EL
SECRETARIO DE DERECHOS HUMANOS, EDUARDO LUIS DUHALDE, MURIO AYER, A LOS 72
AñOS
Militante de la teoría y de la acción
Abogado, periodista, historiador, ensayista, Duhalde fue un incansable
defensor de presos políticos durante las sucesivas dictaduras. En el exilio
aglutinó las denuncias contra la dictadura.
Por Laura Vales
A los 72 años, en una clínica porteña donde estaba internado desde el mes de
febrero, murió Eduardo Luis Duhalde. Hace un mes y medio había tenido que
ser operado de urgencia por un aneurisma en la aorta abdominal, en el
Sanatorio de la Providencia, donde ayer falleció por una complicación
sufrida tras la intervención quirúrgica. Está siendo velado en la sede de la
Secretaría de Derechos Humanos, ubicada en 25 de Mayo 544, y será inhumado a
las 12 horas de hoy en el cementerio de la Chacarita.
Duhalde fue abogado, periodista e historiador; también, por un período
relativamente corto, ocupó el cargo de juez, y desde mayo de 2003 había
pasado a ocupar, en el Poder Ejecutivo, el timón de la Secretaría de
Derechos Humanos de la Nación. “Estoy ligado a los derechos humanos desde
que me recibí de abogado, en el ’61”, definió en una de las entrevistas que
le hicieron en el 2003, al asumir.
Su biografía tuvo que ver con la historia de la militancia de los últimos 50
años, desde la resistencia de fines de los ’60 a las luchas por el juicio y
castigo por los crímenes de la última dictadura.
Duhalde había entrado con sólo 16 años a la Facultad de Derecho de la
Universidad de Buenos Aires. Su militancia más temprana estuvo vinculada con
el peronismo de base. En los ’70, a medida que la represión de los gobiernos
militares avanzaba hacia lo que sería el terrorismo de Estado, se convirtió
en uno de los pocos abogados que se animaban a defender presos políticos.
Con su socio Rodolfo Ortega Peña estaban a cargo de la defensa de cerca de
trescientos presos políticos cuando, en agosto de 1972, ocurrió la fuga de
Trelew y el posterior fusilamiento de dieciséis prisioneros. Duhalde y
Ortega Peña, junto con otros abogados, hicieron infructuosas gestiones
contra reloj para salvarles la vida, por las que ellos mismos fueron
detenidos y amenazados con ser fusilados. Aun así, lograron denunciar la
masacre y aportar al proceso por el cual en mayo de 1973 el régimen de
Lanusse debió entregar el gobierno.
Ortega Peña sería asesinado en 1974 en Buenos Aires por la Triple A y para
Duhalde vendría el tiempo del exilio. La dictadura le incautó sus bienes. En
España, Duhalde participó de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu),
que recibía en el exterior denuncias sobre los secuestros y las
desapariciones que ocurrían en el país. La Cadhu se ocupó de hacer conocer
la situación argentina en los foros internacionales, difundiendo los
testimonios de los sobrevivientes que habían conseguido escapar de los
centros clandestinos de detención. En 1983, cuando la dictadura terminó,
Duhalde publicó El Estado terrorista, un libro que fue el primero en
analizar y sistematizar el funcionamiento del terrorismo de Estado, antes de
la formación de la Conadep y la redacción del Nunca Más.
De regreso a Buenos Aires dirigió el diario Sur. Duhalde siempre habló bien
de aquella experiencia y les decía a los periodistas que lo entrevistaban
que alguna vez iba a volver a dirigir un diario.
Como juez, a finales de los ’90, estuvo al frente del primer juicio oral
contra un funcionario acusado de corrupción, el caso del ex titular del
Concejo Deliberante porteño José Manuel Pico. El ex concejal había armado
una red de tráfico de influencias por la cual habilitaban la construcción de
edificios en zonas sin autorización, con lo que habían perjudicado a cientos
de personas que se quedaron sin casa ni ahorros. Duhalde era camarista de
los Tribunales Orales en lo Criminal de la Capital Federal, tribunal que
dictó la primera condena de su tipo.
En el 2003 renunció a su cargo en la Justicia para dedicarse a acompañar la
candidatura de Néstor Kirchner, que tras asumir la presidencia lo designó
secretario de Derechos Humanos. Desde allí, Duhalde trabajaría por la
inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida, y más
tarde sería uno de los impulsores de los juicios contra los represores. La
secretaría actúa como querellante en muchas de las causas abiertas y el
propio Duhalde fue personalmente testigo en el primer juicio a Luciano
Benjamín Menéndez, jefe del Primer Cuerpo de Ejército durante la dictadura.
Antes de que se abriera la posibilidad de los juicios en el país, había
testificado en el juicio de Roma, convencido de la necesidad de una Justicia
universal.
Ayer, cuando se conoció la noticia de su muerte, figuras de los organismos
de derechos humanos y del ámbito político hablaron de su pérdida y, por
sobre todo, reconocieron su aporte a la construcción del Estado de Derecho.
Desde Abuelas de Plaza de Mayo despidieron “con mucha tristeza” a Duhalde y
recordaron que él “siempre contribuyó solidariamente a la búsqueda de
nuestros nietos”. También en la Asociación Madres de Plaza de Mayo, que
preside Hebe de Bonafini, hablaron de un profundo dolor: “El compañero peleó
por su vida durante muchos días, como él sabía hacerlo desde que decidió ser
abogado de los presos políticos en los momentos más difíciles de la vida
política argentina”.
EL RECUERDO DE LOS ORGANISMOS DE DERECHOS HUMANOS
Como amigo, compañero y militante
“Un hombre que nunca dejó de lado sus convicciones.” “Un amigo.” “Una
persona señera en la espera de la justicia.” “Un militante.” “Un defensor de
los derechos humanos.” Referentes y organizaciones de derechos humanos, en
diálogo con Página/12, definieron con esas palabras al fallecido secretario
de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde.
“Las Madres salíamos para saber sobre nuestros hijos y él nos cuidaba mucho.
Nos esperaba, nos organizaba las salidas y nos conseguía las entrevistas con
mucho respeto y discreción. El no entraba a esas entrevistas para que no nos
vincularan con ningún grupo guerrillero. En esos tiempos había que hacer
todo con mucho cuidado.” La titular de la Asociación Madres de Plaza de
Mayo, Hebe de Bonafini, evocó esa escena para recordar a Duhalde. “Nunca
dejó de lado sus convicciones”, agregó.
La referente de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, también apeló
a una imagen de los viajes que las madres de desaparecidos hicieron durante
la última dictadura para investigar sobre el paradero de sus hijos. En uno
de esos viajes, en 1981, las Madres recorrieron once países. Uno de los
destinos fue Madrid, donde estaba exiliado Duhalde. “En ese momento, todavía
estábamos muy fresquitas, sin mucho conocimiento de nada ni nadie. Una noche
en la que estábamos parando en un hogar de unas religiosas, nos vinieron a
buscar en un auto para ir a una entrevista. Nos metieron en un coche y
nosotras nos subimos sin preguntar. Después de un rato de viaje, le digo a
la madre que viajaba conmigo: ‘Me parece que nos están secuestrando’. Por
suerte, eran los de la CADU (Comisión Argentina de Derechos Humanos)”,
rememoró Carlotto. “Sabíamos que eran muy luchadores, pero todavía no nos
conocíamos”, explicó, y agregó que las Abuelas lo consideraban “un amigo”.
También lo recordó María Isabel “Chicha” Mariani. “Eduardo Luis fue para mí
una de las personas señeras dentro de la espera de la justicia. Lo conocí
hace muchos años en España, cuando él estaba exiliado y trabajaba recogiendo
testimonios. Lo valoré en su silencioso trabajo. Supe de su lucha casi
silenciosa y me gustaba mucho porque coincidía con la mía, de trabajar y no
esperar recompensa ni reconocimiento. Uno hace las cosas que tiene que hacer
porque las siente, las lleva adentro”, dijo.
Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, manifestó su
“gran recogimiento”. “Además de que fue militante en épocas duras y se tuvo
que ir al exilio, después tuvimos en él a una persona que nos acompañó en
todos estos años de lucha”, explicó. Su compañera, Taty Almeida, consideró
que Duhalde formó parte de “una generación estupenda que se comprometió
siempre y nunca dejó de luchar por los demás”.
La agrupación HIJOS despidió a Duhalde destacando “su militancia, siempre
junto a todos los compañeros y compañeras que lo necesitaron, incluso en los
momentos más difíciles”. “Dedicó su vida a la defensa de los derechos
humanos, desde antes de la dictadura cívico-militar, en ese período, y hasta
la actualidad”, aseguraron.
Informe: Sol Prieto.
04/04/12 Página|12
LA
DESPEDIDA A EDUARDO LUIS DUHALDE EN CHACARITA
“Toda la vida con las mismas convicciones”
La Presidenta lo recordó desde Bariloche. Sus amigos, familiares y
compañeros estuvieron en la Secretaría de Derechos Humanos y luego en la
Chacarita.
Luis Alen, su segundo en la secretaría, dijo que Duhalde “fue un militante
de la dignidad humana y por eso es tan valorada su vida y tan dolorosa su
pérdida”.
Por Alejandra Dandan
Imagen: Guadalupe Lombardo
Lo velaron durante toda la noche en la planta baja de la Secretaría de
Derechos Humanos de la Nación, donde dio sus últimas batallas. Pasaron por
allí muchas personas vinculadas con la militancia de los últimos cincuenta
años del país, que fueron también su vida. Desde los ministros del gobierno
nacional, sus compañeros de viejas agrupaciones políticas, los presos
políticos a los que defendió durante las distintas dictaduras, hasta los
buscadores de cartones que en la madrugada se abrieron espacio en la sala
para entrar a despedirlo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner
también lo recordó. Dijo que tuvo “toda una vida de militancia, de lucha, de
exilio, con las mismas convicciones” (ver aparte). A las tres de la tarde,
Eduardo Luis Duhalde hizo su viaje final hasta el cementerio de la
Chacarita. Después del responso, Luis Alén, segundo en la Secretaría de
Derechos Humanos y uno de sus amigos, lo saludó como “un militante de la
dignidad humana” y un “maestro no sólo político, sino de la vida”. Entonces
les dijo a él y a todos: “¡Por eso, compañeros, ¡Eduardo Luis! Presente.
Ahora. ¡Y siempre!”.
Por la despedida de Eduardo Luis Duhalde no pasaron quienes integraron los
distintos momentos de su vida. No sería justo decirlo así, porque lo que
esas presencias marcaron a lo largo del tránsito incesante de más de un día
es que lo que podría pensarse como pasado siguió siendo presente en el
momento de su muerte.
Por el edificio de la calle 25 de Mayo, el corazón desde donde dio sus
últimos combates políticos, en torno de las muchas dimensiones de los
juicios de lesa humanidad, se acercaron los presos políticos a los que
defendió desde fines de los sesenta y los años setenta. Entre ellos pasaron
Eduardo Jozami, Carlos Laforgue y Ramón Torres Molina. Todos ellos continúan
vinculados con las políticas de la secretaría. Estuvieron Judith Said y
Graciela Daleo, que lo conocieron en el exilio en España, cuando él empezó a
ordenar, dicen que a mano, los testimonios que recogió la Cadhu (Comisión
Argentina por los Derechos Humanos), que sirvieron para quebrar el bloqueo
informativo de la dictadura difundiendo en los foros internacionales lo que
sucedía en el país. También ellas son parte de ese pasado que se extendió en
el presente. Graciela es sobreviviente de la ESMA, Judith es la coordinadora
general del Archivo Nacional de la Memoria. También pasaron por allí el
vicepresidente Amado Boudou, los ministros Julio De Vido y Nilda Garré; Juan
Manuel Abal Medina padre e hijo.
Las más de 120 coronas que terminaron ganando espacio sobre la calle
marcaron también su biografía. Una de ellas evocaba su tránsito en las
agrupaciones de la izquierda peronista como la FAP. Otra era del Pueblo
Peronista; otra estaba dedicada por el hijo de Felipe Vallese, que encontró
refugio en su secretaría. Estaba la de Luis Beder Herrera, el gobernador de
La Rioja, con quien Duhalde compartió charlas como enamorado de la historia
riojana, de Felipe Varela y del Chacho Peñaloza. También estaban las coronas
del tiempo presente como La Cámpora, Hijos y las que marcaban con la muerte
la idea de un tiempo de tregua y reconocimiento, como la de Diego Santilli,
ministro de Gobierno porteño, o la de la conducción de la CGT.
En la sala, lo acompañaron sin moverse sus cuatro hijos, Mariano, Patricio,
Santiago y María Laura, pero también estuvo Pablito, uno de los hijos por
adopción a quien Duhalde se llevó al exilio para protegerlo. Estuvo su
mujer, María Laura Bertolucci. Sus dos hermanos, Marcelo y Carlos María, que
voló a verlo desde España. Estuvo todo el tiempo Luis Alen, que ingresó como
muchos de los que estaban ahí a los linajes de parentescos construidos desde
la política. Como Lilia Ferreyra, la viuda y compañera de Rodolfo Walsh.
Cuando la caravana dejó el centro y llegó al cementerio de Chacarita, unas
doscientas personas lo esperaron frente a la capilla. Los dedos en V, los
primeros aplausos. Y un sacerdote que durante el responso habló de que los
muertos no mueren porque algo de ellos sigue vivo. Eduardo Luis volvió a
salir hacia el edificio donde iban a cremarlo. Antes de que nadie pudiera
improvisar un escenario distinto, en esa última parada se abrió el tiempo de
una despedida.
Eduardo Jozami habló del trabajo con Rodolfo Ortega Peña. Los definió como
“las figuras que se convirtieron en el símbolo de los abogados de los presos
políticos. A mí –dijo– me tocó ser uno de esos presos en 1972, o mejor dicho
uno de esos secuestrados, pero veo acá a muchos que estuvimos presos en esos
años y que tienen el mismo reconocimiento”.
Jozami, coordinador del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, del
espacio de la ex ESMA, le había dedicado un homenaje semanas atrás, mientras
Eduardo Luis estaba internado después de haber sido operado de urgencia por
un aneurisma en la aorta abdominal. Jozami inauguraba ese día una
instalación de diez paneles de vidrio con la transcripción de la carta a la
Junta Militar de Rodolfo Walsh. Le había pedido especialmente a la familia
de Duhalde que se acercara para el acto, porque ésa fue una de las últimas
cosas por las que peleó.
Jozami marcó algunos de los hitos de la vida de Duhalde. Su ingreso a la
carrera de Derecho; la Revolución Cubana, que le permitió pensar una América
latina diferente. La “producción de historia argentina junto a Ortega Peña,
con quien construyeron una épica popular de la historia que dejó una huella
profunda en nuestra generación”, dijo. El revisionismo histórico no rosista,
sus clásicos Felipe Varela o el Chacho Peñaloza y el momento en que “dijeron
que no eran textos históricos, sino que eran textos de combate y se habla de
una épica popular, pero quien los lee hoy no solo ve su preocupación por los
datos, sino una mirada profunda”.
Hubo espacio para otras marcas: su trabajo de abogado con los presos de
Trelew, el libro El Estado terrorista argentino, como el primero que
tipificó el exterminio argentino, antes de la Conadep y el Nunca Más. Y más
acá, habló de su nombramiento en la Secretaría de Derechos Humanos y dijo
que Néstor Kirchner “designó a la más competente persona y acertó, porque
para una gestión que se sabía que iba a ser histórica y transformadora,
estaba eligiendo a una de las figuras representativas del movimiento popular
argentino”.
Luego, Luis Alen tomó la palabra. “Voy a hablar del otro Eduardo –dijo–, del
generoso, del hombre de corazón abierto, del que tenía las manos abiertas a
todos o el amigo fiel de todos sus compañeros.” Duhalde, dijo, “fue un
militante de la dignidad humana y eso es lo que hace tan valorada su vida y
tan dolorosa su pérdida”. Lo recordó especialmente en estos últimos años,
cuando desde la secretaría se puso a recorrer provincia por provincia para
convencer a cada gobernador de abrir un espacio destinado a las políticas de
derechos humanos. “No es casualidad –dijo– que estén hoy acá desde sus
amigos de la adolescencia hasta los amigos de los 72 pletóricos años
aprendiendo del que fue nuestro maestro, no solo político sino de la vida.”
Y después, citando a Ortega Peña, dijo que alguien decía que la muerte no
duele, que lo que duele es la vida indigna. Así fue que terminó con el
“¡Eduardo Luis, presente!”. Duhalde siguió solo. Hubo quien levantó la mano
para despedirlo.
Homenaje de CFK
La presidenta Cristina Fernández recordó ayer al fallecido secretario de
Derechos Humanos Eduardo Luis Duhalde como un “luchador en derechos humanos”
y un hombre que dedicó “toda una vida a la militancia”. “Tuvo toda una vida
de militancia, de lucha, de exilio y de retorno del exilio con las mismas
ideas, las mismas convicciones, sin grandes alharacas, sin hacer alarde de
lo que había hecho o dejado de hacer, porque no lo necesitaba”, destacó la
Presidenta, quien consideró que su “historia y sus propias convicciones así
lo demostraban”. En un acto desde Bariloche, la Presidenta se refirió así a
Duhalde, quien falleció tras varias semanas de internación por una aneurisma
en la aorta abdominal.
Amnistía Internacional
Amnistía Internacional Argentina manifestó “su profundo pesar” por el
fallecimiento de Eduardo Luis Duhalde, secretario de Derechos Humanos. “Su
trayectoria –señaló el organismo de derechos humanos– como defensor de
presos políticos lo vinculó al movimiento de derechos humanos, movimiento en
el que militó y al que dedicó gran parte de su vida. El Dr. Eduardo Luis
Duhalde se preocupó siempre por impulsar y mantener vivos los procesos y
juzgamientos contra los represores de la dictadura, comprometido y coherente
con esta causa trabajó siempre en la protección y promoción de los derechos
humanos, así como en la construcción de espacios de fortalecimiento de esos
derechos. AI lo recuerda hoy con admiración.”
05/04/12 Página|12
El
bronce que sonreía
Por Mario Wainfeld
Cuando alboreaban los ’70, Eduardo Luis Duhalde era un “bronce”. Defensor de
presos políticos, docente, historiador revisionista. Para los abogados
jóvenes, era una referencia, un modelo a imitar. Los libros que escribía
junto a Rodolfo Ortega Peña eran material de consulta y debate entre la
ávida militancia de la época. Ya que de “Militancia” hablamos, tal fue el
nombre de la revista política que, en tiempos del tercer gobierno peronista,
lo fustigaba y también marcaba distancia con “la gloriosa JP” y a todos los
“corría por izquierda”. Era una publicación radicalizada, bien escrita,
pletórica de sarcasmos, potente, adictiva aun para quienes discrepaban con
su línea editorial.
En aquel entonces debía tener un motorcito propio para atender el estudio
junto al Pelado Ortega Peña, mantener a pulmón una revista semanal, rolar
dando charlas por donde se le requiriera, seguir “en la profesión” y jamás
dejar de estudiar o de escribir.
Lo reconocían propios y extraños. Tan era así que la dictadura lo privó de
sus derechos ciudadanos e “incautó” su patrimonio. Una suerte de “muerte
civil”.
- - -
Fue al exilio, luchó siempre por los derechos humanos. Se constituyó en una
referencia, un anfitrión y un cicerone para Madres y Abuelas que salían de
la Argentina, por primera vez casi todas, para hacer conocer las tropelías
del terrorismo de Estado.
Fue también juez, periodista. En 2003 Néstor Kirchner lo designó secretario
de Derechos Humanos, cargo que ejerció hasta ayer. El ex presidente lo
eligió con la perspicacia simbólica que lo movió a proponer a Eugenio Raúl
Zaffaroni como integrante de la Corte Suprema, en reemplazo de Julio
Nazareno. Trayectorias de enorme coherencia, representatividad ganada como
defensores de valores innegociables. Iconos, sin quererlo acaso. Y ¿por qué
no decirlo?, al nombrarlos Kirchner añadía un bonus: el desafío a la cerril
derecha argentina que sólo les reservaba la excomunión.
Terminó su carrera como funcionario. Seguramente no lo hubiera imaginado
años antes. Agradecía a la vida haberle dado la posibilidad de llegar a ese
cargo y de vivir las circunstancias que transcurrieron desde 2003.
Secretario de Derechos Humanos en la etapa en que puso fin a las leyes de la
impunidad, casi nada.
Fue un intelectual voraz y polígrafo. Un historiador con las antenas siempre
alertas. Hasta en los años más recientes le robaba horas al sueño para
seguir escribiendo.
- - -
Hombre de convicciones firmes, tenía dotes de componedor. Debió ponerlas a
prueba cotidianamente en la Secretaría. Es que los objetivos comunes y
formidables de los organismos de derechos humanos no son un obstáculo para
la existencia de internas y resquemores. Sabía conciliar, se hacía querer.
Era un buen conversador. Lo adornaban una sonrisa amplia, el sentido del
humor que suele embellecer la inteligencia, condimentado con una
socarronería digna de mención.
En los ’70 resultaba el Eduardo Duhalde más conocido. Con el regreso de la
democracia, “tomó estado público” un tocayo muy conocido: Eduardo Alberto
Duhalde, quien fuera gobernador bonaerense, vicepresidente y presidente. En
los círculos de iniciados cundió la costumbre, tan burlona como certera, de
motejar “Duhalde, el bueno” a Eduardo Luis. Lo era, aunque tenía espolones.
- - -
El cronista lo miraba de “abajo” en los primeros ’70, apenas recibido de
abogado. Subrayaba los libros, lo escuchó “n” veces. Después pudo conocerlo
personalmente, más de cerca. El bronce sonreía, era el mismo tipo. Siempre
fue el mismo, comentaron ayer Estela Carlotto y Esteban Righi, que lo
conocieron mucho.
Cuando se recorren tantos espineles, durante décadas, se acumulan polémicas,
cuestionamientos. La gestión pública es fértil en ese sentido. Nadie escapa
a eso, nadie está de acuerdo permanente con nadie durante, digamos, medio
siglo. Pero el promedio, la trayectoria lo colocan siempre de un mismo lado:
batallando, dispuesto a propagar sus ideas.
En tiempos encalmados (los actuales lo son aunque usted no lo crea)
cualquier cacatúa hace alarde de coraje o de pertenencia. Muchos se colocan
en el primer lugar de la fila, pese a haber llegado un ratito antes. Eduardo
Luis Duhalde era un ejemplo polarmente distinto. Luchador, militante
popular, perseguido y odiado por dos dictaduras, consecuente del principio
al fin. Lo suyo se edificó en décadas, con variantes porque la historia
nacional las tuvo, pero sin claudicaciones.
Se fue respetado y querido. Se lo ganó palmo a palmo. Difícil reemplazar
personajes así, imposible olvidarlos o dejar de agradecerles, así sea en
unas pocas líneas.
mwainfeld@pagina12.com.ar
04/04/12 Página|12
Duhalde,
el bueno
Por Eduardo Anguita
eanguita@miradasalsur.com
De las tantas coronas florales que poblaban la calle 25 de Mayo al 500 en la
madrugada del miércoles pasado, una era la prueba palmaria de que Eduardo Luis
se ganaba el mote de bueno por ser bueno y por la existencia del otro. Era una
corona austera que decía sólo: Felipe Vallese (h). El próximo 23 de agosto,
seguro, Eduardo Luis y Felipe hubieran estado juntos rememorando a Felipe
Vallese, porque en ese 23 de agosto se cumplirá medio siglo del primer
desaparecido de la resistencia al régimen. Vallese era delegado metalúrgico y lo
desaparecieron después del golpe que llevó a Frondizi a la isla de Martín
García. Pero no se trataba de un golpe contra Frondizi sino contra los
peronistas que habían inundado las urnas para hacer gobernador de la provincia
de Buenos Aires a Andrés Framini, el obrero textil que les propinaba un directo
al hígado a los azules, los colorados y los marinos que protagonizaban el golpe.
Un golpe que llevó a José Alfredo Martínez de Hoz al Ministerio de Economía y
dejaba de fachada al radical rionegrino José María Guido, que presidía la Cámara
de Diputados. Cuando secuestraron a Vallese, el Pelado Rodolfo Ortega Peña y
Eduardo Luis se presentaron a los tribunales a pedir por él. Pero su compromiso
estaba mucho más allá de los tribunales. Vallese tenía un hijo, que se llamó
Felipe y que vivió por años con otro nombre, hasta que con Eduardo Luis se
presentó a los tribunales a recuperar su verdadero apellido. Y contra el
pronóstico de muchos leguleyos que decían que era un juicio difícil de ganar,
Vallese se pudo llamar Vallese. Por eso, esa corona en la mañana húmeda y triste
del miércoles 3 tenía el tamaño de la historia. Claro, Eduardo Luis hubiera
estado el próximo 23 de agosto junto a Vallese en la calle Felipe Vallese, en
Caballito, una calle que se llamaba Canalejas cuando lo secuestraron a Vallese.
Pero antes, Eduardo Luis tendría que haber recorrido los 1.600 kilómetros que
separan Caballito de Trelew, porque el 22 de agosto próximo seguro hubiera
estado junto a los hijos de los 19 fusilados en la Base Almirante Zar el 22 de
agosto del 72. Diecinueve porque hubo tres que sobrevivieron y lo contaron,
aunque luego siguieron peleando y corrieron el mismo destino: fueron fusilados
de nuevo y, en esa oportunidad, Camps, Berger y Haidar no sobrevivieron. Eduardo
Luis se había subido a un auto junto a Rodolfo Mattarollo no bien supo que, tras
la rendición del 15 de agosto, los marinos se habían llevado a sus rehenes en
vez de entregarlos al juez federal de Rawson, como se había hecho público.
Mattarollo y Eduardo Luis hicieron peripecias, corrieron con la vaina a los
militares que los paraban en las pinzas, movieron cielo y tierra y lloraron
cuando se encontraron, una vez más, con el Estado terrorista argentino al
desnudo y con los 16 cuerpos acribillados que tenían que reconocer.
Ese miércoles, caluroso, húmedo, se podía traspasar la entrada de la Secretaría
de Derechos Humanos que ocupó Eduardo Luis durante todos estos años.
Concretamente desde que Néstor Kirchner le dio la dignidad a ese lugar que sólo
parecía un lugar de templanza y de impotencia. Allí estuvo por días y noches
Eduardo Luis, y hasta pensó la manera en que aquel ministro de Economía que
subía cuando el régimen desaparecía a Vallese fuera preso. Es cierto, José
Alfredo Martínez de Hoz no fue preso por la destrucción de la Nación, como Al
Capone no fue preso por ser capomafia, pero todo el mundo decía el capo de la
mafia fue preso. Y esta mañana triste y húmeda, Eduardo Luis estaba en su ataúd,
con el rostro sereno, había peleado desde una trinchera diferente, en una sala
de terapia intensiva, en un coma farmacológico que no le permitía desplegar toda
su voluntad y toda su inteligencia para ganar esta pelea. Y mientras dormía,
inducido por los medicamentos, los teléfonos de Laly, su mujer de toda la vida,
y los de sus cuatro hijos, Mariano, María Laura, Patricio y Santiago, sonaban
sin parar. Todos pidiendo buenas noticias, todos deseando lo mejor. Uno que
llamaba dos veces por día era Juan Manuel Abal Medina (padre), con quien había
ido a la morgue a reconocer el cuerpo de Fernando, ese pibe que, siendo pibe,
realmente pibe, ya era un jefe revolucionario y que a los 23 murió peleando en
un bar de William Morris. Corría 1970 y Eduardo Luis abrazaba al estoico Juan
Manuel después de ver que Fernando tenía los ojos cerrados y dejaba un mensaje
para un país que se despertaba a la segunda resistencia. Esta húmeda mañana,
Juan Manuel, con sus pulmones cansados (como le escribía el Che a sus padres
cuando se despedía antes de internarse en Bolivia y en los corazones
latinoamericanos) estaba al lado de su amigo y compañero Eduardo Luis.
Y cerca, muy cerca de Juan Manuel, estaban Marcelo y Carlos María, los hermanos
que formaban el clan. Carlos María, Eduardo Luis y Marcelo siempre fueron tres
vascos cabeza duras. Siempre creyeron que el oscuro día de justicia del que
hablaba Rodolfo Walsh en sus cuentos iba a llegar. Oscuro o luminoso, lo mismo
daba. Ese Rodolfo que se codeaba con Ortega Peña y Duhalde en Paseo Colón, en la
sede de la Federación Gráfica Bonaerense, por 1968, cuando Walsh hacía el
periódico y el Pelado y Eduardo Luis eran abogados. En realidad, los tres hacían
de todo, junto a Ongaro y los miles de luchadores de esa inmensa CGT de los
Argentinos. Quiso la desgracia que los restos del Pelado fueran velados
tempranamente en ese edificio, porque a 30 días de la muerte de Perón, la Triple
A acribillaba al brillante diputado del monobloque Rodolfo Ortega Peña. El
cuerpo del Pelado fue a la Comisaría 15ª, en la calle Suipacha, al lado de la
Curia. Eduardo Luis fue a reconocer los restos de Ortega Peña y sabía que a la
entrada o a la salida, el temible comisario Alberto Villar se lo podía cargar,
como ya se había cargado al Pelado, o ya se había cargado al cura Carlos Mujica
dos meses antes. Pero Eduardo Luis siguió, al frente de la revista Militancia y
al frente de todo lo que había hecho junto al Pelado. Y, en esta mañana húmeda y
triste del miércoles, Ramiro y Mariana Ortega Peña, los hijos del Pelado, con
los ojos rojos lloraban a Eduardo Luis, el bueno, el coherente, el comprometido,
el que hasta antes de tener el aneurisma en la aorta abdominal estaba no sólo
con los juicios sino que seguía haciendo investigaciones históricas. En
particular dos de ellas lo tenían hasta la madrugada y por eso llegaba a veces
casi sin dormir y con demasiado faso encima: unos apuntes sobre San Martín y
otros sobre la historia de los negros en el Río de la Plata.
Ahí, en la sala Emilio Fermín Mignone de la Secretaría de Derechos Humanos,
estaba Eduardo Luis, antes de partir a la Chacarita, donde el 2 de agosto del
’74 había estado para despedir al Pelado Ortega Peña y las hordas de infantería
de Villar repartieron palos, balas y gases para tratar de aterrorizar a gente
que no iba a quedarse paralizada por el miedo. En esa sala, Eduardo estaba con
más hijos: con Andrea, Paula y Albertina Carri, las hijas de Ana María Caruso y
Roberto Carri, desaparecidos en 1977. Diez años antes, Eduardo Luis y el Pelado,
que habían montado la editorial Sudestada, publicaban Sindicatos y poder en la
Argentina, el primer libro de Roberto Carri. También estaba Marta Dillon. En
1976, Marta Dillon era Martita y junto a su madre, Marta Taboada de Dillon,
cruzó al Uruguay con Laly, la mujer de Eduardo Luis. Laly estaba embarazada de
su cuarto hijo, Santiago, que nació en España. Marta Taboada, un tiempo después
era secuestrada. El año pasado, Marta pudo recuperar los restos de su madre, que
fueron inhumados en el cementerio de Moreno. Esa mañana, húmeda, en la sala
Mignone hubo muchas historias recuperadas. Eduardo Luis quería seguir
recuperando y resignificando historias. Nos queda el mensaje. Nos queda el
ejemplo. Adiós querido Eduardo. Definitivamente sos el bueno.
08/04/12 Miradas al Sur
Nuestro Simón Wiesenthal y las marcas que
dejó en la Historia
Por Ricardo Ragendorfer
rragendorfer@hotmail.com
[El viejo león. Eduardo Luis Duhalde fue
el arquitecto de una política de derechos humanos que es un ejemplo
mundial. (JUAN ULRICH) / Adiós al amigo. Duhalde en el entierro de
Ortega Peña.]
En los ’70, Eduardo Luis Duhalde defendió a militantes de todas las
organizaciones revolucionarias. Desmenuzó las claves del terrorismo de Estado.
Fue elegido por Kirchner para articular su política de Memoria, Verdad y
Justicia.
En el atardecer del 15 de agosto de 1972, los máximos jefes de las FAR, del ERP
y Montoneros –Marcos Osatinski, Roberto Quieto, Mario Santucho, Domingo Menna,
Enrique Gorriarán Merlo y Fernando Vaca Narvaja– volaban hacia la ciudad chilena
de Puerto Montt en un avión secuestrado, tras la fuga del penal de Rawson. Los
acompañaban cuatro guerrilleros que habían servido de apoyo externo a la
evasión. Otros 19 quedaron varados en el aeropuerto de Trelew.
Para el presidente trasandino, Salvador Allende, la situación era embarazosa,
dado que estaba cercado por la política del bloqueo impulsado por Estados
Unidos. Debido ello, malograr las relaciones con Argentina –gobernada por el
general Alejandro Lanusse– era un lujo que no se podía permitir. Lo cierto es
que los guerrilleros fueron alojados en una sede policial de Santiago. Y las
opciones del gobierno chileno eran acceder al pedido de extradición solicitado
por la Argentina, o concederles asilo y un salvoconducto para viajar a Cuba, así
como solicitaban los forzados visitantes.
En tal contexto, llegaron a Chile sus abogados, Gustavo Rocca y Eduardo Luis
Duhalde. Era la noche del 22 de agosto. En ese
instante trascendía que en una base naval de Trelew, esos otros 19 guerrilleros
habían sido fusilados.
“La situación no pudo ser más dramática”, diría Duhalde, casi ocho lustros
después, con los ojos clavados en una fotografía enmarcada sobre su escritorio.
Y prosiguió:
“Todo se resolvería de un modo sorprendente, durante un almuerzo en La Moneda
con Allende y su gabinete en pleno. A los postres, él tomó la palabra: ‘Chile no
es un portaaviones para que se lo utilice como base de operaciones. Chile es un
país capitalista con un gobierno socialista. Y para mí todo es realmente
difícil’. Rocca y yo nos hundíamos cada vez más en nuestras sillas. Allende
continuó: ‘La disyuntiva es entre devolverlos o dejarlos presos’. Rocca y yo
palidecimos. Entonces, Allende fundió sobre la mesa un puñetazo con la siguiente
frase: ‘¡Pero este es un gobierno socialista, mierda, así que esta noche los
muchachos se van a La Habana!’. Así lo dijo”.
Los ojos de Duhalde se encendieron, antes de volver a la foto enmarcada. La
escena transcurría en su despacho del octavo piso del edificio de la calle 25 de
Mayo al 500, desde donde comandaba la política de derechos humanos del gobierno.
Allí, en aquella habitación tapizada con retratos, afiches y libros, solía
matizar esa tarea con inolvidables tertulias. Ahora sus dedos recorrían dicha
foto. Era una imagen agrisada con cuatro siluetas: la suya –peinado a la gomina,
con bigote y sin barba–, escoltada por Quieto y Osatinsky en el Chile de aquel
entonces.
Esa misma imagen había sido profusamente publicada en los medios de la época. Al
igual que otra, capturada en la lluviosa mañana del 2 de agosto de 1974:
Duhalde, ya con su clásica barba, despidiendo en la Chacarita a
Rodolfo Ortega Peña, rodeado por una multitud con puños
y dedos en V, antes de que la policía irrumpiera con estruendo. Su socio
compañero y amigo había sido asesinado por la Triple A. En su entierro, fueron
detenidas 214 personas. Y sus fichas, entregadas por la policía a los sicarios
de la ultraderecha. Esa vieja foto también resaltaba en su oficina.
Malas compañias. Noviembre de 1999. Eduardo Luis Duhalde era juez de un tribunal
oral en lo criminal. En esas circunstancias, conoció a un gobernador no muy
conocido a nivel nacional; su nombre: Néstor Kirchner. Este ya sentía un
creciente interés por los derechos humanos. Y Duhalde, por cierto, tenía
prestigio en la materia.
A partir de la dictadura de Onganía fue –junto a Ortega Peña– defensor de presos
políticos pertenecientes a todas las organizaciones revolucionarias. Desde 1973
ejerció la dirección –también con Ortega Peña– de la mítica revista Militancia.
Y ya en los ochenta, tuvo un activo papel en la Comisión Argentina de Derechos
Humanos (Cadhu), que recibió en Europa las primeras denuncias sobre la represión
ilegal aplicada por militares argentinos. En paralelo escribía un libro
fundamental: El Estado terrorista, en el que desnudó el hasta entonces ejercicio
secreto de la Doctrina de la Seguridad Nacional, aún antes de la Conadep y el
Nunca Más.
Ahora Kirchner lo escuchaba con suma atención. Ambos mantenían reuniones
semanales de análisis político en el bar Ópera Prima, frente a la plaza Vicente
López, a la vuelta del departamento capitalino de Néstor y Cristina. Luego, a
esos cónclaves se sumarían Alberto Fernández, Edgardo Depetri (actual diputado
del FpV) y Dante Dovena (actual embajador en Montevideo). Con el correr del
tiempo, aquel intercambio casi deportivo de ideas fue mutando en un proyecto
concreto.
En febrero de 2003 –cuando ninguna encuesta le daba al futuro presidente más del
5% de intención de voto–, Duhalde lo sorprendió con un anuncio:
–Mañana presento mi renuncia como
juez de Cámara.
Kirchner, entonces, quiso saber la razón. La respuesta fue:
–Porque no puedo hacer política oculto detrás de una columna.
El asunto es que a Duhalde sólo le faltaban ocho meses para jubilarse, con todos
los beneficios que ello implicaba.
–Estás loco. ¿Por qué no pedís licencia?
–Mi decisión ya está tomada.
En ese instante, Kirchner encogió sus hombros, y dijo:
–Ojalá gane las elecciones, porque no quiero verte trabajar de cartonero.
Ya se sabe que el 25 de mayo de ese
año, asumió la presidencia. Al día siguiente, en su flamante despacho Balcarce
50, le ofreció a Duhalde la Secretaría de Derechos Humanos. Fue el comienzo de
una epopeya.
Final de cuentas. Había que verlo en acción. Como cuando, en noviembre de 2008,
anunció el arresto de un antiguo –y, hasta entonces, desconocido– jerarca del
Batallón 601. Su captura había sido fruto de una minuciosa investigación
efectuada por un equipo del Archivo Nacional de la Memoria, dependiente de la
Secretaría. Lo cierto es que de él sólo se conocía su nombre de cobertura:
Contreras. Y que había oficiado de enlace entre el Batallón 601 y la embajada de
Estados Unidos. En resumidas cuentas, el cruce de documentos norteamericanos y
los datos obrantes en un legajo militar condujeron hacia el señor Julio Cirino,
quien se había reciclado en respetable conferencista sobre temas de Defensa.
Desde aquel momento, el tipo está tras las rejas. Duhalde, en persona, supervisó
esa pesquisa. Es que, en paralelo a sus funciones políticas, jurídicas y
protocolares, se dedicaba con sumo deleite a semejantes menesteres.
No es exagerado decir que aquel hombre llegó a ser nuestro Simón Wiesenthal. De
hecho, él no ocultaba su admiración por el viejo arquitecto vienés que dedicó su
vida a localizar e identificar a criminales de guerra nazis que se encontraban
fugitivos, para así llevarlos a la Justicia.
La parábola de su existencia había cobrado forma. Durante gran parte de sus
años, el Doctor, el Viejo o, simplemente, Eduardo Luis, tal como lo llamaban sus
colaboradores, había defendido a las víctimas de la represión. Ahora cazaba
represores. Y con una cintura encomiable. No sólo era un teórico de los
mecanismos del terrorismo de Estado sino que, además, poseía un profundo
conocimiento de sus estructuras y hacedores; un conocimiento empírico, casi
callejero. Tanto es así que dicha temática está volcada en buena parte de sus 24
libros.
Tal vez, la mejor representación simbólica del encono que Duhalde despertaba en
las capas jurásicas de la sociedad sea el rostro desquisiado de Cecilia Pando
dispensándole morisquetas amenazantes en un tribunal de Corrientes, luego de las
condenas a cuatro ex jefes militares.
Motivos no faltan. En cifras globales, hay actualmente 862 represores bajo
proceso y 280 ya condenados. Casi 600 permanecen bajo arresto.
Además, durante su paso por la Secretaría se dispuso la presentación del Estado
como querellante en los juicios, se consolidó el Consejo Federal de Derechos
Humanos, fueron ampliadas las políticas reparatorias para víctimas, se
señalizaron unos 550 centros clandestinos, fueron organizadas unas 20 unidades
de investigación sobre el terrorismo de Estado, fue fundado el Observatorio de
Derechos Humanos en ocho provincias y se impuso el Plan Nacional contra la
Discriminación, entre otros logros. Su última gran batalla fue haber encabezado
la redacción de la querella del Estado en la causa por la apropiación de Papel
Prensa.
Ahora que no está entre nosotros, pienso que haber dado unos pasos junto a él
fue para mí un maravilloso privilegio.
08/04/12 Miradas al Sur
El viejo león. Eduardo Luis Duhalde fue el arquitecto de una política de
derechos humanos que es un ejemplo mundial. (JUAN ULRICH)/Adiós al amigo.
Duhalde en el entierro de Ortega Peña.
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