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Mi
padre y yo (1)
Por Laura Ramos
Rehabilitado y reivindicado como uno de los intelectuales más lúcidos de América
latina, Jorge Abelardo Ramos no siempre vistió los galones de la respetabilidad
y el reconocimiento de sus pares. Todo llega, siempre tarde. La reedición de
Historia de la nación latinoamericana es un acontecimiento que la periodista y
escritora Laura Ramos, su hija, aprovecha para contar la verdadera historia del
Colorado y los sentimientos que le provocan homenajes y ediciones de uno de los
fundadores de la izquierda nacional.
En mi fábula de identidad ficticia, mi padre es un ser llamado a representar
–cuando los manuales de urbanidad democrática dictan los buenos modales– el
encono, la injuria y el sarcasmo. Para él, la diatriba fue una patria. Su
aspecto –y genealogía– era el de un huésped de Auschwitz: rulos colorados,
pecas, complexión raquítica, nariz judaica, anteojos tipo Ray-Ban, cuadrados y
de marco negro. Sus singularidades, hasta la de escribir con la mano izquierda,
se convirtieron en destino. Con la rabia que exudaba su piel hubiera podido
tomar el Palacio de Invierno. ¡Si le decían Rabanito en el Colegio Nacional,
antes de ser expulsado! (Expulsado por anarquista, según la leyenda heroica; por
su lastimoso latín, según la leyenda negra difundida por mi abuela Rosa Gurtman.)
Historia de la nación latinoamericana –el primer libro que formuló una
interpretación marxista de la historia de la América criolla, así se anunciaba
en 1948– fue escrito por mi padre a los veinticinco años y publicado un año
después, bajo el sello de una editorial fantasma, Octubre. El financiamiento de
los gastos de impresión derivó de un procedimiento utópico-delictivo de mi
abuelo Nicolás, de ideales anarquistas, que firmaba sus cartas “abrazos y R. S.”
(R. S. significaba Revolución Social y las cartas provenían de la cárcel de
Devoto). Mi abuelo había inventado (o usurpado) una máquina de ravioles, unas
pequeñas cacerolas a presión y una técnica de recauchutaje de cubiertas, negocio
parasitario de la escasez de neumáticos causada por la guerra.
La desmesura de mi abuelo –cualidad que heredó, intacta, mi padre– lo impulsó a
gastar a cuenta: con los adelantos por los recauchutajes costeó avisos de
propaganda del libro de su hijo en diarios de Alemania, Francia y España, además
de despachos de ejemplares a periodistas extranjeros por correo marítimo.
Mientras, los neumáticos perforados –que jamás se irían a reparar– dormían en la
casa de mi abuelita Gurtman, su ex esposa. Mi abuelo fue acusado de defraudación
y estafa y cumplió dos años de condena en el presidio, como los héroes de la
literatura balzaciana que admiraba mi padre. Pero en mi familia el delito tenía
un sentido no tanto jurídico cuanto político: en 1949 la Comisión de Actividades
Antiargentinas presidida por el diputado peronista Emilio Visca ordenó la
incautación de los ejemplares de América Latina, un país, como se llamaba
entonces el libro. El hecho de que el gobierno que él apoyaba –apoyo que le
valió el vilipendio de toda la izquierda– hubiera secuestrado y quemado su obra
no hizo sino establecer un patrón, una medida (o una desmedida) sacrificial,
suicida, de sus adhesiones y repulsas.
La práctica de sufragar las operaciones políticas y editoriales con negocios
subversivos –una economía de medios que aunaba teoría y praxis– comulgaba con la
criminología de Karl Marx: “El criminal rompe la monotonía y la seguridad
cotidiana de la vida burguesa” (Historia crítica de la teoría de la plusvalía,
1863). El nombre de la editorial apócrifa, Octubre, en 1948 delataba su síntesis
hegeliana: Perón y el Soviet, un matrimonio ignominioso para los parientes de
ambas partes.
En mi fábula de identidad ficticia, mi padre se ubica en una categoría de
ilegitimidad que me incluye, o mejor aún, me abraza. Esa misma fábula de linaje
se extiende como articuladora de todos los campos de acción de nuestra familia:
el ejercicio político y el análisis histórico como dispositivo de provocación;
la defraudación de las leyes del matrimonio y la propiedad del Estado
capitalista, como modo de subsistencia.
Por una cualidad ideológica o de temperamento, sus posiciones políticas
fatalmente se planteaban en términos de execración y escándalo. Yo estaba
atrapada entre dos lealtades: su lógica y la de los agraviados e incomprendidos
por la historia –la lógica trágica de Malvinas, la de todas las causas
perdidas–, y la lógica académica de mi colegio y mi universidad, que lo
denostaban.
Mi táctica, como la de las organizaciones foquistas argelinas, consistía en
mantener los compartimentos estancos. Ante mi padre escondía el hippismo extremo
de mi madre; ante mi madrastra los exaltados enamoramientos de mi padre; ante el
mundo burgués (es decir, todo el mundo), sus infracciones financieras. Y ante mí
misma, las vacilaciones políticas, que no eran otra cosa que vacilaciones
morales.
En estos últimos tiempos me aguijonea cierta inquietud. Un aire de
respetabilidad parece querer envolver, insistente, su figura. La editorial
Continente consintió en financiar la reedición de sus libros; Horacio González
le rindió un homenaje en la Biblioteca Nacional; Ernesto Laclau lo mencionó como
“el pensador político más importante de la Argentina en la segunda mitad del
siglo XX”. ¿Se tratará menos de un reconocimiento que de alguna clase de
rehabilitación, en un sentido más bien clínico del término? Pero... ¿no volverán
a hacer su aparición teatral, vestidos con galera, los acreedores de la offset
Rotaprint modelo R-3090 con la que imprimió el libro de Ugarte que vendió
veintidós ejemplares? ¿Se presentará el defraudado garante de la ordeñadora
mecánica Alfa Laval, que nunca pudo extraer ni una gota de leche a las vacas,
prematuramente embargadas? Esta respetabilidad ¿acaso convocará a alguno de sus
catorce camaradas trotskistas del Grupo Obrero Revolucionario, para denunciarlo
por burgués?
Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4469-2011-11-07.html
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(1) Considero pertinente aclarar en relación a este excelente artículo de Laura
Ramos, que desde mi perspectiva "Historia de la Nación Latinoamericana" y
"América Latina, un país" no son exactamente el mismo libro sino dos versiones
distintas que Abelardo Ramos construye sobre un tema común; muy lograda en el
segundo intento y no tanto en el primero, como él mismo lo aclara en la
Advertencia escrita al texto de 1968 (Historia de la Nación Latinoamericana). La
cuestión la abordé en
este sitio del Cuaderno de la Izquierda Nacional
Alberto J. Franzoia