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Witold Gombrowicz y Francisco René Santucho
Por Juan Carlos Gómez*
“La provincia de Buenos Aires, del tamaño de Polonia, hace tiempo que ha
quedado atrás. También hemos abandonado ya la provincia de Santa Fe y ahora
irrumpimos en la arenas de Santiago del Estero; es de noche, corremos (...)
¡Por fin llegamos a Santiago!”
Gombrowicz se establece en Santiago del Estero
en el año 1958. Huyendo del frío de Tandil y del de Buenos Aires se toma
unas vacaciones de cuatro meses y medio en esa ciudad subtropical buscando
un alivio para su asma.
En esa ciudad no encontró el término medio que había encontrado en Tandil ni
el anonimato de Buenos Aires, se movía entre la provocación y el erotismo.
Gombrowicz buscaba una actualización de su inmadurez y de su talante jocoso
e infantil que no pocas veces le producía dolor.
Las últimas paradas argentinas que hizo en este viaje a la inmadurez fueron
Tandil y Santiago del Estero. El intento por separar literariamente en los
diarios su inmadurez tandilense de su erotización santiagueña no funcionó y
todo quedó confundido en una especie de erotización inmadura.
La naturaleza indígena de Santiago asomaba la nariz por todas partes: en las
plazas, en los parques y en los estudiantes.
“Estaba sentado en un banco de la plaza, en un parque, y a mi lado tenía un
muchacho, posiblemente un estudiante de la Escuela Industrial, con un
compañero un poco mayor que él: –Si fueras de putas –le decía el muchacho al
compañero–, tendrías que soltar al menos cincuenta. ¡O sea que a mí me debes
lo mismo! (...)”
“¿Cómo entender eso? Ya me he percatado que en Santiago todo puede
interpretarse de dos maneras diferentes: como extrema inocencia o como
extrema depravación, por lo que no me extrañaría que estas palabras fueran
inocentes, una simple broma en una conversación entre colegiales. Pero no
puede excluirse algo más perverso. Como tampoco puede excluirse la
archiperversión que consistiría en que, teniendo el significado que yo les
atribuía, fueran, a pesar de todo ello, inocentes..., en cuyo caso el
escándalo mayor constituiría la más perfecta inocencia (...)”
“Ese muchacho quinceañero era evidentemente de buena familia, de sus ojos
emanaba salud, cordialidad y alegría, no decía aquello voluptuosamente, sino
con toda la convicción de una persona que defiende un derecho legítimo. Y
además reía..., con esa risa de aquí, nunca excesiva pero envolvente”
Gombrowicz ya advertido de la dulzura equívoca de los changos dio una
conferencia en la Universidad en la que habló como hablan los más célebres,
simulando que se sentía como si estuviera en su propia casa, que aquello era
para él pan comido, cuando en realidad cualquier cuestionario indiscreto que
le hubieran hecho lo hubiera dejado desarmado.
“¡Pero estoy tan acostumbrado a la mistificación y al engaño! Y además sé
perfectamente que hasta los más ilustres sabios no desdeñan tal
mistificación. Hacía, pues, mi papel como podía, un papel que por otro lado
no me salía del todo mal (...) De repente vi, un poco al fondo, detrás de la
primera fila, una mano que descansaba sobre una rodilla (...)”
“Otra mano, al lado, perteneciente a otra persona, se apoyaba o, mejor, se
agarraba con los dedos al respaldo de la silla..., y de pronto fue como si
esas dos manos me tomaran, hasta el punto que me asusté, me quedé sin
respiración..., y otra vez sentí en mí la llamada de la carne”
Las manos que irrumpen como un llamado del cuerpo lo llevan a una
persecución anhelante y arrebatada de un muchacho moreno, desconocido para
él, por las calles de la ciudad de Santiago.
“Fue uno de esos momentos de mi vida en que comprendí con toda claridad que
la moral es salvaje. De pronto, cuando llegué a su altura, me saludó
sonriente: –Qué tal? ¡Lo conocía, era uno de lustrabotas de la plaza (...)
para eso yo no estaba ni por asomo preparado! (...); –¿Adónde vas?, nos
cruzamos y de toda esa pasión no quedó sino la normalidad”
El parlamento argentino había promulgado una ley que concedía a las
universidades católicas y de otras confesiones los mismos derechos que
tenían las universidades estatales cuando Gombrowicz estaba en Santiago del
Estero. Se produjo una protesta enfurecida de la mayoría de los estudiantes
universitarios a la que se unieron los alumnos de las escuelas secundarias.
“Una buena mañana vi en la plaza mayor de Santiago una multitud de
adolescentes bajo la mirada paternal de la policía; uno de aquellos jóvenes
pronunciaba un fogoso discurso exigiendo la dimisión del gobierno y la
supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas. Habló con tanta
vehemencia, que cuando terminó le pregunté a solas cuál era el motivo de su
odio hacia la iglesia y el clero: –Las chicas– contestó lacónicamente
dándome un codazo”
El pecado original anatematizado por la iglesia católica era el verdadero
motivo de la revuelta estudiantil, sin embargo, la tendencia revolucionaria
del joven argentino no revestía ningún peligro, era demasiado sonriente y
sociable y, pese a todo, vivía demasiado bien.
Después de tantas aventuras corridas en Santiago el Beduino se anima a
preguntarle si tenía tanto sentido del humor cómo parecía. Mientras tanto le
contaba que cada uno de los hermanos Santucho tenía una tendencia política
diferente, gracias a esto la familia no le temía a las revoluciones tan
frecuentes en aquella época, cualquiera fuese la que triunfara algún hermano
ganaría: el comunista, el nacionalista, el liberal, el cura o el peronista.
El Beduino trataba de asegurarse, más que de ninguna otra cosa, de que
Gombrowicz tuviera efectivamente sentido del humor. Cuando estuvo seguro,
con mucho disimulo, encendió un petardo y lo puso debajo del banco, el
petardo estalló: –Perdón, Gombrowicz, ¿se asustó?; –No utilice, jovencito,
esas armas infernales. Gombrowicz se puso blanco como un papel y durante un
largo rato no pronunció palabra.
Cuando Gombrowicz llega a Santiago lo está esperando en la estación
Francisco René Santucho, hermano de Mario Roberto. A comienzos de la década
de 1950 había fundado la Librería Aymara y el Centro Cultural “Dimensión”,
donde auspició charlas y conferencias de intelectuales como Miguel Ángel
Asturias, Juan José Hernández Arregui, Bernardo Canal Feijóo, Orestes Di
Lullo, Witold Gombrowicz...
Con el deseo de conocer la verdadera naturaleza del indio Gombrowicz
mantiene conversaciones con ese santiagueño ilustre. Empieza por decirle que
había demasiada belleza en la juventud de esa cuidad: –No hay nada peor que
la superabundancia, conozco ciudades donde cada una de esas niñas valdría
cien mil, aquí no daría yo por ellas ni tres centavos. Son demasiadas; –No,
no es por eso... el motivo es otro; –¿Cuál es?; –Es la venganza del indio;
–¿Qué venganza?
El señor español había reducido a los indios al papel de esclavos y siervos,
pero poco a poco se fue mezclando con el criado de lo que resultó una
combinación especial. El indio tenía que defenderse de la dominación del
señor y recurrió a la burla, mofándose del señor acabó cultivando en sí
mismo una perfecta capacidad para ridiculizar todo lo que quería destacarse
y dominar.
De esta manera rechazó las jerarquías y reivindicó la igualdad, el indio
veía en el éxito y en las muestras de talento el deseo de dominar.
“Con un movimiento de la mano en el aire, ese Nietzsche indio abarcó a la
multitud y concluyó: –Ahora aquí nada quiere destacarse ni brillar”
Pero ésta es justamente la opinión que Gombrowicz tiene de los argentinos, y
no solamente del indio. La belleza y la genialidad argentinas son
antigeniales, su facilidad proviene del hecho de que no quiere sacar
provecho de sus ventajas, una idea realmente interesante.
“Un europeo las cultivaría como un campo fértil, se inclinaría sobre sí
mismo como un instrumento”
El argentino en cambio permite que sus virtudes queden en un estado natural,
no quiere ser célebre, no quiere luchar contra la gente, es discreto, no
quiere imponerse. La actitud del argentino frente a los otros no es
suficientemente aguda, no se les echa encima, no necesita de los demás para
ser alguien, el hombre no es para él un obstáculo al que tenga que salvar,
no utiliza a los otros como una garrocha para saltar hacia arriba. Si el
hombre argentino llegara a ser como lo piensa Gombrowicz, entonces, hay que
decirlo, en comparación, él se comportaba como un animal salvaje.
Otro asunto que puso al indio a la defensiva fue el engaño, los
conquistadores empezaron a confundirlo con piedras brillantes y siguieron
tomándole el pelo. No hay nada a lo que un indio tema más que a que lo
engañen, y éste era el mismo tipo de miedo que Gombrowicz registraba en
algunos de sus lectores.
“Pero ¿de qué le sirve al indio saber si yo hablo ‘sincera’ o ‘insinceramente’?
¿Qué tiene que ver esto con la certeza de los pensamientos que pronuncio?”
Gombrowicz estaba convencido de que se puede proclamar insinceramente una
gran verdad y soltar sinceramente la mayor tontería. Los pensamientos se
deben analizar en tanto que pensamientos, y no en tanto a cuál sea la
inteción del hombre que los pronuncia. El engaño es una herramienta a la que
el escritor debe recurrir para no convertirse en una presa fácil del lector.
“Basta ya de ese sueño tranquilo en el seno de la confianza mutua. ¡Que
despierte el espíritu! ¡Despierta! ¡Y salud, indios!”
[Imagen: Francisco René Santucho]
Juan Carlos Gómez
junacagomz@yahoo.com.ar
* Colaborador y amigo de Witold Gombrowicz,
autor de varios libros sobre el escritor polaco y creador de la serie
Gombrowiczidas