Historia pública y privada de la Iglesia Católica Argentina


Olga Wornat

    

2. Aires de cambio y revolución

El Concilio Vaticano II, que el 11 de octubre de 1962 fue inaugurado por el Papa Juan XXIII, marcó y dividió a la Iglesia Católica del siglo XX. Cuando Angelo Roncalli, un hijo de campesinos pobres de un pequeño pueblo italiano llamado Sotto il Monte, que en ese momento era Cardenal y patriarca de Venecia, fue elegido pontífice en 1959, todos esperaban encontrarse con un jefe igual a los demás: conservador y encerrado entre las paredes del espléndido reino romano. A pocos días de asumir, Roncalli demostró su poderosa personalidad: una convocatoria de un sínodo para la diócesis de Roma, instrucciones para la reforma del código canónico y el anuncio de un nuevo Concilio, el segundo que se realizaba en el Vaticano y el vigésimo primero en la historia de la Iglesia.
Los concilios anteriores se arreglaban en Roma y los resultados eran entregados por escrito una vez resueltos. El nuevo Papa adoptó una actitud que provocó una verdadera revolución, un corte con el pasado, un abrirse al mundo. "Quiero que entre aire, aunque algunos se resfríen... ", decía Juan, el Bueno, como empezaron a llamarlo, sonriente y rompiendo con todos los protocolos pontificios, cuando explicaba el nuevo Concilio.
Este acontecimiento histórico generó hechos impensados y poco explicables por analistas, teólogos e historiadores. Uno de los fenómenos más sorprendentes fue que en un clero como el argentino –que nunca se preció de avanzado, sino de conservador– surgiera un movimiento renovador, fuertemente cuestionador del sistema, como el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM).
La preparación del Concilio llevó cuatro años y cuando se inauguró convocó a dos mil purpurados de todo el mundo, más autoridades eclesiásticas, que se arremolinaron en la imponente nave de San Pedro, que fue convertida en sala de deliberaciones, presidida por Roncalli, ya octogenario y enfermo. En ese lugar se enfrentaron en acalorados choques verbales renovadores y conservadores, frente a un pontífice al que todos habían creído un hombre de transición. Allí, en ese lugar milenario, un joven y emocionado Karol Wojtyla, jefe de la diócesis de Cracovia, era un asistente más. Sonaron los acordes del Veni Creator y Juan XXIII avanzó solemnemente hacia su silla gestatoria, acompañado de unos asistentes que portaban abanicos o flabellas ceremoniales. Estaban presentes la mayor cantidad de ancianos de la historia de Iglesia Católica. Más del triple de obispos presentes en el primer Concilio, más de cien obispos negros y por primera vez, un obispo japonés.
–Fue impresionante, muy conmovedor, nada así había pasado antes en la Iglesia. Recuerdo que en un momento un obispo belga se levantó y dijo: "mi que non place" (a mí no me gusta) y todos empezaron a aplaudir. Y el Papa dijo: "Bueno, si non plice, hay que empezar de nuevo. Y los grandes temas son: Sociedad, sacramentos, injusticias, los temas del mundo en este momento. A ningún cardenal, a ningún obispo le gusta esto, lo sé. Así que anótense y empecemos a reflexionar de abajo". Y de ahí salieron documentos de la Iglesia impresionantes, con una vigencia increíble, para cien años de vida..., dijo a modo de recuerdo, el sacerdote Luis Farinello, activo militante del MSTM.
–El Concilio mostró que la norma próxima e inmediata de la moralidad es la propia conciencia. Yo obro bien si sigo mi propia conciencia. Antes decía: no, usted obra bien si obedece a la Iglesia. Y la Iglesia está inmersa en el mundo y vive a fondo los procesos humanos, no está para dictarle normas al mundo, sino para aprender de él. El Concilio nos enseñó a criticar los documentos de la Iglesia y que ella también se equivoca..., dijo el obispo –ya fallecido– Jerónimo Podestá, protagonista indiscutido de la organización tercermundista, que provocaría un gran escándalo en la Iglesia argentina, al reconocer públicamente que estaba enamorado de su secretaria Clelia Luro.
–Fue el gran anhelo de cambio, sintetizado en la palabra aggiornamiento que usó el Papa Juan XXIII y que infundió el Concilio, lo que convulsionó a la Iglesia de todo el mundo y por supuesto a la de Argentina, aunque luego eso se fue frenando y apagando– se lamentó Miguel Ramondetti, quien en 2000, cuando lo entrevisté, acusaba setenta años y no usaba sotana, porque hacía tiempo que había decidido no oficiar más como ministro de la Iglesia Católica.
Este verdadero patriarca del MSTM, que carga con tanto exilio como renunciamientos sobre sus hombros, vive hasta hoy acompañado por María Esther en una cómoda pero austera casa del partido de San Martín, en la provincia de Buenos Aires. Ella se mostró muy amable, atendía el teléfono y la puerta, preparó y sirvió el café y usaba el pelo corto, lo que no denunciaba necesariamente su condición de religiosa, pero lo hacía sospechar.
Por su parte, Ramondetti había abandonado formalmente los hábitos, aunque no las costumbres arraigadas por años de rigurosa disciplina, impartida en las instituciones de formación religiosa. Sin embargo, al verlos, pude percibir que no sólo compartían el techo, sino que se entendían a la perfección, lo cual era muy lógico: vivieron el exilio juntos y el duro regreso también.
–¿Cuándo conoció a María Esther?– le pregunté. El hombre, de apariencia apacible y confiada, se incomodó. Sentí que no le gustaba tener que dar explicaciones sobre su vida privada, por más que hiciera veinte años que había renunciado voluntariamente a su condición de sacerdote.
–A María Esther la conozco de la época de Goya. Ella pertenecía a una congregación de religiosas, y trabajaba con los pobres como yo. Pasamos muchas cosas juntos: la persecución, los cargos injustos y finalmente el exilio, en Europa. Pero entienda, nosotros acá siempre pagamos las cuentas a medias y cada cual tiene su habitación y su espacio. Además, ella vive una vida, consagrada– respondió un tanto fastidiado.
En aquel momento me convenció, aunque sigo creyendo que de alguna manera, quizás un tanto difícil de aceptar para un laico, constituyen una verdadera pareja. "La mujer es la tentación. Sólo dos mujeres cuentan en la vida religiosa: la Virgen María y la madre de cada uno de ustedes", le habrán dicho una y otra vez en el Seminario. Pero está visto que Ramondetti se aggiornó. Y aun más: a la luz del nuevo Concilio, que generó también una revolución en la vida personal e ideológica de muchos clérigos, la Encíclica de Juan XXIII, Pacem in Terris, que da a conocer la doctrina política, social y económica de la Iglesia, frente a los graves problemas del mundo, reconoce –entre otras cosas– el ingreso de la mujer a la vida pública y que ella no puede ser tratada y considerada como un instrumento del hombre.
"Exige ser considerada como persona, en paridad de derechos y obligaciones con el hombre, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en la vida pública. "Toda esta revalorización del papel de la mujer en la vida, sacude a la Iglesia y sobre todo a sus protagonistas, los sacerdotes y obispos, como Ramondetti y Podestá.
Los historiadores y sus propios compañeros de fe señalan a Ramondetti como uno de los fundadores del MSTM. Y así lo demuestra inequívocamente su firma en los primeros documentos de esa organización, debajo de la cual figura un sello que reza: "secretario general del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo". Sin embargo, por el camino que eligió –el del hacer sin necesidad de demostrar algo que estaba convencido, nunca lo conduciría a ser obispo– insistió:
–Me niego a empezar a nombrar a creadores o fundadores del Movimiento. El MSTM surgió como una semilla que germina cuando cae en tierra fértil. Durante el Concilio, un grupo de dieciocho obispos escribió una proclama o manifiesto que recibimos algunos sacerdotes argentinos. Leerlo nos impactó mucho porque respondía a inquietudes y prácticas nuestras. Nos sentimos identificados con esas ideas de encumbrados hombres de la Iglesia que reafirmaban y respaldaban nuestra posición minoritaria dentro de la de Argentina, donde éramos mirados como bichos raros– explicó.
El mensaje de los obispos del Tercer Mundo fue firmado un 15 de agosto de 1967, y en lo esencial afirmaba:
"Ya es tiempo de que los pueblos pobres, sostenidos y guiados por sus gobiernos legítimos, defiendan eficazmente su derecho a la vida. Dios se reveló a Moisés, diciendo: "Yo he visto la miseria de mi pueblo; he escuchado el grito que le arrancaran sus explotadores... Y he resuelto liberarlo..."
"Animados por la esperanza de todos los pueblos del Tercer Mundo, nosotros os exhortamos a permanecer firmes e intrépidos, como fermento evangélico en el mundo del trabajo, confiados en la palabra de Cristo: poneos de pie y levantad la cabeza, pues vuestra liberación está próxima."
Como hombres sedientos de agua fresca en un desierto colosal, los sacerdotes argentinos bebieron de un sorbo ese documento llegado del otro continente y recordaron la frase que tantas veces repitieran mientras celebraban misa:
"Éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la vida nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía".
Pero no iba a ser una tarea fácil. Advirtieron, con bastante dolor, que ninguno de los dieciocho obispos firmantes de la proclama era argentino. Movilizados por tantas ideas y proyectos comunes, el grupo de sacerdotes se encargó, en primer término, de traducir el documento, que estaba escrito en francés, y se lo enviaron a cuantos curas y obispos pudieron, pidiendo su firma de apoyo.
–Desde el comienzo yo me definí como sacerdote de la Iglesia Católica, antes que cura para el tercer mundo. El nombre del Movimiento lo pusieron los laicos, especialmente los periodistas. Nos decían: "ahí se van a reunir los curitas del Tercer Mundo ", y así quedó. De cualquier manera, entendíamos por Tercer Mundo, el mundo de los pobres, de los marginados, de los tratados injustamente por nuestra sociedad. Yo viví el sacerdocio desde mi época del Seminario, en función de ese mundo. No es que los sacerdotes hayan sido exclusivamente para los pobres, pero sí que Cristo nos demandaba transmitir la palabra de Dios, la buena noticia, especialmente a los pobres– destacó Ramondetti.
El patriarca del MSTM nació en Córdoba, en un hogar de trabajadores rurales. Su padre trabajaba parte del año en el campo y el resto del tiempo se ganaba la vida como albañil. Su madre fue ama de casa, hasta que él tuvo nueve años y los golpeó la muerte de su padre. Fue así como la mujer decidió enfrentar su viudez, junto a sus tres hijos, en Buenos Aires.
–Mi madre se empleó como sirvienta y con eso vivimos estrechamente. Mi educación escolar fue muy precaria. Hice cuatro años de primaria en una escuela diurna. Allí, con la mayor de mis hermanas, teníamos las tres comidas. El resto de los años los hice en la nocturna, porque empecé a trabajar. Mi primera changa, por la que me iban a pagar diez pesos por mes –mi mamá ganaba treinta–fue de lechero, empujando el carrito. Yo llevaba la canasta con las botellas. Trabajé un mes, hasta que me enfermé de escarlatina. Cuando me repuse y le fui a cobrar, no me pagaron. Fue angustioso para mí porque en mi casa contábamos con esos diez pesos– contó Ramondetti.
Cuando cumplió los trece, entró a trabajar en una fábrica, donde fue obrero durante los siete años siguientes. Hasta que en 1943, en un mediodía soleado de sábado, se despidió de todos sus compañeros de trabajo para dirigirse al Seminario Metropolitano de Villa Devoto. En sólo tres horas pasó así de experimentado oficial calificado, a seminarista incipiente.
–Como todo hijo de italiano había tomado mi primera comunión, pero en mi casa no iban siquiera a misa. Recién a los quince años me acerqué a grupos de Acción Católica y eso fue definiendo mi vocación– explicó.
Terminó sus estudios de Filosofía en coincidencia con el final de la Segunda Guerra Mundial y la reapertura de los institutos de estudio de la Iglesia, en Roma. Y tuvo la suerte de ser uno de los elegidos para ir allí a estudiar Teología. Quizá porque todos los caminos conducen a Roma, tuvo de compañeros a Angelelli, a Collino y a Podestá.
–Era muy amigo de Collino, compartimos muchas horas de estudio, pero de a poco fuimos enfrentándonos ideológicamente, hasta terminar uno de cada vereda–aclaró.


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Los curas obreros

A comienzos de los años sesenta, tal como venía pasando en Europa, sobre todo en España y Francia, se instauró en la Argentina un nuevo fenómeno: el de los curas obreros. Como sus compañeros, ellos también habían estudiado en el Seminario, gozado de las prebendas y sufrido los mismos sacrificios que implica la vida clerical, pero querían ser y vivir como obreros. Juan XXIII, en su encíclica Mater et Magistra, del 15 de mayo de 1961, había condenado fuertemente al capitalismo y apoyó las luchas de los trabajadores. "Una profunda amargura embarga a nuestro ánimo ante el espectáculo inmensamente triste de tantos trabajadores de muchas naciones y de enteros continentes, a los cuales se les da un salario que los somete a ellos y a sus familias a condiciones infrahumanas ".
Así que muchos curas decidieron trabajar en fábricas, sin ningún tipo de privilegio. Se vivía entonces la reedición de lo que había tenido lugar en Francia, luego de la Segunda a Guerra Mundial. En aquellos años, el Papa Pío XII había admitido que sólo un pequeño grupo, La Legión de Francia, accediera a las plantas fabriles, despojadas de mano de obra masculina en función de los muertos habidos en las trincheras, a condición de que no actuaran en cuestiones sindicales.
El 3 de junio de 1963, consumido por atroces dolores, Angelo Roncalli, el Bueno, murió de cáncer en sus aposentos pontificios y pasó a convertirse para algunos cristianos, en un "hombre santo" y para otros, en un "revolucionario". Fue reemplazado por el Papa Pablo VI, –Giovanni Battista Montini, cardenal de Milán– quien terminó la tarea del Concilio II, en 1966, con la promulgación de la Populorum Progressio, la encíclica que denunciaba la desigualdad, la codicia, el racismo y el egoísmo de las naciones ricas, pero no aclaraba cómo debía hacerse para combatir las injusticias. Se descartaba la violencia, "excepto donde sea manifiesta una tiranía verdadera que pudiese perjudicar los derechos personales fundamentales y dañar el bien común de un país".
La Argentina, por entonces, vivía bajo una dictadura militar y los curas obreros se habían instalado antes de la promulgación de la Populorum Progressio, como verdaderos adelantados.
Juan Carlos Onganía, un general de caballería de la fracción azul del Ejército, católico integrista preconciliar, creador de la pomposa frase, "Revolución Argentina ", y al que la jerarquía religiosa rendía pleitesía, cumplía con los requisitos educativos cerrados y las abundantes subvenciones económicas que los obispos conservadores ansiaban y se negaban a declararlo "dictador". El general, al que algunos oficiales apodaban El caño, por lo hueco, y el famoso humorista Landrú de la revista Tía Vicenta, La Morsa, por sus tupidos bigotes, que había pasado por West Point, donde había asimilado la Doctrina de la Seguridad Nacional que intentaría más tarde aplicar a sus compatriotas, había llegado al poder el 28 de junio de 1966. Estaba casado con María Emilia Green Urien, con la que tenía dos varones y tres mujeres de "excelente formación católica".
Muchos sacerdotes y laicos veían aterrados a los jerarcas de la Iglesia embanderados en una especie de "onganismo" o "amor a Onganía". El paso del general por los Cursillos de la Cristiandad –una organización sub Opus Dei– y la presencia de muchos cursillistas en su gobierno generaba en ámbitos clericales progresistas, inquietudes varias. Se daba de manera muy sutil una identificación entre el Ejército y la Iglesia. Ambas instituciones convergían en fuertes valores: orden, disciplina, verticalismo y obediencia. Algunos caudillos eclesiásticos militantes del integrismo vieron concretarse el sueño del gobierno católico y, por ende, del mantenimiento de sus prebendas y privilegios. Se renovaba aceleradamente la fusión Iglesia-Estado y su momento de gloria fue la consagración del país al Inmaculado Corazón de María, en noviembre de 1969, en un acto celebrado a toda pompa por el mismísimo Onganía. El periodista Rogelio García Lupo, escribía en el semanario Marcha de Montevideo: "Estamos en presencia de una organización secreta, aunque no tanto para cerrarle el camino a nuevos prosélitos: católica, pero sobre todo dispuesta a servirse de la religión como instrumento de dominación política, y militar, aunque con ramificaciones en los civiles, particularmente los relacionados con el poder económico y cultural. Los "cursillos" están basados en el antiguo modelo de los ejercicios espirituales de Ignacio de Layóla. Se prolongan durante tres días y medio, con la asistencia de un sacerdote, supervisor del tratamiento religioso que los profesores laicos presentan en los temas de su especialidad".
En este momento se produce una fuerte división: por un lado los sacerdotes y laicos y por el otro la jerarquía eclesiástica que se resistía al Concilio. La mayoría se inclina cada vez más hacia tesis revolucionarias. Y van sucediendo episodios que demuestran el caldeado ambiente que se vivía entonces. Si Mayo del '68 iba a significar en el mundo una renovación en todos los frentes, en la Argentina comenzaba un proceso que acabaría trágicamente el 24 de marzo de 1976.
En mayo de 1966, se dividía la CGT, luego que resultara electo el militante católico Raimundo Ongaro, de los gráficos, al frente de la "CGT de los Argentinos". En la otra, la vieja central ubicada en Paseo Colón, convivían todos lo que de una u otra manera habían confluido en la quiebra del orden constitucional: los vandoristas, que bregaban por un peronismo sin Perón, al mando del Lobo Augusto Timoteo Vandor, los realistas capitaneados por Armando March, el Armando Cavallieri de entonces, y los participacionistas identificados plenamente con la dictadura del momento, por ejemplo, Rogelio Coria, jerarca de los obreros de la Construcción, Juan José Taccone de Luz y Fuerza y Adolfo Cavalli de petroleros (Perón estaba harto de expulsarlo del movimiento pero a Cavalli nada le hacía mella). La CGT de Paseo Colón era leal a Perón y propiciaba un programa antiimperialista que contemplaba la nacionalización de las industrias clave, la participación obrera en los procesos de decisión empresaria y la reforma agraria.
Desde la revista Cristianismo y Revolución, icono de los cristianos combativos argentinos, dirigida por el ex seminarista Juan García Elorrio (y uno de los creadores de los proto-montoneros) y desde el periódico de la "CGT de los Argentinos", dirigida por Rodolfo Walsh (futuro Jefe de Inteligencia de Montoneros), además de lanzarse inflamadas proclamas revolucionarias, se buscaba convertir al sector combativo en una alianza de grupos populares que pudieran presionar sobre el gobierno. En Tucumán, provincia gobernada por el cursillista Roberto Bobby Avellaneda (jefe de un gabinete al que sólo tenían acceso los católicos de misa y hostia) que venía siendo azotada por el cierre de ingenios, la desocupación y las ollas populares, la policía atacó con gases la procesión de San José Obrero, que marchaba hacia el ingenio Bella Vista. Y, como quien no quiere la cosa, una bomba de gas arrancó el brazo del santo, en medio del desbande y los gritos. En agosto de 1966, un grupo de estudiantes cordobeses cumplen huelga de hambre por la intervención de la Universidad, en la parroquia de Cristo Obrero. Obreros portuarios en huelga se hacen presentes a la Asamblea Episcopal de noviembre de 1966, acompañados por sacerdotes, que llevan la voz cantante de sus reclamos. El 1 de mayo de 1967, Juan García Elorrio, al mando del comando "Camilo Torres", ingresó en la Catedral Metropolitana, se plantó frente a Caggiano, que estaba oficiando el Tedeum del Día del Trabajador y al dictador Onganía, y pidió en tono de barricada, rezar en común una oración contra las injusticias y la explotación. Graciela Daleo, Casiana Ahumada –segunda mujer de Elorrio– y Fernando Abal Medina tiraban volantes alusivos. Los tres, como era de esperar, fueron arrestados por policías que envió el gobierno en concordancia con los hombres de la Iglesia. Los gracioso fue ver a Abal Medina agarrarse fuertemente de las mangas pomposas de Caggiano mientras se lo llevaba la policía. Como corolario, varios sacerdotes obreros fueron expulsados de la diócesis de San Isidro en marzo de 1968.
Una catarata de conflictos gremiales y sociales, en los que siempre aparece involucrado un sacerdote, una religiosa o un laico, se había desatado, reclamando del Episcopado una declaración que fuera más allá de la prescindencia del orden temporal, que los obligaba a enfrentarse al gobierno militar. Mientras Adalbert Krieger Vasena, el "Cavallo" de Onganía, denunciaba al "marxismo subversivo "como promotor de todo, inclusive de la inflación, la SIDE, más pragmática, llegaba a la conclusión de que los disturbios obreros-estudiantiles provenían de una conjura católica. Según los informes de inteligencia, sacerdotes conciliares y jesuitas eran quienes prestaban a las organizaciones sindicales, el matiz subversivo que ostentaban. No andaban tan errados. Un poco tarde, quizá, con relación a la Iglesia brasileña, cuyo adornamiento había comenzado en 1963, de la mano del obispo Helder Cámara, valiente voz profética del Episcopado latinoamericano.
En medio de este mundo que agitaba consignas libertarias y que se enfrentaba fuertemente a los rígidos esquemas de las cúpulas gobernantes, surgen los curas obreros. Ese había sido el origen del sacerdote español Francisco Huidobro, quien llegó a Buenos Aires en 1963 y solicitó trabajo como operario en la fábrica Indupar. Otros dos sacerdotes, los padres Glavina y Diana, iniciaron sus tareas en industrias cercanas. Huidobro hizo caso omiso a la recomendación de Pío XII, que por otra parte ya estaba muerto y enterrado, y había sido reemplazado por el "Papa Bueno", y luego por Paulo VI.
"Fui a Francia donde mi papá tomó la nacionalidad francesa, llegué acá a la Argentina porque cuando estaba en el seminario, justamente en la misión de Francia, el ministerio era ir hacia el mundo que está fuera de la Iglesia. El mundo obrero de Francia, está muy alejado, hay como una pared que separa a la Iglesia de los obreros. Y esa pared hay que derrumbar. Con hechos y no con palabras. De allí la llegada de sacerdotes a las fábricas y como yo soy un antiguo obrero, me fui a España a trabajar como minero en la época de Franco, llegue aquí a los treinta años y primero me metí de obrero de la construcción. Tengo la impresión de que aquí en Argentina va a ser peor la condición obrera y me vine para este continente un poco para reparar lo que España y Portugal hicieron en los años de la conquista ", explicó en una entrevista a la revista Todo es Historia, en una austera habitación de la parroquia de Villa Dominico, en Avellaneda, territorio del obispo Jerónimo Podestá. El padre Huidobro –al que sus patrones emplearon pensando equívocamente que un cura aplacaría los ánimos rebeldes de sus obreros y sindicalistas– era delegado general cuando en 1965 hubo una huelga, que duró dos meses y que el sacerdote la llevó adelante, y a consecuencia de la cual, fue despedido y luego reincorporado, aunque no lo dejaron entrar. Junto a los obreros hicieron un piquete en la puerta y la policía los llevó presos, lo que generó una gran inquietud en la Iglesia argentina.
En aquella oportunidad, catorce sacerdotes emitieron una declaración de solidaridad y elogio a Huidobro. Uno de los firmantes de esa proclama fue un joven sacerdote, alto, rubio y de ojos azules, que provenía del otro extremo del arco social y que en su primer reclamo público tenía la osadía de enfrentarse a su clase, la oligarquía: Carlos Mugica. Entre los otros trece curas obreros, hubo varios que luego integraron el MSTM: Rodolfo Ricciardelli, Eliseo Morales, Domingo Bresci, Alejandro Mayol, Juan Tedeschi, Francisco Suárez, Andrés Lanzón, Juan José Pichi Meissegueir y Alberto Carbone.
Muchos religiosos reclamaban cambios en la Iglesia y en la sociedad. Se gestaba en el centro de la fe católica un gran movimiento de renovación para algunos, de revolución para otros. Sacerdotes y laicos poblaban las villas miserias en ciudades y campos, estrechando cada vez más los vínculos con los trabajadores.
"Nosotros por lo menos tratamos de vivir dentro del mundo que nos toca evangelizar, por lo menos nace una simpatía con la Iglesia, con los curas, que hasta ese momento, era visto como un funcionario de la Iglesia, es un "vivo" que vive de arriba, que no tiene mujer, pero tiene mujer, que tiene la plata que quiere. Para conocer al obrero, donde mejor se lo conoce es en la fábrica, ése es su mundo, su alma está allí. Por eso queríamos evangelizar la fábrica. ¿Y vos que venís a hacer aquí?¿A repartir estampitas, medallas...?, dicen.
"No, compañero, yo no vengo por eso, vengo para colaborar con ustedes a defender la justicia social, no tengo ninguna medallita en el bolsillo", explicaba Huidobro, años después.
La realidad de la Argentina asomaba a los ojos de curas y laicos, como una pintura de Berni: en 1968 había 23 millones de habitantes, dos millones de analfabetos y una enorme deserción escolar, y las provincias del norte estaban azotadas por el hambre y las enfermedades endémicas. Había concentración de tierras en pocas manos, lo que obligaba a muchos a emigrar a las grandes ciudades en búsqueda de trabajo y eso provocaba un aumento de la pobreza. Esa ola de aire nuevo en medio de esta situación político social tendría en el clero argentino su expresión en el MSTM, en tanto que en los laicos se manifestaría a través de la lucha de clases y la guerrilla.
Hoy, muchos miembros de la jerarquía eclesiástica siguen reprochándose y culpándose por haber alimentado las filas de la guerrilla, en procura de un país más solidario y con menos diferencias que, con seguridad, está aún más lejos que entonces.
El 28 de junio de 1965, unos ochenta presbíteros, entre los que se encontraba una vez más el padre Mugica, participaron de una reunión en el colegio Sandford de Quilmes. De allí surgió un documento que fue presentado en las últimas sesiones del Concilio Vaticano II.
Un año después, hubo otro encuentro en Chapadmalal, que se centró en la realidad argentina. Lucio Gera, convertido luego en uno de los teólogos más respetados de la última mitad del siglo XX, se perfilaba entonces entre los teóricos principales del MSTM. En aquella reunión, Gera propuso:
–Tenemos que repetir las nociones del Vaticano II dentro de cada uno de nosotros.
Ambos encuentros sembraron las ideas que cosecharon los hombres de la Iglesia que se encolumnaron un par de años más tarde en el MSTM.
Lucio Gera, doctor en teología y ex decano de la facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina (UCA) desde 1965, hasta finales de los setenta, escribió los "Apuntes para una interpretación de la Iglesia argentina", en la revista Cristianismo y Revolución, en enero de 1970. El trabajo está firmado junto a Guillermo Rodríguez Melgarejo, actual mano derecha del cardenal Jorge Bergoglio, en el arzobispado de Buenos Aires y que en ese entonces, tenía militancia en el MSTM.
"En la actualidad no hay una línea dominante en la Iglesia argentina, en ella repercuten las contradicciones en que se desenvuelve la nación. (...) La Iglesia no es en este momento, predominantemente conservadora, ni liberal, ni revolucionaria popular. Esto origina una falta de inclinación hacia uno u otro proyecto. Es una Iglesia que hoy no opta por ningún proyecto. Pero no habría que contentarse con esta constatación sino intuir o detectar cómo representará el futuro. La historia reciente nos muestra que hasta concluido el Concilio, fue más bien una Iglesia conservadora, en el período inmediatamente post conciliar dominó – no suficientemente– una linea liberal, progresista, de modernización y renovación, últimamente comenzaron a acentuarse –sin haber logrado un dominio suficiente como para producir una inclinación del conjunto del cuerpo eclesial– las corrientes de origen sociopolítica, revolucionaría y popular. "
Miguel Ramondetti, por otra parte, encontró en Goya, Corrientes, y principalmente en su obispo, monseñor Alberto Devoto, el lugar ideal para desarrollar el sacerdocio como él lo entendía. Vivía de su trabajo de albañil y celebraba misa en el lugar que le pidiesen, sin necesidad de grandes altares ni demasiados protocolos.
Fue en Goya donde monseñor Devoto le entregó una copia del mensaje de los dieciocho obispos del Tercer Mundo. Ramondetti quedó impresionado con el texto y se reunió con Rodolfo Ricciardelli y con Andrés Lanson, un cura obrero. Juntos tradujeron el texto y entre los tres difundieron el mensaje, haciéndolo llegar a cuantos sacerdotes pudieron.


El auge del MSTM

–Comenzamos a recibir tantas adhesiones, que no lo podíamos creer. Los primeros en adherirse fueron 273 sacerdotes. Nos comprometimos entonces a trabajar con todas nuestras fuerzas para poner en práctica el contenido evangélico y profético del documento– recordó Ramondetti, con los ojos instalados en esos días de gloria, de juventud y de ilusiones de cambio.
Ese manifiesto no tardó en recibir el apoyo de casi mil sacerdotes de América latina, quienes claramente diferenciaban la injusta violencia de los opresores de la justa violencia de los oprimidos, distinción mantenida sólo hasta cierto punto por los jerarcas eclesiásticos presentes en Medellín.
Por eso, el próximo paso fue enviar una carta a los obispos participantes de la segunda reunión del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), en Medellín, en agosto de 1968, firmada por 431 sacerdotes argentinos y más de quinientos latinoamericanos, en la que exponían su postura frente a la violencia en el continente. El documento preliminar preparado por los obispos del continente –basado en las estadísticas de Celso Furtado, economista brasileño proscrito por la dictadura de su país– señalaba la situación de atraso y dependencia de América latina de las grandes potencias. Por detrás de este alboroto de sotanas, se levantaba la figura del sacerdote colombiano Camilo Torres, fundador de la "teología de la violencia", que en 1965 se había integrado a la guerrilla colombiana. El documento fue descartado por "hipercrítico y despiadado" por la Conferencia Episcopal Argentina, en su reunión anual en San Miguel. Mientras tanto, los católicos argentinos objetaban a la jerarquía de su Iglesia que desde el 28 de junio de 1966, cuando Juan Carlos Onganía, el general poseído del espíritu evangélico y preparado como un cruzado para combatir las ideas demoníacas de la modernidad, asumió el poder, ésta no hubiera formulado un solo juicio sobre los hechos ocurridos en el país. En octubre de 1963, el cardenal Eduardo Pironio investía a Antonio Quarracino como obispo de Avellaneda, quien reemplazaba a Jerónimo Podestá, que fue sacado del medio, acusado de "comunista". Considerado un "realista" Quarracino se había destacado en su diócesis de 9 de Julio como un promotor del apostolado rural y había sido uno de los primeros en admitir que en el conflicto entre Perón y la Iglesia, era ésta la que había mostrado los flancos más débiles. Claro, eran otros tiempos...
Mientras tanto, el general Alejandro Agustín Lanuse –otro que asistía a los cursillos de Onganía– asumía como Jefe del Ejército y en septiembre participaba en Río de Janeiro de la VIII Conferencia de Ejércitos con la presencia de todos los Jefes de Ejércitos del continente (es decir, de todos los regímenes dictatoriales del área) y compartía el estrellato con el general Westmoreland, ex comandante de las fuerzas americanas en Vietnam y máximo experto en la lucha antiguerrillera (se suponía). El encuentro legitimó la Doctrina de Seguridad Nacional que permitía a los militares intervenir en los conflictos internos de cada país. Westy, como apodaban al general, no aportó mucho. Se dedicó a mostrarle las maravillosas playas de Río a su mujer Kitty y a cambiarse de ropa seis veces al día.
Otro de los hechos curiosos del Concilio Vaticano II fue que, mientras la participación de América latina fue allí casi nula, jugó un papel protagónico en la etapa posterior. Lo que en Europa había llevado varias décadas para realizarse, aquí corrió como una ráfaga que invadió todos los sectores de la Iglesia, se estuviera o no de acuerdo, probablemente porque las injusticias y las diferencias eran mucho más agudas y profundas que en el primer mundo.
En esos días se exigían cambios con urgencias. Grupos católicos, que en los últimos años se habían enredado en charlas meticulosas acerca de la posición que debía tener el altar y en apasionadas discusiones acerca del concepto de Iglesia o lo que decía la doctrina respecto de la vida de ultratumba, se concentraron esta vez en discutir si la salida revolucionaria podía ser pacífica o debía ser violenta. El sí o no a las armas era la opción.
Se cerró así una gran paradoja: América latina, la gran ausente en la elaboración de la problemática conciliar, asumió un papel de compromiso en su concreción. Lo que en Europa era un mundo difuso que había que alcanzar, en Argentina era una sociedad surcada por profundas contradicciones a resolver. La consigna clave que en el antiguo continente era el aggiornamiento, fue planteada por los países del sur como revolución.
Jerónimo Podestá fue un fuerte protagonista de los años de auge del MSTM. Había ingresado en el seminario en 1940 y se ordenó sacerdote en 1946. Estudió Derecho Canónico en España e Italia hasta 1950 y también asistió a la prestigiosa Universidad Gregoriana de Roma. Al regreso, fue docente en el seminario hasta que en 1963, a los 42 años, fue ordenado Obispo, junto a otros jóvenes brillantes como Eduardo Pironio y Antonio Quarracino. A finales de mayo de 2000, y a sólo un mes de su muerte, el hombre que a fines de los sesenta puso en jaque a la Iglesia argentina y que llegó con sus argumentos al Vaticano, me recibió en su casa del barrio de Caballito. Hacía mucho frío y Podestá se estaba recuperando de una afección pulmonar, pero se lo veía fuerte y entero. El caserón en donde vivía junto a su compañera Clelia Luro había pertenecido a uno de los jefes de los mazorqueros de Rosas y, en su patio, Jerónimo celebraba misa: era el presidente de la Federación Latinoamericana de sacerdotes casados. "Llegué a ser Obispo porque aunque parezca mentira, yo provengo de una familia adinerada de la clase alta y la Iglesia se fija en esas cosas. Monseñor Antonio Plaza quería nombrar obispos propios, pero conmigo no tardó en darse cuenta de que había metido la pata. Yo desde que empecé como obispo, estuve con mi gente en jornadas de trabajo, en manifestaciones. Iba en mi auto para todos lados y cuando se me pinchaba la rueda, sacaba la de auxilio, la cambiaba y seguía viaje. Era muy diferente a muchos de mis pares. "
Más allá de su origen pudiente, Jerónimo había tenido un contacto directo con los pobres mucho antes de definir su condición sacerdotal. "Mi madre era muy católica y atendía a todos los que le pedían algo. Desayunábamos con los pobres en el jardín de mi casa. No les dábamos limosnitas, los atendíamos con cariño y preocupación. "Jerónimo Podestá fue el primero de los obispos en dar su apoyo a los sacerdotes para el Tercer Mundo y en criticar a la Iglesia. Reconocido por sus pares como uno de los mejores intelectuales de la Iglesia Católica argentina, realizó grandes aportes teóricos. Fue compañero de Raúl Primatesta, de Eduardo Pironio y del reciente cardenal Jorge Mejías, archivista del Vaticano, quienes sentían gran afecto y respeto por Podestá, más allá de las diferencias ideológicas. "Las religiones están centralizadas para criticar el poder. Así surgieron las cruzadas y las colonizaciones con sus carnicerías. Y la religión no da derecho a aplastar ni a perseguir a nadie."
Jerónimo conoció a Clelia Luro en 1966, cuando ella se acercó al Obispo a pedirle ayuda para un clérigo que era víctima del alcoholismo. Ella había estado casada diez años con un sobrino del poderoso Robustiano Patrón Costas y tenía seis hijas. A fines de ese mismo año, ambos conocerían al hombre de quien serían amigos incondicionales: Monseñor Helder Cámara. "Fui al Encuentro de Obispos de Mar del Plata y traté de divisar quién era Cámara. De pronto la veo a Clelia que estaba hablando con él, que la tenía tomada de la mano. Él nos presentó y me dijo: "No tengas miedo, Clelia va a ser tu fuerza". A partir de ese día, Clelia Luro se integró a la diócesis como su secretaria. Al principio los unía una gran confianza y un sentimiento platónico. "Hasta que dejé la diócesis no tuvimos relaciones íntimas, aunque el amor verdadero ya se había apoderado de nuestras almas."
Un hecho político fue determinante en el futuro de Jerónimo Podestá. En 1967, en el Luna Park, lideró un acto para hablar sobre la encíclica Populorum Progressio, al que asistieron políticos y sindicalistas que estaban prohibidos por el gobierno militar. Onganía lo definió como el principal enemigo de su gobierno –lo llamaba "el obispo rojo"– y pidió a los jerarcas eclesiásticos que lo callaran. Los siempre solícitos amigos del poder de turno, monseñor Plaza, Tórtolo y, sobre todo, el nuncio Humberto Mozzoni, lo presionaron para que renunciara.
"Aunque parezca mentira, el nuncio me engañó y fui muy ingenuo. Le firmé una renuncia sin protocolo en 1969, con la condición de que me gestionaran una reunión con el Papa y sólo después de tomar una decisión definitiva. No cumplió y envió la renuncia directamente al Vaticano. Me hicieron la "cama", como se dice vulgarmente. "También es cierto que Podestá quiso asistir a la reunión pontificia con Clelia, pero en Roma no aceptaron, lo que empujó su renuncia. Durante ese tiempo, en el Vaticano, el secretario de Estado, monseñor Benelli exclamó espantado: "Pero, ¿cómo una mujer puede estar influenciando a un obispo?". A Clelia la llamaban "esa señora", "esa mujer" o "la consabida persona", pero jamás pronunciaron su nombre.
Podestá fue designado Obispo de Orrea de Aninico, una diócesis inexistente de Mauritania, hasta que finalmente en 1972, fue suspendido y se unió definitivamente a Clelia. "La tradición católica presenta a Jesús como célibe. Pero los estudios históricos judíos dicen que era un rabino porque había estudiado en el templo, o sea, que no era un charlatán. Y si era un rabino, es inconcebible que no fuera casado. Como no tenemos otros documentos, el único dato que tenemos es el amor entrañable que tenía por María Magdalena. No es casual que la primera persona que busca para manifestar su resurrección, sea ella. El celibato es una imposición que no respeta el derecho de las personas. Debería ser optativo, porque tampoco los curas lo respetan hoy día... ", me dijo mientras apretaba la mano de Clelia. En 1974 fue amenazado por la Triple A y dejó el país junto a su compañera y las seis hijas del primer matrimonio de ella. En 1978, volvió a la Argentina, pero sólo por unos días. La situación no estaba para que se quedara. Vivieron exiliados en París, Roma, México y Perú y regresaron definitivamente en 1982, casi con la llegada de la democracia. Durante la guerra de Malvinas llevó el cáliz de su primera misa al Frente Patriótico y al año siguiente rechazó la oferta de Oscar Allende que le ofreció acompañarlo en la vicepresidencia en las elecciones de 1983. Nunca perdió su vocación sacerdotal y tampoco su condición de obispo. "Sin la menor duda, yo tengo la formación tradicionalísima de la Iglesia –dijo en 1996– que dice: "tú eres sacerdote para siempre». Lo primordial es esa elección interior: ¡Yo quiero ser sacerdote! ¿Y por qué? Porque quiero enseñar el bien, la enseñanza de Jesucristo."
Desde Goya, a orillas del río Paraná, monseñor Alberto Devoto asomaba como uno de los obispos más radicalizados del país. Se enfrentó al poder militar y a los sectores católicos más tradicionales. Sus frecuentes reuniones comunitarias con los campesinos intranquilizaban tanto a la dirigencia política como a la curia. Le endilgaron todo tipo de calificativos – "peronista", "marxista", "demagogo"– pero no lograron hacerle mella y muchos menos callarlo. En la Pascua de 1966 había realizado su voto de pobreza y desde ese momento se convirtió en la oveja negra del episcopado argentino donde la fastuosidad era la regla. Que un religioso salido de sus filas renunciara al anillo, al báculo, al apelativo de monseñor y también al sueldo que el Estado paga a los obispos, resultaba francamente intolerable y hasta subversivo.
Por su independencia y desapego a los bienes terrenales se lo vinculó con el Che Guevara. Por su prosa implacable contra la oligarquía y el imperialismo, se lo comparó al cura guerrillero colombiano Camilo Torres. Por su defensa de los pobres, se lo alineó con los curas obreros y con los sacerdotes del Tercer Mundo. Sin embargo él sostenía:
–No estoy enrolado en movimientos de este tipo. Hago con mis sacerdotes y laicos lo que creo que en cada hora pide la Iglesia. En mi caso concreto, el voto de pobreza se refiere a mi modo privado de vida, al trato directo y llano con la gente, a que me inclino a dirigir una atención especial a los humildes y a que he renunciado al uso de los símbolos de poder y al sueldo que paga el Estado a los obispos.
En una zona castigada por los vaivenes del cultivo del tabaco e inmerso en un contexto de profundas transformaciones, tanto del país y del mundo, Devoto detectó que la Iglesia no podía estar ausente en este proceso. Coherente con su actitud pastoral, trabajó en el campo con el Movimiento Rural de la Acción Católica para despertar en la gente la conciencia de sus derechos y de su dignidad humana.
En esa posición de aceptación y de no condena a los miembros del MSTM, se inscribieron otros obispos del interior del país: Angelelli, en La Rioja; Brasca, en Rafaela, Santa Fe; Di Stéfano, en el Chaco; y De Nevares, en Neuquén. También el entonces vicepresidente del CELAM, monseñor Antonio Quarracino, veía con buenos ojos el surgimiento de nuevos aires en la Iglesia católica:
–Yo era asesor de la Juventud Universitaria Católica y me acuerdo que los compañeros porteños hablaban de Quarracino con admiración y con grandes expectativas, porque expresaba lo que después iba a ser la Teología de la Liberación. Mi visión de lo que pasó con él se expresa de esta manera: es muy difícil ser obispo y tener fe. Porque el poder atrae mucho y tiene una determinada lógica. Muchos obispos terminan fagocitados por esa lógica del poder y en pos de eso terminan entregando su verdadero deseo cristiano– explicó Rubén Dri, otro ex integrante del MSTM que se alejó de la condición clerical.
Dri integra una familia de ocho hermanos, todos nacidos en Federación, Entre Ríos, un pueblo que a mediados de la década de los setenta fue sacrificado, lo mismo que buena parte de la fauna ictícola del río Uruguay, por una represa hidroeléctrica. Cuando las turbinas de Salto Grande comenzaron a funcionar, el río ganó las calles y todos los edificios del pueblo, incluida la parroquia, fueron sepultados por las aguas. Sus desarraigados habitantes debieron mudarse a la Nueva Federación, una ciudad de casas idénticas, hechas de apuro, que da sobre un lago, en cuyo lecho descansa la vieja Federación. Cuando eso sucedió, Dri trabajaba como sacerdote en una comunidad rural del Chaco:
–Mi obispo, monseñor Agustín Marosi, no tenía grandes luces intelectuales –continuó–. Era hijo de italianos y tenía la sabiduría del tano criollo de no meterse en líos. Entonces, al cura que le hacía líos, lo marginaba, pero no lo castigaba. Lo dejaba al brazo secular, como en la Edad Media, para que él hiciera lo que correspondiera. A mí me sacó de todo espacio eclesiástico, pero me dejó libre. Seguía siendo cura, no me castigó canónicamente, así que yo podía seguir celebrando misa. Fue inteligente de su parte, porque ese proceder no lo enfrentaba con la gente que me seguía. Me dejó trabajar en la villa, pero me echó del clero regular, de las parroquias, así que no tenía ningún tipo de apoyo. De mi parte yo no quería tampoco ser su representante.
Rubén Dri se ordenó como sacerdote en Paraná y luego estudió Teología en la Universidad Pontificia Salesiana, en Turín. No fue el único de la familia que optó por el camino religioso: uno de sus hermanos era seminarista y su hermana Teresa fue religiosa de la Congregación de las Monjas Azules. Tampoco fue el único en marchar preso: su primo, Jaime Dri, estuvo secuestrado en la ESMA –de donde se escapó milagrosamente– y tanto él como Teresa fueron detenidos en varias oportunidades por su activa militancia católica.
Como muchos de los hombres comprometidos con su época, Dri se exilió en México en 1976. Allí vivió hasta 1984 y trabajó todos esos años en un Instituto Teológico que fue cerrado por Juan Pablo II. Con el retorno de la democracia, volvió a Buenos Aires, donde se dedicó a la docencia y se transformó en uno de los analistas más respetados de la historia de la Iglesia en la Argentina.
Actualmente, es profesor de Teología e Historia de la Universidad de Buenos Aires y vive en un departamento del barrio de Palermo. Desde allí pontifica que es justo reconocer que en la Iglesia, como en la vida, los hombres cambian mucho, sobre todo cuando el poder los tienta:
–Otro ejemplo que convalida lo que pasó con Quarracino, es el de monseñor Ítalo Di Stéfano; él también cambió mucho. Recuerdo que me fue a visitar cuando estuve detenido en Resistencia, en el '70. Éramos amigos, pero él cambió, se reacomodó, y no volvimos a hablar. Yo pasé a la clandestinidad en el '74, estuve dos años clandestino y después pasé al exilio. En el exilio me enteré que Di Stéfano había pasado del obispado de Roque Sáenz Peña, Chaco, al de San Juan; y como obispo de San Juan ya vi las posiciones que tenía, así que no hablé con él. Yo tengo mi juicio sobre él, pero también tengo una deuda personal: le agradezco el gesto que tuvo conmigo. Me acuerdo que cuando me visitó y me entregó el pectoral, me dijo que tenía miedo de que la policía me largase de noche y me secuestrasen. En ese momento él tenía una posición progresista. No es que estuviese totalmente de acuerdo con lo que yo hacía, pero participó en el lanzamiento de las Ligas Agrarias. De todas formas, a mí no me extrañó demasiado su vuelco, porque percibía en él ansias de poder. Di Stéfano tenía una concepción teológica de la Iglesia de derecha, pero también una gran necesidad de protagonismo, y como por esos días el protagonismo pasaba por la izquierda, él tenía su espacio. Cuando eso cambió, él lo hizo en consecuencia.


Los encuentros

Impulsados por el éxito de la firma del manifiesto y por la necesidad de que los cambios dejasen el escenario del discurso, para hacerse carne en cada uno de los católicos, y en cada hombre y mujer argentinos, los sacerdotes enrolados en el MTSM, realizaron su primer encuentro nacional.
El 1 y 2 de mayo de 1968 se reunieron en Villa Manuela, Córdoba. Los firmantes fueron trescientos veinte y asistieron veintiún sacerdotes en representación de dieciocho diócesis. En Villa Manuela se analizó la situación de las distintas regiones del país y de las villas de emergencia de Buenos Aires. Los sacerdotes Héctor Botan, Jorge Vernazza y Rodolfo Ricciardelli denunciaron atropellos policiales y el plan de erradicación.
Entre los firmantes de las conclusiones había, sin duda, altos desniveles de comprensión y también enormes diferencias en el discurso político, que marcarían el desarrollo sinuoso y el destino final del movimiento. De todas maneras, se coincidió en que los curas debían salir de sus preocupaciones y actividades puramente eclesiásticas, para reencontrarse con el hombre común y sus problemas. Y, por supuesto, todos en general ratificaron su opción por los oprimidos.
"Existe en la Iglesia argentina lo que podríamos denominar catolicismo popular que no está aún totalmente formulado en expresiones intelectuales, pero sí late en la vitalidad del pueblo. Es un hecho de nuestra historia que el pueblo ha combinado su fe católica, con una línea nacional–ya desde el grito de Facundo, "Religión o Muerte", y más reciente en el peronismo– más allá de los dictados de la Iglesia oficial y de todas las élites. Se puede afirmar que aún hoy, gran parte del pueblo se identifica políticamente con el peronismo. Es una corriente mayoritaria, aun no teniendo formulaciones teóricas totalmente elaboradas. Pueblo es tierra, patria, religión, tradición, folklore. El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, originariamente identificable con la corriente de protesta social, se daría ahora más bien en esta línea popular nacionalista, intentando una presencia profética y de liberación dentro de la problemática argentina y latinoamericana. Pareciera que el catolicismo popular tiene la virtud de operar una purificación de las izquierdas europeizantes, despojándolas de su carácter marxista-elitista y tornándolas nacionales al reconocerse en las tradiciones de caudillos como Facundo Quiroga, el Chacho Peñaloza, Artigas, Ramírez, López, pasando por Irigoyeny el fenómeno peronista. El humanismo universitario se conecta con el peronismo revolucionario." , reflexionaban, en 1970, Lucio Gera y Guillermo Rodríguez Melgarejo, acerca del MSTM.
Ya en el Tercer Encuentro Nacional, que se realizó Santa Fe, en los primeros días de mayo de 1970, los sacerdotes comenzaron a defenderse de las imputaciones de los políticos y de la jerarquía eclesiástica y rechazaron así las acusaciones que se les hacía, de haberse convertido en un grupo revolucionario. El comunicado con las conclusiones del encuentro de Santa Fe afirmaba que "el Movimiento no es, ni quiere, ni puede constituirse en partido político ".
Pero, pocos días después, el 29 de mayo de 1970, se produjo el secuestro del general Pedro Eugenio Aramburu y el MSTM hizo, recién a finales de junio, una declaración al respecto. La misma no incluyó una condena enérgica al asesinato, como se hubiese esperado, y colocó a Aramburu en igualdad de condiciones con otros caídos. Este hecho, sumado a la vinculación de algunos curas con militantes de la organización Montoneros, afectó al MSTM.
La primera consecuencia fue la detención del padre Alberto Carbone, director de Enlace, la publicación oficial del movimiento. Los titulares de los diarios opositores al MSTM, fueron lapidarios.
A Carbone se lo había culpado de tener en su parroquia la máquina de escribir que fue usada para redactar el comunicado con el que Montoneros se adjudicó el asesinato de Aramburu. Esas pericias determinaron que el cura fuera detenido y pasara casi un año y medio en prisión, tras lo cual fue sobreseído.
Con babuchas, una camisa de tela fina, sandalias franciscanas, medias de lana y una boina que protegía del frío su calva cabeza, Carbone me recibió en una pequeña y húmeda salita, una mañana del invierno de 2000, en pleno año del Jubileo, y treinta años después de aquellos episodios. Se lo veía tranquilo y en paz consigo mismo:
–La famosa máquina era de Norma Arrostito (fundadora de la organización Montoneros). Ellos la secuestraron y después dijeron que era mía. La verdad, no me impona demasiado. Necesitaban encontrar un chivo expiatorio dentro del MSTM y me encontraron a mí. De cualquier manera, los muchachos no estuvieron a la altura de las circunstancias. Después del asesinato no los volví a ver y jamás me dieron una explicación. Yo no se las pedí, no me hacía falta. Ellos sabían qué les había inculcado. Sabían de sobra que yo pensaba que habían errado el camino, siempre se los dije. No me escuchaban.
El cardenal Juan Carlos Aramburu era un tipo extraño, a pesar de su marcado conservadurismo, nunca le pidió explicaciones a su sacerdote. Dos veces hizo gestiones para lograr su libertad. Lo conocía y suponía que estaba sirviendo de blanco. Sin demasiadas palabras, se hizo presente cuando Carbone lo necesitó.
–Aramburu estuvo, me acompañó. Yo no podía pretender que se jugara públicamente, porque no le convenía, y además porque en el fondo, si bien simpatizaba con nuestro trabajo de base en las villas, él era un príncipe de la Iglesia, y los nobles sólo se encuentran con los criados a escondidas y en situaciones límites, no en reuniones públicas. Allí cada cual conserva su lugar. El cardenal me visitaba en la cárcel y me llevaba cigarrillos. Cuando en el '72 me dejaron libre por última vez, él me vino a buscar con mi abogado. Me dijo: "Agarrá tus pilchas y tus anotaciones que nos vamos". Me llevó hasta la casa de mi abogado y después me dijo que, si quería, tenía un lugar en la casa del clero, en la calle Rodríguez Peña. Allí viví seis años, cuando todos me consideraban una compañía peligrosa–contó Carbone.
–¿Jubileo?– preguntó luego, con un dejo de ironía.
Fue cuando le expliqué por qué creía que el año 2000 era el momento ideal para empezar a escribir un libro sobre la Iglesia argentina, en el que se pudieran reconocer errores y limpiar culpas, muchas de ellas injustamente adjudicadas. Y continuó:
–¿Usted está segura de que la Iglesia argentina va a pedir perdón por sus complicidades y sus omisiones? Ojalá que así sea. ¿Sabe? Yo nunca estuve en contacto con la jerarquía, mucho menos ahora, que estoy desde hace casi diez años en este lugar alejado, donde cumplo mi misión sin molestar. Mi única preocupación son los pobres. Pero me encantaría que mi Iglesia tome el buen ejemplo del papa Juan Pablo II y pida profundamente perdón. Eso sí: como hombre de la Iglesia le aseguro que el perdón es imposible si no hay arrepentimiento.
Aquella conversación con el padre Carbone tuvo lugar en agosto de 2000, en la parroquia del barrio Rivadavia, en Merlo, partido de Moreno, donde el obispo de Morón, monseñor Justo Laguna, le dio, hace una década, la posibilidad de ejercer el sacerdocio, ya que por entonces la zona pertenecía a su diócesis. Veinte días después de esa charla, en el Encuentro Eucarístico de Córdoba, la Iglesia hizo público su pedido de perdón. Fue un digno –y tardío– regalo de primavera.


La ruptura

El celibato y la filiación política –sobre todo la opción por el peronismo– fueron los temas que desde el comienzo enfrentaron a distintos miembros del MSTM, y esas diferencias se intensificaron hasta el final en 1973. Dos pesos fuertes del grupo, el padre Carlos Mugica y monseñor Jerónimo Podestá, obispo de Avellaneda, tuvieron sobre el celibato un enfrentamiento tan violento, que a partir de allí sólo dialogaron mediante emisarios. Mugica estaba a favor del celibato y Podestá, en la posición contraria.
El popular Obispo de Avellaneda fue acusado por muchos sacerdotes de banalizar la opción por los pobres del MSTM introduciendo en el debate una cuestión menor como el celibato. Pero para Podestá ése era "el tema" porque ya era pública su estrecha relación con Clelia Luro, su secretaria, quien luego se convirtió en su mujer.
Algunos memoriosos recuerdan el entredicho entre Podestá y Mugica:
Podestá: –Me parece Carlos que tenes una teología muy floja.
Mugica: –Y a mí me parece que vos tenes una teología muy pelotuda.
El padre Luis Farinello, uno de los más jóvenes exponentes del MSTM, recordó así aquellas agitadas discusiones:
–En la última etapa de las reuniones de los sacerdotes del Tercer Mundo, había curas que se habían casado y que venían con sus parejas. El padre Carlos Mugica era el que más se enojaba con el tema del celibato. Para él era una cuestión secundaria. "Acá lo importante es la justicia, los pobres. Este no es un problema de braguetas", decía. "Si se quieren casar, háganlo y listo, pero no nos hinchen las pelotas. No confundamos las cosas, vayanse".
Mugica era así de apasionado y claro; no andaba con eufemismos.
Esos fueron años de fortísimas convulsiones sociales y políticas. De grandes controversias: la Argentina era una caldera a punto de estallar y las organizaciones guerrilleras, algunas de las cuales tuvieron su origen en los grupos católicos estudiantiles y en el mismísimo seno de la Iglesia, arreciaban con sus operaciones militares, con la simpatía de grandes sectores populares. El 3 de agosto de 1971, cuatro clérigos tercermundistas fueron detenidos y puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Ellos eran: Rubén Dri, José María Ferrari, Néstor García y Juan Carlos Arroyo, y un ex sacerdote, Santiago Mac Guire. La detención despertó quejas y las mismas llegaron a la jerarquía eclesiástica y al gobierno, quienes rápidamente iniciaron tratativas para neutralizar un posible conflicto entre ambos poderes. En ese momento, Lanusse necesitaba el apoyo de los jerarcas católicos para concretar el Gran Acuerdo Nacional y el arzobispo de La Plata, monseñor Antonio Plaza, pidió por los curas detenidos. De cualquier manera el conflicto estaba en el mismo seno de la Iglesia.
El 11 de julio, el arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado, Antonio Caggiano, quien en ese momento oficiaba también de Vicario de las Fuerzas Armadas, se había lanzado en un discurso contra los sacerdotes y laicos que "erróneamente se enrolaban en caminos revolucionarios que implican siempre la violencia, en lugar de amar a todos por igual, a los pobres y a los poderosos, a los débiles y a los ricos ".
El camino hasta aquí tenía su historia. En abril de 1969, la Conferencia Episcopal Argentina firmó –con sesenta y cinco obispos– un documento que puede ser considerado revolucionario: "La evangelización comprende todo el ámbito de la promoción humana. La misión de la Iglesia en Argentina es trabajar por la liberación del hombre e iluminar el proceso de cambio de las estructuras injustas y opresoras". Parecía mentira, al punto tal que los sacerdotes de base no podían creer lo que leían. Pero este comunicado de corte contestatario, provocaría que un mes más tarde, el 29 de mayo cuando estalló el cordobazo –la mítica protesta popular que marcaría la historia argentina– algunos culparan a la Iglesia de impulsar los violentos disturbios. A partir de ese momento, los obispos asustados, guardaron absoluto silencio, perdiendo la oportunidad –quizá– de protagonizar una etapa de cambios profundos. Y en agosto de 1970, la Comisión Permanente del Episcopado presidida por Antonio Caggiano, Adolfo Tórtolo y Vicente Zaspe, reiteró la necesidad de una transformación, pero advirtió que el comunicado anterior que hablaba de "revolución social" no era avalado por los prelados, ya que "auspiciar esa revolución es propiciar todas las violencias. No es posible considerar necesaria la erradicación definitiva y total de la propiedad privada de los medios de producción, sin negar principios fundamentales de la doctrina". La crisis estaba instalada.
En la revista católica Esquiú, de diciembre de 1972, el arzobispo coadjutor de la diócesis de Buenos Aires, dio a conocer un comunicado que decía, entre otras cosas:
"A ningún sacerdote, religioso o religiosa, le está permitido actuar en partidos políticos o movimientos similares.
"El asumir una función directiva (liderazgo) o militar activamente en un partido político, es algo que debe excluir a cualquier presbítero a no ser que en circunstancias excepcionales lo exija realmente el bien de la comunidad, obteniendo el consentimiento del obispo.
"Las circunstancias excepcionales que pudieran existir, no se dan en la actualidad.
"Por su misión el sacerdote debe ser lazo de unión en medio de los sectores de la más diversa condición y aún de ideologías opuestas. "
Los síntomas más inquietantes de esta crisis, según un artículo de la revista Panorama, del 14 de enero de 1971, eran los siguientes:
"Éxodo progresivo del personal eclesiástico. Se estimaba que en la década del '60 se redujeron al estado laico alrededor de 500 sacerdotes y 1300 monjas: aproximadamente un 10 por ciento del total de curas y monjas de la Argentina. La proporción –mínima en sí– adquiere visos de tragedia si se tiene en cuenta que en los últimos años el número de novicios disminuyó entre el 50 y 70 por ciento, según las regiones".
"En este momento se advierte una fisura en la Iglesia, no sé si más grave que en otros tiempos. Existen idiomas distintos, aunque esto cause dolor. Hay quienes piensan predominantemente en la Iglesia como estructura y para ellos tiene una importancia fundamental la unidad jurídica, la verticalidad, la obediencia como subordinación", dijo Jerónimo Podestá a Panorama.
El 17 de noviembre de 1972 se produjo el esperado retorno de Perón a la Argentina. En el charter, además de Isabelita, el brujo López Rega, el croata Milo de Bogetich, Hugo del Carril, Nilda Garre, Raúl Lastiri, Norma López Rega, Juan Manuel Abal Medina, Jorge Taiana, Héctor Cámpora y su mujer Nene, Marilina Ross y trescientos invitados más, estaban los sacerdotes Carlos Mugica y Jorge Vernazza, los que antes de partir del aeropuerto italiano, oficiaron una misa –vestidos con sus camperas de cuero– en la capilla aledaña a la mismísima basílica de San Pedro.
Sorpresivamente, una vez en Buenos Aires, la mañana del 6 de diciembre, el viejo caudillo visitó la Villa 31 de Retiro, donde Mugica trabajaba en la capilla de Cristo Obrero. El sacerdote no se encontraba en ese momento en el lugar y al enterarse, salió disparado hacia la residencia de Gaspar Campos. Tres días después, una mañana lluviosa, Perón recibió a los sacerdotes del Tercer Mundo. Pero los frutos de ese encuentro no tuvieron el mismo sabor para todos. A gusto de algunos asistentes, el general se dirigió a los curas en un tono muy paternalista. Para los marcadamente peronistas, como Mugica, aquella fue una reunión inolvidable. Y para los sacerdotes del interior, más inclinados hacia la independencia partidaria, fue el principio del fin del MSTS.
"Mis primeras palabras quiero que sean para trasmitirles un saludo muy afectuoso de monseñor Casaroli, Secretario de Estado del Vaticano. Con él hablamos largamente sobre la Argentina y los curas del Tercer Mundo, con los que comparte muchas de sus posiciones. Me encargó que les diese un saludo muy afectuoso cuando tuviera la oportunidad de hablar con ustedes...", comenzó diciendo Perón, ante la mirada –atenta de algunos y desconfiada de otros– de los clérigos rebeldes.
"Yo he seguido muy de cerca todo este proceso, porque también me he preocupado como todos los católicos, por la situación de la Iglesia que no es tan confortable. Naturalmente hay nuevas ideas a las cuales la Iglesia tiene que avenirse porque hay en el mundo una evolución acelerada y profunda, a la que no puede escapar nadie que viva en el mundo.
"(...) Parece que el mundo comienza a cristianizarse ahora. Esto nos impone a todos la necesidad de cambiar este sistema demo-liberal-burgués basado en el sacrificio y crear otro sistema donde no existe tal sacrificio y donde esté contemplado el hombre como tal. Este sistema nosotros lo concebimos como justicialismo, hace ya cerca de treinta años.
"(...) Nosotros, desde 1946 a 1955, liberamos al país. Nadie metía sus narices acá sin llevarse su merecido. Este era un país soberano. Pero la sinarquía internacional, manejada desde las Naciones Unidas, que hemos visto funcionar acá donde estaba el comunismo y el capitalismo unidos contra este país que se había liberado. Estaba además, el sionismo, que también actuó. La masonería y desgraciadamente la Iglesia Católica. ¿Por qué? Porque habíamos cometido el delito de empezar a pensar por nosotros mismos. Pero esa sinarquía internacional nos echó encima todo su poder y terminó por aplastarnos.
"(...) Le preguntaba a Andreotti (Giulio) en Italia, así en confianza, conversando con él y le decía: "allá está la Democracia Cristiana, está el Socialismo, está el Comunismo, está el Neo-fascismo". Yo le preguntaba: (¿dígame presidente, cuáles son sus mejores amigos?". Me habló despacito y me dijo: "los comunistas). Quiero decir que allí han amansado y casi han adiestrado a los comunistas. Por eso creo que las democracias modernas deben ser integradas, donde cada uno lucha por su idea...
"(...) Hoy el mundo, señores, ha abandonado los esquemas capitalistas. Va a un sistema socialista. De eso no hay que asustarse, porque hoy el socialismo va desde el internacionalismo dogmático del comunismo hasta las monarquías socialistas nórdicas de Europa, donde está el rey con las princesas y todo lo demás... "
Y, para finalizar, el picaro caudillo confesó lo siguiente:
"Volviendo a la Iglesia yo debo advertirles que soy fraile: soy hermano mayor de la Orden Mercedaria, pero sólo de chico porque fui a la escuela de la Merced y ahí quedé prendido al mercedarismo (sic) y no me separé jamás y desde hace veinte años, soy hermano mayor, de manera que he seguido y sigo la vida de la Iglesia y así como el país tiene que cambiar de mentalidad la Iglesia tiene también que cambiar de mentalidad. Tengo la impresión de que el Vaticano tiene en claro esto, he conversado mucho con ellos, quiere esa evolución... ".
A los ojos de Rubén Dri, la "última reunión del MSTM, en 1973", estuvo marcada por dos hechos: uno, externo, que era la represión; y otro, interno, que en lo eclesiástico pasaba por las contradicciones existentes respecto de la concepción de la Iglesia; y en lo político, por posiciones que iban desde el verticalismo peronista al marxismo.
–En el ámbito eclesiástico, la concepción más vertical era la porteña, con su aceptación del celibato y la obediencia al obispo; en contra del interior, donde esos temas se trataban de otra manera. Desde el interior nosotros decíamos que el celibato no era un problema del Movimiento, sino de cada regional. Para nosotros no era un problema si se era célibe o no, sino si el cura que dejaba el celibato creaba o no un problema para esa comunidad. Pensábamos que eso debía ser resuelto en ese lugar, sin que el movimiento se metiera– explicó Dri.
En el ámbito político, volvían a enfrentarse en el seno del MSTM, a la manera de unitarios y federales, las posiciones de los curas porteños y los del interior.
–La posición porteña, donde estaban Mugica y compañía, era la opción del verticalismo peronista, en cambio, en el interior, teníamos opciones peronistas más independientes y también otras más marxistas– continuó Dri. Esas contradicciones no las pudimos superar. Eso y la represión nos jugaron en contra, así que se tomó una decisión: dejar por el momento las reuniones nacionales (de cualquier manera se hicieron algunas aisladas) y en cambio, expandir la base con la que trabajábamos. Esto es, dejar de ser un movimiento de curas, para ser un movimiento cristiano, abrirlo a monjas y laicos.
Uno de esos laicos fue Roberto Cirilo Perdía, integrante de la Conducción Nacional de Montoneros, desde 1972 hasta su disolución en 1983, quien así explicó la relación que tenía esa organización con los curas del MSTM:
–Con ellos teníamos dos tipos de relaciones: las personales y las orgánicas. Yo conocía a varios de ellos y participé de reuniones en la diócesis de Reconquista con casi diez curas de la zona. Cuando andaba por esos lugares yo paraba en las parroquias y comía con los padres. Pero en lo orgánico hubo relaciones contradictorias: algunos eran más peronistas y otros no, algunos apoyaban la lucha armada y otros no. Nosotros teníamos una posición tomada: éramos peronistas que estábamos organizando una acción político militar, una definición clara y rotunda, y desde esa definición teníamos con el MSTM muchos puntos en común y muchas diferencias.
Nosotros éramos más homogéneos, pero de cualquier manera eran muchos más los puntos en común que las disidencias y hacia afuera aparecía como un fenómeno más o menos coincidente. Ellos no colaboraban con nosotros como organización, en ese sentido sólo teníamos un acuerdo político que se hizo explícito en los documentos, pero sí había compromisos de tipo individual.
Otro de esos laicos fue Juan Carlos Dante Gullo, ex dirigente de la Juventud Peronista (JP) de la Capital Federal.
–En los años setenta, nuestra relación con la verdadera Iglesia de Cristo era muy estrecha. Teología de la Liberación, Concilio Vaticano II, Sacerdotes del Tercer Mundo, Camilo Torres y la revista Cristianismo y Revolución eran temas permanentes de nuestra reflexión y acción. Un dato importante sobre nuestra relación con esa Iglesia progresista fue que a fines de 1972, acompañando una huelga, la JP hizo su primer afiche y utilizó la imagen de una cruz con palabras del Evangelio que se referían al compromiso con los hermanos, con el pobre y con el que sufre. La figura de Juan XXIII–continuó Gullo–fue para nosotros, jóvenes militantes, una imagen referencial, no a nivel religioso, sino por su concepción del mundo. Muchos leíamos las encíclicas y muchas de las palabras que descubríamos allí nos servían para describir nuestra realidad. También nos habíamos enganchado con la frase de Pablo VI: "Si quieren paz que den justicia". Teníamos en la cabecera la cruz, la referencia permanente de Juan XXIII, el Papa bueno, y con ellos convivían las figuras de Evita, el Che y Camilo Torres.
Dante Gullo estuvo preso entre abril de 1975 y octubre de 1983; una vez liberado siguió militando en la Corriente Nacional y Popular, y trabajando en la APDH. En 2001 armó el Partido Popular Nuevo Milenio, que compartió lista con la Alternativa para una República de Iguales (ARI) de Elisa Lilita Garrió, en las elecciones del 14 de octubre de ese año. Aparte de eso, tiene una oficina en la zona de Tribunales, donde funciona su agencia de publicidad en la vía pública.
–Los curas tercermundistas no tenían una prédica de la bondad por la bondad misma, predicaban con lindas palabras y liberadoras basadas en la realidad –recordó–. Uno podía trasladar la conducta como hombre de la Iglesia a la de hombre de la sociedad y como hombre de la sociedad se exigía una conducta casi de santo. La concepción del Hombre Nuevo era la de un ser con los pies sobre la Tierra, consciente de la problemática de su tiempo, del agotamiento del sistema y de la posibilidad de una sociedad más equitativa, más justa, de darle paso a la revolución. Bajo esa concepción lo mejor que uno podía hacer era dar la vida por su hermano, de esa manera se instalaba en la militancia y en la lucha armada. Por eso nosotros no dejábamos de reconocer y respetar a las organizaciones especiales, o sea a las guerrilleras, porque en definitiva ellos eran los que llevaban la lucha hasta las últimas consecuencias.


La profecía de Benítez

Para el ex montonero Roberto Cirilo Perdía, la Iglesia tuvo un papel principalísimo en la formación de los hombres de la organización, hasta el punto que a su juicio, la piedad cristiana se expresaba aun frente al crimen.
–La historia de Montoneros sobre el ajusticiamiento de Aramburu, dice textualmente: "Dios se apiade de su alma". Eso es una prueba contundente de que hubo una fuerte influencia de sectores de la Iglesia en la formación de nuestra vida y en la conformación de la organización. Nosotros la reconocemos más allá de los errores que pudimos haber cometido –reflexionó.
El ex jefe Mario Eduardo Firmenich, dijo siempre lo mismo, a la par que reivindica su catolicismo y no se arrepiente de ningún hecho violento del pasado. Al contrario, se remonta a párrafos de la Biblia cuando le cuestionan.
Pero el cura tercermundista Hernán Benítez tenía otra opinión al respecto: para él no eran los curas del Tercer Mundo los responsables, sino Perón. Adelantándose muchos años a esos hechos, el confesor de Evita le reprochaba en una carta, que desde su cómodo exilio en Caracas incitara a los jóvenes a la violencia. Con fastidio e ironía, se adelantaba así en 1958 al futuro:
"Las nuevas generaciones convertirán a Perón en un héroe, en un visionario, y la guerra civil, en la única solución, el único remedio para salvar la Argentina. Visto el hombre a la distancia desaparecen en él las contradicciones... De lejos relampaguea sólo el héroe... Sólo el Redentor de la clase obrera... Los hijos de los gorilas, por repudio a sus padres se volverán peronistas y guerrilleros. De lejos sólo verán lo positivo de Perón".
Benítez fue quizás el único interlocutor que en persona o epistolarmente trató a Perón de igual a igual. Había acompañado a Evita en su gira por Europa en 1947 y fue el depositario de sus confesiones, incluso, según se cree, de aquella en la que la abanderada de los humildes habría admitido haber tenido una hija extramatrimonial con el actor Pedro Quartucci, que él y su mujer criaron como propia cuando Eva se casó con Perón, y que todavía reclama, sin suerte, ser reconocida como una Duarte.
Benítez se decía evitista y justicialista, pero no admitía que lo llamasen peronista. No obstante, entre 1955 y 1958, mantuvo una relación epistolar con Perón, que Marta Cichero recogió en su libro Cartas peligrosas. En una de esas misivas, fechada el 28 de diciembre de 1956 –apenas fracasada la rebelión del 9 de junio, que epilogó con la masacre de decenas de civiles en León Suárez y el fusilamiento del general Valle, jefe de los sublevados– Benítez le reprochaba al líder justicialista, como si estuviera dirigiéndose a otra persona, su convocatoria a los jóvenes a tomar las armas y a la vez, su cobardía. Decía así:
"Perón tenía aplastada la rebelión militar de septiembre del '55 en todos los frentes. Me lo certificó el general Iñíguez, quien comandaba la represión. Les regaló el triunfo a nuestros enemigos cuando contaba él con todo el poder, con toda lafueza, con todas las ramas. ¿Y pretende ahora que el pueblo indefenso, desarmado, aplastado, desorganizado, haga todo cuanto él no hizo ni dejó hacer? Era sin duda ético y era moral, en septiembre del '55, que él, como legítimo gobernante, aplastara la seguramente ilegítima rebelión armada gorila. Ilegítima por pretender anteponer el bien de una minoría al bien de la mayoría del país.¿Es ahora ético, es moral, es sensato, arrojar en masa a la muerte al pueblo inerme, desprotegido, apremiado de necesidades vitales de subsistencia? ¿Al pueblo al que él abandonó a su suerte cuando a sí mismo se puso a buen resguardo?
"¿No es falacia criminal exigirles ahora a los vencidos guerra, sangre, muerte, cuando el vencedor se mandó a mudar pretextando precisamente que se iba para evitar guerra, sangre, muerte?
"¿Qué puede pensar de este plan demencial el sacerdote que ha pasado días enteros, durante semanas y meses, enjugando las lágrimas de las viudas y de los huérfanos, de los asesinados y de los fusilados?"
En esa misma carta, el cura le remarcaba a Perón las diferencias sustanciales que los separaban: uno confiaba en la insurrección de las masas y el otro en la democracia consensuada. Por eso, a su propuesta de acompañar la vía violenta, Benítez respondió negativamente.
"Si respondiera sí a su carta (dolorosamente tan a tono con las anticristianas e inhumanas "directivas", e "instrucciones" del "Comando Superior Peronista" caraqueño), apostataría, no sólo del sacerdote y del cristiano, sino del hombre que soy y me siento. Usted sostiene, como un ritornello, que el nuevo rumbo de la historia y el nuevo rostro de los tiempos está signado por la insurrección de las masas, la guerra, la muerte. Pero éste es el rumbo del antropoide del que partimos y del demonio que llevamos dentro. No es el rumbo del superhombre cristiano, no nietszcheniano, que también llevamos dentro. "Yo sostengo que la historia –pese a sus contradicciones y retrocesos– camina a la justicia, al pluralismo ideológico, a la comprensión, a la libertad y a la democracia consensuadas en una palabra, a la vida, aquende, en este mundo, y a la vida allende, en la eternidad. Creo en el triunfo del ángel", le respondió.
Dos años más tarde, el debate de Benítez con Perón terminó en ruptura. Fue cuando el sacerdote le exigió sin cortapisa que cesara con su incitación a la guerra subversiva. Su advertencia, escrita el 14 de enero de 1958, resultó profética: "En las actuales circunstancias, ¿no se da cuenta el general que la represión dejará ya no 30, ni 300 víctimas asesinadas, sino 3.000, sino 30.000?".

    

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