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Una
masacre obrera con sed de revancha
Por Ricardo Ragendorfer
El teniente coronel Varela comandó la ejecución de 1500 trabajadores rurales en
la provincia de Santa Cruz. Ello derivó en un trepidante cruce de venganzas. La
epopeya del dirigente anarquista ruso, Germán Boris Wladimirovich.
Hace exactamente 94 años –el 17 de agosto de 1920– estallaron en Santa Cruz las
primeras huelgas de los obreros rurales; así se inició la lucha que pasaría a la
historia como "La Patagonia trágica". Ya se sabe que
esa epopeya derivó en un río de sangre, luego de que tropas del Ejército
enviadas desde Buenos Aires por el presidente Hipólito Yrigoyen fusilaran a 1500
peones. El responsable operativo de la masacre fue el teniente coronel Héctor
Benigno Varela.
Ese acto había potenciado su carrera. A modo de retribución, fue designado
director de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo. Ejerció el cargo hasta el
27 de enero de 1923. Aquel día fue ejecutado frente a la puerta de su hogar, en
la calle Fizt Roy 2461, de Palermo, por el anarquista alemán Karl Gustav
Wilckens. Este era un hombre muy expeditivo: le arrojó una bomba al militar,
antes de prodigarle cuatro tiros.
El 27 de enero de 1923 fue ejecutado el teniente Varela frente a la puerta de su
hogar, en Palermo, por el anarquista alemán Karl Gustav Wilckens. Ese hecho fue
el primer eslabón de un trepidante intercambio de venganzas.
Lo cierto es que dicho ajusticiamiento fue el primer eslabón de un trepidante
intercambio de venganzas. Una trama de pasión y muerte que merece ser evocada.
EL NACIONALISTA ENARDECIDO. Aquel tipo avanzó resueltamente hacia un sector de
celdas situado en el ala este de la Penitenciaría Nacional. Fue curioso que
nadie reparara en él, puesto que su uniforme –mucho más pulcro que el de otros
guardias– le quedaba holgado. La visera del birrete ocultaba sus facciones. Y su
tranco era marcial, al igual que el modo con el que sostenía el fusil Mauser.
Poco antes, durante el cambio de turno, había ingresado por el enorme portón de
la avenida Las Heras, mezclado entre otros carceleros a punto de iniciar su
franja de servicio. Y, ahora, tras internarse en un angosto pasillo, se detuvo
ante las rejas de un calabozo. Su único ocupante dormía sobre un camastro de
cemento. Al rato, retumbaría entre los muros el inequívoco sonido de un disparo.
Era ya la madrugada del 15 de junio de 1923.
La siguiente escena transcurrió durante la mañana de aquel mismo viernes, en el
despacho de un jefe policial apellidado Conti.
"He sido subalterno y pariente del comandante Varela. Acabo de vengar su
muerte", declamó el hombre sentado frente a él. Sobre la pechera del uniforme
lucía una salpicadura de sangre ajena.
El comisario no tardó en asociar ese apellido con los sucesos ocurridos dos años
antes en la provincia de Santa Cruz.
"Acabo de vengar su muerte", repitió el hombre de la casaca ensangrentada. El
comisario lo observaba con una expresión comprensiva.
Aquella tarde, el diario Crítica saldría con una tirada de 500 mil ejemplares y
el siguiente titular: "Wilckens fue cobardemente asesinado en la Prisión
Nacional". La cobertura del hecho incluía –en exclusiva– la identidad del
asesino: Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, de 26 años.
Se trataba de un muchacho de abolengo, muy católico y nacionalista. Ello lo
llevó a enrolarse en la Liga Patriótica, el grupo de
choque de ultraderecha que encabezaba Manuel Carlés. Desde sus filas, Pérez
Millán participó con ahínco en la represión desatada durante la
Semana Trágica de 1919. Luego se enroló en la policía
para solicitar –en 1921– su traslado en comisión a la provincia de Santa Cruz. Y
sería allí en donde actuó bajo las órdenes de Varela. Aunque no con demasiada
fortuna: durante un enfrentamiento con los huelguistas resultó herido en una
nalga. Tal percance le proporcionaría una módica celebridad, ya que en marzo de
ese año el diario La Razón publicó una entrevista suya, donde relataba su
martirio. A la vez pidió la baja en la fuerza policial. De regreso en Buenos
Aires, se incorporó otra vez en la Liga Patriótica.
Crítica, ya en su edición del 15 de junio, deslizó que la muerte de Wilckens,
lejos de ser una iniciativa individual, había sido una operación gestada en las
entrañas de la milicia encabezada por Carlés.
Un ejemplar ya amarillento de ese diario llegó dos años después a la cárcel de
Ushuaia, escondido entre las ropas del anarquista irlandés Lian Balsrik.
Su celda estaba junto a la de otro ácrata, cuyo estado físico era penoso: pese a
tener 57 años, parecía un anciano y, debido a los castigos recibidos luego de su
detención, las piernas se le habían paralizado. Su nombre era Germán Boris
Wladimirovich.
Este no ocultó su consternación ante la muerte de Wilckens, a quien había
conocido años atrás. Tanto es así que solía leer una y otra vez la noticia de su
asesinato publicado en el viejo tabloide traído por Balsrik, quien, además, le
relató la continuidad de la historia: las influencias de Pérez Millán, junto con
una dudosa pericia psiquiátrica, le evitaron ser imputado; en vez de ello, logró
que lo alojaran en el Hospicio de las Mercedes. Allí estaba a salvo de un
posible atentado contra su vida.
Wladimirovich blasfemó por lo bajo.
Lo cierto es que, a partir de entonces, su conducta cambió por completo: al
principio, sólo fue un desequilibrio nervioso. Pero ello después derivaría en la
locura más absoluta. Semejante cuadro impresionó a presos y carceleros por
igual. Nadie llegó a imaginar que era el primer paso de un ajuste de cuentas.
EL ANARQUISTA IRREDUCTIBLE. Wladimirovich –al igual que Pérez Millán– era un
muchacho de abolengo; había nacido en 1876 en el seno de una aristocrática
familia rusa. Al cumplir los 20 años rompió con ella al formar pareja con una
obrera revolucionaria. Y completaría sus estudios de médico y biólogo. Pero, con
la excepción de una cátedra dictada en Suiza, jamás ejerció su profesión. En
cambio, se volcaría a la acción política, primero en las filas de la
socialdemocracia. En 1904 fue uno de los delegados rusos en el Congreso
Socialista de Ginebra. Allí llegó a polemizar con Lenin y Trotski. Ello, junto
con el fracaso de la revolución de 1905, lo llevaría hacia el anarquismo. Por
entonces ya era autor de tres libros de sociología, además de ser un agudo
propagandista. Hablaba alemán, inglés, francés y español con suma fluidez. Años
después, la muerte de su mujer lo sumió en una aguda depresión que solía mitigar
con litros de vodka. Y luego de donar su casa de Ginebra a una organización
anarquista local, llegó al país en 1909. Primero vivió en Santa Fe, antes de
trasladarse al Chaco, en donde se dedicó exclusivamente a efectuar exploraciones
geográficas del territorio. En 1919 arribó a Buenos Aires.
Los anarquistas del Río de la Plata –en virtud de la prestigiosa trayectoria de
Wladimirovich en los círculos revolucionarios europeos– lo recibieron como a un
héroe. Y él volvió a lanzarse de lleno a la actividad política. La Semana
Trágica lo sorprendió mientras organizaba un comité de base en el barrio de
Chacarita. Entonces, se puso al frente de la resistencia contra la represión.
Pero el precario sentido de la disciplina que evidenciaban los cuadros que él
mismo había formado, le causó un enorme desaliento. Eso lo llevó a saltar de la
política de masas al bandolerismo expropiador. Y sería un precursor en la
materia.
En el anochecer del 19 de mayo de 1919, Wladimirovich y dos compañeros –el ruso
Andrés Babby y Luis Chelli– asaltaron a un tal Pedro Perazzo, quien regenteaba
una próspera agencia de cambios, cuando descendía con su esposa de un tranvía en
una esquina de Belgrano. El repliegue de los atracadores fue desaforado y
funesto; su saldo: un vecino herido y un vigilante muerto.
Boris Wladimirovich
(centro, vestido de negro) junto al gobernador, ministro y policías en Misiones.
Babby y Chelli fueron atrapados poco después en una
pensión de la Avenida Corrientes. Boris, en cambio, cayó en la ciudad misionera
de San Ignacio. En esa ocasión, se convirtió en una atracción pública, ya que el
gobernador provincial, sus ministros y el jefe de la policía local acudieron a
su celda para fotografiarse con él (foto). Meses después, fue condenado a
perpetua y trasladado a Ushuaia.
Ahora, hecho un guiñapo, había
encontrado su última razón para vivir. La presunta locura del recluso alarmó
cada vez más a las autoridades de la cárcel. Y luego de que los forenses
certificaran el carácter irrecuperable de su dolencia psíquica, se dispuso su
regreso a Buenos Aires para internarlo en él único manicomio que contaba con un
pabellón penitenciario: el Hospicio de las Mercedes, más conocido como El
Vieytes, por el nombre de su calle. La primera parte del plan de Boris había
concluido con éxito.
Sin embargo, su nuevo lugar de residencia lo impresionaba de sobremanera; en
especial, una placa de bronce adosada en su pabellón: "Al Dr. Lucio López Lecube,
fallecido el 7 de febrero de 1921 en el cumplimiento del deber". Era un
psiquiatra que murió degollado con el mango de una cuchara afilada por un
paciente. El facultativo –según dicen– era muy duro con ellos.
Boris se fue integrando a ese medio con normalidad.
Después logró que alguien desde afuera le trajera un revólver. Y no tardó en
localizar el sector en el que permanecía el asesino de Wilckens. Pero grande fue
su desazón al saber que Pérez Millán se encontraba aislado del resto de los
internos, en un coqueto departamento del primer piso. Aun así hallaría el modo
de llegar a él: la llave fue Esteban Lucich, un loquito pequeño y jorobado que,
por gozar de la estima del personal, tenía libre acceso a todos los sectores del
hospicio. Boris, haciendo gala de sus dotes persuasivas, lo ganó para su causa.
De esta manera, Lucich se convirtió en su brazo ejecutor.
El 9 de octubre de 1925, Millán leía una carta enviada por su amigo Carlés; en
ese instante, arma en mano, irrumpió su matador. Sus únicas palabras fueron:
"¡Esto te lo manda Wilckens!" Entonces retumbó entre los muros el inequívoco
sonido de un disparo.
Pérez Millán moriría tras una breve agonía.
Wladimirovich pasaría a mejor vida unos años después.
Había ganado su última batalla.
El ajusticiador - El ácrata alemán Karl Gustav Wilckens había emigrado a Nueva
York y, luego, perseguido por sus actividades políticas, huyó a Buenos Aires.
Fue obrero y periodista. Tras ejecutar al "carnicero de la Patagonia", esgrimió
la siguiente justificación: "La venganza es indigna en un anarquista. Intenté
herir en Varela al ídolo desnudo de un sistema criminal."
El fusilador - El teniente coronel Héctor Benigno Varela no le hacía honor a su
segundo nombre. Fue el artífice de la primera masacre de obreros del siglo XX.
Enviado por el presidente Yrigoyen a Santa Cruz para "pacificar" a los peones
rurales en huelga, liquidó a 1500. Luego sería puesto al frente de la Escuela de
Caballería. Wilckens lo mató con una bomba y cuatro balazos.
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