El humo y las plumas

Por Guillermo Marín*

¿Existe una literatura de fumadores? El periodista español Jesús Marchamalo concibió este intríngulis hace un tiempo en un extenso artículo aparecido en el ABC de Madrid. Redoblo la apuesta: ¿hay un periodismo y una literatura argentinos forjados bajo densas capas de humo de cigarrillo? Me asaltan estas preguntas mientras las imágenes rampantes y el sonido estridente del noticiero de la tele dan cuenta de que la Cámara de Diputados de la Nación acaba de convertir en ley el proyecto que establece la prohibición total de fumar en ambientes públicos, impide la publicidad y promoción de actividades por empresas tabacaleras y obliga a los fabricantes a incluir mensajes que alerten sobre los efectos nocivos del cigarrillo.
Me pregunto estos asuntos porque no imagino a muchas de las grandes plumas de la narrativa argentina sin el efecto complaciente de ese vicio privado, y a la vez social, que inmortalizó, en 1922, Felix Grazo en el tango Fumando espero. No concibo una sola redacción de un diario de los turbulentos años 30, sin aquellos seres nocturnos desplazándose como cocodrilos por el humo de un pantano. Apenas si pienso en la posibilidad de que Alfredo Serra, maestro de incontables camadas de periodistas argentinos, escriba sus columnas o desguace sus reportajes sin exhalar el humo blanco de un cigarro. Entonces forjo una justificación un tanto ampulosa: hay una tajada de escribas nacionales que ha imaginado textos inmortales pitando al viento (mejor dicho, fumando junto con sus musas). Es que cuando uno se impone la tarea de leer a los pretéritos oriundos, o incluso, a los contemporáneos vernáculos, hay siempre un autor que fuma. Una mujer o un hombre que ha construido su estatus literario alrededor de incontables paquetes de tabaco de variada intensidad aromática. Seres que han salvado sus páginas con toques de insomnio y nicotina.

Osvaldo Soriano, acaso una de las plumas más brillantes que dio la literatura y el periodismo argentinos, pasó los tres últimos años de su vida con un cigarrillo sin prender en la mano, arrojando las cenizas dentro un imaginario cenicero. Soriano había empezado a ensuciar sus pulmones de alquitrán desde muy joven. Si bien se dice que los mejores textos los escribió quemando tabaco de ocasión, el amante de la novela negra, el devoto de las obras de Roberto Arlt (quien también chupaba los clásicos Barrilete), el apasionado feroz del fútbol y de la actualidad política debió sufrir, debido a un enfisema pulmonar que lo ahogaba hasta la fatiga, la abstinencia y la vida limpia (...”resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos, sombrero, impermeable, el revólver de juguete”, decía en un impecable artículo llamado “Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo”). Aunque ya en las fronteras de su vitalidad, el tiempo le deglutió las licencias: antes de morir, era el escritor argentino de ficción que más libros vendía en el país y uno de los pocos autores con sus obras traducidas a veinte idiomas y tres de ellas llevadas al cine. Tanto sus amigos como sus colegas de las redacciones por las que pasó, afirmaban que el autor de Cuarteles de invierno no podía escribir una sola línea sin antes asegurarse un cigarrillo apretado en los labios.

El Cortázar de la fotografía de Zara Facio con los ojos entornados al mejor estilo Jim Dean y el cigarrillo colgándole de los labios, tal vez fue el ícono de aquellos escritores setentistas que pugnaban por hacerse un lugarcito en la literatura rioplatense; autores que acudían al tabaco como una forma de conseguir inspiración. Existen otras imágenes de Cortázar esgrimiendo cigarros largos u oscuros habanos cubanos. Pero hay una que me interesa en particular: es aquella en la que se lo ve recostado sobre una hamaca paraguaya, con la barba espesa y un sombrero Panamá (retrato tal vez obtenido en uno de sus viajes clandestinos a Nicaragua). Fuma en pipa y está feliz. Es una de las pocas imágenes públicas (si no la única) donde se advierte que don Julio mira encantado hacia la nada, acaso agradeciéndole a un cronopio o a un fama el haberle dado fuego. Casi todos los alter ego de sus relatos fuman. Fuma en Rayuela Horacio Oliveira. Fuma Bruno en El perseguidor. Y así, cada vez que alguno de sus personajes le pide un Gauloise.

Fumaba discretamente el discreto Sábato y Manuel Puig. Domingo Faustino Sarmiento sólo de a ratos, mientras borroneaba algún artículo para El censor. Fumó hasta el hartazgo el radioactivo Fogwill. También lo hicieron las poetisas y escritoras Olga Orozco (“Olga es un árbol de humo, cómo fuma esa morocha herida de petreles”, escribió Cortázar en un poema), Victoria Ocampo y Alejandra Pizarnik. Abelardo Castillo es otro de estos fumadores obstinados. Amante de los gatos blancos y del tabaco en hoja de las pipas, el novelista, dramaturgo y ensayista construyó uno de sus alter egos literarios más ajustados tal cual su hábito. Decía Castillo en El evangelio según Van Hutten: “Cuando se acercó a la mesa yo estaba fumando mi pipa. Es una gran pipa noruega, de raíz de enebro, y no tengo por qué ocultar que, al menos hasta esa tarde, me sentía bastante orgulloso de ella”.

El elenco de poetas y prosistas argentinos que fumaban y que fuman debe ser, supongo, mucho más extenso del que arroja mi modesta memoria para escribir esta columna, aunque la intención no haya sido inventariarlos como insumos perpetuos. Y si bien son tiempos de chau pucho, sólo pienso, mientras apago la pantalla del televisor, que tabaco y literatura acaso vayan tan juntos como cuando dos seres, luego de amarse, mezclan el humo con la pasión.

*Periodista
desechosdelcielo@gmail.com

 

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