![](titulos/perdedores.jpg)
![](banners/siguiente.jpg)
![](graph/sasturain2.jpg)
Segunda
37. Frío
El oficial
realizó un breve movimiento y descubrió el extremo de la mesada
de granito. La tela gruesa y blanca quedó plegada sobre el pecho
del hombre que estaba allí tendido boca arriba. La cara deformada
y con pequeñas cortaduras y desgarramientos, los ojos semicerrados,
los párpados abultados y la boca abierta. Había barro pegado en
las patillas borroneadas y también bajo la peluca ladeada, apenas
sostenida en un costado de la cabeza. Bajo el mentón, el moñito
pendía húmedo y marchito.
Etchenaik se levantó las solapas e hizo un gesto afirmativo. El
oficial volvió a cubrir el rostro de Marcial.
-Mira esto -dijo Macías a espaldas de Etchenaik.
Descubrió de un tirón las piernas desnudas. El tobillo derecho estaba
rodeado de una cadena gruesa con un candado. La piel de esa zona
estaba totalmente desgarrada por el roce de los eslabones. La cadena
estaba rota en el extremo libre.
Primero le metieron dos tiros en el pecho a quemarropa. Después
le ataron una barra de hierro y lo tiraron al Riachuelo.
Macías lo miró como si esperara algún comentario. Etchenaik no dijo
nada. El otro tomó con gesto rápido el brazo del muerto.
-Hay algo más. Fíjate acá.
Desplazó los girones de las mangas del saco y la camisa. Aparecieron
las marcas rojas, los puntos que se amontonaban en la parte interna
del brazo.
- ¿Sabías algo de eso, vos?
-No.
- ¿Y qué pensás?
Etchenaik clavó los puños en el fondo de los bolsillos:
-Mejor vamos afuera ahora.
-Sí, mejor. Te voy a mostrar dónde lo encontramos.
Subieron al Plymouth. Macías se explayó en detalles. Habló del muelle,
del estado del cadáver, de la casualidad, del ancla enganchada.
Cuando llegaron al bajo, Etchenaik dijo:
-Te pido una sola cosa: no hagas publicidad con esto.
Macías sacó el brazo e hizo una señal. El patrullero que los seguía
aceleró y dobló por Madero. El Plymouth lo dejó ir.
- ¿Qué querés decir?
-Que por ahora Marcial no fue asesinado, no tiene ninguna marca
en el brazo, todo eso... Vos sabes.
Etchenaik había hablado sin moverse, la vista fija en el frente.
- ¿Cuánto te pagan? -dijo Macías.
Etchenaik giró la cabeza lentamente. En sus ojos estaban el asombro
y la ira mal contenida; una profunda tristeza también.
-No va por ahí la cosa. Vos me conoces. Este hombre estaba en un
apuro y pensó que yo podía ayudarlo. Y yo no entendí o no supe cómo
hacerlo...
- ¿En qué clase de apuro estaba?
-Guita, supongo. Aunque hay algo más.
Macías hizo un gesto de vago fastidio. Se calló. De pronto dijo:
-A mí también me gustaba oírlo cantar, Etchenique. Pero no por eso
voy a negar las evidencias: estaba metido en la droga, debía mucho,
se quiso pasar de vivo y lo limpiaron. Lo demás, llénalo con radioteatro
y discos viejos...
-No es tan fácil. Hubo otro asesinato...
-Peor, una variante más grave. Él y otros quieren copar un sector.
Pierden y los revientan. Es muy común. En Lanús, en enero, pasó
algo así; en Ramos Mejía, hace unos meses, igual...
Etchenaik lo silenció con un gesto, apartando la mano del volante.
-Oíme bien. Te propongo un trato. ¿Estás dispuesto a seguir la investigación
hasta el fondo y hay garantías de que el loquito ese de Bertoldi
no se va a cruzar?
Macías se tomó tiempo en contestar.
38. El trato
El colorado asintió con gravedad.
-Hay garantías, todas las que me quieras -dijo.
-Bueno. El trato es éste: yo te doy información importante a cambio
de no divulgar lo de Marcial hasta que se aclare algo y sepamos
de qué jugaba en este asunto.
Macías volvió la cara a la ventanilla. El aire todavía fresco de
la avenida le hizo chicotear los cabellos enrulados. Al cabo de
un momento se volvió y lo miró a los ojos.
-De acuerdo. Nada de difusión.
-No habrá noticias.
-Eso no puedo promet...
-Tres días sin noticias.
Macías buscó otra vez consejo en el aire que bailaba alrededor del
auto.
-Está bien. Pero dos días: no se murió en dos días, si la información
vale la pena.
Doblaron por Huergo hacia Pedro de Mendoza como si el Plymouth tuviera
un riel invisible. El patrullero cabeceaba allá adelante, sobre
el empedrado. Eran las ocho de la mañana pero ya empezaba a hacer
calor. Etchenaik tironeó el cuello, se aflojó la corbata.
-Dos nombres para que busques: un tal Loureiro, que Tony lo juna,
y la mina que cantaba en el For Export. Se hace llamar Hilda Sanders
pero es Itala Sandretti. Me la mandaron a aceitarme ayer, a ver
si picaba... Los gansos que mandaste vos seguro que la perdieron.
Ah... al pelado lo agarraron, ¿no?
Macías sonrió, le escarbó las costillas con el índice.
-No jodas, Etchenique. Dame algo serio, que sirva para algo.
El veterano lo miró de reojo.
-La dirección de Marcial.
- ¿Estuviste ahí?
- ¿Vale o no vale?
-Vale.
Etchenaik le detalló el lugar, la casilla. No mencionó al señor
Brotto.
- ¿Cuándo estuviste?
-No dije que haya estado.
-Vamos...
-Te di la información ¿no?
-También quedamos en que no podés ocultar datos a la policía. Habíamos
quedado en eso...
- ¿A qué policía no le tengo que ocultar información? ¿A tipos como
Bertoldi? O me vas a decir que ése anda solo...
-No te puedo cubrir siempre.
-Yo no te pedí un carajo.
Los barcos parecían apoyados sobre papel celofán tenso. El reflejo
de agua provocaba una luminosidad que les hizo entrecerrar los ojos.
-De acuerdo: dos días sin noticias. Pero no puedo garantizar totalmente
que alguno no levante la perdiz -dijo Macías con la cara fruncida.
-Está bien... ¿Dónde es?
-Seguí un poco más.
Estaban en la Vuelta de Rocha. Pasaron junto al lugar donde dos
noches atrás el Peugeot se clavara contra el busto del almirante
Brown.
- ¿Qué pasa con la chica? -dijo Etchenaik volviendo la mirada hacia
Caminito, una escenografía desolada.
-Están las huellas en el revólver que mató a la dinamarquesa, el
testimonio de los que la vieron escabullirse con Marcial... La idea
es que intentaron copar y les salió mal. Primero lo cazaron a Marcial,
después a ella. La teoría de Cittadini es que a ustedes la mina
los usó contra los otros.
Etchenaik meneó la cabeza.
-En cualquier momento voy a hacer un desastre -dijo.
39. Barro
El Plymouth hizo crujir los cantos rodados sobre el empedrado y
se detuvo frente a un edificio viejo y pintado de colores, el Almacén
El Triunfo. Había un policía en la puerta y otros conversaban con
la gente. Media cuadra más allá había un pequeño amarradero con
su bote para cruzar a la Isla Maciel y un puente del viejo ferrocarril
de trocha angosta, levantado. Los hombres que hablaban con el policía
señalaban alternativamente el agua, el puente, se abrían de brazos.
Un poco más lejos, el Riachuelo doblaba a la derecha. Grandes montañas
de canto rodado y grúas para cargar los camiones que no estaban.
Nadie trabajaba esa mañana.
-Vení, vamos al almacén -dijo Macías.
A ambos lados de la puerta había viejos carteles esmaltados de Ginebra
Bols, amarillos y rojos. Los yuyos crecían libremente en el techo,
entre los ladrillos descubiertos de las paredes. Los hombres sentados
en los bancos de madera, en la puerta, tenían cara de haberlos visto
crecer desde allí.
Macías se entretuvo un momento conversando con el oficial a cargo
del procedimiento. Después se acercaron al mostrador y pidieron
dos cafés.
Los tomaron en silencio. Los policías entraban y salían del almacén
a cada rato. Etchenaik pidió una ginebra con hielo y se sentó en
la única mesa del lugar.
- ¿Me mostrás dónde fue?
Macías también pidió un trago y con el vaso en la mano le hizo un
gesto para que lo acompañara.
Caminaron hasta la orilla y el inspector hizo tintinear el hielo
al señalar.
-De ahí, del puente lo tiraron. Llegaron en un auto con Marcial
muerto ya. Plafff... Hicieron mucho ruido y alguien los oyó.
- ¿Y la pesca?
-Aquel carguero de canto rodado, al desamarrar esta madrugada lo
enganchó.
-Es un lugar medio boludo para tirarlo, ¿no?
Macías no contestó.
- ¿Hay forma de precisar cuándo murió?
-El forense le calcula más de sesenta horas... Coincide con los
testigos, que oyeron los ruidos anteanoche. Además, la ropa es la
misma que tenía en el For Export.
-Todo en la misma noche.
Macías asintió como si las piezas encajaran demasiado bien y eso
no fuera bueno.
-Huyen juntos con la mina. Se separan. A él lo cazan y liquidan.
Ella, a la mañana, recurre a ustedes para algún trabajo sucio y
los embalurda. Algo había en el conventillo ese donde los cita.
Ustedes van y cuando aparecen los otros se arma el quilombo... No
me podés negar que es coherente. Ella tiene tu tarjeta, inclusive.
Etchenaik se agachó, agarró un puñado de piedras y las tiró al agua.
-Es un podrido asunto éste... ¿Hay algo más que ver?
-Nada más.
- ¿Y para esto me trajiste?
-Y para que te dejes de joder. No hay nada que hacer.
Etchenaik no dijo nada y comenzó a caminar por la orilla. Subió
al puentecito y se acodó a la baranda. Miró el agua turbia, espesa
como un caldo barato. Macías lo observaba, quieto en el mismo lugar.
El veterano volvió lentamente y le puso el vaso en la mano.
-No te olvides de lo que arreglamos -dijo.
-Anda tranquilo, pero es al pedo.
Etchenaik se acercó al auto. Antes de subir se miró los pies; tenía
los zapatos llenos de barro. El mismo barro que había visto pegado
al cuerpo muerto de Marcial Díaz.
40. "Rapidísimo"
Puso el paquete sobre el escritorio y no dijo una palabra.
- ¿De dónde venís? -preguntó Tony.
Etchenaik fue directamente al baño y cerró la puerta de un golpe.
Después, los ruidos. Los infructuosos ruidos de un hombre doblado
sobre el inodoro, vaciándose de nada, de un poco de ginebra helada,
de imágenes insoportables, de miedo también.
Volvió blanco, como si se hubiera desangrado, Tony no le preguntó
nada ahora. Lo dejó que se rehiciera.
Al rato estaba dormido, tirado en el sillón, largo y desvalido.
Un hombre viejo en realidad, qué otra cosa sino un hombre viejo
al que le dolía todo.
El gallego tomaba mate, comía medias lunas del paquetito que había
traído Etchenaik y esperaba. Esperaba poco ya. Todo venía oscureciéndose.
Una tormenta paulatina, segura de sí misma, que los iba tapando,
dejando sin salidas.
Tony repasaba los datos que había recogido la tarde anterior en
el archivo, en las consultas con Robledo y Rafetto. Ordenaba direcciones,
buscaba coincidencias, nombres, confrontaba con los papeles que
había recogido Etchenaik en el conventillo.
Pero todo era un gesto mecánico, como reunir los antecedentes de
un caso perdido o tan contundente y definitivo como una estadística
sobre el hambre o la desgracia en el mundo.
Una semana atrás, pensó Tony, hacía calor pero no había esta humedad
espantosa. Cacho venía más temprano y se prendía con Etchenaik en
una partida hasta el mediodía; estaban saludablemente acalorados
pero al pedo, libres y ociosos para discutir de tango mientras escuchaban
"Rapidísimo", para quejarse sin convicción de la falta de laburo
sin desearlo verdaderamente.
Ahora, no sólo se había roto su pie. El veterano que dormitaba agitado
en el sillón era el vapuleado náufrago de una expedición a la Aventura,
un pobre tipo que había sido un loco divertido.
" ¿Qué habrá sido de Lucía, tan mía?" preguntaba el taño Marino
desde la radio, indiferente y pleno, la voz de oro del tango.
- ¿Qué hora es, Tony?
-Diez menos cuarto.
Etchenaik se incorporó.
-Lo reventaron a Marcial. Dos tiros y al Riachuelo...
-Me imaginaba. Contame.
Y se la hizo larga, prolija, necesariamente llorona.
Cuando terminó el relato, la tangueada de Marino iba por "María"
en todo su esplendor.
-A ver, pásame esas anotaciones -dijo Etchenaik mordisqueando una
medialuna.
Revisó apellidos, puso en fila las direcciones recogidas, los datos
de Robledo y Rafetto. Había que empezar por ahí... A primera vista
vio varias coincidentes: Santiago del Estero al 1400, por Constitución;
Rincón 17, casi Rivadavia, San Pedrito 1056, eso es... Luna 450,
cerca de Patricios...
-Pará -dijo de pronto Tony, como electrizado-. Para, oí, oí...
-Qué carajo querés que oiga, no ves que estoy...
-Oí, animal... Oí... Oí: somos unos boludos... Oí-y le estiraba
la palma hacia la radio-. Marcial creyó que trataba con tipos piolas
y somos unos imbéciles...
Como dos noches atrás, el taño Marino tiraba el mensaje claro, indudable,
el dato preciso que sólo ellos no habían sabido pescar y que le
había costado a Marcial dos tiros y una barra de hierro para que
se fuera al fondo del Riachuelo:
"Café de los Angelitos / bar de Gabino y Casaux. / Yo te aturdí
con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / Por Rivadavia y Rincón".
- ¡Rincón 17, casi Rivadavia!... Ahí está escrito, ¿te das cuenta?
-gritaba el gallego.
41. El Coya S.R.L.
Antes de bajar del auto se dieron cuenta de que habían llegado tarde.
-El Coya S.R.L. Artesanías salteñas -leyó el gallego dando un portazo,
acercándose rengueando.
Cruzaron. El local de Rincón 17 estaba cerrado por una pesada cortina
de eslabones que ocultaba una vidriera estrecha, el mostrador vacío,
la pequeña mesa con algunos papeles abandonados. Etchenaik se hizo
anteojeras con las manos para evitar el reflejo y pegó la nariz
a la cortina.
-Cerrado como culo de muñeco.
-Las estanterías peladas.
Por la puerta que se abría detrás de la mesa veían cajones abiertos,
paja dispersa por el suelo.
-Fíjate que no hay tierra ni cartas. Acaban de cerrar.
- ¿Dónde estarán?
Tony se apartó de la vidriera y entró en el negocio de al lado.
Etchenaik metió la mano entre los eslabones y tanteó el picaporte.
Nada. Dio dos pasos atrás y contempló el local de vidrios hasta
el piso, el revoque salpicado para cubrir la vieja pared del edificio
de dos plantas, el aire de precaria y apurada instalación que insinuaba
la masilla desbordada, los extremos recién aserrados de los estantes,
las partículas de pintura dorada que aún estaban pegadas al vidrio
junto al logo de El Coya S.R.L.
-Vení, vení...
Tony llamaba desde la puerta de la zapatillería de la esquina.
-Hay que tirarle la lengua a la vieja del negocio -dijo el gallego-.
Sabe algo pero no quiere hablar.
Entraron.
Costaba localizar a la mujer entre tantas cosas amontonadas.
-Buenas tardes, señora... Quisiéramos saber si...
- ¿Qué van a llevar?
La vocecita se insinuó desde atrás de una pila de ojotas de goma
en un extremo del mostrador.
-No, nada. Es sólo por una consulta...
La mujer apenas sobresalía veinte centímetros por encima del borde
de madera gastado. Tenía un rostro ajado y maltratado por los años,
pero los ojitos, tras los cristales suspendidos de los anteojos
minúsculos, tenían un brillo particular.
- ¿Qué van a llevar?
Y lo dijo por segunda vez sin fingir sordera, con la tranquila resolución
de un chico empecinado, ganador.
Se miraron, Etchenaik hizo un gesto de desaliento. El gallego paseó
la mirada por las pilas de cajas y bolsones; finalmente señaló arriba,
sobre el último estante.
-Aquella sombrilla, por favor... La verde y amarilla.
Una sonrisa fue desplegándose en el rostro de viejita como un gran
pájaro que abre lentamente sus alas. Sin una palabra hizo aparecer
una escalerita de madera, la apoyó y trepó con la velocidad de un
trapecista.
Se miraron otra vez. Tony se encogió de hombros.
Media hora después Etchenaik abría el baúl para meter la sombrilla
y dos pares de zapatillas. Cerró de un golpe y volvió junto al volante.
-Pero conseguimos lo que queríamos, ¿no? -dijo el gallego contestando
a algo que el otro no había dicho pero que flotaba en el aire con
la materialidad de un ladrillo.
-Amancio Alcorta 2800 -dijo el veterano como si no lo oyera-. Es
por la cancha de Huracán... ¿Cuándo dijo que vinieron?
-Ayer, a última hora.
E insensiblemente Etchenaik aceleró un poquito más cuando enfiló
Rivadavia arriba.
42. Basta de pavadas
Pasaron Plaza Once y doblaron por Deán Funes a la izquierda. Etchenaik
tiró el saco en el asiento de atrás y resopló.
-Artesanías salteñas... ¿Me podes decir qué carajo tiene que ver
esta gente con la artesanía salteña? Uno se imagina un local en
una galería de Charcas y Maipú con una flaca de cara lavada y poncho
de colores... Pero esos tipos acá, en Once...
-Una pantalla.
-De acuerdo, una pantalla. ¿Y atrás qué hay? Por qué no ponen una
disquería, una veterinaria, un circo...
Tony paseó la mirada displicente por el rostro transpirado del veterano.
-Los indios matacos no traen las artesanías a pie a Buenos Aires.
Hay que ir a buscarlas. Varias veces al año, supongo... Un buen
pretexto para ir y venir desde bien al norte, andar por zonas deshabitadas
de frontera sin despertar sospechas. En fin... el calor te ablanda
el seso.
Etchenaik sonrió, pareció recobrar algo del ánimo.
- ¿Acaso la empresa no se llama El Rápido del Norte, como dijo la
vieja que leyó en el camión? -concluyó el gallego.
Etchenaik asintió con admiración.
-Quedate con la sombrilla -dijo.
Era un galpón con entrada para camiones y el alto techo curvo sostenido
por tirantes de hierro. El sol de la una atravesaba las chapas verdes
de plástico y le daba un aspecto de gigantesca pecera. Había dos
camiones de culata con la caja abierta, pero no se veía a nadie.
Atrás, una plataforma de carga y descarga sobre la que se amontonaban
los cajones.
Etchenaik subió los cuatro escalones de cemento a la derecha de
la entrada y se acodó a la ventanilla de la oficina. Una jovencita
tecleaba detrás de los vidrios en un escritorio con muy pocas cosas.
Los dedos del veterano tamborilearon en el borde y la chica se volvió.
Le hizo señas.
- ¿Señor? -dijo levantando apenas la ventanilla, sin soltarla.
-Necesito hacer un envío a Orán. ¿Cuándo salen?
-Carga completa, señor.
- ¿Y la semana próxima?
-No podría decirle, señor.
- ¿Y cuándo va a poder?
-No sé, señor. Disculpe.
La chica cerró la ventanilla con un corto y seco ruidito. Volvió
a sentarse. Etchenaik golpeó otra vez. La chica, nada. Sonó un portazo.
Etchenaik vio que Tony rengueaba hacia el fondo del galpón.
- ¡Es Loureiro! -gritó.
El gallego abrió la puerta de atrás y desapareció enarbolando el
revólver. Etchenaik dio un salto, se dejó caer en la playa y corrió
junto a los camiones. Algo lo detuvo. Volvió sobre sus pasos y se
encaramó sobre la ventanilla. La joven secretaria discaba nerviosamente
de pie junto al escritorio.
Etchenaik golpeó, volvió a golpear. La chica había dejado de discar
y apretaba el tubo como si lo exprimiera. Etchenaik tomó dos pasos
de distancia y se tiró contra la puerta. Hubo un crujido y un grito.
Volvió a arrojarse con todas sus fuerzas y ahora la puerta cedió.
El impulso lo llevó hasta el escritorio, arrastrándolo. Se recompuso
y colocó los dedos delicadamente sobre la horquilla del teléfono.
-Tranquila, nena. No te quiero lastimar.
Ella le tiró el tubo a la cara y corrió hacia la puerta pero el
veterano alcanzó a hacerle la zancadilla y la chica se fue de boca
contra un armario de metal. Quedó allí, sollozando y maldiciéndolo
confusamente, el pelo sobre la cara, los ojos desesperados.
-Basta de pavadas -dijo Etchenaik.
43. Loureiro otra vez
Mientras el veterano controlaba a la piba de la oficina, hubo ruido
de arranque en la playa. El camión que estaba abierto se puso en
marcha y comenzó a retroceder hacia la calle. Las puertas traseras,
batiéndose, golpearon contra los bordes de la entrada. Hubo frenadas
y bocinazos y el camión tuvo que dar otra vez marcha adelante, bramando.
Etchenaik vio que el que manejaba no era Loureiro. Sacó el revólver,
apuntó a las gomas delanteras y disparó a través de la ventanilla.
Dos veces. La chica gritó. El camión volvió a retroceder ahora hasta
el medio de la calle, enderezó y salió rugiendo hacia la Perito
Moreno.
Etchenaik bajó el revólver. Había vidrios por todos lados. La piba
era un ovillo en el suelo.
-Levántate -dijo-. No pasó nada. Le erré...
La chica no contestó. Etchenaik fue hasta la puerta de la oficina.
Se oían ruidos en el fondo. En un momento dado se abrió la puerta
y apareció Loureiro con las manos en la cabeza; el revólver de Tony
le empujaba la nuca.
-El otro se escapó con el camión -dijo Etchenaik.
El gallego insinuó una sonrisa burlona, alardeó escarbando con el
bufoso en la pelambre del matón.
-Yo no tuve problemas -dijo.
-Traélo -dijo el veterano sin darse por aludido-. Acá hay algo más.
Mientras Tony ataba prolijamente las manos de los prisioneros tendidos
en el piso boca abajo, Etchenaik tomó el teléfono del suelo e hizo
dos llamados rápidos. Cinco minutos después, dos patrulleros se
cruzaban en la puerta del garaje y dispersaban con cuatro gritos
a la gente que se había ido reuniendo. Macías fue el primero en
bajar. Trepó rápidamente por la escalera y entró en la oficina.
- ¿Qué es este despelote? ¿Estás loco vos?
Etchenaik estaba sentado sobre el escritorio, señaló vagamente el
piso.
-Este guacho estaba la noche que nos retuvieron en la terraza. Es
el Loureiro que te nombré.
-Está loco, señor -dijo Loureiro levantando la mirada desde las
baldosas-. No sé de qué está hablando.
-Que te explique con qué se hizo el tajo que tiene en la cabeza.
-Etchenaik levantó el puño-. Con esta derecha le partí el mate de
un hermoso botellazo al voleo. Es tan bestia que fue capaz de levantarse
y escapar.
Se bajó del escritorio y le apoyó la suela en la espalda.
-Levántate ahora, turrito...
-Basta.
Macías lo tomó del brazo y lo apartó.
-Espero que sepas lo que estás haciendo, porque ésta no te la puedo
bancar.
-Si hay que pagar el vidrio, lo pago.
-No seas boludo.
De nuevo, como otras veces, la bronca se tensaba entre los dos,
casi casi los empujaba. Cuando apareció Tony en la puerta de la
oficina fue como si llegara un funcionario con la tijera para cortar
la cinta tendida entre uno y otro, inaugurar algo que ojalá fuera
mejor que lo anterior:
- ¿Y Loureiro?... ¿Qué va a hacer con éste, Macías?
-Queda detenido. La piba también.
Tony y Etchenaik se miraron. Después de una pequeña vacilación el
gallego agarró un bolso que había dejado en el suelo y abrió el
cierre ante el inspector.
-Estaban en el baño -dijo.
Macías se inclinó para mirar.
44. Maneras de irse
El inspector apartó la mirada del bolso, dio una pitada honda al
cigarrillo que pendía clásicamente de la comisura de su boca. No
dijo nada.
-Una camisa embarrada y un par de mocasines sucios de tierra. -Le
explicó didácticamente Tony, ya muy agrandado-. Estaban hechos un
ovillo en el baño.
-Podes mandar a analizar esa tierra -se adelantó Etchenaik.
Macías lo miró con desaliento.
-Con el barro no probas nada. La tierra es igual en todos lados.
Además, llovió estos días... En la Boca, en Patricios...
-En Munro -completó Etchenaik.
-Claro. En Munro también -reafirmó Macías sin mirarlo, como si nada.
-La tierra no es igual en todos lados -volvió el gallego.
-Es cierto. Pero hay infinidad de lugares donde es igual o con variaciones
muy chicas. No sirve de prueba si no se tienen otros elementos.
-Macías se volvió apuntándoles con el cigarrillo-. Y testigos.
El veterano iba a replicar pero en ese momento Macías daba órdenes
para que se llevaran a los dos detenidos. Entraron dos canas y los
levantaron del suelo. La piba tenía lindas gambas. Loureiro era
todo feo.
- ¿Se los llevan a Bertoldi y a Cittadini, ché? -ironizó Etchenaik
mirándolos partir-. ¿Se está haciendo algo con toda esa cría?
-A Bertoldi y a Gómez se los sacó del caso. Los saqué yo mismo con
acuerdo de Cittadini.
-Eso está mejor. Porque nosotros no tenemos pruebas ni testigos
pero nuestro verso es más coherente. Y te digo más: proba con otro
forense también, aunque sea para tantear... No creo que Marcial
haya muerto cuando dice el informe ni que tuviera esa ropa cuando
lo balearon.
- ¿Qué pasa, Roqueiro? -dijo Macías.
El suboficial llegaba de la calle, apurado. La persecución del camión
del Rápido del Norte había sido tardía pero algo había resultado.
En su mano traía restos de una vasija, los pedazos informes tal
vez de una estatuita de terracota. En la esquina de Amancio Alcorta
y la Perito Moreno había más pedazos. Los testigos coincidían en
que habían caído de un camión con la puerta de la caja abierta que
cordoneó, casi chocó contra el semáforo, se cruzó totalmente y armó
un desparramo.
-Ya avisé al radioeléctrico, señor.
-El polvito -dijo Macías sin oírlo-. Mande a analizar el polvito,
Roqueiro.
Y señaló la suave harina que impregnaba la parte interna de algunos
de los pedazos recogidos.
-Bien, señor.
Volvieron a quedar solos. Etchenaik sintió que ganaba pequeñas batallas
inútiles en una guerra digitada.
-Vamos, Tony -dijo-. Cuando llega esta gente nosotros nos vamos.
Era una frase que alguien había dicho alguna vez y servía de remate
para situaciones como ésa.
Salieron. El chistido de Macías los alcanzó cuando bajaban la escalera.
- ¿Qué pasa ahora?
-Para que no te hagas el incomprendido -dijo el inspector a través
del hueco del vidrio roto-. Había un sótano en el restaurante; una
pared falsa al fondo, detrás de una estantería de botellas. Por
un pasillo y otra escalera llegas al patio de un negocio del otro
lado de la manzana, un local para turistas también.
- ¿Artesanías salteñas?
-No. Hilados jujeños...
El veterano sonrió otra vez, duramente. Empezó a irse.
-Etchenique... -Macías sacó el brazo y le agarró el borde del saco.
-Sigue en pie el acuerdo. Tenés un día y medio. Apurate. -Lo soltó
y le señaló el Plymouth que se recalentaba al sol.
Etchenaik se sacudió el saco como si lo hubiera cagado una paloma
y se fue. Se fueron.
45. Demasiado limpio
Hicieron el recorrido de vuelta con una extraña resolución; se alejaban
de El Rápido del Norte dejándole a Macías un lujoso paquete, un
regalo para que lo abriera a solas con su gente. Se piantaban oscuramente
ganadores.
Sin embargo, cuando cruzaron Entre Ríos el gallego levantó la mirada
de los papeles:
- ¿Adonde vamos?
-No sé, Tony. No tengo la más puta idea -contestó Etchenaik mirando
al frente. Inmediatamente aminoró la marcha, se acercó al cordón
y detuvo el auto:
- ¿Y si largamos? -se atrevió Tony, conciliador-. Hasta ahora fueron
todos problemas: jeringazos de prepo, un día a la sombra.
Etchenaik no lo oía. Agarró de un manotazo los papeles que había
dejado el gallego en la guantera y los hojeó distraídamente:
- ¿Sin noticias de la Tía Pocha? -murmuró.
-Nada... -Tony cruzó su dedo entre las hojas manuscritas-. Ahí tenés
los datos que recogí de Robledo: los últimos quince años de la droga
en el Gran Buenos Aires. Detenciones, redes desbaratadas, muertes
de adictos. No encontramos ninguna coincidencia entre los nombres
de Marcial y toda esa información dispersa. ¿Le hablaste a Macías
de las otras direcciones?
-Sí... -Etchenaik siguió revolviendo-. ¿Y de dónde sacaste esto
otro?
-Un amigo de mi sobrino, periodista de Abril. Es la investigación
para una nota sobre drogadicción en la Argentina que nunca salió:
material afanado de los archivos de la cana.
El veterano deslizó el dedo por una larga lista y de improviso se
detuvo:
-Ariel Brizuela. Abril de 1962.
- ¿Qué pasa?
-No sé. Brizuela... ¿quién es Brizuela, Tony? Ese apellido lo he
visto hace muy poco o alguien me habló de Brizuela.
El gallego quedó pensativo.
-Yo no. Ningún Brizuela para mí. A ver; léelo todo.
-Ariel Brizuela. Abril de 1962. 17 años. Muerto en circunstancias
poco claras durante una redada en Mar del Plata. Baleado por sus
cómplices a la llegada de la Policía. Secreto de sumario. Detenidos
pero ningún procesado. Marihuana.
-Un chico.
- ¿Pero dónde carajo escuché yo el apellido Brizuela? ¿Quién es?
-Por ahí alguno de los canas...
-Tal vez -asintió Etchenaik sin convicción.
Puso en marcha el motor.
- ¿Adonde vamos?
-A la oficina. Los muchachos del Falcon que nos sigue están aburridos
de tomar sol en lata.
Antes de subir, Tony hizo una escala en el bar. Había un amigote
de la época de la bandeja que tenía algo que compartir con él.
Cuando Etchenaik salió del ascensor, la mujer de la limpieza lo
miró sorprendida.
-Ah... ¿Dónde había ido?
-Acabo de llegar, Sofía... ¿Quién le abrió?
-Estaba abierta... Pensé que usted...
Etchenaik se acercó a la puerta y revisó la cerradura. Había sido
sutilmente violentada. Ni siquiera una raspadura en la madera. Pero
el mecanismo se había roto: no cerraba.
Adentro todo estaba en orden, ni un papel en el suelo.
-Ya limpió, Sofía.
-Todito. Plumerié y después pasé un trapo húmedo por todas partes.
Etchenaik hizo un gesto de desaliento.
- ¿Qué pasa, hice mal?
-No, Sofía, la próxima vez traiga nafta y un fósforo.
Para la próxima, Etchenaik no lo sabía, esa ironía iba a resultar
ridícula.
46. ¡Booom!
La mujer lo miró apoyada en el escobillón, sin comprender; lo siguió
extrañada, mientras Etchenaik recorría la oficina, verificaba la
prolija limpieza, los cambios imperceptibles que alguien había introducido
en los objetos, las ausencias, los excesos.
Finalmente, luego de revisar el baño, el inodoro, el depósito del
agua, se sentó en el escritorio y abrió el cajón central.
Todo estaba en el desorden reconocible. Llevó después la mano al
cajón de la derecha y tiró. Hubo una leve resistencia y se detuvo.
Lo soltó como si quemara y empezó a temblar.
-Sofía -dijo parándose como si temiera despertar a un tigre-. Abra
la ventana y la puerta; quédese en el pasillo.
- ¿Qué pasa?
-Hágame caso y deme el secador.
Etchenaik sacó la máquina de escribir y el teléfono. Concentró todo
en el otro extremo de la habitación y se parapetó detrás de un sillón.
Desde allí esgrimió el secador hasta hacerle calzar una punta en
la manija del cajón.
-Fíjese, Sofía -dijo dándose vuelta.
Y empujó fuerte.
Todo reventó con un estruendo descomunal. Cuando se disipó el polvo,
lo que quedaba del escritorio estaba en el centro de la oficina,
el sillón chico había saltado por el aire para caer contra la pared
opuesta con los resortes a la vista. Sofía estaba sentada en el
suelo y Etchenaik había quedado con un pedazo de secador en la mano,
blanco como la pared ahora descascarada.
- ¿Qué fue eso? -dijo Sofía sin atinar a levantarse mientras en
el pasillo se sumaban las voces, las corridas y los gritos.
-Creo que va a tener que limpiar otra vez -dijo Etchenaik dándose
golpecitos sobradores en el saco lleno de polvo.
Cinco minutos después, tras aplacar las iras del administrador y
mentir oscuramente sobre el origen del estruendo. Etchenaik dejó
a los curiosos en el pasillo y no quiso ni mirar el estado general
de su oficina, el vidrio de la puerta rajado, el armario que se
había ido de boca como si tropezara. Dejó todo así y agarró el teléfono.
Llamó primero a la aseguradora y después a Macías. El inspector
no había llegado y en la compañía dejó el mensaje y colgó.
El polvo recién estaba terminando de caer cuando cayó, también,
el gallego.
- ¿Qué te pasó? No se te puede dejar solo...
Etchenaik parecía el dueño orgulloso de un imperio arrasado por
la furia de los elementos. Los peores elementos. Se paró y pateó
las maderas rotas del escritorio.
-Se llevaron algunos papeles y dejaron un explosivo, una trampa
cazabobos enganchada en el cajón. Sospeché cuando encontré todo
en orden y abierto.
Tony agarró la punta de un resorte, lo tensó y lo dejó caer con
un tañido prolongado.
-Te quieren reventar en serio.
-Es como si fuera todo demasiado grande, ¿no?
-Raro que se arriesguen así. Debe haber muchas cosas en juego. No
sólo guita -aventuró el gallego-. ¿Pero qué buscás?
-El documento del seguro -dijo Etchenaik revolviendo entre los vidrios
y los biblioratos rotos.
Encontró un cartón grande, de orlas azuladas y leyó todo detalladamente.
Había algo en la letra chica donde por ahí lo curraban. Pero de
pronto alejó el documento de sus ojos, quedó como suspenso, la mirada
en el aire.
- ¡La profesora! -gritó.
Agarró al gallego por los hombros y lo sacudió.
- ¡La profesora, Tony!... Flora Brizuela, egresada del Conservatorio
Nacional. De ahí me sonaba el apellido. El diploma es un cartón
como éste, colgado junto al piano.
Tony no entendía ni de qué le hablaba. Tampoco entendió cuando dejaron
todo tirado, así, y salieron para Munro.
47. Revolver la tierra
Bajaron y se treparon al Plymouth. El atardecer caía sobre la Avenida,
lento e indiferente al vértigo que les comía las horas. El día había
sido denso, inconcebible para una rutina de tantos años, abandonada
ahora como ropa vieja y demasiado usada.
-Hay que perderlos a éstos -dijo el gallego y señaló el Falcon verde
Nilo estacionado media cuadra más allá.
Tomaron por Hipólito Yrigoyen hacia el Bajo, lentos y prolijos,
con el auto de la cana pegado a los talones. Al llegar a la Rosada,
Etchenaik quiso escaparse en el semáforo pero lo madrugaron y los
tuvo encima hasta llegar a Retiro. Al pasar frente al Sheraton se
metió entre los colectivos. Dio la vuelta a la plaza, arriesgó los
guardabarros para ganar el lugar de los que retoman por Leandro
Alem y dejó al Falcon cuatro colectivos atrás. Entonces fue cuando
se jugó: aceleró con luz roja por la cuadra de Juncal mientras los
canas quedaban entorpecidos por el tránsito de Libertador y los
colectivos que doblaban a la izquierda. Cuando el Falcon zafó y
encaró la cuesta ya Etchenaik había doblado por Arenales y aceleraba
con el semáforo de Esmeralda en rojo. Dobló a la derecha y los perdió.
Eran las ocho menos cuarto cuando llegaron a la casa de Fondo de
la Legua.
-Espera un poquito -dijo Etchenaik.
- ¿Qué vas a hacer?
-Una corazonada. Vení, ayúdame a buscar acá, en esta tierra removida.
Se metió en el baldío que había junto a la casa y estuvo observando
los escombros amontonados junto al paredón. Levantó algunos de los
más grandes y los arrojó nuevamente, con fuerza. Después se puso
en cuatro patas, a escarbar.
- ¿Qué pensás encontrar?
-Ojalá supiera.
Al golpear a la puerta, un rato después, Etchenaik tenía las uñas
llenas de tierra húmeda.
Abrió ella. Cincuenta años, un rostro leve y descolorido. Los kilos
de más puestos parejitos, como cuando un chico engorda un muñeco
de arena en la playa.
- ¿Qué desean?
-Hablar con usted, señora.
La mujer se retrajo, parpadeó.
-Disculpe, pero mi marido no está. ¿Es por un terreno?
-No me entiende, señora de Brotto. Es con usted la cosa. También
con su marido, pero sobre todo con usted. Yo soy Etchenaik.
Si le hubiera dicho que era Frankenstein o el mismísimo San Puta,
el efecto no hubiera sido mayor. Fue como si repentinamente se abriera
a una puerta a sus espaldas y entrase una ráfaga de aire helado.
Se agitó, apretó los labios.
- ¿Y usted qué quiere?
Ya estaba perdida. Otros diez años cayeron sobre sus ojos que alguna
vez habían sido hermosos o brillantes al menos.
-Marcial Díaz murió, señora. Asesinado.
Etchenaik lo dijo lentamente, como en las películas, las malas películas
en las que se habla despacio, dejando segundos entre palabra y palabra
para que se suponga que los personajes son inteligentes o dicen
cosas que merecen recordarse.
Y en seguida el veterano le mostró las manos. Eso: se las mostró
casualmente, en un movimiento aparatoso que justificó con una frase
debidamente estúpida.
-No somos nada, señora.
Y ella le clavó la mirada en las uñas.
Y las uñas se le clavaron en las defensas finales, las desgarraron.
-Pasen -dijo finalmente derrotada.
48. "Pop - pop"
Ella se hizo a un costado para que pasaran y apenas se repuso:
-En realidad lo siento mucho... Mucho.
Entraron.
El living estaba en penumbras. La mujer encendió la luz de una araña
fea, torpemente funcional, y reveló la mesa de planchar, un montón
de ropa apilada encima. Había más en una silla. Ella desenchufó
la plancha y retiró la frazada que cubría la mesa.
-Disculpen un momento, por favor.
Fue hasta la cocina y desde allí les ofreció algo para beber. Volvió
con una jarra de agua fresca y un limón cortado en cuatro. Puso
los dos vasos sobre la mesa y finalmente se sentó.
Etchenaik y Tony bebieron en silencio.
-Es bastante complicado el asunto, señora -dijo el veterano con
un suspiro-. Pero hay varios puntos oscuros que sólo usted y su
marido pueden llegar a clarificar.
-Creía que mi esposo ya había hablado con ustedes.
-Su marido mintió.
-Eso no es verdad.
Etchenaik se metió un pedazo de limón en la boca, frunció la cara
y escupió las semillas.
- ¿Cómo fue, señora? ¿Piensan seguir negando que Díaz estaba en
la casa cuando llegaron los tipos?
-No estaba. No había llegado.
- ¿Y quién golpeó la ventana pidiendo auxilio? La nena se asustó.
-Oí unos golpes...
- ¿Y dos disparos después? ¿No oyó los disparos?
Etchenaik se paró, adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Ella
apartó la cara, como si fuera una llama que le buscara los ojos.
-Fueron dos sonidos así: "pop-pop". Un treinta y ocho con silenciador...
¿No los oyó?
- ¡No!
Y fue un grito. La mujer empezó a ponerse de pie, los ojos como
loca, toda loca. Ya no quedaba nada de la apacible gordita que había
abierto la puerta como quien recibe una noticia buena y previsible.
- ¡No es cierto todo eso!
Y ahí hubo un ruido imperceptible. Sólo el gallego, una oreja sensible
al chasquido, al golpecito llamador, se dio vuelta.
- ¡Guarda!
Reventó el disparo casi simultáneamente con el grito de Tony. La
descarga del cartucho se estrelló contra el respaldo de la silla
del veterano, que saltó a un costado.
La mujer volvió a gritar. El señor Brotto, con la escopeta humeante
les apuntaba desde la puerta del pasillo, dispuesto a disparar el
segundo cartucho.
-Salí de ahí, Flora -ordenó el martiliero.
Pero no pudo. Etchenaik gateó por debajo de la mesa, tomó a la mujer
por los tobillos y la derribó. La señora de Brotto se desparramó
entre dos sillas, hubo un revoleo de piernas y la histeria del martiliero:
-Soltala, hijo de puta, que te mato... ¡Soltala te digo!
Etchenaik se acuclilló tras la mujer reteniéndola con el brazo en
la garganta. Tony aprovechó para parapetarse detrás del perfil del
piano, fuera de la línea de fuego.
-Párese, Brotto, está loco -dijo el veterano ganando tiempo-. En
un minuto va a venir la policía si sigue a los chumbos... Párese
ahora, espere un momento.
-No espero nada. Los voy a reventar a los dos.
-A uno y con suerte... Mi viejo... -dijo el gallego casi dulcemente-.
Esa porquería tiene un solo tiro más y me vas a chumbiar a mí. Mientras,
el flaco te acogota la mujer. No perdés mucho pero...
- ¡Basta!
Y el señor Brotto se abrió un poquito buscando ángulo.
49. Un elefante blanco
Cuando el gallego se quedó sin argumentos para demorar la ejecución
sumaria que se disponía a realizar el peluquero, nada había para
hacer. Etchenaik apretó el cuello de la señora, la hizo gemir tratando
de demostrar aunque más no fuera un precario poderío. Pero no alcanzó.
-Tírales, Rogelio -dijo la dama, toda resolución.
-Eso voy a hacer.
En la punta del piano, sobre una carpetita de crochet, había un
elefante blanco decorado con pinceladas doradas. Cuando Brotto dio
un paso al frente levemente inclinado para dispararle a Etchenaik,
el elefante voló. Arrojado por Tony, le dio exactamente sobre la
sien con terrible violencia y lo hizo trastabillar.
- ¡Hijos de puta! -gritó Brotto, y disparó al voleo contra el gallego.
El piano, tomado de lleno, retembló haciendo sonar todas sus cuerdas
bajo la lluvia de plomo. Era lo que Tony quería.
Salió del escondite y se abalanzó sobre el peluquero que revoleaba
el arma ahora inútil. Hubo un golpe pleno sobre el hombro que Tony
aguantó a pie firme y después un derechazo en gancho que agarró
al señor Brotto en medio del pecho. Cuando se fue contra la pared
se encontró con una rodilla ascendente entre las piernas que lo
dobló en dos hasta deslizarlo al piso. Allí quedó.
El gallego levantó el arma y la puso sobre la mesa. Etchenaik se
incorporó con la mujer que sollozaba. La soltó.
-Cállese ahora -dijo Tony y sacó su revólver-. Abra la puerta y
explíqueles a sus vecinos que no fue nada, que su marido estaba
limpiando el arma y se escaparon los dos tiros. Vaya, que el martiliero
no se le va a ir.
La mujer vacilaba, miraba a su marido caído, el arma que ahora le
apuntaba.
-Vaya -dijo Etchenaik y le puso el índice entre las flores del batón
en el medio de la espalda.
Fue. Luego de un instante la oyeron hablar bajo el cobertizo con
voz vacilante pero que pretendía firmeza.
El señor Rogelio Brotto reaccionaba lentamente. Un hilo de sangre
se deslizaba desde la sien para ensuciar el cuello del piyama abierto
sobre el pecho desnudo. Había perdido una de las chinelas y toda
la compostura que alguna vez lo caracterizara.
-Arriba -dijo Etchenaik tironeándole de las axilas.
Lo acomodó en una de las sillas, fláccido como un títere, la cabeza
ladeada. En eso llegó la mujer con los ojos llenos de lágrimas.
-Ocúpese de despertarlo. Lávele un poco la cara -dijo el gallego
sin dejar de mover el revólver.
La mujer fue y vino con una toalla mojada hasta que el señor Brotto
pudo mantener la cabeza sobre los hombros.
-Arrímese -ordenó el veterano.
El gallego se ubicó detrás del matrimonio y empujó los respaldos
hasta apretarles el pecho con el filo de la mesa.
-Las manos encima, ahora.
Tony permaneció atrás, acodado, haciendo espaldas a la cómoda. Etchenaik
se sentó del otro lado de la mesa, frente a los ojos azorados del
matrimonio.
-No vamos a perder tiempo. Queremos saber todo, en una sola versión
y sin correcciones.
La mujer abrió la boca. Salió un ruidito extraño y después nada.
Volvió los ojos a su marido pero el martiliero estaba ocupadísimo
en la tarea de mantenerse despierto.
- ¡Vamos!
El violento golpe de Tony con la culata de la escopeta sobre la
mesa los sobresaltó.
- ¿Qué pasó esa noche, señora? ¿Recuerda los "pop-pop"?
50. Ahí
La mujer parecía dispuesta a hablar. Extendió las palmas sobre la
mesa, acható las arrugas del mantel.
-Serían las dos cuando golpearon la puerta -dijo al cabo de un momento-.
Eran tres. Dos hombres y uno más bajo y joven.
- ¿Qué querían?
La mujer volvió otra vez los ojos a su marido pero Brotto se había
derrumbado definitivamente y tenía el rostro oculto entre los brazos.
-Querían la llave de la casa de Díaz. Les dijimos que no la teníamos,
que no había otra. Entonces se fueron dos y quedó uno amenazándonos...
-No es así, señora -dijo Etchenaik con calma-. Ellos suponían que
Marcial estaría armado y no se quisieron arriesgar a un tiroteo.
La verdad es que ustedes les dieron la llave y después fraguaron
lo del piedrazo contra la cerradura. Lo que pasó fue que el imbécil
de su marido, por prolijo y temiendo dejar huellas, no encontró
nada mejor que traer un pedazo de escombro del baldío, golpear la
puerta y volver a llevarlo a su lugar. ¿Me equivoco?
Etchenaik cerró el puño y golpeó con fuerza sobre los dedos de Brotto
contra la mesa. El hombre se conmovió y asintió sin levantar la
cabeza.
-No me equivoco, claro que no. Ahora sigamos, señora.
-No sabemos qué pasó después... -retomó la mujer-. Escuchamos ruidos
y media hora después los golpes contra la ventana, las amenazas...
- ¿Quién golpeó?
-No sé.
- ¿Quién golpeó, carajo?
La mujer sollozó.
-Díaz golpeó.
- ¿Y qué decía?
Nuevos sollozos. Brotto levantó la cabeza.
-Déjela, ¿quiere? Voy a hablar yo.
-Hable.
-Díaz pidió ayuda: "Me van a matar" decía.
- ¿Y después?
-Se lo llevaron. Oímos el ruido del auto que se iba.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo.
-Mire esto.
Abrió el puño y dejó caer sobre la mesa dos cápsulas de 38. Estaban
llenas de tierra negra y húmeda.
Brotto las siguió con la mirada. De pronto dio un manotón y pretendió
metérselas en la boca.
- ¡Basta! -gritó Tony dándole un golpe en el brazo que hizo saltar
las cápsulas por el aire.
-Yo les voy a decir lo que pasó... -comenzó Etchenaik-. Ya se lo
llevaban cuando él consiguió zafarse y golpeó, pidió auxilio y entonces...
lo mataron.
Los otros lo miraban como si estuviera contando un cuento apasionante
y ajeno, un espectáculo.
-Lo mataron... -repitió y se puso de pie, abrió la puerta-, Ahí.
Y señalaba el suelo a dos metros de la puerta de la cocina, sobre
las piedras del camino.
- ¿Ahí? ¿No es cierto que fue ahí?
Brotto asintió mirando para otro lado. Etchenaik se sentó frente
a él.
-Entonces sí, amenazaron y se fueron. Pero no lo dejaron a Marcial
tirado porque no querían un muerto acá. Claro, quedaron las cápsulas.
Y no era cuestión de dejarlas ahí, ¿no es así?
-Nos amenazaron, señor. Usted debe conocer a esa gente.
Ella habló como si pidiera rebaja en la feria, un tono plañidero
insoportable, capaz de reventar el hígado más curtido.
-Estoy empezando a conocerlos a ustedes.
La señora de Brotto desvió la mirada pero Etchenaik no la dejó:
-Hábleme de Ariel Brizuela -dijo.
Nadie contestó.
51. Esa mugre
Tirar ahí ese nombre sobre la mesa fue una posibilidad más, un manotazo
no de ahogado sino de ciego.
Pasó un minuto y nada. Empezó otro minuto.
-Ariel Brizuela, abril de 1962 -precisó Etchenaik.
-No tiene nada que ver con esto -dijo ella al final, cansada.
-Tiene.
El veterano se levantó y fue hasta el ángulo de la habitación donde
colgaba el diploma de la profesora de piano Flora Brizuela. Se felicitó
de su memoria.
-No tenga miedo -dijo volviéndose-. Ya están lo suficientemente
complicados ustedes dos.
-No tengo miedo de nada. Yo no tengo nada que ver con toda esa mugre.
Fue una desgracia que después de tantos años este hijo de puta viniera
a revolver todo.
Causaba un efecto curioso oír putear a una dama tan prolija.
- ¿Quién es el hijo de puta? ¿Marcial?
-Sí, ése... -ahora la mandíbula le temblaba y en todo el rostro
había una extraña resolución, un rencor oscuro largamente asordinado-.
Él tuvo la culpa.
- ¿Y ella, señora Flora?
- ¿Quién?
-La Loba...
- ¡No la nombre así! ¡No la nombre así en esta casa!
Ya era una fiera, un monstruo cotidiano y vulgar con todas las uñas.
Tony levantó las cejas, hizo un gesto que significaba años repentinamente
iluminados, un controlado asombro.
-Siga.
-Marcial abandonó a mi hermana cuando estaba embarazada. No quiso
saber nada. Estaba agarrando plata grande y creyó que era una trampa
para casarlo. Entonces ella, para seguirlo, trajo al chico a casa.
Después, a veces, venía... pero lo criamos nosotros. Él jamás se
acordó.
- ¿Hasta ahora?... No entiendo.
-No, volvieron antes. Cuando Arielito tendría diez años, una noche
aparecieron juntos. Se habían casado y decían que ahora la vida
sería color de rosa, querían a su hijo... -A esta altura del relato
la señora Flora Brizuela de Brotto sollozó duramente-. ¿Qué iba
a ser su hijo, si nunca se habían ocupado de él?... Pero se lo llevaron.
Y nunca los volví a ver. Ni a mi hermana ni a Arielito ni a él,
hasta hace unos meses.
- ¿Cómo vino a parar acá?
-Casi no lo reconocí. Estaba hecho una ruina y no tenía dónde caerse
muerto. Se enteró de que la casilla estaba vacía y nos pidió quedarse
un tiempo. En seguida me di cuenta de que se drogaba. Yo no quería
que se quedara pero Rogelio le tuvo lástima. Lo dejamos.
La mujer quedó callada, abstraída mirando los dibujos del mantel.
Etchenaik se levantó, tomó la jarra y fue hasta la cocina. Abrió
la heladera y la llenó de agua fría. Volvió y la dejó en medio de
la mesa. Nadie bebió. El aire empujaba de a rachas la cortina floreada
de la cocina. Ya era de noche y de la calle llegaban voces sueltas,
gritos de pibes que jugaban bajo los focos. Allí, encima de la mesa
de fórmica vulgar y gastada, sobre un mantel quemado por cigarrillos
baratos y con las manchas de grasa de innumerables almuerzos, el
revólver y la escopeta no tenían nada que ver. También parecían
mentira los muebles destrozados, las dos cápsulas de 38 llenas de
tierra que habían rodado junto al piano.
Pero la realidad tiene esas cosas.
- ¿Por eso lo dejaron matar?
La pregunta de Tony llegó como la conclusión de un largo razonamiento
que hubieran estado armando entre todos sin que nadie lo formulara.
-Él no merecía vivir -dijo la mujer, desafiante-. Nos ensuciaron
a todos.
Había tanto odio en esas palabras que Etchenaik sintió un profundo
rechazo, un asco infinito, como si le saltara un bicho ponzoñoso.
Y decidió pisarlo.
52. Un cachito de verdad
Había ido pasando de la bronca al profundo desprecio. Ya no podía
evitarlo ni le interesaba.
-No sé qué le duele más, señora: la muerte del chico o que los hayan
ensuciado, como usted dice.
Una ira santa subió a los ojos de la mujer. Estaba o se sentía más
allá del bien y del mal. O, mejor, estaba sentada en medio del bien,
lo administraba:
-Usted habla así porque tiene un revólver. Pero también es parte
de la mugre... La misma mugre que él y que ella.
La mano del gallego se levantó como para cruzarle la cara pero Etchenaik
lo contuvo.
-Es muy difícil separar la mugre de lo demás -dijo con extraña calma-.
En general viene todo muy mezclado. Le diré, señora, que he encontrado
mucha basura en ciertos hogares bellamente constituidos. No hay
reglas. Pero la experiencia sirve, y no me gusta la gente que se
dedica a la tintorería moral.
Ella fue a replicar pero la acalló con un gesto. El veterano se
sentía extraño, casi un personaje hecho, con integridad y soltura.
Su pequeño discurso había tenido la convicción y el peso de un sermón
menor de Marlowe.
-Acá hay crímenes de por medio y no es posible bajarse del asunto
como de un colectivo. Lo real es que ustedes ocultaron pruebas y
les dieron una coartada a los asesinos.
-Tuvimos miedo.
-Tuvieron odio.
Etchenaik se sirvió un vaso de agua y bebió.
- ¿Cómo murió Ariel, señora?
-Creo que estaban otra vez separados en ese momento. Siempre se
la pasaron yendo y viniendo. El chico fue a pasar el verano con
el padre, a Mar del Plata. Díaz actuaba en clubes nocturnos, boites,
y el pibe comenzó a frecuentar ese ambiente. Era un lindo chico
y no le faltaba dinero. Apareció muerto en uno de esos lugares de
la avenida Constitución, cuando no había todo el ruido de ahora...
Era casi un descampado. Hubo un tiroteo y parece que los mismos
tipos que andaban con él lo balearon. Le encontraron drogas encima,
pobrecito.
- ¿Y qué hizo Díaz?
-Desapareció, no volvió a cantar. Apenas lo vi para el entierro.
- ¿Y ella?
-Desde entonces no tuve noticias de mi hermana. No los volví a ver,
ni juntos ni separados.
Etchenaik se levantó, puso la mano en el hombro del gallego y salió
con él al cobertizo. Hablaron, con la puerta abierta, mirando cómo
los Brotto se consumían lentamente, como una brasa.
El veterano se apoyó en el marco de la puerta y dijo:
-Escuchen bien esto: vamos a dejar de lado los odios y escopetazos.
No es que me olvide, pero hagamos como que sí. A mí me interesa
que la gente que asesinó a Díaz lo pague y necesito testigos para
eso. Los testigos son ustedes. Y soy capaz de olvidarme de que más
que testigos son cómplices. Por eso, si colaboran, no le diré a
la policía detalles como las cápsulas enterradas, la piedra en la
cerradura y otras huevadas propias del rencor y la cobardía. Lo
que quiero es un testimonio claro: a Marcial lo mataron en esta
casa, ahí, esa noche y no la anterior. Ustedes dirán que los amenazaron,
adornarán el asunto a piacere. Pero no hay alternativa: sólo les
pido un cachito de verdad. Les doy hasta mañana; hablen con el inspector
Macías en la Central de Policía. Si no, hablaré yo. Así de simple.
Etchenaik los miró alternativamente a los ojos. Ella había recuperado
una extraña expresión de dignidad herida: Brotto estaba tirado en
la silla como si hubiese caído allí luego de atravesar el desierto
de Gobi.
El gallego le tocó el hombro. Dieron media vuelta y salieron.
-Nunca me gustaron los rematadores -dijo Tony.
-Y de las profesoras de piano, ni hablar.
53. Un tango
Cuando Cacho llegó el sábado a la mañana a la oficina de Etchenaik
Investigaciones Privadas, el veterano no estaba, la puerta tampoco,
el armario tampoco, un sillón tampoco. Sólo Sofía, que barría entre
una blancuzca polvareda los restos de revoque y papeles rotos.
-Eh... ¿Qué pasó? ¿Se fueron? -dijo el cafetero sin animarse a entrar.
-Pasá, Cacho. Estoy acá, en la pieza.
La voz de Tony García se sobrepuso al arrastrado barrido de la limpieza
y a la orquesta de Di Sarli en la radio desde el otro lado de la
mampara.
Cacho atravesó la polvareda como quien corre en un día de lluvia
hacia un refugio, abrió la puerta y encontró al gallego sentado
en la cama, con el pie derecho sobre la silla inspeccionándose la
herida. El desorden del cuchitril era un poco mayor que el habitual,
pues a las dos camas, los libros y los papeles de Etchenaik se habían
agregado los objetos sobrevivientes de la explosión del día anterior.
El teléfono y la máquina de escribir estaban en el suelo.
- ¿Qué les pasó? ¿No está Etchenaik?
-Fue a la cana.
- ¿Una citación?
-No. Fue a darles la precisa...
El gallego inauguró una sonrisa que el cafetero no le conocía, mezcla
de suficiencia y triunfalismo casi contenido, una obrita maestra.
-No sé qué harían sin los datos que les pasamos.
- ¿Un caso nuevo, Tony?
Con un asombro medido al centímetro, el gallego levantó las cejas
y la oscura mata que le subrayaba la frente adquirió cierta gracia:
- ¿Un caso nuevo decís? -parecía Pedro López Lagar...-. Está en
todos los diarios, fíjate... Claro que nuestros nombres no figuran,
pero... ¿Cuánto hace que no venís por acá?
Cacho calculó al voleo:
-Ayer viernes pasé y no estaban... El jueves no vine yo porque el
miércoles a la noche estuve en la cancha de Vélez, que había partido.
El día anterior también estaba todo cerrado.
-El miércoles estábamos en cana, Cacho.
El gallego esperó el efecto que la revelación causaba en el cafetero
y luego, sin transición, le señaló el píe herido:
-Esto fue esa noche, cuando reventamos un Peugeot en la Vuelta de
Rocha y mataron a la chica. Cuando llegó la cana nos llevó. Pero
claro que vos no sabes nada de la historia del cantor.
Media hora después, cuando el gallego contaba con ademanes y expresivos
sonidos de boca el último incidente con Rogelio Brotto y señora,
las perdigonadas en el living, el acogotamiento de la dama y su
providencial golpe de elefante blanco en la sien agresora, apareció
Etchenaik.
- ¿Quién pidió esa custodia? -gritó embroncado al llegar.
- ¿Qué custodia?
-Hay dos policías en la entrada a los ascensores del piso. Hace
media hora que trato de pasar y después descubro que me estaban
protegiendo a mí.
-Yo no pedí nada -argumentó el gallego-. La habrá mandado Macías
por la suya después de lo de ayer.
El veterano lo miró extrañado.
-Acabo de hablar con Macías, inclusive los Brotto declararon hoy
a primera hora. Detuvieron a Loureiro, a los tipos que dispararon
contra la dinamarquesa, a los sospechosos del asesinato de Marcial.
Están tocando el último tango para unos cuantos, gallego.
-Vos vas a bailar un tango más.
La voz no era muy clara porque el tipo que había hablado desde la
puerta, flanqueado por los dos policías, estaba con una media que
le cubría la cara. El arma que tenía en la mano era un detalle más,
un grosero detalle de muerte.
Tercera
54. Caretas
El que había hablado caminó dos pasos y se colocó en el centro de
la oficina vacía. Se hizo un repentino silencio. Hubo solamente
un movimiento más de la escoba de Sofía, casi reflejo y apenas anterior
a su grito cuando vio el arma en manos del encapuchado.
-Calladita, jovata -fue el escueto mensaje.
Los dos canas que lo acompañaban pelaron también las reglamentarias
y entonces el de la media se adelantó hacia la puerta de la piecita.
-Usted viene con nosotros, Etchenique... Los demás, adentro.
Y con un gesto amplio mandó a Tony, Cacho el cafetero y la desorientada
Sofía a la habitación interna.
-No son policías -dijo el gallego resistiéndose.
-No -contestó uno de los uniformados-. Claro que no. Y métase ahí
adentro que nadie le piensa hacer nada.
Fue un instante de distracción apenas. Y hay que tener en cuenta
que Etchenaik estaba agrandado por algunos éxitos recientes en eso
de madrugar a quien le apuntaba. Por eso se jugó.
Cuando vio que los falsos policías se ocupaban en guardar a los
otros, tiró el saco que tenía en la mano contra el revólver del
encapuchado y se arrojó hacia él, como un toro que embiste para
derribar.
No llegó a tocarlo. En lugar de sentir la blandura de un cuerpo
recibió toda la violencia de un hierro encima de la ceja. Después,
la espalda contra el suelo, la sensación de desorden que le embadurnaba
las percepciones y una extraña conciencia de que otra vez se iba
a desmayar en lo mejor de la historia.
Lo primero que sintió fue el frío sobre los párpados, las gotas
que le corrían por el cuello y bajaban por la camisa entreabierta.
En seguida comprobó que lo que lo rodeaba no era su oficina.
Estaba acostado en una cama dentro de una habitación pequeña y sin
ventanas, pintada de amarillo. Había una luz que pendía del techo
y no se veía otra cosa. Sentado en el borde de la cama estaba el
de la media. Ahora no tenía una pistola en la mano sino una jarra
de agua. Vio que la jarra se acercaba.
-Estoy despierto -dijo levantando la mano.
El otro detuvo el gesto, se levantó y salió por una puerta que desde
su posición Etchenaik apenas veía. Giró la cabeza sin atreverse
a levantarla y vio que había otra más en el mismo ángulo de la habitación.
Entre ambas puertas estaba un hombre apoyado en la pared. Tenía
puestos un pulóver gris de cuello alto y una careta del Pato Donald.
- ¿Qué hora és? -preguntó separando un centímetro la nuca de la
almohada.
Donald no contestó ni hizo el menor gesto. Etchenaik sintió que
le dolía el ojo derecho y que apenas podía mover ese lado de la
cara. Se incorporó sobre los codos y comprobó que estaba completamente
lúcido pero optó por dejarse caer con un quejido que mentalmente
calificó de desgarrador.
La puerta de la que había salido el de la media se abrió y entraron
él y tres más. El último, uno alto y flaco con un antifaz del Llanero
Solitario, traía una silla que arrastró hasta el medio de la habitación.
Los otros tenían también la cara cubierta pero cada uno de una manera
diferente. Uno tenía una bolsita de papel con agujeros. Se desparramaron
por la pieza y el Llanero fue el primero en hablar.
-Venga, Etchenique.
El veterano se dobló como para sentarse pero luego de unos segundos
repitió la caída de espaldas, ahora con un resoplido.
-No exagere -dijo el flaco-. No le pasa nada.
Tuvieron que ir a buscarlo y arrearlo hasta la silla. Tenía la cabeza
volcada hacia adelante y la luz le caía vertical sobre la nuca.
-Etchenique -dijo casi con ternura el de la media levantándole el
mentón con los dedos-. ¿Qué pasó con Chola Benítez?
Y ésa, precisamente ésa, el veterano no se la esperaba.
55. Patadas y galletitas
Cuando le nombraron a la piba que apenas había visto unas horas
hasta que alguien la bajó desde un auto en la escenografía grotesca
de Caminito, Etchenaik levantó la cabeza:
-No entiendo nada, viejo. La mataron... ¿Pero por qué te la agarras
conmigo?
Desde atrás, una mano se apoyó suavemente en su cabeza y bajó enrejada
en el pelo, se deslizó persuasiva.
- ¿Cómo fue? -escuchó.
- ¿Cómo "cómo fue"? -dijo intentando girar, pero sintió que le apretaban
el hombro opuesto, lo retenían.
-Queremos los detalles, todos los detalles.
Etchenaik sintió que esperaban algo que él no podría darles y supo
que eso le costaría caro.
-Creo que hay un malentendido... -comenzó.
Le tiraron un coscorrón entre amistoso e intimidatorio que le revolvió
la pelambre, lo manoseó, ablandándolo.
-Escuchá bien, hijo de puta -ahora era el de la bolsita de papel-.
No jugués al sorprendido porque de acá no vas a salir vivo si te
hacés el loco.
-No soy demasiado valiente ni aguantador -dijo Etchenaik con la
boca entreabierta y mirando al vacío-. Les puedo decir todo lo que
sé, no tengo nada que ganar o perder en esto, pero me parece una
guachada que traten de asustarme jugando a los mascaritas. Se ve
que son pendejos...
Vio la turbación, el subir y bajar del papel humedecido en el lugar
de la nariz, la inminencia del golpe. Pero una mano se apoyó en
el hombro del de la bolsita y una voz más serena le habló desde
atrás de esa mano. Era el Llanero.
-Vos sos el último que la viste. Iba en el auto con vos y el otro
la noche que la mataron. ¿Adonde la llevabas? ¿Por qué te largó
la cana?
- ¿La entregaste vos, no? ¿Se la entregaste vos a Sanjurjo? -saltó
otra voz desde el fondo.
-Demasiado desorden en las preguntas -dijo Etchenaik y al momento
se dio cuenta que no podía darse esos lujos, ironizar.
Vio venir la primera trompada y se encogió levantando las rodillas,
pero igual sintió el golpe tremendo en el costado. La silla se tambaleó
y se fue al piso. Quedó acurrucado boca abajo.
-No perdamos tiempo -escuchó que le decían sin pasión-. ¿Qué le
hiciste a Chola? Habla o te reventamos.
-La puta madre que los parió -dijo con la boca pegada al suelo.
Lo levantaron entre dos.
-Habla.
Abrió los ojos y los volvió a cerrar. Parecía irse hacia la derecha
pero se sostuvo. Volvió a abrir los ojos.
-Bueno, hablo -dijo.
Los que estaban a los costados lo soltaron; bajó la cabeza y dio
un paso hacia la silla. De pronto giró con todo el impulso del cuerpo
revoleando el puño de abajo hacia arriba. El de la bolsita de papel
recibió el derechazo entre la oreja y el cuello y se fue para atrás
como tironeado. Pero no pudo repetir el giro con la zurda. El Pato
Donald lo pateó fuerte entre las piernas y vio todo blanco. Antes
de tocar el suelo sintió otro golpe en los riñones. Las patadas
caían sobre su cuerpo como en un sueño.
- ¿Qué pasó con Chela, Etchenique?
No contestó. Sentía el frío del mosaico curiosamente acogedor y
los golpes retrocedían vertiginosamente.
Cuando abrió los ojos estaba de nuevo en la cama. Nada había cambiado
pero podían haber pasado diez minutos o dos días. El Llanero Solitario
masticaba galletitas Express sentado al revés en la silla, acodado
al respaldo, mirándolo. Tuvo la impresión de que estaba allí desde
tiempo indefinido, en esa misma posición. Quiso mover un brazo pero
comprobó que estaba esposado al elástico.
56. Clases de lucha
Etchenaik vio que el Llanero Solitario se movía en la silla. Oyó
que decía algo también pero prefirió hacer como que no, quedarse
quieto.
-Quiero agua -dijo al rato.
El otro le alcanzó la jarra que estaba en el suelo y bebió dos sorbos
largos, con ganas. El enmascarado lo miraba hacer casi con simpatía.
Etchenaik se dejó caer sobre la cama y giró hacia la pared.
- ¿Usted con quién está? -oyó ahora sí clarito a sus espaldas.
-Con la puta que te parió -contestó bajito contra la almohada.
- ¿Cómo?
El flaco no insistió, siguió hablando sin esperar respuesta, con
la boca llena de galletitas.
-A esta altura, viejo... El que no está con nadie se queda en el
medio. Y a los que están en el medio todos les desconfían: cada
uno cree que están con el otro.
-Atendeme, pibe -dijo volviéndose-. Pónganse de acuerdo: ¿me trajeron
acá para ablandarme a piñas o para melonearme? A mí me importa tres
carajos quiénes son ustedes o qué les pasa a los otros. Yo estoy
con quien quiero y en el medio de nada.
El flaco agitó la cabeza.
-No lo entiendo, Etchenique. ¿Esto va en serio?
- ¿Qué cosa?
-Esto que le estoy mostrando, dése vuelta...
El veterano vio la tarjeta de la agencia en la mano del Llanero.
- ¿Es joda, no?
-No es joda. Yo soy eso: Etchenaik, investigador privado.
-Pero eso no existe, viejo. Es un invento yanqui, pura literatura,
cine y series de TV... ¿O se cree que tipos como Marlowe o Lew Archer
o Sam Spade existieron alguna vez? ¿Qué le pasó? ¿Se rayó como Don
Quijote y creyó que podía vivir lo que leyó?
Etchenaik no contestó, permaneció impasible.
-Hasta se eligió un Sancho Panza: un gallego analfa que le crea
y lo siga -se ensañó el enmascarado-. Inclusive tiene un auto viejo,
casi una reliquia, así se siente Bogart... Aunque no lo veo con
ninguna posibilidad de conseguirse una Lauren Bacall, una Verónica
Lake, bah... Ni una Olguita Zubarry, creo.
Era como si el Llanero quisiera tensarlo hasta el estallido, obligarlo
a mirar un espejo cruel o definitivo. No pasó nada, sin embargo,
porque el veterano siguió inmóvil, estoicamente agarrado a un modelo
o a quién sabe qué...
- ¿Terminaste, mascarita? -se esforzó en parecer entero, sobrador-.
Seguro que vos no hacés literatura, disfrazado con el antifaz y
jugando a...
-Yo sé para qué hago lo que hago, a quién golpeo, quiénes son mis
enemigos -se trenzó el otro casi con curiosidad.
-Así es fácil: uno armado y sentado en su sillita y el otro atado
a la cama: " ¿De qué lado está? ¿Quiénes se benefician con los tiros
que pega? ¿Cuáles son sus relaciones con el poder?"... O vos te
crees que porque soy viejo soy pelotudo o no sé lo que pensás...
El Llanero no dijo nada. Sacó un cigarrillo y le ofreció. Se había
olvidado que Etchenaik estaba atado a la cama... Le desató un brazo.
Encendió el cigarrillo y se lo alcanzó.
-Estás muy loco, Etchenique... Y te vas a hacer pomada al pedo,
por nada.
-No soy el único, creo. Cada uno elige. La cuestión es creer y seguir
hasta el final.
Se calló imprevistamente, como si hubiera llegado demasiado lejos,
demasiado en serio, casi en el borde de la mentira. Ya no sabía
sí decía lo que creía o lo que creía que debía decir...
El flaco apoyó las manos en las rodillas y se levantó. Etchenaik
se volvió a la pared otra vez.
En un momento dado sintió que manipulaban a los pies de la cama.
No quiso preguntar qué le esperaba.
57. Ultima voluntad
Cuando los que se movían a los pies de la cama se fueron, Etchenaik
se dio cuenta de que le habían soltado las ataduras. Sin embargo
permaneció inmóvil, de cara a la pared, disfrutando de una tregua
que sentía prorrogable hasta el infinito. El Llanero Solitario podía
estar o no a sus espaldas. No iba a darse vuelta para verificarlo.
Al rato tuvo ganas de mear. Se movió y descubrió que estaba solo
y el paquete de galletitas al pie de la cama. Tenía hambre y comió
con voracidad, juntando los pedacitos entre los pliegues de la colcha.
En la pieza, todo estaba igual que cuando lo golpearon; las sillas
dispersas como después de una fiesta, los manchones del agua derramada
por el piso.
Se levantó y caminó hasta el baño. La puertita liviana, casi de
utilería, se resistía a abrirse.
-Espere -pidió alguien.
Al instante salió el Pato Donald con la careta ladeada, sosteniéndose
los pantalones con una mano. En la otra llevaba el revólver.
Entró, en el espejo encontró una cara que le recordaba vagamente
a la suya. Tenía un ojo casi enteramente cerrado por el hematoma
que le crecía hacia la sien; de la comisura bajaba un hilo de sangre
pegada y seca.
Apoyó la frente en el espejo y cerró los ojos. Luego orinó profusamente,
se lavó la cara con el agua fría y escasa que goteaba de la canilla
y pudo comprobar por la estrecha ventanita que era de noche. Se
secó con su pañuelo. Descubrió un peine grande y desdentado; lo
agarró y casi insensiblemente se lo llevó a la cabeza. Se detuvo:
entrelazados a los dientes habían quedado varios largos cabellos
rojos. Los sacó y sintió entre las yemas de los dedos la textura
áspera, el grosor excesivo.
Los golpes contra la puerta lo sobresaltaron.
-Vamos, salga rápido, Etchenique.
-Mi última voluntad es cagar.
-Salga, no perdamos tiempo.
-Esto lleva tiempo, amigo...
-Salga o lo reviento -gritaron pateándole la puerta otra vez.
Salió, estaban todos allí como en una reunión de familia. El de
la media castaña, el Pato, el de la bolsita, alguno más.
-Tengo hambre -dijo.
El Pato Donald salió sin decir una palabra y volvió con un sándwich
de salame y queso con pan bastante duro y un vaso de vino. Durante
ese rato Etchenaik sintió que lo observaban como si estuvieran en
una sala de espera. Pero no sabía qué era lo que estaban esperando
de él.
-También hay café, si quiere.
-Bueno -dijo Etchenaik masticando sentado en la cama, pensando cuánto
duraría tanta hospitalidad.
Duró poco.
-Venga, Etchenique -y lo arrastraron con persuasiva firmeza hasta
la silla-. No hagamos más teatro: cuenta todo, prolijo y completito.
Sin cancherear, que no le da el cuero. Queremos saber qué hacía
metido entre la gente del turco Kasparian, por qué la cana no lo
tocó la noche del asesinato de Chola, qué tiene que ver Marcial
Díaz con todo esto y con usted y... qué busca, en el fondo. Si es
cana, agárrese.
-Me extraña que no sepan olfatear la cana. Alguna vez tuve olor
a tira pero me bañé seguido durante los últimos veinte años. Pero
eso no hay forma de comprobarlo... De lo demás, no les voy a contar
nada porque cualquiera que haya leído novelas policiales sabe que
los detectives privados jamás deschavamos a nuestros clientes. Así
que no voy a decir para quién trabajo. En cuanto a la piba que les
preocupa, nos ayudó contra los de la droga, y ellos la mataron cuando
nos separamos, al huir. No sé nada de ella. Marcial Díaz era un...
-vaciló, al final se calló.
-Mire esto. Es el "Clarín" de hoy domingo.
Y le pusieron delante de los ojos un recuadrito de la página de
Espectáculos firmada por Jorge Göttling: "Otra pérdida para el tango:
murió Marcial Díaz".
58. Sanos consejos
La nota tanguera -un recuadrito con una foto vieja de Marcial en
la época de Rotundo, el micrófono cuadrado y grandote como en el
balcón de Perón, el nombre de la radio en las alitas- estaba al
pie de página. El periodista, el alemán Göttling, un tanguero que
Etchenaik conocía bien porque no laburaba de viuda y tenía el paladar
abierto y sensible, hacía una repasadita amistosa por la trayectoria
de Marcial: Tanturi, Rotundo, Maderna, la etapa de solista y lo
que llamaba "el temprano retiro, llevado por un pudoroso concepto
de lo que debía ser su imagen".
Los enmascarados eran un auditorio mudo y atento que lo miraba leer,
esperaba sus reacciones como si fuera una rana sacudida por la corriente.
Sin embargo Etchenaik no se conmovía por una muerte que había visto
embarrada y encadenada, reventada de dos balazos íntimos. Sólo se
sentía libre y hecho por unas cortitas frases que iniciaban la crónica,
cumplían con una promesa de honor: "Se informó que en un accidente
de tránsito ocurrido el miércoles pasado en horas de la madrugada
falleció Marcial Díaz. La demora en su identificación se debió a
la ausencia de documentos en poder del occiso, que vivía solo desde
hacía unos años. Los restos serán velados..."
El veterano bajó el diario y tenía otra cara que la que sin duda
esperaban de él.
-Bien -dijo.
- ¿Lo sabía?
-Sí.
- ¿Por qué la cana miente, oculta que lo amasijaron?
-Porque no tenía nada que ver con todo ese asunto: estaba ahí de
pedo nomás y la ligó.
- ¿Era amigo suyo?
-Lo vi dos veces. -Se rectificó-. No, tres.
De pronto se decidió y se puso de pie, como si estuviera dando una
conferencia de prensa, un reportaje. No era un secuestrado sino
el dueño de la situación pese al pómulo reventado, la nariz sangrante.
-Ustedes están equivocados, no entienden nada: Chola y Marcial eran
amigos pero evidentemente no estaban ahí metidos entre esa gente
por lo mismo. Qué hacía la Benítez ahí, lo saben ustedes. Qué hacía
Marcial, lo sé, o creo que lo sé, yo... Y no lo voy a decir. La
cuestión es que los descubrieron y los mataron a los dos. A ella
casi pude salvarla yo la noche de Caminito, pero no pudo ser. Con
Marcial llegué más tarde todavía, pero al menos pude probar que
la cama que les habían tendido a los dos era falsa y salvarle el
nombre, una cosa que algunos todavía tenemos en cuenta.
El Llanero Solitario estaba recostado en la cama del prisionero,
lo miraba pasearse:
- ¿Y la novela cómo sigue? Si se fija en el mismo "Clarín" unas
páginas más adelante, Philip, va a ver en las Policiales que con
dos o tres detenidos sin importancia han hecho una historieta bárbara
los amigos suyos de la cana. Pero de los peces gordos ni se habla.
Ni de Kasparian siquiera... Con todo este despelote sólo ha conseguido
espantar a los grandes.
-La Tía Pocha.
-Eso es... Y Fredy Sanjurjo. Nos costó un año de laburo arrimarnos
tanto para que todo se fuera a la mierda.
Era la segunda vez que le tiraban ese nombre y Etchenaik tampoco
esta vez acusó recibo.
-Para mí, la novela sigue: hay mucho por hacer.
Hubo un silencio en que alguno tosió, respiraciones entrecortadas.
El veterano sintió que desde la charla con el Llanero todo había
cambiado.
-Prepárese, que lo vamos a largar.
Era una voz nueva, femenina. Como a coro, el resto de la gente se
abrió y otra mascarita, la dueña de la voz y de un pasamontaña rojo
que le dejaba sólo los ojos claros y serenitos expuestos al aire.
-Sabemos todo, Etchenique. Se salvó por no mentir. Ahora, escuche
un sano consejo: quédese quieto, no joda ni se meta porque entorpece
todo.
Y el Pato Donald se acercó con una bolsa en la mano.
59. Volver
Le pusieron una bolsa de arpillera en la cabeza y alguien le acercó
otra de polietileno a la mano.
-Agarre -dijo una voz-. Sus documentos y el revólver. Está descargado.
Lo dejaron solo unos minutos y cuando volvieron lo llevaron de la
mano, como a un escolar. Primero caminaron por lugares estrechos,
en que tocaba las paredes con ambos hombros. Después subió dos o
tres escalones y en seguida estuvo a la intemperie. Le ordenaron
tirarse al suelo en un piso de tierra y le sujetaron las muñecas
con esposas. Luego caminó unos pasos sobre baldosa acanalada con
las pelusas de la bolsa jugueteándole en la nariz.
-Agáchese y entre -le dijeron.
No obstante la advertencia se golpeó la frente contra el borde de
una puerta de automóvil. Lo empujaron y quedó acurrucado con las
rodillas contra el pecho. El auto se puso en marcha.
Al rato, una voz distinta de todas las que había oído le ordenó
levantarse. Le sacaron las esposas, le descubrieron la cabeza.
-Pórtese bien -dijo el que manejaba mientras el otro le apuntaba
a la cabeza-. Ahora nos vamos a detener. Se baja por la puerta de
la derecha y se tira al suelo. No se mueva hasta que hayamos doblado.
Nosotros le estaremos apuntando continuamente, así que no se haga
el loco.
La oscuridad era total. El auto se desvió levemente del camino y
se detuvo. Le abrieron la puerta:
- ¡Abajo!
Sintió el pedregullo y arena húmeda bajo las rodillas, aire fresco
en la cara y vio las dos lucecitas del auto que se alejaban.
Se quedó mucho más de lo indicado en el suelo, respirando hondo
con la boca pegada al piso. Al rato, cuando el amanecer comenzó
a perfilar el contorno de las cosas, se sentó y miró la avenida
curiosamente cercana. Recién entonces pensó en la posibilidad de
volver a casa.
A las siete de la mañana tomaba café con leche y medias lunas en
el Paulista de la Avenida de Mayo. Estaba bañado, dolorido, con
una curita en la ceja y el gallego adelante, acodado.
-Llamaron dos veces para decir que estabas bien, que te largaban
hoy, que no fuéramos a la cana.
- ¿Llamó Macías?
-Ayer domingo. Me preguntó si había leído el diario con la noticia,
tal como te la había prometido. Le dije que no estabas, que te habías
ido a una pileta en la Panamericana...
El veterano se atragantó con la medialuna:
- ¿Eso le dijiste?
-Quería que se diera cuenta que le mentía, y no me importaba lo
que pensaba. Por otro lado tenía un cagazo bárbaro por vos y los
encapuchados pero tenía que aguantarlo ahí, sin deschavarme.
Ya Tony le había hecho la crónica humorística de la mañana del sábado,
con Cacho y Sofía forcejeando en la piecita, con la inútil recomendación
del silencio, con su propia sorpresa al descubrirse sereno y dueño
de la situación pese a todo.
Etchenaik ya había desgranado su pequeña epopeya de trompadas y
cárceles clandestinas, aunque a la altura de la tercera medialuna
de grasa se dio cuenta que se había guardado dos cosas: la charla
herméticamente política con el Llanero Solitario, el tacto ocasional
de un pelo color sangre vieja, enredado en un peine desdentado y
torpe para tanta sutileza.
-A esos pendejos hay que reventarlos. Mira cómo te dejaron... ¿Vas
a llamarlo a Macías ahora?
El veterano andaba con la mirada perdida en la calle, miraba a los
operarios municipales que descolgaban los mascarones, enrollaban
en el brazo las ristras de lamparitas de colores.
-¿Qué tal los corsos el fin de semana, gallego? -dijo al volver.
60. Un libro necesario
Volvieron por la vereda del sol, perplejos, hostigados por un calor
que se negaba a abandonar la ciudad, que moriría peleando. Vacilante
todavía el andar del gallego, el tobillo empaquetado por las vendas.
Muy achacado Etchenaik, con los riñones marchitos a patadas, una
ceja partida y el orgullo como una especie de trapo que llevaba
pegado a los zapatos, arrastrándolo por la calle sin convicción
ni esperanzas de llegar a ninguna parte. Para colmo de males, en
la oficina devastada los esperaba Giangreco:
-¿Qué le pasa al dúo dinámico? -exclamó.
Le contestaron gruñidos propios de establo y jaula, algún zarpazo
contenido en su inutilidad.
-Hacete unos mates, pibe... Si es que el calentador funciona todavía
-fue la única señal de vida que dio Etchenaik.
Después se fue al armario, sacó el tablero y la caja con los trebejos
de ajedrez y se sentó con su librito de Ludeck Pachman a reconstruir
partidas del Torneo Candidatura de Manila '67.
El gallego lo conocía tan bien que cuando lo vio instalarse en el
extremo de la mesa de cocina que había suplantado al destruido escritorio
se preparó para una jornada taciturna y empedrada de monosílabos.
- ¿Dulce o amargo? -preguntó Giangreco.
Nadie le contestó. Optó por echarle tan poca azúcar como para negar
que lo había hecho, la suficiente para justificar que le había echado.
Sin embargo, tomaron una vuelta entera y nadie dijo nada.
Cuando encendieron la radio a la hora de la tangueada, hubo un conato
de discusión sobre los méritos de Agustín Magaldi que se diluyó
por falta de interés. Luego sonó el teléfono -era Macías- y Etchenaik
se fue ahora sí explícita y voluntariamente a una pileta de la Panamericana,
como tuvo que explicar sin convicción Giangreco.
El muchacho fue a comprar cigarrillos, volvió. Se le ocurrió un
comentario para salvar la mañana:
- ¿Quiere que le juegue, Etchenaik? Cacho quedó asustadísimo después
de lo del sábado y no creo que vuelva por un tiempo. Sé mover las
piezas, la apertura siciliana, la inglesa, todo eso...
El veterano se prestó de mala gana. A los cinco minutos el tablero
era un baldío y Giangreco trataba de reunir las pocas y dispersas
ovejitas negras en un rincón para aguantar el final inevitable.
-Juega bien -dijo.
-Contale del libro -se cruzó el gallego.
- ¿Qué libro? -se interesó Giangreco.
-Tiene escrito un libro de ajedrez... Algo así como "Cómo ganar
partidas rápidas". Nunca se publicó pero está terminado.
-Ni se va a publicar -concluyó Etchenaik volteando las piezas como
si fuera un viento definitivo, decretando el final.
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación:
-Creo que hay que cambiar la mano de las recetas para el éxito o
el triunfo... Habría que escribir un libro útil, al alcance de todos,
de instrucciones para la derrota. Eso... Porque yo no le puedo enseñar
a nadie a ganar al ajedrez o a nada. Tendría que ser una especie
de recetario del perdedor vocacional. Porque hoy, ¿a quién le vas
a enseñar a ganar?
Y ya no hablaba de ajedrez, del truco de gallo o de cómo pasar de
cadete a jefe de sección sin escalas. Hablaba de todo y algo más:
-Hay que enseñar a perder, viejo: con altura, con elegancia, con
convicción. Hay que escribir un Dale Carnegie al revés: "Cómo perder
seguro" o "Derrótese usted mismo en los momentos libres", algo así...
Y sería un éxito, porque le hablaría a la gente de lo que conoce.
Eso necesitamos: un manual de perdedores.
Y se tomó un mate frío, olvidado sobre la mesa, como si con eso
subrayara algo de lo dicho, una verdad berreta pero suya.
61. Cambio de frente
No había mucha gente. Etchenaik llegó temprano y se apoyó en un
árbol junto a la entrada, esperando el cortejo. Esperaba algo más
que eso, sin duda. Recordaba películas europeas, cementerios tipo
jardín, minas de negro, sombrerito y vestido a la rodilla, gente
de sobretodo y diálogos en que se revelaba todo entre tumbas blancas
y silenciosos paseos por senderos rojos.
Recordaba eso y no dejaba de ver la desolada Chacarita de las tres
de la tarde, un espantoso paredón parecido al blanco verano, y todo
el sol acumulado durante años para tirarlo como un baldazo sobre
esa hora en ese lugar.
Lo esperó así, recordando un proverbio chino o árabe en el que alguien
sabio se sentaba en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver
de su enemigo. Cuando fueron las tres y diez, él mismo, de pie y
malhumorado, vio pasar el cadáver de su amigo Marcial Díaz, llevado
por manos de bandoneonistas y cantores, vocales de SADAIC y algún
locutor radial de trasnoche. Pero a Etchenaik no se le ocurrió ningún
proverbio.
A la hora de los pañuelos habló primero un gordito retórico designado
por la Asociación Gardeliana; luego, un flaco espontáneo que improvisó
en nombre de los admiradores lagrimeó un poco e hizo sentir mal
a todo el mundo. Y después Expósito, que tuteó al cadáver, golpeó
el cajón, terminó tarareando la versión de Marcial de "Pedacito
de cielo" con su fraseo característico.
Cuando se dispersaron, Etchenaik los dejó ir y se acercó por detrás
a uno de los últimos, le puso la mano en el hombro:
-Espere, amigo...
El otro se dio vuelta: morochazo, fornido, el bigote caído sobre
las comisuras. Los ojos dieron una vuelta rápida por la cara y los
aledaños de Etchenaik.
- ¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
El veterano aflojó la mano, evaluó la edad, el lomo:
-Vos sos una guitarra argentina...
El otro contestó con una expresión de nada, como cuando en las transcripciones
de reportajes se ponen puntos suspensivos, un vacío.
-Yo soy un amigo de Marcial o Alfredo, como quieras. Estaba en el
boliche la noche que cantó "Café de los Angelitos" y ustedes no
entendían nada...
El otro esbozó una leve sonrisa, apenitas.
-Pintos, a sus órdenes -y extendió la mano.
El veterano se la estrechó.
- ¿Y los otros dos muchachos?
El morocho llamado Pintos, guitarrero de tango, uno de los que Ir
dieron los acordes finales al patético Alfredo Duggan de aquella
noche que ahora parecía lejana, se encogió de hombros.
-Cuando empezaron los tiros bajamos del escenario y salimos. No
los vi más. Ahora me enteré por los diarios, cuando vi la foto,
que Marcial Díaz era Alfredo.
Etchenaik lo escudriñó hondo. El guitarrero aguantó la mirada casi
divertido.
- ¿Qué le pasa? -dijo.
-Nada, nada. Yo no me enteré por los diarios. Yo sé que a Marcial
lo asesinaron...
- ¿Lo asesinaron?
-Sí. Los balazos a la dinamarquesa eran para él. Se salvó porque
la mina se levantó en ese momento. Esa noche consiguió escapar pero
lo reventaron la noche siguiente.
Lo dijo todo seguido, sin especular, total ya estaba jugado.
Pintos miró clásicamente a su alrededor. Los pasillos estaban vacíos
pero el programa continuaba: desde el fondo avanzaba un nuevo cajón
con su gente, tal vez sus oradores.
- ¿Usted es policía?
-Algo así.
-No entiendo.
-Cambiemos de frente -lo encaró Etchenaik-. ¿Ayudás o no?
62. Un paquete desprolijo
Pintos tenía uñas de guitarrero, pero los dedos conocían otros rigores,
además de la sutileza de la bordona y sus hermanas. Por eso cuando
le estrechó la mano al veterano en un impulso afirmativo, enfático
y contundente, lo machucó:
-Ayudo, Etchenique -dijo con una sonrisa.
- ¿Cómo me conocés?
El veterano abría y cerraba la mano dolorida, ahora le sumaba algo
de asombro a la situación.
-Te conozco, digamos, de esa noche... Lástima que sacando vos y
yo, esta tarde no haya nadie más de los que estaban en el For Export.
-Pero vos sos...
-Cana.
La chapa relampagueó en la palma, volvió al bolsillo interior.
-Vamos afuera. Estaba previsto que vinieras, pero también que apareciera
algún otro. Parece que se borraron todos.
Rehicieron el camino. Etchenaik se sentía como un empleado de oficina
al que las compañeras de laburo lo encuentran a la salida de un
strip-tease al paso, lo acompañan después con una leve sonrisa humillante.
-Vení. Ahí está Macías. Hace tres días que te busca.
El colorado tomaba un helado de frutilla y chocolate en el asiento
trasero de un Falcon, con los pies en la vereda. Otro morochazo
parecido a Pintos le pasaba la lengua a un cucurucho de limón. No
había ferretería a la vista pero un cana uniformado se paseaba en
la esquina, a diez metros, y había otro parado en la vereda de enfrente,
en un umbral.
-Hola. Te invito a dar una vuelta -dijo el colorado como si fueran
chicos otra vez, como si le prestara la bici en las veredas de Parque
Patricios.
-Ando con la máquina -y Etchenaik señaló el Plymouth que crepitaba
al sol, un plato hirviente de papas fritas.
-Una vueltita y te traigo. Subí.
Subió. Dieron la vuelta a la plaza, tomaron Corrientes.
Hablaba Macías. Pintos y el otro ni se daban vuelta. Atrás y adelante
del Falcon habían aparecido parsimoniosos patrulleros que los escoltaban
sin ruido.
Recién a la altura del Abasto, el veterano habló.
-Pero yo no soy idiota útil de nadie -se quejó.
-No. Sos útil, no idiota. Más que útil, utilizable, que es parecido,
pero peor.
-Yo no soy forr...
-No.
Macías siguió hablando. Llegaron a Pueyrredón, doblaron hacia Once.
Mientras lo oía, Etchenaik sentía que sus movimientos de la ultima
semana se parecían al gestuario de un nadador en una pecera de vidrio,
a quien se ríe y se enoja mientras habla en la cabina de un teléfono
público, o a una mosca que se ufana entre los sandwiches de miga
pero no ve la campana, el mozo que la observa, acodado al mostrador.
-Vos nos diste pistas, nos entregaste gente servida: Loureiro, la
Sardetti, un matoncito como el que cayó de la terraza. Pero por
otro lado quemaste todo, nos obligaste a resolver de apuro algo
que venía para redada grande. Hiciste saltar a Bertoldi y a los
otros cuando los teníamos bajo control, con Pintos metido ahí esperando
el momento. La noche del tiroteo, si aparecía Sanjurjo o La Tía
Pocha, íbamos nosotros.
-Pero Marcial los asustó... -completó Etchenaik, cauteloso.
-Claro. Pintos esperaba que pasara algo.
Etchenaik se acomodó en el asiento, recapituló todo lo que había
escuchado, concluyó:
-Pero ustedes no sabían nada de la carta que se jugaba Marcial,
qué era lo que buscaba metido entre ellos.
-No. Eso lo sabías vos.
-Lo supe en lo de Brotto: estaba por completar una venganza que
se prometió hace diez años.
-Un paquete muy desprolijo es éste. Demasiados hilos sueltos -dijo
el colorado mirándolo fijamente.
63. Capítulo clásico
El Falcon había retomado Rivadavia hacia el Oeste y Macías terminaba
su discurso: de Kasparian para arriba, se habían borrado todos;
estaba roto el circuito de distribución, habían secuestrado kilos
y kilos de coca y tenían el revólver que había matado a dos personas
y varios candidatos para ser dueños del dedo que apretó el gatillo.
-Ya está todo cerrado, Etchenique -concluyó el colorado, portador
de un suave desencanto-. Ahora explica lo tuyo.
El tránsito se detuvo a la altura de Medrano y obligó al patrullero
de adelante a unos breves sirenazos intimidatorios. Como respondiéndoles,
Etchenaik se apuró, se abrió un poquito.
-Lo de Marcial es simple: en el '62 le mataron un hijo, Ariel Brizuela,
que llevaba el apellido de la madre, una mina a la que llamaban
La Loba. Quedó destrozado y juró vengarse. Para eso se retiró del
laburo y comenzó a rastrearlos, como un vengador anónimo. Cuando
los ubicaba, se infiltraba y luego los liquidaba. Me juego la cabeza
que las muertes del "Negro" Esteban Miranda, que nunca se aclaró,
y la de Jesús Santomé, que apareció en Barranca de los Lobos, fueron
cosa de él. Eran dos implicados en el caso de Ariel... ¿No le decían
"Fraile" a Santomé?
El colorado asintió con un movimiento de cabeza.
-Bueno: "Negro" y "Fraile" son dos nombres tachados en una lista
privada de Marcial... Te la puedo mostrar. Y había otros. Cuando
yo lo encontré, de casualidad, estaba cerca de los peces gordos.
A punto de terminar el trabajo... Qué terrible culpa tendría que
ni siquiera podía oír las cosas de su época de cantor. Y si se disfrazaba
de Alfredo Duggan era como pantalla para infiltrarse... Pero algo
debe haber fallado. Lo pescaron, o la piba dio un paso en falso.
-Ahí no querés hablar ¿eh?
El colorado le golpeó las costillas con un puño amistoso, sobrador
y dueño de sus secretos y debilidades.
-De eso no hablo porque no entiendo. No sé para quién laburaba Chola
Benítez pero quiso ayudarlo a Marcial, y sin saber quién era. La
última noche, en el For Export, trató de comunicarse conmigo y al
final, cuando estaba todo perdido, Marcial trató de pasarme la dirección
de "El Goya" cantando "Café de los Angelitos".
-Es que ahí estaba el contacto con la Tía Pocha -completó Macías-.
Era el cuartel general, según deschavó Loureiro... Pero no te castigues
por no haber entendido. Pintos, que estaba siempre con Marcial,
tampoco se dio cuenta de lo que pasaba esa noche... ¿Eh, negro?
Pintos se dio vuelta con un gesto afirmativo y dijo:
-Nunca me imaginé que Duggan estaba en algo así. Y la pendeja, no
sé... Era un caso raro porque no era de ese ambiente. Apareció una
noche en uno de los tours y prácticamente se le regaló a Sosa, uno
de los socios menores de Kasparian, que estaba siempre ahí. Y se
quedó nomás, como la mina de él.
Se hizo un silencio largo. Pasaron los árboles del Parque Lezica,
pasaron Primera Junta. Cuando doblaron por Campichuelo hacia el
Norte, Etchenaik suspiró y dijo:
-Este es un capítulo clásico de las historias policiales, colorado:
los protagonistas se sientan a explicar qué ha pasado, atan cabos,
el lector se desayuna de qué se trataba.
-Pero ésta es de las que terminan mal...
El veterano tardó en contestar, los ojos fijos en la nuca rapada
que tenía adelante.
-No terminó. Hay cuentas pendientes...
Macías sonrió, casi satisfecho de verlo así. Le tocó la ceja rota:
- ¿No me vas a contar cómo pasaste el fin de semana?
-No. Me bajo acá -y manoteó el picaporte.
Y antes que el Falcon acelerara a la salida del semáforo, ya Etchenaik
se había bajado, caminaba rápido hacia ninguna parte.
64. Gordo con fondo de río
Esa tarde llegó a la Chacarita cuando el sol declinaba luego de
andar media ciudad. Se sentía particularmente vacío, sin fuerzas,
como un juguete a pila al que la cuerda se le acaba en medio de
una evolución y queda en posición ridícula.
Se subió al Plymouth pero en seguida se dio cuenta de que no tenía
ganas de volver a la machucada oficina de la Avenida de Mayo. Mucho
antes de llegar, a la altura del Abasto, dejó el auto en una transversal
y se metió en un boliche.
Era miércoles, había un televisor encendido donde algunos señores
de traje y cara lisa explicaban que, precisamente, no pasaba nada.
Etchenaik vio todo el noticiero con medio de blanco y se quedó un
poco más cuando vio que comenzaban a pasar un partido de fútbol
desde Mar del Plata: Independiente-Talleres.
Hubo un gol de Reinaldi, la infructuosa espera de las paredes de
Bochini con un centroforward nuevo y torpe. Cuando terminó el primer
tiempo Etchenaik pidió un cuarto más de blanco y se lo tomó de dos
viajes. Se dio cuenta, mientras pagaba, que había perdido la convicción
necesaria para emborracharse. Había barreras que ya no bajaba con
facilidad, aunque encajonaran a un amigo con un dolor pendiente,
aunque le demostraran que era literalmente un gil.
Cuando llegó, sigiloso y vencido a la oficina, la ventana abierta
iluminaba intermitentemente de azul de rojo de azul de verde la
penumbra semivacía. Cada cambio de color estaba acompañado de un
zumbido, porque el cartel luminoso del bowling no andaba demasiado
bien y los tubitos de neón hacían ruidos de insectos, daban calor
con solo escucharlos.
- ¿Qué hora es? -preguntó el gallego en la oscuridad.
-Temprano. Las doce y media.
- ¿Encontraste a alguien?
-No -mintió.
Se hizo un silencio largo. Etchenaik se desnudó, se tiró en la cama,
encendió un cigarrillo.
- ¿Chupaste mucho? -dijo Tony dándose vuelta hacia él.
-No puedo.
-Ah.
Al rato, cuando Etchenaik ya creía que el gallego se había dormido,
Tony le habló.
-Hay un nuevo laburo. Hay que ir mañana a la mañana a una oficina
del Bajo para una entrevista.
- ¿Llamaron acá?
-Sí. La secretaria del tipo. Se llama Berardi...
Hubo ruido de manotazos en ese extremo del cuarto; el gallego consiguió
encender la luz, localizó a tientas un papelito, se lo alcanzó.
-Acá tenés los datos. Mañana a las diez.
Etchenaik miró la dirección, la letra pueril del gallego.
-No creo que vaya, Tony.
La secretaria se apartó del intercomunicador y realizó un gesto
que abarcaba su izquierda, la puerta y un alto cargo ejecutivo escrito
en letras negras. Etchenaik avanzó y se detuvo ante los vidrios
grises.
-Entre. El señor Berardi lo espera -dijo la mujer con voz opaca.
Giró el picaporte y se introdujo en la claridad de una amplia oficina.
Cerró la puerta sin ruido. No hubiera podido hacerlo aunque quisiera
porque todo estaba acolchado hasta la obscenidad. La luz entraba
por un gran ventanal que agotaba la pared del frente. Se veía el
puerto, fragmentos del bajo, el último tramo de Corrientes. Había
grandes sillones de cuero y dos sillas frente a un escritorio desmesurado,
enfático. Detrás, sentado en un sillón giratorio y de espaldas a
la puerta, un hombre gordo y calvo hablaba por teléfono con alguien
que lo adulaba. El humo del cigarro subía, se dispersaba con el
movimiento de su mano, se confundía con el pedazo de cielo gris
entre las grúas.
Etchenaik tosió.
Hijos
Primera
65. La cara de la foto
Etchenaik tosió fuerte. El hombre gordo no se dio vuelta y siguió
hablando por teléfono. El veterano se sentó.
Bajo el vidrio grueso de la oficina había un plano de la ciudad,
un calendario, fotografías de niños que ya no lo serían. Etchenaik
encendió un cigarrillo, echó humo y tiró la primera ceniza sobre
el lustroso escritorio; después sopló hacia el hombre de traje azul.
En ese momento el gordo giró, reiteró una negativa, abrió una posibilidad
sin prometer nada y colgó.
-Usted es García -dijo y sonrió.
-Soy Etchenaik. Tony García trabaja conmigo.
-Es lo mismo. Veo que ya se puso cómodo.
El veterano hizo un gesto que mostraba su propio cuerpo sólidamente
instalado en el sillón. También sonrió.
-Lo escucho -dijo.
El gordo se acomodó y casi improvisó un gesto de embarazo, como
quien tira una soga condescendiente a ese que venía, se instalaba,
echaba ceniza como se le cantaba y establecía un clima sutil, intimidatorio.
Para el señor Berardi era casi un chiste, una excentricidad de las
reglas de juego en su territorio.
- ¿Un café?
-Sí.
El gordo hizo el pedido por el intercomunicador, hubo una pausa
y quedó inclinado mirando el borde del escritorio, como si estuviera
recitando un libreto apoyado en sus rodillas.
-Antes que nada -comenzó lentamente- le adelanto que el asunto no
es demasiado grave. Pero es la primera vez que debo recurrir a un
servicio como el de ustedes y discúlpeme si desconozco el mecanismo,
la forma de trabajo. Y me desagrada haber llegado a esta situación
porque tengo especial repugnancia a todo lo que sea solapado o encubierto:
me gustó siempre hablar y hacer las cosas de frente.
-Entiendo -dijo Etchenaik-. Pero ¿qué es? ¿Una vigilancia, un seguimiento?
-Algo de eso.
El gordo, el señor Vicente Berardi, suspiró y su cuerpo vasto, excesivo
dentro de la camisa blanca dividida en dos campos por la corbata
azul y roja, se conmovió un poquito. Tendría entre cincuenta y sesenta
años pero daba la impresión de llevar esa cara gorda y llena de
venitas rojas y violetas desde niño. La plegó en un manojo de arrugas
y luego la distendió como quien hace un violento ejercicio de gimnasia
facial, casi doloroso.
-Tengo un hijo de veinte años, un buen chico. Se llama Vicente,
como yo, y ya hace un tiempo que no vive conmigo. Eso sería lo de
menos en otras circunstancias pero no ahora. No sé dónde está y
es importante que lo localice. Cuando terminó el secundario no se
decidía por nada y me lo traje a la empresa. Lo tuve dos meses en
secretaría pero me di cuenta que no le gustaba... Usted sabe: siempre
es así. Uno piensa en algo para los hijos pero después... ¿Tiene
hijos, Etchenaik?
-Sí. Y nietos.
-Entonces me entenderá.
El veterano hizo su gesto clásico de tal vez.
Justo en ese momento aparecieron los cafés, casi mágicamente sobre
el escritorio. La rubia portadora hizo leves ruidos de cucharitas
y al instante desapareció sin un sonido, requerida sin duda por
la lámpara que la encerraba. Pero el gordo estaría acostumbrado
a tales prodigios y rubias funcionales porque no hizo un gesto.
Sólo le alargó un sobre con el brazo extendido.
-Éste es el pibe.
Etchenaik sacó la foto y lo vio: un rubiecito descolorido con un
velero alrededor.
Ahora había que juntar la cara de la foto con el rubio real.
66. El sueño del pibe
La fotografía fue a parar al bolsillo del saco de Etchenaik como
si se la comiera.
Y el gesto fue el acuerdo tácito, la conformidad con un laburo que
todavía no estaba conversado pero que ya tenía la materialidad de
una cadena tendida entre el veterano y ese colorido cartoncito,
entre el gordo del escritorio y su rubio opaco, fugitivo familiar.
-Dígame los detalles, Berardi.
-Es todo bastante reciente -dijo el ejecutivo como si fuera una
disculpa, un atenuante de qué-. Una tarde, dos años atrás, apareció
por acá para decirme que iba a estudiar algo raro. Creo que Antropología
o algo así. Sé que le di poca bola pero no me opuse. Eso era mejor
que andar boludeando en la puerta de los boliches de la Recoleta.
Pero a los pocos meses, un domingo luego de una discusión de sobremesa,
se animó a plantearme lo que yo esperaba desde hacía tiempo: quería
irse a vivir solo. Solo no, bah. Con dos compañeros a un departamento
por Boedo.
- ¿Conocía a los otros?
-No. Pero eso no importa demasiado.
Etchenaik se guardó la pregunta que flotaba ahí.
-Me interesaba cómo se las iba a arreglar, porque en ese entonces
no trabajaba. Me contestó con vaguedades, más optimismo que posibilidades
reales. Yo le recordé que en casa nunca le había faltado nada.
-Hizo la justa -dijo Etchenaik enterrando el cigarrillo en el cenicero
de cristal.
El gordo lo miró un momento y sonrió.
-Usted me gusta... Habla poco, no pregunta de más. Va al grano y
los aspectos sentimentales no lo alteran en nada. Es como yo. De
otro modo no sería lo que soy.
El excesivo ademán de brazos abiertos y extendidos abarcó mucho
más que aquella oficina impecable.
- ¿Y qué pasó después? -soslayó Etchenaik.
-Al pibe le pasó algo. Puedo poner las manos en el fuego por él
-otra vez el gesto fue teatral- y no pienso que ande en nada reprobable,
pero me preocupa no tener noticias desde hace tres meses. Quiero
saber dónde está, qué hace. En fin... me gustaría ubicarlo. Nada
más que eso: ubicarlo. Sin que él se dé cuenta, por supuesto. No
quiero interferir en su vida si él está bien y contento. ¿Me entiende?
-Sí.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo y sacó un formulario.
-Tony ya le explicó la cuestión de los honorarios -dijo con una
voz que ni él mismo reconocía-. Si lo localizamos en menos de una
semana, es esa guita. Pero si en ocho o nueve días no hay noticias,
me paga los viáticos y volvemos a conversar. Llene esto, por favor.
Es el contrato ordinario.
Berardi observó unos instantes el papelerío. Murmuró su aprobación
y comenzó a llenarlo prolijamente.
-Necesito algún dato más -dijo Etchenaik-. Amistades. ¿El de Boedo
es el último domicilio que conoce?
-Sí, dése una vuelta. Además está la novia, una compañera de facultad
que vive en Adrogué. Le doy por escrito nombres y direcciones.
Cuando terminó el contrato, Berardi cubrió prolijamente con su letra
regular y neutra una hoja en la que el esquema convencional de una
fábrica, con humito y techo anguloso, ocupaba casi un tercio.
-Aquí tiene mi dirección de la planta de Avellaneda también -dijo.
-El sueño del pibe.
- ¿Cómo?
-Olvídelo.
Etchenaik dobló en cuatro el papel, lo guardó y se puso de pie.
-El viernes tendrá novedades -dijo antes de cerrar la puerta.
67. El tío del campo
Dejó el Plymouth en San Juan y la cortada. Era una calle impersonal
de veredas vacías y desparejas. Parecía un pasillo de inquilinato.
Los viejos árboles habían sido reemplazados por ramitas verdes de
futuro incierto. Un sol obsesionado quería reventar las baldosas.
En seguida localizó el edificio de cinco pisos, en la vereda de
enfrente, junto a una funeraria.
El ascensor no andaba. La escalera de mármoles gastados lo llevó
penosamente al tercer piso. Un orgullo profesional que guardaba
en el bolsillo interno del saco, arrugado pero todavía utilizable,
le indicó que debía reponerse, regularizar la respiración antes
de golpear a la puerta amarilla, sucia, con la letra H.
El muchacho que le abrió no tendría veinte años y la somnolencia
le entorpecía los movimientos. Tenía el pelo revuelto y las cejas
empecinadamente juntas.
-Buenas tardes. Quisiera saber si todavía vive acá mi sobrino.
La voz de Etchenaik se llenó de desniveles mientras un sombrero
giraba, convencional, en sus manos.
- ¿Cómo se llama su sobrino?
-Vicente Berardi. Vengo de Santa Rosa.
-Hace meses que no vive acá -las cejas se separaron.
El gesto del tío no fue de contrariedad sino de sorpresa.
- ¿Y adonde se mudó?
-No sé. No dijo.
El veterano se quedó mirándolo, parpadeó. Pasaron algunos segundos.
El muchacho sintió que debía hacer algo; cerrar la puerta, probablemente.
No obstante, la abrió del todo.
-Yo soy Esteban -dijo haciéndole jugar-. Soy compañero de estudios
de Vicente.
Las manos se encontraron con alguna dificultad.
-Santiago Morales, a sus órdenes.
Entraron a una pieza grande y llena de cosas. Había una ventana
por la que se veía ropa tendida, techos picados, una cúpula coloreada.
-Así que Vicentito se mudó...
-Hace tres meses.
Esteban le indicó una silla y Etchenaik se sentó en el borde. Desde
allí echó una mirada al desorden algo estudiado, los libros sobre
los tres escritorios acoplados, los afiches que alternaban una Brooke
Shields que el veterano no conocía, con un afiche en blanco y negro
ostensiblemente latinoamericano y las consignas de La Sorbona, ya
envejecidas de tan originales.
- ¿Y cómo hago para encontrarlo ahora? No voy a estar más que hasta
mañana en Buenos Aires.
-Vaya a la casa. Ellos deben saber -dijo Esteban con las manos en
los bolsillos.
Etchenaik sonrió, miró el piso, improvisó a lo loco:
-No sé si usted estará al tanto de cómo es mi cuñado -Esteban negó
con la cabeza-. Yo no me trato con ellos hace años... Sólo con Vicentito
nos hemos seguido viendo. Solía pasar los veranos en la chacra,
de pibe...
La mirada pareció perderse en una lejanía de frutales y hortalizas.
Continuó embalado:
-Se divertía mucho cuando iba: andaba a caballo, comía fruta verde,
esas cosas... -en la imaginación del veterano ya la chacra tenía
su entrada de paraísos, el pequeño tractorcito; desde la ventana
se veían interminables hileras de tomates-. Sería una lástima que...
El muchacho se pasó la mano por el pelo desordenado. Cebó un mate
y se lo extendió sin necesidad de preguntar. El tío del campo lo
recibió con naturalidad.
-Cuando se fue no dijo nada -casi se disculpó Esteban-. Le puedo
dar direcciones o teléfonos donde preguntar, pero difícil. Tal vez
no esté ni en Buenos Aires.
Etchenaik rubricó la información con un ruidoso sorbo del amargo.
-Está muy bueno. El mate, digo.
Y se miraron de frente por primera vez.
68. Recuerdo de Plaza Italia
Esteban se levantó de la mesa y revolvió algunos papeles sobre uno
de los escritorios.
-Lo decidió de un día para otro y no nos dio demasiadas explicaciones
-dijo sin volverse-. Se fue solo y al otro día regresó con un amigo
en una pickup para llevarse todo.
- ¿Una pickup?
-Una camioneta; de ésas para cargas, como las de los fleteros.
-Ah... una chata. Allá les decimos chatas. En la chacra tenemos
una Ford F100, vieja.
-Ah -Esteban sonrió, volviendo ahora sí la cabeza desde el escritorio.
-Hacía como dos años que vivía acá, ¿no?
-Sí. Desde el comienzo de la facultad. Yo soy de Coronel Dorrego;
nos conocimos en una clase y nos hicimos amigos: Vicente, Cora y
yo.
- ¿Quién es Cora?
-La novia.
El muchacho se acercó con la libreta de direcciones que al fin había
encontrado.
-Le voy a pasar algunos teléfonos y direcciones que tengo.
Se sentó y distribuyó la libreta y papeles sueltos sobre la mesa.
El pelo le caía en la cara, llovía enrulado sobre la frente.
-Usted pregunte. Cora no tiene teléfono pero acá está la dirección
de Adrogué.
Etchenaik reconoció la calle y el número que tenía en el papel doblado
en su bolsillo.
-Estos Paz Leston, ¿son los oligarcas?
-Sí. Cualquier guita; pero la piba... -Esteban hizo un gesto que
quiso ser significativo; pero qué significaría...-. Una gran piba.
El tío no acertó con la pregunta que correspondía. En cambio, aceptó
un nuevo mate.
-Están en segundo año, ¿no?
-Sí. Por ahí andamos.
- ¿Y Vicentito, no habrá largado los libros?
La pregunta y el mate quedaron a mitad de camino porque el ruido
del picaporte los hizo volver la cabeza. En el marco de la puerta
que daba al interior había un hombre corpulento de grandes bigotes
caídos. Pese a la calvicie avanzada, no tenía muchos años más que
el otro.
-Vení, Esteban, ayúdame con las sillas -dijo con rudeza.
El muchacho se levantó apresurado y dijo algo que quiso ser una
solicitud de permiso o una disculpa. La puerta se cerró detrás de
los dos.
Etchenaik fue inmediatamente hasta el escritorio y observó sin tocar
nada; luego hizo lo mismo con la biblioteca. En un ángulo, apoyada
sobre el lomo de dos libros, había una mala foto tamaño postal con
los ángulos doblados. La pareja joven sonreía con cara de travesura
en una Plaza Italia con colores de utilería. Ella se apoyaba aparatosamente
en él, con el otro brazo en la cintura; el muchacho rubio, casi
desdibujado, aparentaba ingenuidad con las piernas separadas y las
manos unidas adelante. Etchenaik dio vuelta la foto y leyó: "Cora
y Vicente, Plaza Italia". Cuando escuchó el ruido de la puerta se
la guardó en el bolsillo.
-Disculpe -era el de bigotes el que había aparecido-. Me dice Esteban
que usted busca a Vicente. No sabemos nada de él. Le conviene llamar
a la casa, a los viejos.
El tono pretendía ser amable ahora pero no ocultaba la mera intención
de parecerlo. El tío del campo recuperó su sombrero.
-Gracias, no quería molestar. Creo que me arreglaré.
Nadie dijo nada. Etchenaik optó por dar unos pasos hacia la puerta.
-Mañana salgo para Santa Rosa y... --la pausa sólo sirvió para acentuar
el silencio-. Buenas tardes, ha sido un... un placer.
El de bigotes arbitró los medios para que inmediatamente estuviera
afuera, en el pasillo y camino del ascensor marchito.
-Que tenga suerte -dijo.
Y cerró con un golpe que no se la deseaba.
69. Silva y Cía
Aunque permaneció más de un minuto pegado a la puerta que el pelado
de los bigotazos le había clausurado para siempre, Etchenaik no
pudo oír un ruido, reconocer una voz.
Miró el reloj. Las tres y diez. Se largó por la de mármol castigado
y ya en la vereda pudo ubicar la ventana del tercer piso. Caminó
hasta la esquina de San Juan y entró a un bar. Ante la mirada ociosa
del gallego que compartía el mostrador con un gato eligió una mesa
desde donde podía controlar el movimiento del edificio.
Tomó un café, luego otro. No pasó nada. A las cuatro menos cinco
se fue.
Ocupó el resto de la tarde en recorrer extrañas buhardillas por
Patricios, departamentos en Palermo Viejo, cafés del centro y de
la periferia. Desde el público de un bar de Independencia al dos
mil y pico, luego de discar un número que ni recordaba dónde había
recogido.
Etchenaik comprobó dos cosas: que ya el tío pampeano era bastante
popular entre las amistades del inhallable Vicente; que esa popularidad
no lo favorecía.
Volvió a la mesa y desparramó la información dispersa en papeles
sueltos y hojas de libreta. Tachó los resultados negativos, una
vez más reordenó las pistas y los timbres por tocar. En medio del
inventario tropezó con la fotografía de Plaza Italia.
El pibe rubio no logró retener su atención. Ella. Era una foto de
ella con él. Lo precario de la imagen no impedía que brillara la
soltura, el aire desafiante de la mujer, la mezcla de púas y entrega
en la mirada de ojos separados. Y el pelo era blando, pesado, un
volumen oscuro y secreto. Guardó todo.
Hacia el atardecer, el bar comenzó a llenarse de estudiantes de
la facultad cercana. Los grupos crecían y se disgregaban como gotas
de aceite alrededor de las mesas.
Cuando un carro de la guardia de infantería se detuvo frente a la
puerta los estudiantes apenas giraron la cabeza, como quien comprueba
un hecho cotidiano. Etchenaik puso el dinero con una escueta propina
sobre la mesa y se fue.
Minutos después cruzaba la puerta de la Bedelía de la facultad,
un edificio ruinoso y sucio, entorpecido de carteles. Tras el viejo
mostrador había un hombre con aire perplejo e intermitencias de
luciérnaga en el parpadeo.
-Buenas tardes. Quisiera hablar con Silva, de maestranza.
-Un momento.
El hombre se dio vuelta y gritó el nombre a una puerta entreabierta.
-Ya viene -aclaró.
Al minuto apareció un hombre bajo con una gran cabezota adosada
al guardapolvos azul como una lamparita de ciento cincuenta. La
sonrisa le brotó fácil.
- ¡Qué haces, Etchenique, tanto tiempo!...
-Quiero hablar con vos...
Se sorprendió al escuchar su propia voz, seca y contenida.
- ¿Es importante?
-Más o menos... ¿A qué hora salís?
El de guardapolvos miró su reloj grande y ancho, de petiso.
-En veinte minutos estoy en la pizzería de la esquina.
-Nos vemos.
Primero pasó el grupo de los gritos y los carteles. Al ratito se
oyeron las sirenas. Acodado en la mesa junto a la ventana, Etchenaik
aspiró de su cigarrillo y esperó sin impaciencia los sordos disparos
de las pistolas lanzagases. Los oyó, vio el humito lejano. Al rato,
lagrimeando y a las puteadas, apareció Silva en la puerta de la
pizzería.
-Mocosos de mierda -dijo sentándose.
- ¿Por qué es la cosa? -dijo Etchenaik sin interés.
-No sé. Todos los días hay un quilombo nuevo. El decano es un imbécil:
primero les da soga, y después, cuando no los puede parar, pasa
esto.
Silva se restregó los ojos y recompuso la cara. Tenía un bigotito
fino, ornamental.
-¿Y?
-Te necesito -dijo Etchenaik como tocándolo con una caña a través
de los barrotes.
70. Calor de hogar
Silva lo miró sin inquietud, satisfecho de que lo necesitaran, contento
de que lo citaran en la pizzería "La Temblona", feliz de tener alguien
con quien compartir un pasado que solía parecerle ilusorio de tan
lejano.
- ¿Qué necesitas?
-Vos hace mucho que laburás acá; desde antes del '70.
El bigotito de Silva se curvó pícaro, casi cómplice:
-En el '67 fue el bolonqui y tuve que saltar... En marzo del "68
empecé acá. Se labura cómodo y no hay riesgos.
-Necesito que me pases algunos datos sobre dos alumnos... -trató
de abreviar Etchenaik.
-El fichero es completo y para vos no hay problemas -hizo una pausa-.
Ni te pregunto para qué los querés.
El veterano sintió que la oscura familiaridad de Silva lo hacía
extrañamente vulnerable.
Agarró una servilleta de papel y la extendió sobre la mesa. Escribió
los dos nombres, mientras la tinta se borroneaba estúpidamente.
Giró el papel hacia el otro.
-La mina me suena; tiene ficha, seguro. El otro no sé. ¿Es urgente
el dato?
-Sí.
-Llámame mañana. ¿Vivís siempre en Flores?
-No, me mudé al centro.
Y no dijo nada más, no pudo ir más lejos.
- ¿Y qué haces?
-Nada, qué voy a hacer... Estoy jubilado. La paso bien.
Silva inauguró una sonrisa plena e inexpresiva, tan repentina como
había sido la bronca del principio. Se ponía y se sacaba los gestos
sin transición. El resultado era siempre desagradable.
-Disculpame -dijo Etchenaik parándose, torpe, aturdido-. Estoy apurado.
¿Te llamo a mediodía?
-Eso es.
Silva dio el teléfono, lo retuvo, lo humilló con precisiones, quiso
tantearlo antes le de que se fuera:
- ¿No ves nunca a alguno de los muchachos?
Etchenaik se detuvo junto a la puerta, fue un instante apenas.
Después negó con la cabeza, murmuró algo incomprensible. Guiñó un
ojo y salió.
Recibió el aire ahora limpio de Independencia como el que busca
la superficie del agua con los pulmones a punto de estallar.
Desde el bar donde había estado a la tarde llamó por teléfono al
gallego.
-Caminé al pedo todo el día, Tony: tengo algunas puntas más pero
es muy poco. ¿Vos conseguiste algo sobre Berardi?
-Nada todavía. Mañana temprano, seguro que sí. Pero ahí hay guita
grande, Etche. Muy grande.
-Mejor. ¿Algo más?
-Sí. Llamó Alicia. Te espera a cenar. Se quejó de que la tenés abandonada.
Etchenaik se rió, pero poco.
- ¿Vas a ir? -preguntó Tony.
- ¿Me dejás?
-Te va a hacer bien. Toma sopa, repetí el postre. Chau.
Como Etchenaik no contestó, el gallego lo tanteó al vuelo:
- ¿Te pasa algo a vos?
Pero no hubo respuesta. Sólo un ruidito, un zumbido, el silencio.
-La ficha -simplificó Tony-. Se le acabó la ficha.
Etchenaik estacionó el Plymouth bajo la sombra tupida de los plátanos
de la calle Sarmiento. Antes de bajar del auto guardó el revólver
en la guantera, se peinó como pudo en el espejito retrovisor, se
secó otra vez la frente y el cuello.
La puerta del edificio estaba abierta. Llamó el ascensor, se dio
una última, insatisfactoria mirada en el espejo mientras se toqueteaba
la ropa y admitió que se sentía muy mal esa noche. Tal vez no había
hecho bien en venir y, además, no traía nada.
Tocó el timbre en el 6° F.
Hubo un taconeo y la puerta se abrió.
-Hola papá -dijo Alicia.
71. Camisetas
Ella estaba parada con la puerta abierta, le ofrecía la mejilla
olorosa de vapores, de humos de comidas.
-Hola -dijo Etchenaik y apretó el hombro que remataba un moñito
del delantal de cocina-. ¿Cómo estás?
-Muy bien. ¿Y vos?
-Bien... Muy bien.
- ¿Jugando a Mike Hammer?
El veterano asintió sonriendo, casi ruboroso.
- ¿Qué te pasó en la ceja?
La mano de la hija le tocó la herida todavía demasiado roja y clesprolija
de pelos y restos de curitas.
-Un chiste de carnaval, unas mascaritas... En serio: unas mascaritas,
Alicia.
Ella no lo había hecho pasar todavía. Lo miraba como si no lo reconociera,
con curiosa ternura. Se empinó -era bajita al lado del padre algo
vapuleado pero lungo al fin- y le dio un beso, una bienvenida.
-Vení, pasa. Cuando Marcelo supo que venías no quiso ir a cenar
a casa de un amiguito. Quiere mostrarte una camiseta del equipo
que formaron en la colonia de vacaciones. Se está bañando ahora...
Caminaron por el pasillo, atravesaron el living chico y saturado
de muebles con el televisor encendido. Alicia se detuvo en la puerta
de la cocina, se dio vuelta:
-Hace un ratito llamó García, tu socio.
- ¿Para qué?
-Dice que volvieron a llamar por el caso de ese Balverde.
-Berardi.
-Eso: Berardi.
- ¿Te dijo qué querían?
-No. Que te van a llamar mañana a mediodía.
-Ah.
Ella sonrió levemente. Tenía un rostro claro, de rasgos dispersos
y apenas insinuados. En realidad era toda así, excepto las caderas
elocuentes:
- ¿Por qué no me tomas de secretaria?
El veterano le puso la mano en la cabeza:
-A mí me gusta la policial clásica y ahí el incesto no está previsto...
¿No viste lo que pasa entre los detectives y sus secretarias privadas?
Alicia no hizo caso del chiste tonto, forzado.
- ¿Te pasa algo?
Etchenaik se quitó el saco, lo tiró sobre una silla.
-Nada.
Se instalaron en la cocina. Mientras ella ponía la mesa, controlaba
las milanesas en el horno, lavaba la lechuga, el veterano tomaba
vino blanco con hielo en una silla de paja, sobreviviente de la
vieja casa de Flores, y se aflojaba de durezas. Las padecía como
si el fluir de la sangre arrastrara piedras, obstáculos, fuera una
marea lenta y dificultosa que soportaba quién sabe desde cuándo.
- ¿Me vas a contar? -dijo Alicia.
-A veces hay que tratar con gente que te revuelve todo -dijo mirando
al piso-. Basura, nena...
- ¿Con quién te encontraste?
-Vos no te vas a acordar: Silva, uno cabezón... Estuvo en casa varias
veces, cuando vos eras chica.
Ella hizo un gesto indefinido, interrogó otra vez con los ojos.
-Es tira en la Universidad: ficha a los estudiantes, botonea...
Cobra por eso.
- ¿Y qué te extraña? ¿Qué te molesta tanto?
-Que para él soy uno de ellos.
Alicia resopló con desaliento, como si cayeran en una situación
repetida, gastada y sin salida:
-Oíme, viejo... ¿Qué clase de tipo sos? ¿Vos te abriste, no? Hace
mucho que te abriste.
En ese momento apareció Marcelo. Estaba desnudo, con el pelo mojado
y tenía una camiseta de Chacarita en la mano:
-Abuelo... ¡Mira la camiseta de mi cuadro!
Lo agarró, lo sentó sobre la mesa, se la puso:
-Linda camiseta, Marcelo. Chaca corazón.
72. Freud
La cocina reconstruyó un clima que ya Etchenaik había casi olvidado:
crepitar de aceite, voces tibias y gritonas, olor a pis de gato;
una vieja panera -demasiado vieja para su frágil corazón-, el increíble
mundo de Marcelo.
-Chacarita no salió campeón nunca, abuelo.
-Sí, salió.
El puré sufrió un violento tenedorazo de euforia y revelación:
- ¿Cuándo? Los chicos dicen que siempre anduvo por la B.
-No saben nada: el glorioso Chaca de Bargas, Recúpero, Puntorero,
el tanque Newmann, Marquitos, que jugaba en la selección...
-No los conozco, abuelo.
- ¿Viste a García Camben, el de Boca?
-Sí.
-Ese era suplente...
Marcelo se miró la camiseta -ya con manchas de aceite- y le descubrió
un brillito de gloria.
-Déjalo comer al abuelo -dijo Alicia.
-Papá es de Huracán. Me dijo que vamos a ir todos los domingos,
cuando me venga a buscar... ¿Huracán juega bien?
-Tuvo algunos jugadores: Houseman, el inglés Babington...
Por encima del ruido de cubiertos, de la botella de vino comprada
especialmente para él, Etchenaik observó a su hija. La veía salteado
desde hacía unos meses pero nunca dejaba de pensarla; sobre todo
la imaginaba con su uniforme de maestra, vuelta al pizarrón, la
tiza en la mano y las palabras lentas que acompañaban el dibujo
de las letras. Esa era una Alicia diferente de la suya o la de Marcelo,
una señora de Fogel -ahora sin Fogel- transformada en la fantasía
y las conversaciones de veinte pibes de segundo grado para los que
descendía mágicamente, quién sabe de dónde, todos los días a las
ocho menos cuarto.
-Nena -le dijo mucho después, cuando Marcelo había claudicado finalmente
en el sillón grande, rendido bajo protesta al sueño-. Nena, ¿ninguna
novedad con Horacio?
-No. Ahí no hay nada que hacer. Creo que está de novio, si se puede
decir... La última vez que salió con Marcelo la llevó. Se llama
Alicia también.
- ¿Y vos cómo te sentís?
-Mal. Pero no me voy a morir. ¿Querés un café?
-Bueno.
Lo tomaron en silencio. En un momento dado terminó la película que
no estaban mirando, apareció el fraile de los sanos consejos.
-Contame un poquito de vos -dijo Alicia-. ¿Estás medio loco, viejo?
-Creo que sí. Y Tony está peor que yo. Demasiados años de regadera
en los malvones, muchos expedientes. Tendría que haberme largado
cuando murió tu mamá, pero vos eras muy piba... Ahora todo es más
difícil y últimamente tuve dos encuentros fuleros. Uno con pendejos,
que me apretaron sin asco; el otro, con ese Silva, que me removió
cosas.
Se sintió repentinamente estúpido, contándole sus problemas de viejo
mal vivido y peor emparchado a su propia hija.
- ¿Necesitas guita, nena? -dijo obvio, inmediatamente arrepentido.
-No.
Cuando se hicieron las dos, Etchenaik se fue. Prometió volver el
domingo a mediodía, prometió cuidarse, se sintió como cuando dejó
a su hija por primera vez en el jardín de infantes, pero al revés:
él, en la selva de gente grande. Pero era una metáfora estúpida.
Estaba muy ensimismado, flojo de atención. Si no, hubiera visto
el Peugeot blanco que arrancó detrás de él al salir. Cuando diez
minutos después estacionó soñoliento frente a la oficina, el auto
lo pasó lento y ostensible, como perdonándole la vida.
Pero por esa noche también dormiría. Mal, pero dormiría y vería
amanecer.
73. Pelos y señales
Tony lo despertó con el mate, como una tía solícita ansiosa por
saber las novedades de la noche anterior.
-Tengo el currículum completo de Berardi. Pelos y señales -dijo
metiéndole la bombilla prácticamente en la nariz.
-Bueno. Yo tengo ganas de ir al baño.
Fue. El gallego le hablaba desde atrás de la puerta:
-Son datos posta, actualizados. Hay mucha guita.
Salió abrochándose, todavía bastante perplejo y sin soltura para
manejarse con un día que ya había crecido demasiado en su ausencia.
Pensó en el mediodía cercano y en Silva.
-Gallego, en cualquier momento esto se va al carajo.
- ¿Por?
Agarró el mate, dio dos sorbos como para desagotarlo.
-¿Quién te dio la información? -dijo, dejando la respuesta en el
aire-. ¿Giangreco te la dio?
-Algo; Robledo otro poco, lo demás son contactos míos...
Seguramente alguna alcahuetería de segunda mano. Pero eso bastaba
para salvar la mañana: Tony orgulloso de su pericia para recoger
información.
-Contame.
-Tiene una metalurgia en Avellaneda: rulemanes, calisuares, bujes,
pernos, esas cosas... "Metalúrgica El Triunfo".
Etchenaik revolvió en su bolsillo y sacó el papel que le había dado
Berardi, verificó el membrete.
-Ésta es.
-Ésa. Y anda bien; no sé cómo pero anda bien. Las oficinas en el
centro las tiene en Corrientes y el Bajo, donde estuviste. Vive
a una cuadra de Barrancas, acá tenés.
Sistemático y prolijo, Tony fue acumulando datos:
-La planta es grande, pero la guita no puede venir de allí. El año
pasado hubo un conflicto bastante jodido con el personal de taller
y desapareció uno de la comisión interna. Lo encontraron a los tres
días en Casa Amarilla con varios tiros en la cabeza y nunca se supo
nada.
- ¿Quién maneja el personal?
-Lo tiene al negro Sayago.
- ¿El boxeador?
-Sí.
-Me acuerdo de él. Fue olímpico en el '48 en Londres, cuando salió
campeón Pascualito. Un negro grandote, cargado de espaldas -las
manos de Etchenaik se separaron como si sostuvieran un ropero en
una escalera estrecha-. Creo que perdió en las semifinales con un
canadiense. Era mediano.
-Mediopesado -Tony sabía, repentinamente, también de boxeo-. Llegó
a pelear con Ansaloni, ya de profesional. Le ganó por descalificación
en Bahía Blanca o Santa Rosa pero la revancha en el Luna por el
título, la perdió por paliza. Al poco tiempo en un accidente de
tránsito quedó jodido de una pierna y tuvo que largar. Tiene una
entrada en cana por lesiones y ahora está desde hace unos años con
Berardi para todo servicio.
- ¿Al de la interna lo mató él?
Tony levantó las cejas, se encogió de hombros.
- ¿Qué más?
-Berardi pasó al frente cuando se casó con una Huergo que tiene
campos en todos lados. Cuando murió el suegro, hace unos años, la
mujer heredó un toco y él se terminó de parar. Pero ya tenía guita
entonces.
- ¿Desde cuándo?
-Se acomodó en la época de Frondizi. Primero como importador y después
con las patentes extranjeras. Siempre metalurgia chica. Pero ahora
está inflado. Exporta, está en un grupo que quiere copar la UIA,
sale a veces en Gente y suele pasear su barriga por Mau-Mau.
Y el gallego movió la cabeza y chasqueó los dedos como insinuando
el clima de un mundo que le era tan ajeno como la cría de la chinchilla
o el reglamento del hockey sobre césped.
-Cualquier manija le viene bien: el año pasado se tiró a la presidencia
de Defensores de Belgrano y perdió por treinta votos.
-Basta -dijo Etchenaik desbordado.
74. Alcahueterías
Después de la avalancha informativa de Tony, Etchenaik supo que
poco quedaba por saber del hombre gordo con talleres en Avellaneda,
oficinas en el Bajo, casa en Belgrano y campos en media docena de
provincias.
-Ah... Y tiene amigos milicos.
El dato cayó justito, la pizca de orégano en la salsa, el detalle
final, la banderita en el tope del edificio.
-Eso es: milicos también. ¿Y un tipo con tantos recursos y posibilidades
nos llama a nosotros, Tony?
- ¿De dónde sacó el dato?
El veterano se encogió de hombros.
-No me dijo, no le pregunté. Supongo que ya seremos profesionales
reconocidos -ironizó sin entusiasmo.
Tony rastreó levemente esa sombra que acompañaba como una nubecita
de historieta la tristeza de Etchenaik:
- ¿Te amargaste mucho ayer?
-Estoy seguro de que en más de cuatro lugares me mintieron asquerosamente.
Además, lo fui a ver a Silva.
- ¿Aquel de Morón?
-Ése. Es tira en la Universidad. Tengo que llamarlo.
Etchenaik se puso de pie, echó una mirada al precario orden restablecido
después de la bomba, los nuevos sillones viejos, el vidrio emparchado.
-Podrías darte una vuelta por dos o tres direcciones del centro,
Tony.
-Pásame una foto o algo, por si me encuentro con el pendejo.
La fotografía cambió de mano por encima del escritorio.
El gallego dejó el diario, se puso los anteojos en la frente y la
acercó primero para alejarla luego al límite de su brazo extendido.
- ¿Quién es la mina?
-Cora Paz Leston, la novia.
-Ah.
La observación cristalizó en un juicio rápido.
-Ella parece piola, pero él tiene cara de boludito.
Etchenaik pareció no escucharlo mientras escribía en el reverso
de una tarjeta.
-Tomá: una prima en Once, una pensión de estudiantes en Jean Jaurés
y Córdoba y un altillo frente a Plaza Lavalle. Cualquier novedad
me llamás. Te espero para almorzar.
El gallego agarró todo, se desperezó.
-Te lo traigo de una oreja. Y no te amargues por ese Silva. Que
no te joda el día. De paso, le llevo el auto a Garibotto.
Etchenaik esbozó una sonrisa:
-Andá y cuidate.
A las doce menos diez, lo llamó a Silva.
-Hola, habla Etchenique. ¿Me conseguiste eso?
-Sí. Poca cosa. La mina estudia Sociología desde hace cuatro años.
Tiene quince materias aunque no rindió ninguna de los últimos turnos.
Está fichada, por zurda. Últimamente anda poco por la facultad.
- ¿Y el otro?
-Nada. No hay antecedentes. Entró en Antropología hace dos años,
cinco materias nada más. ¿Querés las direcciones?
-Está bien con eso.
Se hizo una pausa grande, varios segundos espesos que Etchenaik
sintió crecer indeciso, estúpidamente expuesto.
-Bueno, Etchenique -reapareció la voz del otro lado-. Cualquier
cosa estoy a tu disposición.
-De acuerdo, Silva. Gracias.
Colgó y se quedó ahí, ante el escritorio, con el Clarín abierto
en la página de las malas noticias. Intentó sumergirse en el editorial
pero antes del segundo párrafo ya estaba borroneando caras y figuras
en el margen. Hizo cinco rectángulos y escribió: Berardi, Vicentito,
Cora, Sayago. En ese momento golpearon a la puerta de la oficina.
Se acomodó la corbata, consideró suficiente el orden y la limpieza
mínima del ambiente, dio tres pasos y giró el picaporte.
75. Nancy Reagan
Abrió la puerta de un tirón y allí estaba.
-Buenos días. ¿El señor Etchenaik?
La dueña de la voz demostraba que lo era. Sin duda tenía altamente
desarrollado el sentido de la propiedad y sabía exteriorizarlo con
elegancia. La misma elegancia que le colocaba los brazos flexionados
a la altura correspondiente, le sugería la distancia adecuada entre
ambos pies, le hacía pender negligentemente los insólitos guantes
en la intersección de las manos. Llevaba un sobrio conjunto de hilo
color habano de aspecto impecable y no había transpirado en los
últimos quince años.
-Etchenaik soy yo. Adelante.
Mientras la hacía entrar en la oficina, el veterano realizó el mismo
examen ambiental somero de diez segundos antes pero con resultados
opuestos: faltaba luz y sobraba tierra por todas partes. Cuando
la dama terminó su medio giro de inspección, Etchenaik la invitó
a sentarse y se parapetó detrás del escritorio.
-Señora...
-Soy Justina Huergo de Berardi.
La información cayó sobre el escritorio como quien arroja un desafío,
una escupida. Etchenaik pareció no darse por aludido.
-Sí. La escucho.
Observó detenidamente a la mujer y vio las arrugas atenuadas, las
cejas dibujadas con naturalidad y esmero. Los años no estaban sobre
los hombros sino armoniosamente distribuidos. Tenía el típico aspecto
de esas mujeres de político yanqui que saludan desde la tribuna
junto a su marido y los hijos en fila descendente a los costados.
-Señor Etchenaik, estoy enterada de que ayer tuvo usted una entrevista
con mi marido... -hizo una pausa esperando algo que el veterano
no hizo-. Quisiera que me diga qué fue lo que conversaron.
-Usted lo sabe.
-Conteste a mi pregunta.
Etchenaik encendió un cigarrillo, echó una bocanada y acercó luego
su cara por encima del escritorio.
-Vamos por partes, señora. Soy un profesional. Trabajo y me pagan
por lo que hago, cuando lo hago bien. Y me debo a mi cliente, en
este caso, a su marido. Como usted sabe, las investigaciones privadas
tienen ciertas reglas que deben ser respetadas. Una de las pocas
condiciones del trabajo es el secreto.
El rostro de la mujer había adquirido una rigidez casi ridícula.
De entre sus pliegues salió una voz firme, desagradable.
- ¿Es cuestión de dinero?
-No entiendo.
-Si su silencio es cuestión de dinero.
La dureza de la mirada de Etchenaik contrastó con la dulzura casi
femenina de la voz.
-Escúcheme, doña Justina... ¿Por qué no empezamos de nuevo?
La cachetada voló por encima del escritorio y Etchenaik apenas echó
la cabeza hacia atrás para esquivarla. La mano golpeó contra el
borde de la máquina de escribir y la dama ahogó un grito de dolor.
-Imbécil -dijo.
Etchenaik se levantó con gesto resignado, caminó hacia la puerta
y la abrió.
-Estaré acá hasta las cuatro. Pero así no vamos a ninguna parte.
La dama vaciló pero al instante recompuso los fragmentos de elegancia
y salió con pasos largos.
Etchenaik cerró la puerta detrás de ella y permaneció un momento
con el picaporte en la mano. Regresó al escritorio y se encontró
con el diario plegado a un costado. Se sentó, tomó la lapicera y
la mantuvo un momento en el aire; luego, en el quinto rectángulo
dibujado, junto a los otros nombres, escribió: Nancy Reagan.
Y se rió solo. Primero despacio, después más fuerte.
Hacía meses que no se reía así.
76. El abogado
Durante el resto de la mañana Etchenaik no hizo sino esperar noticias
de Tony. Ni el diario ni el ajedrez pudieron retener su atención
más que un rato. Inclusive fue a buscar La maldición de los Dain
y estuvo leyendo salteado, buscando algo que no sabía qué era. Tal
vez fueran ganas de seguir, las ganas que ahí había encontrado de
empezar, alguna vez.
A la una bajó a comer a la pizzería y tres cuartos de hora después,
cuando llamó el ascensor para regresar a la oficina, se encontró
con Nancy Reagan que bajaba. Ella sonrió.
-Ya me iba, señor Etchenaik.
-No la esperaba tan pronto.
El tono había cambiado. Y no era lo único nuevo; tenía un hombre
alto, trajeado de chaleco, a su derecha. Etchenaik paseó la mirada
de uno a otro.
-Bajé a almorzar. Es una suerte habernos encontrado.
-Una suerte -dijo ella y volvió a sonreír. Después señaló al que
la acompañaba-. El doctor Mariano Huergo, mi primo.
El hombre alto emitió los pocos sonidos que le permitían el cuello
duro y la corbata. Alargó una mano blanca y fría.
-Un placer -mintió Etchenaik-. Mejor subimos: el ascensor no es
lugar cómodo para conversar.
El corto trayecto fue un verdadero round de estudio. Nancy Reagan
no dijo nada pero ni bien estuvieron en la oficina fue la primera
en proponer las nuevas reglas del juego:
-Discúlpeme, fui muy impulsiva esta mañana.
-No importa, estoy acostumbrado.
La dama intentó sonreír otra vez. Don Mariano se había sentado a
un costado y observaba todo con aire crítico.
-Usted estuvo ayer en la oficina de mi marido.
-Correcto.
-Mi marido le encargó un trabajo.
-Correcto.
- ¿Cuál es ese trabajo?
-Usted ya lo sabe... ¿Para qué me lo pregunta?
La dama giró la cabeza pero el primo y abogado parecía estar en
otra parte.
-Mi marido le encargó localizar a Vicentito.
-Vio que sabía... -Etchenaik sacó sus Particulares y convidó, pero
sus visitantes parecieron no enterarse. Encendió uno, despacio-.
Ahora dígame cuál es el problema real.
-Usted sabe dónde está mi hijo.
-Todavía no.
Nancy sonrió como si se hubiera enterado de un triunfo en las preliminares
de Arkansas.
-Entonces deje ese asunto -bajó la mirada buscando el broche de
su cartera de cocodrilo o bicho similar-. Le doy el doble de lo
que le paga mi marido con tal de que deje el trabajo. Lo llama y
le dice que no lo encontró y ya está.
-Se equivoca, señora --el tono de Etchenaik era didáctico, casi
paternal-. Si usted quiere que Berardi no encuentre a Vicentito
no es ésta la manera. Yo soy uno de los tantos rastreadores de gente
que hay en Buenos Aires. Como su marido me contrató a mí puede llamar
a cualquiera.
Hubo una pausa que Etchenaik usó en mirarla bien, mientras Nancy
se ocupaba de sus guantes, hacía la peor literatura, en cualquier
momento lagrimeaba o tiraba otra cachetada.
- ¿Y usted sabe dónde está? -dijo el veterano.
-No. Claro que no.
-Y no le interesa saberlo, ¿eh?
-Exactamente.
El primo salió de su inmovilidad, echó ceniza en el cenicero y quedó
acodado en sus rodillas.
-No pregunte más, Etchenaik o como se llame -dijo lentamente-. Acá
la cosa es clara: Berardi no debe encontrar a Vicente. Usted puede
seguir con su alcahuetería, pero los resultados los tendremos primero
nosotros. Cambia el cliente. ¿Está claro?
El doctor Huergo no dudaba de su claridad. Habitualmente no dudaría
de nada.
-Está claro -dijo Etchenaik.
- ¿Entonces?
-Entonces, no.
77. Lagrimitas
La cara del doctor Mariano Huergo amargó un gesto de asco, después
tornó a la bronca, se decidió por un cinismo contenido.
-No se dé esos lujos, alcahuetón.
El veterano estaba aparentemente más allá del bien y del mal; sobraba
la situación sin cartas, a pura intuición.
-Usted comprenderá, abogado... No puedo cambiar de cliente a mitad
de un caso. Están la ética profesional y esas cosas...
El otro iba a replicar pero la hermana desbordó:
-Mi marido es un infame y quiere utilizar a Vicentito contra mí
-dijo de un tirón.
Etchenaik movió el culo en el sillón.
- ¿Cómo es eso?
-A este tipo no le interesan tus intimidades, Justina -dijo el abogado
ya sin ninguna paciencia.
-Es necesario que le cuente, Mariano; si no, no me ayudará...
-No seas estúpida. ¿No ves que lo único que le interesa es sacarte
la mayor cantidad de dinero posible? Está especulando con eso.
El tono de voz cambió al encararse con Etchenaik, que asistía al
diálogo con los brazos cruzados.
-Escúcheme: acá hay más guita de la que usted se puede imaginar
-dijo mostrándole la chequera como si fuera un carnet.
Etchenaik se paró, puso las manos sobre el escritorio.
-Estoy cansado de oír estupideces -dijo-. ¿Usted piensa hablar,
doña Justina?
Mientras ella vacilaba, el abogado arrastró su silla hacia atrás,
se levantó violentamente.
-No me pidas otra vez que te acompañe.
Metió la mano en el bolsillo, sacó un papel y lo tiró sobre el escritorio.
-Y acá tiene por si se da cuenta de lo que tiene que hacer.
Etchenaik no hizo un solo gesto. Cuando sonó el portazo trató de
que no se volaran los papeles.
-Sigamos -dijo.
Nancy Reagan estaba transfigurada. Como si todo superara lo esperado,
hubiera llegado demasiado lejos:
-Mi marido me quiere extorsionar -dijo en un sollozo-. Esa es la
verdad... Aunque estamos separados desde hace un año y medio, poco
después de que se fuera Vicentito, nunca me dejó tranquila.
- ¿Es muy fuerte la carta que tiene Berardi contra usted?
Las delicadas lagrimitas recorrieron lentamente las tostadas y bacanas
mejillas. Levantó los ojos apenas, clavó la mirada unos centímetros
debajo del mentón de Etchenaik.
-Sí, muy fuerte. ¿Es preciso que sea más explícita?
-Como quiera. Si ayuda...
Nancy se mojó los labios con la punta de la lengua. Sacó un pañuelito.
El asunto venía para largo.
Etchenaik se sentía vagamente incómodo ahora. Y no era solamente
por el giro que parecían tomar las cosas. Lo que le molestaba era
la extraña redondez de los diálogos, la cantidad de veces que se
había hablado de dinero. Ahora tenía a la dama lagrimeando ante
él y le aburría la posibilidad de que todo comenzara a mezclarse
hasta lo intolerable.
- ¿Qué quiere Berardi de usted?
-Dinero, como siempre. Después de la muerte de mi padre se embarcó
en negocios que lo arruinaron. Todo lo que tiene es mío pero parece
que no le alcanza.
- ¿Y cómo piensa usar a Vicentito contra usted?
-Creo que no se lo diré, Etchenaik.
El veterano estaba cansado.
-Bueno... No me da muchas alternativas, señora.
En ese momento sonó el teléfono.
-Hola -dijo Etchenaik.
-Buenas noticias. Hace quince minutos que localicé al pibe.
La voz de Tony sonaba tranquila con un fondo rumoroso de bar.
-Qué bueno -dijo Etchenaik.
Y Justina Huergo de Berardi le miró como si pudiera leer en su cara
lo que no debía leer.
78. Una profesión estúpida
Podría haber colgado con una evasiva pero quería saber algo más,
dónde había terminado la cacería, el estado de la presa.
- ¿De dónde me hablas? -preguntó con la extraña sensación de que
la mujer atenta frente a él comprendía, oía absolutamente todo.
-De un bar que queda frente a Tribunales. Tucumán y Talcahuano.
El pibe está en la cúpula de este edificio, en el altillo que me
dijiste. Vive con otro punto y una mina. Se dejó el bigote pero
lo reconocí fácil... Me les metí adentro con el pretexto de revisar
la antena y la instalación eléctrica.
Etchenaik se lo imaginó con la valijita azul de lata, el mameluco
y el tono casual que habría improvisado. Sintió un vago estremecimiento
de ternura.
-Quédate ahí, en media hora estoy con vos.
Tony hizo un comentario acerca de su aptitud profesional y colgó.
Etchenaik siguió con el tubo en la mano.
-No creo que la mujer sea tan estúpida como para engañarlo al lado
de su casa. Debe haber algún error -dijo.
Durante la pausa siguiente giró el sillón, que quedó paralelo al
escritorio, y se rió fuerte. Justina Huergo intentaba vanamente
encontrarse con su mirada.
-Noooo -improvisó el veterano a la línea vacía.
Mantenía un aire displicente que se supone deben tener los periodistas
de película.
-Bueno, entendido -dijo finalmente luego de otra risita-. En media
hora te veo. Hasta luego.
Cuando colgó lo esperaba el rostro ansioso de ella.
- ¿Alguna novedad de Vicentito?
-No, otro asunto: buscar pruebas de adulterio.
Nancy se retrajo y Etchenaik insistió, divertido:
-Es el tipo de trabajo más frecuente: seguimientos, pesquisas, vigilancia
conyugal. El detective privado que descubre crímenes antes que la
policía o encuentra las joyas y seduce a la muchacha son cosas de
la peor literatura. La realidad es ésta: una oficina, un teléfono
y la espera del cliente como en cualquier boliche. Además del riesgo
de quedar con un ojo menos o un hueso roto.
Pero la dama no parecía dispuesta a escuchar el balance de riesgos
y beneficios de una profesión tan estúpida.
- ¿Y lo de mi hijo?
Ya no había restos de temblores ni llantos.
-Escúcheme: yo hablo con Berardi el viernes, no antes. Si se ponen
de acuerdo entre ustedes, mejor. Hable con él. Dígale inclusive
que estuvo conmigo... Pero yo no puedo cambiar nada. Usted no me
da elementos.
Se paró y fue hasta la ventana. Tenía unas ganas locas de salir
corriendo a Tribunales, terminar con esto.
- ¿No me puede decir más de lo que me dijo? -insistió.
-No serviría de nada.
-Usted sabrá.
-Creo que mi primo tenía razón.
Etchenaik no hizo ningún comentario. Finalmente ella también se
puso de pie, habló con lentitud.
-Entendido. Volveremos a hablar. Todavía no sé si puedo confiar
en usted.
Etchenaik levantó las cejas, como si él tampoco pudiera hacerlo.
Justina Huergo había recobrado algo de aquella imagen que apareciera
enmarcada en la puerta del pasillo horas atrás. Ahora el gesto indicaba
que todo volvía a su lugar, que se reintegraba a un ámbito y un
modo habituales.
-Buenas tardes -dijo sin extender la mano.
-Buenas -contestó Etchenaik desde lejos, moviendo apenas la cabeza.
Apoyado en el marco de la ventana esperó verla salir del edificio.
La vio empinarse en el cordón de la vereda para llamar un taxi con
la armonía del nadador al borde de la pileta. Fueron las últimas
imágenes que le quedaron de ella.
Se puso el saco y ya se iba cuando vio el rectángulo rosado semioculto
entre los papeles del escritorio. Mientras se dirigía al ascensor
comprobó que era un cheque del City Bank en blanco, firmado por
Mariano Huergo.
79. Los novios de la torta
Cruzó la plaza entre cagatintas atareados y se detuvo en la vereda
de Tribunales. Desde allí, la vieja cúpula de la esquina parecía
el remate de una de esas tortas de casamiento de varios pisos separados
por columnitas. Sólo faltaban los muñequitos: él, morocho; ella,
rubia y con tul. La torre tenía aberturas hacia todos los frentes,
ventanas cuadradas que remataban en semicírculo con vidrios de colores.
La puerta del edificio estaba a quince metros de la esquina. Tony
lo saludó desde la ventana del bar. Cruzó Tucumán.
El gallego acometía en esos momentos un especial de milanesa que
no era el primero, según las huellas que quedaban en la mesa. Tenía
un vaso de vino vacío junto al plato y una valijita con la inscripción
SEGBA en letras blancas de molde apoyada en la pata de la silla.
-Contame -dijo Etchenaik sentándose.
Tony lo miró con satisfacción.
-Fue fácil. De entrada olí algo raro. La cúpula tiene puerta a la
terraza y entonces me dediqué a hacer bastante ruido en el techo
mientras revisaba la antena y toqueteaba los cables. Salieron solos.
- ¿Qué hizo Vicentito?
-Nada. Es rubio, como en la foto, pero tiene cara de distraído,
de no entender demasiado de qué se trata. Los bigotitos parecen
hechos con lápiz... La cosa es que me les metí adentro con el pretexto
de las llaves de luz.
El gallego echó una mirada de control a la puerta y se empinó infructuosamente
el vaso vacío.
- ¿Lo vas a llamar?
- ¿A quién?
-A Berardi, viejo... Llámalo y a cobrar.
Etchenaik desvió la mirada de la ventana.
-No vamos a hacer nada por ahora.
- ¿Qué pasó?
-Aparecieron la madre del pibe y su primo, un abogado, para pedirme
que no me moviera. Hay bronca entre ellos, extorsión de por medio.
Etchenaik sacó el cheque y lo puso sobre la mesa.
-Me lo dejaron al irse.
El gallego lo examinó sin tocarlo, como a un bicho.
- ¿Dónde está la trampa?
-No sé. Tiene pinta de falluto, ¿no?
Etchenaik buscó obstinadamente al mozo. Lo divisó tras una columna
para volver a perderlo de vista. En ese momento Tony dio un salto.
-La puta que los parió -dijo haciendo ruido con la silla.
Al gallego le faltaban brazos para ponerse de pie y manotear la
vajilla sin dejar de mirar por la ventana.
- ¡Se lo llevan! -gritó desembarazándose a patadas de la mesa como
quien trata de salir del cajón de un ropero-. Vamos, que se llevan
al pibe.
El veterano llegó a la calle y alcanzó a ver el Peugeot blanco que
atravesaba Uruguay.
-Anda vos arriba a ver qué pasó con los otros -dijo Tony corriendo
tras un taxi.
Etchenaik lo vio subir, vio cómo el taxi forcejeaba entre una bicicleta
y un colectivo, tardaba años en hacer los metros que faltaban hasta
la esquina. Entonces entró al edificio.
El viejo ascensor jaula estaba abierto. Apretó el botón del último
piso. A la altura del tercero vio a una pareja que bajaba apresurada,
saltando de dos en dos los escalones, sin cuidarse del ruido. Él
era morocho y llevaba un bolsón grande en la mano. Ella era rubia
y agitaba el pelo largo al caer con los dos pies en los descansos.
Etchenaik dedujo que sin duda no eran los dos novios de la torta
y abrió la puerta para detener el ascensor. El artefacto quedó clavado
entre el cuarto y el quinto. Apretó el botón de PB pero era difícil
que aquello volviera a funcionar por el momento. Abrió nuevamente
la puerta y forcejeó para trepar hasta el quinto, de panza, ayudándose
con las manos, voleando las piernas.
Se incorporó y limpió sin fe las manchas de grasa en el saco. Puteó
bajito. Desde una puerta entornada, un niño desdentado y sin duda
feliz de su presencia le sacaba la lengua.
80. Los desconocidos de siempre
En el séptimo piso Etchenaik sólo encontró una puerta amarilla con
innumerables marcas de dedos alrededor del picaporte. Junto al zócalo,
una lata de duraznos con una plantita seca era el único signo de
que se trataba del acceso a una casa y no a una jaula o depósito
de desperdicios. Del ángulo opuesto a la puerta amarilla salía una
escalera de cemento con una sola baranda de hierro. En el extremo
de la escalera estaba el cielo.
Subió y se encontró con la terraza. La puerta que habitualmente
ocultaba las nubes parecía un papel arrugado contra la chimenea
cubierta de hollín. Había una llanta vieja, un triciclo oxidado,
cajones de cerveza, alambres retorcidos. Eran los restos de un naufragio,
objetos unidos por la casualidad y el deterioro.
La cúpula tenía una sola puerta de metal, entreabierta. El sol daba
contra los vidrios de colores, el alambre del pararrayos se agitaba
frente a la ventana. Etchenaik se acercó lentamente pegado a la
pared y con una patada precisa abrió la puerta, que fue y volvió
con un pestañeo violento. El ruido hizo volar a las palomas, que
brotaron con el sosegado escándalo acostumbrado. Adentro, los papeles
que estaban sobre la mesa pintada de rosa se dispersaron. Algunos
todavía no habían tocado el piso cuando ya Etchenaik estaba ahí,
el revólver en el aire.
Parado en medio de la habitación vacía miró a su alrededor y recordó
la escena de una película francesa: él era un oficial SS, los "maquis"
lo esperaban pegados al suelo del entrepiso; subía así por la escalera
caracol y al asomar medio cuerpo era recibido por una ráfaga de
ametralladora. Ahora caía hacia atrás golpeándose con los escalones
de hierro mientras los impactos lo perseguían para rematarlo y saltaban
los pedazos de revoque que sentía sobre la cara. Los otros pasaban
sobre su cadáver, corrían junto a la cama, destrozaban las almohadas
para sacar las armas ocultas, guardaban los papeles en bolsones
mal cerrados, huían entre maldiciones dejando un vino inconcluso,
la calidez del humo.
Se sentó en la cama deshecha y un momento después oyó pasos apurados.
Se asomó y vio al gallego que llegaba quejoso y dolorido.
-Se te escaparon, gil -dijo Tony cuando estuvo junto a él.
-Yo subía y ellos bajaban. ¿Y vos?
-Los perdí en seguida y no llegué a tomar la chapa. Cuando nos paró
el semáforo de Córdoba, ellos pasaron y el tachero no quiso seguir.
Entonces me bajé y allá se quedó puteando.
Tony se acarició la cara y Etchenaik descubrió la mancha roja en
el pómulo, el principio de la hinchazón.
- ¿Y eso?
-Volvía para ayudarte y me topé con los que estaban acá con Vicente.
Me reconocieron. El tipo iba a seguir pero de pronto se paró y me
dio un piñón espantoso. "Tira hijo de puta", me decía, y me pateaba
en el suelo. Suerte que la mina lo tironeaba para rajar. No entiendo
nada.
-Creyeron que vos los deschavaste. Estaban muy asustados, fíjate
que dejaron todo.
Tony había recogido sin leerlo uno de los papeles caídos y acababa
de encender con él una hornalla de la cocinita a gas. En la otra
mano tenía una pava de agua que había encontrado sobre la mesa.
-Déjame de joder con este asunto. Encima me ligo una trompada...
Arréglate solo.
- ¿Quién iba en el Peugeot? -dijo el veterano sin oír las quejas.
-Dos tipos. Pelo corto, uno más joven y el otro con bigotes. Gente
prolija.
El gallego le alcanzó el primer mate y Etchenaik lo aceptó apoyando
la espalda en una pared cubierta de afiches. Mirándolo a Tony no
pudo dejar de sonreír.
- ¿Viste Los desconocidos de siempre?
-Sí. ¿De qué te reís?
- ¿No te das cuenta? Estamos como ellos después del asalto frustrado,
cuando el viejito "sportivo" se come la papilla en la cocina.
81. Consignas
Tony se sentó en un banquito con la pava entre las piernas. Cuando
levantó la cabeza, reía en silencio, con los ojos empequeñecidos,
brillantes.
-Es una cosa de locos -dijo-. Va a haber que dedicarse a otra cosa...
¿Viste La armada Brancaleone?
Etchenaik negó con la cabeza, riendo también.
-El viejito "sportivo" hace de judío y arrastra un baúl enorme donde
lleva todo. Cuando hay algún despelote se mete adentro. Hay una
parte en que descubren que es judío y lo bautizan a la fuerza...
- ¿Sabes que se murió?
- ¿Quién se murió?
-El viejito -contestó Etchenaik levantándose-. Hace unos años...
No sé cómo se llamaba, pero era bárbaro.
-Y viejito en serio, eh.
-Sí.
Se hizo un silencio chiquito, aparente. Desde la cúpula todos los
sonidos de la calle eran un murmullo distante, la terraza y ese
lugar eran una campiña artificial, el decorado de una vieja película
de ciencia ficción con Ángel Magaña. ¿Qué hacían ahí?
Tony sintió algo así, porque trató de seguir con el mate como si
nada, agarró mecánicamente uno de los tantos papeles que habían
quedado en el piso. Pero no pudo leer bien, sin anteojos.
-Lee vos, a ver qué dicen.
Estaba escrito a máquina y era, indudablemente, una copia de mimeógrafo.
Etchenaik comprobó de una ojeada que todos los volantes eran iguales.
Leyó rápidamente, y salteando los detalles los cuatro violentos
párrafos que terminaban en siglas y consignas encendidas.
-Nos conviene rajar rápido -dijo doblando en cuatro el papel-. Puede
haber sido la cana, porque éstos andan en la pesada-pesada...
- ¿Y por qué se llevan a uno y dejan a los otros dos?
-Entonces no será la cana -concluyó el veterano encogiéndose de
hombros, con pocas ganas de deducir, desinflado.
El gallego se levantó y pasó el pañuelo por todas partes, hasta
por los lugares que no había tocado. Etchenaik andaba ahora por
el entrepiso, haciendo sonar las tablas sobre su cabeza.
-Parece que son varios los que buscan a Vicente o los que quieren
esconderlo -dijo.
-Etche...
- ¿Qué?
- ¿No sentís como si estuviéramos perdiendo interés? Este caso no
es como el de Marcial, que andábamos a los tiros, no parábamos nunca,
tuvimos una semana de película.
-Has leído poco, gallego -dijo Etchenaik, didáctico, bajando la
escalera-. Lo habitual es que se alternen las aventuras de acción
continuada con episodios más psicológicos... Debe ser eso.
Tony puso cara de no entender dónde estaba lo psicológico de tomar
mate en una siesta de verano en un inhabitable sucucho de Tribunales.
-Además, decía Hammett, creo... Siempre existe la posibilidad de
que aparezca alguien en la puerta de la habitación con un revólver
en la mano y comience la acción.
Insensiblemente, el gallego miró hacia la puertita que daba a la
terraza. Pero no apareció nadie.
-Vamos -dijo Etchenaik saliendo-. Me voy a dar una vuelta por el
City Bank ahora.
Recorrieron toda la terraza, pateando alguna lata, enredándose en
restos de alambre. El sol hacía espejitos de colores con los vidrios.
Estaba todo lleno de objetos dispersos, como monedas que hubiesen
rodado libres hasta detenerse allí. El veterano se dio vuelta, señaló
la cúpula.
-Alguna vez me hubiera gustado vivir en un lugar así -dijo antes
de bajar.
-Para mear tenés que salir afuera -fue el comentario de Tony.
82. Guita grande
El City Bank era un edificio de vidrios desaforados, sin aristas
ni resquicio. Al entrar, Etchenaik se deslizó sobre un alfombrado
que daba ganas de sacarse los zapatos. Los sedantes violines de
la música funcional le silbaban al oído.
Se adivinaba correr el dinero como un río lento tras los mostradores;
exactas jóvenes uniformadas y llenas de porvenir lo extraerían con
redes finísimas para depositarlo en higiénicas bolsitas transparentes
con destino desconocido.
El veterano pasó frente a las cajas y caminó con pasos largos hasta
el recodo final del mostrador. Había un muchacho rubio que tecleaba
una inmensa máquina sin arrancarle el menor sonido. Una tira de
papel crecía con regularidad y se extendía por la alfombra.
-El contador -dijo Etchenaik.
-Buenas tardes, señor -intentó el rubio empezando desde el principio.
Le habían enseñado así.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo y la sacó entrecerrada, con
un pequeño carnet en la palma. Lo mostró.
-El contador -dijo otra vez.
-Bien, señor.
El rubio caminó cinco metros hasta un escritorio donde un hombre
de manos pequeñas y cara de niño gordo y tonto lo escuchó y después
miró a Etchenaik. El gordito se levantó y caminó con pasos cortos
mientras el veterano se apantallaba levemente con el cheque.
- ¿En qué puedo servirle? -dijo el funcionario con voz extrañamente
grave y adulta.
-Inspector Cerqueiro, de investigaciones -dijo Etchenaik repitiendo
el gesto evasivo del carnet-. ¿Qué le dice esto?
Dejó el cheque sobre el mostrador y lo hizo girar con un dedo. El
otro lo miró sin tocarlo.
-Es muy burdo -dijo después de un momento-. El doctor Huergo ya
nos había avisado hoy temprano.
-Lo sé. Por eso estoy acá. ¿Pasaron alguno?
-No. El doctor denunció este solo...
-Está bien. -Etchenaik, con gesto brusco, volvió a guardar el rectángulo
rosado-. Creo que ya tenemos al hombre.
Apuntó con el índice al pecho del contador.
-Esté atento; puedo necesitarlo.
-Puede contar conmigo inspector -dijo gravemente el cara de niño.
Y Etchenaik se fue silbando bajito, tapando los violines.
En el bar de la esquina había un teléfono público con tres mujeres
enfiladas frente a él. Esperó leyendo la quinta. A la altura de
Lindor Covas pudo disponer del aparato. Disco rápidamente y esperó.
-Clarín -dijo una vez neutra del otro lado.
-Con Schwartzman, por favor.
Tuvo que repetir el apellido agregándole los dos nombres y la sección.
Así tampoco.
-Le dicen Sin Cruz -precisó.
-Ah.
Hubo ruidos de conexiones, timbres que sonaban opacamente.
-Habla Schwartzman, ¿quién es?
-Etchenique.
- ¿Qué tal hermano?
-Bien. Necesito hablar con vos, hoy.
-Todavía no cobré.
-No es joda... -dijo el veterano-. ¿Conoces algo del Dr. Mariano
Huergo?
Hubo unos ruiditos de complicidad, chasquidos de boca de quien se
dispone a morder y tiene hambre y la comida es rica.
-Lo suficiente como para escribir su elogio fúnebre o hacerle un
escándalo en veinticuatro horas. Es guita en serio esa.
-Es lo que necesito. ¿A qué hora?
-A las siete estaría bien.
-A las siete, entonces.
Tenía tiempo de sobra. Pidió la guía y buscó: Huergo, Mariano
83. El Sin Cruz
Había una lista larga de Huergos en la guía. Los anotó a todos.
Las oficinas de don Mariano estaban en Diagonal Norte al quinientos.
La que sería su casa particular era por Palermo. Cuando intentó
volver al teléfono las señoras se habían multiplicado y decidió
que era hora de ir a buscar el auto al taller; el gallego le había
asegurado que Garibotto cumpliría su promesa de tenerlo para la
tarde. Era cumplidor, Garibotto.
El taller quedaba en Córdoba y Agüero. Hizo el viaje en el 29 y
estaba tan abstraído que no prestó atención a los carros de asalto
estacionados en Callao o los patrulleros que aturdían por Pueyrredón
rumbo a Once.
Garibotto lo saludó desde abajo de un Fiat 128 que tenía más chapas
rotas que sanas.
-Puedo esperar un rato. Si quiere voy y vuelvo -dijo Etchenaik.
Recién el otro mostró la cara asomándose por debajo del paragolpes.
-Buenas tardes, ¿cómo le va? -tenía una gorra de color y forma indefinidos
y la grasa lo cubría como una película protectora-. Ya estoy con
usted. El auto está allá, en el fondo. Listo.
Etchenaik caminó bajo el techo abovedado hasta encontrar el Plymouth
profusamente maquillado de color ladrillo. Tenía el capot todavía
levantado y había algo de indecente en eso, como la boca desdentada
de una mujer vieja, demasiado pintada. Bajó pudorosamente la chapa
articulada, se subió y empuñó el volante, la mirada en las manchas
que había dejado en el parabrisas la lluvia de días atrás en Chacarita.
Se quedó un rato así, pisoteando los pedales como un pibe.
-Sáquelo, señor Etchenaik -era Garibotto golpeándole el vidrio con
las uñas sucias y crecidas.
-Se lo dejo a usted... ¿Me permite usar el teléfono?
-Vaya nomás... Ahí adelante, en la oficina.
En el estrecho cuartito que Garibotto llamaba su oficina, rodeado
de vidrios engrasados, Etchenaik disco con la mirada fija en el
almanaque en que una chica trataba de demostrar que era lo más natural
del mundo estar sentada en pelotas sobre una pila de neumáticos
Pirelli.
-Estudio -le informaron.
-Con Huergo, por favor.
-El doctor está ocupado. ¿Quién le habla?
-El fiscal Etchenaik. Es urgente, señorita.
-Un momento.
Se escuchó el teclear de máquinas, los lejanos bocinazos de un semáforo
de Diagonal Norte.
-Hola, ¿quién es? -la voz sonó urgente pero emparedada entre el
almidón y la corbata.
-Habla Etchenaik.
-Ah, usted... ¿Qué quiere?
-Tenemos que hablar.
-Cambia pronto de opinión.
-Las cosas pasan bastante rápido, últimamente. Hay algunos que se
creen muy rápidos, también.
Se hizo una pausa de esas que un hombre demasiado ocupado no puede
soportar. Uno demasiado estúpido, tampoco.
-Bueno, ¿qué quiere hablar?
Etchenaik le hizo unos finos bigotitos a la chica de Pirelli y se
dedicó a transformar el año del almanaque en un 94 que, pensó, nunca
vería.
- ¿Ahí o en su casa? -dijo de golpe.
-En casa... A las nueve y venga solo.
Tuvo la precaución de alejar el tubo para que el golpe no lo aturdiera.
La redacción de Clarín tenía el aspecto moderno y desolado que le
daban la luz blanca y los muebles metálicos. David Schwartzman lo
divisó desde lejos y se vino sonriendo, alto, avanzando con soltura
en mangas de camisa. Los anteojos de vidrio suspendido brillaban
al pasar bajo los fluorescentes. Cuando estuvo junto a Etchenaik
lo tomó de la cintura y ambos sonrieron como ante una cámara cuando
jugaban al básquet en Macabi.
-Hola, Caña... Vení por acá.
-Sin Cruz, ¿tenés eso para mí?
-Huergo, Mariano, abogado... Mirá que es largo, eh.
84. Libertador para allá
David Schwartzman, el Sin Cruz, lo llevó hasta una habitación con
paredes de vidrio en un extremo de la redacción, una especie de
cabina gigante de teléfonos, un serpentario tal vez, aislado por
cortinados verdes.
-Acá podemos hablar tranquilos, Caña.
Etchenaik oía dos o tres veces al año ese sobrenombre en labios
de lungos desgarbados y judíos, los mismos que hacía cuarenta años
compartían con él vestuarios y saltos en la llave, esas fotos viejas
en fila decreciente de los equipos de básquet con jugadores engominados
y de bigotitos: Macabi, primera división.
- ¿Qué tal vos? -dijo cuando se sentaron.
-Jodido pero sigo -dijo el otro levantando los anteojos, clavándose
el pulgar y el índice en las órbitas mientras arrugaba la cara-.
Me pasaron al archivo... No, no me archivaron a mí. Laburo ahí.
Etchenaik sonrió.
- ¿Recibiste mi tarjeta a fin de año?
-"Etchenaik Investigaciones Privadas"... ¿Todavía no te metieron
un chumbo, inconsciente?
-Lo estoy buscando. Tal vez el Dr. Huergo...
-Contame.
En cinco minutos le contó dos días, le mencionó los apellidos Berardi,
Huergo, Paz Leston, Sayago, le habló de cúpulas y metalurgias, campos
y extorsiones. Le dijo todo.
-Qué lindo -fue el comentario final de Sin Cruz-. Con lo que yo
te pase no vas a ir desarmado esta noche. Anotá.
Cruzó Libertador y entró en el laberinto de calles estrechas y arboladas
con la certeza de que acabaría equivocándose de casa, tratando de
explicar en la seccional más cercana su presencia en el jardín de
la embajada de un país nórdico.
En una esquina que se abría a tres posibilidades, un hombre le explicó
que la calle Castex era la que transitaba, que se había pasado una
cuadra del lugar donde quería llegar. Giró en redondo.
La noche se apuraba allí, en ese pedazo de Buenos Aires que no se
podía ilustrar con música de tango; no contaminado de comercios
ni kioscos ni colectivos; un barrio con años bacanes sin descascarar
la piedra, sin podar los árboles, sin huellas de la historia en
las pintadas callejeras. La noche caía natural ahí, sin oposición,
como en la estancia. Y la casa tenía algo de eso.
Se acercó despacio y estacionó entre un Mercedes negro y un Peugeot
blanco levemente manchado de barro. La prestigiosa verja remataba
en dos globos de luz del tamaño exacto para no desaparecer entre
las enredaderas que los acosaban.
Desde el jardín, el frente de piedra irregular que alternaba con
la madera oscura no tenía aspecto definido. Era una casa de dos
plantas pero existía una zona imprecisa en la que se abrían pequeñas
ventanas enrejadas, posibles entrepisos. Había árboles altos y rumorosos.
Apretó el timbre y esperó un momento. Hubo un levísimo sonido metálico,
un roce, y sintió que lo observaban por la mirilla.
- ¿Qué desea? -la voz era de mujer.
-El doctor Huergo me espera. Dígale que está el fiscal Etchenaik.
El ojo desocupó la ranura y el veterano aprovechó para constatar
la dureza del revólver en el hueco de la axila. Casi inmediatamente
la puerta se abrió dejando semioculta a una mujer con uniforme de
mucama que lo hizo pasar y en seguida desapareció. Se quedó solo
en una habitación mal iluminada, cargada de muebles, cuadros, objetos
de arte. La luz apenas llegaba a los rincones.
-Por aquí.
La mujer habló casi a su lado, con brusquedad. No la había oído
entrar. Entre banquetas y vitrinas arrimadas a la pared, el pasillo
por el que lo condujo era un sendero estrecho y zigzagueante. Al
fin la mucama abrió una puerta, lo dejó pasar.
Estaba en una salita de tres por tres, sin ventanas, con un acondicionador
de aire sutil, inexistente, y con dos sillones, una mesita y un
escritorio antiguo de ésos de tapa corrediza y un montón de cajoncitos
inútiles. Mariano Huergo estaba sentado en uno de los sillones,
lo miraba a través del humo que salía de una pipa curva y llena
de dibujos.
-Buenas noches, Etchenaik.
85. El avión rosa
Con las manos en los bolsillos, junto a la puerta, Etchenaik permaneció
de pie, tomándose tiempo.
-Adelante, siéntese... -condescendió el abogado.
El veterano fue y se sentó en el borde del sillón libre. No dijo
una palabra. Lo miraba.
-Diga todo lo que tenga que decir, rápido -se encrespó el otro.
Don Mariano había perdido algo de su rigidez, pero no obstante el
pañuelo al cuello y el saco sport de hilo azul, sus ademanes tenían
la soltura de un soldadito de plomo. Ahora chupaba fuerte de la
pipa, le exigía algo que ella no podía darle.
Etchenaik encendió un cigarrillo, se acodó en sus rodillas y tardó
todavía algunos segundos más en comenzar.
-Le vine a decir que no se preocupe por mí -dijo lentamente-. Cuando
llamé esta tarde pensaba otra cosa, estaba amargado por esa maniobra
boluda del cheque -la pipa tembló suavemente y el humo azulado dejó
de ser una columna armoniosa para convertirse en una torpe nube
que desdibujó la cara del abogado.
-En ese momento tenía ganas de joder, de escarbar en este asunto.
-Acabe de una vez.
-Recién, en el auto -prosiguió imperturbable, casi confidencial-
pensaba qué juego yo en todo esto. ¿Vale la pena que me gane la
enemistad de cierta gente sólo por unos sucios pesos? Me contesté
que no.
Metió la mano en el bolsillo, sacó el cheque y manipuló con él sobre
la mesita mientras hablaba.
-Pero tampoco es justo, pensaba yo, que porque uno cumple su tarea
profesional con esmero haya quien intente joderle la vida... Por
eso he decidido cortar por lo sano.
Etchenaik se irguió, caminó dos pasos hasta el escritorio y se dio
vuelta. Había hecho un simpático avioncito de papel color rosa y
con él apuntaba al estático doctor Huergo.
-Tome su mosca voladora, don Mariano -dijo, y el avioncito en suave
parábola atravesó la habitación y fue a estrellarse en el hombro
del abogado, que no se movió.
-No quiero complicaciones -prosiguió Etchenaik-. A mí me gustan
los asuntos simples, claritos; cuando sé qué debo hacer y para quién
estoy jugando. Pero en este caso, no. Hay demasiados intereses en
juego y tengo miedo de quedarme en el medio. Además...
Se detuvo teatralmente y esperó para seguir, como quien tira piedras
en el agua quieta y las mira hundirse lentamente.
-Estoy preocupado en serio por el chico.
- ¿Qué quiere decir?
-Esta tarde, después de que su prima se fue, estuve a punto de encontrarlo.
- ¿Y qué pasó? -el doctor Huergo llevó la mano a la pipa.
-Me lo robaron, llegaron antes que yo.
- ¿Quiénes?
Etchenaik, arrastró un cierto cansancio, acaso fingido.
-No sé. Y ahora ya no me interesa. Lo que lamentaría es que al pibe
le pasara algo.
Don Mariano se puso de pie.
- ¿Dónde estaba?
-Tucumán y Talcahuano, una cúpula -Etchenaik buscó los ojos del
abogado, pero ahí no había nada-. Y hablo porque el asunto ya no
me interesa... Esto mismo se lo diré a Berardi. Reviéntense entre
ustedes.
Huergo lo miró un instante en suspenso, como si sintiera descender
un hueso atascado en su garganta.
- ¿Es todo lo que vino a decir?
-Sí.
-Entonces, váyase.
Etchenaik cruzó frente al otro y se instaló en el sillón. Sacó un
nuevo cigarrillo, cruzó las piernas.
- ¿Tiene fuego?
-Váyase.
-Don Mariano -dijo guardando el cigarrillo-. Todavía tenemos que
hablar de plata.
Afuera sonaron las sirenas de los autos policiales atravesando la
noche.
86. Trapos sucios
El pulgar de Etchenaik señaló por encima de su hombro el barullo
de las sirenas, la calle en general, Buenos Aires, el país. Dejó
que ese gesto hablara vagamente por él.
-Fíjese cómo están las cosas, abogado. No hay tranquilidad ni estabilidad
en ninguna parte. La gente no tiene plata; yo también tengo que
velar por mi negocio... ¿Quién me paga los dos días de laburo?
-Usted es una porquería.
-COFADE -dijo Etchenaik como quien enciende una mecha.
El humo de la pipa se alteró por segunda vez en la noche. La línea
de la mandíbula se dibujó neta y rígida.
-COFADE, Río Cuarto, 1969... -la mecha encendida corría por el piso,
chisporroteaba-. ¿Sigo? No es que me interese el asunto pero me
he puesto al tanto de un montón de asuntos esta tarde.
-Cuídese -don Mariano echó mano al bolsillo, sacó la billetera y
la entreabrió-. ¿Cuánto quiere?
-De ahí, no.
- ¿De dónde?
-Quiero otro igual al avioncito, en blanco. Si quiere le hago también
un recibo, en blanco por supuesto, para que después le pase la cuenta
a Nancy, a su prima.
El otro no dijo nada. Sacó la chequera, firmó uno, le puso la fecha
y lo dejó sobre la mesita. Se levantó y abrió la puerta.
Etchenaik agarró el cheque y lo miró minuciosamente.
El abogado esperaba con el picaporte en la mano.
-Cuídese, le reitero. Sé cómo tratar a tipos como usted.
Mariano Huergo salió y de inmediato lo sustituyó la mucama en el
marco de la puerta.
Recorrieron nuevamente el pasillo y cuando estaban en la puerta
de calle, Etchenaik dijo:
-Por favor, olvidé los cigarrillos.
-Un momento -dijo la mujer con odio. Se volvió rápidamente y desapareció.
Etchenaik fue hasta la pared del fondo, descolgó un cuadro chico
sin esfuerzo, lo puso bajo el saco y cruzó los brazos.
Cuando la mucama regresó con los cigarrillos, no hubo tiempo para
despedidas formales. Apenas se salvó de que no le aplastara los
dedos del portazo.
Puso en marcha el Plymouth, metió el cuadro bajo el asiento y bajó
las ventanillas para que entrara el aire filtrado por las hojitas
rumorosas de los añosos abedules o lo que fueran.
Lindo vientito, al fin; linda la noche. El Mercedes se había ido,
quedaba el Peugeot blanco y embarrado. Se decidió y arrancó lentamente.
En la primera esquina dobló a la izquierda rumbo a Libertador; en
la siguiente volvió a doblar a la izquierda y luego otra vez, disminuyendo
la velocidad. Terminó de dar la vuelta manzana y se detuvo cerca
de la esquina. Desde ahí podía ver la verja, el frente irregular.
No tuvo que esperar mucho. A los cinco minutos la puerta se abrió
y el doctor Huergo salió apurado. Etchenaik puso en marcha el motor
y sólo aceleró cuando el auto blanco llegaba a la esquina.
En Libertador fue fácil colocarse ligeramente atrás, en el último
carril de la derecha y cuidando no ser sorprendido por los semáforos.
El doctor Huergo conducía impetuosamente y no vacilaba en usar la
bocina a mansalva. Al llegar a Coronel Díaz dobló a la derecha y
trepó rápidamente por la calle empedrada. Etchenaik lo siguió. Cruzaron
Las Heras, el auto blanco avanzó dos cuadras más y dobló ahora a
la izquierda. A los trescientos metros estacionó frente a una bocacalle
mal iluminada.
Mariano Huergo bajó, cerró la puerta con cuidado y entró en la cortada.
87. Dos petisos
Etchenaik pasó lentamente bajo el farol de la esquina y se detuvo
en el extremo opuesto a la bocacalle por la que había entrado el
abogado, veinte metros más allá. Girando la cabeza pudo ver el puño
rápido que golpeaba la puerta de madera, los breves pasos nerviosos
por la vereda rota, la insistencia que sólo se calmó al encenderse
la luz detrás del paredón. La puerta se abrió y después de un diálogo
breve se cerró tras el visitante.
Pasaron unos minutos. Etchenaik encendió un cigarrillo y con la
misma luz del fósforo estuvo examinando el cuadro: el perfil de
la mujer de gran escote que miraba por una ventana donde había mar
y algunos barcos no le pareció gran cosa.
Estaba en la mitad del segundo cigarrillo cuando los hombres salieron
en tropel con movimientos apresurados y torpes, desbordando la estrecha
vereda, entrando al auto por puertas diferentes.
Los dos que acompañaban a Huergo eran sin duda más jóvenes y en
cierto modo intercambiables, casi mellizos, petisos y ostensiblemente
trajeados con corbatas alevosas.
El Peugeot tomó por Santa Fe y enhebró los semáforos con suaves
golpes de acelerador, que hacían cabecear a los ocupantes. Dobló
por Pueyrredón al sur y al llegar a Corrientes encaró hacia el centro.
Etchenaik lo seguía a media cuadra y tuvo que tener cuidado cuando
el doctor Huergo se detuvo en el semáforo de Riobamba y uno de los
petisos descendió. El hombre se inclinó levemente sobre la ventanilla
y luego caminó rápidamente hacia Sarmiento; el Peugeot siguió y
dobló por Rodríguez Peña rumbo a Congreso. A esa altura el veterano
no dudó de lo que pasaría y cuando, después de dar la vuelta a la
plaza, el otro petiso se bajó en Sáenz Peña, el Plymouth también
se detuvo. Don Mariano había terminado el recorrido y el reparto
de enanos. El auto blanco se perdió por Avenida. Para Etchenaik,
la joda recién comenzaba.
Desde el auto siguió los movimientos del otro, lo vio pasar cauteloso
frente al edificio de su oficina, mirar el cartel, reconocer el
terreno y seguir hasta la esquina, detenerse. Eligió ese momento
para acelerar, dar la vuelta manzana frente a él, mostrándose, y
terminar deteniéndose en la puerta.
Al bajar del auto vio al hombrecito apostado en el edificio contiguo.
Abrió la puerta de calle y mientras maniobraba sintió el movimiento
a sus espaldas. Dejó cerrado sin llave y tomó el ascensor. Cuando
llegó al tercero lo abandonó con la puerta abierta, fue a la oficina
vacía -el gallego había ido a visitar a su vieja esa noche- encendió
las luces y volvió al pasillo. Pasó frente al ascensor y subió por
la escalera hasta el primer descanso; allí se sentó en la oscuridad.
Esperó.
Las pisadas sonaban como el frotar de una lija gruesa contra el
mármol de los escalones. Luego el sonido cambió y se hizo casi imperceptible.
Una sombra más oscura atravesó el hueco negro al pie de la escalera.
Etchenaik bajó los seis escalones con dos grandes zancadas silenciosas.
Lo vio: la figura se recortaba nítida contra el vidrio iluminado
de la puerta de la oficina, al fondo del pasillo. El hombre llegó
hasta el cuadrado de luz del ascensor y al girar la cabeza el veterano
pudo ver el gesto de extrañeza, las pupilas dilatadas por el esfuerzo
de atravesar la oscuridad.
-Quieto -le dijo-. Quieto o lo quemo.
El petiso se inmovilizó, ni siquiera se dio vuelta.
-Las manos sobre la cabeza, sin girar eh...
Se acercó por detrás sin dejar de apuntarle con el revólver a la
nuca; colocándole la mano en el antebrazo lo empujó hacia el ascensor.
-Adentro -ordenó-. Desabróchese el saco y tire todo lo que lleva
encima.
Bajo la luz del ascensor el petiso parecía Peter Lorre esperando
un garrotazo. Etchenaik recogió el arma y los documentos. Después
encendió la luz del pasillo, abrió la puerta de la oficina y de
un empujón lo arrojó sobre el sillón doble de cuero que lo recibió
con una nubecita de polvo. Cerró de una patada y, sin dejar de apuntarle
a la cabeza, se instaló tras el escritorio.
-Fretes. -dijo revisando los documentos-. ¿A qué debo su visita?
88. Replay
Oscar Fretes, nacido en San Martín, provincia de Buenos Aires, el
18 de octubre de 1938 según la cédula de la Federal que Etchenaik
hacía girar entre sus dedos, no parecía asustado por ahora, no tenía
apuro por hablar.
- ¿Cómo es el asunto, Fretes? ¿Usted trabaja siempre para el doctor
Huergo o es un laburo ocasional?
-No lo conozco. No sé de qué habla.
-A usted lo trajeron como si tuviera un remise de lujo hasta la
puerta de mi casa, le pusieron un revólver en el bolsillo... ¿Tenía
que usarlo? ¿Vino a pegarme un tiro?
-Está equivocado. Usted no tiene nada que ver. Yo vine buscando
a mi mujer... La muy guacha...
Al echar atrás el martillo del antiguo revólver Etchenaik hizo un
ruido infernal, intimidatorio. Apuntó cuidadosamente, con los dos
brazos extendidos por encima del escritorio, guiñando un ojo, el
otro fijo en la mina, en el entrecejo poblado del petiso repentinamente
silencioso.
-Enano, esto va en serio... Habla o te juro que te hago un agujero
con este trabuco oxidado. Y las balas oxidadas hacen mucho peor.
El otro se acurrucó hasta ser un bollo en el extremo del sillón.
Desde ese lugar salió una voz aflautada, casi quebrada por un miedo
que le bamboleaba el esqueleto como si fuera a desarmarlo.
-No tire, Etchenaik. Le explico todo, inventé lo de mi mujer...
-No me había dado cuenta, imbécil. Desenrollate, que te voy a pegar
en cualquier parte y el traje es berreta pero está nuevo... Enderezate,
así te la pongo en la frente. A ver...
Fretes no lo dejó continuar.
-Me trajo él. Yo no sé quién es usted ni qué pasa. A veces el doctor
nos encarga trabajos chicos y los hacemos, pero no tenemos nada
que ver.
-" ¿Tenemos?"
-Yo y mi hermano.
Recién entonces Etchenaik recordó al otro petiso, el desembarrado
en Corrientes y Riobamba.
- ¿Qué tenía que hacer hoy tu hermano, Fretes? -y ya adivinaba la
respuesta, la temía.
-No sé... Creo que asustar a una mina. Nada que ver con usted.
Etchenaik casi saltó por encima del escritorio, lo arrastró en su
impulso.
- ¿Qué mina, hijo de puta? ¿Qué mina?
Se tiró sobre él, lo arrojó al piso y lo puso boca abajo.
-Quieto, carajo, que tengo apuro.
Abrió el cajón del escritorio, sacó unos pedazos de cable añadido
y poniendo la rodilla en la espalda del prisionero lo obligó con
la mano a doblar la cabeza. Le hizo girar la corbata, se la sacó
y con ella misma lo amordazó. Después le ató los brazos atrás con
el cable.
-Vamos a buscar a tu hermano, Fretes... -dijo-. Si seré boludo de
no darme cuenta antes.
El petiso forcejeaba sin convicción, entorpecía los trámites finales.
Más que defenderse, se vengaba sutilmente. Etchenaik le dio un piñón
detrás de la oreja para convencerlo de que debía colaborar y lo
enderezó de dos tirones.
-Vamos para allá -dijo-. Y espero que no haya pasado nada porque
te juro que los amasijo a los dos.
En ese momento oyó el ruido del picaporte a sus espaldas; después,
la puerta que se cerraba.
-Suelte el arma, Etchenaik. Le estamos apuntando.
Cuando giró se sorprendió. El que le apuntaba no era petiso ni estaba
trajeado ni llevaba una contundente corbata de colores. Al contrario.
La media que le cubría la cara hacía juego con la remera marrón.
El fusil FAL que tenía en la mano no hacía juego con nada.
-No... No jodan ché -dijo Etchenaik-. Tengo que hacer, viejo, no
me vengan ahora con el replay de lo del otro día. No...
Pero no había nada que hacer.
89. Demasiados fierros
La luz del techo, demasiado baja, dividía la habitación en dos mitades
superpuestas. El que había hablado caminó dos pasos y se colocó
en medio del círculo iluminado. Etchenaik y su compañero habían
quedado seccionados por el límite de la sombra. Las manos caídas
a los costados del cuerpo del veterano entraban en la luz; el revólver,
colgado de su índice, brillaba.
-Suéltelo y camine -dijo el de la media en la cabeza con voz bien
modulada y prolija.
Etchenaik descubrió dos pares de pies más en la semipenumbra de
la puerta.
-No entiendo -dijo-. Por qué otra vez yo... Estamos en otra historieta,
ahora.
-Queremos conocer mejor al tío de Vicentito, al tío del campo. Sabemos
que no viajó a Santa Rosa.
El del FAL hizo un gesto con el arma.
-Vamos, tire el revólver y acérquese. ¿Quién es ése que está ahí?
El veterano hamacó el arma en la punta del índice y la arrojó al
pecho del que estaba frente a él mientras tiraba el manotazo para
agarrar el caño del fusil.
Como la vez anterior, no tuvo suerte. No llegó a tiempo. El de la
media levantó el caño con una puteada y lo descargó vigorosamente
contra su hombro.
- ¡Quieto, imbécil! -gritó.
Sintió el dolor y se fue de costado, tambaleándose. En el entrevero
los dos de la puerta se le abalanzaron y uno lo retuvo por el cuello
mientras el otro lo palpaba de apuro. Hubo un ruido de puerta a
sus espaldas, empujones y la carrera por el pasillo, los gritos.
- ¡Déjalo, no le tirés! -ordenó el que lo acogotaba.
Comprendió que Fretes había aprovechado la oportunidad, escapaba
como podía escaleras abajo, entorpecido por el miedo, la oscuridad,
los escalones trabucadores y el cable añadido que le retenía los
brazos.
-Agárrenme a ése, no me lo dejen ir... -se desesperó.
-Tranquilo, botonazo. Tranquilo. Quédate quieto ahora, que el que
tiene que contestar algunas preguntas sos vos.
Lo dieron vuelta, lo pusieron en el centro del sillón doble, se
instalaron en su escritorio: el de la media sentado, el Pato Donald
de pie cerca de la puerta; no estaban ni el Llanero ni la mina del
último día de su secuestro anterior. Sintió minuciosamente lo mismo
que habría experimentado su prisionero minutos antes. Al pensar
en él, recordó al otro enano, a Alicia y Marcelo a su merced.
-Escúchenme, es urgente: dos tipos pueden matar a mi hija, secuestrar
a mi nieto, cualquier cosa.
Nadie lo oía. El Pato Donald le alcanzó al de la media un rectángulo
rosado que Etchenaik inmediatamente reconoció. El otro levantó la
mirada.
-Así que laburabas para ellos nomás, hijo de puta... Te aseguro
que hasta el secuestro de Vicente en la cúpula todavía había dudas.
Siempre podías ser un chabón que trajera a la cola al resto. Pero
estás a sueldo... ¿Qué cifra pensabas poner?
Etchenaik comprendió que no había nada que hablar por ese lado,
que estaba todo cruzado, confundido, que se mezclaban personajes
de dos historietas, que él era el único que pasaba de una a otra
pero sin saberlo. Se sintió repentinamente fastidiado, harto.
-Demasiados fierros para mi gusto -dijo provocador, señalando las
armas largas, desmesuradas en ese cuarto chico, esa presa menor
y poco deportiva que era él mismo.
-Me tienen repodrido con sus misterios y sus capuchas. No entiendo
un carajo pero no quiero que me fajen de nuevo o que le pase algo
a mi hija: les digo todo lo que sé.
-Hable, tío -dijo Donald-. Después veremos.
90. Agítese antes de usar
La promesa estaba echada, como la suerte. Etchenaik debía hablar
si quería ganar tiempo, perder golpes, avanzar en cierto sentido
dentro de esa maraña. Recordaba que en alguna novela de Spillane
o de Charles Williams el protagonista, confundido entre bandos e
intereses que desconoce, empieza a morder y lamer manos al azar,
no apostando ni siquiera a la intuición sino apenas al deseo animal
de entender algo, escapar o saber al menos de quién debe defenderse.
-Hablaré -dijo teatralmente.
-Eso. No se agite antes de pensar.
La voz del tercer encapuchado volvió a recordarle aquélla que había
oído en el departamento de Boedo y en algún momento del largo fin
de semana encanutado: el mejicano. Se prometió secretamente que
le reventaría los bigotazos alguna vez; los bigotazos y sus aledaños.
-Vamos... Empecemos por la historia del tío.
Y habló, dijo todo lo que sabía, inclusive tiró hipótesis, aventuró
conexiones, mezcló intereses, los involucró a ellos mismos en una
teoría que improvisó sobre la marcha pero que tenía la coherencia
de lo disparatado y novelesco.
- ¿Por qué te llamó a vos el viejo Berardi?
-Es una buena pregunta.
Lo era. Estaba en la base de la cuestión, como la piedra que sostenía
todo aquello, enredo incluido.
-Es lo único que conecta, además de ustedes, el caso de Marcial
con este despelote... No entiendo, compañeros o lo que sean. No
puedo saber si Berardi estaba al tanto de qué hacía Vicentito o
suponía que yo lo sabía antes por conocerlos a ustedes. No lo sé,
no me lo pregunté, no me interesa. Yo les repito lo que le dije
hace un rato al hijo de puta de Huergo: me borro, arréglense entre
ustedes, sean los bandos que sean. Pido una única cosa: proteger
a mi hija. No me da para más la solidaridad, que hasta los lazos
de sangre. -Se detuvo-. Es una buena frase.
-Vas a tener que venir con nosotros, botón -dijo el Pato con la
pistola cerca de su sien.
Se sintió rodeado por más armas que gente, una densidad de violencia
excesiva, capaz de desencadenarse en cualquier momento.
-Voy, pero ayúdenme a cazar al otro Fretes. A ustedes les conviene:
es un hombre de don Mariano.
-Lo siento mucho -dijo el de la media con el tono del locutor que
saca del concurso al participante número cuatro que contesta sobre
los fenicios y no sabe dónde quedaba Sidón-. Lamentablemente no
nos queda tiempo para otra cosa. Simplifiquemos.
Y en ese momento, precisamente, se cortó la luz.
- ¡Cerrá la puerta, Pato! -gritó el mejicano.
Etchenaik se movió hacia la puerta de la mampara que daba a su cuarto.
Había un revólver bajo la almohada. Pero el arma en manos del de
la media fue más rápida. Hizo un disparo alto, nervioso, intimidatorio,
que reventó sobre la cabeza del veterano y lo paralizó.
- ¿Qué hacés, animal? ¿No ves que es un corte de luz nomás? Si igual
no puede escapar -gritó el mejicano.
Etchenaik se jugó la heroica y comenzó a gemir y a retorcerse.
- ¿Qué le pasa a ése, Pato? Si no le pegué...
Los gemidos continuaron en la penumbra, el cuerpo cayó al piso,
rodó.
-Guarda que te puede madrugar... Déjalo ahí, no te acerqués, patealo.
Patealo y vas a ver...
Etchenaik le manoteó el tobillo al que se acercó y mientras tironeaba
sintió el grito en el pasillo:
- ¡No es un corte, hijos de puta!... No es un corte. Están atrapados,
señores. Etche, salí que no te van a hacer nada. ¡Salí!
El gallego. Era el gallego providencial:
- ¡Tomen, mierda!
Y disparó.
91. Fogonazos
Hubo treinta segundos de fuegos artificiales. Cinco, siete tiros
con sus respectivos fogonazos. El gallego, desde el pasillo, tiraba
y no dejaba de hablar, gritaba, negociaba de apuro.
-Déjenlo salir y rajen... ¡En cinco minutos más está la cana acá!
En medio del estruendo, Etchenaik se arrastró hacia la mampara y
en seguida se oyó un portazo.
- ¡Guarda con el otro, que se metió en la pieza! -dijo el Pato,
que era el más cercano.
Mientras el gallego volvía a disparar a los gritos, los mantenía
a raya, el veterano se apoderó del revólver.
- ¡Ahora van a ver, hijos de puta! -dijo enfático, ostentoso.
Un disparo que se clavó sobre su cabeza lo acurrucó junto a la cama.
-Hay que salir ahora, como sea -dijo el de la media.
Etchenaik apeló a su miedo, al sentido común, a una necesaria racionalidad
agarrada con alfileres, semi intoxicada por el olor de la pólvora:
-No van a salir los tres, mascarita... Somos menos pero están flanqueados.
Y ya hay ruido de cana en la calle. Si intentan pasar, con suerte
se salva uno. No les conviene.
-No dejaremos las armas, Etchenaik -moduló casi tembloroso el mejicano-.
Al contar cinco vos y yo prendemos los encendedores y nos paramos,
con las armas a la vista; vos ahí en la puerta y yo detrás del escritorio.
Después, los otros.
-De acuerdo.
-Cuento yo -gritó el gallego muy cercano en la oscuridad.
-Cuente. Despacio.
-Uno, dos, tres, cuatro y... cinco -dijo Tony ansioso, casi veloz.
Hubo dos chasquidos, un resplandor en el suelo cerca del escritorio,
otro intento infructuoso tras la mampara, una puteada breve y después
de otro chasquido, el resplandor.
Lentamente, las dos llamitas se fueron irguiendo.
- ¡Guarda con lo que hacés, botonazo! -amenazó entre dientes el
de la media.
Etchenaik apareció en la puerta del cuartito con el encendedor vacilante
y la otra mano armada, separada del cuerpo. El encapuchado estaba
tras el escritorio como un cura que lee las Escrituras en el altar
con los brazos en cruz.
En la pequeña claridad se veía ahora al Pato tras el sillón grande,
al mejicano pegado al fichero.
-Ahora los demás -dijo el de la media-. Salen y se muestran.
-Cuento yo -parpó Donald.
Los cinco números cayeron ahora pausados mientras había ruidos en
el edificio.
Cuando dijo "cinco" el gallego dio un paso lateral, salió de atrás
de la puerta con los dos revólveres levantados, a lo Wyat Earp.
-Bueno... -dijo-. Ahora, salgan rápido.
-Un momento -se cruzó Etchenaik cuando los otros tres ya habían
dado un paso al frente-. No vayan por ahí. Hay una escalera de servicio
al final del pasillo. Desde las ventanas del palier del primero
pueden saltar al techo de al lado y rajar. La cana ya debe estar
entrando.
Los tres giraron. Las caras cubiertas no decían nada. Había algo
que sumaba la ferretería, los ojos solos sin contexto, el gesto
decidido. Todo eso no alcanzaba para decir una palabra. No la dijeron.
Ni ésa ni otra. Salieron ruidosos hacia el fondo del pasillo, sus
últimos ruidos se mezclaron con los primeros del ascensor, y en
la escalera general. El gallego fue al pasillo y giró la llave de
la luz.
Dos minutos después, la dotación de un patrullero estaba dentro
de la oficina.
- ¿Qué pasó acá? -dijo el que entró al final.
-Nos atacaron y nos defendimos -dijo Etchenaik sin mentir.
- ¿Quién?
-Uno perdió un documento y yo le puedo dar una dirección. Tome.
Y la cédula de Oscar Fretes, nacido en San Martín el 18 de octubre
de 1938, cambió de mano.
92. Al mazo
-A Alicia no la tocó -decía a la mañana siguiente de una noche sin
dormir, muy transitada de sirenas y autos de todos los colores,
de hermanos perversos, de abogados con mala leche.
-Por suerte a Alicia no la tocó el hijo de puta, y a Marcelino tampoco
-repetía como obsesionado, el pelo todavía húmedo por el baño reciente,
algún moretón más.
Estaban en un bar de Rivadavia y Moliere, la mañana pasaba rápida
y húmeda por la avenida más larga del mundo pero el tiempo de Etchenaik
se había detenido en el momento en que llegó con la cana al departamento
de su hija en Sarmiento y Riobamba, no encontró sino huellas del
paso de Fretes; la histeria de Alicia, la perplejidad de Marcelito,
la destrucción sistemática.
-"Para que aprenda a no meterse en lo que no le importa" decía el
hijo de puta y rajaba los sillones con el cortaplumas. Tiró la vitrina,
partió las sillas, quemó todo lo que encontró en los cajones. Al
final los dejó atados y amordazados y se fue. Cuando llegamos hubo
que voltear la puerta.
El gallego mojó la medialuna en el café con leche. Esperó un momento
más. No sabía si el chorro compulsivo terminaba allí, si iba a seguir
escuchando.
-Saben todo -dijo-. Conviene irse al mazo.
-Sí. Todos mis movimientos -pero Etchenaik no habló de mazos.
Tony trataba de reconstruir los pasos de esa noche rarísima, antes
y después de que la casualidad y proverbial intuición ibérica lo
llevaran a caer en la noche, inesperado y exacto como un telegrama
a deshoras, para salvar a Etchenaik a los balazos.
- ¿Los llevaste a lo de Fretes después?
El veterano dijo que no con la cabeza.
- ¿Por qué?
-Lo voy a arreglar yo solo... O con vos, bah -y sonrió tristemente-.
La cana no se tiene que meter en esto. Después y en la Jefatura,
tuve que hacer malabarismos para que no me retuvieran. Declaré que
no sabía quién me había atacado, que podía ser una venganza personal,
que hemos tenido muchos casos entre manos últimamente y que suponía
que no eran tipos que obraban por ellos sino mandados. Hasta ahí.
-Y de los de la pesada, ¿qué les dijiste?
-Esos no existen. No los vi nunca.
Tony se contuvo. No dijo lo que pensaba. Había demasiadas cosas
nuevas, mucha tristeza y amargura, un Etchenaik lejano y reconcentrado.
- ¿Cuándo podremos volver a la oficina? -dijo el veterano.
-No sé. Precintaron todo, pusieron un tipo de guardia... "Váyase
a dormir al hotel", me dijo el oficial. La joda va a ser cuando
vean los orificios de bala, cuenten los agujeros... Eso no lo pudo
hacer Fretes solo, por más que nosotros le hubiéramos contestado.
-Cierto. Voy a hablar con Macías por eso. Tal vez se pueda arreglar.
Había mucho por arreglar. Demasiado. De pronto se había armado un
desparramo inconcebible y desde hacía pocas horas las oficinas de
Etchenaik Investigaciones Privadas funcionaban precariamente en
una casita modesta de patio con malvones, en Villa Luro, más apta
para un tango que para escenas de una novela negra.
- ¿Cómo está tu vieja, gallego?
-Bien. Mimosa nomás... feliz de que estemos acá. De más está decir
que no le conté el tiroteo. Cree que estamos refaccionando la oficina,
o me hace creer que cree. ¿Te fijaste que cuando llegamos hoy de
madrugada no preguntó nada?
-No es gil la gallega. Y el pendejo salió a ella. Todavía no me
contestaste cómo hiciste para aparecer y salvarme con el séptimo
de caballería.
Tony sé paró, miró el reloj. Le puso la mano en el hombro.
-Ahora vamos a morfar. Son las doce menos cuarto y a mi vieja no
le gusta que la haga esperar cuando hace canelones.
93. Sobremesa
La salsita estaba liviana, sin picante y con el aceite crudo para
no patear hígados muy vapuleados ya por los años y los excesos.
Sin embargo, el migoso pan del veterano fue y volvió reiteradamente,
en cruz y en óvalo, recorriendo la superficie del plato blanco con
dibujitos azules.
- ¿Quiere más, Etchenique?
-No, señora. Muy rico todo.
Había un sifón azul y sonoro en el centro de la mesa cubierta por
un mantel a cuadritos, una botella de vino Toro tinto, una quesera
de plástico, servilletas haciendo juego con el mantel, miguitas
y cascaritas de pan, una frutera con tres naranjas, una viejita
gallega y petisa que hacía juego con eso y con la casa y con el
barrio de Villa Luro.
Doña Alcira Seijas de García trajo el queso y dulce, recogió los
platos, ofreció café que sus huéspedes cambiaron por unos amargos
dentro de un rato. Cuando los ruidos de platos en la pileta confirmaron
a su vieja en la cocina, Tony contó a un Etchenaik enternecido,
cómplice, los mimos y celos de su madre, el capricho casi infantil
que lo llevó la noche anterior a buscar un remedio homeopático al
centro, a las doce de la noche.
-Si no hubiera sido por eso no habría llegado a tiempo. Vi luz al
pasar y quise saber qué hacías, si estabas con alguien... ¿Vos crees
en esas cosas?
- ¿Qué cosas?
-Esas casualidades o como sea. Te salvó mi vieja.
-Me salvaste vos, gallego.
Estaban en el patio de los malvones y la parra, en los sillones
de esterilla, el cigarrillo humeando. El silencio era real y no
sólo la falta de palabras cuando se callaban.
Pero en un momento dado Etchenaik volvió a reflotar todo, casi convulsivamente,
otra vez. Iba y volvía hablando como un oleaje que no progresara,
no hiciera mella en una costa indiferente.
- ¿Quién crees que tiene al pibe? -lo paró Tony.
-No sé. Pueden ser los Huergo, por el auto, aunque no está confirmada
la chapa. Puede ser la cana, como dicen seguramente los de la pesada;
o lo temen, mejor. Lo que no creo es en la extorsión. No puedo tragarme
tampoco las lágrimas de Nancy Reagan.
-Largá todo. Lo llamás a Berardi y a cobrar.
-Es lo que pienso hacer. Después me voy a encargar de ajustar algunas
cuentas.
-Te entiendo. No estoy de acuerdo.
-Voy a hablar por teléfono con él. No hay por qué esperar al viernes.
El aparato estaba en el living, sobre las guías de tres años atrás,
sobre una carpetita al crochet. Mientras discaba, Etchenaik miraba
a través de los vidrios del patio. Prácticamente no tuvo que esperar.
-El señor Berardi, por favor.
-Lo siento, pero el señor ya se retiró.
-Es importante, tengo que verlo ahora.
-Debe estar en la fábrica.
Etchenaik imaginó a la secretaria de mirada bovina junto al conmutador,
la voz tan cansada y aburrida como su cara.
-Déme la dirección, por favor, la perdí.
Era cerca de la estación, a tres cuadras de Pavón, sobre una transversal
que cambiaba varias veces de nombre y había que tener cuidado de
no confundirse.
Colgó y aceptó un mate, un beso de la señora de García que se afligió
porque se iba tan temprano.
-Sí, me voy a Avellaneda -le confirmó al gallego que no se había
movido del sillón de esterilla-. Pero a la noche me acompañas a
desparramarles la cara a un par de hijos de puta.
-Estás loco. Yo cuido la retaguardia -dijo Tony plácidamente, con
toda la tarde bajo la parra por delante.
![](banners/siguiente.jpg)