Alejandro Dolina

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Cuentos de Alejandro Dolina
 

ALEJANDRO DOLINA Y LOS VEINTE AñOS DE LA VENGANZA SERA TERRIBLE

El vengador

Por Juan Ignacio Provéndola

Alejandro Dolina: El autor de Crónicas del Angel Gris tiene dos buenos motivos para festejar: su primera novela, Cartas marcadas, acaba de ganar el Premio del Lector de la Feria del Libro. Y su legendario programa radial La venganza será terrible está cumpliendo veinte años ininterrumpidos en el dial.

“Tuve suerte con el público, pero nunca logré un éxito”

“El secreto de la longevidad del programa estuvo en no morirse. Y en no abandonarlo”, dice Dolina.

Flamante ganador del Premio del Lector de la Feria del Libro, por su primera novela, titulada Cartas marcadas, Dolina repasa su trayectoria radial y reflexiona sobre su programa: “Definitivamente, esto que hacemos no es radio”.

Todo comenzó como un desafío personal: Adolfo Castelo se había planeado convencer a Alejandro Dolina de aceptar la exótica propuesta de AM El Mundo. Ambos se habían hecho amigos en 1974 a través de Plin caja, un programa producido por Castelo que significó el debut radial de Dolina (y del Sordo Gancé, una de sus creaciones fundamentales, todavía vigente). El medio volvió a unirlos los sábados a la mañana de 1977 en Claves para bajar de la cama, con un staff que incluía a Fernando Salas y Federico Bedrune, espadas fundamentales en el cambio del paradigma de un humor radiofónico que buscaba aflojarse el rígido corset del libreto irrestricto a través del flirteo con la improvisación, el sarcasmo, la utilización de personajes delirantes y la ridiculización de situaciones cotidianas. “Un humor que al oyente le hace decir: ‘¡Mirá lo que dice este tipo, qué hijo de puta!’”, graficó Castelo alguna vez.

La propuesta en cuestión que le habían hecho en aquel 1985 no variaba del formato ya transitado, exceptuando un detalle: el horario. “Nos ofrecieron la medianoche, que era una franja de exilio y desolación: cuando se perdían las esperanzas en un programa lo confinaban a esa hora, que era peor que no existir. No tenía fe ni en el horario ni en el programa; con mucha suerte, nos escucharían nuestros familiares, si es que antes no se quedaban dormidos”, recuerda Dolina. Para convencerlo, Castelo le propuso probar un mes para ver qué sucedía. “Y tuvo razón –reconoce–. No se levantó una gran polvareda, pero al menos recogimos alguna luz de respuesta y fuimos encontrando una forma adecuada de discurso, de relato y de forma artística. Entonces me quedé. Y aquí estamos, todavía.”

Hasta ese entonces, Dolina había trabajado como redactor publicitario en la Editorial Atlántida (“Recuerdos de papel que se volaron al primer viento”, cuenta sin contar) y venía de un tránsito intenso por la gráfica a través de las revistas Satiricón y Humor, donde, se sabe, insinuó los textos que más adelante compondrían las Crónicas del Angel Gris. Aun no había iniciado su camino en la literatura y la radio era tan sólo un escenario de experiencias breves y sinsabores: sólo acumulaba proyectos rechazados, tal como le sucedería luego en televisión.


Dolina. Producción Télam 2015.

La sociedad con Castelo y la novedad que proponía el programa Demasiado tarde para lágrimas le aseguraron una continuidad laboral que no alcanzaría con ninguna de sus otras expresiones artísticas (entre las que también debemos señalar la música y el teatro). Sombras chinescas por radio (¡!), partidas de dados en vivo, la presencia de un hombre bala rebotando en el estudio, los tangos del maestro Gancé, conversaciones de matriz filosófica y relatos mitológicos eran elementos que configuraban un formato inédito en un horario marginal. Y que despertaron una curiosidad irresoluble a través del oído: allí comenzaron a aparecer unos primeros curiosos, luego otros, y la demanda dejó de caber en los modestos estudios de Radio El Mundo. Primero los viernes (y así, sucesivamente, hasta completar toda la semana) la presencia de un público numeroso otorgó, con sus risas aprobatorias y sus silencios reverenciales, otra espesura a un código que aún en 2013 sigue refrendando a la vieja radio de antes, esa que hacía alucinar a Dolina en la Baigorrita de su niñez o en el Caseros de su juventud.

Después de cuatro temporadas, Demasiado tarde... inició un curso errante por el dial. AM Rivadavia, Radio Nacional y la extinta FM Viva (aquí, ya como El ombligo del mundo) fueron los destinos inciertos hasta que 1993 los encontró en FM Tango bajo el nombre de La venganza será terrible. Aunque Dolina asegure que nada se modificó entre tanto cambio de emisora y de frecuencia, lo cierto es que La venganza... estableció, hace exactos veinte años, una instancia de perdurabilidad que se consolidaría en 1994 con el paso a Continental, estación en la que permanecería durante 16 temporadas casi consecutivas (interrumpidas por un breve paso por AM Del Plata, su radio actual). Allí, además, profundizaría el carácter radioteatral del programa con el legendario ciclo de audiciones en el Café Tortoni y sus multitudinarias giras por teatros del interior del país. Una marca propia de La venganza...

Dos décadas de continuidad inalterable confirman un formato exitoso, aunque Alejandro Dolina discrepe con ambas expresiones. “Tuve suerte con el público, pero nunca logré éxito en términos económicos. No nos pagan mucho dinero, al menos no el que la gente piensa, y eso se debe a que nunca conseguí la admiración de los agentes mediáticos ni de las empresas”, asegura. Acerca del formato, se extiende un poco más: “Eso no es muy difícil ni importante; puede aparecer en media hora. ¿Qué importa si estoy acompañado de un tipo o tres o si primero hay un bloque humorístico y luego aparezco tocando el piano? Hacer un programa no es eso, sino encontrar una forma de hacer fluir ideas, y también de encontrar ideas para hacerlas fluir. Lo que fue difícil, y aún hoy encontramos, perdemos y recobramos, es discurrir un discurso alumbrado por algunas ideas que todos los días copiamos de otros y que, muy de tarde en tarde, se nos ocurren a nosotros mismos. Hay ideas propias y otras tantas que juntamos por ahí, en los libros más que en los diarios. La oficina de producción la tiene uno adentro, y el trabajo consiste en leer, aprender... y tratar de aprender a pensar”.


Dolina entrevistado por Hebe de Bonafini (2011)

–¿El programa tiene lenguajes más propios de la música y del teatro que de la radio misma?

–Es verdad. El código radial parece ser un tipo que nos dice si hace frío o calor, otro que nos cuenta cómo está el tránsito, más adelante viene el de la Oral Deportiva o el del noticiero. Buscar la conexión con eso que se llama “realidad”, para ponerle un nombre pretencioso. Acá, en cambio, estamos en un teatro, hablando cuál era el régimen en el Tártaro, o el Averno de los griegos, tocamos música, improvisamos. Definitivamente, esto que hacemos no es radio.

–¿Cuál cree que fue la clave para lograr un público cautivo al cabo de tanto tiempo?

–Uno se hace la ilusión de que el público siempre es el mismo, ya que desde el punto de vista de la edad hay una mayoría de jóvenes. Pero, claro, se produce una situación metabólica: entran por un lado y salen por el otro. Cumplen 20 años y te empiezan a escuchar, hasta que llegan a los 35 años y dejan de hacerlo. El programa tiene una clientela propia, pero es cierto también que hay radios que facilitan el acceso de estos clientes y de otros que no lo son, tal como hace uno con los kioscos que están mejor ubicados. En cambio, hay radios que no sólo no abren las puertas a nuevos clientes, sino que también se las cierran a los antiguos, que por vivir en determinado barrio no pueden escuchar la radio. En todo caso, creo que el secreto de su longevidad estuvo en no morirse. Y en no abandonarlo: lo hubiese dejado si me iba bien en otras cosas o si, supongamos, alguien me contrataba para hacer películas en Hollywood.

–Su paso por Radio 10 fue breve y lo expuso a dar muchas explicaciones. ¿Se arrepiente de aquella experiencia?

–Fue excelente y nunca me trataron tan bien. No tuve tanta suerte, en cambio, en la radio donde supuestamente estaban las personas que pensaban como yo. Allí estuve incluso menos que en la 10 y tuve que irme en búsqueda de mejores oportunidades. Nadie me bajó línea y nunca me guardé nada, la muestra está en los contenidos. ¿Dónde hay que trabajar, entonces, si es necesario que nuestros empleadores sean la Madre Teresa de Calcuta? Sin embargo, apareció gente que se creyó en la necesidad de exigírmelo. Yo me quedé quieto, no he dicho mucho. Y nadie dijo nada. Evidentemente, mis amigos no están en este medio. No me sentí defendido por nadie, ni siquiera por personas que yo después defendí. Aunque tampoco tendría sentido: eso de andar firmando solicitadas no le sirve a nadie, el ejercicio de la profesión no es llorar. La experiencia me sirvió para reconocer que hay miserables en cualquier campo de opinión y, dicho sea de paso, volvería a repetirla ciento diez mil veces.

–¿Asume su trabajo con conciencia política?

–Sucede de forma natural. Uno tiene una forma de ver el mundo que, si es veraz y sincera, aparece. Lo que huele mal es sujetar esa forma y hacerle coincidir con un camino económico más provechoso. Yo apoyo este proyecto del modo más amplio e intenso, casi a libro cerrado. Y lo hago con razones, porque apoyo sus políticas de inclusión, su manera de hacer crecer el mercado interno y el modo en el que se mejora la vida de la gente. Esas son políticas y no conductas éticas individuales que dan como resultado esta situación, porque no es así como funciona. Puede haber dentro de este espacio personas tan miserables como las hay del otro lado, aunque no tantas, eso es cierto. Por eso, siento gratitud cuando se apoya el proyecto con excelencia, inteligencia y argumentos nobles. Y siento mucho miedo cuando veo que las mismas cosas en las que yo creo se defienden con ineptitud. Para decirlo como una metáfora: cuando un cantor peronista desafina, yo empiezo a desconfiar hasta de las Veinte Verdades.
 


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LA TELEVISION Y LA FAMILIA

Escudería Dolina


90 minutos. Relatos de fútbol

Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos, se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión un culto al amor por la camiseta.

Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas historias.

Fuente: Programa Libros y Casas,

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Sea por gratitud, admiración o reconocimiento al trabajo, Canal Encuentro repite este año la primera y única temporada de Recordando el Show de Alejandro Molina, aquel falso documental dirigido por Juan José Campanella y actuado por un amplio y notable reparto, que esa misma señal había lanzado en 2011. Aunque la creación se le atribuye a Alejandro Dolina, el trabajo inicial se repartió entre él y sus hijos Alejandro y Martín. “Fui el que menos trabajó de los tres”, confiesa Alejandro padre, acerca del equipo intrafamiliar que ya había operado de mutuo acuerdo en los segmentos musicales de La venganza... (con el Trío Sin Nombre que componen Alejandro hijo, Martín y Manuel Moreira) y también en la novela Cartas marcadas.

–¿Cómo es la química de trabajo con personas que son hijos, por un lado, y jóvenes, por el otro?

–Me llevo muy bien porque tenemos mucha confianza, entonces pueden ser muy brutales o hacer cosas a las que por ahí otros compañeros no se atreven. “¡Esto no sirve para nada!”, me dicen, o yo les digo a ellos. Esa brutalidad ayuda mucho; son sesiones de trabajo muy apasionadas y llenas de objeciones. Vamos de objeción en objeción y eso debe ser así. El artista debe estar cuestionando cada palabra que escribe para ver si tiene un verdadero valor artístico, un verdadero contenido ético y si, finalmente, es una palabra tuya. Es decir, si es la palabra que vos tenés que decir en ese momento. Ahora, si vos estás trabajando con gente que te respeta demasiado, por ahí te empiezan a perdonar y uno cree que todo lo que dice o hace es genial. Eso es lo malo de vivir rodeado de una cohorte de alcahuetes. Yo creo que lo mejor es someterse al entredicho en cada esquina, a ver qué es lo que pasa, y eso es lo que obtuve con mis hijos.

–¿Quedaron conformes con el resultado de Recordando el Show de Alejandro Molina?

–Siempre he sido rechazado en la tele, tal vez para mi suerte, pues mis ideas no eran muy buenas. Pero ahora creo poder decir que estuvo bien hecho, merced a la intervención de muchas otras personas que sabían de su trabajo. Digamos que hoy puedo ver la serie sin sentir vergüenza de lo hecho. Incluso han mejorado lo que yo pensé, que no era tan bueno como lo que se ve, lo cual no es poco.


SU DEBUT EN LA NOVELA

La duda constante

Editada el año pasado, Cartas marcadas fue la sexta obra literaria de Alejandro Dolina desde el inaugural Crónicas del Angel Gris (1988), los dos libros de cuentos posteriores y las transcripciones de la opereta Lo que me costó el amor de Laura y de las comedias musicales publicadas bajo el nombre de Radiocine. La novedad de su último trabajo fue que por vez primera se animó a la novela, un formato que reconoce angustiante y fatigoso. “Sentí el peligro del derrumbe muchas veces y temí que el proyecto tambaleara. Esa duda constante en la que uno vive mientras está escribiendo te arruina la vida. Avanzás lentamente, más si te proponés un trabajo largo. El desaliento se produce cada diez renglones y la tentación que uno siente es la de abandonarlo todo. Puede que haya un tobogán al final de la obra, cuando todo está resuelto y la novela casi que se escribe sola porque te empuja de atrás. Pero eso pasa en las últimas treinta páginas. Y, después, sí: la felicidad de haberla terminado”, explica.

El resultado final, no obstante, parece convencerlo: “La novela no sé si es buena o mala, pero llegó a un término sólido. Digo: es consistente consigo misma, los ladrillos son del mismo tamaño. Superó esas crisis que aparecen en las obras largas cuando el autor descubre algún error de concepción que pone en riesgo toda la construcción. Esto pasa también con los cuentos, donde tirar uno es tirar tres días de trabajo, pero tirar una novela de 300 páginas es una catástrofe difícil de aceptar”.

–¿Volvería a hacer una novela?

–Volvería a hacerlo, claro, pero no me gustó. A nadie le puede agradar estar escribiendo y temblando ante la posibilidad de que algo nos revele que somos verdaderamente inaceptables como escritores, que somos insolventes. Es un miedo muy común del medio artístico en general. No tanto a cometer un error, sino a que ese error sea de una naturaleza tal que nos revele a nosotros y al mundo que, en realidad, no somos las personas que creemos ser. No es a la equivocación a lo que uno le teme, sino a la revelación que te indique que sos un imbécil.

10/05/13 Página|12


Apuntes del fútbol en Flores

Por Alejandro Dolina

En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios. Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios.

La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto.

Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a los cracks tanto como a los artistas o a los héroes.

Se asegura que los muchachos del Ángel Gris tenían un equipo. La opinión general suele identificarlo con el legendario Empalme San Vicente, conocido también como el Cuadro de las Mil derrotas.

Según parece, a través de modestas giras, anduvieron por barriadas hostiles, como Temperley, Caseros, Saavedra, San Miguel, Florencio Varela, San Isidro, Barracas, Liniers, Nuñez, Palermo, Hurlingham o Villa Real.

El célebre puntero Héctor Ferrarotti llevó durante muchos años un cuaderno de anotaciones en el que, además de datos estadísticos, hay noticias muy curiosas que vale la pena conocer.

En Villa Rizzo, todos los partidos terminan con la aniquilación del equipo visitante. Si un cuadro tiene la mala ocurrencia de ganar, su destrucción se concreta a modo de venganza. Si el resultado es una igualdad, la biaba obra como desempate. Y si, como ocurre casi siempre, los visitantes pierden, la violencia toma el nombre de castigo a la torpeza.

En ciertas ocasiones, los partidos deben suspenderse por la lluvia u otras circunstancias. En ningún caso se extrañará la estrolada, que llegará sin fútbol previo, pura, ayuna de pretextos.

- En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el medio y que estaba en los terrenos de una casa abandonada.

- En un potrero de Palermo, había oculta entre los yuyos una canilla petisa que malograba a los delanteros veloces.
- Cierto equipo de Merlo jugaba con una pelota tan pesada que nadie se atrevió nunca a cabecearla.
- En un lugar preciso de la cancha de Piraña acecha el demonio. A veces los jugadores pisan el sector infernal, adquieren habilidades secretas, convierten muchos goles, triunfan en Italia, se entregan al lujo y se destruyen.

Otras veces los jugadores pisan al revés y se entorpecen, juegan mal. son excluidos del equipo, abandonan el deporte, se entregan al vicio y se destruyen. Hay quienes no pisan jamás el coto del diablo y prosiguen oscuramente sus vidas, padecen desengaños, pierden la fé y se destruyen.

Conviene no jugar en la cancha de Piraña. Las últimas páginas del cuaderno de Ferrarotti contienen historias ajenas. Algunas de ellas muestran un conmovedor afán literario. Veamos.

El tipo que pasaba por ahí

Cuentos del fútbol argentino

Antología de una pasión nacional

Selección y prólogo de Roberto Fontanarrosa

Es probable que esta antología haya comenzado a gestarse en su antecedente inmediato, que con selección y prólogo de Jorge Valdano reunió hace dos años a escritores de España y América latina tras una tapa con el mismo título de este libro (sin las restricciones del gentilicio, por supuesto). O quizá todo haya empezado en los pies de los jugadores que pasaron por el inolvidable Alumni, allá cuando el siglo actual nacía, para, después de décadas, crecer con las gambetas y los goles de Sarlanga, Di Stéfano, Bianchi, Kempes o Maradona; los relatos de Fioravanti o Muñoz, y los anhelos de cualquier chico que en un potrero soñó con llegar a primera... Quién sabe. Tampoco interesa demasiado. Lo realmente importante es que este deporte plástico y viril para unos, violento e insensato para otros, ya forma parte, a su modo, de nuestra historia literaria. Y, para demostrarlo, Roberto Fontanarrosa seleccionó textos que van desde la anécdota chispeante y el relato ingenioso hasta la pintura del drama social y humano que a veces envuelve tanto al ídolo como al más miserable de los hinchas.

Dentro de esta variada gama, las aguafuertes más logradas corresponden a Osvaldo Soriano, Alejandro Dolina y el propio Fontanarrosa, quienes, conocedores de los códigos barriales, recrean satíricamente y con envidiable ingenio la magia del picado, los amistosos y las sacrificadas ligas regionales.

Por su parte, Guillermo Saccomano, Juan Sasturain y Marcos Mayer se ajustan a las reglas del cuento creando obras que se despegan de lo anecdótico y alcanzan la dimensión artística necesaria para bucear en el fracaso, el resentimiento, la locura y los sueños que habitan en el fútbol como fenómeno social. A los trabajos de ellos se suman dos obras maestras del género: "Falucho", de Pacho O`Donnell, que desnuda con crudeza el mundo anónimo de un hincha y sus absurdas ansias de heroísmo, e "Insai izquierdo", de Humberto Costantini, que narra magistralmente la inestable relación entre un gran jugador venido a menos y sus simpatizantes.

En este mismo sentido, el de las relaciones humanas (pues qué es si no esa suerte de rechazos y adhesiones entre la hinchada y el deportista), se expresan los trabajos de Juan Pablo Feinman, Liliana Heker y Marcelo Cohen. Es de lamentar que el cuento de este último narrador, aunque excelente, esté ambientado en España y que el lector deba realizar una forzada conversión de términos como chutar, portería y carrerilla, más cuando de fútbol argentino se trata. Del resto de los autores, Rodrigo Fresán, Luisa Valenzuela, Elvio Gandolfo y Héctor Libertella no consiguen despegarse de lo meramente anecdótico y, al respecto, cabe mencionar que varios de los trabajos son inéditos, lo que mueve a la sospecha de que fueron realizados especialmente para esta antología y, por ende, no alcanzan el vuelo de lo escrito sin la imposición del tema. Aunque nunca falta la excepción, y en este caso se trata de Inés Fernández Moreno, quien, sorprendiendo desde su condición de mujer, compone un breve y formidable cuento en el que se rinde homenaje a los relatores radiales y se pone de manifiesto la ilusión colectiva que genera la camiseta albiceleste.

Por último, y para demostrar que nadie podía permanecer ajeno a esta pasión de multitudes, Fontanarrosa incluyó en su selección una aguafuerte "lunfarda" del recordado periodista Luis Sciutto, quien con el seudónimo de Diego Lucero dejó unas inolvidables crónicas deportivas, y un cuento de Bioy Casares y Borges, que por medio del célebre Bustos Domecq asisten al extraño caso de la desaparición de los estadios de fútbol. En fin, una antología para todos los gustos y para todos los aficionados, no importa cuál sea el cuadro de sus amores.

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Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia.

Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.

Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.

El referí demasiado justo

Por Alejandro Dolina

El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo.

De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer a los buenos y castigar a los canallas.

Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y compadrones se van al descenso.

Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de locura inversa, amigos o lacayos de los sobradores, por temor a ser sus víctimas. Inflexibles con los débiles y condescendientes con los matones. Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres Sensibles de Flores lamentaron no haber estado allí, para hacerse dar una piña en su homenaje.


El patio de las pelotas perdidas

Por Alejandro Dolina

Los demonios ladrones andan merodeando cerca de las canchas. Cuando la pelota se va lejos, la ocultan entre los yuyales o en las zanjas para que los jugadores no puedan encontrarla. Ya en la noche, llevan las pelotas perdidas a un patio secreto.
Los demonios realizan además acuerdos infames con vecinos chúcaros. Y en las madrugadas recorren techos, canaletas y terrazas para comprobar su despojo.
Nadie lo sabe, pero en el patio están todas las pelotas perdidas: duras reliquias con tiento, flamantes cueros profesionales, humildes "Pulpo' de goma, infames bolas de plástico que doblan en el aire, ásperas veteranas que han conocido mil costurones.
Un día entre los días vendrá del sur un duende bienhechor que ha de sacar las pelotas cautivas para devolverlas a sus dueños Y todos sentirán la emoción de revivir viejos piques olvidados.
 

Instrucciones para elegir en un picado

Por Alejandro Dolina

Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quienes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternativamente a sus futuros compañeros.
Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances.
El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que las decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.


El último partido de Rosendo Bottaro

Por Alejandro Dolina

Había jugado muchos años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.
-Con usted Bottaro no podemos perder
Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro certero.
Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:
-Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús...
Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.
La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los wines hacían maniobras invisibles.
En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan.
Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.
Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza.
Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había extraviado en las sombras del lateral derecho.
Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.
Dicen que iba llorando.
Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos Dios de percibir el mundo con este simple cinismo!
El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto.
Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo apasionadamente.
Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los miles de pioneros atorrantes que impartieron una ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.


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