Segunda

37. Frío

El oficial realizó un breve movimiento y descubrió el extremo de la mesada de granito. La tela gruesa y blanca quedó plegada sobre el pecho del hombre que estaba allí tendido boca arriba. La cara deformada y con pequeñas cortaduras y desgarramientos, los ojos semicerrados, los párpados abultados y la boca abierta. Había barro pegado en las patillas borroneadas y también bajo la peluca ladeada, apenas sostenida en un costado de la cabeza. Bajo el mentón, el moñito pendía húmedo y marchito.
Etchenaik se levantó las solapas e hizo un gesto afirmativo. El oficial volvió a cubrir el rostro de Marcial.
-Mira esto -dijo Macías a espaldas de Etchenaik.
Descubrió de un tirón las piernas desnudas. El tobillo derecho estaba rodeado de una cadena gruesa con un candado. La piel de esa zona estaba totalmente desgarrada por el roce de los eslabones. La cadena estaba rota en el extremo libre.
Primero le metieron dos tiros en el pecho a quemarropa. Después le ataron una barra de hierro y lo tiraron al Riachuelo.
Macías lo miró como si esperara algún comentario. Etchenaik no dijo nada. El otro tomó con gesto rápido el brazo del muerto.
-Hay algo más. Fíjate acá.
Desplazó los girones de las mangas del saco y la camisa. Aparecieron las marcas rojas, los puntos que se amontonaban en la parte interna del brazo.
- ¿Sabías algo de eso, vos?
-No.
- ¿Y qué pensás?
Etchenaik clavó los puños en el fondo de los bolsillos:
-Mejor vamos afuera ahora.
-Sí, mejor. Te voy a mostrar dónde lo encontramos.
Subieron al Plymouth. Macías se explayó en detalles. Habló del muelle, del estado del cadáver, de la casualidad, del ancla enganchada. Cuando llegaron al bajo, Etchenaik dijo:
-Te pido una sola cosa: no hagas publicidad con esto.
Macías sacó el brazo e hizo una señal. El patrullero que los seguía aceleró y dobló por Madero. El Plymouth lo dejó ir.
- ¿Qué querés decir?
-Que por ahora Marcial no fue asesinado, no tiene ninguna marca en el brazo, todo eso... Vos sabes.
Etchenaik había hablado sin moverse, la vista fija en el frente.
- ¿Cuánto te pagan? -dijo Macías.
Etchenaik giró la cabeza lentamente. En sus ojos estaban el asombro y la ira mal contenida; una profunda tristeza también.
-No va por ahí la cosa. Vos me conoces. Este hombre estaba en un apuro y pensó que yo podía ayudarlo. Y yo no entendí o no supe cómo hacerlo...
- ¿En qué clase de apuro estaba?
-Guita, supongo. Aunque hay algo más.
Macías hizo un gesto de vago fastidio. Se calló. De pronto dijo:
-A mí también me gustaba oírlo cantar, Etchenique. Pero no por eso voy a negar las evidencias: estaba metido en la droga, debía mucho, se quiso pasar de vivo y lo limpiaron. Lo demás, llénalo con radioteatro y discos viejos...
-No es tan fácil. Hubo otro asesinato...
-Peor, una variante más grave. Él y otros quieren copar un sector. Pierden y los revientan. Es muy común. En Lanús, en enero, pasó algo así; en Ramos Mejía, hace unos meses, igual...
Etchenaik lo silenció con un gesto, apartando la mano del volante.
-Oíme bien. Te propongo un trato. ¿Estás dispuesto a seguir la investigación hasta el fondo y hay garantías de que el loquito ese de Bertoldi no se va a cruzar?
Macías se tomó tiempo en contestar.

38. El trato

El colorado asintió con gravedad.
-Hay garantías, todas las que me quieras -dijo.
-Bueno. El trato es éste: yo te doy información importante a cambio de no divulgar lo de Marcial hasta que se aclare algo y sepamos de qué jugaba en este asunto.
Macías volvió la cara a la ventanilla. El aire todavía fresco de la avenida le hizo chicotear los cabellos enrulados. Al cabo de un momento se volvió y lo miró a los ojos.
-De acuerdo. Nada de difusión.
-No habrá noticias.
-Eso no puedo promet...
-Tres días sin noticias.
Macías buscó otra vez consejo en el aire que bailaba alrededor del auto.
-Está bien. Pero dos días: no se murió en dos días, si la información vale la pena.
Doblaron por Huergo hacia Pedro de Mendoza como si el Plymouth tuviera un riel invisible. El patrullero cabeceaba allá adelante, sobre el empedrado. Eran las ocho de la mañana pero ya empezaba a hacer calor. Etchenaik tironeó el cuello, se aflojó la corbata.
-Dos nombres para que busques: un tal Loureiro, que Tony lo juna, y la mina que cantaba en el For Export. Se hace llamar Hilda Sanders pero es Itala Sandretti. Me la mandaron a aceitarme ayer, a ver si picaba... Los gansos que mandaste vos seguro que la perdieron. Ah... al pelado lo agarraron, ¿no?
Macías sonrió, le escarbó las costillas con el índice.
-No jodas, Etchenique. Dame algo serio, que sirva para algo.
El veterano lo miró de reojo.
-La dirección de Marcial.
- ¿Estuviste ahí?
- ¿Vale o no vale?
-Vale.
Etchenaik le detalló el lugar, la casilla. No mencionó al señor Brotto.
- ¿Cuándo estuviste?
-No dije que haya estado.
-Vamos...
-Te di la información ¿no?
-También quedamos en que no podés ocultar datos a la policía. Habíamos quedado en eso...
- ¿A qué policía no le tengo que ocultar información? ¿A tipos como Bertoldi? O me vas a decir que ése anda solo...
-No te puedo cubrir siempre.
-Yo no te pedí un carajo.

Los barcos parecían apoyados sobre papel celofán tenso. El reflejo de agua provocaba una luminosidad que les hizo entrecerrar los ojos.
-De acuerdo: dos días sin noticias. Pero no puedo garantizar totalmente que alguno no levante la perdiz -dijo Macías con la cara fruncida.
-Está bien... ¿Dónde es?
-Seguí un poco más.
Estaban en la Vuelta de Rocha. Pasaron junto al lugar donde dos noches atrás el Peugeot se clavara contra el busto del almirante Brown.
- ¿Qué pasa con la chica? -dijo Etchenaik volviendo la mirada hacia Caminito, una escenografía desolada.
-Están las huellas en el revólver que mató a la dinamarquesa, el testimonio de los que la vieron escabullirse con Marcial... La idea es que intentaron copar y les salió mal. Primero lo cazaron a Marcial, después a ella. La teoría de Cittadini es que a ustedes la mina los usó contra los otros.
Etchenaik meneó la cabeza.
-En cualquier momento voy a hacer un desastre -dijo.

39. Barro

El Plymouth hizo crujir los cantos rodados sobre el empedrado y se detuvo frente a un edificio viejo y pintado de colores, el Almacén El Triunfo. Había un policía en la puerta y otros conversaban con la gente. Media cuadra más allá había un pequeño amarradero con su bote para cruzar a la Isla Maciel y un puente del viejo ferrocarril de trocha angosta, levantado. Los hombres que hablaban con el policía señalaban alternativamente el agua, el puente, se abrían de brazos.
Un poco más lejos, el Riachuelo doblaba a la derecha. Grandes montañas de canto rodado y grúas para cargar los camiones que no estaban. Nadie trabajaba esa mañana.
-Vení, vamos al almacén -dijo Macías.
A ambos lados de la puerta había viejos carteles esmaltados de Ginebra Bols, amarillos y rojos. Los yuyos crecían libremente en el techo, entre los ladrillos descubiertos de las paredes. Los hombres sentados en los bancos de madera, en la puerta, tenían cara de haberlos visto crecer desde allí.
Macías se entretuvo un momento conversando con el oficial a cargo del procedimiento. Después se acercaron al mostrador y pidieron dos cafés.
Los tomaron en silencio. Los policías entraban y salían del almacén a cada rato. Etchenaik pidió una ginebra con hielo y se sentó en la única mesa del lugar.
- ¿Me mostrás dónde fue?
Macías también pidió un trago y con el vaso en la mano le hizo un gesto para que lo acompañara.
Caminaron hasta la orilla y el inspector hizo tintinear el hielo al señalar.
-De ahí, del puente lo tiraron. Llegaron en un auto con Marcial muerto ya. Plafff... Hicieron mucho ruido y alguien los oyó.
- ¿Y la pesca?
-Aquel carguero de canto rodado, al desamarrar esta madrugada lo enganchó.
-Es un lugar medio boludo para tirarlo, ¿no?
Macías no contestó.
- ¿Hay forma de precisar cuándo murió?
-El forense le calcula más de sesenta horas... Coincide con los testigos, que oyeron los ruidos anteanoche. Además, la ropa es la misma que tenía en el For Export.
-Todo en la misma noche.
Macías asintió como si las piezas encajaran demasiado bien y eso no fuera bueno.
-Huyen juntos con la mina. Se separan. A él lo cazan y liquidan. Ella, a la mañana, recurre a ustedes para algún trabajo sucio y los embalurda. Algo había en el conventillo ese donde los cita. Ustedes van y cuando aparecen los otros se arma el quilombo... No me podés negar que es coherente. Ella tiene tu tarjeta, inclusive.
Etchenaik se agachó, agarró un puñado de piedras y las tiró al agua.
-Es un podrido asunto éste... ¿Hay algo más que ver?
-Nada más.
- ¿Y para esto me trajiste?
-Y para que te dejes de joder. No hay nada que hacer.
Etchenaik no dijo nada y comenzó a caminar por la orilla. Subió al puentecito y se acodó a la baranda. Miró el agua turbia, espesa como un caldo barato. Macías lo observaba, quieto en el mismo lugar. El veterano volvió lentamente y le puso el vaso en la mano.
-No te olvides de lo que arreglamos -dijo.
-Anda tranquilo, pero es al pedo.
Etchenaik se acercó al auto. Antes de subir se miró los pies; tenía los zapatos llenos de barro. El mismo barro que había visto pegado al cuerpo muerto de Marcial Díaz.

40. "Rapidísimo"

Puso el paquete sobre el escritorio y no dijo una palabra.
- ¿De dónde venís? -preguntó Tony.
Etchenaik fue directamente al baño y cerró la puerta de un golpe. Después, los ruidos. Los infructuosos ruidos de un hombre doblado sobre el inodoro, vaciándose de nada, de un poco de ginebra helada, de imágenes insoportables, de miedo también.
Volvió blanco, como si se hubiera desangrado, Tony no le preguntó nada ahora. Lo dejó que se rehiciera.
Al rato estaba dormido, tirado en el sillón, largo y desvalido. Un hombre viejo en realidad, qué otra cosa sino un hombre viejo al que le dolía todo.
El gallego tomaba mate, comía medias lunas del paquetito que había traído Etchenaik y esperaba. Esperaba poco ya. Todo venía oscureciéndose. Una tormenta paulatina, segura de sí misma, que los iba tapando, dejando sin salidas.
Tony repasaba los datos que había recogido la tarde anterior en el archivo, en las consultas con Robledo y Rafetto. Ordenaba direcciones, buscaba coincidencias, nombres, confrontaba con los papeles que había recogido Etchenaik en el conventillo.
Pero todo era un gesto mecánico, como reunir los antecedentes de un caso perdido o tan contundente y definitivo como una estadística sobre el hambre o la desgracia en el mundo.
Una semana atrás, pensó Tony, hacía calor pero no había esta humedad espantosa. Cacho venía más temprano y se prendía con Etchenaik en una partida hasta el mediodía; estaban saludablemente acalorados pero al pedo, libres y ociosos para discutir de tango mientras escuchaban "Rapidísimo", para quejarse sin convicción de la falta de laburo sin desearlo verdaderamente.
Ahora, no sólo se había roto su pie. El veterano que dormitaba agitado en el sillón era el vapuleado náufrago de una expedición a la Aventura, un pobre tipo que había sido un loco divertido.
" ¿Qué habrá sido de Lucía, tan mía?" preguntaba el taño Marino desde la radio, indiferente y pleno, la voz de oro del tango.
- ¿Qué hora es, Tony?
-Diez menos cuarto.
Etchenaik se incorporó.
-Lo reventaron a Marcial. Dos tiros y al Riachuelo...
-Me imaginaba. Contame.
Y se la hizo larga, prolija, necesariamente llorona.
Cuando terminó el relato, la tangueada de Marino iba por "María" en todo su esplendor.
-A ver, pásame esas anotaciones -dijo Etchenaik mordisqueando una medialuna.
Revisó apellidos, puso en fila las direcciones recogidas, los datos de Robledo y Rafetto. Había que empezar por ahí... A primera vista vio varias coincidentes: Santiago del Estero al 1400, por Constitución; Rincón 17, casi Rivadavia, San Pedrito 1056, eso es... Luna 450, cerca de Patricios...
-Pará -dijo de pronto Tony, como electrizado-. Para, oí, oí...
-Qué carajo querés que oiga, no ves que estoy...
-Oí, animal... Oí... Oí: somos unos boludos... Oí-y le estiraba la palma hacia la radio-. Marcial creyó que trataba con tipos piolas y somos unos imbéciles...
Como dos noches atrás, el taño Marino tiraba el mensaje claro, indudable, el dato preciso que sólo ellos no habían sabido pescar y que le había costado a Marcial dos tiros y una barra de hierro para que se fuera al fondo del Riachuelo:

"Café de los Angelitos / bar de Gabino y Casaux. / Yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / Por Rivadavia y Rincón".

- ¡Rincón 17, casi Rivadavia!... Ahí está escrito, ¿te das cuenta? -gritaba el gallego.

41. El Coya S.R.L.

Antes de bajar del auto se dieron cuenta de que habían llegado tarde.
-El Coya S.R.L. Artesanías salteñas -leyó el gallego dando un portazo, acercándose rengueando.
Cruzaron. El local de Rincón 17 estaba cerrado por una pesada cortina de eslabones que ocultaba una vidriera estrecha, el mostrador vacío, la pequeña mesa con algunos papeles abandonados. Etchenaik se hizo anteojeras con las manos para evitar el reflejo y pegó la nariz a la cortina.
-Cerrado como culo de muñeco.
-Las estanterías peladas.
Por la puerta que se abría detrás de la mesa veían cajones abiertos, paja dispersa por el suelo.
-Fíjate que no hay tierra ni cartas. Acaban de cerrar.
- ¿Dónde estarán?
Tony se apartó de la vidriera y entró en el negocio de al lado.
Etchenaik metió la mano entre los eslabones y tanteó el picaporte. Nada. Dio dos pasos atrás y contempló el local de vidrios hasta el piso, el revoque salpicado para cubrir la vieja pared del edificio de dos plantas, el aire de precaria y apurada instalación que insinuaba la masilla desbordada, los extremos recién aserrados de los estantes, las partículas de pintura dorada que aún estaban pegadas al vidrio junto al logo de El Coya S.R.L.
-Vení, vení...
Tony llamaba desde la puerta de la zapatillería de la esquina.
-Hay que tirarle la lengua a la vieja del negocio -dijo el gallego-. Sabe algo pero no quiere hablar.
Entraron.
Costaba localizar a la mujer entre tantas cosas amontonadas.
-Buenas tardes, señora... Quisiéramos saber si...
- ¿Qué van a llevar?
La vocecita se insinuó desde atrás de una pila de ojotas de goma en un extremo del mostrador.
-No, nada. Es sólo por una consulta...
La mujer apenas sobresalía veinte centímetros por encima del borde de madera gastado. Tenía un rostro ajado y maltratado por los años, pero los ojitos, tras los cristales suspendidos de los anteojos minúsculos, tenían un brillo particular.
- ¿Qué van a llevar?
Y lo dijo por segunda vez sin fingir sordera, con la tranquila resolución de un chico empecinado, ganador.
Se miraron, Etchenaik hizo un gesto de desaliento. El gallego paseó la mirada por las pilas de cajas y bolsones; finalmente señaló arriba, sobre el último estante.
-Aquella sombrilla, por favor... La verde y amarilla.
Una sonrisa fue desplegándose en el rostro de viejita como un gran pájaro que abre lentamente sus alas. Sin una palabra hizo aparecer una escalerita de madera, la apoyó y trepó con la velocidad de un trapecista.
Se miraron otra vez. Tony se encogió de hombros.
Media hora después Etchenaik abría el baúl para meter la sombrilla y dos pares de zapatillas. Cerró de un golpe y volvió junto al volante.
-Pero conseguimos lo que queríamos, ¿no? -dijo el gallego contestando a algo que el otro no había dicho pero que flotaba en el aire con la materialidad de un ladrillo.
-Amancio Alcorta 2800 -dijo el veterano como si no lo oyera-. Es por la cancha de Huracán... ¿Cuándo dijo que vinieron?
-Ayer, a última hora.
E insensiblemente Etchenaik aceleró un poquito más cuando enfiló Rivadavia arriba.

42. Basta de pavadas

Pasaron Plaza Once y doblaron por Deán Funes a la izquierda. Etchenaik tiró el saco en el asiento de atrás y resopló.
-Artesanías salteñas... ¿Me podes decir qué carajo tiene que ver esta gente con la artesanía salteña? Uno se imagina un local en una galería de Charcas y Maipú con una flaca de cara lavada y poncho de colores... Pero esos tipos acá, en Once...
-Una pantalla.
-De acuerdo, una pantalla. ¿Y atrás qué hay? Por qué no ponen una disquería, una veterinaria, un circo...
Tony paseó la mirada displicente por el rostro transpirado del veterano.
-Los indios matacos no traen las artesanías a pie a Buenos Aires. Hay que ir a buscarlas. Varias veces al año, supongo... Un buen pretexto para ir y venir desde bien al norte, andar por zonas deshabitadas de frontera sin despertar sospechas. En fin... el calor te ablanda el seso.
Etchenaik sonrió, pareció recobrar algo del ánimo.
- ¿Acaso la empresa no se llama El Rápido del Norte, como dijo la vieja que leyó en el camión? -concluyó el gallego.
Etchenaik asintió con admiración.
-Quedate con la sombrilla -dijo.

Era un galpón con entrada para camiones y el alto techo curvo sostenido por tirantes de hierro. El sol de la una atravesaba las chapas verdes de plástico y le daba un aspecto de gigantesca pecera. Había dos camiones de culata con la caja abierta, pero no se veía a nadie. Atrás, una plataforma de carga y descarga sobre la que se amontonaban los cajones.
Etchenaik subió los cuatro escalones de cemento a la derecha de la entrada y se acodó a la ventanilla de la oficina. Una jovencita tecleaba detrás de los vidrios en un escritorio con muy pocas cosas. Los dedos del veterano tamborilearon en el borde y la chica se volvió. Le hizo señas.
- ¿Señor? -dijo levantando apenas la ventanilla, sin soltarla.
-Necesito hacer un envío a Orán. ¿Cuándo salen?
-Carga completa, señor.
- ¿Y la semana próxima?
-No podría decirle, señor.
- ¿Y cuándo va a poder?
-No sé, señor. Disculpe.
La chica cerró la ventanilla con un corto y seco ruidito. Volvió a sentarse. Etchenaik golpeó otra vez. La chica, nada. Sonó un portazo. Etchenaik vio que Tony rengueaba hacia el fondo del galpón.
- ¡Es Loureiro! -gritó.
El gallego abrió la puerta de atrás y desapareció enarbolando el revólver. Etchenaik dio un salto, se dejó caer en la playa y corrió junto a los camiones. Algo lo detuvo. Volvió sobre sus pasos y se encaramó sobre la ventanilla. La joven secretaria discaba nerviosamente de pie junto al escritorio.
Etchenaik golpeó, volvió a golpear. La chica había dejado de discar y apretaba el tubo como si lo exprimiera. Etchenaik tomó dos pasos de distancia y se tiró contra la puerta. Hubo un crujido y un grito. Volvió a arrojarse con todas sus fuerzas y ahora la puerta cedió. El impulso lo llevó hasta el escritorio, arrastrándolo. Se recompuso y colocó los dedos delicadamente sobre la horquilla del teléfono.
-Tranquila, nena. No te quiero lastimar.
Ella le tiró el tubo a la cara y corrió hacia la puerta pero el veterano alcanzó a hacerle la zancadilla y la chica se fue de boca contra un armario de metal. Quedó allí, sollozando y maldiciéndolo confusamente, el pelo sobre la cara, los ojos desesperados.
-Basta de pavadas -dijo Etchenaik.

43. Loureiro otra vez

Mientras el veterano controlaba a la piba de la oficina, hubo ruido de arranque en la playa. El camión que estaba abierto se puso en marcha y comenzó a retroceder hacia la calle. Las puertas traseras, batiéndose, golpearon contra los bordes de la entrada. Hubo frenadas y bocinazos y el camión tuvo que dar otra vez marcha adelante, bramando.
Etchenaik vio que el que manejaba no era Loureiro. Sacó el revólver, apuntó a las gomas delanteras y disparó a través de la ventanilla. Dos veces. La chica gritó. El camión volvió a retroceder ahora hasta el medio de la calle, enderezó y salió rugiendo hacia la Perito Moreno.
Etchenaik bajó el revólver. Había vidrios por todos lados. La piba era un ovillo en el suelo.
-Levántate -dijo-. No pasó nada. Le erré...
La chica no contestó. Etchenaik fue hasta la puerta de la oficina. Se oían ruidos en el fondo. En un momento dado se abrió la puerta y apareció Loureiro con las manos en la cabeza; el revólver de Tony le empujaba la nuca.
-El otro se escapó con el camión -dijo Etchenaik.
El gallego insinuó una sonrisa burlona, alardeó escarbando con el bufoso en la pelambre del matón.
-Yo no tuve problemas -dijo.
-Traélo -dijo el veterano sin darse por aludido-. Acá hay algo más.
Mientras Tony ataba prolijamente las manos de los prisioneros tendidos en el piso boca abajo, Etchenaik tomó el teléfono del suelo e hizo dos llamados rápidos. Cinco minutos después, dos patrulleros se cruzaban en la puerta del garaje y dispersaban con cuatro gritos a la gente que se había ido reuniendo. Macías fue el primero en bajar. Trepó rápidamente por la escalera y entró en la oficina.
- ¿Qué es este despelote? ¿Estás loco vos?
Etchenaik estaba sentado sobre el escritorio, señaló vagamente el piso.
-Este guacho estaba la noche que nos retuvieron en la terraza. Es el Loureiro que te nombré.
-Está loco, señor -dijo Loureiro levantando la mirada desde las baldosas-. No sé de qué está hablando.
-Que te explique con qué se hizo el tajo que tiene en la cabeza. -Etchenaik levantó el puño-. Con esta derecha le partí el mate de un hermoso botellazo al voleo. Es tan bestia que fue capaz de levantarse y escapar.
Se bajó del escritorio y le apoyó la suela en la espalda.
-Levántate ahora, turrito...
-Basta.
Macías lo tomó del brazo y lo apartó.
-Espero que sepas lo que estás haciendo, porque ésta no te la puedo bancar.
-Si hay que pagar el vidrio, lo pago.
-No seas boludo.
De nuevo, como otras veces, la bronca se tensaba entre los dos, casi casi los empujaba. Cuando apareció Tony en la puerta de la oficina fue como si llegara un funcionario con la tijera para cortar la cinta tendida entre uno y otro, inaugurar algo que ojalá fuera mejor que lo anterior:
- ¿Y Loureiro?... ¿Qué va a hacer con éste, Macías?
-Queda detenido. La piba también.
Tony y Etchenaik se miraron. Después de una pequeña vacilación el gallego agarró un bolso que había dejado en el suelo y abrió el cierre ante el inspector.
-Estaban en el baño -dijo.
Macías se inclinó para mirar.

44. Maneras de irse

El inspector apartó la mirada del bolso, dio una pitada honda al cigarrillo que pendía clásicamente de la comisura de su boca. No dijo nada.
-Una camisa embarrada y un par de mocasines sucios de tierra. -Le explicó didácticamente Tony, ya muy agrandado-. Estaban hechos un ovillo en el baño.
-Podes mandar a analizar esa tierra -se adelantó Etchenaik.
Macías lo miró con desaliento.
-Con el barro no probas nada. La tierra es igual en todos lados. Además, llovió estos días... En la Boca, en Patricios...
-En Munro -completó Etchenaik.
-Claro. En Munro también -reafirmó Macías sin mirarlo, como si nada.
-La tierra no es igual en todos lados -volvió el gallego.
-Es cierto. Pero hay infinidad de lugares donde es igual o con variaciones muy chicas. No sirve de prueba si no se tienen otros elementos. -Macías se volvió apuntándoles con el cigarrillo-. Y testigos.
El veterano iba a replicar pero en ese momento Macías daba órdenes para que se llevaran a los dos detenidos. Entraron dos canas y los levantaron del suelo. La piba tenía lindas gambas. Loureiro era todo feo.
- ¿Se los llevan a Bertoldi y a Cittadini, ché? -ironizó Etchenaik mirándolos partir-. ¿Se está haciendo algo con toda esa cría?
-A Bertoldi y a Gómez se los sacó del caso. Los saqué yo mismo con acuerdo de Cittadini.
-Eso está mejor. Porque nosotros no tenemos pruebas ni testigos pero nuestro verso es más coherente. Y te digo más: proba con otro forense también, aunque sea para tantear... No creo que Marcial haya muerto cuando dice el informe ni que tuviera esa ropa cuando lo balearon.
- ¿Qué pasa, Roqueiro? -dijo Macías.
El suboficial llegaba de la calle, apurado. La persecución del camión del Rápido del Norte había sido tardía pero algo había resultado. En su mano traía restos de una vasija, los pedazos informes tal vez de una estatuita de terracota. En la esquina de Amancio Alcorta y la Perito Moreno había más pedazos. Los testigos coincidían en que habían caído de un camión con la puerta de la caja abierta que cordoneó, casi chocó contra el semáforo, se cruzó totalmente y armó un desparramo.
-Ya avisé al radioeléctrico, señor.
-El polvito -dijo Macías sin oírlo-. Mande a analizar el polvito, Roqueiro.
Y señaló la suave harina que impregnaba la parte interna de algunos de los pedazos recogidos.
-Bien, señor.
Volvieron a quedar solos. Etchenaik sintió que ganaba pequeñas batallas inútiles en una guerra digitada.
-Vamos, Tony -dijo-. Cuando llega esta gente nosotros nos vamos.
Era una frase que alguien había dicho alguna vez y servía de remate para situaciones como ésa.
Salieron. El chistido de Macías los alcanzó cuando bajaban la escalera.
- ¿Qué pasa ahora?
-Para que no te hagas el incomprendido -dijo el inspector a través del hueco del vidrio roto-. Había un sótano en el restaurante; una pared falsa al fondo, detrás de una estantería de botellas. Por un pasillo y otra escalera llegas al patio de un negocio del otro lado de la manzana, un local para turistas también.
- ¿Artesanías salteñas?
-No. Hilados jujeños...
El veterano sonrió otra vez, duramente. Empezó a irse.
-Etchenique... -Macías sacó el brazo y le agarró el borde del saco.
-Sigue en pie el acuerdo. Tenés un día y medio. Apurate. -Lo soltó y le señaló el Plymouth que se recalentaba al sol.
Etchenaik se sacudió el saco como si lo hubiera cagado una paloma y se fue. Se fueron.

45. Demasiado limpio

Hicieron el recorrido de vuelta con una extraña resolución; se alejaban de El Rápido del Norte dejándole a Macías un lujoso paquete, un regalo para que lo abriera a solas con su gente. Se piantaban oscuramente ganadores.
Sin embargo, cuando cruzaron Entre Ríos el gallego levantó la mirada de los papeles:
- ¿Adonde vamos?
-No sé, Tony. No tengo la más puta idea -contestó Etchenaik mirando al frente. Inmediatamente aminoró la marcha, se acercó al cordón y detuvo el auto:
- ¿Y si largamos? -se atrevió Tony, conciliador-. Hasta ahora fueron todos problemas: jeringazos de prepo, un día a la sombra.
Etchenaik no lo oía. Agarró de un manotazo los papeles que había dejado el gallego en la guantera y los hojeó distraídamente:
- ¿Sin noticias de la Tía Pocha? -murmuró.
-Nada... -Tony cruzó su dedo entre las hojas manuscritas-. Ahí tenés los datos que recogí de Robledo: los últimos quince años de la droga en el Gran Buenos Aires. Detenciones, redes desbaratadas, muertes de adictos. No encontramos ninguna coincidencia entre los nombres de Marcial y toda esa información dispersa. ¿Le hablaste a Macías de las otras direcciones?
-Sí... -Etchenaik siguió revolviendo-. ¿Y de dónde sacaste esto otro?
-Un amigo de mi sobrino, periodista de Abril. Es la investigación para una nota sobre drogadicción en la Argentina que nunca salió: material afanado de los archivos de la cana.
El veterano deslizó el dedo por una larga lista y de improviso se detuvo:
-Ariel Brizuela. Abril de 1962.
- ¿Qué pasa?
-No sé. Brizuela... ¿quién es Brizuela, Tony? Ese apellido lo he visto hace muy poco o alguien me habló de Brizuela.
El gallego quedó pensativo.
-Yo no. Ningún Brizuela para mí. A ver; léelo todo.
-Ariel Brizuela. Abril de 1962. 17 años. Muerto en circunstancias poco claras durante una redada en Mar del Plata. Baleado por sus cómplices a la llegada de la Policía. Secreto de sumario. Detenidos pero ningún procesado. Marihuana.
-Un chico.
- ¿Pero dónde carajo escuché yo el apellido Brizuela? ¿Quién es?
-Por ahí alguno de los canas...
-Tal vez -asintió Etchenaik sin convicción.
Puso en marcha el motor.
- ¿Adonde vamos?
-A la oficina. Los muchachos del Falcon que nos sigue están aburridos de tomar sol en lata.
Antes de subir, Tony hizo una escala en el bar. Había un amigote de la época de la bandeja que tenía algo que compartir con él.
Cuando Etchenaik salió del ascensor, la mujer de la limpieza lo miró sorprendida.
-Ah... ¿Dónde había ido?
-Acabo de llegar, Sofía... ¿Quién le abrió?
-Estaba abierta... Pensé que usted...
Etchenaik se acercó a la puerta y revisó la cerradura. Había sido sutilmente violentada. Ni siquiera una raspadura en la madera. Pero el mecanismo se había roto: no cerraba.
Adentro todo estaba en orden, ni un papel en el suelo.
-Ya limpió, Sofía.
-Todito. Plumerié y después pasé un trapo húmedo por todas partes.
Etchenaik hizo un gesto de desaliento.
- ¿Qué pasa, hice mal?
-No, Sofía, la próxima vez traiga nafta y un fósforo.
Para la próxima, Etchenaik no lo sabía, esa ironía iba a resultar ridícula.

46. ¡Booom!

La mujer lo miró apoyada en el escobillón, sin comprender; lo siguió extrañada, mientras Etchenaik recorría la oficina, verificaba la prolija limpieza, los cambios imperceptibles que alguien había introducido en los objetos, las ausencias, los excesos.
Finalmente, luego de revisar el baño, el inodoro, el depósito del agua, se sentó en el escritorio y abrió el cajón central.
Todo estaba en el desorden reconocible. Llevó después la mano al cajón de la derecha y tiró. Hubo una leve resistencia y se detuvo. Lo soltó como si quemara y empezó a temblar.
-Sofía -dijo parándose como si temiera despertar a un tigre-. Abra la ventana y la puerta; quédese en el pasillo.
- ¿Qué pasa?
-Hágame caso y deme el secador.
Etchenaik sacó la máquina de escribir y el teléfono. Concentró todo en el otro extremo de la habitación y se parapetó detrás de un sillón. Desde allí esgrimió el secador hasta hacerle calzar una punta en la manija del cajón.
-Fíjese, Sofía -dijo dándose vuelta.
Y empujó fuerte.
Todo reventó con un estruendo descomunal. Cuando se disipó el polvo, lo que quedaba del escritorio estaba en el centro de la oficina, el sillón chico había saltado por el aire para caer contra la pared opuesta con los resortes a la vista. Sofía estaba sentada en el suelo y Etchenaik había quedado con un pedazo de secador en la mano, blanco como la pared ahora descascarada.
- ¿Qué fue eso? -dijo Sofía sin atinar a levantarse mientras en el pasillo se sumaban las voces, las corridas y los gritos.
-Creo que va a tener que limpiar otra vez -dijo Etchenaik dándose golpecitos sobradores en el saco lleno de polvo.
Cinco minutos después, tras aplacar las iras del administrador y mentir oscuramente sobre el origen del estruendo. Etchenaik dejó a los curiosos en el pasillo y no quiso ni mirar el estado general de su oficina, el vidrio de la puerta rajado, el armario que se había ido de boca como si tropezara. Dejó todo así y agarró el teléfono. Llamó primero a la aseguradora y después a Macías. El inspector no había llegado y en la compañía dejó el mensaje y colgó.
El polvo recién estaba terminando de caer cuando cayó, también, el gallego.
- ¿Qué te pasó? No se te puede dejar solo...
Etchenaik parecía el dueño orgulloso de un imperio arrasado por la furia de los elementos. Los peores elementos. Se paró y pateó las maderas rotas del escritorio.
-Se llevaron algunos papeles y dejaron un explosivo, una trampa cazabobos enganchada en el cajón. Sospeché cuando encontré todo en orden y abierto.
Tony agarró la punta de un resorte, lo tensó y lo dejó caer con un tañido prolongado.
-Te quieren reventar en serio.
-Es como si fuera todo demasiado grande, ¿no?
-Raro que se arriesguen así. Debe haber muchas cosas en juego. No sólo guita -aventuró el gallego-. ¿Pero qué buscás?
-El documento del seguro -dijo Etchenaik revolviendo entre los vidrios y los biblioratos rotos.
Encontró un cartón grande, de orlas azuladas y leyó todo detalladamente. Había algo en la letra chica donde por ahí lo curraban. Pero de pronto alejó el documento de sus ojos, quedó como suspenso, la mirada en el aire.
- ¡La profesora! -gritó.
Agarró al gallego por los hombros y lo sacudió.
- ¡La profesora, Tony!... Flora Brizuela, egresada del Conservatorio Nacional. De ahí me sonaba el apellido. El diploma es un cartón como éste, colgado junto al piano.
Tony no entendía ni de qué le hablaba. Tampoco entendió cuando dejaron todo tirado, así, y salieron para Munro.

47. Revolver la tierra

Bajaron y se treparon al Plymouth. El atardecer caía sobre la Avenida, lento e indiferente al vértigo que les comía las horas. El día había sido denso, inconcebible para una rutina de tantos años, abandonada ahora como ropa vieja y demasiado usada.
-Hay que perderlos a éstos -dijo el gallego y señaló el Falcon verde Nilo estacionado media cuadra más allá.
Tomaron por Hipólito Yrigoyen hacia el Bajo, lentos y prolijos, con el auto de la cana pegado a los talones. Al llegar a la Rosada, Etchenaik quiso escaparse en el semáforo pero lo madrugaron y los tuvo encima hasta llegar a Retiro. Al pasar frente al Sheraton se metió entre los colectivos. Dio la vuelta a la plaza, arriesgó los guardabarros para ganar el lugar de los que retoman por Leandro Alem y dejó al Falcon cuatro colectivos atrás. Entonces fue cuando se jugó: aceleró con luz roja por la cuadra de Juncal mientras los canas quedaban entorpecidos por el tránsito de Libertador y los colectivos que doblaban a la izquierda. Cuando el Falcon zafó y encaró la cuesta ya Etchenaik había doblado por Arenales y aceleraba con el semáforo de Esmeralda en rojo. Dobló a la derecha y los perdió.

Eran las ocho menos cuarto cuando llegaron a la casa de Fondo de la Legua.
-Espera un poquito -dijo Etchenaik.
- ¿Qué vas a hacer?
-Una corazonada. Vení, ayúdame a buscar acá, en esta tierra removida.
Se metió en el baldío que había junto a la casa y estuvo observando los escombros amontonados junto al paredón. Levantó algunos de los más grandes y los arrojó nuevamente, con fuerza. Después se puso en cuatro patas, a escarbar.
- ¿Qué pensás encontrar?
-Ojalá supiera.

Al golpear a la puerta, un rato después, Etchenaik tenía las uñas llenas de tierra húmeda.
Abrió ella. Cincuenta años, un rostro leve y descolorido. Los kilos de más puestos parejitos, como cuando un chico engorda un muñeco de arena en la playa.
- ¿Qué desean?
-Hablar con usted, señora.
La mujer se retrajo, parpadeó.
-Disculpe, pero mi marido no está. ¿Es por un terreno?
-No me entiende, señora de Brotto. Es con usted la cosa. También con su marido, pero sobre todo con usted. Yo soy Etchenaik.
Si le hubiera dicho que era Frankenstein o el mismísimo San Puta, el efecto no hubiera sido mayor. Fue como si repentinamente se abriera a una puerta a sus espaldas y entrase una ráfaga de aire helado. Se agitó, apretó los labios.
- ¿Y usted qué quiere?
Ya estaba perdida. Otros diez años cayeron sobre sus ojos que alguna vez habían sido hermosos o brillantes al menos.
-Marcial Díaz murió, señora. Asesinado.
Etchenaik lo dijo lentamente, como en las películas, las malas películas en las que se habla despacio, dejando segundos entre palabra y palabra para que se suponga que los personajes son inteligentes o dicen cosas que merecen recordarse.
Y en seguida el veterano le mostró las manos. Eso: se las mostró casualmente, en un movimiento aparatoso que justificó con una frase debidamente estúpida.
-No somos nada, señora.
Y ella le clavó la mirada en las uñas.
Y las uñas se le clavaron en las defensas finales, las desgarraron.
-Pasen -dijo finalmente derrotada.

48. "Pop - pop"

Ella se hizo a un costado para que pasaran y apenas se repuso:
-En realidad lo siento mucho... Mucho.
Entraron.
El living estaba en penumbras. La mujer encendió la luz de una araña fea, torpemente funcional, y reveló la mesa de planchar, un montón de ropa apilada encima. Había más en una silla. Ella desenchufó la plancha y retiró la frazada que cubría la mesa.
-Disculpen un momento, por favor.
Fue hasta la cocina y desde allí les ofreció algo para beber. Volvió con una jarra de agua fresca y un limón cortado en cuatro. Puso los dos vasos sobre la mesa y finalmente se sentó.
Etchenaik y Tony bebieron en silencio.
-Es bastante complicado el asunto, señora -dijo el veterano con un suspiro-. Pero hay varios puntos oscuros que sólo usted y su marido pueden llegar a clarificar.
-Creía que mi esposo ya había hablado con ustedes.
-Su marido mintió.
-Eso no es verdad.
Etchenaik se metió un pedazo de limón en la boca, frunció la cara y escupió las semillas.
- ¿Cómo fue, señora? ¿Piensan seguir negando que Díaz estaba en la casa cuando llegaron los tipos?
-No estaba. No había llegado.
- ¿Y quién golpeó la ventana pidiendo auxilio? La nena se asustó.
-Oí unos golpes...
- ¿Y dos disparos después? ¿No oyó los disparos?
Etchenaik se paró, adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Ella apartó la cara, como si fuera una llama que le buscara los ojos.
-Fueron dos sonidos así: "pop-pop". Un treinta y ocho con silenciador... ¿No los oyó?
- ¡No!
Y fue un grito. La mujer empezó a ponerse de pie, los ojos como loca, toda loca. Ya no quedaba nada de la apacible gordita que había abierto la puerta como quien recibe una noticia buena y previsible.
- ¡No es cierto todo eso!
Y ahí hubo un ruido imperceptible. Sólo el gallego, una oreja sensible al chasquido, al golpecito llamador, se dio vuelta.
- ¡Guarda!
Reventó el disparo casi simultáneamente con el grito de Tony. La descarga del cartucho se estrelló contra el respaldo de la silla del veterano, que saltó a un costado.
La mujer volvió a gritar. El señor Brotto, con la escopeta humeante les apuntaba desde la puerta del pasillo, dispuesto a disparar el segundo cartucho.
-Salí de ahí, Flora -ordenó el martiliero.
Pero no pudo. Etchenaik gateó por debajo de la mesa, tomó a la mujer por los tobillos y la derribó. La señora de Brotto se desparramó entre dos sillas, hubo un revoleo de piernas y la histeria del martiliero:
-Soltala, hijo de puta, que te mato... ¡Soltala te digo!
Etchenaik se acuclilló tras la mujer reteniéndola con el brazo en la garganta. Tony aprovechó para parapetarse detrás del perfil del piano, fuera de la línea de fuego.
-Párese, Brotto, está loco -dijo el veterano ganando tiempo-. En un minuto va a venir la policía si sigue a los chumbos... Párese ahora, espere un momento.
-No espero nada. Los voy a reventar a los dos.
-A uno y con suerte... Mi viejo... -dijo el gallego casi dulcemente-. Esa porquería tiene un solo tiro más y me vas a chumbiar a mí. Mientras, el flaco te acogota la mujer. No perdés mucho pero...
- ¡Basta!
Y el señor Brotto se abrió un poquito buscando ángulo.

49. Un elefante blanco

Cuando el gallego se quedó sin argumentos para demorar la ejecución sumaria que se disponía a realizar el peluquero, nada había para hacer. Etchenaik apretó el cuello de la señora, la hizo gemir tratando de demostrar aunque más no fuera un precario poderío. Pero no alcanzó.
-Tírales, Rogelio -dijo la dama, toda resolución.
-Eso voy a hacer.
En la punta del piano, sobre una carpetita de crochet, había un elefante blanco decorado con pinceladas doradas. Cuando Brotto dio un paso al frente levemente inclinado para dispararle a Etchenaik, el elefante voló. Arrojado por Tony, le dio exactamente sobre la sien con terrible violencia y lo hizo trastabillar.
- ¡Hijos de puta! -gritó Brotto, y disparó al voleo contra el gallego.
El piano, tomado de lleno, retembló haciendo sonar todas sus cuerdas bajo la lluvia de plomo. Era lo que Tony quería.
Salió del escondite y se abalanzó sobre el peluquero que revoleaba el arma ahora inútil. Hubo un golpe pleno sobre el hombro que Tony aguantó a pie firme y después un derechazo en gancho que agarró al señor Brotto en medio del pecho. Cuando se fue contra la pared se encontró con una rodilla ascendente entre las piernas que lo dobló en dos hasta deslizarlo al piso. Allí quedó.
El gallego levantó el arma y la puso sobre la mesa. Etchenaik se incorporó con la mujer que sollozaba. La soltó.
-Cállese ahora -dijo Tony y sacó su revólver-. Abra la puerta y explíqueles a sus vecinos que no fue nada, que su marido estaba limpiando el arma y se escaparon los dos tiros. Vaya, que el martiliero no se le va a ir.
La mujer vacilaba, miraba a su marido caído, el arma que ahora le apuntaba.
-Vaya -dijo Etchenaik y le puso el índice entre las flores del batón en el medio de la espalda.
Fue. Luego de un instante la oyeron hablar bajo el cobertizo con voz vacilante pero que pretendía firmeza.
El señor Rogelio Brotto reaccionaba lentamente. Un hilo de sangre se deslizaba desde la sien para ensuciar el cuello del piyama abierto sobre el pecho desnudo. Había perdido una de las chinelas y toda la compostura que alguna vez lo caracterizara.
-Arriba -dijo Etchenaik tironeándole de las axilas.
Lo acomodó en una de las sillas, fláccido como un títere, la cabeza ladeada. En eso llegó la mujer con los ojos llenos de lágrimas.
-Ocúpese de despertarlo. Lávele un poco la cara -dijo el gallego sin dejar de mover el revólver.
La mujer fue y vino con una toalla mojada hasta que el señor Brotto pudo mantener la cabeza sobre los hombros.
-Arrímese -ordenó el veterano.
El gallego se ubicó detrás del matrimonio y empujó los respaldos hasta apretarles el pecho con el filo de la mesa.
-Las manos encima, ahora.
Tony permaneció atrás, acodado, haciendo espaldas a la cómoda. Etchenaik se sentó del otro lado de la mesa, frente a los ojos azorados del matrimonio.
-No vamos a perder tiempo. Queremos saber todo, en una sola versión y sin correcciones.
La mujer abrió la boca. Salió un ruidito extraño y después nada. Volvió los ojos a su marido pero el martiliero estaba ocupadísimo en la tarea de mantenerse despierto.
- ¡Vamos!
El violento golpe de Tony con la culata de la escopeta sobre la mesa los sobresaltó.
- ¿Qué pasó esa noche, señora? ¿Recuerda los "pop-pop"?

50. Ahí

La mujer parecía dispuesta a hablar. Extendió las palmas sobre la mesa, acható las arrugas del mantel.
-Serían las dos cuando golpearon la puerta -dijo al cabo de un momento-. Eran tres. Dos hombres y uno más bajo y joven.
- ¿Qué querían?
La mujer volvió otra vez los ojos a su marido pero Brotto se había derrumbado definitivamente y tenía el rostro oculto entre los brazos.
-Querían la llave de la casa de Díaz. Les dijimos que no la teníamos, que no había otra. Entonces se fueron dos y quedó uno amenazándonos...
-No es así, señora -dijo Etchenaik con calma-. Ellos suponían que Marcial estaría armado y no se quisieron arriesgar a un tiroteo. La verdad es que ustedes les dieron la llave y después fraguaron lo del piedrazo contra la cerradura. Lo que pasó fue que el imbécil de su marido, por prolijo y temiendo dejar huellas, no encontró nada mejor que traer un pedazo de escombro del baldío, golpear la puerta y volver a llevarlo a su lugar. ¿Me equivoco?
Etchenaik cerró el puño y golpeó con fuerza sobre los dedos de Brotto contra la mesa. El hombre se conmovió y asintió sin levantar la cabeza.
-No me equivoco, claro que no. Ahora sigamos, señora.
-No sabemos qué pasó después... -retomó la mujer-. Escuchamos ruidos y media hora después los golpes contra la ventana, las amenazas...
- ¿Quién golpeó?
-No sé.
- ¿Quién golpeó, carajo?
La mujer sollozó.
-Díaz golpeó.
- ¿Y qué decía?
Nuevos sollozos. Brotto levantó la cabeza.
-Déjela, ¿quiere? Voy a hablar yo.
-Hable.
-Díaz pidió ayuda: "Me van a matar" decía.
- ¿Y después?
-Se lo llevaron. Oímos el ruido del auto que se iba.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo.
-Mire esto.
Abrió el puño y dejó caer sobre la mesa dos cápsulas de 38. Estaban llenas de tierra negra y húmeda.
Brotto las siguió con la mirada. De pronto dio un manotón y pretendió metérselas en la boca.
- ¡Basta! -gritó Tony dándole un golpe en el brazo que hizo saltar las cápsulas por el aire.
-Yo les voy a decir lo que pasó... -comenzó Etchenaik-. Ya se lo llevaban cuando él consiguió zafarse y golpeó, pidió auxilio y entonces... lo mataron.
Los otros lo miraban como si estuviera contando un cuento apasionante y ajeno, un espectáculo.
-Lo mataron... -repitió y se puso de pie, abrió la puerta-, Ahí.
Y señalaba el suelo a dos metros de la puerta de la cocina, sobre las piedras del camino.
- ¿Ahí? ¿No es cierto que fue ahí?
Brotto asintió mirando para otro lado. Etchenaik se sentó frente a él.
-Entonces sí, amenazaron y se fueron. Pero no lo dejaron a Marcial tirado porque no querían un muerto acá. Claro, quedaron las cápsulas. Y no era cuestión de dejarlas ahí, ¿no es así?
-Nos amenazaron, señor. Usted debe conocer a esa gente.
Ella habló como si pidiera rebaja en la feria, un tono plañidero insoportable, capaz de reventar el hígado más curtido.
-Estoy empezando a conocerlos a ustedes.
La señora de Brotto desvió la mirada pero Etchenaik no la dejó:
-Hábleme de Ariel Brizuela -dijo.
Nadie contestó.

51. Esa mugre

Tirar ahí ese nombre sobre la mesa fue una posibilidad más, un manotazo no de ahogado sino de ciego.
Pasó un minuto y nada. Empezó otro minuto.
-Ariel Brizuela, abril de 1962 -precisó Etchenaik.
-No tiene nada que ver con esto -dijo ella al final, cansada.
-Tiene.
El veterano se levantó y fue hasta el ángulo de la habitación donde colgaba el diploma de la profesora de piano Flora Brizuela. Se felicitó de su memoria.
-No tenga miedo -dijo volviéndose-. Ya están lo suficientemente complicados ustedes dos.
-No tengo miedo de nada. Yo no tengo nada que ver con toda esa mugre. Fue una desgracia que después de tantos años este hijo de puta viniera a revolver todo.
Causaba un efecto curioso oír putear a una dama tan prolija.
- ¿Quién es el hijo de puta? ¿Marcial?
-Sí, ése... -ahora la mandíbula le temblaba y en todo el rostro había una extraña resolución, un rencor oscuro largamente asordinado-. Él tuvo la culpa.
- ¿Y ella, señora Flora?
- ¿Quién?
-La Loba...
- ¡No la nombre así! ¡No la nombre así en esta casa!
Ya era una fiera, un monstruo cotidiano y vulgar con todas las uñas. Tony levantó las cejas, hizo un gesto que significaba años repentinamente iluminados, un controlado asombro.
-Siga.
-Marcial abandonó a mi hermana cuando estaba embarazada. No quiso saber nada. Estaba agarrando plata grande y creyó que era una trampa para casarlo. Entonces ella, para seguirlo, trajo al chico a casa. Después, a veces, venía... pero lo criamos nosotros. Él jamás se acordó.
- ¿Hasta ahora?... No entiendo.
-No, volvieron antes. Cuando Arielito tendría diez años, una noche aparecieron juntos. Se habían casado y decían que ahora la vida sería color de rosa, querían a su hijo... -A esta altura del relato la señora Flora Brizuela de Brotto sollozó duramente-. ¿Qué iba a ser su hijo, si nunca se habían ocupado de él?... Pero se lo llevaron. Y nunca los volví a ver. Ni a mi hermana ni a Arielito ni a él, hasta hace unos meses.
- ¿Cómo vino a parar acá?
-Casi no lo reconocí. Estaba hecho una ruina y no tenía dónde caerse muerto. Se enteró de que la casilla estaba vacía y nos pidió quedarse un tiempo. En seguida me di cuenta de que se drogaba. Yo no quería que se quedara pero Rogelio le tuvo lástima. Lo dejamos.
La mujer quedó callada, abstraída mirando los dibujos del mantel.
Etchenaik se levantó, tomó la jarra y fue hasta la cocina. Abrió la heladera y la llenó de agua fría. Volvió y la dejó en medio de la mesa. Nadie bebió. El aire empujaba de a rachas la cortina floreada de la cocina. Ya era de noche y de la calle llegaban voces sueltas, gritos de pibes que jugaban bajo los focos. Allí, encima de la mesa de fórmica vulgar y gastada, sobre un mantel quemado por cigarrillos baratos y con las manchas de grasa de innumerables almuerzos, el revólver y la escopeta no tenían nada que ver. También parecían mentira los muebles destrozados, las dos cápsulas de 38 llenas de tierra que habían rodado junto al piano.
Pero la realidad tiene esas cosas.
- ¿Por eso lo dejaron matar?
La pregunta de Tony llegó como la conclusión de un largo razonamiento que hubieran estado armando entre todos sin que nadie lo formulara.
-Él no merecía vivir -dijo la mujer, desafiante-. Nos ensuciaron a todos.
Había tanto odio en esas palabras que Etchenaik sintió un profundo rechazo, un asco infinito, como si le saltara un bicho ponzoñoso. Y decidió pisarlo.

52. Un cachito de verdad

Había ido pasando de la bronca al profundo desprecio. Ya no podía evitarlo ni le interesaba.
-No sé qué le duele más, señora: la muerte del chico o que los hayan ensuciado, como usted dice.
Una ira santa subió a los ojos de la mujer. Estaba o se sentía más allá del bien y del mal. O, mejor, estaba sentada en medio del bien, lo administraba:
-Usted habla así porque tiene un revólver. Pero también es parte de la mugre... La misma mugre que él y que ella.
La mano del gallego se levantó como para cruzarle la cara pero Etchenaik lo contuvo.
-Es muy difícil separar la mugre de lo demás -dijo con extraña calma-. En general viene todo muy mezclado. Le diré, señora, que he encontrado mucha basura en ciertos hogares bellamente constituidos. No hay reglas. Pero la experiencia sirve, y no me gusta la gente que se dedica a la tintorería moral.
Ella fue a replicar pero la acalló con un gesto. El veterano se sentía extraño, casi un personaje hecho, con integridad y soltura. Su pequeño discurso había tenido la convicción y el peso de un sermón menor de Marlowe.
-Acá hay crímenes de por medio y no es posible bajarse del asunto como de un colectivo. Lo real es que ustedes ocultaron pruebas y les dieron una coartada a los asesinos.
-Tuvimos miedo.
-Tuvieron odio.
Etchenaik se sirvió un vaso de agua y bebió.
- ¿Cómo murió Ariel, señora?
-Creo que estaban otra vez separados en ese momento. Siempre se la pasaron yendo y viniendo. El chico fue a pasar el verano con el padre, a Mar del Plata. Díaz actuaba en clubes nocturnos, boites, y el pibe comenzó a frecuentar ese ambiente. Era un lindo chico y no le faltaba dinero. Apareció muerto en uno de esos lugares de la avenida Constitución, cuando no había todo el ruido de ahora... Era casi un descampado. Hubo un tiroteo y parece que los mismos tipos que andaban con él lo balearon. Le encontraron drogas encima, pobrecito.
- ¿Y qué hizo Díaz?
-Desapareció, no volvió a cantar. Apenas lo vi para el entierro.
- ¿Y ella?
-Desde entonces no tuve noticias de mi hermana. No los volví a ver, ni juntos ni separados.
Etchenaik se levantó, puso la mano en el hombro del gallego y salió con él al cobertizo. Hablaron, con la puerta abierta, mirando cómo los Brotto se consumían lentamente, como una brasa.
El veterano se apoyó en el marco de la puerta y dijo:
-Escuchen bien esto: vamos a dejar de lado los odios y escopetazos. No es que me olvide, pero hagamos como que sí. A mí me interesa que la gente que asesinó a Díaz lo pague y necesito testigos para eso. Los testigos son ustedes. Y soy capaz de olvidarme de que más que testigos son cómplices. Por eso, si colaboran, no le diré a la policía detalles como las cápsulas enterradas, la piedra en la cerradura y otras huevadas propias del rencor y la cobardía. Lo que quiero es un testimonio claro: a Marcial lo mataron en esta casa, ahí, esa noche y no la anterior. Ustedes dirán que los amenazaron, adornarán el asunto a piacere. Pero no hay alternativa: sólo les pido un cachito de verdad. Les doy hasta mañana; hablen con el inspector Macías en la Central de Policía. Si no, hablaré yo. Así de simple.
Etchenaik los miró alternativamente a los ojos. Ella había recuperado una extraña expresión de dignidad herida: Brotto estaba tirado en la silla como si hubiese caído allí luego de atravesar el desierto de Gobi.
El gallego le tocó el hombro. Dieron media vuelta y salieron.
-Nunca me gustaron los rematadores -dijo Tony.
-Y de las profesoras de piano, ni hablar.

53. Un tango

Cuando Cacho llegó el sábado a la mañana a la oficina de Etchenaik Investigaciones Privadas, el veterano no estaba, la puerta tampoco, el armario tampoco, un sillón tampoco. Sólo Sofía, que barría entre una blancuzca polvareda los restos de revoque y papeles rotos.
-Eh... ¿Qué pasó? ¿Se fueron? -dijo el cafetero sin animarse a entrar.
-Pasá, Cacho. Estoy acá, en la pieza.
La voz de Tony García se sobrepuso al arrastrado barrido de la limpieza y a la orquesta de Di Sarli en la radio desde el otro lado de la mampara.
Cacho atravesó la polvareda como quien corre en un día de lluvia hacia un refugio, abrió la puerta y encontró al gallego sentado en la cama, con el pie derecho sobre la silla inspeccionándose la herida. El desorden del cuchitril era un poco mayor que el habitual, pues a las dos camas, los libros y los papeles de Etchenaik se habían agregado los objetos sobrevivientes de la explosión del día anterior. El teléfono y la máquina de escribir estaban en el suelo.
- ¿Qué les pasó? ¿No está Etchenaik?
-Fue a la cana.
- ¿Una citación?
-No. Fue a darles la precisa...
El gallego inauguró una sonrisa que el cafetero no le conocía, mezcla de suficiencia y triunfalismo casi contenido, una obrita maestra.
-No sé qué harían sin los datos que les pasamos.
- ¿Un caso nuevo, Tony?
Con un asombro medido al centímetro, el gallego levantó las cejas y la oscura mata que le subrayaba la frente adquirió cierta gracia:
- ¿Un caso nuevo decís? -parecía Pedro López Lagar...-. Está en todos los diarios, fíjate... Claro que nuestros nombres no figuran, pero... ¿Cuánto hace que no venís por acá?
Cacho calculó al voleo:
-Ayer viernes pasé y no estaban... El jueves no vine yo porque el miércoles a la noche estuve en la cancha de Vélez, que había partido. El día anterior también estaba todo cerrado.
-El miércoles estábamos en cana, Cacho.
El gallego esperó el efecto que la revelación causaba en el cafetero y luego, sin transición, le señaló el píe herido:
-Esto fue esa noche, cuando reventamos un Peugeot en la Vuelta de Rocha y mataron a la chica. Cuando llegó la cana nos llevó. Pero claro que vos no sabes nada de la historia del cantor.
Media hora después, cuando el gallego contaba con ademanes y expresivos sonidos de boca el último incidente con Rogelio Brotto y señora, las perdigonadas en el living, el acogotamiento de la dama y su providencial golpe de elefante blanco en la sien agresora, apareció Etchenaik.
- ¿Quién pidió esa custodia? -gritó embroncado al llegar.
- ¿Qué custodia?
-Hay dos policías en la entrada a los ascensores del piso. Hace media hora que trato de pasar y después descubro que me estaban protegiendo a mí.
-Yo no pedí nada -argumentó el gallego-. La habrá mandado Macías por la suya después de lo de ayer.
El veterano lo miró extrañado.
-Acabo de hablar con Macías, inclusive los Brotto declararon hoy a primera hora. Detuvieron a Loureiro, a los tipos que dispararon contra la dinamarquesa, a los sospechosos del asesinato de Marcial. Están tocando el último tango para unos cuantos, gallego.
-Vos vas a bailar un tango más.
La voz no era muy clara porque el tipo que había hablado desde la puerta, flanqueado por los dos policías, estaba con una media que le cubría la cara. El arma que tenía en la mano era un detalle más, un grosero detalle de muerte.
 

Tercera

54. Caretas

El que había hablado caminó dos pasos y se colocó en el centro de la oficina vacía. Se hizo un repentino silencio. Hubo solamente un movimiento más de la escoba de Sofía, casi reflejo y apenas anterior a su grito cuando vio el arma en manos del encapuchado.
-Calladita, jovata -fue el escueto mensaje.
Los dos canas que lo acompañaban pelaron también las reglamentarias y entonces el de la media se adelantó hacia la puerta de la piecita.
-Usted viene con nosotros, Etchenique... Los demás, adentro.
Y con un gesto amplio mandó a Tony, Cacho el cafetero y la desorientada Sofía a la habitación interna.
-No son policías -dijo el gallego resistiéndose.
-No -contestó uno de los uniformados-. Claro que no. Y métase ahí adentro que nadie le piensa hacer nada.
Fue un instante de distracción apenas. Y hay que tener en cuenta que Etchenaik estaba agrandado por algunos éxitos recientes en eso de madrugar a quien le apuntaba. Por eso se jugó.
Cuando vio que los falsos policías se ocupaban en guardar a los otros, tiró el saco que tenía en la mano contra el revólver del encapuchado y se arrojó hacia él, como un toro que embiste para derribar.
No llegó a tocarlo. En lugar de sentir la blandura de un cuerpo recibió toda la violencia de un hierro encima de la ceja. Después, la espalda contra el suelo, la sensación de desorden que le embadurnaba las percepciones y una extraña conciencia de que otra vez se iba a desmayar en lo mejor de la historia.
Lo primero que sintió fue el frío sobre los párpados, las gotas que le corrían por el cuello y bajaban por la camisa entreabierta. En seguida comprobó que lo que lo rodeaba no era su oficina.
Estaba acostado en una cama dentro de una habitación pequeña y sin ventanas, pintada de amarillo. Había una luz que pendía del techo y no se veía otra cosa. Sentado en el borde de la cama estaba el de la media. Ahora no tenía una pistola en la mano sino una jarra de agua. Vio que la jarra se acercaba.
-Estoy despierto -dijo levantando la mano.
El otro detuvo el gesto, se levantó y salió por una puerta que desde su posición Etchenaik apenas veía. Giró la cabeza sin atreverse a levantarla y vio que había otra más en el mismo ángulo de la habitación. Entre ambas puertas estaba un hombre apoyado en la pared. Tenía puestos un pulóver gris de cuello alto y una careta del Pato Donald.
- ¿Qué hora és? -preguntó separando un centímetro la nuca de la almohada.
Donald no contestó ni hizo el menor gesto. Etchenaik sintió que le dolía el ojo derecho y que apenas podía mover ese lado de la cara. Se incorporó sobre los codos y comprobó que estaba completamente lúcido pero optó por dejarse caer con un quejido que mentalmente calificó de desgarrador.
La puerta de la que había salido el de la media se abrió y entraron él y tres más. El último, uno alto y flaco con un antifaz del Llanero Solitario, traía una silla que arrastró hasta el medio de la habitación. Los otros tenían también la cara cubierta pero cada uno de una manera diferente. Uno tenía una bolsita de papel con agujeros. Se desparramaron por la pieza y el Llanero fue el primero en hablar.
-Venga, Etchenique.
El veterano se dobló como para sentarse pero luego de unos segundos repitió la caída de espaldas, ahora con un resoplido.
-No exagere -dijo el flaco-. No le pasa nada.
Tuvieron que ir a buscarlo y arrearlo hasta la silla. Tenía la cabeza volcada hacia adelante y la luz le caía vertical sobre la nuca.
-Etchenique -dijo casi con ternura el de la media levantándole el mentón con los dedos-. ¿Qué pasó con Chola Benítez?
Y ésa, precisamente ésa, el veterano no se la esperaba.

55. Patadas y galletitas

Cuando le nombraron a la piba que apenas había visto unas horas hasta que alguien la bajó desde un auto en la escenografía grotesca de Caminito, Etchenaik levantó la cabeza:
-No entiendo nada, viejo. La mataron... ¿Pero por qué te la agarras conmigo?
Desde atrás, una mano se apoyó suavemente en su cabeza y bajó enrejada en el pelo, se deslizó persuasiva.
- ¿Cómo fue? -escuchó.
- ¿Cómo "cómo fue"? -dijo intentando girar, pero sintió que le apretaban el hombro opuesto, lo retenían.
-Queremos los detalles, todos los detalles.
Etchenaik sintió que esperaban algo que él no podría darles y supo que eso le costaría caro.
-Creo que hay un malentendido... -comenzó.
Le tiraron un coscorrón entre amistoso e intimidatorio que le revolvió la pelambre, lo manoseó, ablandándolo.
-Escuchá bien, hijo de puta -ahora era el de la bolsita de papel-. No jugués al sorprendido porque de acá no vas a salir vivo si te hacés el loco.
-No soy demasiado valiente ni aguantador -dijo Etchenaik con la boca entreabierta y mirando al vacío-. Les puedo decir todo lo que sé, no tengo nada que ganar o perder en esto, pero me parece una guachada que traten de asustarme jugando a los mascaritas. Se ve que son pendejos...
Vio la turbación, el subir y bajar del papel humedecido en el lugar de la nariz, la inminencia del golpe. Pero una mano se apoyó en el hombro del de la bolsita y una voz más serena le habló desde atrás de esa mano. Era el Llanero.
-Vos sos el último que la viste. Iba en el auto con vos y el otro la noche que la mataron. ¿Adonde la llevabas? ¿Por qué te largó la cana?
- ¿La entregaste vos, no? ¿Se la entregaste vos a Sanjurjo? -saltó otra voz desde el fondo.
-Demasiado desorden en las preguntas -dijo Etchenaik y al momento se dio cuenta que no podía darse esos lujos, ironizar.
Vio venir la primera trompada y se encogió levantando las rodillas, pero igual sintió el golpe tremendo en el costado. La silla se tambaleó y se fue al piso. Quedó acurrucado boca abajo.
-No perdamos tiempo -escuchó que le decían sin pasión-. ¿Qué le hiciste a Chola? Habla o te reventamos.
-La puta madre que los parió -dijo con la boca pegada al suelo.
Lo levantaron entre dos.
-Habla.
Abrió los ojos y los volvió a cerrar. Parecía irse hacia la derecha pero se sostuvo. Volvió a abrir los ojos.
-Bueno, hablo -dijo.
Los que estaban a los costados lo soltaron; bajó la cabeza y dio un paso hacia la silla. De pronto giró con todo el impulso del cuerpo revoleando el puño de abajo hacia arriba. El de la bolsita de papel recibió el derechazo entre la oreja y el cuello y se fue para atrás como tironeado. Pero no pudo repetir el giro con la zurda. El Pato Donald lo pateó fuerte entre las piernas y vio todo blanco. Antes de tocar el suelo sintió otro golpe en los riñones. Las patadas caían sobre su cuerpo como en un sueño.
- ¿Qué pasó con Chela, Etchenique?
No contestó. Sentía el frío del mosaico curiosamente acogedor y los golpes retrocedían vertiginosamente.

Cuando abrió los ojos estaba de nuevo en la cama. Nada había cambiado pero podían haber pasado diez minutos o dos días. El Llanero Solitario masticaba galletitas Express sentado al revés en la silla, acodado al respaldo, mirándolo. Tuvo la impresión de que estaba allí desde tiempo indefinido, en esa misma posición. Quiso mover un brazo pero comprobó que estaba esposado al elástico.

56. Clases de lucha

Etchenaik vio que el Llanero Solitario se movía en la silla. Oyó que decía algo también pero prefirió hacer como que no, quedarse quieto.
-Quiero agua -dijo al rato.
El otro le alcanzó la jarra que estaba en el suelo y bebió dos sorbos largos, con ganas. El enmascarado lo miraba hacer casi con simpatía. Etchenaik se dejó caer sobre la cama y giró hacia la pared.
- ¿Usted con quién está? -oyó ahora sí clarito a sus espaldas.
-Con la puta que te parió -contestó bajito contra la almohada.
- ¿Cómo?
El flaco no insistió, siguió hablando sin esperar respuesta, con la boca llena de galletitas.
-A esta altura, viejo... El que no está con nadie se queda en el medio. Y a los que están en el medio todos les desconfían: cada uno cree que están con el otro.
-Atendeme, pibe -dijo volviéndose-. Pónganse de acuerdo: ¿me trajeron acá para ablandarme a piñas o para melonearme? A mí me importa tres carajos quiénes son ustedes o qué les pasa a los otros. Yo estoy con quien quiero y en el medio de nada.
El flaco agitó la cabeza.
-No lo entiendo, Etchenique. ¿Esto va en serio?
- ¿Qué cosa?
-Esto que le estoy mostrando, dése vuelta...
El veterano vio la tarjeta de la agencia en la mano del Llanero.
- ¿Es joda, no?
-No es joda. Yo soy eso: Etchenaik, investigador privado.
-Pero eso no existe, viejo. Es un invento yanqui, pura literatura, cine y series de TV... ¿O se cree que tipos como Marlowe o Lew Archer o Sam Spade existieron alguna vez? ¿Qué le pasó? ¿Se rayó como Don Quijote y creyó que podía vivir lo que leyó?
Etchenaik no contestó, permaneció impasible.
-Hasta se eligió un Sancho Panza: un gallego analfa que le crea y lo siga -se ensañó el enmascarado-. Inclusive tiene un auto viejo, casi una reliquia, así se siente Bogart... Aunque no lo veo con ninguna posibilidad de conseguirse una Lauren Bacall, una Verónica Lake, bah... Ni una Olguita Zubarry, creo.
Era como si el Llanero quisiera tensarlo hasta el estallido, obligarlo a mirar un espejo cruel o definitivo. No pasó nada, sin embargo, porque el veterano siguió inmóvil, estoicamente agarrado a un modelo o a quién sabe qué...
- ¿Terminaste, mascarita? -se esforzó en parecer entero, sobrador-. Seguro que vos no hacés literatura, disfrazado con el antifaz y jugando a...
-Yo sé para qué hago lo que hago, a quién golpeo, quiénes son mis enemigos -se trenzó el otro casi con curiosidad.
-Así es fácil: uno armado y sentado en su sillita y el otro atado a la cama: " ¿De qué lado está? ¿Quiénes se benefician con los tiros que pega? ¿Cuáles son sus relaciones con el poder?"... O vos te crees que porque soy viejo soy pelotudo o no sé lo que pensás...
El Llanero no dijo nada. Sacó un cigarrillo y le ofreció. Se había olvidado que Etchenaik estaba atado a la cama... Le desató un brazo. Encendió el cigarrillo y se lo alcanzó.
-Estás muy loco, Etchenique... Y te vas a hacer pomada al pedo, por nada.
-No soy el único, creo. Cada uno elige. La cuestión es creer y seguir hasta el final.
Se calló imprevistamente, como si hubiera llegado demasiado lejos, demasiado en serio, casi en el borde de la mentira. Ya no sabía sí decía lo que creía o lo que creía que debía decir...
El flaco apoyó las manos en las rodillas y se levantó. Etchenaik se volvió a la pared otra vez.
En un momento dado sintió que manipulaban a los pies de la cama. No quiso preguntar qué le esperaba.

57. Ultima voluntad

Cuando los que se movían a los pies de la cama se fueron, Etchenaik se dio cuenta de que le habían soltado las ataduras. Sin embargo permaneció inmóvil, de cara a la pared, disfrutando de una tregua que sentía prorrogable hasta el infinito. El Llanero Solitario podía estar o no a sus espaldas. No iba a darse vuelta para verificarlo.
Al rato tuvo ganas de mear. Se movió y descubrió que estaba solo y el paquete de galletitas al pie de la cama. Tenía hambre y comió con voracidad, juntando los pedacitos entre los pliegues de la colcha. En la pieza, todo estaba igual que cuando lo golpearon; las sillas dispersas como después de una fiesta, los manchones del agua derramada por el piso.
Se levantó y caminó hasta el baño. La puertita liviana, casi de utilería, se resistía a abrirse.
-Espere -pidió alguien.
Al instante salió el Pato Donald con la careta ladeada, sosteniéndose los pantalones con una mano. En la otra llevaba el revólver.
Entró, en el espejo encontró una cara que le recordaba vagamente a la suya. Tenía un ojo casi enteramente cerrado por el hematoma que le crecía hacia la sien; de la comisura bajaba un hilo de sangre pegada y seca.
Apoyó la frente en el espejo y cerró los ojos. Luego orinó profusamente, se lavó la cara con el agua fría y escasa que goteaba de la canilla y pudo comprobar por la estrecha ventanita que era de noche. Se secó con su pañuelo. Descubrió un peine grande y desdentado; lo agarró y casi insensiblemente se lo llevó a la cabeza. Se detuvo: entrelazados a los dientes habían quedado varios largos cabellos rojos. Los sacó y sintió entre las yemas de los dedos la textura áspera, el grosor excesivo.
Los golpes contra la puerta lo sobresaltaron.
-Vamos, salga rápido, Etchenique.
-Mi última voluntad es cagar.
-Salga, no perdamos tiempo.
-Esto lleva tiempo, amigo...
-Salga o lo reviento -gritaron pateándole la puerta otra vez.
Salió, estaban todos allí como en una reunión de familia. El de la media castaña, el Pato, el de la bolsita, alguno más.
-Tengo hambre -dijo.
El Pato Donald salió sin decir una palabra y volvió con un sándwich de salame y queso con pan bastante duro y un vaso de vino. Durante ese rato Etchenaik sintió que lo observaban como si estuvieran en una sala de espera. Pero no sabía qué era lo que estaban esperando de él.
-También hay café, si quiere.
-Bueno -dijo Etchenaik masticando sentado en la cama, pensando cuánto duraría tanta hospitalidad.
Duró poco.
-Venga, Etchenique -y lo arrastraron con persuasiva firmeza hasta la silla-. No hagamos más teatro: cuenta todo, prolijo y completito. Sin cancherear, que no le da el cuero. Queremos saber qué hacía metido entre la gente del turco Kasparian, por qué la cana no lo tocó la noche del asesinato de Chola, qué tiene que ver Marcial Díaz con todo esto y con usted y... qué busca, en el fondo. Si es cana, agárrese.
-Me extraña que no sepan olfatear la cana. Alguna vez tuve olor a tira pero me bañé seguido durante los últimos veinte años. Pero eso no hay forma de comprobarlo... De lo demás, no les voy a contar nada porque cualquiera que haya leído novelas policiales sabe que los detectives privados jamás deschavamos a nuestros clientes. Así que no voy a decir para quién trabajo. En cuanto a la piba que les preocupa, nos ayudó contra los de la droga, y ellos la mataron cuando nos separamos, al huir. No sé nada de ella. Marcial Díaz era un... -vaciló, al final se calló.
-Mire esto. Es el "Clarín" de hoy domingo.
Y le pusieron delante de los ojos un recuadrito de la página de Espectáculos firmada por Jorge Göttling: "Otra pérdida para el tango: murió Marcial Díaz".

58. Sanos consejos

La nota tanguera -un recuadrito con una foto vieja de Marcial en la época de Rotundo, el micrófono cuadrado y grandote como en el balcón de Perón, el nombre de la radio en las alitas- estaba al pie de página. El periodista, el alemán Göttling, un tanguero que Etchenaik conocía bien porque no laburaba de viuda y tenía el paladar abierto y sensible, hacía una repasadita amistosa por la trayectoria de Marcial: Tanturi, Rotundo, Maderna, la etapa de solista y lo que llamaba "el temprano retiro, llevado por un pudoroso concepto de lo que debía ser su imagen".
Los enmascarados eran un auditorio mudo y atento que lo miraba leer, esperaba sus reacciones como si fuera una rana sacudida por la corriente. Sin embargo Etchenaik no se conmovía por una muerte que había visto embarrada y encadenada, reventada de dos balazos íntimos. Sólo se sentía libre y hecho por unas cortitas frases que iniciaban la crónica, cumplían con una promesa de honor: "Se informó que en un accidente de tránsito ocurrido el miércoles pasado en horas de la madrugada falleció Marcial Díaz. La demora en su identificación se debió a la ausencia de documentos en poder del occiso, que vivía solo desde hacía unos años. Los restos serán velados..."
El veterano bajó el diario y tenía otra cara que la que sin duda esperaban de él.
-Bien -dijo.
- ¿Lo sabía?
-Sí.
- ¿Por qué la cana miente, oculta que lo amasijaron?
-Porque no tenía nada que ver con todo ese asunto: estaba ahí de pedo nomás y la ligó.
- ¿Era amigo suyo?
-Lo vi dos veces. -Se rectificó-. No, tres.
De pronto se decidió y se puso de pie, como si estuviera dando una conferencia de prensa, un reportaje. No era un secuestrado sino el dueño de la situación pese al pómulo reventado, la nariz sangrante.
-Ustedes están equivocados, no entienden nada: Chola y Marcial eran amigos pero evidentemente no estaban ahí metidos entre esa gente por lo mismo. Qué hacía la Benítez ahí, lo saben ustedes. Qué hacía Marcial, lo sé, o creo que lo sé, yo... Y no lo voy a decir. La cuestión es que los descubrieron y los mataron a los dos. A ella casi pude salvarla yo la noche de Caminito, pero no pudo ser. Con Marcial llegué más tarde todavía, pero al menos pude probar que la cama que les habían tendido a los dos era falsa y salvarle el nombre, una cosa que algunos todavía tenemos en cuenta.
El Llanero Solitario estaba recostado en la cama del prisionero, lo miraba pasearse:
- ¿Y la novela cómo sigue? Si se fija en el mismo "Clarín" unas páginas más adelante, Philip, va a ver en las Policiales que con dos o tres detenidos sin importancia han hecho una historieta bárbara los amigos suyos de la cana. Pero de los peces gordos ni se habla. Ni de Kasparian siquiera... Con todo este despelote sólo ha conseguido espantar a los grandes.
-La Tía Pocha.
-Eso es... Y Fredy Sanjurjo. Nos costó un año de laburo arrimarnos tanto para que todo se fuera a la mierda.
Era la segunda vez que le tiraban ese nombre y Etchenaik tampoco esta vez acusó recibo.
-Para mí, la novela sigue: hay mucho por hacer.
Hubo un silencio en que alguno tosió, respiraciones entrecortadas. El veterano sintió que desde la charla con el Llanero todo había cambiado.
-Prepárese, que lo vamos a largar.
Era una voz nueva, femenina. Como a coro, el resto de la gente se abrió y otra mascarita, la dueña de la voz y de un pasamontaña rojo que le dejaba sólo los ojos claros y serenitos expuestos al aire.
-Sabemos todo, Etchenique. Se salvó por no mentir. Ahora, escuche un sano consejo: quédese quieto, no joda ni se meta porque entorpece todo.
Y el Pato Donald se acercó con una bolsa en la mano.

59. Volver

Le pusieron una bolsa de arpillera en la cabeza y alguien le acercó otra de polietileno a la mano.
-Agarre -dijo una voz-. Sus documentos y el revólver. Está descargado.
Lo dejaron solo unos minutos y cuando volvieron lo llevaron de la mano, como a un escolar. Primero caminaron por lugares estrechos, en que tocaba las paredes con ambos hombros. Después subió dos o tres escalones y en seguida estuvo a la intemperie. Le ordenaron tirarse al suelo en un piso de tierra y le sujetaron las muñecas con esposas. Luego caminó unos pasos sobre baldosa acanalada con las pelusas de la bolsa jugueteándole en la nariz.
-Agáchese y entre -le dijeron.
No obstante la advertencia se golpeó la frente contra el borde de una puerta de automóvil. Lo empujaron y quedó acurrucado con las rodillas contra el pecho. El auto se puso en marcha.
Al rato, una voz distinta de todas las que había oído le ordenó levantarse. Le sacaron las esposas, le descubrieron la cabeza.
-Pórtese bien -dijo el que manejaba mientras el otro le apuntaba a la cabeza-. Ahora nos vamos a detener. Se baja por la puerta de la derecha y se tira al suelo. No se mueva hasta que hayamos doblado. Nosotros le estaremos apuntando continuamente, así que no se haga el loco.
La oscuridad era total. El auto se desvió levemente del camino y se detuvo. Le abrieron la puerta:
- ¡Abajo!
Sintió el pedregullo y arena húmeda bajo las rodillas, aire fresco en la cara y vio las dos lucecitas del auto que se alejaban.
Se quedó mucho más de lo indicado en el suelo, respirando hondo con la boca pegada al piso. Al rato, cuando el amanecer comenzó a perfilar el contorno de las cosas, se sentó y miró la avenida curiosamente cercana. Recién entonces pensó en la posibilidad de volver a casa.

A las siete de la mañana tomaba café con leche y medias lunas en el Paulista de la Avenida de Mayo. Estaba bañado, dolorido, con una curita en la ceja y el gallego adelante, acodado.
-Llamaron dos veces para decir que estabas bien, que te largaban hoy, que no fuéramos a la cana.
- ¿Llamó Macías?
-Ayer domingo. Me preguntó si había leído el diario con la noticia, tal como te la había prometido. Le dije que no estabas, que te habías ido a una pileta en la Panamericana...
El veterano se atragantó con la medialuna:
- ¿Eso le dijiste?
-Quería que se diera cuenta que le mentía, y no me importaba lo que pensaba. Por otro lado tenía un cagazo bárbaro por vos y los encapuchados pero tenía que aguantarlo ahí, sin deschavarme.
Ya Tony le había hecho la crónica humorística de la mañana del sábado, con Cacho y Sofía forcejeando en la piecita, con la inútil recomendación del silencio, con su propia sorpresa al descubrirse sereno y dueño de la situación pese a todo.
Etchenaik ya había desgranado su pequeña epopeya de trompadas y cárceles clandestinas, aunque a la altura de la tercera medialuna de grasa se dio cuenta que se había guardado dos cosas: la charla herméticamente política con el Llanero Solitario, el tacto ocasional de un pelo color sangre vieja, enredado en un peine desdentado y torpe para tanta sutileza.
-A esos pendejos hay que reventarlos. Mira cómo te dejaron... ¿Vas a llamarlo a Macías ahora?
El veterano andaba con la mirada perdida en la calle, miraba a los operarios municipales que descolgaban los mascarones, enrollaban en el brazo las ristras de lamparitas de colores.
-¿Qué tal los corsos el fin de semana, gallego? -dijo al volver.

60. Un libro necesario

Volvieron por la vereda del sol, perplejos, hostigados por un calor que se negaba a abandonar la ciudad, que moriría peleando. Vacilante todavía el andar del gallego, el tobillo empaquetado por las vendas. Muy achacado Etchenaik, con los riñones marchitos a patadas, una ceja partida y el orgullo como una especie de trapo que llevaba pegado a los zapatos, arrastrándolo por la calle sin convicción ni esperanzas de llegar a ninguna parte. Para colmo de males, en la oficina devastada los esperaba Giangreco:
-¿Qué le pasa al dúo dinámico? -exclamó.
Le contestaron gruñidos propios de establo y jaula, algún zarpazo contenido en su inutilidad.
-Hacete unos mates, pibe... Si es que el calentador funciona todavía -fue la única señal de vida que dio Etchenaik.
Después se fue al armario, sacó el tablero y la caja con los trebejos de ajedrez y se sentó con su librito de Ludeck Pachman a reconstruir partidas del Torneo Candidatura de Manila '67.
El gallego lo conocía tan bien que cuando lo vio instalarse en el extremo de la mesa de cocina que había suplantado al destruido escritorio se preparó para una jornada taciturna y empedrada de monosílabos.
- ¿Dulce o amargo? -preguntó Giangreco.
Nadie le contestó. Optó por echarle tan poca azúcar como para negar que lo había hecho, la suficiente para justificar que le había echado. Sin embargo, tomaron una vuelta entera y nadie dijo nada.
Cuando encendieron la radio a la hora de la tangueada, hubo un conato de discusión sobre los méritos de Agustín Magaldi que se diluyó por falta de interés. Luego sonó el teléfono -era Macías- y Etchenaik se fue ahora sí explícita y voluntariamente a una pileta de la Panamericana, como tuvo que explicar sin convicción Giangreco.
El muchacho fue a comprar cigarrillos, volvió. Se le ocurrió un comentario para salvar la mañana:
- ¿Quiere que le juegue, Etchenaik? Cacho quedó asustadísimo después de lo del sábado y no creo que vuelva por un tiempo. Sé mover las piezas, la apertura siciliana, la inglesa, todo eso...
El veterano se prestó de mala gana. A los cinco minutos el tablero era un baldío y Giangreco trataba de reunir las pocas y dispersas ovejitas negras en un rincón para aguantar el final inevitable.
-Juega bien -dijo.
-Contale del libro -se cruzó el gallego.
- ¿Qué libro? -se interesó Giangreco.
-Tiene escrito un libro de ajedrez... Algo así como "Cómo ganar partidas rápidas". Nunca se publicó pero está terminado.
-Ni se va a publicar -concluyó Etchenaik volteando las piezas como si fuera un viento definitivo, decretando el final.
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación:
-Creo que hay que cambiar la mano de las recetas para el éxito o el triunfo... Habría que escribir un libro útil, al alcance de todos, de instrucciones para la derrota. Eso... Porque yo no le puedo enseñar a nadie a ganar al ajedrez o a nada. Tendría que ser una especie de recetario del perdedor vocacional. Porque hoy, ¿a quién le vas a enseñar a ganar?
Y ya no hablaba de ajedrez, del truco de gallo o de cómo pasar de cadete a jefe de sección sin escalas. Hablaba de todo y algo más:
-Hay que enseñar a perder, viejo: con altura, con elegancia, con convicción. Hay que escribir un Dale Carnegie al revés: "Cómo perder seguro" o "Derrótese usted mismo en los momentos libres", algo así... Y sería un éxito, porque le hablaría a la gente de lo que conoce. Eso necesitamos: un manual de perdedores.
Y se tomó un mate frío, olvidado sobre la mesa, como si con eso subrayara algo de lo dicho, una verdad berreta pero suya.

61. Cambio de frente

No había mucha gente. Etchenaik llegó temprano y se apoyó en un árbol junto a la entrada, esperando el cortejo. Esperaba algo más que eso, sin duda. Recordaba películas europeas, cementerios tipo jardín, minas de negro, sombrerito y vestido a la rodilla, gente de sobretodo y diálogos en que se revelaba todo entre tumbas blancas y silenciosos paseos por senderos rojos.
Recordaba eso y no dejaba de ver la desolada Chacarita de las tres de la tarde, un espantoso paredón parecido al blanco verano, y todo el sol acumulado durante años para tirarlo como un baldazo sobre esa hora en ese lugar.
Lo esperó así, recordando un proverbio chino o árabe en el que alguien sabio se sentaba en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver de su enemigo. Cuando fueron las tres y diez, él mismo, de pie y malhumorado, vio pasar el cadáver de su amigo Marcial Díaz, llevado por manos de bandoneonistas y cantores, vocales de SADAIC y algún locutor radial de trasnoche. Pero a Etchenaik no se le ocurrió ningún proverbio.
A la hora de los pañuelos habló primero un gordito retórico designado por la Asociación Gardeliana; luego, un flaco espontáneo que improvisó en nombre de los admiradores lagrimeó un poco e hizo sentir mal a todo el mundo. Y después Expósito, que tuteó al cadáver, golpeó el cajón, terminó tarareando la versión de Marcial de "Pedacito de cielo" con su fraseo característico.
Cuando se dispersaron, Etchenaik los dejó ir y se acercó por detrás a uno de los últimos, le puso la mano en el hombro:
-Espere, amigo...
El otro se dio vuelta: morochazo, fornido, el bigote caído sobre las comisuras. Los ojos dieron una vuelta rápida por la cara y los aledaños de Etchenaik.
- ¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
El veterano aflojó la mano, evaluó la edad, el lomo:
-Vos sos una guitarra argentina...
El otro contestó con una expresión de nada, como cuando en las transcripciones de reportajes se ponen puntos suspensivos, un vacío.
-Yo soy un amigo de Marcial o Alfredo, como quieras. Estaba en el boliche la noche que cantó "Café de los Angelitos" y ustedes no entendían nada...
El otro esbozó una leve sonrisa, apenitas.
-Pintos, a sus órdenes -y extendió la mano.
El veterano se la estrechó.
- ¿Y los otros dos muchachos?
El morocho llamado Pintos, guitarrero de tango, uno de los que Ir dieron los acordes finales al patético Alfredo Duggan de aquella noche que ahora parecía lejana, se encogió de hombros.
-Cuando empezaron los tiros bajamos del escenario y salimos. No los vi más. Ahora me enteré por los diarios, cuando vi la foto, que Marcial Díaz era Alfredo.
Etchenaik lo escudriñó hondo. El guitarrero aguantó la mirada casi divertido.
- ¿Qué le pasa? -dijo.
-Nada, nada. Yo no me enteré por los diarios. Yo sé que a Marcial lo asesinaron...
- ¿Lo asesinaron?
-Sí. Los balazos a la dinamarquesa eran para él. Se salvó porque la mina se levantó en ese momento. Esa noche consiguió escapar pero lo reventaron la noche siguiente.
Lo dijo todo seguido, sin especular, total ya estaba jugado.
Pintos miró clásicamente a su alrededor. Los pasillos estaban vacíos pero el programa continuaba: desde el fondo avanzaba un nuevo cajón con su gente, tal vez sus oradores.
- ¿Usted es policía?
-Algo así.
-No entiendo.
-Cambiemos de frente -lo encaró Etchenaik-. ¿Ayudás o no?

62. Un paquete desprolijo

Pintos tenía uñas de guitarrero, pero los dedos conocían otros rigores, además de la sutileza de la bordona y sus hermanas. Por eso cuando le estrechó la mano al veterano en un impulso afirmativo, enfático y contundente, lo machucó:
-Ayudo, Etchenique -dijo con una sonrisa.
- ¿Cómo me conocés?
El veterano abría y cerraba la mano dolorida, ahora le sumaba algo de asombro a la situación.
-Te conozco, digamos, de esa noche... Lástima que sacando vos y yo, esta tarde no haya nadie más de los que estaban en el For Export.
-Pero vos sos...
-Cana.
La chapa relampagueó en la palma, volvió al bolsillo interior.
-Vamos afuera. Estaba previsto que vinieras, pero también que apareciera algún otro. Parece que se borraron todos.
Rehicieron el camino. Etchenaik se sentía como un empleado de oficina al que las compañeras de laburo lo encuentran a la salida de un strip-tease al paso, lo acompañan después con una leve sonrisa humillante.
-Vení. Ahí está Macías. Hace tres días que te busca.
El colorado tomaba un helado de frutilla y chocolate en el asiento trasero de un Falcon, con los pies en la vereda. Otro morochazo parecido a Pintos le pasaba la lengua a un cucurucho de limón. No había ferretería a la vista pero un cana uniformado se paseaba en la esquina, a diez metros, y había otro parado en la vereda de enfrente, en un umbral.
-Hola. Te invito a dar una vuelta -dijo el colorado como si fueran chicos otra vez, como si le prestara la bici en las veredas de Parque Patricios.
-Ando con la máquina -y Etchenaik señaló el Plymouth que crepitaba al sol, un plato hirviente de papas fritas.
-Una vueltita y te traigo. Subí.
Subió. Dieron la vuelta a la plaza, tomaron Corrientes.
Hablaba Macías. Pintos y el otro ni se daban vuelta. Atrás y adelante del Falcon habían aparecido parsimoniosos patrulleros que los escoltaban sin ruido.
Recién a la altura del Abasto, el veterano habló.
-Pero yo no soy idiota útil de nadie -se quejó.
-No. Sos útil, no idiota. Más que útil, utilizable, que es parecido, pero peor.
-Yo no soy forr...
-No.
Macías siguió hablando. Llegaron a Pueyrredón, doblaron hacia Once. Mientras lo oía, Etchenaik sentía que sus movimientos de la ultima semana se parecían al gestuario de un nadador en una pecera de vidrio, a quien se ríe y se enoja mientras habla en la cabina de un teléfono público, o a una mosca que se ufana entre los sandwiches de miga pero no ve la campana, el mozo que la observa, acodado al mostrador.
-Vos nos diste pistas, nos entregaste gente servida: Loureiro, la Sardetti, un matoncito como el que cayó de la terraza. Pero por otro lado quemaste todo, nos obligaste a resolver de apuro algo que venía para redada grande. Hiciste saltar a Bertoldi y a los otros cuando los teníamos bajo control, con Pintos metido ahí esperando el momento. La noche del tiroteo, si aparecía Sanjurjo o La Tía Pocha, íbamos nosotros.
-Pero Marcial los asustó... -completó Etchenaik, cauteloso.
-Claro. Pintos esperaba que pasara algo.
Etchenaik se acomodó en el asiento, recapituló todo lo que había escuchado, concluyó:
-Pero ustedes no sabían nada de la carta que se jugaba Marcial, qué era lo que buscaba metido entre ellos.
-No. Eso lo sabías vos.
-Lo supe en lo de Brotto: estaba por completar una venganza que se prometió hace diez años.
-Un paquete muy desprolijo es éste. Demasiados hilos sueltos -dijo el colorado mirándolo fijamente.

63. Capítulo clásico

El Falcon había retomado Rivadavia hacia el Oeste y Macías terminaba su discurso: de Kasparian para arriba, se habían borrado todos; estaba roto el circuito de distribución, habían secuestrado kilos y kilos de coca y tenían el revólver que había matado a dos personas y varios candidatos para ser dueños del dedo que apretó el gatillo.
-Ya está todo cerrado, Etchenique -concluyó el colorado, portador de un suave desencanto-. Ahora explica lo tuyo.
El tránsito se detuvo a la altura de Medrano y obligó al patrullero de adelante a unos breves sirenazos intimidatorios. Como respondiéndoles, Etchenaik se apuró, se abrió un poquito.
-Lo de Marcial es simple: en el '62 le mataron un hijo, Ariel Brizuela, que llevaba el apellido de la madre, una mina a la que llamaban La Loba. Quedó destrozado y juró vengarse. Para eso se retiró del laburo y comenzó a rastrearlos, como un vengador anónimo. Cuando los ubicaba, se infiltraba y luego los liquidaba. Me juego la cabeza que las muertes del "Negro" Esteban Miranda, que nunca se aclaró, y la de Jesús Santomé, que apareció en Barranca de los Lobos, fueron cosa de él. Eran dos implicados en el caso de Ariel... ¿No le decían "Fraile" a Santomé?
El colorado asintió con un movimiento de cabeza.
-Bueno: "Negro" y "Fraile" son dos nombres tachados en una lista privada de Marcial... Te la puedo mostrar. Y había otros. Cuando yo lo encontré, de casualidad, estaba cerca de los peces gordos. A punto de terminar el trabajo... Qué terrible culpa tendría que ni siquiera podía oír las cosas de su época de cantor. Y si se disfrazaba de Alfredo Duggan era como pantalla para infiltrarse... Pero algo debe haber fallado. Lo pescaron, o la piba dio un paso en falso.
-Ahí no querés hablar ¿eh?
El colorado le golpeó las costillas con un puño amistoso, sobrador y dueño de sus secretos y debilidades.
-De eso no hablo porque no entiendo. No sé para quién laburaba Chola Benítez pero quiso ayudarlo a Marcial, y sin saber quién era. La última noche, en el For Export, trató de comunicarse conmigo y al final, cuando estaba todo perdido, Marcial trató de pasarme la dirección de "El Goya" cantando "Café de los Angelitos".
-Es que ahí estaba el contacto con la Tía Pocha -completó Macías-. Era el cuartel general, según deschavó Loureiro... Pero no te castigues por no haber entendido. Pintos, que estaba siempre con Marcial, tampoco se dio cuenta de lo que pasaba esa noche... ¿Eh, negro?
Pintos se dio vuelta con un gesto afirmativo y dijo:
-Nunca me imaginé que Duggan estaba en algo así. Y la pendeja, no sé... Era un caso raro porque no era de ese ambiente. Apareció una noche en uno de los tours y prácticamente se le regaló a Sosa, uno de los socios menores de Kasparian, que estaba siempre ahí. Y se quedó nomás, como la mina de él.
Se hizo un silencio largo. Pasaron los árboles del Parque Lezica, pasaron Primera Junta. Cuando doblaron por Campichuelo hacia el Norte, Etchenaik suspiró y dijo:
-Este es un capítulo clásico de las historias policiales, colorado: los protagonistas se sientan a explicar qué ha pasado, atan cabos, el lector se desayuna de qué se trataba.
-Pero ésta es de las que terminan mal...
El veterano tardó en contestar, los ojos fijos en la nuca rapada que tenía adelante.
-No terminó. Hay cuentas pendientes...
Macías sonrió, casi satisfecho de verlo así. Le tocó la ceja rota:
- ¿No me vas a contar cómo pasaste el fin de semana?
-No. Me bajo acá -y manoteó el picaporte.
Y antes que el Falcon acelerara a la salida del semáforo, ya Etchenaik se había bajado, caminaba rápido hacia ninguna parte.

64. Gordo con fondo de río

Esa tarde llegó a la Chacarita cuando el sol declinaba luego de andar media ciudad. Se sentía particularmente vacío, sin fuerzas, como un juguete a pila al que la cuerda se le acaba en medio de una evolución y queda en posición ridícula.
Se subió al Plymouth pero en seguida se dio cuenta de que no tenía ganas de volver a la machucada oficina de la Avenida de Mayo. Mucho antes de llegar, a la altura del Abasto, dejó el auto en una transversal y se metió en un boliche.
Era miércoles, había un televisor encendido donde algunos señores de traje y cara lisa explicaban que, precisamente, no pasaba nada.
Etchenaik vio todo el noticiero con medio de blanco y se quedó un poco más cuando vio que comenzaban a pasar un partido de fútbol desde Mar del Plata: Independiente-Talleres.
Hubo un gol de Reinaldi, la infructuosa espera de las paredes de Bochini con un centroforward nuevo y torpe. Cuando terminó el primer tiempo Etchenaik pidió un cuarto más de blanco y se lo tomó de dos viajes. Se dio cuenta, mientras pagaba, que había perdido la convicción necesaria para emborracharse. Había barreras que ya no bajaba con facilidad, aunque encajonaran a un amigo con un dolor pendiente, aunque le demostraran que era literalmente un gil.

Cuando llegó, sigiloso y vencido a la oficina, la ventana abierta iluminaba intermitentemente de azul de rojo de azul de verde la penumbra semivacía. Cada cambio de color estaba acompañado de un zumbido, porque el cartel luminoso del bowling no andaba demasiado bien y los tubitos de neón hacían ruidos de insectos, daban calor con solo escucharlos.
- ¿Qué hora es? -preguntó el gallego en la oscuridad.
-Temprano. Las doce y media.
- ¿Encontraste a alguien?
-No -mintió.
Se hizo un silencio largo. Etchenaik se desnudó, se tiró en la cama, encendió un cigarrillo.
- ¿Chupaste mucho? -dijo Tony dándose vuelta hacia él.
-No puedo.
-Ah.
Al rato, cuando Etchenaik ya creía que el gallego se había dormido, Tony le habló.
-Hay un nuevo laburo. Hay que ir mañana a la mañana a una oficina del Bajo para una entrevista.
- ¿Llamaron acá?
-Sí. La secretaria del tipo. Se llama Berardi...
Hubo ruido de manotazos en ese extremo del cuarto; el gallego consiguió encender la luz, localizó a tientas un papelito, se lo alcanzó.
-Acá tenés los datos. Mañana a las diez.
Etchenaik miró la dirección, la letra pueril del gallego.
-No creo que vaya, Tony.

La secretaria se apartó del intercomunicador y realizó un gesto que abarcaba su izquierda, la puerta y un alto cargo ejecutivo escrito en letras negras. Etchenaik avanzó y se detuvo ante los vidrios grises.
-Entre. El señor Berardi lo espera -dijo la mujer con voz opaca.
Giró el picaporte y se introdujo en la claridad de una amplia oficina. Cerró la puerta sin ruido. No hubiera podido hacerlo aunque quisiera porque todo estaba acolchado hasta la obscenidad. La luz entraba por un gran ventanal que agotaba la pared del frente. Se veía el puerto, fragmentos del bajo, el último tramo de Corrientes. Había grandes sillones de cuero y dos sillas frente a un escritorio desmesurado, enfático. Detrás, sentado en un sillón giratorio y de espaldas a la puerta, un hombre gordo y calvo hablaba por teléfono con alguien que lo adulaba. El humo del cigarro subía, se dispersaba con el movimiento de su mano, se confundía con el pedazo de cielo gris entre las grúas.
Etchenaik tosió.


Hijos

Primera

65. La cara de la foto

Etchenaik tosió fuerte. El hombre gordo no se dio vuelta y siguió hablando por teléfono. El veterano se sentó.
Bajo el vidrio grueso de la oficina había un plano de la ciudad, un calendario, fotografías de niños que ya no lo serían. Etchenaik encendió un cigarrillo, echó humo y tiró la primera ceniza sobre el lustroso escritorio; después sopló hacia el hombre de traje azul.
En ese momento el gordo giró, reiteró una negativa, abrió una posibilidad sin prometer nada y colgó.
-Usted es García -dijo y sonrió.
-Soy Etchenaik. Tony García trabaja conmigo.
-Es lo mismo. Veo que ya se puso cómodo.
El veterano hizo un gesto que mostraba su propio cuerpo sólidamente instalado en el sillón. También sonrió.
-Lo escucho -dijo.
El gordo se acomodó y casi improvisó un gesto de embarazo, como quien tira una soga condescendiente a ese que venía, se instalaba, echaba ceniza como se le cantaba y establecía un clima sutil, intimidatorio. Para el señor Berardi era casi un chiste, una excentricidad de las reglas de juego en su territorio.
- ¿Un café?
-Sí.
El gordo hizo el pedido por el intercomunicador, hubo una pausa y quedó inclinado mirando el borde del escritorio, como si estuviera recitando un libreto apoyado en sus rodillas.
-Antes que nada -comenzó lentamente- le adelanto que el asunto no es demasiado grave. Pero es la primera vez que debo recurrir a un servicio como el de ustedes y discúlpeme si desconozco el mecanismo, la forma de trabajo. Y me desagrada haber llegado a esta situación porque tengo especial repugnancia a todo lo que sea solapado o encubierto: me gustó siempre hablar y hacer las cosas de frente.
-Entiendo -dijo Etchenaik-. Pero ¿qué es? ¿Una vigilancia, un seguimiento?
-Algo de eso.
El gordo, el señor Vicente Berardi, suspiró y su cuerpo vasto, excesivo dentro de la camisa blanca dividida en dos campos por la corbata azul y roja, se conmovió un poquito. Tendría entre cincuenta y sesenta años pero daba la impresión de llevar esa cara gorda y llena de venitas rojas y violetas desde niño. La plegó en un manojo de arrugas y luego la distendió como quien hace un violento ejercicio de gimnasia facial, casi doloroso.
-Tengo un hijo de veinte años, un buen chico. Se llama Vicente, como yo, y ya hace un tiempo que no vive conmigo. Eso sería lo de menos en otras circunstancias pero no ahora. No sé dónde está y es importante que lo localice. Cuando terminó el secundario no se decidía por nada y me lo traje a la empresa. Lo tuve dos meses en secretaría pero me di cuenta que no le gustaba... Usted sabe: siempre es así. Uno piensa en algo para los hijos pero después... ¿Tiene hijos, Etchenaik?
-Sí. Y nietos.
-Entonces me entenderá.
El veterano hizo su gesto clásico de tal vez.
Justo en ese momento aparecieron los cafés, casi mágicamente sobre el escritorio. La rubia portadora hizo leves ruidos de cucharitas y al instante desapareció sin un sonido, requerida sin duda por la lámpara que la encerraba. Pero el gordo estaría acostumbrado a tales prodigios y rubias funcionales porque no hizo un gesto. Sólo le alargó un sobre con el brazo extendido.
-Éste es el pibe.
Etchenaik sacó la foto y lo vio: un rubiecito descolorido con un velero alrededor.
Ahora había que juntar la cara de la foto con el rubio real.

66. El sueño del pibe

La fotografía fue a parar al bolsillo del saco de Etchenaik como si se la comiera.
Y el gesto fue el acuerdo tácito, la conformidad con un laburo que todavía no estaba conversado pero que ya tenía la materialidad de una cadena tendida entre el veterano y ese colorido cartoncito, entre el gordo del escritorio y su rubio opaco, fugitivo familiar.
-Dígame los detalles, Berardi.
-Es todo bastante reciente -dijo el ejecutivo como si fuera una disculpa, un atenuante de qué-. Una tarde, dos años atrás, apareció por acá para decirme que iba a estudiar algo raro. Creo que Antropología o algo así. Sé que le di poca bola pero no me opuse. Eso era mejor que andar boludeando en la puerta de los boliches de la Recoleta. Pero a los pocos meses, un domingo luego de una discusión de sobremesa, se animó a plantearme lo que yo esperaba desde hacía tiempo: quería irse a vivir solo. Solo no, bah. Con dos compañeros a un departamento por Boedo.
- ¿Conocía a los otros?
-No. Pero eso no importa demasiado.
Etchenaik se guardó la pregunta que flotaba ahí.
-Me interesaba cómo se las iba a arreglar, porque en ese entonces no trabajaba. Me contestó con vaguedades, más optimismo que posibilidades reales. Yo le recordé que en casa nunca le había faltado nada.
-Hizo la justa -dijo Etchenaik enterrando el cigarrillo en el cenicero de cristal.
El gordo lo miró un momento y sonrió.
-Usted me gusta... Habla poco, no pregunta de más. Va al grano y los aspectos sentimentales no lo alteran en nada. Es como yo. De otro modo no sería lo que soy.
El excesivo ademán de brazos abiertos y extendidos abarcó mucho más que aquella oficina impecable.
- ¿Y qué pasó después? -soslayó Etchenaik.
-Al pibe le pasó algo. Puedo poner las manos en el fuego por él -otra vez el gesto fue teatral- y no pienso que ande en nada reprobable, pero me preocupa no tener noticias desde hace tres meses. Quiero saber dónde está, qué hace. En fin... me gustaría ubicarlo. Nada más que eso: ubicarlo. Sin que él se dé cuenta, por supuesto. No quiero interferir en su vida si él está bien y contento. ¿Me entiende?
-Sí.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo y sacó un formulario.
-Tony ya le explicó la cuestión de los honorarios -dijo con una voz que ni él mismo reconocía-. Si lo localizamos en menos de una semana, es esa guita. Pero si en ocho o nueve días no hay noticias, me paga los viáticos y volvemos a conversar. Llene esto, por favor. Es el contrato ordinario.
Berardi observó unos instantes el papelerío. Murmuró su aprobación y comenzó a llenarlo prolijamente.
-Necesito algún dato más -dijo Etchenaik-. Amistades. ¿El de Boedo es el último domicilio que conoce?
-Sí, dése una vuelta. Además está la novia, una compañera de facultad que vive en Adrogué. Le doy por escrito nombres y direcciones.
Cuando terminó el contrato, Berardi cubrió prolijamente con su letra regular y neutra una hoja en la que el esquema convencional de una fábrica, con humito y techo anguloso, ocupaba casi un tercio.
-Aquí tiene mi dirección de la planta de Avellaneda también -dijo.
-El sueño del pibe.
- ¿Cómo?
-Olvídelo.
Etchenaik dobló en cuatro el papel, lo guardó y se puso de pie.
-El viernes tendrá novedades -dijo antes de cerrar la puerta.

67. El tío del campo

Dejó el Plymouth en San Juan y la cortada. Era una calle impersonal de veredas vacías y desparejas. Parecía un pasillo de inquilinato. Los viejos árboles habían sido reemplazados por ramitas verdes de futuro incierto. Un sol obsesionado quería reventar las baldosas. En seguida localizó el edificio de cinco pisos, en la vereda de enfrente, junto a una funeraria.
El ascensor no andaba. La escalera de mármoles gastados lo llevó penosamente al tercer piso. Un orgullo profesional que guardaba en el bolsillo interno del saco, arrugado pero todavía utilizable, le indicó que debía reponerse, regularizar la respiración antes de golpear a la puerta amarilla, sucia, con la letra H.
El muchacho que le abrió no tendría veinte años y la somnolencia le entorpecía los movimientos. Tenía el pelo revuelto y las cejas empecinadamente juntas.
-Buenas tardes. Quisiera saber si todavía vive acá mi sobrino.
La voz de Etchenaik se llenó de desniveles mientras un sombrero giraba, convencional, en sus manos.
- ¿Cómo se llama su sobrino?
-Vicente Berardi. Vengo de Santa Rosa.
-Hace meses que no vive acá -las cejas se separaron.
El gesto del tío no fue de contrariedad sino de sorpresa.
- ¿Y adonde se mudó?
-No sé. No dijo.
El veterano se quedó mirándolo, parpadeó. Pasaron algunos segundos. El muchacho sintió que debía hacer algo; cerrar la puerta, probablemente. No obstante, la abrió del todo.
-Yo soy Esteban -dijo haciéndole jugar-. Soy compañero de estudios de Vicente.
Las manos se encontraron con alguna dificultad.
-Santiago Morales, a sus órdenes.
Entraron a una pieza grande y llena de cosas. Había una ventana por la que se veía ropa tendida, techos picados, una cúpula coloreada.
-Así que Vicentito se mudó...
-Hace tres meses.
Esteban le indicó una silla y Etchenaik se sentó en el borde. Desde allí echó una mirada al desorden algo estudiado, los libros sobre los tres escritorios acoplados, los afiches que alternaban una Brooke Shields que el veterano no conocía, con un afiche en blanco y negro ostensiblemente latinoamericano y las consignas de La Sorbona, ya envejecidas de tan originales.
- ¿Y cómo hago para encontrarlo ahora? No voy a estar más que hasta mañana en Buenos Aires.
-Vaya a la casa. Ellos deben saber -dijo Esteban con las manos en los bolsillos.
Etchenaik sonrió, miró el piso, improvisó a lo loco:
-No sé si usted estará al tanto de cómo es mi cuñado -Esteban negó con la cabeza-. Yo no me trato con ellos hace años... Sólo con Vicentito nos hemos seguido viendo. Solía pasar los veranos en la chacra, de pibe...
La mirada pareció perderse en una lejanía de frutales y hortalizas. Continuó embalado:
-Se divertía mucho cuando iba: andaba a caballo, comía fruta verde, esas cosas... -en la imaginación del veterano ya la chacra tenía su entrada de paraísos, el pequeño tractorcito; desde la ventana se veían interminables hileras de tomates-. Sería una lástima que...
El muchacho se pasó la mano por el pelo desordenado. Cebó un mate y se lo extendió sin necesidad de preguntar. El tío del campo lo recibió con naturalidad.
-Cuando se fue no dijo nada -casi se disculpó Esteban-. Le puedo dar direcciones o teléfonos donde preguntar, pero difícil. Tal vez no esté ni en Buenos Aires.
Etchenaik rubricó la información con un ruidoso sorbo del amargo.
-Está muy bueno. El mate, digo.
Y se miraron de frente por primera vez.

68. Recuerdo de Plaza Italia

Esteban se levantó de la mesa y revolvió algunos papeles sobre uno de los escritorios.
-Lo decidió de un día para otro y no nos dio demasiadas explicaciones -dijo sin volverse-. Se fue solo y al otro día regresó con un amigo en una pickup para llevarse todo.
- ¿Una pickup?
-Una camioneta; de ésas para cargas, como las de los fleteros.
-Ah... una chata. Allá les decimos chatas. En la chacra tenemos una Ford F100, vieja.
-Ah -Esteban sonrió, volviendo ahora sí la cabeza desde el escritorio.
-Hacía como dos años que vivía acá, ¿no?
-Sí. Desde el comienzo de la facultad. Yo soy de Coronel Dorrego; nos conocimos en una clase y nos hicimos amigos: Vicente, Cora y yo.
- ¿Quién es Cora?
-La novia.
El muchacho se acercó con la libreta de direcciones que al fin había encontrado.
-Le voy a pasar algunos teléfonos y direcciones que tengo.
Se sentó y distribuyó la libreta y papeles sueltos sobre la mesa. El pelo le caía en la cara, llovía enrulado sobre la frente.
-Usted pregunte. Cora no tiene teléfono pero acá está la dirección de Adrogué.
Etchenaik reconoció la calle y el número que tenía en el papel doblado en su bolsillo.
-Estos Paz Leston, ¿son los oligarcas?
-Sí. Cualquier guita; pero la piba... -Esteban hizo un gesto que quiso ser significativo; pero qué significaría...-. Una gran piba.
El tío no acertó con la pregunta que correspondía. En cambio, aceptó un nuevo mate.
-Están en segundo año, ¿no?
-Sí. Por ahí andamos.
- ¿Y Vicentito, no habrá largado los libros?
La pregunta y el mate quedaron a mitad de camino porque el ruido del picaporte los hizo volver la cabeza. En el marco de la puerta que daba al interior había un hombre corpulento de grandes bigotes caídos. Pese a la calvicie avanzada, no tenía muchos años más que el otro.
-Vení, Esteban, ayúdame con las sillas -dijo con rudeza.
El muchacho se levantó apresurado y dijo algo que quiso ser una solicitud de permiso o una disculpa. La puerta se cerró detrás de los dos.
Etchenaik fue inmediatamente hasta el escritorio y observó sin tocar nada; luego hizo lo mismo con la biblioteca. En un ángulo, apoyada sobre el lomo de dos libros, había una mala foto tamaño postal con los ángulos doblados. La pareja joven sonreía con cara de travesura en una Plaza Italia con colores de utilería. Ella se apoyaba aparatosamente en él, con el otro brazo en la cintura; el muchacho rubio, casi desdibujado, aparentaba ingenuidad con las piernas separadas y las manos unidas adelante. Etchenaik dio vuelta la foto y leyó: "Cora y Vicente, Plaza Italia". Cuando escuchó el ruido de la puerta se la guardó en el bolsillo.
-Disculpe -era el de bigotes el que había aparecido-. Me dice Esteban que usted busca a Vicente. No sabemos nada de él. Le conviene llamar a la casa, a los viejos.
El tono pretendía ser amable ahora pero no ocultaba la mera intención de parecerlo. El tío del campo recuperó su sombrero.
-Gracias, no quería molestar. Creo que me arreglaré.
Nadie dijo nada. Etchenaik optó por dar unos pasos hacia la puerta.
-Mañana salgo para Santa Rosa y... --la pausa sólo sirvió para acentuar el silencio-. Buenas tardes, ha sido un... un placer.
El de bigotes arbitró los medios para que inmediatamente estuviera afuera, en el pasillo y camino del ascensor marchito.
-Que tenga suerte -dijo.
Y cerró con un golpe que no se la deseaba.

69. Silva y Cía

Aunque permaneció más de un minuto pegado a la puerta que el pelado de los bigotazos le había clausurado para siempre, Etchenaik no pudo oír un ruido, reconocer una voz.
Miró el reloj. Las tres y diez. Se largó por la de mármol castigado y ya en la vereda pudo ubicar la ventana del tercer piso. Caminó hasta la esquina de San Juan y entró a un bar. Ante la mirada ociosa del gallego que compartía el mostrador con un gato eligió una mesa desde donde podía controlar el movimiento del edificio.
Tomó un café, luego otro. No pasó nada. A las cuatro menos cinco se fue.

Ocupó el resto de la tarde en recorrer extrañas buhardillas por Patricios, departamentos en Palermo Viejo, cafés del centro y de la periferia. Desde el público de un bar de Independencia al dos mil y pico, luego de discar un número que ni recordaba dónde había recogido.
Etchenaik comprobó dos cosas: que ya el tío pampeano era bastante popular entre las amistades del inhallable Vicente; que esa popularidad no lo favorecía.
Volvió a la mesa y desparramó la información dispersa en papeles sueltos y hojas de libreta. Tachó los resultados negativos, una vez más reordenó las pistas y los timbres por tocar. En medio del inventario tropezó con la fotografía de Plaza Italia.
El pibe rubio no logró retener su atención. Ella. Era una foto de ella con él. Lo precario de la imagen no impedía que brillara la soltura, el aire desafiante de la mujer, la mezcla de púas y entrega en la mirada de ojos separados. Y el pelo era blando, pesado, un volumen oscuro y secreto. Guardó todo.
Hacia el atardecer, el bar comenzó a llenarse de estudiantes de la facultad cercana. Los grupos crecían y se disgregaban como gotas de aceite alrededor de las mesas.
Cuando un carro de la guardia de infantería se detuvo frente a la puerta los estudiantes apenas giraron la cabeza, como quien comprueba un hecho cotidiano. Etchenaik puso el dinero con una escueta propina sobre la mesa y se fue.
Minutos después cruzaba la puerta de la Bedelía de la facultad, un edificio ruinoso y sucio, entorpecido de carteles. Tras el viejo mostrador había un hombre con aire perplejo e intermitencias de luciérnaga en el parpadeo.
-Buenas tardes. Quisiera hablar con Silva, de maestranza.
-Un momento.
El hombre se dio vuelta y gritó el nombre a una puerta entreabierta.
-Ya viene -aclaró.
Al minuto apareció un hombre bajo con una gran cabezota adosada al guardapolvos azul como una lamparita de ciento cincuenta. La sonrisa le brotó fácil.
- ¡Qué haces, Etchenique, tanto tiempo!...
-Quiero hablar con vos...
Se sorprendió al escuchar su propia voz, seca y contenida.
- ¿Es importante?
-Más o menos... ¿A qué hora salís?
El de guardapolvos miró su reloj grande y ancho, de petiso.
-En veinte minutos estoy en la pizzería de la esquina.
-Nos vemos.

Primero pasó el grupo de los gritos y los carteles. Al ratito se oyeron las sirenas. Acodado en la mesa junto a la ventana, Etchenaik aspiró de su cigarrillo y esperó sin impaciencia los sordos disparos de las pistolas lanzagases. Los oyó, vio el humito lejano. Al rato, lagrimeando y a las puteadas, apareció Silva en la puerta de la pizzería.
-Mocosos de mierda -dijo sentándose.
- ¿Por qué es la cosa? -dijo Etchenaik sin interés.
-No sé. Todos los días hay un quilombo nuevo. El decano es un imbécil: primero les da soga, y después, cuando no los puede parar, pasa esto.
Silva se restregó los ojos y recompuso la cara. Tenía un bigotito fino, ornamental.
-¿Y?
-Te necesito -dijo Etchenaik como tocándolo con una caña a través de los barrotes.

70. Calor de hogar

Silva lo miró sin inquietud, satisfecho de que lo necesitaran, contento de que lo citaran en la pizzería "La Temblona", feliz de tener alguien con quien compartir un pasado que solía parecerle ilusorio de tan lejano.

- ¿Qué necesitas?
-Vos hace mucho que laburás acá; desde antes del '70.
El bigotito de Silva se curvó pícaro, casi cómplice:
-En el '67 fue el bolonqui y tuve que saltar... En marzo del "68 empecé acá. Se labura cómodo y no hay riesgos.
-Necesito que me pases algunos datos sobre dos alumnos... -trató de abreviar Etchenaik.
-El fichero es completo y para vos no hay problemas -hizo una pausa-. Ni te pregunto para qué los querés.
El veterano sintió que la oscura familiaridad de Silva lo hacía extrañamente vulnerable.
Agarró una servilleta de papel y la extendió sobre la mesa. Escribió los dos nombres, mientras la tinta se borroneaba estúpidamente.
Giró el papel hacia el otro.
-La mina me suena; tiene ficha, seguro. El otro no sé. ¿Es urgente el dato?
-Sí.
-Llámame mañana. ¿Vivís siempre en Flores?
-No, me mudé al centro.
Y no dijo nada más, no pudo ir más lejos.
- ¿Y qué haces?
-Nada, qué voy a hacer... Estoy jubilado. La paso bien.
Silva inauguró una sonrisa plena e inexpresiva, tan repentina como había sido la bronca del principio. Se ponía y se sacaba los gestos sin transición. El resultado era siempre desagradable.
-Disculpame -dijo Etchenaik parándose, torpe, aturdido-. Estoy apurado. ¿Te llamo a mediodía?
-Eso es.
Silva dio el teléfono, lo retuvo, lo humilló con precisiones, quiso tantearlo antes le de que se fuera:
- ¿No ves nunca a alguno de los muchachos?
Etchenaik se detuvo junto a la puerta, fue un instante apenas.
Después negó con la cabeza, murmuró algo incomprensible. Guiñó un ojo y salió.
Recibió el aire ahora limpio de Independencia como el que busca la superficie del agua con los pulmones a punto de estallar.
Desde el bar donde había estado a la tarde llamó por teléfono al gallego.
-Caminé al pedo todo el día, Tony: tengo algunas puntas más pero es muy poco. ¿Vos conseguiste algo sobre Berardi?
-Nada todavía. Mañana temprano, seguro que sí. Pero ahí hay guita grande, Etche. Muy grande.
-Mejor. ¿Algo más?
-Sí. Llamó Alicia. Te espera a cenar. Se quejó de que la tenés abandonada.
Etchenaik se rió, pero poco.
- ¿Vas a ir? -preguntó Tony.
- ¿Me dejás?
-Te va a hacer bien. Toma sopa, repetí el postre. Chau.
Como Etchenaik no contestó, el gallego lo tanteó al vuelo:
- ¿Te pasa algo a vos?
Pero no hubo respuesta. Sólo un ruidito, un zumbido, el silencio.
-La ficha -simplificó Tony-. Se le acabó la ficha.

Etchenaik estacionó el Plymouth bajo la sombra tupida de los plátanos de la calle Sarmiento. Antes de bajar del auto guardó el revólver en la guantera, se peinó como pudo en el espejito retrovisor, se secó otra vez la frente y el cuello.
La puerta del edificio estaba abierta. Llamó el ascensor, se dio una última, insatisfactoria mirada en el espejo mientras se toqueteaba la ropa y admitió que se sentía muy mal esa noche. Tal vez no había hecho bien en venir y, además, no traía nada.
Tocó el timbre en el 6° F.
Hubo un taconeo y la puerta se abrió.
-Hola papá -dijo Alicia.

71. Camisetas

Ella estaba parada con la puerta abierta, le ofrecía la mejilla olorosa de vapores, de humos de comidas.
-Hola -dijo Etchenaik y apretó el hombro que remataba un moñito del delantal de cocina-. ¿Cómo estás?
-Muy bien. ¿Y vos?
-Bien... Muy bien.
- ¿Jugando a Mike Hammer?
El veterano asintió sonriendo, casi ruboroso.
- ¿Qué te pasó en la ceja?
La mano de la hija le tocó la herida todavía demasiado roja y clesprolija de pelos y restos de curitas.
-Un chiste de carnaval, unas mascaritas... En serio: unas mascaritas, Alicia.
Ella no lo había hecho pasar todavía. Lo miraba como si no lo reconociera, con curiosa ternura. Se empinó -era bajita al lado del padre algo vapuleado pero lungo al fin- y le dio un beso, una bienvenida.
-Vení, pasa. Cuando Marcelo supo que venías no quiso ir a cenar a casa de un amiguito. Quiere mostrarte una camiseta del equipo que formaron en la colonia de vacaciones. Se está bañando ahora...
Caminaron por el pasillo, atravesaron el living chico y saturado de muebles con el televisor encendido. Alicia se detuvo en la puerta de la cocina, se dio vuelta:
-Hace un ratito llamó García, tu socio.
- ¿Para qué?
-Dice que volvieron a llamar por el caso de ese Balverde.
-Berardi.
-Eso: Berardi.
- ¿Te dijo qué querían?
-No. Que te van a llamar mañana a mediodía.
-Ah.
Ella sonrió levemente. Tenía un rostro claro, de rasgos dispersos y apenas insinuados. En realidad era toda así, excepto las caderas elocuentes:
- ¿Por qué no me tomas de secretaria?
El veterano le puso la mano en la cabeza:
-A mí me gusta la policial clásica y ahí el incesto no está previsto... ¿No viste lo que pasa entre los detectives y sus secretarias privadas?
Alicia no hizo caso del chiste tonto, forzado.
- ¿Te pasa algo?
Etchenaik se quitó el saco, lo tiró sobre una silla.
-Nada.
Se instalaron en la cocina. Mientras ella ponía la mesa, controlaba las milanesas en el horno, lavaba la lechuga, el veterano tomaba vino blanco con hielo en una silla de paja, sobreviviente de la vieja casa de Flores, y se aflojaba de durezas. Las padecía como si el fluir de la sangre arrastrara piedras, obstáculos, fuera una marea lenta y dificultosa que soportaba quién sabe desde cuándo.
- ¿Me vas a contar? -dijo Alicia.
-A veces hay que tratar con gente que te revuelve todo -dijo mirando al piso-. Basura, nena...
- ¿Con quién te encontraste?
-Vos no te vas a acordar: Silva, uno cabezón... Estuvo en casa varias veces, cuando vos eras chica.
Ella hizo un gesto indefinido, interrogó otra vez con los ojos.
-Es tira en la Universidad: ficha a los estudiantes, botonea... Cobra por eso.
- ¿Y qué te extraña? ¿Qué te molesta tanto?
-Que para él soy uno de ellos.
Alicia resopló con desaliento, como si cayeran en una situación repetida, gastada y sin salida:
-Oíme, viejo... ¿Qué clase de tipo sos? ¿Vos te abriste, no? Hace mucho que te abriste.
En ese momento apareció Marcelo. Estaba desnudo, con el pelo mojado y tenía una camiseta de Chacarita en la mano:
-Abuelo... ¡Mira la camiseta de mi cuadro!
Lo agarró, lo sentó sobre la mesa, se la puso:
-Linda camiseta, Marcelo. Chaca corazón.

72. Freud

La cocina reconstruyó un clima que ya Etchenaik había casi olvidado: crepitar de aceite, voces tibias y gritonas, olor a pis de gato; una vieja panera -demasiado vieja para su frágil corazón-, el increíble mundo de Marcelo.
-Chacarita no salió campeón nunca, abuelo.
-Sí, salió.
El puré sufrió un violento tenedorazo de euforia y revelación:
- ¿Cuándo? Los chicos dicen que siempre anduvo por la B.
-No saben nada: el glorioso Chaca de Bargas, Recúpero, Puntorero, el tanque Newmann, Marquitos, que jugaba en la selección...
-No los conozco, abuelo.
- ¿Viste a García Camben, el de Boca?
-Sí.
-Ese era suplente...
Marcelo se miró la camiseta -ya con manchas de aceite- y le descubrió un brillito de gloria.
-Déjalo comer al abuelo -dijo Alicia.
-Papá es de Huracán. Me dijo que vamos a ir todos los domingos, cuando me venga a buscar... ¿Huracán juega bien?
-Tuvo algunos jugadores: Houseman, el inglés Babington...
Por encima del ruido de cubiertos, de la botella de vino comprada especialmente para él, Etchenaik observó a su hija. La veía salteado desde hacía unos meses pero nunca dejaba de pensarla; sobre todo la imaginaba con su uniforme de maestra, vuelta al pizarrón, la tiza en la mano y las palabras lentas que acompañaban el dibujo de las letras. Esa era una Alicia diferente de la suya o la de Marcelo, una señora de Fogel -ahora sin Fogel- transformada en la fantasía y las conversaciones de veinte pibes de segundo grado para los que descendía mágicamente, quién sabe de dónde, todos los días a las ocho menos cuarto.
-Nena -le dijo mucho después, cuando Marcelo había claudicado finalmente en el sillón grande, rendido bajo protesta al sueño-. Nena, ¿ninguna novedad con Horacio?
-No. Ahí no hay nada que hacer. Creo que está de novio, si se puede decir... La última vez que salió con Marcelo la llevó. Se llama Alicia también.
- ¿Y vos cómo te sentís?
-Mal. Pero no me voy a morir. ¿Querés un café?
-Bueno.
Lo tomaron en silencio. En un momento dado terminó la película que no estaban mirando, apareció el fraile de los sanos consejos.
-Contame un poquito de vos -dijo Alicia-. ¿Estás medio loco, viejo?
-Creo que sí. Y Tony está peor que yo. Demasiados años de regadera en los malvones, muchos expedientes. Tendría que haberme largado cuando murió tu mamá, pero vos eras muy piba... Ahora todo es más difícil y últimamente tuve dos encuentros fuleros. Uno con pendejos, que me apretaron sin asco; el otro, con ese Silva, que me removió cosas.
Se sintió repentinamente estúpido, contándole sus problemas de viejo mal vivido y peor emparchado a su propia hija.
- ¿Necesitas guita, nena? -dijo obvio, inmediatamente arrepentido.
-No.

Cuando se hicieron las dos, Etchenaik se fue. Prometió volver el domingo a mediodía, prometió cuidarse, se sintió como cuando dejó a su hija por primera vez en el jardín de infantes, pero al revés: él, en la selva de gente grande. Pero era una metáfora estúpida.

Estaba muy ensimismado, flojo de atención. Si no, hubiera visto el Peugeot blanco que arrancó detrás de él al salir. Cuando diez minutos después estacionó soñoliento frente a la oficina, el auto lo pasó lento y ostensible, como perdonándole la vida.
Pero por esa noche también dormiría. Mal, pero dormiría y vería amanecer.

73. Pelos y señales

Tony lo despertó con el mate, como una tía solícita ansiosa por saber las novedades de la noche anterior.
-Tengo el currículum completo de Berardi. Pelos y señales -dijo metiéndole la bombilla prácticamente en la nariz.
-Bueno. Yo tengo ganas de ir al baño.
Fue. El gallego le hablaba desde atrás de la puerta:
-Son datos posta, actualizados. Hay mucha guita.
Salió abrochándose, todavía bastante perplejo y sin soltura para manejarse con un día que ya había crecido demasiado en su ausencia. Pensó en el mediodía cercano y en Silva.
-Gallego, en cualquier momento esto se va al carajo.
- ¿Por?
Agarró el mate, dio dos sorbos como para desagotarlo.
-¿Quién te dio la información? -dijo, dejando la respuesta en el aire-. ¿Giangreco te la dio?
-Algo; Robledo otro poco, lo demás son contactos míos...
Seguramente alguna alcahuetería de segunda mano. Pero eso bastaba para salvar la mañana: Tony orgulloso de su pericia para recoger información.
-Contame.
-Tiene una metalurgia en Avellaneda: rulemanes, calisuares, bujes, pernos, esas cosas... "Metalúrgica El Triunfo".
Etchenaik revolvió en su bolsillo y sacó el papel que le había dado Berardi, verificó el membrete.
-Ésta es.
-Ésa. Y anda bien; no sé cómo pero anda bien. Las oficinas en el centro las tiene en Corrientes y el Bajo, donde estuviste. Vive a una cuadra de Barrancas, acá tenés.
Sistemático y prolijo, Tony fue acumulando datos:
-La planta es grande, pero la guita no puede venir de allí. El año pasado hubo un conflicto bastante jodido con el personal de taller y desapareció uno de la comisión interna. Lo encontraron a los tres días en Casa Amarilla con varios tiros en la cabeza y nunca se supo nada.
- ¿Quién maneja el personal?
-Lo tiene al negro Sayago.
- ¿El boxeador?
-Sí.
-Me acuerdo de él. Fue olímpico en el '48 en Londres, cuando salió campeón Pascualito. Un negro grandote, cargado de espaldas -las manos de Etchenaik se separaron como si sostuvieran un ropero en una escalera estrecha-. Creo que perdió en las semifinales con un canadiense. Era mediano.
-Mediopesado -Tony sabía, repentinamente, también de boxeo-. Llegó a pelear con Ansaloni, ya de profesional. Le ganó por descalificación en Bahía Blanca o Santa Rosa pero la revancha en el Luna por el título, la perdió por paliza. Al poco tiempo en un accidente de tránsito quedó jodido de una pierna y tuvo que largar. Tiene una entrada en cana por lesiones y ahora está desde hace unos años con Berardi para todo servicio.
- ¿Al de la interna lo mató él?
Tony levantó las cejas, se encogió de hombros.
- ¿Qué más?
-Berardi pasó al frente cuando se casó con una Huergo que tiene campos en todos lados. Cuando murió el suegro, hace unos años, la mujer heredó un toco y él se terminó de parar. Pero ya tenía guita entonces.
- ¿Desde cuándo?
-Se acomodó en la época de Frondizi. Primero como importador y después con las patentes extranjeras. Siempre metalurgia chica. Pero ahora está inflado. Exporta, está en un grupo que quiere copar la UIA, sale a veces en Gente y suele pasear su barriga por Mau-Mau.
Y el gallego movió la cabeza y chasqueó los dedos como insinuando el clima de un mundo que le era tan ajeno como la cría de la chinchilla o el reglamento del hockey sobre césped.
-Cualquier manija le viene bien: el año pasado se tiró a la presidencia de Defensores de Belgrano y perdió por treinta votos.
-Basta -dijo Etchenaik desbordado.

74. Alcahueterías

Después de la avalancha informativa de Tony, Etchenaik supo que poco quedaba por saber del hombre gordo con talleres en Avellaneda, oficinas en el Bajo, casa en Belgrano y campos en media docena de provincias.
-Ah... Y tiene amigos milicos.
El dato cayó justito, la pizca de orégano en la salsa, el detalle final, la banderita en el tope del edificio.
-Eso es: milicos también. ¿Y un tipo con tantos recursos y posibilidades nos llama a nosotros, Tony?
- ¿De dónde sacó el dato?
El veterano se encogió de hombros.
-No me dijo, no le pregunté. Supongo que ya seremos profesionales reconocidos -ironizó sin entusiasmo.
Tony rastreó levemente esa sombra que acompañaba como una nubecita de historieta la tristeza de Etchenaik:
- ¿Te amargaste mucho ayer?
-Estoy seguro de que en más de cuatro lugares me mintieron asquerosamente. Además, lo fui a ver a Silva.
- ¿Aquel de Morón?
-Ése. Es tira en la Universidad. Tengo que llamarlo.
Etchenaik se puso de pie, echó una mirada al precario orden restablecido después de la bomba, los nuevos sillones viejos, el vidrio emparchado.
-Podrías darte una vuelta por dos o tres direcciones del centro, Tony.
-Pásame una foto o algo, por si me encuentro con el pendejo.
La fotografía cambió de mano por encima del escritorio.
El gallego dejó el diario, se puso los anteojos en la frente y la acercó primero para alejarla luego al límite de su brazo extendido.
- ¿Quién es la mina?
-Cora Paz Leston, la novia.
-Ah.
La observación cristalizó en un juicio rápido.
-Ella parece piola, pero él tiene cara de boludito.
Etchenaik pareció no escucharlo mientras escribía en el reverso de una tarjeta.
-Tomá: una prima en Once, una pensión de estudiantes en Jean Jaurés y Córdoba y un altillo frente a Plaza Lavalle. Cualquier novedad me llamás. Te espero para almorzar.
El gallego agarró todo, se desperezó.
-Te lo traigo de una oreja. Y no te amargues por ese Silva. Que no te joda el día. De paso, le llevo el auto a Garibotto.
Etchenaik esbozó una sonrisa:
-Andá y cuidate.

A las doce menos diez, lo llamó a Silva.
-Hola, habla Etchenique. ¿Me conseguiste eso?
-Sí. Poca cosa. La mina estudia Sociología desde hace cuatro años. Tiene quince materias aunque no rindió ninguna de los últimos turnos. Está fichada, por zurda. Últimamente anda poco por la facultad.
- ¿Y el otro?
-Nada. No hay antecedentes. Entró en Antropología hace dos años, cinco materias nada más. ¿Querés las direcciones?
-Está bien con eso.
Se hizo una pausa grande, varios segundos espesos que Etchenaik sintió crecer indeciso, estúpidamente expuesto.
-Bueno, Etchenique -reapareció la voz del otro lado-. Cualquier cosa estoy a tu disposición.
-De acuerdo, Silva. Gracias.
Colgó y se quedó ahí, ante el escritorio, con el Clarín abierto en la página de las malas noticias. Intentó sumergirse en el editorial pero antes del segundo párrafo ya estaba borroneando caras y figuras en el margen. Hizo cinco rectángulos y escribió: Berardi, Vicentito, Cora, Sayago. En ese momento golpearon a la puerta de la oficina.
Se acomodó la corbata, consideró suficiente el orden y la limpieza mínima del ambiente, dio tres pasos y giró el picaporte.

75. Nancy Reagan

Abrió la puerta de un tirón y allí estaba.
-Buenos días. ¿El señor Etchenaik?
La dueña de la voz demostraba que lo era. Sin duda tenía altamente desarrollado el sentido de la propiedad y sabía exteriorizarlo con elegancia. La misma elegancia que le colocaba los brazos flexionados a la altura correspondiente, le sugería la distancia adecuada entre ambos pies, le hacía pender negligentemente los insólitos guantes en la intersección de las manos. Llevaba un sobrio conjunto de hilo color habano de aspecto impecable y no había transpirado en los últimos quince años.
-Etchenaik soy yo. Adelante.
Mientras la hacía entrar en la oficina, el veterano realizó el mismo examen ambiental somero de diez segundos antes pero con resultados opuestos: faltaba luz y sobraba tierra por todas partes. Cuando la dama terminó su medio giro de inspección, Etchenaik la invitó a sentarse y se parapetó detrás del escritorio.
-Señora...
-Soy Justina Huergo de Berardi.
La información cayó sobre el escritorio como quien arroja un desafío, una escupida. Etchenaik pareció no darse por aludido.
-Sí. La escucho.
Observó detenidamente a la mujer y vio las arrugas atenuadas, las cejas dibujadas con naturalidad y esmero. Los años no estaban sobre los hombros sino armoniosamente distribuidos. Tenía el típico aspecto de esas mujeres de político yanqui que saludan desde la tribuna junto a su marido y los hijos en fila descendente a los costados.
-Señor Etchenaik, estoy enterada de que ayer tuvo usted una entrevista con mi marido... -hizo una pausa esperando algo que el veterano no hizo-. Quisiera que me diga qué fue lo que conversaron.
-Usted lo sabe.
-Conteste a mi pregunta.
Etchenaik encendió un cigarrillo, echó una bocanada y acercó luego su cara por encima del escritorio.
-Vamos por partes, señora. Soy un profesional. Trabajo y me pagan por lo que hago, cuando lo hago bien. Y me debo a mi cliente, en este caso, a su marido. Como usted sabe, las investigaciones privadas tienen ciertas reglas que deben ser respetadas. Una de las pocas condiciones del trabajo es el secreto.
El rostro de la mujer había adquirido una rigidez casi ridícula. De entre sus pliegues salió una voz firme, desagradable.
- ¿Es cuestión de dinero?
-No entiendo.
-Si su silencio es cuestión de dinero.
La dureza de la mirada de Etchenaik contrastó con la dulzura casi femenina de la voz.
-Escúcheme, doña Justina... ¿Por qué no empezamos de nuevo?
La cachetada voló por encima del escritorio y Etchenaik apenas echó la cabeza hacia atrás para esquivarla. La mano golpeó contra el borde de la máquina de escribir y la dama ahogó un grito de dolor.
-Imbécil -dijo.
Etchenaik se levantó con gesto resignado, caminó hacia la puerta y la abrió.
-Estaré acá hasta las cuatro. Pero así no vamos a ninguna parte.
La dama vaciló pero al instante recompuso los fragmentos de elegancia y salió con pasos largos.
Etchenaik cerró la puerta detrás de ella y permaneció un momento con el picaporte en la mano. Regresó al escritorio y se encontró con el diario plegado a un costado. Se sentó, tomó la lapicera y la mantuvo un momento en el aire; luego, en el quinto rectángulo dibujado, junto a los otros nombres, escribió: Nancy Reagan.
Y se rió solo. Primero despacio, después más fuerte.
Hacía meses que no se reía así.

76. El abogado

Durante el resto de la mañana Etchenaik no hizo sino esperar noticias de Tony. Ni el diario ni el ajedrez pudieron retener su atención más que un rato. Inclusive fue a buscar La maldición de los Dain y estuvo leyendo salteado, buscando algo que no sabía qué era. Tal vez fueran ganas de seguir, las ganas que ahí había encontrado de empezar, alguna vez.
A la una bajó a comer a la pizzería y tres cuartos de hora después, cuando llamó el ascensor para regresar a la oficina, se encontró con Nancy Reagan que bajaba. Ella sonrió.
-Ya me iba, señor Etchenaik.
-No la esperaba tan pronto.
El tono había cambiado. Y no era lo único nuevo; tenía un hombre alto, trajeado de chaleco, a su derecha. Etchenaik paseó la mirada de uno a otro.
-Bajé a almorzar. Es una suerte habernos encontrado.
-Una suerte -dijo ella y volvió a sonreír. Después señaló al que la acompañaba-. El doctor Mariano Huergo, mi primo.
El hombre alto emitió los pocos sonidos que le permitían el cuello duro y la corbata. Alargó una mano blanca y fría.
-Un placer -mintió Etchenaik-. Mejor subimos: el ascensor no es lugar cómodo para conversar.
El corto trayecto fue un verdadero round de estudio. Nancy Reagan no dijo nada pero ni bien estuvieron en la oficina fue la primera en proponer las nuevas reglas del juego:
-Discúlpeme, fui muy impulsiva esta mañana.
-No importa, estoy acostumbrado.
La dama intentó sonreír otra vez. Don Mariano se había sentado a un costado y observaba todo con aire crítico.
-Usted estuvo ayer en la oficina de mi marido.
-Correcto.
-Mi marido le encargó un trabajo.
-Correcto.
- ¿Cuál es ese trabajo?
-Usted ya lo sabe... ¿Para qué me lo pregunta?
La dama giró la cabeza pero el primo y abogado parecía estar en otra parte.
-Mi marido le encargó localizar a Vicentito.
-Vio que sabía... -Etchenaik sacó sus Particulares y convidó, pero sus visitantes parecieron no enterarse. Encendió uno, despacio-. Ahora dígame cuál es el problema real.
-Usted sabe dónde está mi hijo.
-Todavía no.
Nancy sonrió como si se hubiera enterado de un triunfo en las preliminares de Arkansas.
-Entonces deje ese asunto -bajó la mirada buscando el broche de su cartera de cocodrilo o bicho similar-. Le doy el doble de lo que le paga mi marido con tal de que deje el trabajo. Lo llama y le dice que no lo encontró y ya está.
-Se equivoca, señora --el tono de Etchenaik era didáctico, casi paternal-. Si usted quiere que Berardi no encuentre a Vicentito no es ésta la manera. Yo soy uno de los tantos rastreadores de gente que hay en Buenos Aires. Como su marido me contrató a mí puede llamar a cualquiera.
Hubo una pausa que Etchenaik usó en mirarla bien, mientras Nancy se ocupaba de sus guantes, hacía la peor literatura, en cualquier momento lagrimeaba o tiraba otra cachetada.
- ¿Y usted sabe dónde está? -dijo el veterano.
-No. Claro que no.
-Y no le interesa saberlo, ¿eh?
-Exactamente.
El primo salió de su inmovilidad, echó ceniza en el cenicero y quedó acodado en sus rodillas.
-No pregunte más, Etchenaik o como se llame -dijo lentamente-. Acá la cosa es clara: Berardi no debe encontrar a Vicente. Usted puede seguir con su alcahuetería, pero los resultados los tendremos primero nosotros. Cambia el cliente. ¿Está claro?
El doctor Huergo no dudaba de su claridad. Habitualmente no dudaría de nada.
-Está claro -dijo Etchenaik.
- ¿Entonces?
-Entonces, no.

77. Lagrimitas

La cara del doctor Mariano Huergo amargó un gesto de asco, después tornó a la bronca, se decidió por un cinismo contenido.
-No se dé esos lujos, alcahuetón.
El veterano estaba aparentemente más allá del bien y del mal; sobraba la situación sin cartas, a pura intuición.
-Usted comprenderá, abogado... No puedo cambiar de cliente a mitad de un caso. Están la ética profesional y esas cosas...
El otro iba a replicar pero la hermana desbordó:
-Mi marido es un infame y quiere utilizar a Vicentito contra mí -dijo de un tirón.
Etchenaik movió el culo en el sillón.
- ¿Cómo es eso?
-A este tipo no le interesan tus intimidades, Justina -dijo el abogado ya sin ninguna paciencia.
-Es necesario que le cuente, Mariano; si no, no me ayudará...
-No seas estúpida. ¿No ves que lo único que le interesa es sacarte la mayor cantidad de dinero posible? Está especulando con eso.
El tono de voz cambió al encararse con Etchenaik, que asistía al diálogo con los brazos cruzados.
-Escúcheme: acá hay más guita de la que usted se puede imaginar -dijo mostrándole la chequera como si fuera un carnet.
Etchenaik se paró, puso las manos sobre el escritorio.
-Estoy cansado de oír estupideces -dijo-. ¿Usted piensa hablar, doña Justina?
Mientras ella vacilaba, el abogado arrastró su silla hacia atrás, se levantó violentamente.
-No me pidas otra vez que te acompañe.
Metió la mano en el bolsillo, sacó un papel y lo tiró sobre el escritorio.
-Y acá tiene por si se da cuenta de lo que tiene que hacer.
Etchenaik no hizo un solo gesto. Cuando sonó el portazo trató de que no se volaran los papeles.
-Sigamos -dijo.
Nancy Reagan estaba transfigurada. Como si todo superara lo esperado, hubiera llegado demasiado lejos:
-Mi marido me quiere extorsionar -dijo en un sollozo-. Esa es la verdad... Aunque estamos separados desde hace un año y medio, poco después de que se fuera Vicentito, nunca me dejó tranquila.
- ¿Es muy fuerte la carta que tiene Berardi contra usted?
Las delicadas lagrimitas recorrieron lentamente las tostadas y bacanas mejillas. Levantó los ojos apenas, clavó la mirada unos centímetros debajo del mentón de Etchenaik.
-Sí, muy fuerte. ¿Es preciso que sea más explícita?
-Como quiera. Si ayuda...
Nancy se mojó los labios con la punta de la lengua. Sacó un pañuelito. El asunto venía para largo.
Etchenaik se sentía vagamente incómodo ahora. Y no era solamente por el giro que parecían tomar las cosas. Lo que le molestaba era la extraña redondez de los diálogos, la cantidad de veces que se había hablado de dinero. Ahora tenía a la dama lagrimeando ante él y le aburría la posibilidad de que todo comenzara a mezclarse hasta lo intolerable.
- ¿Qué quiere Berardi de usted?
-Dinero, como siempre. Después de la muerte de mi padre se embarcó en negocios que lo arruinaron. Todo lo que tiene es mío pero parece que no le alcanza.
- ¿Y cómo piensa usar a Vicentito contra usted?
-Creo que no se lo diré, Etchenaik.
El veterano estaba cansado.
-Bueno... No me da muchas alternativas, señora.
En ese momento sonó el teléfono.
-Hola -dijo Etchenaik.
-Buenas noticias. Hace quince minutos que localicé al pibe.
La voz de Tony sonaba tranquila con un fondo rumoroso de bar.
-Qué bueno -dijo Etchenaik.
Y Justina Huergo de Berardi le miró como si pudiera leer en su cara lo que no debía leer.

78. Una profesión estúpida

Podría haber colgado con una evasiva pero quería saber algo más, dónde había terminado la cacería, el estado de la presa.
- ¿De dónde me hablas? -preguntó con la extraña sensación de que la mujer atenta frente a él comprendía, oía absolutamente todo.
-De un bar que queda frente a Tribunales. Tucumán y Talcahuano. El pibe está en la cúpula de este edificio, en el altillo que me dijiste. Vive con otro punto y una mina. Se dejó el bigote pero lo reconocí fácil... Me les metí adentro con el pretexto de revisar la antena y la instalación eléctrica.
Etchenaik se lo imaginó con la valijita azul de lata, el mameluco y el tono casual que habría improvisado. Sintió un vago estremecimiento de ternura.
-Quédate ahí, en media hora estoy con vos.
Tony hizo un comentario acerca de su aptitud profesional y colgó. Etchenaik siguió con el tubo en la mano.
-No creo que la mujer sea tan estúpida como para engañarlo al lado de su casa. Debe haber algún error -dijo.
Durante la pausa siguiente giró el sillón, que quedó paralelo al escritorio, y se rió fuerte. Justina Huergo intentaba vanamente encontrarse con su mirada.
-Noooo -improvisó el veterano a la línea vacía.
Mantenía un aire displicente que se supone deben tener los periodistas de película.
-Bueno, entendido -dijo finalmente luego de otra risita-. En media hora te veo. Hasta luego.
Cuando colgó lo esperaba el rostro ansioso de ella.
- ¿Alguna novedad de Vicentito?
-No, otro asunto: buscar pruebas de adulterio.
Nancy se retrajo y Etchenaik insistió, divertido:
-Es el tipo de trabajo más frecuente: seguimientos, pesquisas, vigilancia conyugal. El detective privado que descubre crímenes antes que la policía o encuentra las joyas y seduce a la muchacha son cosas de la peor literatura. La realidad es ésta: una oficina, un teléfono y la espera del cliente como en cualquier boliche. Además del riesgo de quedar con un ojo menos o un hueso roto.
Pero la dama no parecía dispuesta a escuchar el balance de riesgos y beneficios de una profesión tan estúpida.
- ¿Y lo de mi hijo?
Ya no había restos de temblores ni llantos.
-Escúcheme: yo hablo con Berardi el viernes, no antes. Si se ponen de acuerdo entre ustedes, mejor. Hable con él. Dígale inclusive que estuvo conmigo... Pero yo no puedo cambiar nada. Usted no me da elementos.
Se paró y fue hasta la ventana. Tenía unas ganas locas de salir corriendo a Tribunales, terminar con esto.
- ¿No me puede decir más de lo que me dijo? -insistió.
-No serviría de nada.
-Usted sabrá.
-Creo que mi primo tenía razón.
Etchenaik no hizo ningún comentario. Finalmente ella también se puso de pie, habló con lentitud.
-Entendido. Volveremos a hablar. Todavía no sé si puedo confiar en usted.
Etchenaik levantó las cejas, como si él tampoco pudiera hacerlo.
Justina Huergo había recobrado algo de aquella imagen que apareciera enmarcada en la puerta del pasillo horas atrás. Ahora el gesto indicaba que todo volvía a su lugar, que se reintegraba a un ámbito y un modo habituales.
-Buenas tardes -dijo sin extender la mano.
-Buenas -contestó Etchenaik desde lejos, moviendo apenas la cabeza.
Apoyado en el marco de la ventana esperó verla salir del edificio. La vio empinarse en el cordón de la vereda para llamar un taxi con la armonía del nadador al borde de la pileta. Fueron las últimas imágenes que le quedaron de ella.
Se puso el saco y ya se iba cuando vio el rectángulo rosado semioculto entre los papeles del escritorio. Mientras se dirigía al ascensor comprobó que era un cheque del City Bank en blanco, firmado por Mariano Huergo.

79. Los novios de la torta

Cruzó la plaza entre cagatintas atareados y se detuvo en la vereda de Tribunales. Desde allí, la vieja cúpula de la esquina parecía el remate de una de esas tortas de casamiento de varios pisos separados por columnitas. Sólo faltaban los muñequitos: él, morocho; ella, rubia y con tul. La torre tenía aberturas hacia todos los frentes, ventanas cuadradas que remataban en semicírculo con vidrios de colores. La puerta del edificio estaba a quince metros de la esquina. Tony lo saludó desde la ventana del bar. Cruzó Tucumán.
El gallego acometía en esos momentos un especial de milanesa que no era el primero, según las huellas que quedaban en la mesa. Tenía un vaso de vino vacío junto al plato y una valijita con la inscripción SEGBA en letras blancas de molde apoyada en la pata de la silla.
-Contame -dijo Etchenaik sentándose.
Tony lo miró con satisfacción.
-Fue fácil. De entrada olí algo raro. La cúpula tiene puerta a la terraza y entonces me dediqué a hacer bastante ruido en el techo mientras revisaba la antena y toqueteaba los cables. Salieron solos.
- ¿Qué hizo Vicentito?
-Nada. Es rubio, como en la foto, pero tiene cara de distraído, de no entender demasiado de qué se trata. Los bigotitos parecen hechos con lápiz... La cosa es que me les metí adentro con el pretexto de las llaves de luz.
El gallego echó una mirada de control a la puerta y se empinó infructuosamente el vaso vacío.
- ¿Lo vas a llamar?
- ¿A quién?
-A Berardi, viejo... Llámalo y a cobrar.
Etchenaik desvió la mirada de la ventana.
-No vamos a hacer nada por ahora.
- ¿Qué pasó?
-Aparecieron la madre del pibe y su primo, un abogado, para pedirme que no me moviera. Hay bronca entre ellos, extorsión de por medio.
Etchenaik sacó el cheque y lo puso sobre la mesa.
-Me lo dejaron al irse.
El gallego lo examinó sin tocarlo, como a un bicho.
- ¿Dónde está la trampa?
-No sé. Tiene pinta de falluto, ¿no?
Etchenaik buscó obstinadamente al mozo. Lo divisó tras una columna para volver a perderlo de vista. En ese momento Tony dio un salto.
-La puta que los parió -dijo haciendo ruido con la silla.
Al gallego le faltaban brazos para ponerse de pie y manotear la vajilla sin dejar de mirar por la ventana.
- ¡Se lo llevan! -gritó desembarazándose a patadas de la mesa como quien trata de salir del cajón de un ropero-. Vamos, que se llevan al pibe.
El veterano llegó a la calle y alcanzó a ver el Peugeot blanco que atravesaba Uruguay.
-Anda vos arriba a ver qué pasó con los otros -dijo Tony corriendo tras un taxi.
Etchenaik lo vio subir, vio cómo el taxi forcejeaba entre una bicicleta y un colectivo, tardaba años en hacer los metros que faltaban hasta la esquina. Entonces entró al edificio.
El viejo ascensor jaula estaba abierto. Apretó el botón del último piso. A la altura del tercero vio a una pareja que bajaba apresurada, saltando de dos en dos los escalones, sin cuidarse del ruido. Él era morocho y llevaba un bolsón grande en la mano. Ella era rubia y agitaba el pelo largo al caer con los dos pies en los descansos.
Etchenaik dedujo que sin duda no eran los dos novios de la torta y abrió la puerta para detener el ascensor. El artefacto quedó clavado entre el cuarto y el quinto. Apretó el botón de PB pero era difícil que aquello volviera a funcionar por el momento. Abrió nuevamente la puerta y forcejeó para trepar hasta el quinto, de panza, ayudándose con las manos, voleando las piernas.
Se incorporó y limpió sin fe las manchas de grasa en el saco. Puteó bajito. Desde una puerta entornada, un niño desdentado y sin duda feliz de su presencia le sacaba la lengua.

80. Los desconocidos de siempre

En el séptimo piso Etchenaik sólo encontró una puerta amarilla con innumerables marcas de dedos alrededor del picaporte. Junto al zócalo, una lata de duraznos con una plantita seca era el único signo de que se trataba del acceso a una casa y no a una jaula o depósito de desperdicios. Del ángulo opuesto a la puerta amarilla salía una escalera de cemento con una sola baranda de hierro. En el extremo de la escalera estaba el cielo.
Subió y se encontró con la terraza. La puerta que habitualmente ocultaba las nubes parecía un papel arrugado contra la chimenea cubierta de hollín. Había una llanta vieja, un triciclo oxidado, cajones de cerveza, alambres retorcidos. Eran los restos de un naufragio, objetos unidos por la casualidad y el deterioro.
La cúpula tenía una sola puerta de metal, entreabierta. El sol daba contra los vidrios de colores, el alambre del pararrayos se agitaba frente a la ventana. Etchenaik se acercó lentamente pegado a la pared y con una patada precisa abrió la puerta, que fue y volvió con un pestañeo violento. El ruido hizo volar a las palomas, que brotaron con el sosegado escándalo acostumbrado. Adentro, los papeles que estaban sobre la mesa pintada de rosa se dispersaron. Algunos todavía no habían tocado el piso cuando ya Etchenaik estaba ahí, el revólver en el aire.
Parado en medio de la habitación vacía miró a su alrededor y recordó la escena de una película francesa: él era un oficial SS, los "maquis" lo esperaban pegados al suelo del entrepiso; subía así por la escalera caracol y al asomar medio cuerpo era recibido por una ráfaga de ametralladora. Ahora caía hacia atrás golpeándose con los escalones de hierro mientras los impactos lo perseguían para rematarlo y saltaban los pedazos de revoque que sentía sobre la cara. Los otros pasaban sobre su cadáver, corrían junto a la cama, destrozaban las almohadas para sacar las armas ocultas, guardaban los papeles en bolsones mal cerrados, huían entre maldiciones dejando un vino inconcluso, la calidez del humo.
Se sentó en la cama deshecha y un momento después oyó pasos apurados. Se asomó y vio al gallego que llegaba quejoso y dolorido.
-Se te escaparon, gil -dijo Tony cuando estuvo junto a él.
-Yo subía y ellos bajaban. ¿Y vos?
-Los perdí en seguida y no llegué a tomar la chapa. Cuando nos paró el semáforo de Córdoba, ellos pasaron y el tachero no quiso seguir. Entonces me bajé y allá se quedó puteando.
Tony se acarició la cara y Etchenaik descubrió la mancha roja en el pómulo, el principio de la hinchazón.
- ¿Y eso?
-Volvía para ayudarte y me topé con los que estaban acá con Vicente. Me reconocieron. El tipo iba a seguir pero de pronto se paró y me dio un piñón espantoso. "Tira hijo de puta", me decía, y me pateaba en el suelo. Suerte que la mina lo tironeaba para rajar. No entiendo nada.
-Creyeron que vos los deschavaste. Estaban muy asustados, fíjate que dejaron todo.
Tony había recogido sin leerlo uno de los papeles caídos y acababa de encender con él una hornalla de la cocinita a gas. En la otra mano tenía una pava de agua que había encontrado sobre la mesa.
-Déjame de joder con este asunto. Encima me ligo una trompada... Arréglate solo.
- ¿Quién iba en el Peugeot? -dijo el veterano sin oír las quejas.
-Dos tipos. Pelo corto, uno más joven y el otro con bigotes. Gente prolija.
El gallego le alcanzó el primer mate y Etchenaik lo aceptó apoyando la espalda en una pared cubierta de afiches. Mirándolo a Tony no pudo dejar de sonreír.
- ¿Viste Los desconocidos de siempre?
-Sí. ¿De qué te reís?
- ¿No te das cuenta? Estamos como ellos después del asalto frustrado, cuando el viejito "sportivo" se come la papilla en la cocina.

81. Consignas

Tony se sentó en un banquito con la pava entre las piernas. Cuando levantó la cabeza, reía en silencio, con los ojos empequeñecidos, brillantes.
-Es una cosa de locos -dijo-. Va a haber que dedicarse a otra cosa... ¿Viste La armada Brancaleone?
Etchenaik negó con la cabeza, riendo también.
-El viejito "sportivo" hace de judío y arrastra un baúl enorme donde lleva todo. Cuando hay algún despelote se mete adentro. Hay una parte en que descubren que es judío y lo bautizan a la fuerza...
- ¿Sabes que se murió?
- ¿Quién se murió?
-El viejito -contestó Etchenaik levantándose-. Hace unos años... No sé cómo se llamaba, pero era bárbaro.
-Y viejito en serio, eh.
-Sí.
Se hizo un silencio chiquito, aparente. Desde la cúpula todos los sonidos de la calle eran un murmullo distante, la terraza y ese lugar eran una campiña artificial, el decorado de una vieja película de ciencia ficción con Ángel Magaña. ¿Qué hacían ahí?
Tony sintió algo así, porque trató de seguir con el mate como si nada, agarró mecánicamente uno de los tantos papeles que habían quedado en el piso. Pero no pudo leer bien, sin anteojos.
-Lee vos, a ver qué dicen.
Estaba escrito a máquina y era, indudablemente, una copia de mimeógrafo. Etchenaik comprobó de una ojeada que todos los volantes eran iguales. Leyó rápidamente, y salteando los detalles los cuatro violentos párrafos que terminaban en siglas y consignas encendidas.
-Nos conviene rajar rápido -dijo doblando en cuatro el papel-. Puede haber sido la cana, porque éstos andan en la pesada-pesada...
- ¿Y por qué se llevan a uno y dejan a los otros dos?
-Entonces no será la cana -concluyó el veterano encogiéndose de hombros, con pocas ganas de deducir, desinflado.
El gallego se levantó y pasó el pañuelo por todas partes, hasta por los lugares que no había tocado. Etchenaik andaba ahora por el entrepiso, haciendo sonar las tablas sobre su cabeza.
-Parece que son varios los que buscan a Vicente o los que quieren esconderlo -dijo.
-Etche...
- ¿Qué?
- ¿No sentís como si estuviéramos perdiendo interés? Este caso no es como el de Marcial, que andábamos a los tiros, no parábamos nunca, tuvimos una semana de película.
-Has leído poco, gallego -dijo Etchenaik, didáctico, bajando la escalera-. Lo habitual es que se alternen las aventuras de acción continuada con episodios más psicológicos... Debe ser eso.
Tony puso cara de no entender dónde estaba lo psicológico de tomar mate en una siesta de verano en un inhabitable sucucho de Tribunales.
-Además, decía Hammett, creo... Siempre existe la posibilidad de que aparezca alguien en la puerta de la habitación con un revólver en la mano y comience la acción.
Insensiblemente, el gallego miró hacia la puertita que daba a la terraza. Pero no apareció nadie.
-Vamos -dijo Etchenaik saliendo-. Me voy a dar una vuelta por el City Bank ahora.
Recorrieron toda la terraza, pateando alguna lata, enredándose en restos de alambre. El sol hacía espejitos de colores con los vidrios. Estaba todo lleno de objetos dispersos, como monedas que hubiesen rodado libres hasta detenerse allí. El veterano se dio vuelta, señaló la cúpula.
-Alguna vez me hubiera gustado vivir en un lugar así -dijo antes de bajar.
-Para mear tenés que salir afuera -fue el comentario de Tony.

82. Guita grande

El City Bank era un edificio de vidrios desaforados, sin aristas ni resquicio. Al entrar, Etchenaik se deslizó sobre un alfombrado que daba ganas de sacarse los zapatos. Los sedantes violines de la música funcional le silbaban al oído.
Se adivinaba correr el dinero como un río lento tras los mostradores; exactas jóvenes uniformadas y llenas de porvenir lo extraerían con redes finísimas para depositarlo en higiénicas bolsitas transparentes con destino desconocido.
El veterano pasó frente a las cajas y caminó con pasos largos hasta el recodo final del mostrador. Había un muchacho rubio que tecleaba una inmensa máquina sin arrancarle el menor sonido. Una tira de papel crecía con regularidad y se extendía por la alfombra.
-El contador -dijo Etchenaik.
-Buenas tardes, señor -intentó el rubio empezando desde el principio. Le habían enseñado así.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo y la sacó entrecerrada, con un pequeño carnet en la palma. Lo mostró.
-El contador -dijo otra vez.
-Bien, señor.
El rubio caminó cinco metros hasta un escritorio donde un hombre de manos pequeñas y cara de niño gordo y tonto lo escuchó y después miró a Etchenaik. El gordito se levantó y caminó con pasos cortos mientras el veterano se apantallaba levemente con el cheque.
- ¿En qué puedo servirle? -dijo el funcionario con voz extrañamente grave y adulta.
-Inspector Cerqueiro, de investigaciones -dijo Etchenaik repitiendo el gesto evasivo del carnet-. ¿Qué le dice esto?
Dejó el cheque sobre el mostrador y lo hizo girar con un dedo. El otro lo miró sin tocarlo.
-Es muy burdo -dijo después de un momento-. El doctor Huergo ya nos había avisado hoy temprano.
-Lo sé. Por eso estoy acá. ¿Pasaron alguno?
-No. El doctor denunció este solo...
-Está bien. -Etchenaik, con gesto brusco, volvió a guardar el rectángulo rosado-. Creo que ya tenemos al hombre.
Apuntó con el índice al pecho del contador.
-Esté atento; puedo necesitarlo.
-Puede contar conmigo inspector -dijo gravemente el cara de niño.
Y Etchenaik se fue silbando bajito, tapando los violines.

En el bar de la esquina había un teléfono público con tres mujeres enfiladas frente a él. Esperó leyendo la quinta. A la altura de Lindor Covas pudo disponer del aparato. Disco rápidamente y esperó.
-Clarín -dijo una vez neutra del otro lado.
-Con Schwartzman, por favor.
Tuvo que repetir el apellido agregándole los dos nombres y la sección. Así tampoco.
-Le dicen Sin Cruz -precisó.
-Ah.
Hubo ruidos de conexiones, timbres que sonaban opacamente.
-Habla Schwartzman, ¿quién es?
-Etchenique.
- ¿Qué tal hermano?
-Bien. Necesito hablar con vos, hoy.
-Todavía no cobré.
-No es joda... -dijo el veterano-. ¿Conoces algo del Dr. Mariano Huergo?
Hubo unos ruiditos de complicidad, chasquidos de boca de quien se dispone a morder y tiene hambre y la comida es rica.
-Lo suficiente como para escribir su elogio fúnebre o hacerle un escándalo en veinticuatro horas. Es guita en serio esa.
-Es lo que necesito. ¿A qué hora?
-A las siete estaría bien.
-A las siete, entonces.
Tenía tiempo de sobra. Pidió la guía y buscó: Huergo, Mariano

83. El Sin Cruz

Había una lista larga de Huergos en la guía. Los anotó a todos. Las oficinas de don Mariano estaban en Diagonal Norte al quinientos. La que sería su casa particular era por Palermo. Cuando intentó volver al teléfono las señoras se habían multiplicado y decidió que era hora de ir a buscar el auto al taller; el gallego le había asegurado que Garibotto cumpliría su promesa de tenerlo para la tarde. Era cumplidor, Garibotto.
El taller quedaba en Córdoba y Agüero. Hizo el viaje en el 29 y estaba tan abstraído que no prestó atención a los carros de asalto estacionados en Callao o los patrulleros que aturdían por Pueyrredón rumbo a Once.
Garibotto lo saludó desde abajo de un Fiat 128 que tenía más chapas rotas que sanas.
-Puedo esperar un rato. Si quiere voy y vuelvo -dijo Etchenaik.
Recién el otro mostró la cara asomándose por debajo del paragolpes.
-Buenas tardes, ¿cómo le va? -tenía una gorra de color y forma indefinidos y la grasa lo cubría como una película protectora-. Ya estoy con usted. El auto está allá, en el fondo. Listo.
Etchenaik caminó bajo el techo abovedado hasta encontrar el Plymouth profusamente maquillado de color ladrillo. Tenía el capot todavía levantado y había algo de indecente en eso, como la boca desdentada de una mujer vieja, demasiado pintada. Bajó pudorosamente la chapa articulada, se subió y empuñó el volante, la mirada en las manchas que había dejado en el parabrisas la lluvia de días atrás en Chacarita. Se quedó un rato así, pisoteando los pedales como un pibe.
-Sáquelo, señor Etchenaik -era Garibotto golpeándole el vidrio con las uñas sucias y crecidas.
-Se lo dejo a usted... ¿Me permite usar el teléfono?
-Vaya nomás... Ahí adelante, en la oficina.
En el estrecho cuartito que Garibotto llamaba su oficina, rodeado de vidrios engrasados, Etchenaik disco con la mirada fija en el almanaque en que una chica trataba de demostrar que era lo más natural del mundo estar sentada en pelotas sobre una pila de neumáticos Pirelli.
-Estudio -le informaron.
-Con Huergo, por favor.
-El doctor está ocupado. ¿Quién le habla?
-El fiscal Etchenaik. Es urgente, señorita.
-Un momento.
Se escuchó el teclear de máquinas, los lejanos bocinazos de un semáforo de Diagonal Norte.
-Hola, ¿quién es? -la voz sonó urgente pero emparedada entre el almidón y la corbata.
-Habla Etchenaik.
-Ah, usted... ¿Qué quiere?
-Tenemos que hablar.
-Cambia pronto de opinión.
-Las cosas pasan bastante rápido, últimamente. Hay algunos que se creen muy rápidos, también.
Se hizo una pausa de esas que un hombre demasiado ocupado no puede soportar. Uno demasiado estúpido, tampoco.
-Bueno, ¿qué quiere hablar?
Etchenaik le hizo unos finos bigotitos a la chica de Pirelli y se dedicó a transformar el año del almanaque en un 94 que, pensó, nunca vería.
- ¿Ahí o en su casa? -dijo de golpe.
-En casa... A las nueve y venga solo.
Tuvo la precaución de alejar el tubo para que el golpe no lo aturdiera.

La redacción de Clarín tenía el aspecto moderno y desolado que le daban la luz blanca y los muebles metálicos. David Schwartzman lo divisó desde lejos y se vino sonriendo, alto, avanzando con soltura en mangas de camisa. Los anteojos de vidrio suspendido brillaban al pasar bajo los fluorescentes. Cuando estuvo junto a Etchenaik lo tomó de la cintura y ambos sonrieron como ante una cámara cuando jugaban al básquet en Macabi.
-Hola, Caña... Vení por acá.
-Sin Cruz, ¿tenés eso para mí?
-Huergo, Mariano, abogado... Mirá que es largo, eh.

84. Libertador para allá

David Schwartzman, el Sin Cruz, lo llevó hasta una habitación con paredes de vidrio en un extremo de la redacción, una especie de cabina gigante de teléfonos, un serpentario tal vez, aislado por cortinados verdes.
-Acá podemos hablar tranquilos, Caña.
Etchenaik oía dos o tres veces al año ese sobrenombre en labios de lungos desgarbados y judíos, los mismos que hacía cuarenta años compartían con él vestuarios y saltos en la llave, esas fotos viejas en fila decreciente de los equipos de básquet con jugadores engominados y de bigotitos: Macabi, primera división.
- ¿Qué tal vos? -dijo cuando se sentaron.
-Jodido pero sigo -dijo el otro levantando los anteojos, clavándose el pulgar y el índice en las órbitas mientras arrugaba la cara-. Me pasaron al archivo... No, no me archivaron a mí. Laburo ahí.
Etchenaik sonrió.
- ¿Recibiste mi tarjeta a fin de año?
-"Etchenaik Investigaciones Privadas"... ¿Todavía no te metieron un chumbo, inconsciente?
-Lo estoy buscando. Tal vez el Dr. Huergo...
-Contame.
En cinco minutos le contó dos días, le mencionó los apellidos Berardi, Huergo, Paz Leston, Sayago, le habló de cúpulas y metalurgias, campos y extorsiones. Le dijo todo.
-Qué lindo -fue el comentario final de Sin Cruz-. Con lo que yo te pase no vas a ir desarmado esta noche. Anotá.

Cruzó Libertador y entró en el laberinto de calles estrechas y arboladas con la certeza de que acabaría equivocándose de casa, tratando de explicar en la seccional más cercana su presencia en el jardín de la embajada de un país nórdico.
En una esquina que se abría a tres posibilidades, un hombre le explicó que la calle Castex era la que transitaba, que se había pasado una cuadra del lugar donde quería llegar. Giró en redondo.
La noche se apuraba allí, en ese pedazo de Buenos Aires que no se podía ilustrar con música de tango; no contaminado de comercios ni kioscos ni colectivos; un barrio con años bacanes sin descascarar la piedra, sin podar los árboles, sin huellas de la historia en las pintadas callejeras. La noche caía natural ahí, sin oposición, como en la estancia. Y la casa tenía algo de eso.
Se acercó despacio y estacionó entre un Mercedes negro y un Peugeot blanco levemente manchado de barro. La prestigiosa verja remataba en dos globos de luz del tamaño exacto para no desaparecer entre las enredaderas que los acosaban.
Desde el jardín, el frente de piedra irregular que alternaba con la madera oscura no tenía aspecto definido. Era una casa de dos plantas pero existía una zona imprecisa en la que se abrían pequeñas ventanas enrejadas, posibles entrepisos. Había árboles altos y rumorosos.
Apretó el timbre y esperó un momento. Hubo un levísimo sonido metálico, un roce, y sintió que lo observaban por la mirilla.
- ¿Qué desea? -la voz era de mujer.
-El doctor Huergo me espera. Dígale que está el fiscal Etchenaik.
El ojo desocupó la ranura y el veterano aprovechó para constatar la dureza del revólver en el hueco de la axila. Casi inmediatamente la puerta se abrió dejando semioculta a una mujer con uniforme de mucama que lo hizo pasar y en seguida desapareció. Se quedó solo en una habitación mal iluminada, cargada de muebles, cuadros, objetos de arte. La luz apenas llegaba a los rincones.
-Por aquí.
La mujer habló casi a su lado, con brusquedad. No la había oído entrar. Entre banquetas y vitrinas arrimadas a la pared, el pasillo por el que lo condujo era un sendero estrecho y zigzagueante. Al fin la mucama abrió una puerta, lo dejó pasar.
Estaba en una salita de tres por tres, sin ventanas, con un acondicionador de aire sutil, inexistente, y con dos sillones, una mesita y un escritorio antiguo de ésos de tapa corrediza y un montón de cajoncitos inútiles. Mariano Huergo estaba sentado en uno de los sillones, lo miraba a través del humo que salía de una pipa curva y llena de dibujos.
-Buenas noches, Etchenaik.

85. El avión rosa

Con las manos en los bolsillos, junto a la puerta, Etchenaik permaneció de pie, tomándose tiempo.
-Adelante, siéntese... -condescendió el abogado.
El veterano fue y se sentó en el borde del sillón libre. No dijo una palabra. Lo miraba.
-Diga todo lo que tenga que decir, rápido -se encrespó el otro.
Don Mariano había perdido algo de su rigidez, pero no obstante el pañuelo al cuello y el saco sport de hilo azul, sus ademanes tenían la soltura de un soldadito de plomo. Ahora chupaba fuerte de la pipa, le exigía algo que ella no podía darle.
Etchenaik encendió un cigarrillo, se acodó en sus rodillas y tardó todavía algunos segundos más en comenzar.
-Le vine a decir que no se preocupe por mí -dijo lentamente-. Cuando llamé esta tarde pensaba otra cosa, estaba amargado por esa maniobra boluda del cheque -la pipa tembló suavemente y el humo azulado dejó de ser una columna armoniosa para convertirse en una torpe nube que desdibujó la cara del abogado.
-En ese momento tenía ganas de joder, de escarbar en este asunto.
-Acabe de una vez.
-Recién, en el auto -prosiguió imperturbable, casi confidencial- pensaba qué juego yo en todo esto. ¿Vale la pena que me gane la enemistad de cierta gente sólo por unos sucios pesos? Me contesté que no.
Metió la mano en el bolsillo, sacó el cheque y manipuló con él sobre la mesita mientras hablaba.
-Pero tampoco es justo, pensaba yo, que porque uno cumple su tarea profesional con esmero haya quien intente joderle la vida... Por eso he decidido cortar por lo sano.
Etchenaik se irguió, caminó dos pasos hasta el escritorio y se dio vuelta. Había hecho un simpático avioncito de papel color rosa y con él apuntaba al estático doctor Huergo.
-Tome su mosca voladora, don Mariano -dijo, y el avioncito en suave parábola atravesó la habitación y fue a estrellarse en el hombro del abogado, que no se movió.
-No quiero complicaciones -prosiguió Etchenaik-. A mí me gustan los asuntos simples, claritos; cuando sé qué debo hacer y para quién estoy jugando. Pero en este caso, no. Hay demasiados intereses en juego y tengo miedo de quedarme en el medio. Además...
Se detuvo teatralmente y esperó para seguir, como quien tira piedras en el agua quieta y las mira hundirse lentamente.
-Estoy preocupado en serio por el chico.
- ¿Qué quiere decir?
-Esta tarde, después de que su prima se fue, estuve a punto de encontrarlo.
- ¿Y qué pasó? -el doctor Huergo llevó la mano a la pipa.
-Me lo robaron, llegaron antes que yo.
- ¿Quiénes?
Etchenaik, arrastró un cierto cansancio, acaso fingido.
-No sé. Y ahora ya no me interesa. Lo que lamentaría es que al pibe le pasara algo.
Don Mariano se puso de pie.
- ¿Dónde estaba?
-Tucumán y Talcahuano, una cúpula -Etchenaik buscó los ojos del abogado, pero ahí no había nada-. Y hablo porque el asunto ya no me interesa... Esto mismo se lo diré a Berardi. Reviéntense entre ustedes.
Huergo lo miró un instante en suspenso, como si sintiera descender un hueso atascado en su garganta.
- ¿Es todo lo que vino a decir?
-Sí.
-Entonces, váyase.
Etchenaik cruzó frente al otro y se instaló en el sillón. Sacó un nuevo cigarrillo, cruzó las piernas.
- ¿Tiene fuego?
-Váyase.
-Don Mariano -dijo guardando el cigarrillo-. Todavía tenemos que hablar de plata.
Afuera sonaron las sirenas de los autos policiales atravesando la noche.

86. Trapos sucios

El pulgar de Etchenaik señaló por encima de su hombro el barullo de las sirenas, la calle en general, Buenos Aires, el país. Dejó que ese gesto hablara vagamente por él.
-Fíjese cómo están las cosas, abogado. No hay tranquilidad ni estabilidad en ninguna parte. La gente no tiene plata; yo también tengo que velar por mi negocio... ¿Quién me paga los dos días de laburo?
-Usted es una porquería.
-COFADE -dijo Etchenaik como quien enciende una mecha.
El humo de la pipa se alteró por segunda vez en la noche. La línea de la mandíbula se dibujó neta y rígida.
-COFADE, Río Cuarto, 1969... -la mecha encendida corría por el piso, chisporroteaba-. ¿Sigo? No es que me interese el asunto pero me he puesto al tanto de un montón de asuntos esta tarde.
-Cuídese -don Mariano echó mano al bolsillo, sacó la billetera y la entreabrió-. ¿Cuánto quiere?
-De ahí, no.
- ¿De dónde?
-Quiero otro igual al avioncito, en blanco. Si quiere le hago también un recibo, en blanco por supuesto, para que después le pase la cuenta a Nancy, a su prima.
El otro no dijo nada. Sacó la chequera, firmó uno, le puso la fecha y lo dejó sobre la mesita. Se levantó y abrió la puerta.
Etchenaik agarró el cheque y lo miró minuciosamente.
El abogado esperaba con el picaporte en la mano.
-Cuídese, le reitero. Sé cómo tratar a tipos como usted.
Mariano Huergo salió y de inmediato lo sustituyó la mucama en el marco de la puerta.
Recorrieron nuevamente el pasillo y cuando estaban en la puerta de calle, Etchenaik dijo:
-Por favor, olvidé los cigarrillos.
-Un momento -dijo la mujer con odio. Se volvió rápidamente y desapareció.
Etchenaik fue hasta la pared del fondo, descolgó un cuadro chico sin esfuerzo, lo puso bajo el saco y cruzó los brazos.
Cuando la mucama regresó con los cigarrillos, no hubo tiempo para despedidas formales. Apenas se salvó de que no le aplastara los dedos del portazo.

Puso en marcha el Plymouth, metió el cuadro bajo el asiento y bajó las ventanillas para que entrara el aire filtrado por las hojitas rumorosas de los añosos abedules o lo que fueran.
Lindo vientito, al fin; linda la noche. El Mercedes se había ido, quedaba el Peugeot blanco y embarrado. Se decidió y arrancó lentamente. En la primera esquina dobló a la izquierda rumbo a Libertador; en la siguiente volvió a doblar a la izquierda y luego otra vez, disminuyendo la velocidad. Terminó de dar la vuelta manzana y se detuvo cerca de la esquina. Desde ahí podía ver la verja, el frente irregular.

No tuvo que esperar mucho. A los cinco minutos la puerta se abrió y el doctor Huergo salió apurado. Etchenaik puso en marcha el motor y sólo aceleró cuando el auto blanco llegaba a la esquina.
En Libertador fue fácil colocarse ligeramente atrás, en el último carril de la derecha y cuidando no ser sorprendido por los semáforos. El doctor Huergo conducía impetuosamente y no vacilaba en usar la bocina a mansalva. Al llegar a Coronel Díaz dobló a la derecha y trepó rápidamente por la calle empedrada. Etchenaik lo siguió. Cruzaron Las Heras, el auto blanco avanzó dos cuadras más y dobló ahora a la izquierda. A los trescientos metros estacionó frente a una bocacalle mal iluminada.
Mariano Huergo bajó, cerró la puerta con cuidado y entró en la cortada.

87. Dos petisos

Etchenaik pasó lentamente bajo el farol de la esquina y se detuvo en el extremo opuesto a la bocacalle por la que había entrado el abogado, veinte metros más allá. Girando la cabeza pudo ver el puño rápido que golpeaba la puerta de madera, los breves pasos nerviosos por la vereda rota, la insistencia que sólo se calmó al encenderse la luz detrás del paredón. La puerta se abrió y después de un diálogo breve se cerró tras el visitante.
Pasaron unos minutos. Etchenaik encendió un cigarrillo y con la misma luz del fósforo estuvo examinando el cuadro: el perfil de la mujer de gran escote que miraba por una ventana donde había mar y algunos barcos no le pareció gran cosa.
Estaba en la mitad del segundo cigarrillo cuando los hombres salieron en tropel con movimientos apresurados y torpes, desbordando la estrecha vereda, entrando al auto por puertas diferentes.
Los dos que acompañaban a Huergo eran sin duda más jóvenes y en cierto modo intercambiables, casi mellizos, petisos y ostensiblemente trajeados con corbatas alevosas.
El Peugeot tomó por Santa Fe y enhebró los semáforos con suaves golpes de acelerador, que hacían cabecear a los ocupantes. Dobló por Pueyrredón al sur y al llegar a Corrientes encaró hacia el centro. Etchenaik lo seguía a media cuadra y tuvo que tener cuidado cuando el doctor Huergo se detuvo en el semáforo de Riobamba y uno de los petisos descendió. El hombre se inclinó levemente sobre la ventanilla y luego caminó rápidamente hacia Sarmiento; el Peugeot siguió y dobló por Rodríguez Peña rumbo a Congreso. A esa altura el veterano no dudó de lo que pasaría y cuando, después de dar la vuelta a la plaza, el otro petiso se bajó en Sáenz Peña, el Plymouth también se detuvo. Don Mariano había terminado el recorrido y el reparto de enanos. El auto blanco se perdió por Avenida. Para Etchenaik, la joda recién comenzaba.
Desde el auto siguió los movimientos del otro, lo vio pasar cauteloso frente al edificio de su oficina, mirar el cartel, reconocer el terreno y seguir hasta la esquina, detenerse. Eligió ese momento para acelerar, dar la vuelta manzana frente a él, mostrándose, y terminar deteniéndose en la puerta.
Al bajar del auto vio al hombrecito apostado en el edificio contiguo. Abrió la puerta de calle y mientras maniobraba sintió el movimiento a sus espaldas. Dejó cerrado sin llave y tomó el ascensor. Cuando llegó al tercero lo abandonó con la puerta abierta, fue a la oficina vacía -el gallego había ido a visitar a su vieja esa noche- encendió las luces y volvió al pasillo. Pasó frente al ascensor y subió por la escalera hasta el primer descanso; allí se sentó en la oscuridad. Esperó.
Las pisadas sonaban como el frotar de una lija gruesa contra el mármol de los escalones. Luego el sonido cambió y se hizo casi imperceptible. Una sombra más oscura atravesó el hueco negro al pie de la escalera. Etchenaik bajó los seis escalones con dos grandes zancadas silenciosas. Lo vio: la figura se recortaba nítida contra el vidrio iluminado de la puerta de la oficina, al fondo del pasillo. El hombre llegó hasta el cuadrado de luz del ascensor y al girar la cabeza el veterano pudo ver el gesto de extrañeza, las pupilas dilatadas por el esfuerzo de atravesar la oscuridad.
-Quieto -le dijo-. Quieto o lo quemo.
El petiso se inmovilizó, ni siquiera se dio vuelta.
-Las manos sobre la cabeza, sin girar eh...
Se acercó por detrás sin dejar de apuntarle con el revólver a la nuca; colocándole la mano en el antebrazo lo empujó hacia el ascensor.
-Adentro -ordenó-. Desabróchese el saco y tire todo lo que lleva encima.
Bajo la luz del ascensor el petiso parecía Peter Lorre esperando un garrotazo. Etchenaik recogió el arma y los documentos. Después encendió la luz del pasillo, abrió la puerta de la oficina y de un empujón lo arrojó sobre el sillón doble de cuero que lo recibió con una nubecita de polvo. Cerró de una patada y, sin dejar de apuntarle a la cabeza, se instaló tras el escritorio.
-Fretes. -dijo revisando los documentos-. ¿A qué debo su visita?

88. Replay

Oscar Fretes, nacido en San Martín, provincia de Buenos Aires, el 18 de octubre de 1938 según la cédula de la Federal que Etchenaik hacía girar entre sus dedos, no parecía asustado por ahora, no tenía apuro por hablar.
- ¿Cómo es el asunto, Fretes? ¿Usted trabaja siempre para el doctor Huergo o es un laburo ocasional?
-No lo conozco. No sé de qué habla.
-A usted lo trajeron como si tuviera un remise de lujo hasta la puerta de mi casa, le pusieron un revólver en el bolsillo... ¿Tenía que usarlo? ¿Vino a pegarme un tiro?
-Está equivocado. Usted no tiene nada que ver. Yo vine buscando a mi mujer... La muy guacha...
Al echar atrás el martillo del antiguo revólver Etchenaik hizo un ruido infernal, intimidatorio. Apuntó cuidadosamente, con los dos brazos extendidos por encima del escritorio, guiñando un ojo, el otro fijo en la mina, en el entrecejo poblado del petiso repentinamente silencioso.
-Enano, esto va en serio... Habla o te juro que te hago un agujero con este trabuco oxidado. Y las balas oxidadas hacen mucho peor.
El otro se acurrucó hasta ser un bollo en el extremo del sillón.
Desde ese lugar salió una voz aflautada, casi quebrada por un miedo que le bamboleaba el esqueleto como si fuera a desarmarlo.
-No tire, Etchenaik. Le explico todo, inventé lo de mi mujer...
-No me había dado cuenta, imbécil. Desenrollate, que te voy a pegar en cualquier parte y el traje es berreta pero está nuevo... Enderezate, así te la pongo en la frente. A ver...
Fretes no lo dejó continuar.
-Me trajo él. Yo no sé quién es usted ni qué pasa. A veces el doctor nos encarga trabajos chicos y los hacemos, pero no tenemos nada que ver.
-" ¿Tenemos?"
-Yo y mi hermano.
Recién entonces Etchenaik recordó al otro petiso, el desembarrado en Corrientes y Riobamba.
- ¿Qué tenía que hacer hoy tu hermano, Fretes? -y ya adivinaba la respuesta, la temía.
-No sé... Creo que asustar a una mina. Nada que ver con usted.
Etchenaik casi saltó por encima del escritorio, lo arrastró en su impulso.
- ¿Qué mina, hijo de puta? ¿Qué mina?
Se tiró sobre él, lo arrojó al piso y lo puso boca abajo.
-Quieto, carajo, que tengo apuro.
Abrió el cajón del escritorio, sacó unos pedazos de cable añadido y poniendo la rodilla en la espalda del prisionero lo obligó con la mano a doblar la cabeza. Le hizo girar la corbata, se la sacó y con ella misma lo amordazó. Después le ató los brazos atrás con el cable.
-Vamos a buscar a tu hermano, Fretes... -dijo-. Si seré boludo de no darme cuenta antes.
El petiso forcejeaba sin convicción, entorpecía los trámites finales. Más que defenderse, se vengaba sutilmente. Etchenaik le dio un piñón detrás de la oreja para convencerlo de que debía colaborar y lo enderezó de dos tirones.
-Vamos para allá -dijo-. Y espero que no haya pasado nada porque te juro que los amasijo a los dos.
En ese momento oyó el ruido del picaporte a sus espaldas; después, la puerta que se cerraba.
-Suelte el arma, Etchenaik. Le estamos apuntando.
Cuando giró se sorprendió. El que le apuntaba no era petiso ni estaba trajeado ni llevaba una contundente corbata de colores. Al contrario. La media que le cubría la cara hacía juego con la remera marrón. El fusil FAL que tenía en la mano no hacía juego con nada.
-No... No jodan ché -dijo Etchenaik-. Tengo que hacer, viejo, no me vengan ahora con el replay de lo del otro día. No...
Pero no había nada que hacer.

89. Demasiados fierros

La luz del techo, demasiado baja, dividía la habitación en dos mitades superpuestas. El que había hablado caminó dos pasos y se colocó en medio del círculo iluminado. Etchenaik y su compañero habían quedado seccionados por el límite de la sombra. Las manos caídas a los costados del cuerpo del veterano entraban en la luz; el revólver, colgado de su índice, brillaba.
-Suéltelo y camine -dijo el de la media en la cabeza con voz bien modulada y prolija.
Etchenaik descubrió dos pares de pies más en la semipenumbra de la puerta.
-No entiendo -dijo-. Por qué otra vez yo... Estamos en otra historieta, ahora.
-Queremos conocer mejor al tío de Vicentito, al tío del campo. Sabemos que no viajó a Santa Rosa.
El del FAL hizo un gesto con el arma.
-Vamos, tire el revólver y acérquese. ¿Quién es ése que está ahí?
El veterano hamacó el arma en la punta del índice y la arrojó al pecho del que estaba frente a él mientras tiraba el manotazo para agarrar el caño del fusil.
Como la vez anterior, no tuvo suerte. No llegó a tiempo. El de la media levantó el caño con una puteada y lo descargó vigorosamente contra su hombro.
- ¡Quieto, imbécil! -gritó.
Sintió el dolor y se fue de costado, tambaleándose. En el entrevero los dos de la puerta se le abalanzaron y uno lo retuvo por el cuello mientras el otro lo palpaba de apuro. Hubo un ruido de puerta a sus espaldas, empujones y la carrera por el pasillo, los gritos.
- ¡Déjalo, no le tirés! -ordenó el que lo acogotaba.
Comprendió que Fretes había aprovechado la oportunidad, escapaba como podía escaleras abajo, entorpecido por el miedo, la oscuridad, los escalones trabucadores y el cable añadido que le retenía los brazos.
-Agárrenme a ése, no me lo dejen ir... -se desesperó.
-Tranquilo, botonazo. Tranquilo. Quédate quieto ahora, que el que tiene que contestar algunas preguntas sos vos.
Lo dieron vuelta, lo pusieron en el centro del sillón doble, se instalaron en su escritorio: el de la media sentado, el Pato Donald de pie cerca de la puerta; no estaban ni el Llanero ni la mina del último día de su secuestro anterior. Sintió minuciosamente lo mismo que habría experimentado su prisionero minutos antes. Al pensar en él, recordó al otro enano, a Alicia y Marcelo a su merced.
-Escúchenme, es urgente: dos tipos pueden matar a mi hija, secuestrar a mi nieto, cualquier cosa.
Nadie lo oía. El Pato Donald le alcanzó al de la media un rectángulo rosado que Etchenaik inmediatamente reconoció. El otro levantó la mirada.
-Así que laburabas para ellos nomás, hijo de puta... Te aseguro que hasta el secuestro de Vicente en la cúpula todavía había dudas. Siempre podías ser un chabón que trajera a la cola al resto. Pero estás a sueldo... ¿Qué cifra pensabas poner?
Etchenaik comprendió que no había nada que hablar por ese lado, que estaba todo cruzado, confundido, que se mezclaban personajes de dos historietas, que él era el único que pasaba de una a otra pero sin saberlo. Se sintió repentinamente fastidiado, harto.
-Demasiados fierros para mi gusto -dijo provocador, señalando las armas largas, desmesuradas en ese cuarto chico, esa presa menor y poco deportiva que era él mismo.
-Me tienen repodrido con sus misterios y sus capuchas. No entiendo un carajo pero no quiero que me fajen de nuevo o que le pase algo a mi hija: les digo todo lo que sé.
-Hable, tío -dijo Donald-. Después veremos.

90. Agítese antes de usar

La promesa estaba echada, como la suerte. Etchenaik debía hablar si quería ganar tiempo, perder golpes, avanzar en cierto sentido dentro de esa maraña. Recordaba que en alguna novela de Spillane o de Charles Williams el protagonista, confundido entre bandos e intereses que desconoce, empieza a morder y lamer manos al azar, no apostando ni siquiera a la intuición sino apenas al deseo animal de entender algo, escapar o saber al menos de quién debe defenderse.
-Hablaré -dijo teatralmente.
-Eso. No se agite antes de pensar.
La voz del tercer encapuchado volvió a recordarle aquélla que había oído en el departamento de Boedo y en algún momento del largo fin de semana encanutado: el mejicano. Se prometió secretamente que le reventaría los bigotazos alguna vez; los bigotazos y sus aledaños.
-Vamos... Empecemos por la historia del tío.
Y habló, dijo todo lo que sabía, inclusive tiró hipótesis, aventuró conexiones, mezcló intereses, los involucró a ellos mismos en una teoría que improvisó sobre la marcha pero que tenía la coherencia de lo disparatado y novelesco.
- ¿Por qué te llamó a vos el viejo Berardi?
-Es una buena pregunta.
Lo era. Estaba en la base de la cuestión, como la piedra que sostenía todo aquello, enredo incluido.
-Es lo único que conecta, además de ustedes, el caso de Marcial con este despelote... No entiendo, compañeros o lo que sean. No puedo saber si Berardi estaba al tanto de qué hacía Vicentito o suponía que yo lo sabía antes por conocerlos a ustedes. No lo sé, no me lo pregunté, no me interesa. Yo les repito lo que le dije hace un rato al hijo de puta de Huergo: me borro, arréglense entre ustedes, sean los bandos que sean. Pido una única cosa: proteger a mi hija. No me da para más la solidaridad, que hasta los lazos de sangre. -Se detuvo-. Es una buena frase.
-Vas a tener que venir con nosotros, botón -dijo el Pato con la pistola cerca de su sien.
Se sintió rodeado por más armas que gente, una densidad de violencia excesiva, capaz de desencadenarse en cualquier momento.
-Voy, pero ayúdenme a cazar al otro Fretes. A ustedes les conviene: es un hombre de don Mariano.
-Lo siento mucho -dijo el de la media con el tono del locutor que saca del concurso al participante número cuatro que contesta sobre los fenicios y no sabe dónde quedaba Sidón-. Lamentablemente no nos queda tiempo para otra cosa. Simplifiquemos.
Y en ese momento, precisamente, se cortó la luz.
- ¡Cerrá la puerta, Pato! -gritó el mejicano.
Etchenaik se movió hacia la puerta de la mampara que daba a su cuarto. Había un revólver bajo la almohada. Pero el arma en manos del de la media fue más rápida. Hizo un disparo alto, nervioso, intimidatorio, que reventó sobre la cabeza del veterano y lo paralizó.
- ¿Qué hacés, animal? ¿No ves que es un corte de luz nomás? Si igual no puede escapar -gritó el mejicano.
Etchenaik se jugó la heroica y comenzó a gemir y a retorcerse.
- ¿Qué le pasa a ése, Pato? Si no le pegué...
Los gemidos continuaron en la penumbra, el cuerpo cayó al piso, rodó.
-Guarda que te puede madrugar... Déjalo ahí, no te acerqués, patealo. Patealo y vas a ver...
Etchenaik le manoteó el tobillo al que se acercó y mientras tironeaba sintió el grito en el pasillo:
- ¡No es un corte, hijos de puta!... No es un corte. Están atrapados, señores. Etche, salí que no te van a hacer nada. ¡Salí!
El gallego. Era el gallego providencial:
- ¡Tomen, mierda!
Y disparó.

91. Fogonazos

Hubo treinta segundos de fuegos artificiales. Cinco, siete tiros con sus respectivos fogonazos. El gallego, desde el pasillo, tiraba y no dejaba de hablar, gritaba, negociaba de apuro.
-Déjenlo salir y rajen... ¡En cinco minutos más está la cana acá!
En medio del estruendo, Etchenaik se arrastró hacia la mampara y en seguida se oyó un portazo.
- ¡Guarda con el otro, que se metió en la pieza! -dijo el Pato, que era el más cercano.
Mientras el gallego volvía a disparar a los gritos, los mantenía a raya, el veterano se apoderó del revólver.
- ¡Ahora van a ver, hijos de puta! -dijo enfático, ostentoso.
Un disparo que se clavó sobre su cabeza lo acurrucó junto a la cama.
-Hay que salir ahora, como sea -dijo el de la media.
Etchenaik apeló a su miedo, al sentido común, a una necesaria racionalidad agarrada con alfileres, semi intoxicada por el olor de la pólvora:
-No van a salir los tres, mascarita... Somos menos pero están flanqueados. Y ya hay ruido de cana en la calle. Si intentan pasar, con suerte se salva uno. No les conviene.
-No dejaremos las armas, Etchenaik -moduló casi tembloroso el mejicano-. Al contar cinco vos y yo prendemos los encendedores y nos paramos, con las armas a la vista; vos ahí en la puerta y yo detrás del escritorio. Después, los otros.
-De acuerdo.
-Cuento yo -gritó el gallego muy cercano en la oscuridad.
-Cuente. Despacio.
-Uno, dos, tres, cuatro y... cinco -dijo Tony ansioso, casi veloz.
Hubo dos chasquidos, un resplandor en el suelo cerca del escritorio, otro intento infructuoso tras la mampara, una puteada breve y después de otro chasquido, el resplandor.
Lentamente, las dos llamitas se fueron irguiendo.
- ¡Guarda con lo que hacés, botonazo! -amenazó entre dientes el de la media.
Etchenaik apareció en la puerta del cuartito con el encendedor vacilante y la otra mano armada, separada del cuerpo. El encapuchado estaba tras el escritorio como un cura que lee las Escrituras en el altar con los brazos en cruz.
En la pequeña claridad se veía ahora al Pato tras el sillón grande, al mejicano pegado al fichero.
-Ahora los demás -dijo el de la media-. Salen y se muestran.
-Cuento yo -parpó Donald.
Los cinco números cayeron ahora pausados mientras había ruidos en el edificio.
Cuando dijo "cinco" el gallego dio un paso lateral, salió de atrás de la puerta con los dos revólveres levantados, a lo Wyat Earp.
-Bueno... -dijo-. Ahora, salgan rápido.
-Un momento -se cruzó Etchenaik cuando los otros tres ya habían dado un paso al frente-. No vayan por ahí. Hay una escalera de servicio al final del pasillo. Desde las ventanas del palier del primero pueden saltar al techo de al lado y rajar. La cana ya debe estar entrando.
Los tres giraron. Las caras cubiertas no decían nada. Había algo que sumaba la ferretería, los ojos solos sin contexto, el gesto decidido. Todo eso no alcanzaba para decir una palabra. No la dijeron. Ni ésa ni otra. Salieron ruidosos hacia el fondo del pasillo, sus últimos ruidos se mezclaron con los primeros del ascensor, y en la escalera general. El gallego fue al pasillo y giró la llave de la luz.
Dos minutos después, la dotación de un patrullero estaba dentro de la oficina.
- ¿Qué pasó acá? -dijo el que entró al final.
-Nos atacaron y nos defendimos -dijo Etchenaik sin mentir.
- ¿Quién?
-Uno perdió un documento y yo le puedo dar una dirección. Tome.
Y la cédula de Oscar Fretes, nacido en San Martín el 18 de octubre de 1938, cambió de mano.

92. Al mazo

-A Alicia no la tocó -decía a la mañana siguiente de una noche sin dormir, muy transitada de sirenas y autos de todos los colores, de hermanos perversos, de abogados con mala leche.
-Por suerte a Alicia no la tocó el hijo de puta, y a Marcelino tampoco -repetía como obsesionado, el pelo todavía húmedo por el baño reciente, algún moretón más.
Estaban en un bar de Rivadavia y Moliere, la mañana pasaba rápida y húmeda por la avenida más larga del mundo pero el tiempo de Etchenaik se había detenido en el momento en que llegó con la cana al departamento de su hija en Sarmiento y Riobamba, no encontró sino huellas del paso de Fretes; la histeria de Alicia, la perplejidad de Marcelito, la destrucción sistemática.
-"Para que aprenda a no meterse en lo que no le importa" decía el hijo de puta y rajaba los sillones con el cortaplumas. Tiró la vitrina, partió las sillas, quemó todo lo que encontró en los cajones. Al final los dejó atados y amordazados y se fue. Cuando llegamos hubo que voltear la puerta.
El gallego mojó la medialuna en el café con leche. Esperó un momento más. No sabía si el chorro compulsivo terminaba allí, si iba a seguir escuchando.
-Saben todo -dijo-. Conviene irse al mazo.
-Sí. Todos mis movimientos -pero Etchenaik no habló de mazos.
Tony trataba de reconstruir los pasos de esa noche rarísima, antes y después de que la casualidad y proverbial intuición ibérica lo llevaran a caer en la noche, inesperado y exacto como un telegrama a deshoras, para salvar a Etchenaik a los balazos.
- ¿Los llevaste a lo de Fretes después?
El veterano dijo que no con la cabeza.
- ¿Por qué?
-Lo voy a arreglar yo solo... O con vos, bah -y sonrió tristemente-. La cana no se tiene que meter en esto. Después y en la Jefatura, tuve que hacer malabarismos para que no me retuvieran. Declaré que no sabía quién me había atacado, que podía ser una venganza personal, que hemos tenido muchos casos entre manos últimamente y que suponía que no eran tipos que obraban por ellos sino mandados. Hasta ahí.
-Y de los de la pesada, ¿qué les dijiste?
-Esos no existen. No los vi nunca.
Tony se contuvo. No dijo lo que pensaba. Había demasiadas cosas nuevas, mucha tristeza y amargura, un Etchenaik lejano y reconcentrado.
- ¿Cuándo podremos volver a la oficina? -dijo el veterano.
-No sé. Precintaron todo, pusieron un tipo de guardia... "Váyase a dormir al hotel", me dijo el oficial. La joda va a ser cuando vean los orificios de bala, cuenten los agujeros... Eso no lo pudo hacer Fretes solo, por más que nosotros le hubiéramos contestado.
-Cierto. Voy a hablar con Macías por eso. Tal vez se pueda arreglar.
Había mucho por arreglar. Demasiado. De pronto se había armado un desparramo inconcebible y desde hacía pocas horas las oficinas de Etchenaik Investigaciones Privadas funcionaban precariamente en una casita modesta de patio con malvones, en Villa Luro, más apta para un tango que para escenas de una novela negra.
- ¿Cómo está tu vieja, gallego?
-Bien. Mimosa nomás... feliz de que estemos acá. De más está decir que no le conté el tiroteo. Cree que estamos refaccionando la oficina, o me hace creer que cree. ¿Te fijaste que cuando llegamos hoy de madrugada no preguntó nada?
-No es gil la gallega. Y el pendejo salió a ella. Todavía no me contestaste cómo hiciste para aparecer y salvarme con el séptimo de caballería.
Tony sé paró, miró el reloj. Le puso la mano en el hombro.
-Ahora vamos a morfar. Son las doce menos cuarto y a mi vieja no le gusta que la haga esperar cuando hace canelones.

93. Sobremesa

La salsita estaba liviana, sin picante y con el aceite crudo para no patear hígados muy vapuleados ya por los años y los excesos. Sin embargo, el migoso pan del veterano fue y volvió reiteradamente, en cruz y en óvalo, recorriendo la superficie del plato blanco con dibujitos azules.
- ¿Quiere más, Etchenique?
-No, señora. Muy rico todo.
Había un sifón azul y sonoro en el centro de la mesa cubierta por un mantel a cuadritos, una botella de vino Toro tinto, una quesera de plástico, servilletas haciendo juego con el mantel, miguitas y cascaritas de pan, una frutera con tres naranjas, una viejita gallega y petisa que hacía juego con eso y con la casa y con el barrio de Villa Luro.
Doña Alcira Seijas de García trajo el queso y dulce, recogió los platos, ofreció café que sus huéspedes cambiaron por unos amargos dentro de un rato. Cuando los ruidos de platos en la pileta confirmaron a su vieja en la cocina, Tony contó a un Etchenaik enternecido, cómplice, los mimos y celos de su madre, el capricho casi infantil que lo llevó la noche anterior a buscar un remedio homeopático al centro, a las doce de la noche.
-Si no hubiera sido por eso no habría llegado a tiempo. Vi luz al pasar y quise saber qué hacías, si estabas con alguien... ¿Vos crees en esas cosas?
- ¿Qué cosas?
-Esas casualidades o como sea. Te salvó mi vieja.
-Me salvaste vos, gallego.
Estaban en el patio de los malvones y la parra, en los sillones de esterilla, el cigarrillo humeando. El silencio era real y no sólo la falta de palabras cuando se callaban.
Pero en un momento dado Etchenaik volvió a reflotar todo, casi convulsivamente, otra vez. Iba y volvía hablando como un oleaje que no progresara, no hiciera mella en una costa indiferente.
- ¿Quién crees que tiene al pibe? -lo paró Tony.
-No sé. Pueden ser los Huergo, por el auto, aunque no está confirmada la chapa. Puede ser la cana, como dicen seguramente los de la pesada; o lo temen, mejor. Lo que no creo es en la extorsión. No puedo tragarme tampoco las lágrimas de Nancy Reagan.
-Largá todo. Lo llamás a Berardi y a cobrar.
-Es lo que pienso hacer. Después me voy a encargar de ajustar algunas cuentas.
-Te entiendo. No estoy de acuerdo.
-Voy a hablar por teléfono con él. No hay por qué esperar al viernes.

El aparato estaba en el living, sobre las guías de tres años atrás, sobre una carpetita al crochet. Mientras discaba, Etchenaik miraba a través de los vidrios del patio. Prácticamente no tuvo que esperar.
-El señor Berardi, por favor.
-Lo siento, pero el señor ya se retiró.
-Es importante, tengo que verlo ahora.
-Debe estar en la fábrica.
Etchenaik imaginó a la secretaria de mirada bovina junto al conmutador, la voz tan cansada y aburrida como su cara.
-Déme la dirección, por favor, la perdí.
Era cerca de la estación, a tres cuadras de Pavón, sobre una transversal que cambiaba varias veces de nombre y había que tener cuidado de no confundirse.
Colgó y aceptó un mate, un beso de la señora de García que se afligió porque se iba tan temprano.
-Sí, me voy a Avellaneda -le confirmó al gallego que no se había movido del sillón de esterilla-. Pero a la noche me acompañas a desparramarles la cara a un par de hijos de puta.
-Estás loco. Yo cuido la retaguardia -dijo Tony plácidamente, con toda la tarde bajo la parra por delante.

      

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