EL SECRETARIO DE DERECHOS HUMANOS, EDUARDO LUIS DUHALDE, MURIO AYER, A LOS 72 AñOS

Militante de la teoría y de la acción

Abogado, periodista, historiador, ensayista, Duhalde fue un incansable defensor de presos políticos durante las sucesivas dictaduras. En el exilio aglutinó las denuncias contra la dictadura.

Por Laura Vales

A los 72 años, en una clínica porteña donde estaba internado desde el mes de febrero, murió Eduardo Luis Duhalde. Hace un mes y medio había tenido que ser operado de urgencia por un aneurisma en la aorta abdominal, en el Sanatorio de la Providencia, donde ayer falleció por una complicación sufrida tras la intervención quirúrgica. Está siendo velado en la sede de la Secretaría de Derechos Humanos, ubicada en 25 de Mayo 544, y será inhumado a las 12 horas de hoy en el cementerio de la Chacarita.

Duhalde fue abogado, periodista e historiador; también, por un período relativamente corto, ocupó el cargo de juez, y desde mayo de 2003 había pasado a ocupar, en el Poder Ejecutivo, el timón de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. “Estoy ligado a los derechos humanos desde que me recibí de abogado, en el ’61”, definió en una de las entrevistas que le hicieron en el 2003, al asumir.

Su biografía tuvo que ver con la historia de la militancia de los últimos 50 años, desde la resistencia de fines de los ’60 a las luchas por el juicio y castigo por los crímenes de la última dictadura.

Duhalde había entrado con sólo 16 años a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Su militancia más temprana estuvo vinculada con el peronismo de base. En los ’70, a medida que la represión de los gobiernos militares avanzaba hacia lo que sería el terrorismo de Estado, se convirtió en uno de los pocos abogados que se animaban a defender presos políticos.

Con su socio Rodolfo Ortega Peña estaban a cargo de la defensa de cerca de trescientos presos políticos cuando, en agosto de 1972, ocurrió la fuga de Trelew y el posterior fusilamiento de dieciséis prisioneros. Duhalde y Ortega Peña, junto con otros abogados, hicieron infructuosas gestiones contra reloj para salvarles la vida, por las que ellos mismos fueron detenidos y amenazados con ser fusilados. Aun así, lograron denunciar la masacre y aportar al proceso por el cual en mayo de 1973 el régimen de Lanusse debió entregar el gobierno.

Ortega Peña sería asesinado en 1974 en Buenos Aires por la Triple A y para Duhalde vendría el tiempo del exilio. La dictadura le incautó sus bienes. En España, Duhalde participó de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu), que recibía en el exterior denuncias sobre los secuestros y las desapariciones que ocurrían en el país. La Cadhu se ocupó de hacer conocer la situación argentina en los foros internacionales, difundiendo los testimonios de los sobrevivientes que habían conseguido escapar de los centros clandestinos de detención. En 1983, cuando la dictadura terminó, Duhalde publicó El Estado terrorista, un libro que fue el primero en analizar y sistematizar el funcionamiento del terrorismo de Estado, antes de la formación de la Conadep y la redacción del Nunca Más.

De regreso a Buenos Aires dirigió el diario Sur. Duhalde siempre habló bien de aquella experiencia y les decía a los periodistas que lo entrevistaban que alguna vez iba a volver a dirigir un diario.

Como juez, a finales de los ’90, estuvo al frente del primer juicio oral contra un funcionario acusado de corrupción, el caso del ex titular del Concejo Deliberante porteño José Manuel Pico. El ex concejal había armado una red de tráfico de influencias por la cual habilitaban la construcción de edificios en zonas sin autorización, con lo que habían perjudicado a cientos de personas que se quedaron sin casa ni ahorros. Duhalde era camarista de los Tribunales Orales en lo Criminal de la Capital Federal, tribunal que dictó la primera condena de su tipo.

En el 2003 renunció a su cargo en la Justicia para dedicarse a acompañar la candidatura de Néstor Kirchner, que tras asumir la presidencia lo designó secretario de Derechos Humanos. Desde allí, Duhalde trabajaría por la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida, y más tarde sería uno de los impulsores de los juicios contra los represores. La secretaría actúa como querellante en muchas de las causas abiertas y el propio Duhalde fue personalmente testigo en el primer juicio a Luciano Benjamín Menéndez, jefe del Primer Cuerpo de Ejército durante la dictadura. Antes de que se abriera la posibilidad de los juicios en el país, había testificado en el juicio de Roma, convencido de la necesidad de una Justicia universal.

Ayer, cuando se conoció la noticia de su muerte, figuras de los organismos de derechos humanos y del ámbito político hablaron de su pérdida y, por sobre todo, reconocieron su aporte a la construcción del Estado de Derecho. Desde Abuelas de Plaza de Mayo despidieron “con mucha tristeza” a Duhalde y recordaron que él “siempre contribuyó solidariamente a la búsqueda de nuestros nietos”. También en la Asociación Madres de Plaza de Mayo, que preside Hebe de Bonafini, hablaron de un profundo dolor: “El compañero peleó por su vida durante muchos días, como él sabía hacerlo desde que decidió ser abogado de los presos políticos en los momentos más difíciles de la vida política argentina”.


EL RECUERDO DE LOS ORGANISMOS DE DERECHOS HUMANOS

Como amigo, compañero y militante

“Un hombre que nunca dejó de lado sus convicciones.” “Un amigo.” “Una persona señera en la espera de la justicia.” “Un militante.” “Un defensor de los derechos humanos.” Referentes y organizaciones de derechos humanos, en diálogo con Página/12, definieron con esas palabras al fallecido secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde.

“Las Madres salíamos para saber sobre nuestros hijos y él nos cuidaba mucho. Nos esperaba, nos organizaba las salidas y nos conseguía las entrevistas con mucho respeto y discreción. El no entraba a esas entrevistas para que no nos vincularan con ningún grupo guerrillero. En esos tiempos había que hacer todo con mucho cuidado.” La titular de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, evocó esa escena para recordar a Duhalde. “Nunca dejó de lado sus convicciones”, agregó.

La referente de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, también apeló a una imagen de los viajes que las madres de desaparecidos hicieron durante la última dictadura para investigar sobre el paradero de sus hijos. En uno de esos viajes, en 1981, las Madres recorrieron once países. Uno de los destinos fue Madrid, donde estaba exiliado Duhalde. “En ese momento, todavía estábamos muy fresquitas, sin mucho conocimiento de nada ni nadie. Una noche en la que estábamos parando en un hogar de unas religiosas, nos vinieron a buscar en un auto para ir a una entrevista. Nos metieron en un coche y nosotras nos subimos sin preguntar. Después de un rato de viaje, le digo a la madre que viajaba conmigo: ‘Me parece que nos están secuestrando’. Por suerte, eran los de la CADU (Comisión Argentina de Derechos Humanos)”, rememoró Carlotto. “Sabíamos que eran muy luchadores, pero todavía no nos conocíamos”, explicó, y agregó que las Abuelas lo consideraban “un amigo”. También lo recordó María Isabel “Chicha” Mariani. “Eduardo Luis fue para mí una de las personas señeras dentro de la espera de la justicia. Lo conocí hace muchos años en España, cuando él estaba exiliado y trabajaba recogiendo testimonios. Lo valoré en su silencioso trabajo. Supe de su lucha casi silenciosa y me gustaba mucho porque coincidía con la mía, de trabajar y no esperar recompensa ni reconocimiento. Uno hace las cosas que tiene que hacer porque las siente, las lleva adentro”, dijo.

Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, manifestó su “gran recogimiento”. “Además de que fue militante en épocas duras y se tuvo que ir al exilio, después tuvimos en él a una persona que nos acompañó en todos estos años de lucha”, explicó. Su compañera, Taty Almeida, consideró que Duhalde formó parte de “una generación estupenda que se comprometió siempre y nunca dejó de luchar por los demás”.

La agrupación HIJOS despidió a Duhalde destacando “su militancia, siempre junto a todos los compañeros y compañeras que lo necesitaron, incluso en los momentos más difíciles”. “Dedicó su vida a la defensa de los derechos humanos, desde antes de la dictadura cívico-militar, en ese período, y hasta la actualidad”, aseguraron.

Informe: Sol Prieto.

04/04/12 Página|12
 

LA DESPEDIDA A EDUARDO LUIS DUHALDE EN CHACARITA

“Toda la vida con las mismas convicciones”

La Presidenta lo recordó desde Bariloche. Sus amigos, familiares y compañeros estuvieron en la Secretaría de Derechos Humanos y luego en la Chacarita.

Luis Alen, su segundo en la secretaría, dijo que Duhalde “fue un militante de la dignidad humana y por eso es tan valorada su vida y tan dolorosa su pérdida”.

Por Alejandra Dandan
Imagen: Guadalupe Lombardo

Lo velaron durante toda la noche en la planta baja de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, donde dio sus últimas batallas. Pasaron por allí muchas personas vinculadas con la militancia de los últimos cincuenta años del país, que fueron también su vida. Desde los ministros del gobierno nacional, sus compañeros de viejas agrupaciones políticas, los presos políticos a los que defendió durante las distintas dictaduras, hasta los buscadores de cartones que en la madrugada se abrieron espacio en la sala para entrar a despedirlo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner también lo recordó. Dijo que tuvo “toda una vida de militancia, de lucha, de exilio, con las mismas convicciones” (ver aparte). A las tres de la tarde, Eduardo Luis Duhalde hizo su viaje final hasta el cementerio de la Chacarita. Después del responso, Luis Alén, segundo en la Secretaría de Derechos Humanos y uno de sus amigos, lo saludó como “un militante de la dignidad humana” y un “maestro no sólo político, sino de la vida”. Entonces les dijo a él y a todos: “¡Por eso, compañeros, ¡Eduardo Luis! Presente. Ahora. ¡Y siempre!”.

Por la despedida de Eduardo Luis Duhalde no pasaron quienes integraron los distintos momentos de su vida. No sería justo decirlo así, porque lo que esas presencias marcaron a lo largo del tránsito incesante de más de un día es que lo que podría pensarse como pasado siguió siendo presente en el momento de su muerte.

Por el edificio de la calle 25 de Mayo, el corazón desde donde dio sus últimos combates políticos, en torno de las muchas dimensiones de los juicios de lesa humanidad, se acercaron los presos políticos a los que defendió desde fines de los sesenta y los años setenta. Entre ellos pasaron Eduardo Jozami, Carlos Laforgue y Ramón Torres Molina. Todos ellos continúan vinculados con las políticas de la secretaría. Estuvieron Judith Said y Graciela Daleo, que lo conocieron en el exilio en España, cuando él empezó a ordenar, dicen que a mano, los testimonios que recogió la Cadhu (Comisión Argentina por los Derechos Humanos), que sirvieron para quebrar el bloqueo informativo de la dictadura difundiendo en los foros internacionales lo que sucedía en el país. También ellas son parte de ese pasado que se extendió en el presente. Graciela es sobreviviente de la ESMA, Judith es la coordinadora general del Archivo Nacional de la Memoria. También pasaron por allí el vicepresidente Amado Boudou, los ministros Julio De Vido y Nilda Garré; Juan Manuel Abal Medina padre e hijo.

Las más de 120 coronas que terminaron ganando espacio sobre la calle marcaron también su biografía. Una de ellas evocaba su tránsito en las agrupaciones de la izquierda peronista como la FAP. Otra era del Pueblo Peronista; otra estaba dedicada por el hijo de Felipe Vallese, que encontró refugio en su secretaría. Estaba la de Luis Beder Herrera, el gobernador de La Rioja, con quien Duhalde compartió charlas como enamorado de la historia riojana, de Felipe Varela y del Chacho Peñaloza. También estaban las coronas del tiempo presente como La Cámpora, Hijos y las que marcaban con la muerte la idea de un tiempo de tregua y reconocimiento, como la de Diego Santilli, ministro de Gobierno porteño, o la de la conducción de la CGT.

En la sala, lo acompañaron sin moverse sus cuatro hijos, Mariano, Patricio, Santiago y María Laura, pero también estuvo Pablito, uno de los hijos por adopción a quien Duhalde se llevó al exilio para protegerlo. Estuvo su mujer, María Laura Bertolucci. Sus dos hermanos, Marcelo y Carlos María, que voló a verlo desde España. Estuvo todo el tiempo Luis Alen, que ingresó como muchos de los que estaban ahí a los linajes de parentescos construidos desde la política. Como Lilia Ferreyra, la viuda y compañera de Rodolfo Walsh.

Cuando la caravana dejó el centro y llegó al cementerio de Chacarita, unas doscientas personas lo esperaron frente a la capilla. Los dedos en V, los primeros aplausos. Y un sacerdote que durante el responso habló de que los muertos no mueren porque algo de ellos sigue vivo. Eduardo Luis volvió a salir hacia el edificio donde iban a cremarlo. Antes de que nadie pudiera improvisar un escenario distinto, en esa última parada se abrió el tiempo de una despedida.

Eduardo Jozami habló del trabajo con Rodolfo Ortega Peña. Los definió como “las figuras que se convirtieron en el símbolo de los abogados de los presos políticos. A mí –dijo– me tocó ser uno de esos presos en 1972, o mejor dicho uno de esos secuestrados, pero veo acá a muchos que estuvimos presos en esos años y que tienen el mismo reconocimiento”.

Jozami, coordinador del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, del espacio de la ex ESMA, le había dedicado un homenaje semanas atrás, mientras Eduardo Luis estaba internado después de haber sido operado de urgencia por un aneurisma en la aorta abdominal. Jozami inauguraba ese día una instalación de diez paneles de vidrio con la transcripción de la carta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh. Le había pedido especialmente a la familia de Duhalde que se acercara para el acto, porque ésa fue una de las últimas cosas por las que peleó.

Jozami marcó algunos de los hitos de la vida de Duhalde. Su ingreso a la carrera de Derecho; la Revolución Cubana, que le permitió pensar una América latina diferente. La “producción de historia argentina junto a Ortega Peña, con quien construyeron una épica popular de la historia que dejó una huella profunda en nuestra generación”, dijo. El revisionismo histórico no rosista, sus clásicos Felipe Varela o el Chacho Peñaloza y el momento en que “dijeron que no eran textos históricos, sino que eran textos de combate y se habla de una épica popular, pero quien los lee hoy no solo ve su preocupación por los datos, sino una mirada profunda”.

Hubo espacio para otras marcas: su trabajo de abogado con los presos de Trelew, el libro El Estado terrorista argentino, como el primero que tipificó el exterminio argentino, antes de la Conadep y el Nunca Más. Y más acá, habló de su nombramiento en la Secretaría de Derechos Humanos y dijo que Néstor Kirchner “designó a la más competente persona y acertó, porque para una gestión que se sabía que iba a ser histórica y transformadora, estaba eligiendo a una de las figuras representativas del movimiento popular argentino”.

Luego, Luis Alen tomó la palabra. “Voy a hablar del otro Eduardo –dijo–, del generoso, del hombre de corazón abierto, del que tenía las manos abiertas a todos o el amigo fiel de todos sus compañeros.” Duhalde, dijo, “fue un militante de la dignidad humana y eso es lo que hace tan valorada su vida y tan dolorosa su pérdida”. Lo recordó especialmente en estos últimos años, cuando desde la secretaría se puso a recorrer provincia por provincia para convencer a cada gobernador de abrir un espacio destinado a las políticas de derechos humanos. “No es casualidad –dijo– que estén hoy acá desde sus amigos de la adolescencia hasta los amigos de los 72 pletóricos años aprendiendo del que fue nuestro maestro, no solo político sino de la vida.” Y después, citando a Ortega Peña, dijo que alguien decía que la muerte no duele, que lo que duele es la vida indigna. Así fue que terminó con el “¡Eduardo Luis, presente!”. Duhalde siguió solo. Hubo quien levantó la mano para despedirlo.

Homenaje de CFK

La presidenta Cristina Fernández recordó ayer al fallecido secretario de Derechos Humanos Eduardo Luis Duhalde como un “luchador en derechos humanos” y un hombre que dedicó “toda una vida a la militancia”. “Tuvo toda una vida de militancia, de lucha, de exilio y de retorno del exilio con las mismas ideas, las mismas convicciones, sin grandes alharacas, sin hacer alarde de lo que había hecho o dejado de hacer, porque no lo necesitaba”, destacó la Presidenta, quien consideró que su “historia y sus propias convicciones así lo demostraban”. En un acto desde Bariloche, la Presidenta se refirió así a Duhalde, quien falleció tras varias semanas de internación por una aneurisma en la aorta abdominal.

Amnistía Internacional

Amnistía Internacional Argentina manifestó “su profundo pesar” por el fallecimiento de Eduardo Luis Duhalde, secretario de Derechos Humanos. “Su trayectoria –señaló el organismo de derechos humanos– como defensor de presos políticos lo vinculó al movimiento de derechos humanos, movimiento en el que militó y al que dedicó gran parte de su vida. El Dr. Eduardo Luis Duhalde se preocupó siempre por impulsar y mantener vivos los procesos y juzgamientos contra los represores de la dictadura, comprometido y coherente con esta causa trabajó siempre en la protección y promoción de los derechos humanos, así como en la construcción de espacios de fortalecimiento de esos derechos. AI lo recuerda hoy con admiración.”

05/04/12 Página|12
 

El bronce que sonreía

Por Mario Wainfeld

Cuando alboreaban los ’70, Eduardo Luis Duhalde era un “bronce”. Defensor de presos políticos, docente, historiador revisionista. Para los abogados jóvenes, era una referencia, un modelo a imitar. Los libros que escribía junto a Rodolfo Ortega Peña eran material de consulta y debate entre la ávida militancia de la época. Ya que de “Militancia” hablamos, tal fue el nombre de la revista política que, en tiempos del tercer gobierno peronista, lo fustigaba y también marcaba distancia con “la gloriosa JP” y a todos los “corría por izquierda”. Era una publicación radicalizada, bien escrita, pletórica de sarcasmos, potente, adictiva aun para quienes discrepaban con su línea editorial.

En aquel entonces debía tener un motorcito propio para atender el estudio junto al Pelado Ortega Peña, mantener a pulmón una revista semanal, rolar dando charlas por donde se le requiriera, seguir “en la profesión” y jamás dejar de estudiar o de escribir.

Lo reconocían propios y extraños. Tan era así que la dictadura lo privó de sus derechos ciudadanos e “incautó” su patrimonio. Una suerte de “muerte civil”.

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Fue al exilio, luchó siempre por los derechos humanos. Se constituyó en una referencia, un anfitrión y un cicerone para Madres y Abuelas que salían de la Argentina, por primera vez casi todas, para hacer conocer las tropelías del terrorismo de Estado.

Fue también juez, periodista. En 2003 Néstor Kirchner lo designó secretario de Derechos Humanos, cargo que ejerció hasta ayer. El ex presidente lo eligió con la perspicacia simbólica que lo movió a proponer a Eugenio Raúl Zaffaroni como integrante de la Corte Suprema, en reemplazo de Julio Nazareno. Trayectorias de enorme coherencia, representatividad ganada como defensores de valores innegociables. Iconos, sin quererlo acaso. Y ¿por qué no decirlo?, al nombrarlos Kirchner añadía un bonus: el desafío a la cerril derecha argentina que sólo les reservaba la excomunión.

Terminó su carrera como funcionario. Seguramente no lo hubiera imaginado años antes. Agradecía a la vida haberle dado la posibilidad de llegar a ese cargo y de vivir las circunstancias que transcurrieron desde 2003. Secretario de Derechos Humanos en la etapa en que puso fin a las leyes de la impunidad, casi nada.

Fue un intelectual voraz y polígrafo. Un historiador con las antenas siempre alertas. Hasta en los años más recientes le robaba horas al sueño para seguir escribiendo.

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Hombre de convicciones firmes, tenía dotes de componedor. Debió ponerlas a prueba cotidianamente en la Secretaría. Es que los objetivos comunes y formidables de los organismos de derechos humanos no son un obstáculo para la existencia de internas y resquemores. Sabía conciliar, se hacía querer.

Era un buen conversador. Lo adornaban una sonrisa amplia, el sentido del humor que suele embellecer la inteligencia, condimentado con una socarronería digna de mención.

En los ’70 resultaba el Eduardo Duhalde más conocido. Con el regreso de la democracia, “tomó estado público” un tocayo muy conocido: Eduardo Alberto Duhalde, quien fuera gobernador bonaerense, vicepresidente y presidente. En los círculos de iniciados cundió la costumbre, tan burlona como certera, de motejar “Duhalde, el bueno” a Eduardo Luis. Lo era, aunque tenía espolones.

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El cronista lo miraba de “abajo” en los primeros ’70, apenas recibido de abogado. Subrayaba los libros, lo escuchó “n” veces. Después pudo conocerlo personalmente, más de cerca. El bronce sonreía, era el mismo tipo. Siempre fue el mismo, comentaron ayer Estela Carlotto y Esteban Righi, que lo conocieron mucho.

Cuando se recorren tantos espineles, durante décadas, se acumulan polémicas, cuestionamientos. La gestión pública es fértil en ese sentido. Nadie escapa a eso, nadie está de acuerdo permanente con nadie durante, digamos, medio siglo. Pero el promedio, la trayectoria lo colocan siempre de un mismo lado: batallando, dispuesto a propagar sus ideas.

En tiempos encalmados (los actuales lo son aunque usted no lo crea) cualquier cacatúa hace alarde de coraje o de pertenencia. Muchos se colocan en el primer lugar de la fila, pese a haber llegado un ratito antes. Eduardo Luis Duhalde era un ejemplo polarmente distinto. Luchador, militante popular, perseguido y odiado por dos dictaduras, consecuente del principio al fin. Lo suyo se edificó en décadas, con variantes porque la historia nacional las tuvo, pero sin claudicaciones.

Se fue respetado y querido. Se lo ganó palmo a palmo. Difícil reemplazar personajes así, imposible olvidarlos o dejar de agradecerles, así sea en unas pocas líneas.

mwainfeld@pagina12.com.ar

04/04/12 Página|12
 

Duhalde, el bueno

Por Eduardo Anguita
eanguita@miradasalsur.com

De las tantas coronas florales que poblaban la calle 25 de Mayo al 500 en la madrugada del miércoles pasado, una era la prueba palmaria de que Eduardo Luis se ganaba el mote de bueno por ser bueno y por la existencia del otro. Era una corona austera que decía sólo: Felipe Vallese (h). El próximo 23 de agosto, seguro, Eduardo Luis y Felipe hubieran estado juntos rememorando a Felipe Vallese, porque en ese 23 de agosto se cumplirá medio siglo del primer desaparecido de la resistencia al régimen. Vallese era delegado metalúrgico y lo desaparecieron después del golpe que llevó a Frondizi a la isla de Martín García. Pero no se trataba de un golpe contra Frondizi sino contra los peronistas que habían inundado las urnas para hacer gobernador de la provincia de Buenos Aires a Andrés Framini, el obrero textil que les propinaba un directo al hígado a los azules, los colorados y los marinos que protagonizaban el golpe. Un golpe que llevó a José Alfredo Martínez de Hoz al Ministerio de Economía y dejaba de fachada al radical rionegrino José María Guido, que presidía la Cámara de Diputados. Cuando secuestraron a Vallese, el Pelado Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis se presentaron a los tribunales a pedir por él. Pero su compromiso estaba mucho más allá de los tribunales. Vallese tenía un hijo, que se llamó Felipe y que vivió por años con otro nombre, hasta que con Eduardo Luis se presentó a los tribunales a recuperar su verdadero apellido. Y contra el pronóstico de muchos leguleyos que decían que era un juicio difícil de ganar, Vallese se pudo llamar Vallese. Por eso, esa corona en la mañana húmeda y triste del miércoles 3 tenía el tamaño de la historia. Claro, Eduardo Luis hubiera estado el próximo 23 de agosto junto a Vallese en la calle Felipe Vallese, en Caballito, una calle que se llamaba Canalejas cuando lo secuestraron a Vallese. Pero antes, Eduardo Luis tendría que haber recorrido los 1.600 kilómetros que separan Caballito de Trelew, porque el 22 de agosto próximo seguro hubiera estado junto a los hijos de los 19 fusilados en la Base Almirante Zar el 22 de agosto del 72. Diecinueve porque hubo tres que sobrevivieron y lo contaron, aunque luego siguieron peleando y corrieron el mismo destino: fueron fusilados de nuevo y, en esa oportunidad, Camps, Berger y Haidar no sobrevivieron. Eduardo Luis se había subido a un auto junto a Rodolfo Mattarollo no bien supo que, tras la rendición del 15 de agosto, los marinos se habían llevado a sus rehenes en vez de entregarlos al juez federal de Rawson, como se había hecho público. Mattarollo y Eduardo Luis hicieron peripecias, corrieron con la vaina a los militares que los paraban en las pinzas, movieron cielo y tierra y lloraron cuando se encontraron, una vez más, con el Estado terrorista argentino al desnudo y con los 16 cuerpos acribillados que tenían que reconocer.

Ese miércoles, caluroso, húmedo, se podía traspasar la entrada de la Secretaría de Derechos Humanos que ocupó Eduardo Luis durante todos estos años. Concretamente desde que Néstor Kirchner le dio la dignidad a ese lugar que sólo parecía un lugar de templanza y de impotencia. Allí estuvo por días y noches Eduardo Luis, y hasta pensó la manera en que aquel ministro de Economía que subía cuando el régimen desaparecía a Vallese fuera preso. Es cierto, José Alfredo Martínez de Hoz no fue preso por la destrucción de la Nación, como Al Capone no fue preso por ser capomafia, pero todo el mundo decía el capo de la mafia fue preso. Y esta mañana triste y húmeda, Eduardo Luis estaba en su ataúd, con el rostro sereno, había peleado desde una trinchera diferente, en una sala de terapia intensiva, en un coma farmacológico que no le permitía desplegar toda su voluntad y toda su inteligencia para ganar esta pelea. Y mientras dormía, inducido por los medicamentos, los teléfonos de Laly, su mujer de toda la vida, y los de sus cuatro hijos, Mariano, María Laura, Patricio y Santiago, sonaban sin parar. Todos pidiendo buenas noticias, todos deseando lo mejor. Uno que llamaba dos veces por día era Juan Manuel Abal Medina (padre), con quien había ido a la morgue a reconocer el cuerpo de Fernando, ese pibe que, siendo pibe, realmente pibe, ya era un jefe revolucionario y que a los 23 murió peleando en un bar de William Morris. Corría 1970 y Eduardo Luis abrazaba al estoico Juan Manuel después de ver que Fernando tenía los ojos cerrados y dejaba un mensaje para un país que se despertaba a la segunda resistencia. Esta húmeda mañana, Juan Manuel, con sus pulmones cansados (como le escribía el Che a sus padres cuando se despedía antes de internarse en Bolivia y en los corazones latinoamericanos) estaba al lado de su amigo y compañero Eduardo Luis.

Y cerca, muy cerca de Juan Manuel, estaban Marcelo y Carlos María, los hermanos que formaban el clan. Carlos María, Eduardo Luis y Marcelo siempre fueron tres vascos cabeza duras. Siempre creyeron que el oscuro día de justicia del que hablaba Rodolfo Walsh en sus cuentos iba a llegar. Oscuro o luminoso, lo mismo daba. Ese Rodolfo que se codeaba con Ortega Peña y Duhalde en Paseo Colón, en la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, por 1968, cuando Walsh hacía el periódico y el Pelado y Eduardo Luis eran abogados. En realidad, los tres hacían de todo, junto a Ongaro y los miles de luchadores de esa inmensa CGT de los Argentinos. Quiso la desgracia que los restos del Pelado fueran velados tempranamente en ese edificio, porque a 30 días de la muerte de Perón, la Triple A acribillaba al brillante diputado del monobloque Rodolfo Ortega Peña. El cuerpo del Pelado fue a la Comisaría 15ª, en la calle Suipacha, al lado de la Curia. Eduardo Luis fue a reconocer los restos de Ortega Peña y sabía que a la entrada o a la salida, el temible comisario Alberto Villar se lo podía cargar, como ya se había cargado al Pelado, o ya se había cargado al cura Carlos Mujica dos meses antes. Pero Eduardo Luis siguió, al frente de la revista Militancia y al frente de todo lo que había hecho junto al Pelado. Y, en esta mañana húmeda y triste del miércoles, Ramiro y Mariana Ortega Peña, los hijos del Pelado, con los ojos rojos lloraban a Eduardo Luis, el bueno, el coherente, el comprometido, el que hasta antes de tener el aneurisma en la aorta abdominal estaba no sólo con los juicios sino que seguía haciendo investigaciones históricas. En particular dos de ellas lo tenían hasta la madrugada y por eso llegaba a veces casi sin dormir y con demasiado faso encima: unos apuntes sobre San Martín y otros sobre la historia de los negros en el Río de la Plata.

Ahí, en la sala Emilio Fermín Mignone de la Secretaría de Derechos Humanos, estaba Eduardo Luis, antes de partir a la Chacarita, donde el 2 de agosto del ’74 había estado para despedir al Pelado Ortega Peña y las hordas de infantería de Villar repartieron palos, balas y gases para tratar de aterrorizar a gente que no iba a quedarse paralizada por el miedo. En esa sala, Eduardo estaba con más hijos: con Andrea, Paula y Albertina Carri, las hijas de Ana María Caruso y Roberto Carri, desaparecidos en 1977. Diez años antes, Eduardo Luis y el Pelado, que habían montado la editorial Sudestada, publicaban Sindicatos y poder en la Argentina, el primer libro de Roberto Carri. También estaba Marta Dillon. En 1976, Marta Dillon era Martita y junto a su madre, Marta Taboada de Dillon, cruzó al Uruguay con Laly, la mujer de Eduardo Luis. Laly estaba embarazada de su cuarto hijo, Santiago, que nació en España. Marta Taboada, un tiempo después era secuestrada. El año pasado, Marta pudo recuperar los restos de su madre, que fueron inhumados en el cementerio de Moreno. Esa mañana, húmeda, en la sala Mignone hubo muchas historias recuperadas. Eduardo Luis quería seguir recuperando y resignificando historias. Nos queda el mensaje. Nos queda el ejemplo. Adiós querido Eduardo. Definitivamente sos el bueno.

08/04/12 Miradas al Sur


Nuestro Simón Wiesenthal y las marcas que dejó en la Historia

Por Ricardo Ragendorfer
rragendorfer@hotmail.com

[El viejo león. Eduardo Luis Duhalde fue el arquitecto de una política de derechos humanos que es un ejemplo mundial. (JUAN ULRICH) / Adiós al amigo. Duhalde en el entierro de Ortega Peña.]

En los ’70, Eduardo Luis Duhalde defendió a militantes de todas las organizaciones revolucionarias. Desmenuzó las claves del terrorismo de Estado. Fue elegido por Kirchner para articular su política de Memoria, Verdad y Justicia.

En el atardecer del 15 de agosto de 1972, los máximos jefes de las FAR, del ERP y Montoneros –Marcos Osatinski, Roberto Quieto, Mario Santucho, Domingo Menna, Enrique Gorriarán Merlo y Fernando Vaca Narvaja– volaban hacia la ciudad chilena de Puerto Montt en un avión secuestrado, tras la fuga del penal de Rawson. Los acompañaban cuatro guerrilleros que habían servido de apoyo externo a la evasión. Otros 19 quedaron varados en el aeropuerto de Trelew.

Para el presidente trasandino, Salvador Allende, la situación era embarazosa, dado que estaba cercado por la política del bloqueo impulsado por Estados Unidos. Debido ello, malograr las relaciones con Argentina –gobernada por el general Alejandro Lanusse– era un lujo que no se podía permitir. Lo cierto es que los guerrilleros fueron alojados en una sede policial de Santiago. Y las opciones del gobierno chileno eran acceder al pedido de extradición solicitado por la Argentina, o concederles asilo y un salvoconducto para viajar a Cuba, así como solicitaban los forzados visitantes.

En tal contexto, llegaron a Chile sus abogados, Gustavo Rocca y Eduardo Luis Duhalde. Era la noche del 22 de agosto. En ese instante trascendía que en una base naval de Trelew, esos otros 19 guerrilleros habían sido fusilados.

“La situación no pudo ser más dramática”, diría Duhalde, casi ocho lustros después, con los ojos clavados en una fotografía enmarcada sobre su escritorio.

Y prosiguió:

“Todo se resolvería de un modo sorprendente, durante un almuerzo en La Moneda con Allende y su gabinete en pleno. A los postres, él tomó la palabra: ‘Chile no es un portaaviones para que se lo utilice como base de operaciones. Chile es un país capitalista con un gobierno socialista. Y para mí todo es realmente difícil’. Rocca y yo nos hundíamos cada vez más en nuestras sillas. Allende continuó: ‘La disyuntiva es entre devolverlos o dejarlos presos’. Rocca y yo palidecimos. Entonces, Allende fundió sobre la mesa un puñetazo con la siguiente frase: ‘¡Pero este es un gobierno socialista, mierda, así que esta noche los muchachos se van a La Habana!’. Así lo dijo”.

Los ojos de Duhalde se encendieron, antes de volver a la foto enmarcada. La escena transcurría en su despacho del octavo piso del edificio de la calle 25 de Mayo al 500, desde donde comandaba la política de derechos humanos del gobierno. Allí, en aquella habitación tapizada con retratos, afiches y libros, solía matizar esa tarea con inolvidables tertulias. Ahora sus dedos recorrían dicha foto. Era una imagen agrisada con cuatro siluetas: la suya –peinado a la gomina, con bigote y sin barba–, escoltada por Quieto y Osatinsky en el Chile de aquel entonces.

Esa misma imagen había sido profusamente publicada en los medios de la época. Al igual que otra, capturada en la lluviosa mañana del 2 de agosto de 1974: Duhalde, ya con su clásica barba, despidiendo en la Chacarita a Rodolfo Ortega Peña, rodeado por una multitud con puños y dedos en V, antes de que la policía irrumpiera con estruendo. Su socio compañero y amigo había sido asesinado por la Triple A. En su entierro, fueron detenidas 214 personas. Y sus fichas, entregadas por la policía a los sicarios de la ultraderecha. Esa vieja foto también resaltaba en su oficina.

Malas compañias. Noviembre de 1999. Eduardo Luis Duhalde era juez de un tribunal oral en lo criminal. En esas circunstancias, conoció a un gobernador no muy conocido a nivel nacional; su nombre: Néstor Kirchner. Este ya sentía un creciente interés por los derechos humanos. Y Duhalde, por cierto, tenía prestigio en la materia.

A partir de la dictadura de Onganía fue –junto a Ortega Peña– defensor de presos políticos pertenecientes a todas las organizaciones revolucionarias. Desde 1973 ejerció la dirección –también con Ortega Peña– de la mítica revista Militancia. Y ya en los ochenta, tuvo un activo papel en la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu), que recibió en Europa las primeras denuncias sobre la represión ilegal aplicada por militares argentinos. En paralelo escribía un libro fundamental: El Estado terrorista, en el que desnudó el hasta entonces ejercicio secreto de la Doctrina de la Seguridad Nacional, aún antes de la Conadep y el Nunca Más.

Ahora Kirchner lo escuchaba con suma atención. Ambos mantenían reuniones semanales de análisis político en el bar Ópera Prima, frente a la plaza Vicente López, a la vuelta del departamento capitalino de Néstor y Cristina. Luego, a esos cónclaves se sumarían Alberto Fernández, Edgardo Depetri (actual diputado del FpV) y Dante Dovena (actual embajador en Montevideo). Con el correr del tiempo, aquel intercambio casi deportivo de ideas fue mutando en un proyecto concreto.
En febrero de 2003 –cuando ninguna encuesta le daba al futuro presidente más del 5% de intención de voto–, Duhalde lo sorprendió con un anuncio:

–Mañana presento mi renuncia como juez de Cámara.

Kirchner, entonces, quiso saber la razón. La respuesta fue:

–Porque no puedo hacer política oculto detrás de una columna.

El asunto es que a Duhalde sólo le faltaban ocho meses para jubilarse, con todos los beneficios que ello implicaba.

–Estás loco. ¿Por qué no pedís licencia?

–Mi decisión ya está tomada.

En ese instante, Kirchner encogió sus hombros, y dijo:

–Ojalá gane las elecciones, porque no quiero verte trabajar de cartonero.

Ya se sabe que el 25 de mayo de ese año, asumió la presidencia. Al día siguiente, en su flamante despacho Balcarce 50, le ofreció a Duhalde la Secretaría de Derechos Humanos. Fue el comienzo de una epopeya.

Final de cuentas. Había que verlo en acción. Como cuando, en noviembre de 2008, anunció el arresto de un antiguo –y, hasta entonces, desconocido– jerarca del Batallón 601. Su captura había sido fruto de una minuciosa investigación efectuada por un equipo del Archivo Nacional de la Memoria, dependiente de la Secretaría. Lo cierto es que de él sólo se conocía su nombre de cobertura: Contreras. Y que había oficiado de enlace entre el Batallón 601 y la embajada de Estados Unidos. En resumidas cuentas, el cruce de documentos norteamericanos y los datos obrantes en un legajo militar condujeron hacia el señor Julio Cirino, quien se había reciclado en respetable conferencista sobre temas de Defensa. Desde aquel momento, el tipo está tras las rejas. Duhalde, en persona, supervisó esa pesquisa. Es que, en paralelo a sus funciones políticas, jurídicas y protocolares, se dedicaba con sumo deleite a semejantes menesteres.

No es exagerado decir que aquel hombre llegó a ser nuestro Simón Wiesenthal. De hecho, él no ocultaba su admiración por el viejo arquitecto vienés que dedicó su vida a localizar e identificar a criminales de guerra nazis que se encontraban fugitivos, para así llevarlos a la Justicia.

La parábola de su existencia había cobrado forma. Durante gran parte de sus años, el Doctor, el Viejo o, simplemente, Eduardo Luis, tal como lo llamaban sus colaboradores, había defendido a las víctimas de la represión. Ahora cazaba represores. Y con una cintura encomiable. No sólo era un teórico de los mecanismos del terrorismo de Estado sino que, además, poseía un profundo conocimiento de sus estructuras y hacedores; un conocimiento empírico, casi callejero. Tanto es así que dicha temática está volcada en buena parte de sus 24 libros.

Tal vez, la mejor representación simbólica del encono que Duhalde despertaba en las capas jurásicas de la sociedad sea el rostro desquisiado de Cecilia Pando dispensándole morisquetas amenazantes en un tribunal de Corrientes, luego de las condenas a cuatro ex jefes militares.

Motivos no faltan. En cifras globales, hay actualmente 862 represores bajo proceso y 280 ya condenados. Casi 600 permanecen bajo arresto.

Además, durante su paso por la Secretaría se dispuso la presentación del Estado como querellante en los juicios, se consolidó el Consejo Federal de Derechos Humanos, fueron ampliadas las políticas reparatorias para víctimas, se señalizaron unos 550 centros clandestinos, fueron organizadas unas 20 unidades de investigación sobre el terrorismo de Estado, fue fundado el Observatorio de Derechos Humanos en ocho provincias y se impuso el Plan Nacional contra la Discriminación, entre otros logros. Su última gran batalla fue haber encabezado la redacción de la querella del Estado en la causa por la apropiación de Papel Prensa.

Ahora que no está entre nosotros, pienso que haber dado unos pasos junto a él fue para mí un maravilloso privilegio.

08/04/12 Miradas al Sur


El viejo león. Eduardo Luis Duhalde fue el arquitecto de una política de derechos humanos que es un ejemplo mundial. (JUAN ULRICH)/Adiós al amigo. Duhalde en el entierro de Ortega Peña.
 

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