ALEJANDRO
DOLINA Y LOS VEINTE AñOS DE LA VENGANZA SERA TERRIBLE
El vengador
Por Juan Ignacio Provéndola
Alejandro Dolina: El autor de Crónicas del Angel Gris tiene dos buenos motivos
para festejar: su primera novela, Cartas marcadas, acaba de ganar el Premio del
Lector de la Feria del Libro. Y su legendario programa radial La venganza será
terrible está cumpliendo veinte años ininterrumpidos en el dial.
“Tuve suerte con el público, pero nunca logré un éxito”
“El secreto de la longevidad del programa estuvo en no morirse. Y en no
abandonarlo”, dice Dolina.
Flamante ganador del Premio del Lector de la Feria del Libro, por su primera
novela, titulada Cartas marcadas, Dolina repasa su trayectoria radial y
reflexiona sobre su programa: “Definitivamente, esto que hacemos no es radio”.
Todo comenzó como un desafío personal: Adolfo Castelo se había planeado
convencer a Alejandro Dolina de aceptar la exótica propuesta de AM El Mundo.
Ambos se habían hecho amigos en 1974 a través de Plin caja, un programa
producido por Castelo que significó el debut radial de Dolina (y del Sordo Gancé,
una de sus creaciones fundamentales, todavía vigente). El medio volvió a unirlos
los sábados a la mañana de 1977 en Claves para bajar de la cama, con un staff
que incluía a Fernando Salas y Federico Bedrune, espadas fundamentales en el
cambio del paradigma de un humor radiofónico que buscaba aflojarse el rígido
corset del libreto irrestricto a través del flirteo con la improvisación, el
sarcasmo, la utilización de personajes delirantes y la ridiculización de
situaciones cotidianas. “Un humor que al oyente le hace decir: ‘¡Mirá lo que
dice este tipo, qué hijo de puta!’”, graficó Castelo alguna vez.
La propuesta en cuestión que le habían hecho en aquel 1985 no variaba del
formato ya transitado, exceptuando un detalle: el horario. “Nos ofrecieron la
medianoche, que era una franja de exilio y desolación: cuando se perdían las
esperanzas en un programa lo confinaban a esa hora, que era peor que no existir.
No tenía fe ni en el horario ni en el programa; con mucha suerte, nos
escucharían nuestros familiares, si es que antes no se quedaban dormidos”,
recuerda Dolina. Para convencerlo, Castelo le propuso probar un mes para ver qué
sucedía. “Y tuvo razón –reconoce–. No se levantó una gran polvareda, pero al
menos recogimos alguna luz de respuesta y fuimos encontrando una forma adecuada
de discurso, de relato y de forma artística. Entonces me quedé. Y aquí estamos,
todavía.”
Hasta ese entonces, Dolina había trabajado como redactor publicitario en la
Editorial Atlántida (“Recuerdos de papel que se volaron al primer viento”,
cuenta sin contar) y venía de un tránsito intenso por la gráfica a través de las
revistas Satiricón y Humor, donde, se sabe, insinuó los textos que más adelante
compondrían las Crónicas del Angel Gris. Aun no había iniciado su camino en la
literatura y la radio era tan sólo un escenario de experiencias breves y
sinsabores: sólo acumulaba proyectos rechazados, tal como le sucedería luego en
televisión.
Dolina. Producción Télam 2015.
La sociedad con Castelo y la novedad que proponía el programa Demasiado tarde
para lágrimas le aseguraron una continuidad laboral que no alcanzaría con
ninguna de sus otras expresiones artísticas (entre las que también debemos
señalar la música y el teatro). Sombras chinescas por radio (¡!), partidas de
dados en vivo, la presencia de un hombre bala rebotando en el estudio, los
tangos del maestro Gancé, conversaciones de matriz filosófica y relatos
mitológicos eran elementos que configuraban un formato inédito en un horario
marginal. Y que despertaron una curiosidad irresoluble a través del oído: allí
comenzaron a aparecer unos primeros curiosos, luego otros, y la demanda dejó de
caber en los modestos estudios de Radio El Mundo. Primero los viernes (y así,
sucesivamente, hasta completar toda la semana) la presencia de un público
numeroso otorgó, con sus risas aprobatorias y sus silencios reverenciales, otra
espesura a un código que aún en 2013 sigue refrendando a la vieja radio de
antes, esa que hacía alucinar a Dolina en la Baigorrita de su niñez o en el
Caseros de su juventud.
Después de cuatro temporadas, Demasiado tarde... inició un curso errante por el
dial. AM Rivadavia, Radio Nacional y la extinta FM Viva (aquí, ya como El
ombligo del mundo) fueron los destinos inciertos hasta que 1993 los encontró en
FM Tango bajo el nombre de La venganza será terrible. Aunque Dolina asegure que
nada se modificó entre tanto cambio de emisora y de frecuencia, lo cierto es que
La venganza... estableció, hace exactos veinte años, una instancia de
perdurabilidad que se consolidaría en 1994 con el paso a Continental, estación
en la que permanecería durante 16 temporadas casi consecutivas (interrumpidas
por un breve paso por AM Del Plata, su radio actual). Allí, además,
profundizaría el carácter radioteatral del programa con el legendario ciclo de
audiciones en el Café Tortoni y sus multitudinarias giras por teatros del
interior del país. Una marca propia de La venganza...
Dos décadas de continuidad inalterable confirman un formato exitoso, aunque
Alejandro Dolina discrepe con ambas expresiones. “Tuve suerte con el público,
pero nunca logré éxito en términos económicos. No nos pagan mucho dinero, al
menos no el que la gente piensa, y eso se debe a que nunca conseguí la
admiración de los agentes mediáticos ni de las empresas”, asegura. Acerca del
formato, se extiende un poco más: “Eso no es muy difícil ni importante; puede
aparecer en media hora. ¿Qué importa si estoy acompañado de un tipo o tres o si
primero hay un bloque humorístico y luego aparezco tocando el piano? Hacer un
programa no es eso, sino encontrar una forma de hacer fluir ideas, y también de
encontrar ideas para hacerlas fluir. Lo que fue difícil, y aún hoy encontramos,
perdemos y recobramos, es discurrir un discurso alumbrado por algunas ideas que
todos los días copiamos de otros y que, muy de tarde en tarde, se nos ocurren a
nosotros mismos. Hay ideas propias y otras tantas que juntamos por ahí, en los
libros más que en los diarios. La oficina de producción la tiene uno adentro, y
el trabajo consiste en leer, aprender... y tratar de aprender a pensar”.
Dolina entrevistado por Hebe de Bonafini (2011)
–¿El programa tiene lenguajes más propios de la música y del teatro que de la
radio misma?
–Es verdad. El código radial parece ser un tipo que nos dice si hace frío o
calor, otro que nos cuenta cómo está el tránsito, más adelante viene el de la
Oral Deportiva o el del noticiero. Buscar la conexión con eso que se llama
“realidad”, para ponerle un nombre pretencioso. Acá, en cambio, estamos en un
teatro, hablando cuál era el régimen en el Tártaro, o el Averno de los griegos,
tocamos música, improvisamos. Definitivamente, esto que hacemos no es radio.
–¿Cuál cree que fue la clave para lograr un público cautivo al cabo de tanto
tiempo?
–Uno se hace la ilusión de que el público siempre es el mismo, ya que desde el
punto de vista de la edad hay una mayoría de jóvenes. Pero, claro, se produce
una situación metabólica: entran por un lado y salen por el otro. Cumplen 20
años y te empiezan a escuchar, hasta que llegan a los 35 años y dejan de
hacerlo. El programa tiene una clientela propia, pero es cierto también que hay
radios que facilitan el acceso de estos clientes y de otros que no lo son, tal
como hace uno con los kioscos que están mejor ubicados. En cambio, hay radios
que no sólo no abren las puertas a nuevos clientes, sino que también se las
cierran a los antiguos, que por vivir en determinado barrio no pueden escuchar
la radio. En todo caso, creo que el secreto de su longevidad estuvo en no
morirse. Y en no abandonarlo: lo hubiese dejado si me iba bien en otras cosas o
si, supongamos, alguien me contrataba para hacer películas en Hollywood.
–Su paso por Radio 10 fue breve y lo expuso a dar muchas explicaciones. ¿Se
arrepiente de aquella experiencia?
–Fue excelente y nunca me trataron tan bien. No tuve tanta suerte, en cambio, en
la radio donde supuestamente estaban las personas que pensaban como yo. Allí
estuve incluso menos que en la 10 y tuve que irme en búsqueda de mejores
oportunidades. Nadie me bajó línea y nunca me guardé nada, la muestra está en
los contenidos. ¿Dónde hay que trabajar, entonces, si es necesario que nuestros
empleadores sean la Madre Teresa de Calcuta? Sin embargo, apareció gente que se
creyó en la necesidad de exigírmelo. Yo me quedé quieto, no he dicho mucho. Y
nadie dijo nada. Evidentemente, mis amigos no están en este medio. No me sentí
defendido por nadie, ni siquiera por personas que yo después defendí. Aunque
tampoco tendría sentido: eso de andar firmando solicitadas no le sirve a nadie,
el ejercicio de la profesión no es llorar. La experiencia me sirvió para
reconocer que hay miserables en cualquier campo de opinión y, dicho sea de paso,
volvería a repetirla ciento diez mil veces.
–¿Asume su trabajo con conciencia política?
–Sucede de forma natural. Uno tiene una forma de ver el mundo que, si es veraz y
sincera, aparece. Lo que huele mal es sujetar esa forma y hacerle coincidir con
un camino económico más provechoso. Yo apoyo este proyecto del modo más amplio e
intenso, casi a libro cerrado. Y lo hago con razones, porque apoyo sus políticas
de inclusión, su manera de hacer crecer el mercado interno y el modo en el que
se mejora la vida de la gente. Esas son políticas y no conductas éticas
individuales que dan como resultado esta situación, porque no es así como
funciona. Puede haber dentro de este espacio personas tan miserables como las
hay del otro lado, aunque no tantas, eso es cierto. Por eso, siento gratitud
cuando se apoya el proyecto con excelencia, inteligencia y argumentos nobles. Y
siento mucho miedo cuando veo que las mismas cosas en las que yo creo se
defienden con ineptitud. Para decirlo como una metáfora: cuando un cantor
peronista desafina, yo empiezo a desconfiar hasta de las Veinte Verdades.
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LA TELEVISION Y LA FAMILIA
Escudería Dolina
90 minutos. Relatos de fútbol
Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los
hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo
entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la
cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por
el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos
sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que
dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos,
se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los
guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y
salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión
un culto al amor por la camiseta.
Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas
historias.
Fuente: Programa Libros y Casas,
Clic para descargar.
Sea por gratitud, admiración o reconocimiento al trabajo, Canal Encuentro repite
este año la primera y única temporada de Recordando el Show de Alejandro Molina,
aquel falso documental dirigido por Juan José Campanella y actuado por un amplio
y notable reparto, que esa misma señal había lanzado en 2011. Aunque la creación
se le atribuye a Alejandro Dolina, el trabajo inicial se repartió entre él y sus
hijos Alejandro y Martín. “Fui el que menos trabajó de los tres”, confiesa
Alejandro padre, acerca del equipo intrafamiliar que ya había operado de mutuo
acuerdo en los segmentos musicales de La venganza... (con el Trío Sin Nombre que
componen Alejandro hijo, Martín y Manuel Moreira) y también en la novela Cartas
marcadas.
–¿Cómo es la química de trabajo con personas que son hijos, por un lado, y
jóvenes, por el otro?
–Me llevo muy bien porque tenemos mucha confianza, entonces pueden ser muy
brutales o hacer cosas a las que por ahí otros compañeros no se atreven. “¡Esto
no sirve para nada!”, me dicen, o yo les digo a ellos. Esa brutalidad ayuda
mucho; son sesiones de trabajo muy apasionadas y llenas de objeciones. Vamos de
objeción en objeción y eso debe ser así. El artista debe estar cuestionando cada
palabra que escribe para ver si tiene un verdadero valor artístico, un verdadero
contenido ético y si, finalmente, es una palabra tuya. Es decir, si es la
palabra que vos tenés que decir en ese momento. Ahora, si vos estás trabajando
con gente que te respeta demasiado, por ahí te empiezan a perdonar y uno cree
que todo lo que dice o hace es genial. Eso es lo malo de vivir rodeado de una
cohorte de alcahuetes. Yo creo que lo mejor es someterse al entredicho en cada
esquina, a ver qué es lo que pasa, y eso es lo que obtuve con mis hijos.
–¿Quedaron conformes con el resultado de Recordando el Show de Alejandro Molina?
–Siempre he sido rechazado en la tele, tal vez para mi suerte, pues mis ideas no
eran muy buenas. Pero ahora creo poder decir que estuvo bien hecho, merced a la
intervención de muchas otras personas que sabían de su trabajo. Digamos que hoy
puedo ver la serie sin sentir vergüenza de lo hecho. Incluso han mejorado lo que
yo pensé, que no era tan bueno como lo que se ve, lo cual no es poco.
SU DEBUT EN LA NOVELA
La duda constante
Editada el año pasado, Cartas marcadas fue la sexta obra literaria de Alejandro
Dolina desde el inaugural Crónicas del Angel Gris (1988), los dos libros de
cuentos posteriores y las transcripciones de la opereta Lo que me costó el amor
de Laura y de las comedias musicales publicadas bajo el nombre de Radiocine. La
novedad de su último trabajo fue que por vez primera se animó a la novela, un
formato que reconoce angustiante y fatigoso. “Sentí el peligro del derrumbe
muchas veces y temí que el proyecto tambaleara. Esa duda constante en la que uno
vive mientras está escribiendo te arruina la vida. Avanzás lentamente, más si te
proponés un trabajo largo. El desaliento se produce cada diez renglones y la
tentación que uno siente es la de abandonarlo todo. Puede que haya un tobogán al
final de la obra, cuando todo está resuelto y la novela casi que se escribe sola
porque te empuja de atrás. Pero eso pasa en las últimas treinta páginas. Y,
después, sí: la felicidad de haberla terminado”, explica.
El resultado final, no obstante, parece convencerlo: “La novela no sé si es
buena o mala, pero llegó a un término sólido. Digo: es consistente consigo
misma, los ladrillos son del mismo tamaño. Superó esas crisis que aparecen en
las obras largas cuando el autor descubre algún error de concepción que pone en
riesgo toda la construcción. Esto pasa también con los cuentos, donde tirar uno
es tirar tres días de trabajo, pero tirar una novela de 300 páginas es una
catástrofe difícil de aceptar”.
–¿Volvería a hacer una novela?
–Volvería a hacerlo, claro, pero no me gustó. A nadie le puede agradar estar
escribiendo y temblando ante la posibilidad de que algo nos revele que somos
verdaderamente inaceptables como escritores, que somos insolventes. Es un miedo
muy común del medio artístico en general. No tanto a cometer un error, sino a
que ese error sea de una naturaleza tal que nos revele a nosotros y al mundo
que, en realidad, no somos las personas que creemos ser. No es a la equivocación
a lo que uno le teme, sino a la revelación que te indique que sos un imbécil.
En un partido de fútbol
caben infinidad de novelescos episodios. Allí reconocemos la fuerza,
la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño
astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles
intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del
que cincha sin renuncios.
La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición
del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota.
Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la
cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa
o el llanto.
Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto,
y respetaban a los cracks tanto como a los artistas o a los héroes.
Se asegura que los muchachos del Ángel Gris tenían un equipo. La
opinión general suele identificarlo con el legendario Empalme San
Vicente, conocido también como el Cuadro de las Mil derrotas.
Según parece, a través
de modestas giras, anduvieron por barriadas hostiles, como Temperley,
Caseros, Saavedra, San Miguel, Florencio Varela, San Isidro, Barracas,
Liniers, Nuñez, Palermo, Hurlingham o Villa Real.
El célebre puntero Héctor
Ferrarotti llevó durante muchos años un cuaderno de anotaciones
en el que, además de datos estadísticos, hay noticias muy curiosas
que vale la pena conocer.
En Villa Rizzo, todos los partidos terminan con la aniquilación
del equipo visitante. Si un cuadro tiene la mala ocurrencia de ganar,
su destrucción se concreta a modo de venganza. Si el resultado es
una igualdad, la biaba obra como desempate. Y si, como ocurre casi
siempre, los visitantes pierden, la violencia toma el nombre de
castigo a la torpeza.
En ciertas ocasiones,
los partidos deben suspenderse por la lluvia u otras circunstancias.
En ningún caso se extrañará la estrolada, que llegará sin fútbol
previo, pura, ayuna de pretextos.
- En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el
medio y que estaba en los terrenos de una casa abandonada.
- En un potrero de Palermo, había oculta entre los yuyos una canilla
petisa que malograba a los delanteros veloces. - Cierto equipo de Merlo jugaba con una pelota tan pesada que nadie
se atrevió nunca a cabecearla. - En un lugar preciso de la cancha de Piraña acecha el demonio.
A veces los jugadores pisan el sector infernal, adquieren habilidades
secretas, convierten muchos goles, triunfan en Italia, se entregan
al lujo y se destruyen.
Otras veces los jugadores pisan al revés y se entorpecen, juegan
mal. son excluidos del equipo, abandonan el deporte, se entregan
al vicio y se destruyen. Hay quienes no pisan jamás el coto del
diablo y prosiguen oscuramente sus vidas, padecen desengaños, pierden
la fé y se destruyen.
Conviene no jugar en la cancha de Piraña. Las últimas páginas del
cuaderno de Ferrarotti contienen historias ajenas. Algunas de ellas
muestran un conmovedor afán literario. Veamos.
Es probable que esta antología haya comenzado a gestarse en su
antecedente inmediato, que con selección y prólogo de Jorge Valdano
reunió hace dos años a escritores de España y América latina tras
una tapa con el mismo título de este libro (sin las restricciones
del gentilicio, por supuesto). O quizá todo haya empezado en los
pies de los jugadores que pasaron por el inolvidable Alumni, allá
cuando el siglo actual nacía, para, después de décadas, crecer con
las gambetas y los goles de Sarlanga, Di Stéfano, Bianchi, Kempes o
Maradona; los relatos de Fioravanti o Muñoz, y los anhelos de
cualquier chico que en un potrero soñó con llegar a primera... Quién
sabe. Tampoco interesa demasiado. Lo realmente importante es que
este deporte plástico y viril para unos, violento e insensato para
otros, ya forma parte, a su modo, de nuestra historia literaria. Y,
para demostrarlo, Roberto Fontanarrosa seleccionó textos que van
desde la anécdota chispeante y el relato ingenioso hasta la pintura
del drama social y humano que a veces envuelve tanto al ídolo como
al más miserable de los hinchas.
Dentro de esta variada gama, las aguafuertes más logradas
corresponden a Osvaldo Soriano,
Alejandro Dolina y el propio
Fontanarrosa, quienes, conocedores de los códigos barriales, recrean
satíricamente y con envidiable ingenio la magia del picado, los
amistosos y las sacrificadas ligas regionales.
Por su parte, Guillermo Saccomano,
Juan Sasturain y Marcos Mayer se
ajustan a las reglas del cuento creando obras que se despegan de lo
anecdótico y alcanzan la dimensión artística necesaria para bucear
en el fracaso, el resentimiento, la locura y los sueños que habitan
en el fútbol como fenómeno social. A los trabajos de ellos se suman
dos obras maestras del género: "Falucho", de
Pacho O`Donnell, que
desnuda con crudeza el mundo anónimo de un hincha y sus absurdas
ansias de heroísmo, e "Insai izquierdo", de Humberto Costantini, que
narra magistralmente la inestable relación entre un gran jugador
venido a menos y sus simpatizantes.
En este mismo sentido, el de las relaciones humanas (pues qué es si
no esa suerte de rechazos y adhesiones entre la hinchada y el
deportista), se expresan los trabajos de Juan Pablo Feinman, Liliana
Heker y Marcelo Cohen. Es de lamentar que el cuento de este último
narrador, aunque excelente, esté ambientado en España y que el
lector deba realizar una forzada conversión de términos como chutar,
portería y carrerilla, más cuando de fútbol argentino se trata. Del
resto de los autores, Rodrigo Fresán, Luisa Valenzuela, Elvio
Gandolfo y Héctor Libertella no consiguen despegarse de lo meramente
anecdótico y, al respecto, cabe mencionar que varios de los trabajos
son inéditos, lo que mueve a la sospecha de que fueron realizados
especialmente para esta antología y, por ende, no alcanzan el vuelo
de lo escrito sin la imposición del tema. Aunque nunca falta la
excepción, y en este caso se trata de Inés Fernández Moreno, quien,
sorprendiendo desde su condición de mujer, compone un breve y
formidable cuento en el que se rinde homenaje a los relatores
radiales y se pone de manifiesto la ilusión colectiva que genera la
camiseta albiceleste.
Por último, y para demostrar que nadie podía permanecer ajeno a esta
pasión de multitudes, Fontanarrosa incluyó en su selección una
aguafuerte "lunfarda" del recordado periodista Luis Sciutto, quien
con el seudónimo de Diego Lucero dejó unas inolvidables crónicas
deportivas, y un cuento de Bioy Casares y Borges, que por medio del
célebre Bustos Domecq asisten al extraño caso de la desaparición de
los estadios de fútbol. En fin, una antología para todos los gustos
y para todos los aficionados, no importa cuál sea el cuadro de sus
amores.
Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar
el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a
oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros.
El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en
puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de
ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de
su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se
lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su
existencia.
Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de
Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos.
Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió
seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así.
Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de
otros desafíos ajenos.
Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por
él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.Algunos
muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera
división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido
sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella
tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de
relleno.
El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que
lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien
juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado
justo.
De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna
infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores
involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos
y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer
a los buenos y castigar a los canallas.
Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni
aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio,
los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada
intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento,
sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba
a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen
campeones y los cancheros y compadrones se van al descenso.
Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de
locura inversa, amigos o lacayos de los sobradores, por temor a
ser sus víctimas. Inflexibles con los débiles y condescendientes
con los matones. Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres
Sensibles de Flores lamentaron no haber estado allí, para hacerse
dar una piña en su homenaje.
Los demonios ladrones andan merodeando cerca de las canchas. Cuando
la pelota se va lejos, la ocultan entre los yuyales o en las zanjas
para que los jugadores no puedan encontrarla. Ya en la noche, llevan
las pelotas perdidas a un patio secreto. Los demonios realizan además acuerdos infames con vecinos chúcaros.
Y en las madrugadas recorren techos, canaletas y terrazas para comprobar
su despojo. Nadie lo sabe, pero en el patio están todas las pelotas perdidas:
duras reliquias con tiento, flamantes cueros profesionales, humildes
"Pulpo' de goma, infames bolas de plástico que doblan en el aire,
ásperas veteranas que han conocido mil costurones. Un día entre los días vendrá del sur un duende bienhechor que ha
de sacar las pelotas cautivas para devolverlas a sus dueños Y todos
sentirán la emoción de revivir viejos piques olvidados.
Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen
para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer
quienes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se
enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige
alternativamente a sus futuros compañeros. Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos,
quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido
dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que
rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué
medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera
posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas
advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más
demorada. Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que
las decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio
se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico,
que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades. Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con
sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca
de su corazón, aunque no fueran tan capaces. El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también
estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos,
lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo
de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo
es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria
con los extraños o los indeseables.
Había jugado muchos
años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para
que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno. -Con usted Bottaro no podemos perder Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque,
en su gambeta corta, en su tiro certero. Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito: -Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús... Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar
el partido. La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza
dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los wines hacían maniobras
invisibles. En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó
tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres:
los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan. Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte.
Se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota
volaba siempre alto. Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma
o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya
en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre
sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza. Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna.
En los últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó
el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta,
pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había
extraviado en las sombras del lateral derecho. Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron
pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con
casaca roja y pantalón corto. Dicen que iba llorando. Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que
veintidós sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica,
no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a quien
la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de
Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos
Dios de percibir el mundo con este simple cinismo! El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto. Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene
decirlo apasionadamente. Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo
de nuestros futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas
cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los
miles de pioneros atorrantes que impartieron una ética, una estética,
tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles superiores,
memorables, excelentísimos de Diego Maradona.