pueblo que se allegaron convocados, el maestro Felipe Cazes, o los reputados señores Garriga, boticario, y Pomarrosa, funebrero y sacristán, respectivamente, además de campeón de tute. Entretenidos con la ilustrada conversación que promoviera el Príncipe acerca de las sustancias magistrales y su uso pertinente, bebían sin concupiscencia sumergidos por entero en aquella luz em-polvada que parecía traspasar sus cuerpos.
La mesa fue surtida con variados antojos: fiambre blanco, berenjenas rellenas con salsa de menta, panceta ahumada, apio en ramitas, escabeche de vizcacha, morcilla encebollada, longaniza cantinera, chorizos en grasa, bondiola, tomate, culantro, queso de bola, sopa quibebe con chichocas de zapallo, mbaipi de choclos, charquecillo, chaya de avestruz, bollos caseros con chicharrones, jarabe de membrillo, chicha de piña y aquel vino para compartir con sosiego. Cuando todo estuvo bien dispuesto los hombres arrimaron las banquetas.
El Nuño compuso una fuente con un poco de cada cosa y llenó una jarrita para alcanzar a Sonia. Sin embargo, volvió al rato con la fuente y la jarrita tal como las llevó. La señora deseaba participar de la mesa.
Oreste hizo un gesto de incertidumbre, pero el Príncipe requirió el concurso de los señores y se trasladaron todos hasta el carromato.
La señora los aguardaba en el balconcito cubierta de tules y una diadema de cartón revestida con limaduras de plata. Los hombres se detuvieron, antes de ejercer, para admirar aquella deslumbran-te imponencia. En su vida habían visto algo semejante. ¿Era aquélla una de esas cosas de suma procedencia que transportaban los vagantes señores? El mismo Príncipe, que desde hacía un tiempo, como consta, no reparaba en las adyacencias, sino que andaba con la cabeza ut supra, tuvo parecida sorpre-sa, pues la Bailarina oriental había aumentado otro poco de tamaño y debajo de esa luz resultaba casi inmaterial, opulenta forma de la siempre vida, tremenda encarnación del amor, imbatida, muy dulce dueña de todos los hombres.
Colocaron el tablón y sujetándose de las manos de Oreste y el Nuño la señora se deslizó hasta tierra, descubriendo brevemente sus carnosos piecesitos, sus repolludas gambas de rosado marfil.
El señor Eliano ordenó instalar un banco, recubrirlo de almohadones y acarrearon a la Abadesa oriental en comitiva.
El convite transcurrió en amable gaudeamus y, hacia el final, el Príncipe, que a pesar de ser hombre de concretas, profesaba una oculta pasión por el arte, recitó, muy atinente, "Nostalgia", de Santos Chocano, apelando previamente a la benevolencia de los señores, pues aquellos versos, dicta-dos por el corazón en los largos silencios del camino, no aspiraban a ser otra cosa que una sencilla constancia de sus sentimientos. En lugar de terminar de acuerdo a la partitura interpuso los dos hexasí-labos iniciales, es decir, repitió íntegra la estrofa del comienzo para subrayar el carácter documental del asunto:

Hace ya diez años
que recorro el mundo.
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

Los aplausos casi pierden al Príncipe, pues en nombre del Circo del Arca..., mejor dicho, de los Transportes del Arca, agradeció al respetable público su resuelta adhesión a tales sentimientos, sencilla prueba de que el arte se sobreponía a los torcidos decretos de cualquier omnipotencia. A punto de arremeter con su fúnebre "Nocturno", de José Asunción Silva, lo contuvo un puntapié de Oreste. Se excusó de más versos aduciendo que no era poeta de diploma, sino un modesto aficionado, un humilde tirador de corta inspiración. Oreste y el Príncipe se miraron con sobresalto. ¿Cómo se le había antoja-do la palabra tirador?
Ya en ese rumbo, el Nuño terminó por despacharse una de sus armonías. Mirando casi exclu-sivamente a la dueña señora, cantó una vez más, acaso la última, Tuyo es mi corazón, reclinando los ojos en un final menudito que se perdió entre los árboles como un lamento. A Oreste, inducido tam-bién por el recuerdo de otros tiempos, le pareció excesivo reproducir al señor Tesero, por más que el escenario se prestaba, por lo que prefirió soplar un sencillo aire para caña titulado Chamarrita de alma grave.
Acallados los aplausos, sobrevino un silencio, en el cual se alzaron las copas y se bebió demorando el vino en los labios. Una llama verde vagaba entre los árboles tanteando delicadamente el suelo cubierto de pinocha.
Fue en medio de ese silencio que una voz muy dulce, apenas una hebra de vidrio al comienzo, revoloteó como una avecita extraviada, creció y creció sin estridencia encantando todo el espacio. La señora Sonia canturreaba, después de mucho tiempo, esa historia de la paloma bienquerida.

dime qué dice el amado,
allá en la otra orilla...

Sus ojos, mientras ejercía el canto, se deslizaban sobre las casas encaladas, los tiestos de flores, los puentes de madera, los árboles.

dime qué dice, paloma.

Cuando terminó, si bien el canto quedó en el aire, no hubo aplausos. El señor Eliano, que co-mandaba con gracia, se levantó en silencio y le besó una mano. El maestro Cazes, los señores Garriga y Pomarrosa hicieron otro tanto. Los demás inclinaron la cabeza, alzaron los vasos y bebieron en homenaje a tanta señora.


El Príncipe, sin decir palabra, hizo punta y con los otros sobrevivientes del Circo del Arca y gran acompañamiento de vecinos armó el pabellón a la americana en un claro. Se encendieron las lámparas, se dispuso un lecho de pieles y almohadones, se revistió el piso con esteras y una alfombra con los cerros de Almártega bordados en distintos tonos de azul, se introdujo un espejo móvil de cuerpo entero, un lavamanos, una mesita de noche, una palmatoria, una frutera, un jarrón con licor de membrillo, la victrola, los discos, los frascos, los potes, la escupidera de loza, los indumentos de la señora. En seguida se entró a la propia señora, la acomodaron sobre los almohadones y los vecinos, con el señor Eliano al frente, se sentaron alrededor de la divina Sonia, Princesa de Olta.
El Príncipe, Oreste, el leal Nuño observan desde la entrada, todavía cubiertos de polvo, a la ex bailarina oriental y su corte de vecinos. Los han olvidado. De todas maneras, cumplido aquel destino, saludan con una breve reverencia. Sueltan la lona y se alejan.
A esa hora, desde el camino, las luces de Olta que se filtran a través de las copas de los pinos proyectan una verdosa claridad que se derrama por el desierto como un niego fatuo. Una vocecita que ellos bien reconocen divaga en medio de esas luces. Canta un tierno extravío.
El Príncipe codea al Nuño, que sacude las riendas. Las ruedas vuelven a girar.


Entraron a San Bernardo en el peso del día. Un pueblo ruidoso con una avenida al medio dividida por canteros cubiertos de yuyos que tenían unos macetones chorreados de verdín. Las casas, dispuestas a cordel por ambos lados, eran en su mayoría de ladrillos, algunas revocadas y hasta de dos pisos, con molduras, arcos y remates. Pasaron frente al almacén El Mercurio, en una de las veredas, y la tienda Fantasía de París en la otra, el Asil Club de San Bernardo, con un cartel a cada lado de la puerta, que reproducía el mismo anuncio:

El Domingo 30 del corriente se darán riñas desde las 10 de la mañana hasta la oración. Habrá una riña de dos gallos de opinión que pesarán 4 libras 2 onzas cada uno y juegan 2 mil pesos fuertes.

La mueblería El Tiempo, el Gran Hotel Victoria, con dos columnas de fuste salomónico que sostenía un frontón calado con una marquesina de hierro forjado, la fonda Los Jacintos, la sastrería El Chic, la ferretería Germania...
Algunos letreros colgaban de la comisa, cubiertos de polvo. A lo largo de la calle se extendían los cables que mencionó el señor Avelino Sosa y que en unos cuantos días, si no los perdían de vista, los llevarían hasta Maldonado. No tenían más que seguir esos tristes hilos del destino.
Preguntaron a un fulano dónde quedaba la casa del maestro Adviento Paleo. El hombre, cubierto con un poncho, el cabello grasiento que le caía hasta los hombros, levantó hacia ellos unos ojos grises, legañosos, los miró sin expresión y señaló un caserón de ladrillos a la vista con altas ventanas enrejadas y un zaguán oscuro que sobresalía en una lateral.
Atravesaron un pasillo descascarado que olía a polvo y salieron a un patio de tierra con un par de limoneros, un aljibe, unos canteros de lajas con algunas calas y malvones, una jaula de pie con un pajarraco medio desplumado que revoleaba los ojos y recorría un travesaño de una punta a otra, como si tiraran de él con una piola.
El maestro Adviento Paleo estaba agachado junto a un gallo sujeto a una estaca, al rayo del sol, cuyo pico, fuerte, grueso y algo corto, fregaba con una tajada de limón. Después lo frotó con grasa de potro. El gallo era un "Asil Madras", a toda vista, no sólo por el pico, sino por la cabeza, corta, ancha entre los ojos, cresta triple muy rebajada y dura, y por el rabo macizo, las alas planas y las pier-nas gruesas, bien separadas.
-Hay que solearlos para que no se ahoguen en la pelea -dijo el maestro, siempre agachado, haciendo visera con la mano-. Se maduran.
Terminó de repasar el pico, tapó el tarro de grasa y recién se puso de pie. Estaba cubierto con un poncho, el cabello grasiento le caía sobre los hombros, sus ojos grises, legañosos, miraban sin ex-presión.
-¿Qué tal el compadre Pío Metodio?
Ellos no habían abierto la boca hasta ahora.
Les hizo una seña y pasaron a una habitación que olía como el pasillo. Tardaron un rato en ver dónde estaban realmente, deslumbrados por el sol. A otra seña tomaron asiento frente a una mesa cu-bierta de frascos y tarros, con un gallo "Calcuta" embalsamado, que el maestro colocó en el suelo, pues se interponía entre él y los señores. Ellos estaban de un lado y el maestro del otro, ex cathedra. Una vitrina oscura, detrás del maestro, contenía varios botellones de colores con unas leyendas en letras doradas que, según se moviera uno, despedían un brillo empañado, tardón. Oropimente, azufre, bórax, tártaro, vitriolo verde, aceite de rábano, alumbre cobathia, titanos...
El Príncipe achicó los ojos. Sí, no cabía duda, decía "titanos".
El maestro Paleo trajo un jarro de vino, sacó unas copas de la vitrina, ocasión en que la palabra "titanos" brilló como un fogonazo, y les sirvió sin decir palabra. Era hombre sumido, de pensamientos. Cuando hablaba, lo hacía con lentitud, en voz baja, de manera que había que estirar el cuello y forzar el oído.
El Príncipe, a propósito de pócimas y compuestos, llevó la conversación hacia el "titanos" y de así...
-Sé lo que usted busca -dijo Adviento, cortando el hilo con un ademán-. Conozco la "celesta" para gallos, en especial el Asil, que mejora todas las otras razas de combate, pero no la de pájaros.
-Bueno, tal vez por ahí...
-No, no tienen nada que ver. Fue terminante.
Con todo, y dada la buena disposición de los señores, el maestro accedió a promulgar "la pala-bra". Llevaba su tiempo, pues para eso, y como empezó a hacerlo con toda parsimonia, debía armar de mano propia y después fumar de motu proprio un cigarrito oloroso compuesto con la yerba de cierto cáñamo carismático. Por la mitad del cigarro el maestro se ensimismaba en estado de transparencia, soplando entonces al oído un murmullito largo. Hasta que, de pronto, articulaba una palabra, una sola, la justa precisa, esto es, "la palabra". Luego cada uno la despellejaba y la partía como una fruta y muy adentro encontraba la señal a él solo destinada. A veces tomaba años descifrarla, pero ahí estaba el camino.
El maestro fumó, sopló el murmullito en cada oído, dijo: para el Príncipe, Besario; para Ores-te, Tiesto; para el Nuño, Alisto. Cada uno oyó "su palabra" y la rumió para sí, aunque en el primer momento no entendió un carajo, como se comprende.
El maestro terminó el cigarrillo, les dio a besar la mano y se sumió en un largo sopor.
El Príncipe propuso hacer boca en la fonda Los Jacintos. Acomodaron el carromato en la tras-era, relajaron a los caballos y se refrescaron por turno bajo una bomba pie de molino. La comida transcurrió en silencio mayormente. Al final de la sobremesa, que hasta ese punto era sobre nada, el Nuño carraspeó, se revolvió en la silla y como los otros lo mirasen con insistencia agachó los ojos y anunció con voz grave pero tranquila que se separaba de ellos ahí mismo, en San Bernardo. Por lo visto, fue el primero en desnudar "la palabra".
-Ha sido una brava aventura -resumió con una sonrisa, sin levantar los ojos de la mesa-. ¡ Vaya si lo fue!... Los recordaré el resto de mi vida. A todos y cada uno...
El Príncipe llenó los vasos y repasaron en silencio el nombre de todos los compañeros del viejo y querido Circo del Arca, uno por uno, incluyendo al Califa, al soberbio caballo Asir y al pobre Budinetto, que persistía sólo en el cuerpo.
-¿A dónde irás ahora? -preguntó el Príncipe, aunque ya conocía la respuesta.
-Volveré al mar. Ésa es mi estrella.
Oreste sintió que se le arrebataba el corazón. En lugar de la calle, los canteros polvorientos, las casas de la otra vereda, el negro hilo del destino, todo lo cual borraba el sol, vio a través de los vidrios una playa interminable, una bandada de gaviotas que remontaba vuelo, el borde espumoso del agua que se plegaba con un tremendo brillo, el cascarón oxidado de un barco incrustado de lapas y algas y bálanos. ¿Cuál era su estrella?
El Nuño cargó las cosas, acarició al Budinetto, que abrió un ojo, y antes de bajar se demoró un instante en el compartimento de proa. El Príncipe y Oreste lo aguardaron al pie del carromato. Luego lo acompañaron a la terminal del Expreso Baliño, un ómnibus destartalado que, partiendo de San Bernardo, cortaba oblicuamente en dirección al Este, hasta Cocolle, dos días de marcha. Después de Cocolle tenía que arreglárselas solo.
-Voy a llegar. No se preocupen. El mar tiene su voz, y yo escucho esa voz dondequiera que esté. El Nuño abrazó y besó a los dos amigos. Con un pie en el estribo se volvió y dijo:
-¿Recuerdan la primera vez que canté delante de ustedes? Creo que fue Barcarola triste. Tu-ve que darles la espalda, no pude evitarlo.
Ellos rieron, poniendo más entusiasmo del que sentían.
-Ya entonces eras un buen lírico–dramático -dijo el Príncipe.
-Por lo menos siempre traté de ser un buen cocinero -gritó el Nuño.
El coche empezaba a temblar. Hizo sonar la bocina largamente, una bocina carrasposa que se atoraba y pifiaba, hasta que arrancó con un ruido de latas y resueltos fierros.
Lo último que vieron del Nuño fue su rostro algo enflaquecido que sonreía débilmente detrás de un vidrio mugriento.


A la semana, en la confusión del crepúsculo, entraba a Maldonado un carromato que lucía la siguiente leyenda:

TRANSPORTES DEL ARCA
Fletes y acarreos en general

Lo conducía un señor con una levita que le quedaba corta y un sombrero cordobés, acompaña-do por otro más joven que empuñaba una corneta de mensajería.
Una semana entre San Bernardo y Maldonado es demasiado tiempo para una empresa de transporte, cualquiera sea, pero sucedió que el señor Avelino Sosa no lo había advertido, o bien lo ignoraba, que hacia la mitad la línea de cables empalmaba con otra, que fue la que siguieron por deci-sión del destino, pues en ese mismo momento sucedían algunas cosas en el ancho mundo y se prepara-ban otras, por lo que justo aquel camino era el que debían tomar los señores.
Acababan de torcer cuando pasó una partida de rurales con designio de muerte en dirección a Nacimiento, borrando las huellas del carromato con sus cascos. A esa hora, y dentro de esta vasta trama del destino, sobre el cual discurrían precisamente los señores, el Nuño posaba de pie en Cocolle y un poco antes el capitán Dámaso Alvarenga volaba en pedazos estragado por una bomba del "fulmina-to". Alvarenga venía desde Rivera administrando muy buena destrucción a su paso. El destino, sobre el cual proseguían discurriendo los señores, los aguardaba entre Pujío y Nacimiento en la extra–Vagante figura de un enano que apareció dando saltos y volteretas, en completo in fraganti, y sobre el cual Alvarenga emprendió una carga de oficio parvo con tan buena suerte, en apariencia, que por aquel enano, el cual desapareció detrás de una loma con un "salto de truchas", descubrió al fondo de un barranco el motivo de tanta hoguera, esto es, un sencillo "pabellón a la americana" con un infamante letrero que decía GRAN CIRCO DEL CAZADOR AMERICANO. Alvarenga se precipitó en el acto sobre el pabellón, ordenando masacre de fantasía, y rajó la lona de un pechazo, regando tiros a diestra y siniestra. Pero allí no había más que unas engañosas sombras moviéndose frente a una linterna, que ultimó de un pistoletazo. Inconsulta resolución, pues, sin propósito, dio fuego a una mecha que excitó una copiosa carga de bombas roncadoras que espantaron a las cabalgaduras. Entonces, cuando se re-volvía poseído de brava locura, asomó por el borde de las lomas una estrafalaria pandilla de renegados, con el rufiancito del enano que seguía saltando entre los rebufos, la cual le sacudió un tiroteo de estrago, reventando a jinetes y caballos, mientras una brigada de sinfonistas reproducía con fuerte canto aquella tonada de letras mamarracho que dice y dice:

Apreciable señorita, guambán
desde que te conocí, guambán
siento una rebambaramba, guambán
de amor que no se me quita, guambán...
 

[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE MASCARÓ, EL CAZADOR AMERICANO]

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