Occisos

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Alejandro Margulis: Fin de cita

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Alejandro Margulis (1961) nació en Boston, Estados Unidos, pero reside permanentemente en Buenos Aires. Entre 1978 y 1980 dirigió la revista literaria “Ayesha Literatura”. Tras veinte años de escribir en los principales medios periodísticos de la Argentina (Clarín, La Nación, Editorial Perfil, entre otros) se dedica al trabajo free lance como escritor, periodista y agente de prensa y literario. Publicó cinco libros en soporte papel: dos de ficción -el libro de relatos "Papeles de la mudanza" (Catálogos, 1988) y la novela "Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma" (Beatriz Viterbo, 1993)- y tres periodísticos -"Los libros de los argentinos" (El Ateneo 1998), "Junior, Vida y Muerte de Carlos Menem (h.)" (Planeta, 1999) y "Reconstrucciones de desaparecidos" (IMFC, 2002). Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA), dicta además talleres de literatura y periodismo en el portal-agencia literaria Ayesha Libros, continuidad y actualización del proyecto literario con que se inició. El 20 de diciembre de 2001 comienza a trabajar como editor mientras continúa produciendo literatura, periodismo y artes plásticas.
Reediciones electrónicas de sus libros (cuentos, novela, periodismo) se encuentran en El Aleph, donde asimismo existe un Foro en el que los lectores pueden tomar contacto con él. Desde el año 2000 cultiva asiduamente el vínculo con las artes plásticas en forma presencial y virtual en Argentina (Las mil y un artes, Biblioteca Café y Galerías) y España: Esmelgar Arte e Comunicación, Rúa Nova 66 baixo (27003), Lugo, 982 240168.
Ayesha Literatura Ediciones ha publicado su último trabajo en 2004: el libro de poemas y dibujos “El mito de Babel”.

OCCISOS

PARTE 1

© 2007, Alejandro Margulis
Pasaje Milán 1724 – (1416) – Ciudad de Buenos Aires– Argentina
5411 4584-6123
alejandromargulis@ayeshalibros.com.ar
alejandromargulis@hotmail.com

 

Santamarina convencido de que Sabrina, seis años más joven que él, morirá antes de que se cumplan veinticuatro horas: la idea del accidente será una obsesión que reaparecerá, fétida y cargosa, como esas malas visiones que perturban -supuestamente- el sueño de los peores asesinos. No habrá sido la primera vez que le vengan a la mente cosas así. Su amor estará hecho de fantasmas y raras certezas: al cruzar en auto sobre un puente cualquiera, algo inmanejable los transportaría fatídicamente al vacío; mientras esperasen juntos la llegada del subterráneo, un sicótico se les vendría encima y empujaría el cuerpo de Sabrina bajo las ruedas de acero. Dos veces habrían de subir a un avión y dos veces habría él entrevisto la posibilidad fáctica de caer desde más de diez mil metros sin paracaídas, más bien inmóviles, por no decir dormidos o atados, drogados, al río.
A la semana de vivir juntos, Santamarina la había visto tan inclinada en el balcón del departamento que temió que se suicidara; las fotos de un novio anterior flotando en el aire, delante suyo, rumbo a la calle, disolvieron aquella presunción pero instalaron otra casi peor, del orden de sus sentimientos inconclusos: los celos a lo por venir. Así, la tendencia de Santamarina a considerar la desaparición de su compañera como una inminencia del destino se había hecho habitual. Al principio, en los accidentes posibles el riesgo solamente rozaba el hilo vital de ella: el ómnibus en que viajaban se salía del camino y caía en cámara lenta a la laguna o el río, según las circunstancias; de a poco el agua llenaba todos los huecos asfixiando a los pasajeros y Sabrina, que no sabía nadar, quedaba a merced del heroísmo de Santamarina. Si habían tenido una buena noche real (o una buena mañana) la fantasía de Santamarina encontraba una barra de acero bajo el asiento y golpeaba las ventanillas hasta hacer astillas, en alguno de los vidrios. Mientras el agua seguía entrando y los pasajeros llorando y atropellándose, esclavizados por el pánico, él abría un hueco suficientemente grande para poder pasar su cuerpo, y el de Sabrina, y entonces subían airosos, nadando, hacia la superficie. Santamarina era conciente de que, a los efectos del rescate virtual, poca importancia tenía que Sabrina no supiese nadar: del oscuro territorio de sus elucubraciones bien podría haber surgido la esperanza de arrastrarla hacia la vida tomándola de la cintura, del cabello o del más frágil de sus dedos; en caso de histeria podría hasta llegar a pegarle un cachetazo. Pero, más que en la vida real, era en esa situación fabulada donde él, que no tenía precisamente un tórax ancho o espalda de nadador (en verdad apenas si sabía flotar), encarnaba un Tarzán de la vida en pareja. Expresiones como "Agárrate de mi cuello" o "Tranquilízate, te salvaré" subían a su insegura glotis desde la boca del estómago con un vago acento portorriqueño que no alcanzaba a desacreditar la potencia de su ensoñación.
Pero si el luctuoso, improbable asunto se producía después de una discusión, como había ocurrido esa mañana, Santamarina era capaz de perder toda objetividad elucubrando desenlaces desagradables mientras untaba sus tostadas con mermelada de mosqueta. El destartalado ómnibus de línea, herido por ejemplo de muerte a causa de un automovilista distraído, volcando como un animal de muchas patas, sin que ninguna cámara lenta diera tiempo para buscar una salida. Santamarina movía su cuerpo como un tramoyista de circo, de modo de quedar en posición vertical, con las ventanillas bajo los pies y Sabrina, desencajada e intratable, no respetaba sus indicaciones. El aplastamiento de huesos, los llantos y gritos de espanto la llevaban a expirar. El melodrama hacía carne en ella. Fenecía en la hecatombe.
La intervención de los bomberos logrará rescatar los cuerpos del lugar desde el interior del vehículo. El personal policial trabajará para determinar el tipo de accidente que habrá estado en el origen del suceso: una caravana de vehículos cuyo primer conductor habrá al parecer impactado sobre la parte lateral delantera izquierda del micro, perdiendo el control y yendo a caer bajo las ruedas de éste, y forzándolo a volcar hacia la banquina. Si bien hasta hace muy poco habrá habido lluvias intensas, en principio no cabría ninguna suposición acerca del mal tiempo como causa del siniestro. Aunque atendido por personal del servicio médico de la zona, Santamarina sobrevivirá pero estará en estado de shock. Entre las víctimas mortales también estará un actor probablemente conocido y un familiar, por qué no, de víctimas de la represión ocurrida durante la dictadura.


Mucho después, llegarán a su escritorio en el diario dos sobres de papel madera con sendas notitas escritas en cuadrados de papel engomado amarillo:

TE DEJASTE ESTO, SANTA

Y:

ACORDATE DE COLON

La firma común a ambos será un mamarracho indescifrable.
Discernirá sin embargo las letras P mayúsculas, y tal vez las t.
En cualquier caso, la firma de alguien malévolo.
Aunque conocido.
En el frente del primer sobre Santamarina alcanzará a leer el nombre de un juez federal de la Nación, que le resultará ligeramente conocido, y el de una calle ineludible:

Comodoro Py

No lo abrirá.

En el segundo sobre verá otra vez la foto del micro de línea destruido.

ACCIDENTE EN LA RUTA 2

Y también la del cuerpo de una mujer tumbado sobre el pasto de la banquina, a metros del ómnibus hundido en el charco.
Habrán sido tomadas ambas fotos el mismo día, prácticamente a la misma hora.
Tres sombras desparejas, siluetas humanas, acariciarán los bordes del cuerpo de mujer, cubierto por una frazada. La sombra mayor ocupará el sector izquierdo del encuadre; el triángulo inferior izquierdo de la frazada quedará inserto en ella. La sombra menor será apenas un desliz visual, vago desprendimiento de una figura que casualmente habrá estado parada ahí. La impresión más fuerte la producirá la sombra grande del medio, la del fotógrafo. La cabeza hendirá su presencia en el centro mismo de la frazada que cubrirá el cuerpo; de ella nacerá una gran espalda y el resto deforme, intruso, de alguien muy gordo.
Vista con atención, en la segunda foto se notarán las manos secas sobresaliendo de abajo de aquella frazada.
Santamarina releerá la notita.
Dará vuelta la foto del micro.
Leerá lo escrito a máquina de escribir, Remington, pegado sobre un papel:

MODERNO OMNIBUS VOLCADO
SOBRE SU COSTADO IZQUIERDO

Volverá a ponerla hacia arriba.
Querrá leerla de nuevo.
Encontrará un segundo texto a mano, directamente sobre el papel fotográfico.

MICRO DE LARGA DISTANCIA CHOCADO
Y CAÍDO EN CHARCO DE AGUA Y BARRO

Será la misma letra espantosa del exterior del sobre.
Verá una raya amarilla horizontal, signo del diagramador.
Santamarina imaginará el curso del lápiz ceroso patinando al borde de una escuadra, la diagonal necesaria para calcular la proporción...
Le vendrán ganas de llorar, que contendrá.
Cerrará los ojos lentamente.
Los abrirá.
En los últimos asientos del micro volverá a colgar su atención; será un alivio abstraer la conmoción que la foto provocará deslizándose, como el lápiz amarillo, en los detalles secundarios.
Por atrás del micro, casi fuera de foco, verá a dos curiosos parados en la ruta.
Figuras diminutas.
Sueter oscuro la primera, las manos en los bolsillos, el peso del cuerpo acaso recostado en el pie de atrás; cruzada de brazos la segunda.
¿Bermudas o pantalones largos?
La rueda trasera del micro tumbado, que colgará en el aire por efecto de la inclinación del vehículo, le impedirá ver a ese hombre completo.
De pronto, la vista aguzada por la concentración en el detalle, Santamarina hará un descubrimiento: lo que a primer golpe visual le habrán parecido hierros abstractos, que surgían desde el cuerpo del micro hacia la parte superior de la foto no lo serán realmente. O al menos no a lo largo de toda la superficie. Hierros, lo que se diría hierros retorcidos, sólo en la parte trasera. Pero en el medio sencillamente las puntas de los asientos, todavía con sus fundas blancas en el lugar donde los pasajeros habrían recostado sus cabezas, Sabrina entre ellos. El micro habrá evidentemente dado algún tumbo sobre la ruta, y al rodar, habrá perdido parte del techo. Así los asientos, milagrosamente enteros, sobresaldrán de la carcaza estropeada como las muelas de una calavera a la que le hubiesen arrancado los maxilares de un culatazo.
-Pará con eso -dirá Hans-. Ya fue. Olvidate. Se terminó. Tenés que comer también.
El primero de los sobres quedará sin abrir.


Ahora, hay quien dice que Santamarina y Piaget se conocieron antes de que se publicaran esas fotos. Fue, dicen, durante una merienda tardía, el sol de las seis o siete de la tarde molestando en los ojos a pesar de las pesadas cortinas de cretona que supuestamente iban a velar, desde el día en que el arquitecto a cargo de la redecoración del bar las dispuso, los ojos de los redactores; Santamarina, Coca, Nilda, Hans tomando el té. Hans se había levantado para correr un poco más la cortina y Coca entrelazó entonces la conversación, con esa habilidad que sólo ella tenía, de modo tal de lucirse con una frase supuestamente inteligente. Hablaban de blanco y mantelería. O tal vez de ópera. Según Coca, la vida era como la parte de abajo de un mantel hilado a mano: uno podía ver el dibujo más preciso del lado de afuera, pero si se daba vuelta, digamos levantándolo un poquito, se podía descubrir la complejísima trama de hilos que en rigor lo constituían; el arte del buen tejedor, redundó Coca, era el de saber qué punta tomar para conseguir, sin que nadie se diese cuenta, uno y solo un efecto en la superficie que lograse llegar a la vista del observador.
Como siempre, Nilda preguntó qué tenía eso que ver con lo que venían hablando. Ah, dijo Coca, y explicó:
-La vida aparentemente va por carriles manejables. Vos, yo, Santa, Hans, Margulis incluso, podemos creer que la dominamos. Elegís las personas con las que te gusta estar, te casás o te separás. Pero de pronto un azar, un hilito del mantel, se sale de tu esfera. Y ahí está. Sonaste. Estás frita. Fuiste, como se dice ahora, ¿no?
-¿Fuiste a dónde? -dijo Nilda.
-Uno se cree que es todo cuestión de libre albedrío y no, nena, nada de éso.
-Nos hemos puesto cultos, parece -dijo Hans volviendo a sentarse.
-Coca dice que Dios maneja nuestros hilos como el tipo que hizo este mantel los dibujos de la tela -dijo Santamarina.
-Mirá vos -dijo Hans.
-No era exactamente eso -dijo Coca pero no pudo completar su explicación porque en ese momento un hombre inmenso, con un plato de comida en la mano, pidió permiso para sentarse con ellos.
Era el fotógrafo nuevo.
-¿Siempre almorzás a esta hora? -preguntó Hans corriendo las tazas de té con leche y el plato de facturas hacia el centro de la mesa.
-Ya almorcé. Esta es mi cena. ¿Puedo? -dijo Piaget apropiándose de una medialuna que sobraba.


-El secreto de los buenos asados argentinos -dijo Piaget al día siguiente, mientras esta vez efectivamente almorzaban- no está en la calidad de las vacas sino en sus cortes.
-Lo cual sienta las bases de una necrofilia interesante -dijo Hans y la conversación derivó hacia el fraterno espacio de las historias conocidas: exiliados que llevaban un papel con el dibujo de las partes de la res a las carnicerías extranjeras, dependientes que no entendían que era eso que les pedían: "a la argentina".
-Comer asado, ah. ¡El rito mortuorio por excelencia! -dijo Piaget y dejó chorrear un largo trago de vino tinto en el garguero.
-Qué asqueroso -dijo Nilda Mucci.
-Pero ¿por qué, mi amor? -dijo Hans-. El amigo tiene razón ¿O hay algo más religioso que la repetición de un rito? Como en la misa, en el asado se toma vino y se cultiva la fraternidad universal.
-Una vez una chica que yo conocí -dijo Margulis- me habló de cuando por cancherear apostaron con sus amigas que iban a besar al novio de una.
-¿Y qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando? -dijo Nilda Mucci.
-El pibe estaba muerto. La apuesta era a ver quién se animaba a besarlo en el féretro.
-¡Ah, sí! -dijo Piaget sin dejar de masticar-. ¿Y comieron arriba del jonca también? Es costumbre, ésa. Para que el alma del muerto se meta en uno.
-Fue a cajón abierto -dijo Margulis.
-Todo lo que se abre alguien lo cierra alguna vez, ¿no? -dijo Piaget.
-Sí, salvo que sea la necro de éste, que no se quiere terminar de escribir, parece -dijo Hans. - A ver si nos apuramos, eh Margaliot.
-Y, mientras siga vivo se complica… -dijo Margulis.
-Pero dale, para que escribiste el mamotreto ése sobre el hijo entonces, ¡pero che! Me extraña. Un profesional como vos ya la tendría que haber tenido recontra hecha.
Así la conversación se entramó con la paulatina conciencia de los seres humanos que se alimentaban con la muerte, las aves europeas que se comían entre ellas, secretos para extraer el tuétano de los huesos, las habilidades de aquel carnicero chino que conocía tan bien el hueco entre los huesos que jamás desafilaba sus cuchillos con un tajo inadecuado y además, los excelentes churrascos de persona cocinados a la piedra que debieron haberse preparado aquellos jugadores de rugby que sobrevivieron en los Andes. La invitación que Hans hizo a Piaget para que fotografiase lo que ahí se estaba comiendo -los trozos de tira, el vacío, los chinchulines y las mollejas- terminó de asquear a Santamarina. Sin poder dominarse, empezó a ver muertos donde había alimentos; tanto se le revolvió el estómago que sintió ganas de levantarse de la mesa para ir a vomitar.
Hans habló entonces de fundar el diario especializado. Una especie de expansión de la Sección Noticias Fúnebres, con grandes titulares de tapa para los muertos famosos, como el innombrable que no se terminaba de morir, y cuya necro estaba visto seguiría aún en veremos.
-¡Buen nicho! -dijo Margulis eludiendo la alusión a su tarea.
-Sí, claro, y lo vendemos en la puerta de la Recoleta después, pero dejame de hinchar -dijo Coca.
-No, tontita: gratis. Circulación gratuita. Ganamos con los avisos, ¿no entendés? En un ispa como éste, todo el mundo va a querer que su fiambre esté mejor exhibido que el de los demás.
-¿Sabés que no es ninguna mala idea, che? -dijo Piaget. Le brillaba la barbilla.
-¿Y qué secciones tendría? -preguntó Margulis.
-Las mismas, mi querido. Las mismas. Política. Sociedad. Internacionales. Deportes. Pero todo foto de joncas. Abiertos, claro. Un diario católico, apostólico y romano, como debe ser. A los rusos, los musulmanes y los chinos les damos un pliego aparte porque no les gusta que sus muertos se vean.
-A los chinos no les preocupa -dijo Margulis-. Los velan a cajón abierto, meta agitar los kuling-pang rituales toda la noche para que su espíritu quede en el hogar.
-Brase visto -dijo Nilda Mucci.
-¿Título del diario sería? -dijo Coca.
-Mmh… Algo directo. Con punch… -dijo Hans.
-“Todos tus muertos” -opinó Santamarina.
-“La parca” -dijo Piaget.
-“Necro News” -dijo Margulis.
-Sí, vos porque sos yanqui. No -dijo Hans-. El nombre yo ya casi lo tengo.
Silencio sordo se hizo en el comedor del diario. Tácito silencio. Hans carraspeó:
-El nombre va a ser…
-Mejor que sea: original -dijo Coca.
-¡Callate, cuerva! -dijo Nilda Mucci.
-El nombre sería así… -dijo Hans.
-“Así” ya existió, che. Policiales de los 70. Siempre había un asesinado en tapa -dijo Coca.
-Bueno, déjenlo hablar a él, que fue el de la idea… -dijo Margulis.
-El diario se va a llamar…
-¡Ey, qué hacen! ¡Les presento a mi sobrinita! Rosarito, saludá a los señores.
En el comedor había entrado una mujer de carne abundante y pelo color ceniza, sonriente y vestida de gris; no era obesa como Piaget, y mucho menos fea, pese a los años que acusaba, pero la chica de quince o catorce años que estaba junto a ella, con su falda del colegio y la camisa prieta, había capturado la atención de los hombres en la mesa. Hasta Santamarina la observó con interés.
-¡Epa! ¿Dónde las tenías guardada, Belula? -dijo Hans. Y enseguida, subiendo el tono hacia una octava más paternal:- Hola, linda. Bienvenida al purgatorio. ¿Querés un chori?
-No, gracias, señor. Ya comí -dijo la adolescente clavando la vista en sus zapatos con cordones desatados.
-¡No sean babosos, che! -dijo Coca-. A ver, traete una silla Belula. ¿Un flan con crema, nena?
-No, no, gracias señora, de verdad -dijo Rosarito y su boca dibujó una sonrisa de corazón.
-Está bien, chicas, dejen. Estábamos de visita nomás. Se suspendieron las clases y la mamá me pidió que la traiga conmigo. Le gusta el periodismo a ella, también. Es una gran escritora.
-¡Mi amor! -dijo Hans.
Limpiándose las manos con una de las servilletas de tela, Piaget la apuntó con su pesada Nikon. El flash rebotó sobre los dientes de la chica, que llevaba una herradura de metal adosada a las encías.
-Mejor cuando se vaya -murmuró Hans en voz baja, guiñándole el ojo a Piaget. Porque Belula y su sobrina se habían sentado junto a Nilda Mucci y Coca Nieves y hacían rancho aparte. - Algo así como lo que aparece en los diarios comunes todos los días tendría que ser el nombre pero todavía no estoy muy seguro. “Noticias Fúnebres”. Algo así, tabloide tiene que ser, y con una buena foto de apertura cada vez.
-“Fúnebres: Su diario de la noche”. No está mal, eh -dijo Coca. -Yo te hago las musicales. Los músicos mueren todo el tiempo, no sabés.
-Andaba pensando que hiciéramos un cero con la necro que está terminando acá, el amigo, ¿no? Porque me parece que éste tiene tela para rato todavía. Y si no, no sé. Bueno, algo ya se nos va a ocurrir.


Contra sus principios, Piaget atisbando el inicio de una larga camaradería. Hasta que la idea no cuajó del todo el mismo blando vértigo de siempre envolviéndolo al percatarse de que, apenas un día después de conocerlos, estaba abierto ante esos desconocidos. Raro en él, porque la historia ajena siempre le había sido indiferente. Pero algo tenían en común. El proyecto del diario de los muertos le había devuelto algo de su antigua pasión frente al futuro aunque lo que quería era regresar atrás en el tiempo, seguir estando en el día de antes, mano a mano y solo con el pequeño difunto o con las pesadillas conocidas, el ejercicio del arte que lo había capturado en su infancia imposibilitándolo para siempre del resto de actividades que hacen posible la vida de una criatura humana. Y sin embargo el miasma llegaba a su presente con intermitencias. El cuerpo de ella venía desnudo, tumbado boca arriba. Los hombros presentando marcas moradas. El cuello también. Los senos fláccidos, como adelgazados. Los pezones sin coloración. La aréola del derecho violeta, la otra blanca. El ombligo, un hueco. El pubis, túnel tumefacto con restos secos de sangre y semen. Los pies, distendidos, con las plantas hacia afuera, una suerte de animal marino: el espacio vacío donde antes hubo uñas articula una mirada. ¿Qué dicen esos ojos muertos? Miran la cara de quien los mira. ¿Cómo mantener la vista fija en una foto horrible? Abstrayendo su sentido. Es un papel emulsionado, simplemente. Un profesional hasta podría notar que el foco ha sido puesto en la mandíbula abierta, como si se tratara de la imagen tomada por un odontólogo aficionado para la presentación de una clase práctica de cirugía. Sin embargo, alguien tenía que tomarse el trabajo de mirar. El cuerpo muerto está para quien resista verlo. ¿Importaba que hubiera sido él quién lo fotografió? Ese era su misterio. Un cuerpo joven. Los rasgos, indescifrables. ¿Qué más? El silencio. No poder alejar la memoria de ello pero tampoco evocar con claridad. Una contracción. Un vahído incomprensible y nada, no dominar el sentido de su regodeo. No la agonía por haber hecho lo que hizo sino por ser incapaz de dominar sus mortificaciones. Después de todo él había sido apenas un testigo más. Pero lo que lo más lo inquietaba ahora era la certeza, repentino alumbramiento, de que los seres con quienes compartía la mesa iban a estar cerca suyo durante bastante tiempo, y no porque el tiempo le preocupase poco la ansiedad de querer escaparse de ellos disminuyó. Todo lo contrario. La gente es poco maleable cuando respira, pensó Piaget; la gente viva ni siquiera es dañina y peligrosa: es motivo de fastidio. La amistad, poco sabe de la inteligencia. Entonces le vino el cansancio enorme.



-¿Y qué tal lo de Beethoven de anoche? -dijoNilda Mucci.
-¿La Eroica? -preguntó Hans.
-Las sonatas de la Filarmónica. Una maravilla, dicen que fue.
-Pero andá, farolera, qué sabrás vos de las sonatas de Beethoven -dijo Coca-. ¿Qué sabés vos, a ver? ¡Qué vas a saber! Andá.
-La sonata en do menor opus III. Culminación del arte de la sonata, mi vida.
-A ver, las únicas sonatas en do menor de Bethoven que conozco son la sonata para piano número 5 y… la Patética. ¡Ahí está!-dijo Belula.
-Y también está la 8 para piano, opus 13, mi vida -dijo Nilda-. Pero no. No hablo de esas.
-¿Che, no será la 7? Do menor para piano y violín… -dijo Hans, que por algo había sacado el abono del Colón.
Piaget se puso a tararear un sonido electrizante:
-Bum bum, wum wum, schrum schrum…-dijo y todos se quedaron callados.
Siguió cantando en falsete, sin dejar de masticar. Después dijo:
-Lástima que Lázaro Costa no use más a Beethoven en sus entierros.
-Si es por mí, que me entierren a capella -respondió Coca.
-Tomo nota -dijo Piaget.
-No te enojés, gordita -dijo Hans.
-¿Bajamos? -medió Nilda, un poco culposa por haber abierto un frente nuevo de discusión.
-Ay, pero si yo hubiera sabido que estas conversaciones eran tan interesantes hubiera venido a almorzar con ustedes mucho antes, ¿no es cierto Rosarito? -dijo Belula.
Rosarito hizo una gárgara de risa contenida. Había quedado sentada junto a Santamarina y sentía el roce del lino de su pantalón en el muslo, porque la pollerita se le había levantado un poco.
Piaget se golpeó la barriga.
-¡Me muero de hambre!
-¡Otra vez! -dijo Hans.
-Un heladito vendría bien, la verdad -dijo Piaget y estiró el cuello hacia la campana de vidrio donde había flanes con dulce de leche y crema y bochas blancas de helado que se iban derritiendo. -Crema americana hay. Mi preferida.
Ahora, dicen también que hubo días en que Piaget recibía ofrecimientos importantes, días en que hasta los curas estuvieron obligados a admitir la necesidad de sus retratos. Si por entonces el genial Paillet hubiera podido atisbar el cerebro de Piaget habría sentido que un discípulo valiente seguía dispuesto a retomar los caídos blasones del oficio. Porque si un antecedente habría tenido el excluyente camino de Piaget hacia el arte, ese parece haber sido el hecho de conocer casualmente las fotos increíbles del gran Fernando Paillet. Trascendió que fue la época en que estudiaba en Esperanza, cuando vivía en casa de su prima Marcia Nadina, cuando sólo se llevaba bien con uno de los compañeros del colegio nacional, el ario y pecoso Franco Tetris. Como él, también Franco Tetris estaba electrizado por las máquinas, sólo que aquel iba orientando sus arrobos a los motores de los remolcadores y de las lanchas, tal vez porque vivía con su familia en una casona cerca del río, y a Piaget le interesaban en cambio las viejas cámaras de fuelle que exhibían en el museo. Se habrían hecho cómplices porque a ninguno de los dos les interesaban las materias de los programas de estudio salvo biología, y porque de todas las especies vivientes habrían además coincidido en la maravillada fascinación por los ortópteros, que no en balde eran la primera especie del reino animal capaz de reaparecer sobre la tierra después del estallido de una bomba atómica. Pero en el inicio de la amistad ya está siempre el germen de las diferencias. Si bien habrán disfrutado ambos de los desfiles militares que se transmitían por la televisión en blanco y negro, a Franco Tetris le llamarían poderosamente la atención las propagandas que invitaban a sumarse a la Armada y a Florián Piaget, las del Ejército Argentino. En los recreos jugaban al tute cabrero y a la generala, y juntos habrían pergeñado un sistema para regular el azar de los dados con el que se sintieron brevemente unidos y en cierto modo, tal parece, superiores a los demás.
Fuentes bien informadas comentan que el sistema consistía en ser leales a un mismo número durante toda la partida. No importaba cuál fuese, ni si en los tiros siguientes éste aparecía formando o no juego con los otros. El secreto para ganar era dejarlo siempre a la vista, sobre la mesa, y hacer girar la totalidad de las siguientes tiradas a su alrededor. Lo ideal era ascender desde el uno o ir bajando desde el seis. Y recién ir aceptando a los otros a medida que se completaban las combinaciones de aquellos. Perder era acatar las consecuencias de haber traicionado el impulso inicial. Disciplinado, cierta vez Florián aceptó la prenda de pasar la noche enteramente solo en el cementerio, sin siquiera una linterna, hasta entrada la mañana. Llegó con botas de goma y una lona impermeable pero en lugar de refugiarse entre las frías piedras y las puertas metálicas, con aldabas redondas y ventanas circulares o poliédricas con la palabra PAX soldada en los aluminios bien pulidos, buscó una tumba con pasto al aire libre, precavidamente cercada con cuatro paredes de reja y la amplitud de dos lápidas de piedra que le permitieran alternar el apoyo de la espalda en caso de que la tierra frente a alguna de las dos estuviese demasiado dura para descansar. Desde donde estaba podía ver los vitraux de los Cristos entre nubes azules, ridículamente estoicos con sus mantos púrpuras cruzándoles los camisolines en las criptas cercanas, iluminadas por una bonita luna llena. La temperatura era idílica. Antes de que le llegara el sueño Florián fue pasando un lápiz negro sobre una hoja de su cuadernito de apuntes, que apoyó en la piedra para calcar las primeras letras en relieve de la lápida que eligió como respaldo:

TUMBA DE LA FAMILIA

Y también calcó con el mismo sistema los siete semicírculos, cada uno con una silueta de santo sin cuerpo ni rostro, que encumbraban la parte superior. Puso particular concentración en el ángel cuyas alas reemplazaban la totalidad de la figura de rizos blondos como ruleritos, que se parecían mucho a los de su mejor amigo. Esos rulos tenían encantada a Marcia Nadina, que se sentía la elegida del más frío de los chicos de Esperanza. El amor le hacía confundir gelidez de carácter con timidez; y Franco Tetris aprovechó su romanticismo para transformarlo en sumisión sexual. El joven Piaget escuchó los detalles creyendo que no le interesaba otra cosa que la fantasía de imaginar a su linda prima moviendo la cabeza como una autómata entre las piernas de su amigo, según dicen.



Al parecer, los desafíos juveniles fueron siendo reemplazados por una mayor cantidad de visitas al museo. Una mañana de rabona sintió la fascinación de ver, además de las viejas máquinas y la exposición de insulsas imágenes de trabajadores agrícolas ordeñando vacas o saliendo de sus fábricas de esclavos, el despliegue poético y asombroso de los retratos de difuntos. Injustamente famoso se había vuelto el retratista esperancino Fernando Paillet, a su precoz criterio, por el registro de los trabajos y los días de sus contemporáneos, primera oleada de inmigrantes que poblarían el país, pero nadie decía nada de la genialidad de su gesta como pionero de las ars moriendi argentinas. Piaget tenía poco menos de quince años y esas imágenes habrían marcado un antes y un después; los cuerpos muertos estaban en sus féretros muy bien vestidos y maquillados, había algunos de adultos y otros de bebés de pecho. Los bebés de pecho posaban atados a unas sillas, con los párpados rígidos y las manos cruzadas sobre el babero. Los adultos parece que aparecían siempre de riguroso frac, con los bigotes bien peinados. Las asociaciones iban a empezar a surgir a partir de ese momento en su conciencia de un modo tedioso; las imágenes mortuorias fueron desplazando de sus intereses otros motivos más amables. Fotografió con su cámara infantil las mismas fotos, incluso las de niños descalzos haciendo las tareas rurales, láminas sepias precariamente sostenidas entre vidrios y cartón, que veía colgadas en las paredes enteladas con motivos florales de color bordó. Y cuando las reveló fue colocando redondeles y haciendo dibujitos alrededor de las copias en blanco y negro con marcador azul. Circunvaló con frases burlonas unidas por flechas a los cadáveres retratados. Un movimiento de la creación siempre lleva a otro y bastó que empezara a animármele a esos espectros para que se despertara en él la imaginación más macabra. Al cabo de media hora las copias fotográficas estaban llenas de flechas, números y letras. Se sintió exhausto pero feliz; después le vino, por primera vez, el cansancio enorme.
En pocas semanas su habitación entera estaba pletórica de fotos espantosas clavadas en las paredes hasta el techo. Los desarticulados, supuestos proyectos bélicos de dominación y conquista, incluida la posibilidad remota de disputarle a Franco Tetris el usufructo sexual de Marcia Nadina, sufrieron las consecuencias de esa visión que extrañamente comenzó a resultarle de imperioso buen gusto y absolutamente a la page. Tomó por costumbre cargar su cámara de fotos para ir a recorrer la vera del río. Pejerreyes y dorados recién salidos del agua fueron sus modelos de iniciación. Al joven Piaget le interesaba captar el instante en que los estertores epilépticos del pez entrampado por la boca abierta dejaban paso al rigor mortis; sin conocer aún el sentido de la palabra, atendía fascinado el lento vuelco hacia la muerte de la especie, retorciéndose estérilmente por conservar la vida hasta que la ganaba la rigidez de las agallas secándose al sol. Se cuestionaba al principio no sacar la suficiente cantidad de fotos para registrar el instante mínimo, preciso; se excusaba diciéndose que casi nunca los pescadores tomaban a bien que él estuviera haciendo eso. Aprendió a ser discreto desoyendo los insultos de los hombres y eludiendo las cabezas de pescados que le tiraban los niñitos miserables.
De modo que cuando fue un hombre joven y volvía a pasear por Esperanza de visita por lo de su prima Marcia Nadina, recuperaba un poco de su pax eterna. Era eso. La vertical inscripción del frontispicio del cementerio que se veía desde una cuadra rezumando perennidad.
Franco Tetris habría entrado a navegar con los marinos profesionales y avanzaría velozmente en el escalafón de mandos. A diferencia de Piaget, a él no le interesaba en lo más mínimo retornar a los días de la infancia, dicen nuestra fuentes. Y que en el descarte del pasado entraba todo, inclusive su novia autómata. Pero en Esperanza, Marcia Nadina no estaba resentida por la desmemoria de Franco Tetris. Buena hembra como era, ahora usaba su cuerpo a gusto y destajo con los hombres que le interesaban; en su cama hacía la vista gorda, con perdón de la expresión, a las excentricidades de sus amigos, incluidas algunas conductas insólitas del propio Piaget cuando finalmente la patria le encomendó un rol más activo en la defensa del bien vivir occidental y cristiano. Y si bien no las justificaba, ella hacía silencio. De la documentación consultada se desprende que en sus preguntas, cuando se escribían, Marcia Nadina no manifestaba excesiva curiosidad, que le prestaba dinero que enviaba por correo y hasta llegó a hablar con los curas (con el católico y el evangelista) cuando Piaget le contó lo de las fotos de difuntos.
La explicación llegó en una de las cartas más extensas, donde anunciaba que le iba a decir cómo eran las cosas: desde los años cuarenta estaba extraviada, escribió Piaget, la fúnebre costumbre de retratar los muertos; era vergonzoso que nadie hiciera justas loas en la ciudad de Esperanza al más grande de los fotógrafos y el único, que él supiera, que se había animado a incluir en sus carpetas sus ofertas de trabajo con el género hasta bien entrado el peronismo. En la ciudad Piaget habría estado buscando infructuosamente empleo en lo único que él sabía hacer. Aún no habría leído los libros que hablaban de eso pero intuiría la médula del asunto. La fotografía es el arte que detiene la duración, le escribió a Marcia Nadina. Un instante captado cristaliza el tiempo en su devenir. Me pregunto: si la fotografía interrumpe el fluir de los acontecimientos vivos, ¿qué clase de duración interrumpirá la fotografía de difuntos? Si los hubiera tenido en esos momentos no cabe duda de que junto a la carta le habría enviado a su prima dos artículos de la revista Foto Mundo, firmados por un misterioso investigador que firmaba El Capitán, que iba a atesorar años después. El articulista contará en ellos el desarrollo que la fotografía de difuntos había tenido en su país. Iniciada a fines del siglo XIX, sus manifestaciones llegaron hasta las primeras décadas de éste, leería Piaget. Y luego de memoria (porque los párrafos no coinciden con el original), la explicación de cómo los primeros inmigrantes requerían los servicios de los fotógrafos cuando fallecía un familiar para poder enviar a Europa la prueba de que éste había muerto. Una cuestión natural, entonces, equivalente a la que aún en el día de la fecha existe en otros países latinoamericanos como México, o en vastas zonas del interior del país donde cultos sincréticos como San la Muerte o la Pachamama conceden a las costumbres funerarias rango social. Es presumible que de haber tenido consigo los artículos en el momento de su llegada a la ciudad, como para incluirlos en los envíos que le hacía a su prima Marcia Nadiana, Piaget habría subrayado un párrafo en especial, que tenemos frente a nuestros ojos, aquel donde el investigador explica que ha basado su estudio en generalidades técnicas e históricas y en una particularidad: un conocido fotógrafo de Esperanza, Fernando Paillet, cuyo archivo fue, es, sería recientemente reconstruido merced a un subsidio de una fundación llamada Antorchas. Pero en la ciudad, sin trabajo como se encontraba en los albores de la dictadura, Piaget estaba lejos aún de conocer la letra que lo reconciliaría con su oficio. Como se dijo, habría ido viendo una por una las casas de fotografía de la ciudad ofreciéndose para trabajar sin resultado. Una recorrida a posteriori por los principales locales que prestaban servicios fotográficos en la ciudad –y también por los más minúsculos, incluido el de la familia Rey, injustamente olvidado en estos días-, develó que la generación que en esos años dominaba el negocio lo miraba con el mismo desagrado con que lo habían visto los pescadores de Esperanza. Era indignante pero la prestación del servicio ya no figuraba en ningún aviso, como si la única muerta con derecho a ser retratada siguiera siendo, escribió Piaget, la putona de Eva Duarte. O el ridículo político con cara de chino que había salido en la tapa de Gente, escribió Piaget. Esta ciudad está llena de prejuicios, no sé puede creer, escribió. No te dejan trabajar. ¿Dónde están los bastiones del arte? ¿Cuándo vamos a encontrar nuestro espacio de resistencia los artistas que no le tenemos miedo a la muerte? Y te aseguro, primita, que me tomé el trabajo de preguntar, de averiguar. A este paso voy a tener que morir en una de esas revistas amarillas o en una agencia de noticias, que viven de los huesos que les tira la policía. Esto no da para más, es un caos total. Un descontrol. Acá lo que hace falta es que alguien ponga mano dura. Ahí vas a ver cómo los que servimos para algo, los que tenemos cultura, vamos a empezar a ser escuchados de nuevo. Hay que volver a las fuentes, primita, escribió Piaget en esa carta. Y en uno de sus cuadernos diarios, que también han llegado a nuestras manos: En otro orden de cosas, estoy engordando cada vez más. Desde que empecé con estos trabajitos no paro de subir de peso. No sé qué me pasa. Debe ser la tiroides yo creo. No me vas a reconocer cuando nos veamos.


El micro de NECE en el que habría hecho la combinación desde Rosario modificó su horario habitual. Así, en lugar de estar en la ciudad a las 20.20 del viernes, se encontró en la cuna de la colonización argentina muy temprano. Los viajes en micro siempre aceleraban su ritmo cardíaco. Y despertarse en uno era indefectiblemente hacerlo con una erección. Sin haber hablado con nadie durante todo el viaje, Piaget bajó y se encontró con el cuerpo de Marcia Nadina estrechándolo en un abrazo que lo perturbó. Era impresionante lo grandes que se le habían puesto los senos desde que no la veía. Sin pensarlo demasiado le pidió un minuto y entró al baño con la intención de masturbarse. En el baño de la Terminal los azulejos eran blancos. Había un tacho de basura en la entrada. Adentro, tres lavatorios, cuatro mingitorios, tres inodoros y un grafittie enorme, que pegaba toda la vuelta a la pared escondida tras la entrada y cuya primera palabra

VIRGEN

completamente borroneada, no vio. Mientras se lavaba las manos leyó de reojo el mensaje incompleto:

SANTA TE AMO

Al salir notó los dos carteles metálicos, de chapa barata, que indicaban que ahí estaban los baños de hombres y de damas. También que el color de la pared que bordeaba los pasillos de la Terminal era tenue, pastel. Un celeste lavado, quizás verde agua. Indudablemente de algo líquido. Líquido como habían sido los océanos inaugurales, los ríos. Junto a la pared, un grupito de personas hacía lo posible para recortarse estoicamente del fondo pintado de un mural que no había conocido el talento de un Rivera o un Siqueiros. El cartel del baño que decía DAMAS tapaba la cabeza del padre pintado de la familia, un criollo verdoso de labios gruesos y gesto adusto, compuesto en trazos bruscos, sin técnica, que podrían corresponder a los de cualquier habitante del mundo de no ser por su indumentaria típica, que atestiguaba pobreza: una camisa bastante lograda, brillante de mil lavados, pantalones fuera de uso, alpargatas con bigotes.
Pero más que la ropa, lo que daba idea de la menesterosidad de esas figuras era el equipaje. A sus pies, ocultando la base de la pared, baúles, bolsas y canastos insinuaban en la pintura la existencia de un presente portátil, cercano y práctico. Sentada arriba del mismo equipaje estaba la mujer del inmigrante, la dama. La misma ropa ordinaria, el mismo tono de piel aceituna. El brazo derecho sosteniendo un botellón o una bolsa de arpillera. Quizás un canasto. No se entendía. De su hombro izquierdo otro bártulo, como el que tenían a los pies, y que rápidamente permitía ubicar, por si algún espectador le quedaran dudas, que eran pobres pero animosos, bien dispuestos a deslomarse al sol todo lo que fuera necesario en el país que los alojaba, para hacer de sus vidas y muertes parte y arte de un futuro próspero, ineludible y feraz.
Antes de que Marcia Nadina subiera al Chevy sus bolsos Piaget cruzó unos pasos en diagonal desde la terminal hasta la oficina de Quiniela. Compró un cuaderno barato de tapa blanda, con una linda bandera y un sol sobre la cartulina naranja. De Paillet había tomado también la costumbre de abrir cuadernos nuevos para cada ocasión. Cuando arrancó el auto le comentó las novedades. Que ahora tenía finalmente trabajo. El país iba encarrilándose gracias a los militares. Había conocido a un Capitán del Ejército que apreciaba mucho sus retratos. Por supuesto le contaba todo esto confiando en su total reserva. Le gustó notar que ella solita le decía de ir al cementerio después de llevarlo al hotel que le había reservado. En el camino, Piaget le agradeció la discreción, no el lugar que le había buscado para alojarse. Porque la verdad que ese hotel del centro era espantoso. Marcia Nadina hizo un mohín y le apretó amistosamente la rodilla con la mano derecha sin soltar el volante que guiaba serenamente con la otra. Después detuvo el auto en la tienda de mascotas y bajó. Piaget se entretuvo viendo a las jovencitas que a esa hora caminaban por las calles blancas del pueblo rumbo a sus colegios: faldas plegadas y medias y sueters azules, zapatos con cordoncitos; medias y sueters verdes con faldas grises o de color bordó, unas que otras en guardapolvos. Marcia Nadina salió con un paquete cuadrado sostenido contra el pecho.
Lo acomodó en el baúl.
Entrando a la alameda, puso el auto en segunda y aminoró; no admitió estar preocupada por él, y Piaget reconoció la gentileza acariciándose la papada. Insistió, eso sí, con que le consiguiera un sitio de estada mejor. Marcia Nadina conseguía cualquier cosa en cualquier parte, lo cual no dejaba de ser notable, dijo, pero la verdad que ese hotel de mala muerte, disculpame que te lo diga de nuevo, es una porquería.
-Si fuera sincero, debería darte las gracias por dejarme venir. ¡Pasé unos días espantosos! Pero quizás si me consiguieras una piecita a la vuelta de tu casa... -dijo Piaget.
-Ya me las vas a dar -dijo Marcia Nadina-. Tiempo al tiempo. Primero me tenés que ayudar a mí con algo.
Al bajar del auto Piaget lamentó no haber tenido la cámara de fotos encima. A pleno sol del mediodía, el pórtico del cementerio se veía encantador. Un cuadrado de color se proyectaba entre las dos columnas prometiendo jardines y aire puro. Tupidos, verdes arbustos bien podados delimitaban el invitante sendero de acceso. Una cruz latina blandía su despojo en el frontispicio, ecuánime y austera entre las dos extrañas calaveras que, a equidistantes lados, lo custodiaban desde las pilastras laterales. Sobre las criptas que daban a la avenida central, que no tenía arbustos bien podados sino piedras sucias, puro verdín, la luz era centellante, enceguecedora. Es cierto que el corredor central era hermoso: piso de mosaicos o tal vez lajas de cemento. Musgo en la piedra ocre, en los hombros de las Victorias Aladas y en las cruces griegas, y también en las egipcias y las gamadas, en las de San Antonio y en las de San Andrés, en las de Lorena y en las de Malta, en las treboladas y en las potenzadas, y en las ancoradas, y en las papales. No, en las papales no. Ya era mucho conceder.
Marcia Nadina entró delante de Piaget, abrazando el paquete. Caminó despacio. Se paró frente a la cripta que tenía un signo grabado en la piedra del dintel, como una soldadura de hierro en la que se unieran tres letras: jota, eme y ese (quizás no una eme sino una hache) conformando un símil bastante bonito del frontispicio, portal y todo lo demás, con su cruz bien latina arriba.
-¡Maldición! -dijo arrodillándose-. ¡Está abierta otra vez! ¡Rompieron el candado, mirá!
Piaget sospechó una broma y calló. Marcia Nadina inclinó apenas la cabeza y dio un paso hacia el interior. Dos ataúdes mostraban su perfil más angosto; uno de ellos, el más corto, tenía un mantelito tejido al crochet sobre la tapa y un porta retratos extrañamente vacío cuyo marco de fina plata trabajada artesanalmente, del tamaño de un cuaderno escolar, contaba con ochenta incisiones, líneas diagonales regularmente dispuestas entre cuatro flores treboladas de ocho pétalos. En el piso había un florero de cristal tallado, azul, alto, milagrosamente entero, con tres mustias calas asomando como larvas de bicho canasto. Marcia Nadina dejó su carga en un rincón del piso, como quien deja una ofrenda, levantó los floreros y olió las calas. Después alzó el marco de plata en blanco y lo apretó contra el pecho. Besó el vidrio sin imagen y lo colocó nuevamente en su lugar. A Piaget, que había preferido quedarse afuera, le pareció increíble que una persona pudiera moverse con tanta agilidad en un espacio tan pequeño.
-¿Cuánto tiempo hará que está así? -preguntó Marcia Nadina estirándole las calas para que él, obviamente, también las oliera. Vio aproximarse los piristilos amarillos a su nariz y temió un ataque de alergia.
-¿Dos días? -dijo Piaget cortésmente, por decir.
-Tres -dijo Marcia Nadina.
-Otra vez te ganaron de mano.
-¿Quién?
El chiste no le pareció gracioso, a su amiga, pero no se enojó. Se limitó a quitarle las calas de la mano y volver a colocarlas en el florero. Puso el florero sobre el mantelito con prolijidad. Acarició los blancos pétalos de una con el dedo. Se persignó. Después salió entornando cuidadosamente la pesada puerta de hierro.
El resto del paseo estuvo pensativa y triste. No prestó atención a ninguno de los chistes que hizo Piaget ni se mostró interesada en colaborar con la búsqueda del lugar donde estaba enterrado su maestro. Como comprendió que a ella no le causaban gracia las alusiones a las incongruentes expresiones de los muertos en las fotos de cuando aún estaban vivos, que decoraban algunas lápidas, Piaget cambió el rumbo de sus palabras y se puso a hablar del oficio. Sospechó que alguna fibra había tocado con la digresión porque la distancia de Marcia Nadina desapareció como por encanto, y hasta toleró la laxitud de su manopla en el cuello, sudoroso consuelo.
Fue una concesión que Piaget no imaginaba, y la prolongó anillando el meñique en un largo mechón del pelo colorado.
Para él, era una técnica casi infalible: la muerte suele aflojar la estrechez más católica; cuando en la ciudad quería seducir a una ranita resistente a sus encantos la invitaba a pasear por Recoleta o la Chacarita. Cuanto más doncellas, más temblorosas las ponía su familiaridad para con el más allá; fácil resultaba entonces envolverles la cintura con el brazo, y luego besarlas en los finos labios, sorpresivamente. Fácil era llevarlas a un estado de entregada ternura haciéndoles evocar las tristezas de la fatalidad. Besar y acariciar resultaba casi lo mismo entre las lápidas y no sólo lágrimas surgían de las fuentes de esas chicas inocentes. Así había conocido a una hija de vascos muy interesante de la que en algún momento se iba a enamorar. Pero cuando intentó rodear el talle de Marcia Nadina con el brazo ella se detuvo en seco y lo fulminó con una mirada. Empujó su cuerpo (es decir, quiso empujarlo) diciendo:
-¿No podés estarte quieto un momento? Al Capitán ese que te dá trabajo no te veo molestándolo así.
-Dame un beso -dijo Piaget avanzando sobre ella.
-Esperaba que no lo dijeras. ¿Por qué tenías que decirlo?
-No quiero verte muerta. Te quiero viva y te vi muerta.
-Yo también me vi. Era mi cripta. Nuestra cripta.
-Ya lo sé...
-Yo quería... Yo quisiera...
-Si...
-Que vos...
-Decíme. Vení. Sentémonos.
Habían llegado a la zona más pobre del cementerio, donde las tumbas apenas si tenían cruces de madera. Cerca de ellos, dos o tres huecos flanqueados con pilones de tierra removida pronosticaban exequias. El cielo resplandecía sin una nube.
-¿Que yo qué? Decíme. No tengas miedo -susurró Piaget forzándola a sentarse junto a él. Volvió a deslizar su mano por la cintura de Marcia Nadina Y mientras aguardaba la apelación, el pedido de ayuda (que reclamase por el destrozo a la Administración, que acaso le hiciese el ruego de arreglar el candado) introdujo suavemente el meñique, estirando al máximo sus tendones, sin mover un ápice la mano, por entre la blusa floreada y el pantalón.
La inmovilidad de Marcia Nadina reafirmó sus pareceres: ningún territorio era inaccesible para un barquero del Estigia. Sintió el sudor aflorando en las últimas vértebras lumbares de su prima.
Pero ella pidió otra cosa:
-Me gustaría que lo fotografiaras -dijo de un tirón.
-¿A quién?
-A mi nene muerto…
El peregrino dedo de Piaget subió velozmente al exterior.
-No quiero que el marquito quede vacío -dijo Marcia Nadina.



Yo, Florián Piaget, fotógrafo de difuntos, he aguardado un día completo, como un aficionado, antes de emprender la tarea. En el patio, sobre una carretilla de jardín, la jaula para gatos con la bolsa de plástico blanca con la cosa adentro. Hemos entrado por la noche a la cripta aprovechando que ya estaba abierta y abrimos el pequeño féretro. Eso me hizo dudar de que en realidad alguien hubiera roto los candados pero no venía al caso. El hedor era insoportable, por lo que me he visto obligado a embolsarlo lo más herméticamente posible antes de ponerlo en la jaulita que Marcia Nadina había dejado previsoramente el otro día, cuando fuimos de visita. La cargamos en el baúl. Afortunadamente el matrimonio que regentea el hotel se creyó que el objeto que llevé en una carretilla era un lechoncito destinado a ser asado en la parrilla comunitaria. Entré la carretilla por el patio a la calle de atrás donde apilan cajones azules y rojos con envases vacíos de cerveza, otros de madera y bolsas llenas de basura pero negras, desprolijas, de consorcio. El patio se abre a un campito donde pastan los animales de esta gente. Gallinas, puercos, pollos, un equino viejo. Más que campito, chiquero.
Me ofrecieron guardarlo en la heladera de la cocina y acepté con un reparo:
-Por favor, no vayan a abrirlo.
Se miraron con suspicacia.
-Está sazonado ya.
Si no me echan, quizás contraten mis servicios alguna vez. Prefiero de todas maneras mantener las cosas en secreto.
Tomé unas buenas imágenes durante la siesta. Fue inteligente hacerlo a esa hora, en que el matrimonio que regentea el hotel estaba durmiendo. Probablemente los interrumpí cuando tenían sexo. Estuve inspirado. Con cara de pocos amigos, en musculosa y hojotas, porque lo había sacado de la cama se ve, el dueño me abrió la cocina y me dejó llevar la bolsa sin preguntas. Le expliqué que quería presentar el lechoncito en la parrilla. Me miró como a un excéntrico y dijo que cuando terminase lo volviera a guardar sin avisarles nomás. Le di las gracias y rechacé amablemente la ayuda que me ofreció para cargarlo, que hizo a desgano. Empujó la puerta de alambre que daba al patio junto a la cocina y volvió a su cuarto para seguir comiéndose a la apestosa de su mujer, calculo. Cuando me quedé solo saqué la bolsa blanca y la coloqué sobre la mesada de la cocina. Resguardé mi nariz con un pañuelo, más por costumbre que por espanto, y la abrí. Deslicé el plástico hasta liberar la cabeza y el torso. Obturé varias veces sobre los pequeños miembros deshechos. Es increíble la conmoción que tan poca sustancia puede producir sobre la gente, a profesionales incluso.
A escondidas como un aficionado lo hice. Y mientras lo hacía, de pronto, a mis espaldas, un estremecimiento: alguien observando mi labor. Oí su respiración. Pude sentirme mirado por sus ojos. Amargura de ser descubierto, pero más aún, de no haber podido concluir el encargo de Marcia Nadina. Nada de sexo con la chiquita, pues, para mí, debido a vaya a saber qué entrometido curioso de quien el gerente no me había sabido preservar. Di vuelta la cabeza lentamente, para transmitir algo de mi incomodidad al mirón. No yo (contratado, aunque de palabra igual contratado, para eternizar una migaja de terror) sino él, fuera quien fuera el que fuera, fuera de lugar, debía sentirse indecente.
Pero no era persona sino animal. Un caballo. Blanco. Fuera de contrato, fuera de control. Sin notarlo, el animal venía a sobresaltarme con sus resoplidos quejosos desde el otro lado de la puerta de alambre. A su espalda estaba la carretilla, que nunca devolví. Disparé una vez más, despreocupado. El noble bruto batió las orejas asustado por el flash de la máquina. Sus belfos cosquillearon el aire. No haber podido hacer ablación de su presencia acusadora, una lástima. ¿Y el muertito? Lo embolsé nuevamente, lo puse vertical para mantener los brazos en posición y lo recosté sobre el cajoncito de las verduras de la heladera. Antes de dejarlo introduje unas hojas de lechuga que encontré para contribuir al verosímil del asadito de lechón.
Por la noche, después de caminar todo el día, descansando, entré de vuelta a la cocina y lo trasladé a mi habitación, en la planta baja. Afortunadamente se levantó fresco y corría aire, así que pude dejar la ventana abierta. Me traje hielo de la heladera económica y lo puse en el baldecito de residuos del baño, para mantenerlo fresco. El olor se irá yendo, especulo, y podré dormir tranquilo.
A la mañana terminaré el encargo.

Mañana martes debería salir, decididamente, a buscar casa con estudio y depósito, tal vez el frigorífico abandonado que hay en las afueras... ¿tendrá agua corriente y luz eléctrica?

Marcia Nadina me dijo que iba a devolverlo a primera hora del miércoles. Tengo todo otro día por delante. Eventualmente, pedirle que extienda el plazo. ¿Se conservará intacto? Bueno, pues, más hielo a primerísima hora. Si es seco mejor. Una heladería acá a la vuelta, me pareció ver. Tal vez tenga que mentir que tuve que postergar el asado. Tampoco les dije cuándo sería, después de todo. Es más razonable viernes a la noche que en la semana. Más creíble.
Podría ser perfectamente una ternera bebé, no un lechón.

Estando en la cocina me sobresaltó una punzada de hambre. Una vaca entera quise tener en mi gaznate. En fin, que no la hay.

¿Y el caballo? ¿Cómo pudo entrar un caballo blanco hasta el patio del hotel?

Ese banquito celeste del baño está bueno para sentarlo.
¿Cómo no lo vi antes?
Estoy negado.

3 de la mañana.
Música de acordeón.
Una chacarera, no sé.
El muertito se salió de su cajoncito en la heladera y caminó enclenque por los pasillos alfombrados del hotel y entró en mi habitación. No se detuvo hasta que no llegó a los pies de mi cama. Trepó, reptó, sentí sus manos nauseabundas en las pantorrillas, los muslos, las nalgas. Me di vuelta asqueado y rodó. Prendí el velador: cómodamente sentado junto a mí, con su (literalmente) media lengua podrida, dijo:
-Etás godo, papá.
Y yo:
-¡Estoy muerto, ay!


Piaget está en otra cosa, decididamente en otra cosa, pese a que antes estaba en ésa, en la adecuada, en la que forma parte de su trabajo y quiere atender. Pero está disperso. Piaget está disperso. Por no confiar en seguir el número de dado con el que empezó a ganar va a perderlo todo. Su objetivo era otro. Recuperar el honor del oficio era otra cosa. Le pasó por excitarse con Marcia Nadina, se dice. Para qué, si ya tenía a una vasquita muerta por él esperándolo en la ciudad. Y entonces es inútil que vuelva a sentarse delante del pequeño difunto, en la madrugada, o que se levante y camine hacia la pila de fotos que asoman del cajón más bajo de la cómoda, en ese cuarto de hotel, y que hubiera sido mejor no llevar consigo, piensa, sobre todo teniendo en cuenta que todo aquello que encuentren entre sus pertenencias los hombres del Capitán podrá más temprano que tarde convertirse en su pasaporte de defunción, pero que necesitaba arrastrar. Lo mismo que trae peligro a veces te salva la vida. Lo que incrimina a uno, según el abogado defensor, es materia prima, oro en polvo para el fiscal.
Ha logrado mantenerse firme frente a su prima Marcia Nadina, que lo llamó varias veces por teléfono, pero ahora se da cuenta de que lleva la putrefacción metida bajo la piel. Ha pasado toda la mañana dando vueltas por el pueblo sin poder obturar una sola vez su cámara. El hielo que puso junto al banquito celeste se derritió todo. Ha pasado toda la tarde encerrado y, raro en él, ni siquiera quiso almorzar. Durmió una siesta de casi cuatro horas de la que se despertó con la boca pastosa y de mal humor. Ahora, en la habitación, la presencia es tan apabullante como la pila de fotos. Si Piaget las pusiera en el suelo una encima de la otra y se sentara al lado llegarían hasta la altura de sus rodillas. Decididamente no es lo mismo retratar a muertos de oficina que llevarse el trabajo a casa, y menos que menos a uno tan familiar. Y que se está pudriendo, Piaget puede darse cuenta. El olor empieza a ser intolerable. Pero está paralizado. No sabe porqué. Nunca le pasó una cosa así. Si no consigue hacer las fotos para la mañana siguiente lo va a terminar quemando de verdad en la parrilla.
En eso está pensando cuando junto a la ventana de la habitación ve a una chica de pollerita a cuadros azules y rojos sacándose los faldones de la camisa fuera de la falda para estar más cómoda, porque se ve que acaba de volver a su casa del colegio y a solas consigo misma no se preocupa porque alguien pueda verla. Por un momento queda fuera del campo visual de Piaget, y enseguida reaparece pero sin camisa, acalorada y en corpiño y se cuelga, Piaget se cuelga, en la figura de la colegiala, que ahora también se está quitando la pollerita, de perfil a la ventana melliza a la ventana del hotel, con movimientos perezosos de cachorra transpirada. Tiene las nalgas duras y altas la colegiala en ropa interior, comprueba Piaget, y la cintura perfecta. Un espejo frente a ella deduce entonces el fotógrafo que debe haber en esa casa porque repentinamente la chica del uniforme sin uniforme adopta poses: curva la cabeza agitando el pelo renegrido, sacude los mechones que van a cubrirle como lenguas de ébano el ojo derecho y la nariz, y parte de la boca, con la que hace una especie de puchero. Y también las manos de la estudiante se sacuden, desaparecen del campo visual de Piaget y reaparecen con la pollerita hecha un paño que ahora las manos revolean, en redondo, delante de los muslos, mientras su dueña quiebra la cadera hacia delante y hacia atrás. Y cuando las manos quedan libres Piaget la ve estirar los brazos y volver a traerlos al cuadro que compone la ventana arrastrando hasta sus pechos una especie de barra vertical, que podría ser de una lámpara de cobre o simplemente un palo de escobillón dorado. Lo que sea que es, lo planta en el piso y se mueve alrededor; se pone en cuclillas con las rodillas separadas y aleja bruscamente la cola, tropieza y se cae al suelo frente al espejo. Pero no es frente a un espejo que está haciendo su ingenuo espectáculo. Porque así como estaba la colegiala bailando de costado a la ventana ahora frente a ella surge otra, y otra. Y otra más. ¿Cuántas chicas de colegio viven en la casa de al lado de ese hotel de Esperanza? Buena pregunta, se dice Piaget, pero un moscardón pasa zumbando por delante de su nariz y se posa en los labios del muertito y el maldito insecto lo mueve a fotografiar, por fin, lo que está obligado, como si oyera una orden que en realidad le dijera, por decir, que los navíos deberían recalar en sectores previamente definidos, conforme a su peso y dimensiones, y no donde se le cante a los marineros como él, que no lo es pero bien podría haberlo sido de tanto que navegó por los mares australes.
-Estoy podrido de esto -se dice Piaget.
Cuando ese estado lo envuelve Piaget se siente fuera del mundo. Un ruido cualquiera lo distrae. La radio que viene del cuarto vecino, las chicas que vislumbra a través de la ventana son motivos suficientes para que él levante la vista de lo que está haciendo y se disperse. Pero gracias al moscardón ahora ya está saliendo de esa insólita parálisis de modo que en cuanto le vuelve a venir, después de dos o tres fotos nerviosas, sin siquiera prestar atención al foco, se disculpa pensando que también la distracción puede ser una forma del conocimiento. Algo leyó y sabe que el ser es una cosa y una nada la nada, y que no es exclusividad de los monjes entrar en estadios letárgicos cuando encaran la contemplación o conexión con el reino de los muertos. Eso se dice Piaget, tratando de concentrarse, pero las risas de la casa de al lado lo capturan nuevamente: entonces nota que las otras tres chicas de colegio no llevan camisas sino remeras, blancas, con monogramas, y que es para ellas que la primera ha estado practicando su baile de falso caño dorado. Una alegría fuera de lugar toma cuerpo en él y ahora la dispersión es imparable. A un solo dado, Florián. Perdiste, le diría su amigo Franco Tetris, que de su destino él sí que había hecho la apuesta segura. Se llevarían bien con el Capitán si se conocieran, se dice Piaget. Y con Feced ni hablar, no todavía al menos. Cortados por la misma tijera. De cutículas la tijera. Eso se dice mientras mira, por la ventana, a las colegialas practicando su numerito. Pero mejor vuelve al trabajo. Y retoma la realización de la toma que debió haber terminado muchas horas antes, interrumpida primero por la imprevista presencia de ese caballo olfateando su labor desde el patio del hotel. ¿Cómo pudo entrar semejante bestia? Una luz clara y rosada baña el cuerpo del muertito. Se viene el atardecer. Con gran esfuerzo termina el rollo, pero algo no funciona, es evidente, y decide recomenzar la labor una vez más pensando, obviamente, en los términos con que Marcia Nadina le hizo el encargo.
-Solamente vos podés hacerlo. Hacelo vivir de nuevo para mí.
Solamente él.
-Solamente usted, Piaget. Que parezca que hubo un enfrentamiento, eh.
Y la dulce voz de Marcia Nadina se mezcla, en su adormecida conciencia, con la del Capitán. ¿O es la del jefe de los gendarmes, Feced? Sudando la gota gorda el gordo, mientras la luz del día se apaga en la habitación. No está mal lo rosado. Por ahí va la cosa. Sabe que si no termina con lo que empezó esa noche le volverá el mal sueño, el muertito hablando, esa otra realidad, la falta de aire. El que a hierro mata. El que traiciona. Las risas de las chicas en la casa de al lado. Las mira. En el mismo rollo. Las captura despacio. Una foto para ellas, una para el muertito. Son muy putas, piensa con rabia. Y ahora las fotos son dos. Y tres. Y cuatro. Agitando las colegialas los brazos como molinetes, girando abrazadas, dándose besos como pajaritos con los bordes de los labios estirados, cubriéndose los ojos con las manos dadas vuelta como si en lugar de dedos tuviesen al final de los brazos un antifaz o un larga vistas que apuntan hacia el techo y hacia adentro de su pieza, hacia los muslos ofrecidos de la primera y hacia el vuelo que levantan las polleritas tableadas de las otras, hacia el piso y hacia la ventana donde Piaget las está apuntando con su Nikon. Entonces paran. Un instante dura el estupor. Y enseguida los insultos. Degenerado. Pajero. Mirón. Gordo asqueroso qué sacás. Las cuatro frente a la ventana. Horribles, furiosas, frenéticas. Y Piaget se asusta. Baja la Nikon.
Mira hacia el rincón donde tiene al niño muerto, el banquito celeste donde lo ató por las piernas para mantenerlo sentado.
-No, no, no. No es lo que se imaginan -dice.
Pero las chicas están desencajadas.
-¡Mááá! ¡Pááá! -grita la que está en corpiño y bombacha-. ¡Un tipo nos está sacando fotos desde el hotel! ¡Mááá! ¡Pááá!
Piaget se abalanza como puede contra la ventana. Busca la cortina de enrollar. La jala hacia sí. Fuerte. Las maderas crujen y bajan y golpean contra el marco.
-¿Quién, qué? -la voz ronca de un hombre que por suerte Piaget no ve, y tras la interrogación exaltada, como desde el fondo de una tribuna de cancha, amenazante y definitivo, el ultimátum: -Ya vas a ver, ¡porteño hijo de puta!



A oscuras en la habitación Piaget no respira, no se mueve. Me están poniendo a prueba, se dice, igual que el aprendiz que me mandó para evaluarme el Capitán en la ciudad. No hablaba el informe posterior que escribieron sobre él de la necesidad de borrarlo de la nómina pero sí de imponerle una mayor adecuación a los Objetivos Institucionales. Piaget sabía que por cosas menores otros empleados civiles habían caído en desgracia. Hubo incluso alguno al que no volvieron a ver más. Lo único que les cupo a aquellos como indicio de certeza fue que les empezaron a demorar los pagos, primero, y luego a retacearles los encargos. Profesionales con tanto oficio como él era cierto que no había muchos, pero tampoco es que fuera irremplazable. Nadie lo es. Pero como él, que además del oficio conocía los fundamentos del arte, ningún otro. Y además era el más didáctico de todos. Por algo los aprendices se le acercaban tanto cuando lo veían trabajar. ¿O no había sido él por otra parte el que propuso imprimir el manual? La dinámica de las fuerzas era sin embargo muy veloz. Su jefe tal vez no seguiría siendo el Capitán dentro de un tiempo, tal vez un secretario pasaría a ocuparse de ahí en más de recibir sus entregas, y de encargarle los trabajos nuevos. Inútil era preguntar, indagar razones. Llegado ese punto, Piaget sospechó que mejor si se alejaba por unos días. Ir a hablar con el comandante Feced fue lo primero que se le ocurrió. Y después de pasar por Rosario, hacerle una visita breve de cortesía a la prima Marcia Nadina. Se reprochó el momento en que se le cruzó la idea de ese atajo.
Porque ahora tiene que terminar lo que inesperadamente ella le pidió, esa responsabilidad que lo espera desde el día anterior. Marcia Nadina volvió a llamar por teléfono diciéndole que no podía demorarse más. Que ella tenía sus aliados pero tampoco la pavada. Así no iba la cosa. Y si la cosa se ponía espesa, entre su propio pellejo gordo y el de ella, no lo iba a dudar. A Piaget le molestó más el tono en que lo apretó que el contenido de la frase, que no escuchaba por primera vez. Su preocupación era que el trabajo aún no estaba a su gusto bien terminado. Nada le garantizaba haber encontrado una resolución inteligente para la imagen del nene como Marcia Nadina se lo había pedido. No al menos antes de ver las fotos reveladas, y eso iba a llevar unas horas más de tiempo. Al menos otra noche, porque la habitación no era tan oscura como precisaba para revelar durante el día.
-¡Hijo de una gran puta y la reputa que te parió!
El padre de familia vuelve a insultarlo desde el cuarto vecino. Y a los gritos se suma ahora el llanto de un bebé. Así Piaget escucha atentamente los ruidos que vienen de afuera. Pasos por el pasillo. Es la mujer de la limpieza: distingue el ruido de los baldes y del lampazo. Pero parece que nadie va a ir a golpear la puerta de su cuarto. Se preocupó de más. Y finalmente, no fue él quien eligió esa habitación sino Marcia Nadina.



Una de las secretarias del Capitán le parecía interesante. Era alta, rubia, algo nariguda pero muy simpática. No era su tipo de mujer pero un día le prestó un librito negro. En la tapa había dos mujeres desnudas besándose en los labios, a punto de besarse en realidad, y una tercera, de pechos chiquitos, observándolas a espaldas de la del medio, que estaba arrodillada sobre una banqueta, en culo pero con los zapatos puestos y con los pelos de la nuca fuertemente retenidos por la mano de la primera, que le tironeaba la cabeza hacia atrás como para besarla en los labios. La mujer de pechos chiquitos tenía la mano izquierda apoyada sobre la cintura de la que estaba arrodillada en la banqueta, de tetas verdaderamente interesantes la del medio, no exactamente apoyada sobre los talones con los zapatos de taco alto, sino ligeramente erguida, expuesta. En la mano derecha la mujer de pechos chiquitos sostenía una vara o caña como de mimbre.
-No me interesa la pornografía -dijo Piaget cuando ella le insistió para que lo leyera.
Esa misma noche leyó cuatro páginas al azar y se distrajo. Tenía algo. No podría evaluar qué pero algo. Sin embargo, cuando la nariguda simpática le preguntó lo que le había parecido el libro no supo qué responderle. Cuando se lo devolvió ella lo miró con otro interés. O tal vez el interés era el mismo y él sólo se daba cuenta en ese momento de cómo lo miraba porque ahora tenían algo en común. Hasta ese momento el único contacto que habían tenido era el que se producía cuando Piaget dejaba sus sobres con las fotos para el Capitán. Ella le firmaba un remito puntillosamente y lo despedía con una sonrisa. La invitó a almorzar. Fue un impulso. Ella dijo que sí rápidamente, y agregó su nombre: Leticia, Leticia Garay, sin que él se lo preguntara. Durante la comida, a Piaget le impresionó lo mucho que tomaba, pero ella le habló de la amiga con la que vivía, una chica joven de armas tomar. Así dijo ella y cuando Piaget la miró con extrañeza explicó que expresiones como ésas se le habían pegado de su familia, abuelo y padre y amigos militares, descendientes, dijo ella, de conquistadores, como era obvio, ¿no?, de los fundadores vascos de la nación.
-¿Y qué clase de armas es de tomar tu amiga?
La vasca peló la cáscara de banana que había pedido para postre y la introdujo groseramente en la boca.
-Venite a casa a visitarnos y vas a ver -dijo.
A Piaget se le puso dura.
-Dame la dirección -dijo, y la anotó en una servilleta.


Cuando empezó a salir con la vasca Garay Piaget se consideraba un hombre feliz. Poseedor de un oficio con el que se ganaba la vida, no creía ser feo, aunque siempre había sabido, por cierto, que ninguna niña delgada, excepto quizás su prima Marcia Nadina, se expondría jamás a recostar su anatomía bajo sus adiposos músculos y tendones. El tiempo había traído cierto consuelo a su ansiedad. Así Piaget mirándose en el espejo del baño, gustándose cada una de las veces que sus ojos confirmaron su existencia. El tamaño creciente de su cuerpo le parecía un rasgo de salud propio de un príncipe ona. En su primer viaje a la Patagonia había aprendido que los caciques tenían por costumbre desposar a la doncella más delgada de la tribu y engordarla hasta hacerla tan gorda como ellos, signo de lo bien que su hombre la alimentaba. El discípulo que el fotógrafo esperancino Fernando Paillet nunca conoció tenía la cabeza redonda, la calva precoz; la eficacia de sus ojos achinados eran como pasas de uva en un pan casero, hilo del matambre en la carne cruda o clavos de olor en el puré de manzanas. Nada tenía que envidiarle a las dioptrías de otros hombres más delgados. Aletas anchas en la nariz y, bajo el mentón, abundante carne saludable.
Sus manos eran, quizás, demasiado grandes para el oficio; a veces, cuando le encargaban un trabajo apurado, hubiera querido poseer los dedos huesudos de su maestro, que así los había visto en una foto en el museo. Pero en términos generales, profesionales, la gordura no le producía mayores fastidios. Rubicunda era su piel, y el cuerpo, cuando la vasca Garay y él se enfrentaron por primera vez a solas frente a la luna de un espejo, respondió ágil y saludablemente ante unas cosquillas oportunas.
Para los días en que se enamoró de ella se encontraba completamente reconciliado con la osamenta que le había tocado en suerte: la carne es débil y agradecida, decía, y si la vasca me ayuda santo remedio. Bienvenidas serían sus suaves manos. Y tal vez su suerte de misántropo habría de cambiar debido al hecho de que, a diferencia de su admirado Paillet, él nunca había sido demasiado quisquilloso con los manjares que le ofreció la vida. El viaje a la Antártida fue la prueba. Los tabúes humanistas aún no se habían enseñoreado de la sociedad y los trabajos por encargo le habían permitido sobrevivir. La comprobada fertilidad de su semen y su contextura, tan útil para las bajas temperaturas, le hacía sentirse capaz de salvar el honor de todos los fotógrafos de difuntos del mundo en aquella y en cualquier otra ocasión.
Ahora entonces la tripulación andando adormilada y algo incómoda por los saltos en el mar y la bodega no rezumando precisamente buenos motivos para trabajar a gusto. Habían dispuesto los cuerpos para la tarde. Al subir al casino a desayunar compartió el agradecido estupor de los oficiales frente al despliegue de creatividad que el chef había desplegado.
-Hay trabajos que mejor hacerlos con el estómago lleno, ¿eh, Piaget? -le dijo el Capitán haciéndole un guiño.
Pulpitos, caracoles flotando en salsa de hongos, mousse de camarones, un león esculpido en una sandía, todo supuraba la precisa moralidad, el exacto equilibrio que sólo los grandes artistas pueden expresar, siempre y cuando, observó el Capitán, trabajasen al servicio de las grandes instituciones de la nación.
-Amigos, ¡la mesa está servida! -agregó el Capitán, un hombre joven y desagradable a pesar de no ser precisamente delgado. Piaget pudo comprobar cómo el profesionalismo requiere de un estómago resistente.
Simpáticos giros dieron alrededor de la mesa, con los platos entre las manos, y apenas si los muchachos de la tropa tomaron un bocado. Aunque se sentía en la obligación de cuestionar la impertinencia pagana del banquete, demasiado barroco para su gusto, optó por callarse, en principio, la boca.
-Antes de los trabajos sucios es bueno comer un poco, sí -dijo.
Creyó percibir el agradecimiento del chef (le habían ordenado que subiera al casino de oficiales) cuando le pidió una buena porción de aquel menú matinal.
-Los artistas tenemos que ser solidarios -dijo en voz baja cuando el chef llenó su plato sin levantar la vista de la larga y decorada mesa rectangular donde reposaban los frutos de mar.
-¿Seguro que no le va a caer mal, Piaget? -preguntó el Capitán.
-¿Mal a mí? No. Soy un experto en naturalezas muertas.
-Debería cuidar un poco su estómago, ¿no cree?
-Oficios como el nuestro son incompatibles con los estómagos delicados -dijo Piaget pronunciando cada palabra lentamente, con estudiada artificiosidad.
El Capitán achinando los ojos con la sospecha de una velada irreverencia pero después lanzando una carcajada y pateando el piso y aplaudiendo, y Piaget creyendo que sólo se detuvo porque la gran boca de la vasca Garay había aparecido en el foco de sus miradas, sonriente y manchada de mousse de camarón, con esa incongruente urbanidad que es casi física en las mujeres de clase alta, y se hace paradigma entre algunas hijas de militares, y mucho más cuando la mujer de un camarada resultaba, más que atractiva, excitante. El embarazo le sentaba realmente muy bien y el abrigo de piel que él le había regalado, abierto en el escote, alucinaba a los hombres exhibiendo ampulosamente el nacimiento de los hinchados senos que la vasca, tambaleándose un poco y con una copa en la mano, no se preocupaba por disimular. Para no ser menos, Piaget se pegó una sonora palmada en el abdómen.
-¡Riquísimo! -exclamó.


Un rato después se oscurecía el cielo. El aire adquirió una consistencia cremosa.
-Tormenta en puerta -se dijo Piaget antes de bajar a la bodega.
El Capitán se había adelantado y con él, varios oficiales. La vasca Garay se encerró en su camarote. Cuando empezaron a caer las primeras gotas Piaget acomodaba sus sombrillas en la bodega.
-Debería haber comido una manzana -pensó al obturar el disparador de la cámara frente al contenido de la primera bolsa negra.
El Capitán había ordenado que las dispusieran sobre una larga mesa rectangular, de aluminio o estaño, atornillada al piso.
-¿Le cayeron mal los camarones, Piaget?
Percibió la ironía.
-Somos profesionales -dijo.
Y disparó tres, cuatro tomas más. Había otro fotógrafo, un soldado, evidentemente novato en el arte de difuntos. Desde donde hacía lo suyo, el contraluz iba a quemarle todo el rollo. No quiso espabilarlo.


El Capitán llevando la cuenta de cada flash, de cada disparo, en un cuaderno de tapas blandas, con una bandera ondeando delante de un sol pletórico de rayos, sobre un fondo de color naranja. No era muy diferente al que Piaget había inaugurado durante los días en que hacía las fotos del hijito muerto de su prima Marcia Nadina, antes de que la policía descubriese la profanación del cementerio y de que el juez terminase considerando, con la oportuna recomendación que interpuso el ya entonces teniente de fragata Franco Tetris cuando supo del escándalo, que el único castigo posible para la muchacha era que la internaran en una clínica psiquiátrica. Sin embargo, la diferencia entre los cuadernos estaba no sólo en el color del fondo, cuya homogeneidad en el del Capitán era cortada por una banda horizontal más tenue y amarillenta, sino, sobre todo, en que el de Piaget, comprado en la Agencia Oficial de Quiniela Número 8752, apenas a unos pasos caminados en diagonal desde la terminal de micros de Esperanza, la bandera se fundía con el sol. Meter un sol en vez de la bandera podía también pensarse como una cosa arbitraria del fabricante o, para decirlo con mejores palabras, la inclusión del astro rey en lugar de la tradicional bandera podría no responder a una decisión azarosa de los fabricantes sino a una causa mayor, del orden del subconsciente colectivo. En efecto, el círculo de la tapa del cuaderno comprado por Piaget combinaba los colores celeste, blanco, celeste y amarillo en una sucesión de puntiagudas bandas horizontales que iban de sur a norte, de abajo hacia arriba, y que vistas más atentamente podían ser también confundidas con escarbadientes.
Y así se le habían figurado en un primer momento a él, en el hotel donde ni siquiera servían desayuno, aunque con los años se dio cuenta de que en verdad simbolizaban una especie de amanecer. Años después, para Piaget será clarísimo que en ese momento hubo sol y no bandera en su cuaderno porque estaba llegando, se quería alcanzar, la democracia. Para que se entienda mejor: los fabricantes de cuadernos no escapan a las generales de la ley. Ellos también se volvieron disimulados en las postrimerías del régimen. Todo el mundo sabe, pensará Piaget, que una bandera ondeando es mucho más nazi que un lindo sol. El cambio de diseño había simbolizado el de mentalidad en la sociedad. Algo similar a lo que había obtenido Piaget gracias a la reclusión de su prima Marcia Nadina: seguridad, anonimato y salvaguarda eterna a los secretos de su oficio.
Al cabo de media hora el movimiento del barco se había vuelto tan brutal que Piaget tuvo que salir un momento a cubierta. Enfiló hacia popa dispuesto a expulsar las ternezas marítimas del desayuno; el bamboleo le hizo trastabillar y por dentro de la camisa, por debajo de su piel grasosa, pudo percibir vaivenes de ascenso y descenso como si se hubiese transformado en el extraordinario hombre encinto que la reina de Inglaterra prometió premiar alguna vez con un millón de libras esterlinas. Acodado en la chapa, lanzó una humorada negra hacia el océano.
-Calamares, a su tinta -rió, abrazado a su estómago, mientras las gotas de lluvia pegaban en su calva y en su cara limpiándole el sudor y las lágrimas que el esfuerzo de vomitar le habían provocado.


Vino después el momento de los brindis. El Capitán contento y Piaget también. Habían estado tomando durante varias horas y así como una alegría induce a la otra, así a los brindis por los muertos flotantes sucedieron las loas a los que estaban bajo tierra, a miles de kilómetros de distancia. Los oficiales creyeron importante hacer alarde de magnanimidad. La tormenta se alejaba tan rápido como había llegado, los vinos dulces habían aflojado las gargantas y los hombres jóvenes compitieron frente al Capitán en la ostentación de sus crueldades. Uno a uno, los soldados fueron mencionando los cuerpos propios que habían hecho viajar al más allá en las escaramuzas a cielo abierto o en los sótanos donde los habían ultimado. Piaget se sintió incapaz de superarlos. El era un fotógrafo, no un guerrero. La intuición le indicó ser minucioso, clínico y medido en la descripción de sus hazañas. Los demás podían haber lidiado con las serpientes y los perros, los caballos salvajes y los burros, pero sólo él, por su oficio, poseía el valor de sostener la mirada de la muerte cara a cara.
-Usted le haría un retrato hasta a su propio madre en la tumba -desafió el Capitán, divertido con los esfuerzos de Piaget por no ser menos que los otros.
Piaget tartamudeó una respuesta:
-Soy huérfano desde que nací. Mi madre debe estar hecha polvo. Pero hay objetivos mayores que inmortalizar a los padres, ¿no cree?
-¡Silencio! ¡Silencio! -pidió el Capitán-. Acá Piaget nos va a sorprender.
Todas las miradas en el casino de a bordo se dirigieron hacia él. Cesaron los ruidos de cubiertos en los platos. Como si un himno nacional estuviese a punto de ser entonado, Piaget empujó su silla hacia atrás y levantándose con la copa en la mano, tambaleante y mareado, dijo:
-Yo, lo menos, un lindo bebé muerto.
El Capitán sonrió:
-Pero si su hijo todavía no nació.
-La vasca Garay está echa una vaca -dijo Piaget.
La lengua floja, pastosa.
-¿Qué me dice?
Salir de ahí.
-Lo dicho, mi Capitán.
Salir de ahí.
-No oí nada todavía.
-En cualquier momento salen los terneritos.
El Capitán lo miró entretenido.
-¿Qué me está diciendo?
-Lo que dije.
Los oficiales brindaron nuevamente.
-O sea que si quisiera demostrar algo, por demostrar nomás, usted no dudaría en apostar que es capaz de sacarle fotos a su propio hijo muerto.
Piaget asintió.
Todos rieron.
-¿Y qué puede tener usted que yo quiera tener? -dijo el Capitán.
-No sé… -dijo Piaget, y volvió a levantar su vaso.- ¿Qué tal los negativos de la fosa de San Vicente?
Al Capitán le cambió la cara. Los soldados notaron su impronta y a Piaget le corrió frío por la médula espinal. Bajó los párpados y cuando volvió a dejar que la luz llegara a sus pupilas sintió los ciento veintidós centímetros y medio de la Five Seven del Capitán apoyados contra su mejilla de albóndiga.
-¡Está gracioso, el gordito!
Piaget nunca supo si la energía para responder fue un raro efecto del miedo o qué, pero sin creer que las palabras salían de su boca respondió tranquilamente:
-Me extraña, Capitán. ¿Un hombre de apuestas como usted eligiendo el camino fácil?
El Capitán sonrió. Su expresión volvía a ser relajada. Se rió con fuerza, bajando el arma.
-Le gusta jugar fuerte, veo.
-Como a todos, ¿no?
-Okay -dijo el Capitán-. O los negativos de la fosa o las fotos de su muertito.


Insomne en su litera, Piaget no supo qué había sido peor, si haberse ido de boca o la obligación de cumplir con un disparate semejante. Boca arriba, con la vasca Garay roncando la mona al lado, analizó la posibilidad de volver al casino y retractarse. Los hombres habían aplaudido su desafío, aunque no estaba muy seguro de si con entendimiento cabal. Era ridículo que el Capitán hubiese aceptado una cosa así. Como siempre, él había guardado los negativos de todas las fotos que hacía para el Capitán. Y en San Vicente aquel había estado particularmente salvaje. Tener esas fotos en guarda, particularmente ésas, era su garantía de supervivencia secreta porque eran una prueba. Y de no haber estado tan borracho jamás habría puesto en evidencia que las tenía, y que tenían un valor. ¿Por qué el Capitán habría accedido a apostar por algo que podía obtener con sólo echarle los perros encima? Porque le parecía obvio que el hijo que la vasca llevaba en la barriga no iba a nacer sano. Verlo sufrir, eso era lo que el Capitán quería de él. La malignidad del otro lo impactó. O quizás estaban todos muy borrachos para entender los alcances de sus dichos. Quizás el bamboleo del océano era el único responsable de que no pudiera conciliar el sueño. O quizás la cosa era más simple: el Capitán estaba jugando con él. Quería obligarlo a asesinar a su propio hijo para salvarse. ¿Podía alguien idear algo tan perverso? Podía. Si él no entregaba las fotos de su hijo muerto tendría que entregar las fotos de los asesinatos de la fosa de San Vicente, se repitió Piaget. Como Agamenón o Isaac, debería sacrificar a su progenie. Eso era lo que le estaba pidiendo el enfermo mesiánico del Capitán. ¿Y si hubiera sido todo una confabulación de los dioses? ¿Si él fuera una suerte de reencarnación de Perseo y el desafío de fotografiar lo más querido una variante de la Medusa que todo lo congela con sus ojos? Entonces el Capitán no era Dios sino la excusa para que él, el héroe gordo, demostrara su fuerza a los ojos de los humanos mortales. Se durmió encantado con la idea. Y cuando arribaron al puerto de la ciudad, Piaget casi había olvidado su bravata de borracho. ¿Cuántos muertos había fotografiado para el Capitán? Decenas. Su empleador soñaba con la posteridad de la obra realizada. Algún día esas fotos le asegurarían un lugar en la historia. ¿Qué podía interesarle entonces que él tuviera uno u otro negativo de más?


-¿Qué nos diferencia de Auschwitz? -solía decirle aquel hombre con el cinismo de quien se cree un genio a quien sus contemporáneos ignoran-. Que la resaca de Alemania fue fotografiada por los aliados. ¿Usted creería en la eficacia de un Himmler de no haber visto las pruebas de sus actos? ¡Ah, mi amigo! ¡Qué imágenes! ¡Qué documento! Yo quiero que usted hago algo así para mí, algún día. Guarde todo bien, guarde, que ya nos vamos a consagrar usted y yo cuando el público quiera ver los testimonios gráficos de cómo los rescataron del caos sus salvadores. ¡Otra que la jeta del Che Guevara! ¡Que vean cómo limpiamos a los zurditos en la Argentina! La Historia nos absolverá.
De modo que Piaget continuó con sus rituales de exhumación incorporando los detalles encargados por el Capitán y los de otros clientes nuevos, como Feced. No le decía a nadie más que Marcia Nadina cuál era su trabajo exactamente. A la vasca le sugería registros administrativos, listados. Si pese a todo el Capitán quería reclamarle el cumplimiento de su palabra, la muerte iba a dejar de producirle dudas. Su prole era su prole. No había ya en la muerte, pensó Piaget, misterio alguno que develar. La muerte no era el sustento de algún secreto místico o filosófico. La lente de la cámara sencillamente capturaba el momento de la transición humana y ni siquiera con demasiada exactitud. Todo se resumía en una palidez, una rigidez no muy diferente, en verdad, a los retratos de los vivos. Un solo interrogante lo desvelaba. Uno que se apoyaba en una leyenda inverosímil, la de la supuesta consistencia en que había permanecido el cadáver de Paillet después de muerto. Piaget se daba perfectamente cuenta de que la respuesta se alejaría cada vez más de su conciencia en la medida en que dejase de prestar atención a la sintaxis de su oficio: el foco, el diafragma, la luz.
-Tanto encargo, tanto encargo para otro y al final, yo qué hice para mí, para nosotros, de verdad…- se quejó ante la vasca Garay mientras ésta se retorcía de dolor, aferrada a una estatua con el busto de Bouchard que había en el hospital naval, en la inminencia del parto. No le había comentado nada del compromiso asumido con el Capitán, durante el embarazo. Mucho menos se le ocurrió decirle algo cuando rompió bolsa.


Como siempre, la palabra se opone a la materialidad de la mirada. Desobedece instrucciones, esquiva hábilmente las trampas que le tiendo. Por ejemplo, en las páginas de esta historia. Los blancos de la hoja son un espacio propicio, casi diría clásico, para señalizar el porvenir. Buscar en lo anterior las pistas del futuro, y en el presente las huellas de lo que pasó. Nexos. Bisagras. Puentes que nos llevan y nos traen sin que sea posible adivinar lo que nos esperará del otro lado. Tampoco quién entrará en el halo de la próxima escena. A esta altura esto ya es así. Un encanto o un drama. Juego de lotería o de naipes. O mejor, de tute cabrero o de dados. Generala de unos. Generala de seis. Cómo saber qué dado seguir. Cómo saber el número. Lo que debería preocuparnos es seguir siendo, pese al caos aparente, rigurosos con la tirada. No dejar de agitar el cubilete. Darle el mismo balanceo, los mismos movimientos de muñeca. Que los dados resuenen al golpear la mesa de mármol. No mentir ni deformar los hechos. Muy mentiroso he sido ya, con mi oficio, todos estos años, como para engañarme ahora construyendo situaciones inexactas. Confiar en que la intriga armará secuencia por sí sola. No hay columna vertebral. Pero hay vértebras lumbares.
Aunque también es posible que la dificultad con el lenguaje se deba a una especie de idealización que tengo de la imagen. Yo, Florián Piaget, discípulo ignorado de Fernando Paillet, el primer genio de la fotografía argentina, es razonable que desdeñe la capacidad de representación de la palabra escrita; su esencia, presumo, es poco fotogénica. Afortunadamente no tengo otro objetivo al poner estos trazos negros sobre el blanco que el registro de un rito cuasi religioso (como lo son, en rigor, todos los ritos). Así pues, me impongo tranquilidad y paciencia.
Creo haber dicho que Paillet llevaba un metódico sistema para contabilizar sus trabajos. Si algún modelo llevo yo es el de sus "libros diarios". Dos carpetas azules, cada una de ellas con una foto de muestra en la carátula: difuntos a domicilio y angelitos. Dos carpetas rosas: mujeres y encargos de estudio. Una celeste, familiar, con varias hojas en blanco: una foto de su padre, varias de la madre.
Conservo, gracias a Paillet, dos o tres imágenes de ellos. La más nítida, lo tiene al padre recostado en su ataúd; usa moño y creo que barba. Sólo puede verse la parte superior del cuerpo en penumbras y, con claridad, los dobleces del papel con que ha sido forrado el cajón por dentro. También, puntillas en la cabecera, y apenas un fragmento de los herrajes. Aún hoy, en cambio, el horror me hace imposible observar atentamente el rostro cincelado en las fotos de la madre.
La decisión de ejercer el oficio nuevamente me ha llevado a revisar las viejas carpetas. Reconstruir paso a paso la tarea. Las veces que accedí a otras similares rompí todas las reglas. En cuanto a tomar o no los ojos abiertos, por ejemplo: una cosa es el recuerdo del ser querido, otra muy distinta pretender ignorar su indefectible cambio de estado. ¿Por qué tanto rigor ahora? Lo amerita mi futuro discípulo. Su tristeza lo pone en el estado espiritual justo para absorber una doctrina. Su curiosidad lo condiciona. Y además tiene el nombre adecuado: Santamarina. Creo que es mi turno de pasar la antorcha y que es bueno que lo haga de una vez por todas. Y no por mí, nadie me queda ya, ninguna otra vocación que la de esta voluntad de neo-clacisismo fúnebre: a falta de expertos suficientemente capacitados, tengo derecho creo a ponerle los motes que correspondan. Que me muestre sus fotos aquel que tenga algo que objetar.
El arte de la fotografía, aunque imperfecto, siempre me produce un efecto terapéutico, de ubicación. He seguido una frase de Maupassant copiada por Paillet en uno de sus cuadernos diarios:

La moral, la honestidad y los principios son cosas indispensables para el mantenimiento del orden social establecido; pero no existe nada común entre el orden social y las fotos. Los fotógrafos, esas aves de rapiña, tienen por principal motivo la observación y el retrato de las pasiones humanas, malas ó buenas. Ellos no tienen la misión de moralizar, ni de flagelar, ni de enseñar. Todo acto, bueno ó malo, no tiene para el fotógrafo más que una importancia: la del sujeto á retratar, sin que ninguna idea buena ó mala se le pueda atribuir. Ello vale más o menos como documento antropológico, he aquí todo. Los grandes artistas no se han ocupado ni de moral ni de castidad.

Claro es que no estoy seguro de que Paillet quisiese la continuidad de su oficio. Es más: que copiara la frase de un célebre novelista fue una sutil manera de inducirme a mí, su discípulo futuro, a seguir otro camino. Paillet, intratable como era, como debió haber sido, desconfiaba de los seguidores. Por algo nunca se entregó a las bondades del amor paternal ni mucho menos a la deliciosa lubricidad de una pareja. Creo haber dicho que trabajaba solo. Aislado. Cerca de la vieja estación de ferrocarril, centro de carga y descarga de granos mucho antes de que yo naciera y ahora resumidero fétido de antiguos presagios. En los últimos años, su madre fue la más eficaz asistente que tuvo, la única que logró asear y barrer su estudio con cariño a pesar del rutinario maltrato que el fotógrafo le ofrendaba. Cuando envejeció y enfermó, Paillet la recluyó en una casita de la calle Belgrano hasta el día de su muerte. Entonces la fotografió. En cuanto al padre, Paillet había logrado escamotearse de su mirada vigilante y cierta noche de lluvia dorada (una pequeña estufa eléctrica de cobre calentaba el cuchitril, coloreando el ventanuco de la respiración), ingresó su cuerpo mojado al cuarto donde descansaba y lo asfixió con una almohada. Cuando escuchó esta historia la vasca me dijo que si Paillet fotografió tan hermosamente los cadáveres de sus familiares no fue por el deseo de halagarlos en la eternidad sino para neutralizar, supersticioso como adivinó que era, la posibilidad de que ellos regresaran algún día de sus tumbas para vengarse.
No le conté nada de Marcia Nadina.
No venía al caso.
Para nada.

(MEMORIABILA: Tuvieron que pasar once días antes de que los vecinos descubriesen el cuerpo solitario de Paillet. Maravillosamente, su cadáver seguía intacto).

Pero, ¿quién soy yo para sentar cátedra acerca de la fotografía de difuntos? El único profesional que aún se dedica a ello. Escribir un manual como el de Bonnet, "Lecciones de Tanatología Visual". O algo por el estilo. Dejemos los prolegómenos para después. Vamos a lo concreto.

De las apariencias.
1) Un muerto siempre es un muerto. El artista convencional tenía como propósito dar "apariencia de vida" para atemperar el dolor del recuerdo. Siempre se ha considerado que lo natural se obtiene sólo como resultado de un minucioso trabajo previo. En la fotografía de difuntos, sin embargo, la premeditación produce un efecto artifical, no verdadero.
2) Así pues, no se usará maquillaje ni afeites de ninguna naturaleza para retratar al cadáver. Para limpiarlo, simplemente agua y jabón.
3) Vestirlo sí. En cuyo caso se respetarán las convenciones del rito fúnebre. El buen fotógrafo no se ocupará de "producir" a menos que los defectos de "producción" (tules, velos, tapas de los ataúdes) obstaculicen su campo específico. Bajo ningún punto de vista trabajará con el cuerpo del difunto desnudo.
4) El buen fotógrafo permitirá una base de maquillaje suave. Escoriaciones y moretones no condicen con la naturalidad deseada. No se abusará de sombras en párpados, ni de polvos en mejillas ni _mucho menos_ lápiz en los labios. El maquillaje reparador deberá respetar el justo término medio (ni temeridad en el color ni cobardía en las líneas).
5) En caso de fallecimiento por enfermedad, el buen fotógrafo atenderá a los tiempos de la agonía: si el colapso sobrevino en un lapso corto (una semana o menos), se maquillará hasta reponer el aspecto previo al momento de enfermar. Es lícito realizar, con miras a conservar referencias exactas (y por qué no servicio extra), retratos del agonizante.
6) Si la agonía se prolonga más allá de una semana (y hasta cuatro), el buen fotógrafo buscará reponer el aspecto "promedio" del difunto. Es lícito buscar una tonalidad amarilla en forma artificial si, por ejemplo, la causa del deceso fue una patología hepática. El buen fotógrafo procurará que en el retrato último se perciban los signos de los días previos, por supuesto que sin desdeñar el buen gusto.
7) Si el tiempo previo superó el mes, el buen fotógrafo respetará la imagen final. En este caso los familiares difícilmente quieran recordar las huellas del deterioro. El último suspiro del difunto: ese es su Carácter.
8) Manos. Se aplicarán las generalidades anteriormente descriptas...


-A ver si me explico...
-Se explicó perfectamente. Usted quiere fotos de muertos.
-No de cualquier muerto, mi viejo.
-No de cualquier muerto.
-Creerá que soy un degenerado. Un morboso. No es así. La historia habría sido otra si el arte suyo hubiese existido en los tiempos de nuestros grandes hombres.
-Le agradezco el cumplido.
-No, no. Imagínese el unitario muerto de Echeverría plasmado en negativo. ¡Otra que el corazón estallándole por el disgusto, mi viejo! ¡Pavadas románticas! Bien cagado en su propio miedo, lo tendríamos hoy, retratado, inmortalizado, si alguien lo hubiera enfocado con una cámara...
-Bueno, los daguerrotipos existían en la época de Rosas...
-Me extraña, Piaget. Un hombre informado como usted diciendo eso.
-No le entiendo, Capitán.
-En esos tiempos, con esas crisis, nadie iba a montar en los mataderos la parafernalia que hacía falta para hacer uno. Eso y llevar pinceles y un caballete era lo mismo. Y además, un suicidio para el fotógrafo. De lo que yo le hablo es de tecnología. Instantáneas, mi viejo. Clic. Clic. Y a otra cosa, mariposones. Porque además, me dará usted la razón, una foto la puede hacer cualquiera. Minga de instrucción hace falta para apretar el botoncito. Entonces la historia no estaría en manos de los nenes bien criados a humedad, francesitos soñando con la Fraternidad en estas tierras. ¡Déjense de joder!
-¿De veras cree que cualquiera puede hacer una buena foto?
-No se me ofenda. Digo que en esa época no hubiera hecho falta, digamos, mucha calidad. Cada estilo con su tiempo, ¿no? Nadie se dedicaba a eso en los días de Rosas, así que no hacían falta Aldos Sessas para hacer perdurar sus obras...
-Dudo que Sessa aceptara su propuesta.
-Por eso hablo con usted, Piaget. Nos vamos entendiendo. Nos vamos entendiendo.
-¿Tengo opción?
-Bueno, bueno. Tampoco soy una bestia.
-Tal vez.
-¡Ahora me ofende usted! No lo sabía tan llorón. Le estoy dando la oportunidad de su vida. Usted ya ha visto que lo tratamos bien.
-¿Cuántas fotos habrá que hacer? ¿Treinta mil?
-¡Qué dice! Yo hablo de poco y bueno, lo justo. La verdad. Y ya que bailaremos juntos, bueno: lo mío. Yo no le robo la celebridad a nadie. Ni voy a contribuir a la fama de otros. ¿Por qué cree que nadie me nombró en los juicios?
-Por su fea cara.
-¡Ah, muy bueno! Me gusta que no pierda el humor.
-O sea.
-Usted cumple conmigo, yo olvido.
-Me pide demasiado.
-Nada es demasiado para un genio. A propósito, ¿cómo anda esa panza?
-Mucho no me cuido, yo...
-La suya, no, Piaget. La de la Vasca. La de esa rica guachita que se preñó, Piaget.
-Usted manda, yo cumplo, Capitán.
-Me alegro que nos entendamos. Salud.
-La suya.

El bebé nació hace siete días.
El Capitán me dijo que las fotos de los muertos reemplazaron en cierta forma a las fotos pornográficas. (Pedirle más aclaraciones al respecto.)
Se me ocurrió contarle del Paillet en Esperanza. Le dije que tenía un mes de vacaciones y que el nacimiento del bebé me había dado ganas de viajar a algún lado. A la vasca la playa le parece demasiado cara y peligroso el sol para la piel del bebé; ir a Esperanza para contactarnos con la familia Paillet pareció una buena idea. Pero el Capitán me dio a entender que en este momento no veía muy factible que yo pudiera obtener alguna información allí... Creí notar una sutil alusión a nuestro compromiso de borrachos. Pero entonces me dijo que debido a la muerte precoz de un hermano suyo, un hombre de unos cincuenta años que se dedicaba a los seguros de vida, hubo _hay_ tiene un gran lío por la sucesión. Hay otra hermana que él tiene pero que vive en España, que aparentemente es una señora de pocas pulgas, paranoica de atar que no cree nada que venga de él, mucho menos certificados de defunción o papeles legales. Ella sabe la clase de aberraciones que hizo él en nombre de la legalidad. Podría llegar a decir que todo es un invento suyo para repartir la herencia (no le pregunto cuánto es ni me interesa demasiado; tengo otras más acuciantes en la cabeza). Así que para que a la loca no le agarre la loca el Capitán me pide que vaya a fotografiar a su hermano muerto. Hasta tanto no le envíe él esas fotos a su hermana no se le van a solucionar las cuestiones de herencia. Antes de anotar el teléfono de la casa de velatorios, pregunté temerosamente cuándo había fallecido. Hace una semana, dijo el Capitán. Sentí como si una rasuradora me caminase por la nuca. "Hace siete días", repetí. "Justo... cuando yo… nació el bebé".
Hoy llamé a la casa de velatorios y no me contestaba nadie. Más tarde vuelvo a intentarlo.
El otro asunto que le está dando un cariz casi literario a mi quehacer fue lo de la tumba de Perón. Se me ocurrió que a Paillet podrían haberle encomendado que sacase las fotografías de la tumba profanada. Disciplinado como estoy, decidí darme una vuelta por la Chacarita para tomar algunos apuntes mentales de la tumba in situ. Había llevado la cámara de fotos a arreglar y de vuelta a casa entré al cementerio con el bebé en su cochecito. Para distraerlo del macabro paisaje de la ciudadela de los muertos (igual no se da cuenta de nada pero bueno) le dije que íbamos a buscar palomas. Encontré dos ejemplares buchones que me pusieron nervioso, pero ahora estoy muy cansado para contarlo. Ya veremos cuando sigo.

En Esperanza descubro que he estado confundido: creía que sus fotos de difuntos eran geniales debido a las avanzadas técnicas de retoque a posteriori que usó en las copias post-revelado, pero una conversación casual con un farmaceútico me induce lentamente a pensar otra cosa. El secreto no estaba en la fotografía final sino en el objeto fotografiado: Paillet había descubierto una técnica para preservar los cadáveres incorruptos.
La verdad me sorprende en mitad de este complicado encargo: el que me hizo el Capitán y que finalmente cumplí. El olor que despedía el cadáver de su hermano en el depósito de la funeraria era tan fétido que se me hizo perentorio entender cómo hacía Paillet para fotografiar a sus muertos, más allá del hecho de que éste los sacaba apenas habían fallecido y las fotos al hermano de mi jefe demandaron una demora considerable de la cremación. Las hice pero no se las mandé. ¿Por qué no? Necesito más materia de cambio llegado el caso. Pero una vez que una idea se me instala en el cerebro ya no la puedo quitar de ahí. Logré despegar a la vasca de la pereza del alcohol y me la traje con bebé y todo para Esperanza. Estoy decidido a desenterrar el cuerpo del maestro para comprobar si la hipótesis que tengo es acertada. La hipótesis de que Paillet experimentó en sí mismo una droga de la preservación y que por eso no descubrieron su cuerpo hasta tres días después de haberse muerto.
Para lograr exhumar el cadáver es necesario que Marcia Nadina mueva otra vez sus influencias políticas. No descarto un largo periplo previo exploratorio para tratar de acercarme a la verdad, en el que puedan incluirse visitas al museo, a la casa de Paillet, a familiares y vecinos que lo conocieron, etcétera, de modo tal que la figura de mi admirado maestro vaya surgiendo como la del maniático malquerido por todos, aunque genial, que en realidad lo era. Primero los trámites para demorar la cremación del cuerpo del hermano del Capitán, mi jefe, en la ciudad, y ahora los que se han visto obligados a hacer para exhumar el cuerpo del maestro. ¡Cuánto más, por favor!
Y además todo este asunto pendiente… ¿Tendrá miedo el Capitán de que me apropie, de que lo denuncie un día mostrando las fotos que hice para él como prueba en algún juicio?En tal caso, los politicastros de la zona lo alertarían y el Capitán mandaría su gente a buscarme. Se aparecerían en este hotel de siempre pero yo lograría que la vasca y el bebé nos escapáramos por un pelo…

Hoy encontré la tumba del maestro y finalmente exhumamos su cadáver. Pero encontramos el ferétro vacío, es decir con los huesos convertidos en polvo debido tal vez a la humedad o a un traslado burocrático que lo llevó junto a los restos de un prócer de la revolución de Mayo, desarmándose el cadáver en el traslado o algo así, por el estilo, que eso nos explicaron en la Municipalidad. Estoy decepcionado y deprimido. A este paso, cuando lleguen a buscarme los esbirros del Capitán que van a perseguirme tendré que volver a esconderme al cementerio. Huída y desazón. Probablemente me maten. Por suerte estoy fabulando. Pero igual me asusto. Moraleja: la única realidad es la de nuestras fantasías. Al menos, no está sometida a las pruebas de la verificación. Otro final para mí (ya parezco un novelista, qué delirio): yo, el obeso, el discípulo negro, logro escaparme de mis perseguidores pero quedo herido, moribundo. Me escondo en la vieja estación de ferrocarril o en la vieja farmacia donde mi maestro tenía su estudio. Para preservar mi propia imagen hasta el final, monto un complicado sistema de poleas y cámaras para fotografiarme a mí mismo a medida que voy muriéndome. Mientras lo hago, termino de escribir mi manual de fotografías de difuntos. Completo el capítulo más difícil: el de la fotografías de agonizantes. Bueno, el agonizante seré yo. Leerán mis discípulos del futuro mi degradación vital en las páginas del manual, que encontrarán junto a mi cadáver, y en las fotos que de mí mismo he tomado, incluidas las de la serie final: mi cuerpo muerto recorriendo todos los pasos del cadáver, desde el rigor mortis a los primeros gusanos (pero no nombraremos a los bichitos, por cierto: no hay por qué ser nauseabundos gratuitamente, ya todo esto es lo suficientemente fétido). El obeso discípulo logra así reconciliarme con el conflictivo oficio que le enseñó el maestro, en ausencia. Y de paso lo supera, fotografiando aquello que Paillet jamás se había animado a fotografiar.


Hacía muy poco que Marcia Nadina había salido de la clínica psiquiátrica; en rigor, ocho meses, o quizás unos días menos, desde el nacimiento del niño. La vasca le dijo a Piaget que la alojaran. Al principio iban a ser unos días nada más, después pasaron una semana y dos, y después un mes. Le iba a venir bien que otra mujer la ayudase con las cosas cuando la criaturita naciera. Pero el bebé enfermó. La leche de la vasca no era buena, se ve. Tetas grandes pero inútiles. Un desperdicio. La vasca Garay se deprimió muchísimo. Se le paralizó el cuerpo. No respondía a los estímulos y tuvieron que dejarla en el hospital naval. Recién entonces Piaget notó que el edificio celeste y blanco parecía un barco encallado en la ciudad. Nunca pensaron que el desenlace iba a ser tan rápido. Al mes y medio la vasca entró en coma y los médicos determinaron la muerte cerebral. Marcia Nadina se hizo cargo del bebé.

Para colmo, Piaget tenía más trabajo que nunca. No sólo el Capitán, ahora también Feced lo demandaba todo el tiempo. Era impresionante lo mucho que había para fotografiar en la gendarmería de Rosario.

Sonó el teléfono a eso de las tres. Piaget estaba mareado por la falta de sueño y como siempre con el sueño le venía hambre, la campanilla del teléfono lo pescó camino a la heladerita del estudio.
Era Marcia Nadina. Tenía voz de circunstancias.
-Estoy en el sanatorio -dijo.
-¿Qué hubo? -dijo Piaget.
Antes de sollozar, toda una rareza en ella, lo escupió:
-También tu bebé está muerto.
-¿El bebé… también? -repitió Piaget como un tonto.
Entonces ella se armó de coraje y suavizando la voz con la intención de ampararlo, dijo:
-No lo pudieron sacar. Estaba amarillo. Es tan injusto...
Piaget separó el tubo del teléfono de su cara y le ordenó que se fuera a descansar. Ella quería quedarse con el bebé. Piaget insistió. Marcia Nadina dijo:
-Como digas.
Fatigado, Piaget subió la empinada escalera metálica torpemente. Se sentó en un butacón. Estiró el brazo y abrió la heladerita (era un objeto extraño, inusual para el ambiente de trabajo en que se encontraba, pero al mismo tiempo absolutamente práctica para guardar papeles fotográficos y, entre la comida, algunas latas de conservas y otras cosas por el estilo). Piaget sacó una bolsa de nylon con pan lactal, un frasco de mayonesa, pickles y dos salchichas viejas algo verdosas. Raspó el moho de las salchichas, las cortó longitudinalmente; untó dos panes lactales con la mayonesa y en ambos dispuso prolijamente tres pickles: de zanahoria, repollo y pepino; arriba, las salchichas abiertas al medio. Juntó las dos tapas con dos escarbadientes y pegó un mordisco considerable. La acidez de los pickles lo estremeció. Mordió de vuelta, pensó: "¿por qué estas cosas pasan en la madrugada?"
Y también:
-Debería tratar de dormir un poco. Mañana va a ser un día largo.
Pero no tenía sueño. Su bebé había muerto. Primero la vasca, ahora el bebé…
Bajó tambaleándose de tristeza y de sueño y encendió la televisión. También su bebé estaba muerto.
En el cable daban una transmisión de golf hablada en inglés, en blanco y negro. Años 50, calculó. El experto le daba consejos al novato para impresionar a unas chicas. Debía sostener el palo así y así. Y poner el cuerpo así. No, así no. Así. Era bien gracioso.
Pero Piaget no estaba de ánimo para apreciar el chiste. Tenía el sandwich a medio comer en una mano y con la otra regulaba el volumen, cosa ciertamente inútil porque nunca había entendido mucho de inglés. Así se empezaron a caer pedazos de pan al piso, y después del pan, de salchicha con mayonesa.
-Van a venir hormigas -pensó-. Tendría que limpiar.
Dejó el sandwich arriba del televisor y caminó por el pasillo hasta el cuartito de los enseres. Agarró el escobillón, la pala y la escoba. Enseguida dejó la escoba. No hacía falta. Volvió junto al televisor y barrió. Quedó una mancha de mayonesa en la alfombra de líneas cuadriculadas: más que una alfombra parecía una de esas
polleras que usan las chicas de los colegios privados. Fue a la cocina a buscar el trapo rejilla. Lo humedeció bajo la canilla. Volvió junto al televisor. Limpió.
Se sentó a terminar de ver el golf. Estaba muy cansado, muy cansado. Sonó el teléfono.
-¿Cómo estás, Florián?
-Bien, Marcia. No te preocupes. Tratá de descansar.
-¿No querés que me corra hasta tu casa?
-No hace falta, en serio. Todo va a estar bien.


-Florián, ¿estás ahí?
-Sí.
-Bueno, me olvidé de decirte. Por eso te llamó. Tenés que pasar a firmar unos papeles...
-¿No podés ir vos por mí?
-Ay, iría con todo gusto, vos sabés que iría con gusto. Con todo lo que hiciste vos, por mí. Pero tiene que ser la madre o el padre.
- Está bien, Marcia. Mañana voy a pasar.
- Hoy mismo me dicen que tenés que venir... No sé qué apuro les agarró. A las siete abre la administración.
- ¿A las siete?
- Viste cómo son los milicos.
- Lo anoto. ¿Algo más?
- No... Nada. Bueno, yo...
- Andá…
- ¡Era un bebé tan simpático!
- Vení a descansar, Marcia.
- ¿A tu casa?
- No. Mañana hablamos, mejor. Dormí un poco.
Y antes de cortar:
- ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué hicimos mal, primo?


Colgó. Fue al baño. Hizo pis. Un largo chorro. Sensación voluptuosa. Se pesó en la balanza: ya estaba superando los ciento quince kilos. Los trabajos en Rosario lo habían hecho subir todavía más de peso. Era como si cada uno que fotografiaba para que pudiera presentar su pasaporte en regla en el más allá se le hubiera quedado adosado. No, debía ser la mala comida. Un día de estos lo iba a terminar llamando a Cormillot. Ya le empezaba a quedar chico el gabinete de fotografía del buque. Ahí tenía su lugar y sabía que podía volver cuántas veces quisiera. Pero decididamente cada vez le ajustaba más, como un suéter que encogió después de muchos lavados. Si algún lugar le gustaría elegir el día que se muriera sería ése. ¿Qué clase de gente se iría a encontrar en la ultratumba cuando se quitara la vida? Porque a él la muerte no lo iba a tomar por sorpresa, eso estaba decidido.

Hoy hablé por teléfono de nuevo con el Capitán. ¿Fue una intuición telepática la que tuve al decidir llamarlo antes de que me llamara él? ¿Mero azar en un mundo lleno de probabilidades? Me comprometí a volver a llamarlo cuando reúna el material fotográfico que le prometí: además de las tres fotos de difuntos de San Vicente, le dije tener otra, de un agonizante (la fotografía de agonizantes es la tercer clase en que se ramificó la fotografía de difuntos, le expliqué). Pareció interesado en mi oferta y me contó cuál era la suya, completa: publicar un artículo que sumaría al de las memorias de Andel Vilas y de Feced, pero acerca de la fotografía de difuntos. Dice que conoce a alguien en la revista Foto Mundo. Dice que no hablaría de las fotos de los subversivos muertos sino también de los agonizantes y, sobre todo, de los muertos públicos. Me dijo que estuvo estudiando el tema, que a medida que el tabú de la muerte fue inhibiendo a las personas a fotografiar a sus muertos, creció _¿cómo lo dijo exactamente?_ la demanda de las revistas por publicar fotos de muertos públicos. No me parece mal que ahora al Capitán le de por el periodismo. Si lo entusiasmo con eso me va a dejar tranquilo. En algún momento ya nos van a venir a consultar a nosotros, ya va a llegar nuestro momento, sí, le dije. Y luego le pedí disculpas y corté diciéndole que andaba con poco tiempo. ¿De dónde saqué valor para semejante desplante?
Una conclusión podría sacar con toda la experiencia que llevo acumulada a esta altura de mi vida: la muerte siempre sorprende, es obvio. Otra: los seres humanos buscamos la lógica, una lógica cuando la sentimos cerca: los erpios en el caso de Santucho _claro, fue traicionado_; yo en
el mismo caso _y, la vasca tomaba mucho, se le reventó el hígado_; Marcia en el caso de su hijito _"pero el bebe, el bebe no es de la Baja Esperanza; el beeebe estuvo bien alimentado, le hacía chequeos médicos periódicos..."_. La muerte no da explicaciones. No las tiene. Es lo anti_lógico por excelencia. ¿Consistirá en eso la Nada? ¿En Lo Irracional?
Y ahora me da modorra, y no por haberme levantado temprano. Es por la muerte, cosa seria. Y por no reflexionar a fondo esta sensación de náusea: soy normal, eso alivia. No se me para la pija pero empuja mi curiosidad el afán de saber. Mi náusea es poco sartreana.
Mi náusea es así: viene cuando miro las fotos de los muertos putrefactos; viene cuando empiezo a leer que la muerte fue alguna vez admitida con naturalidad por los hombres del medioevo (no, mentira, cuando leí eso sentí tranquilidad, casi alegría: yo era un hombre medieval conectado con la muerte como con las lluvias y los truenos, aunque no, aún, con los puntos cardinales); y vino hace un ratito, cuando volví a ver los negativos de las tumbas NN de San Vicente. Pero en el momento exacto en que las veía. No cuando vino el recuerdo de la foto que hice después de los 10 centímetros de moscas, larvas y gusanos de la Morgue Judicial de Córdoba. No cuando los camiones transportando por lo menos, ¿cuántos?, treinta cadáveres baleados. Ni cuando los "morgueros" viajando en las cajas de esos camiones, entre los cadáveres, como _imagino_ el muchacho que el otro día vi en la caja de un camión rodeado de huesos, blancos, rosáceos, partidos, de vacas rumbo a una carnicería, o de una carnicería al depósito donde... hacen gelatina. ¡Ja! ¡Gelatina! Eso decía siempre Franco, Franco Petris, cuando Marcia Nadina nos traía el postre: ¿sabían que la gelatina se hace con hueso de caballo molido? Y aunque en este caso se trate de vacas, de huesos de vacas, la asociación viene bien. Me calma, me divierte. Y quizás también a mis discípulos, algún día. A quienes miren las... a quienes lean las fotos de Walter Roldán…¡de Fernán Piaget discípulo de Paillet!

Mala forma de empezar el año, muriéndose un hijo. Decididamente.

Lo que es Piaget, un gran trabajo le esperará por delante y lo único que querrá es que todo pase pronto, porque esta vez la muerte lo ha tocado de cerca. Si la ocasión hace al ladrón, su fastidio (que no es un sentimiento, no, no es un sentimiento) lo haría un artista.
El nuevo trabajo no estará mal: accidentes de tránsito, pavaditas. Mientras tanto iba a ser un día largo, tragó un Valium.
A ver si dormía un poco.

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