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Angel
Cadelli es un hombre alto y sanguíneo, de alta pelada y barba corta,
prolija, cuyos ojos hendidos y veloces van de acá para
allá como los de un pájaro; tal vez por el modo nervioso en que los mueve es
que le dicen “Lechuza”. O tal vez el apodo le viene por su costumbre de
levantarse temprano para estar recorriendo a las seis y media los fríos
galpones del Astillero Río Santiago (Ensenada, Provincia de Buenos Aires),
entre los obreros de la compañía recuperada por sus trabajadores que más lo
estiman, y también entre quienes no lo quieren.
“Camino todos los días a las seis y media. Todos me tienen ahí para decirme
lo que quieran. Esa exposición y contacto con la masa es el que te salva de
que te entornen, de olvidarte de donde venís”, explica en un aula céntrica
de la ciudad de Buenos Aires, vestido con su overol azul marino que tiene
cosidas una cerca de la otra, como si fueran una sola cosa, las señas
visibles de su identidad: el emblema en felpa de Río Santiago, su nombre y
apellido y la bandera argentina.
Designado cuatro veces por la asamblea para trabajar en las gerencias, y
actual vicepresidente de la fábrica de barcos más grande de Latinoamérica,
“Lechuza” prefiere seguir presentándose en público como hijo de una
sirvienta y un carpintero. Podría jactarse de la “carrera” que hizo en poco
tiempo a pesar de ese origen humilde. Hacer alarde de cómo su rol fue
fundamental cuando el astillero estaba prácticamente quebrado y él era uno
más de los 1150 empleados que quedaban. Detallar ordenadamente cómo llegó a
ser uno de los ejecutivos que en los hechos comanda a las 2600 personas que
viven de ese emprendimiento cooperativo en la actualidad. Pero en vez de
narrar su ascenso jerárquico prefiere repasar en aparente desorden la
peripecia conjunta de todos los hombres del astillero, a lo largo de tres
décadas, y decir que él ahora aspira, lo mismo que los demás, a que en la
planta haya más de 3000 obreros trabajando (en algún otro reportaje, más
entusiasta, declaró que la meta era llegar a emplear a 9000). “No vamos a
parar hasta que lo consigamos”, dice con energía pero sin referirse a sí
mismo en ningún momento como el líder natural que en rigor es.
De modo que puesto en la halagadora ocasión de conversar con un grupo de
estudiantes y estudiosos (de la Cátedra Autónoma de Comunicación Social
Lavaca.org, pero podríamos también decir de alguna de las universidades
latinoamericanas que suelen invitarlo a dar sus charlas), Angel “Lechuza”
Cadelli elige narrarse a sí mismo con la humildad de quien sabe que no es
nada sin los otros; ni siquiera cede a la tentación de hacerlo cuando surge
en el aire la insinuación de que su rol lo hace más importante que los
demás. “Un miembro informante de privilegio tiene que ser cuidadoso con su
opinión porque pesa más que la de los compañeros. No te podés llevar por
delante a otros que a veces tienen primaria incompleta”, dirá.
Epica de la resistencia
“Los laburantes tenemos que considerarnos a
nosotros mismos” |
Cadelli porta en su haber tres despidos con
sus reincorporaciones y cuatro causas penales abiertas que lo enorgullecen
aunque lo coloquen, como él mismo dice irónicamente, “en un limbo jurídico”.
El relato de los enfrentamientos con la policía o las fuerzas de seguridad
que mantuvieron desde los años previos a la dictadura militar -“tuvimos
setenta desaparecidos en el Proceso, pero la Triple A nos empezó a voltear
gente en el 75”, deslizará- adquiere en su estilo, inesperadamente
histriónico y locuaz, visos de gesta épica: “En los ‘90 Menem nos mandó a
fajar con la Federal, con la Bonaerense , nos metió la merca en la fábrica,
nos hizo operaciones de inteligencia, nos mandó la SWAT para cagarnos a
palos… El helicóptero SWAT lo inauguraron con nosotros… Este hijo de puta
nos mandaba todos los fachos… Pero salimos de todas esas. Un poco con cabeza
y otro poco con coraje”.
El relato adquiere de pronto aires de sainete criollo. Cuando a comienzos de
los años 90 fueron a negociar con el entonces subsecretario general de la
Presidencia, Luis Prol, el funcionario menemista quiso ser irónico con
ellos. “Vayan a llorar a la Iglesia”, recuerda Cadelli que les dijo. “Bueno,
fuimos… a ver al cardenal Quarracino. Le metimos 1300 feligreses en la
Catedral. Quarracino no lo podía creer. Nos mandó la Federal. `Mire, nos
mandó Luis Prol a llorar acá’, le dijimos.”
No muy diferente es el tono en que cuenta cómo obligaron a Canal 13 a
hacerles una nota tomando al periodista Santo Biasatti “de rehén”; la pasión
con que una locutora se entusiasmó tanto con uno de los reclamos que terminó
calificando a la Sociedad Rural Argentina como “la cuna de la oligarquía
argentina” y el modo en que la gente intentó una vez convencer a la policía
para que nos los reprimieran.
“Eramos trescientos pero ese día estábamos medio deprimidos. Estos
conflictos, si se quiebran, son muy difíciles de rearmar. Para variar,
teníamos la policía encima. Estábamos en pleno centro. Pero más asustados
por perder el hilo del conflicto que por lo que podía pasarnos nos pusimos
brazo con brazo (para que no se desbande la cosa). Los milicos sobando los
palos. ‘Pero ustedes no le van a pegar a esa gente. Es gente que está
reclamando por sus derechos’, empezaron a decirle a los canas las personas
en la calle. Así estuvimos un rato largo. Hasta que un iluminado nuestro,
con una voz temblorosa del cagazo, empezó: ‘Oíííd mortales…’. ‘¡Síii, hay
que cantar el himno!’ Empezamos a cantar todos pegados. Llovían papeles de
los edificios… Los policías entraron a sacar los handys. Se subieron otra
vez a los camiones y ahí nos volvió de vuelta la sangre de león:
‘¡As-ti-lle-rooo! ¡As-ti-lee-rooo!’”
Es fácil reír escuchando las historias de este narrador oral fuera de lo
común, porque si algo tiene el hombre en su haber, además de la indudable
coherencia ideológica y la capacidad de lucha, es el don de hacer visibles
los incidentes que vivió y vivieron sus compañeros de resistencia a lo largo
del tiempo. Tan consciente es de ese talento que si en algo no tiene
problemas de mandarse la parte es en confesar otra clase de picardías: “A
veces tengo alguna cita pero no porque haya leído mucho a Gramsci o a Marx.
Me han preguntado si los leí. No. Nunca. Cuando quiero saber algo de Marx
voy, le aprieto la tecla al marxista de la fábrica y me da una clase. O al
troskista lo mismo: ‘Che, ¿quién era Trotsky?’.’Ah, no sabés…’. Y el groncho
peronista igual…”.
Pero la suya no es la habilidad del ventrílocuo solitario; cuando Cadelli
dice “nosotros” está haciendo mucho más que una suma narcisista de los “YO”
de la fábrica. Lo explica sencillo (y quizás sería bueno leer dos veces lo
que está diciendo para vislumbrar una salida a la apatía solipsista del
presente): “Esta ideología del nosotros es porque ninguno puede trabajar
individualmente. Nadie es tan bueno para poder absorver la totalidad de
conocimientos que se necesitan para hacer un barco, con todas las partes y
elementos complicadísimos que tiene. ¿Quién puede tener el cerebro, la
cabeza tan brillante para poder almacenar todo eso? Nadie. Tenés que agarrar
el conocimiento que está adentro de una persona y hacerlo colectivo para que
se pueda hacer. Entonces el Yo casi no existe en nuestra tarea cotidiana.
Treinta años de esta cultura te marca ideológicamente. Sos un sujeto, sí.
Pero sos un sujeto colectivo. Vos sos vos pero en tu casa. Cuando construís
la historia la construís en Nosotros. No podés contarla de otra manera. ¿Te
imaginás la cantidad de ángulos que tiene cada historia? Por eso la
pluralidad es nuestra fuerza”.
Un fresco coral entonces, o las escenas de una película de masas como hace
mucho no se filma en la Argentina, se despliega una vez más en el aula
céntrica fascinando al auditorio.
Tomar
decisiones
Después de un rato Cadelli estira sus largas piernas frente a sí y apoya
cómodamente la espalda en el respaldo de la silla, que coincide con el borde
la pizarra; no ha mirado una sola vez el grabador que le han colocado al
lado sino que fue siguiendo, sonriente y por momentos melancólico, las caras
del auditorio. Se lo nota un hombre positivo y feliz, seguro del mensaje
militante que va dando.
Crítico de los burócratas de escritorio -apoltronados en lo que define como
“el pancismo de la clase media”-, Cadelli empezó su charla reivindicando a
rajatabla los sufrimientos y el esfuerzo de los trabajadores del astillero
no sólo para sobrevivir sino para tomar decisiones fundamentales: “Nosotros,
a través del sufrimiento, fuimos creando tareas”, dijo apenas empezó a
hablar. “En las asambleas llegamos a tener más de veinte oradores, desde las
siete y media hasta las doce de la noche, sin interrupciones. Estos debates
nos sacaron adelante. Y no fueron sólo por reivindicaciones salariales:
discutíamos la construcción del cien por ciento de los patrulleros de alta
mar o la concreción de contratos millonarios. Porque cuando las papas
quemaban no estaban los iluminados universitarios. Soldadores, caldereros
nos devanábamos los sesos para ver qué hacer. Toda la materia gris estaba
pensando en la comodidad, en la casita…”
Recién cuando la charla estuvo avanzada Cadelli mencionó, al pasar, que es
ingeniero, y sin que se le cambiara un ápice el tono de voz contó cómo tuvo
a su cargo la negociación del primer contrato de financiación en la nueva
etapa del astillero. Fue en el año 2002, a poco de convertirse en una
empresa del Estado cogestionada por sus trabajadores, cuando tuvo que
ocuparse él en persona de persuadir a una de las financieras alemanas que
habitualmente invertían en el astillero de que a pesar de los cambios en la
administración también ellos iban a poder hacerse cargo de la producción.
“Pedí 4 millones de dólares. Pero para darnos el dinero para la construcción
del buque el alemán me pidió un cronograma que había que entregar al día
siguiente. Le dije que en quince días. Me dijo que antes en un día lo
tenían… Le dije: ‘Sí, la diferencia es que esta vez vamos a cumplir’. Quince
días después no trajo 4 sino 2 millones. Pero 200.000 por mes... La entrega
se cumplió en término y recuperamos el crédito”.
Así las anécdotas dejaron espacio al balance: “De esta manera, un poco
azarosa, sin muchas contradicciones, logramos sobrevivir”, dijo y el público
asintió.
Texto e ilustraciones: Alejandro Margulis
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