Historia pública y privada de la Iglesia Católica Argentina

Olga Wornat

    

3. "Estoy dispuesto a morir pero no a matar"

–Cuando llegué corriendo al lugar había un charco de sangre. Me acuerdo que llovía en la villa. Y a mí me temblaban las manos, el cuerpo, y sentía que la cabeza me estallaba. Me quedé duro, parado frente al charco de sangre. Y de pronto un hilo rojo comenzó a bajar por las canaletas de la vereda, hacia la tierra donde había un árbol. La lluvia caía intensamente y la sangre se deslizaba hacia la tierra. La tierra chupó la sangre de Carlos. Se chupó toda la sangre. Parecía un milagro de Dios ante tanta locura...
Hacía veintiséis años que una ráfaga de metralleta había destrozado el cuerpo del sacerdote Carlos Mugica, pero el hombre hablaba como si todo hubiera sucedido hacía apenas unos días. Su voz sonaba entrecortada y tenía los ojos cargados de lágrimas. Se quedaba largos ratos en silencio, con la mirada fija en una de las paredes de aquella habitación pequeña y austera, recordando detalles y dolores, añejos pero aún punzantes.
Carlos Mugica y Orlando Yorio habían sido compañeros.
Más que eso, amigos y cómplices de sueños y utopías. Mugica fue el líder, el más carismático de aquellos hombres del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo (MSTM) que apostaron al cambio desde la estructura religiosa, el exponente de una generación que provocó un cisma en la Iglesia Católica argentina, y que acompañó a los movimientos revolucionarios que surgían en Latinoamérica y otras partes del mundo. Y Yorio había sido uno de esos implacables y fieles militantes de sotana de la orden de los Jesuitas, que sacrificaron todo atrás de un ideal.
Una cama, una mesa de luz, una cruz de madera en la pared, una pequeña biblioteca atiborrada de libros era todo lo que parecía quedarle de aquella revolución inconclusa. Eso y los recuerdos. A través de la ventana, llegaba a la habitación el canto de los pájaros y las voces de los niños jugando en la calle de tierra. Una brisa destemplada venía desde el río. La casa estaba ubicada a unos veinte minutos de ómnibus desde Montevideo, la capital del Uruguay.
Yorio tenía entonces sesenta y cinco años y una salud resquebrajada por la impiedad de los verdugos de la Escuela de Mecánica de la Armada, la famosa ESMA, donde había permanecido encerrado en calidad de detenido desaparecido durante seis meses, en 1977, junto a Francisco Jalics, otro jesuita. Había sido salvajemente torturado, pero las presiones del Vaticano y del Papa Paulo VI sobre el dictador Videla, surtieron efecto y una noche fueron liberados en un descampado de la provincia de Buenos Aires.
Un domingo de abril de 2000, Yorio recordó frente a mí su profunda amistad con Mugica y la militancia de ambos en el MSTM. Los tumultuosos conflictos con la jerarquía eclesiástica, la locura, la muerte y también las derrotas posteriores, se robaron toda la conversación. Cada media hora, Leonor, amiga fiel y compañera de la vida, ingresaba a la habitación para controlar su presión arterial y su estado emocional, intensamente movilizado por el repaso del pasado. Pocos meses después, Orlando Yorio moría de un paro cardíaco. Se fue en pleno sueño, sin sufrimientos. Su cuerpo está enterrado en el cementerio de Montevideo, la ciudad que lo cobijó cuando tuvo que salir de Buenos Aires, bajo la presión de las amenazas de los mafiosos de la bonaerense.
Martín de Biase, en su libro Entre dos Fuegos, vida y muerte del sacerdote Carlos Mugica, contó que un mes antes del trágico 11 de mayo de 1974, Carlos Mugica había buscado refugio, como tantas otras veces, en Los Toldos, una localidad de la provincia de Buenos Aires donde el padre Mamerto Menapace, su amigo y compañero desde 1969, lo esperaba para un retiro espiritual.
Necesitado como nunca de amor y protección, Carlos le escuchó hablar a Mamerto acerca de "la violencia de la luz y la violencia de las sombras". Aquellas palabras se le clavaron en el medio del pecho, recordó Yorio.
Turbado y conmovido, le oyó explicar que toda verdad, por el sólo hecho de manifestarse, ejerce presión sobre aquel que no la acepta. Esa es la violencia de la luz. Esta actitud de compromiso, conmueve siempre al opresor y puede despertar en él una de estas dos reacciones opuestas: que acepte esa verdad y se convierta o, por el contrario, que agreda a quien predica la verdad. En este caso, estamos ante la violencia de las sombras... En consecuencia, decía Mamerto, ponerse a la luz cuando las sombras andan sueltas es un peligro y, si alguien opta por esa violencia, lo más probable es que lo maten.
Después del retiro del que participaron muchos otros sacerdotes, los dos amigos se quedaron a solas. En el libro, Martín De Biase relata que el padre Menapace, rompió entonces el silencio y le preguntó:
–¿No tenes miedo de que te maten?
–No, no tengo miedo de morir. De lo único que tengo miedo es de que Aramburu me eche de la Iglesia ––le había respondido Mugica, refiriéndose al poderosísimo arzobispo de la ciudad de Buenos Aires.
Entonces, Menapace le aseguró:
–Yo no sé si Aramburu puede ponerte frente a la situación de irte, pero de lo único que podes estar seguro es que, pase lo que pase, Dios te va a ser fiel.
Mugica escuchó como a una profecía cada una de las palabras de su amigo. La Iglesia, la que lo vio nacer en Cristo y la que lo vería morir a su puerta. La gran madre de la que nunca imaginó salir, porque prefería entregar la vida, apagarse, antes de que se apagase alguna luz de su gran casa. Ésa, su madre, no lo abandonaría. Eso creía.
–La Iglesia es a la vez santa y prostituta. Pero aun con todas sus deficiencias sigue siendo mi madre. Y, aunque la madre de uno sea una puta, uno la sigue queriendo inmensamente –explicaba Mugica, parafraseando a San Agustín con la ductilidad que creía necesaria para que los otros, que en algunos casos eran agnósticos y en otros de entendederas cortas, lo entendieran y sobre todas las cosas lo aceptaran.
Como en una pieza de teatro en la que los actores adelantan el diálogo de escenas futuras, Mugica y Menapace se despidieron con un abrazo. Carlos le había dicho: "Hermano, este año muchos nos vamos a encontrar con Dios". Después del asesinato, Menapace juró: "Realmente se encuentra junto a Dios".
–Yo solamente le temo a la tortura. La tortura destruye a la gente, la aniquila. Le pido a Dios que no me toque nunca. Pero la muerte, sé que no me da miedo. Dios está cerca y yo estoy listo –decía Mugica de manera insistente, sofocado por el presagio de un final cercano que lo acosaba, y que finalmente lo atrapó en un torbellino siniestro.
"(...) Un hombre y un sacerdote, que no había vacilado en su vida en asumir netamente posiciones divisivas, se vio rodeado en su muerte de hombres y mujeres de todas las clases y tendencias, es decir: de los segmentos superiores e inferiores, diestros y siniestros, que integran (o desintegran) la sociedad argentina. Por otra parte, una muerte que es indiscutiblemente resultado de causas políticas. Fue acompañada y celebrada con la mayor seriedad religiosa, sin ninguna nota disonante, si no es por una tardía y equívoca, que despertó la oposición de los presentes. Nadie podía dudar que allí se enterraba a un sacerdote, no a un militante político", decía el entonces sacerdote Jorge Mejías, director de la revista católica Criterio, en un editorial escrito a raíz del asesinato de Mugica. Y había más:
"(...) No se trata de hacer panegíricos. No los hubo felizmente en la Recoleta. Hubieran quedado minúsculos ante la realidad de la muerte. Como alguien ha hecho notar, el padre Mugica era una contradicción viviente. Nadie puede negar la profundidad y sinceridad de su compromiso sacerdotal, marcado por un vibrante amor por los pobres de este mundo, o quizás, para ser más exactos, por los marginados de nuestra sociedad de consumo. Había que ir a la villa la noche del domingo 12 para comprobarlo. Aquella muchedumbre de hombres y mujeres había perdido su norte. Habían perdido a quien no se conformaba con asistirlos, sino que procuraba hacerlos conscientes de sí mismos y caminar con sus propios pies, para reivindicar sus derechos".
–Carlos no huía del mundo. Podría haber sido asesinado en un mitin político, en un bar mientras conversaba con una chica o a la salida de un cine. En cualquiera de esas circunstancias su imagen habría tenido una connotación diferente a la que luego permaneció. Sin embargo, era y se sentía sacerdote. Cayó como cura, en la puerta de una parroquia y después de haber celebrado misa. Dios le fue fiel –reflexionó finalmente Yorio.


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Saludos a las sirvientas

A los veintidós años, Mugica se había acercado a la Iglesia sin imaginar que la fe iba a marcar profundos surcos en su camino y que su vida iría a transformarse en un sendero apasionante, sufriente y liberador para tantos, aunque trágico para él.
–Empezó a trabajar en grupos de Acción Católica, en el Santísimo Sacramento. Era rubiecito, con dos faroles celestes como ojos, y muy flaquito e inquieto. No había cumplido los trece cuando colaboró por primera vez y tenía el deseo oculto de ser o parecer más grande. En estos años creo que empezó su vocación sacerdotal. Fue muy gracioso verlo en una procesión barrial de la Virgen. Le había pedido prestado un pantalón largo a su hermano mayor, porque él aún no tenía edad para usarlos. El resultado fue que cada, dos pasos, se agarraba con una mano los pantalones que le sobraban por todos lados y que se le caían a pesar del cinturón –contó emocionado el padre Alberto Carbone, quien a los setenta y tres años, es cura párroco de la iglesia Nuestra Señora de la Paz, en el Barrio Obrero Rivadavia, del partido de Merlo-Moreno.
Carbone está hoy totalmente alejado de la exposición pública a la que fue sometido a principios de los años setenta, cuando su nombre aparecía en titulares cuerpo catástrofe en los diarios, que lo exhibían como cura montonero y lo ligaban al asesinato del ex presidente de la dictadura, Pedro Eugenio Aramburu. En su casa se había encontrado la máquina de escribir en la que los guerrilleros habían escrito el comunicado adjudicándose el hecho, situación que lo llevó a la cárcel. Carbone se mantiene lejos de las reuniones de las cúpulas eclesiásticas, pero nunca está ausente de donde militan la pobreza y la necesidad, como en sus años de juventud.
–Yo lo quería muchísimo. Carlos era un tipo especial, lleno de vida y amor por los pobres. Y profundos deseos de cambiar el mundo. No medía los riesgos, se metía en todas partes, peleaba contra los poderosos, se jugaba por lo que pensaba.. Fue el gran exponente del movimiento liberador que empezó a gestarse en aquellos años adentro de la Iglesia y que luego fue aplastado por los de arriba. A veces pienso qué hubiera sido de él si hoy estuviera vivo. Creo que no era de este mundo... –dice Carbone con melancolía.
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe, tal su nombre completo, había nacido el 7 de octubre de 1930. Apenas un mes antes se había producido el primer golpe militar que registró la historia argentina: el 6 de septiembre el gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen caía derrocado por un movimiento revolucionario liderado por el teniente general José Félix de Uriburu.
Tercero entre siete hermanos, todos se habían criado en un amplio y antiguo piso de estilo francés, de la calle Arroyo 844. Cuando la familia terminó de ampliarse y los hijos estaban medianamente crecidos, los Mugica se mudaron a un edificio no menos distinguido, sobre la calle Gelly Obes 2230.
El jefe de tan prolífera familia era ingeniero civil, abogado y político del muy conservador Partido Demócrata. Se llamaba Adolfo Mugica. Su mujer, Carmen Echagüe, hija del ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, Pascual Echagüe, había soñado siempre con que uno de sus hijos fuera sacerdote. Carlos cumplió con el deseo materno, aunque difícilmente ella hubiera imaginado un sacerdocio como el suyo. Carlos Mugica se metió a ser cura por amor a los pobres y por amor a Cristo. Nunca se imaginó escalando puestos dentro de la conservadora Iglesia argentina de esos años, a pesar, de que por su origen social, tenía todo lo que se necesitaba para llegar a la cúspide. Consciente del dolor de cabeza constante que significaba para su madre, Carlos Mugica vivía comprándole sus dulces preferidos y le decía:
–Esto es para endulzar los disgustos que te traigo.
Aunque en un momento de su vida definió claramente su opción por los pobres, y la practicó entre otras cosas con su trabajo diario en las villas, siguió viviendo largos años con sus padres.
–Me gusta charlar y discutir con papá, que sigue siendo "gorila" en algunas cosas, y leer el diario y comentarlo juntos por la mañana –explicaba. Así era Carlos, un burgués que se refugiaba en la villa y un villero que descansaba en la casa familiar de la calle Arroyo.
María Marta, la menor de sus hermanas, definió una vez a su familia como "tradicional, con dos valores esenciales: la patria y la religión". Y él reconocería después que durante su juventud no había tenido en cuenta el mundo de los humildes y que en aquellos días, cuando escribía cartas a su familia, las terminaba siempre con esta frase: "Saludos a las sirvientas".
Ese sacerdote al que todos conocieron como "el cura de Perón" había sido en sus orígenes profundamente antiperonista. Y además, el único entre siete hermanos que jamás se educó en colegios católicos.
Mugica cursó sus estudios primarios en la escuela estatal Cinco Esquinas, de Libertad y Quintana y los secundarios en el Nacional Buenos Aires, donde fue un alumno de regular para insuficiente. Se llevó muchas materias a diciembre, varias a marzo y fue suspendido por mala conducta en cinco oportunidades. Su familia no tuvo otra alternativa que enviarlo a cursar tercer y cuarto año al ILSE. Allí las cosas mejoraron. Quizá como una manera de tomarse revancha, se esforzó durante esos dos años, volvió al Colegio Nacional para cursar quinto año y terminó graduándose allí.
Fanático del fútbol, ni bien terminó el secundario fue a probarse al Club All Boys, pero no pudo ingresar al plantel: había cumplido los dieciocho y estaba excedido en edad para la categoría amateurs, cuyo tope eran los diecisiete años. Pero su amor por el fútbol no terminó en sueño frustrado: no perdió oportunidad para mezclarse en picados con los cracks de la época, con los que jugó tan en serio como un profesional. Arroyo, así se llamaba el equipo que integraba junto a sus amigos Ricardo Pereyra Iraola, los dos hermanos Tezanos Pinto y los Rodríguez Larreta. Mugica llevaba la camiseta número diez, la del habilidoso estratega.
Siguiendo los pasos de su padre, ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Allí conoció a Roberto Guevara Lynch, hermano del Che y se hicieron amigos. Algunos años después, ambos viajarían a Bolivia para reclamar los restos de Ernesto Guevara.
Cursó dos años de abogacía con muy buenas calificaciones, pero su vocación sacerdotal pudo más y en marzo de 1952 ingresó al Seminario de Villa Devoto, donde lo esperaba una férrea disciplina. El padre Héctor Botan, compañero de Mugica en el seminario y luego en el MSTM, recordó así esa etapa preconciliar:
–Éramos dóciles, no cuestionábamos las reglas establecidas, y en ese tiempo Mugica no era especialmente rebelde. Por el contrario, era conocido por su disciplina y sujeción a las normas. Si nos mandábamos alguna chiquilinada, por menor que fuera, Carlos se arrepentía y confesaba. No delataba a los otros, pero los superiores lo averiguaban a raíz de su relato.
Su disciplina y su obsesión por superarse quedó reflejada en una libretita que llevaba siempre consigo y en las luchas por temas que se conservan en el archivo del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS, jesuítas). Allí constan, día por día, las cosas en las que se proponía mejorar y las acompañaba –escritas de puño y letra– con citas y frases como éstas:
"Me preocupa ser el factor de pecados de otros. Tengo mucho amor propio."
"Tengo dudas sobre mi salvación y aflojo en mis propósitos, me cuesta mucho estar dispuesto a lo que venga, a la cruz si es necesario."
"No entiendo por qué el Señor me permite estas vacilaciones egocéntricas."
Ciertos apuntes de ejercicios revelan prácticas ya superadas, como cuando hablaba de los "propósitos de mortificación ".
Mugica numeraba: "1) usar cilicio toda la cuaresma, una vez al día durante una hora; 2) disciplina los viernes y cuando haya faltas que reparar...; 4) leer someramente el diario en espectáculos y deportes... ". Entre los propósitos a corregir figuraba: "Comportarme en clase. Serenidad en el fútbol".
"Es necesario que olvide todas aquellas cosas que no tienen que ver con la búsqueda del reino de Dios: fútbol, comida, alegrías algo mundanas.
"Debo tratar de hacer lo más agradable a Dios, lo más perfecto.
"Vivir más recogido porque quiero cumplir perfectamente con la voluntad de Dios. Puntos débiles: la comida y la falta de humildad en las conversaciones, y un sentimiento de inferioridad que me produce cierta inquietud.
"A esto me ayudará el pensar en la humildad de Jesús hista los 30 años, permaneciendo escondido a pesar de ser quién era, y la de su Bendita Madre durante la concepción y después del nacimiento, siempre escondida."
Aunque ya desde esa época se proponía controlar los excesos de su personalidad, su entrañable amigo Ricardo Capelli recordaría muchos años después facetas que hablaban muy en contrario y que fueron su sello a pesar de sus esforzados intentos plasmados en su pintoresca libretita.
–Era capaz de putearte en plena calle y después te llamaba a las tres de la mañana para pedirte perdón. Aunque se lo aceptaba, él insistía en darte explicaciones. ¡Y el malhumor!!! Era terrible, sobre todo cuando jugaba al fútbol y su equipo iba perdiendo. Se ponía tramposo: si hacían el gol del empate, empezaba a gritar: "Es la hora, es la hora, hora, referí", aunque aún faltaran cinco minutos.
Además estaba siempre ocupado y entonces decía pequeñas mentiras para seguir en lo que le interesaba. Una vez vino una mina de Barrio Norte para pedirle la extremaunción para su padre. Carlos me dijo: "Decíle que no estoy". Diez minutos después corría desorbitado y gritando: "¡Qué cagada!¿Dónde está esa mujer?".
De su impulsividad también dio cuenta su amigo y compañero del seminario, Alejandro Mayol, quien se popularizó en los años sesenta como el Padre Alejandro. Con su guitarra a cuestas, Alejandro cantó, grabó discos, hizo shows en televisión –algo insólito para un integrante del clero de esa época– y fue el ideólogo y coautor, junto a Ariel Ramírez, de La Misa Criolla.
–A Mugica lo llamábamos La Bestia porque era inagotable, emprendedor para todo. Para rezar, discutir, bromear, estudiar... Devolvía los libros irreconocibles, todos marcados con anotaciones propias. Comía y dormia como si fuera el último día–recordó Mayol.
El enfrentamiento entre Perón y la Iglesia argentina repercutió en las costumbres del seminario. Luego del intento de golpe "gorila" del 16 de junio de 1955, las iglesias del centro y de la zona norte, como Vicente López y San Isidro, fueron incendiadas. También ardieron los ochenta mil libros y legajos, algunos de la época de la Colonia, de la biblioteca de la Curia. Y hasta surgió en el seno del gobierno la idea de tomar y expropiar la Catedral de Buenos Aires. Se vivía un clima de inseguridad y amenazas, y frente a la desprotección, les permitieron a los seminaristas irse a sus casas, al principio, una vez por mes; luego una vez por semana; y también se toleró la ropa de calle.
En septiembre de 1955, al ocurrir el derrocamiento de Perón, Mugica trabajaba en un conventillo de la calle Catamarca, con el padre Iriarte, quien muchos años después recordaría así aquellos días:
–Su padre estaba prófugo, dos de sus hermanos en la cárcel y Carla había reconocido haber participado "del júbilo orgiástico de la oligarquía" por la caída de Perón. El festejó la caída del régimen junto a su amigo Ricardo Capelli, pero desde ese momento algo cambió en él. "Si el pueblo está triste, yo estoy en la vereda equivocada. Cuando volvía a casa, a mi mundo que en esos momentos estaba paladeando la victoria, sentí que algo de ese mundo ya se había derrumbado, pero me gustó ", reconoció. Y a partir de allí trazó una diferencia con la burguesía a la que pertenecía.
–Soy un converso al peronismo y los conversos, dicen, son más fanáticos– advertiría años más tarde Mugica.
Probablemente en su conversión al peronismo operó un doble sentimiento de culpa: él pertenecía a la Iglesia y provenía a la vez de la alta clase social, y tanto una como la otra, habían apoyado y festejado en la primavera de 1955 el derrocamiento de Perón. De ahí que luchó el resto de sus días para revertir la idea que muchos pobres tenían sobre la Curia; para ellos los señores de las catedrales se identificaban con la oligarquía y los regímenes opresivos. No fue una tarea fácil. Y de haber estado con vida durante la dictadura que gobernó el país entre 1976 y 1983, hasta le hubiera resultado imposible. Para lograrlo, se integró a los grupos de seminaristas que realizaban actividades misioneras en el interior del país.
En 1956 su padre pasó a integrar la Junta Consultiva Nacional del nuevo gobierno militar y luego, durante el gobierno de Arturo Frondizi, pero ya en 1961, fue ministro de Relaciones Exteriores y Culto. En 1956, también ingresaron nuevos profesores al seminario. Uno de ellos fue Jorge Mejía, director de Criterio, quien actualmente es el Cardenal encargado del Archivo del Vaticano y presidente de la Congregación para los Obispos. Entre los más renovadores, además de Mejía, se contaban los teólogos Lucio Gera y Rafael Tello. Los nuevos directores espirituales fueron Carmelo Giaquinta y Jorge Vernazza, este último uno de los principales referentes del MSTM en Capital Federal. Y todos ellos influyeron en Carlos Mugica.
Según el padre Iriarte, su ultra católica y conservadora familia vivió abrumada por la manera que tenía aquel hijo de vivir el sacerdocio. Y tenía sus motivos:
–De alguna manera él siempre se encargaba de implicarlos, usando las propiedades familiares o enfrentando a sus padres con la realidad de los pobres. Era sabido que si el fin de semana hacía calor, Carlos irrumpía en la quinta familiar que tenían en Berazategui con un séquito de gente humilde. Entraban todos juntos y ahí nomás se tiraban a la pileta. Era curioso ver cómo su madre, su padre y sus hermanos iban desapareciendo poco a poco. Uno a uno se replegaban en el interior de la casa.
Nadie pudo entender nunca cómo Adolfo Mugica, cajetilla y antiperonista como era, no le prohibía a su hijo hacer estas cosas. Por el contrario, disfrutaban mucho de la compañía mutua y de las discusiones ideológicas que el sacerdote remataba con alguna broma:
–Gracias a mí, vos podes mandarte cualquier cagada porque tenes acomodo en el cielo– le decía riendo a su padre.


Su ordenación

Después de ocho años de estudios en el Seminario Metropolitano, Mugica se ordenó el 21 de diciembre de 1959 en la Catedral de Buenos Aires. La Iglesia Católica argentina tenía en ese momento al cardenal Antonio Caggiano, arzobispo de Buenos Aires, como máxima autoridad.
Aquella fue una ordenación numerosa y algo rebelde. Conservador a ultranza, el arzobispo de Buenos Aires pretendía realizar la tonsura en las cabezas de los quince nuevos sacerdotes, pero no logró que ninguno de ellos se propusiera espontáneamente para quedar medio calvo. Entonces, Caggiano les dijo a cada uno en el momento de imponerle las manos:
–Lo consagro con la condición de que se haga la tonsura.
Sus palabras causaron irritación en los quince nuevos curas. Sabían que la consagración no debía concretarse con amenazas paternalistas, sino en recogimiento y silencio. De ahí en más, la relación entre los jóvenes renovadores y la jerarquía eclesiástica fue cada vez más distante.
Carlos Mugica corría sin embargo con ciertas ventajas: su padre era amigo de monseñor Caggiano, así que el cardenal lo nombró a principios de 1960, y con sólo veintinueve años, en el secretariado de la Curia. Ése era un cargo que sacerdotes de mayor antigüedad se desvivían vanamente por alcanzar. Pero Mugica no demostró ningún apuro. Le comunicó al arzobispo que pasaría un año en misiones rurales junto a monseñor Juan José Iriarte, que acababa de ser designado obispo de Reconquista, y que luego estaría a su disposición para ejercer su función en la Curia. Y así fue.
Las miserables condiciones de vida de los hacheros terminaron de definir su compromiso con los más humildes. De uno de sus primeros confesores del seminario, el padre Alejandro Aguirre, Mugica había aprendido una enseñanza que nunca olvidaría: "La felicidad está en las cosas de los demás". A los sin nada no le cabía otra.
Su primera experiencia pastoral la tuvo en 1961, cuando se lo asignó a la parroquia Nuestra Señora del Socorro, en la calle Carlos Pellegrini 1535, casi Juncal, como vicario cooperador y administrador de los sacramentos. Allí debió soportar críticas por su referencia al compromiso social cristiano y "porque se metía demasiado en política", al decir de los fieles de esa distinguida comunidad.
Un episodio memorable fue el del 7 de julio de 1963. Por obra y gracia de la proscripción del peronismo, ese día resultó electo presidente el radical Humberto Arturo Illia, por sólo el 23 por ciento de los votos. Ante una feligresía constituida en su gran mayoría por fervientes antiperonistas, Mugica se lamentó en su homilía:
–Hoy es un día triste, la mayoría del pueblo ha quedado fuera del comicio...
Uno atrás de otro, los fieles se fueron retirando del templo y el párroco Miguel Lloverás le pidió de ahí en más que se ciñera sólo a "cuestiones religiosas".
Pero hubo varios episodios más de enfrentamiento entre Mugica y sus feligreses. En noviembre de 1964 uno de ellos lo tildó públicamente de comunista y a consecuencia de esto él pidió muy ofuscado su retiro.
–Unas estúpidas señoras gordas le dijeron al párroco que yo hacía política en misa– explicó fastidiado.
En ese tiempo fue designado asesor de la Acción Católica en el Colegio Nacional Buenos Aires y en las facultades de Ciencias Económicas y Medicina, de la UBA, donde actuaba la Juventud Universitaria Católica (JUC).
Tanto la ACA como la JUC habían recibido más elogios que críticas, cuando se vivía en un clima preconciliar. Ya en 1962, se concretó la renovación de autoridades y asumió la presidencia Francisco del Campo. Se sumaron, además, presbíteros de gran capacidad intelectual y compromiso que más adelante serían integrantes del MSTM. Eran: en la UBA, Alejandro Mayol (Farmacia y Bioquímica), Pedro Gelman (Arquitectura), Domingo Bresci y Rodolfo Ricciardelli (Ingeniería) y Carlos Mugica (Ciencias Económicas y Medicina). Otros vinculados de manera informal fueron Lucio Gera, Rafael Tello y Miguel Masciliano.
Desde un comienzo Mugica se transformó en un líder natural. Lo admiraban y tomaban como modelo por su espíritu de lucha y su compromiso. Si alguien no tenía una vida coherente, le pedía que no participara más. Era impulsivo y una vez echó a una chica porque tenía un Rolex. Sus actitudes, más el fantasma que sobrevolaba a toda la sociedad y especialmente a la jerarquía eclesiástica argentina, acusaban a la JUC de marxista.
Desde 1963, Mugica también se desempeñaba como profesor de Teología en las facultades de Psicopedagogía y Derecho, de la Universidad del Salvador. Sus clases eran desestructuradas y simples, pero siempre apasionantes y generadoras de polémica. No era un pensador teórico sino vivencial y sus alumnos lo amaban. Hasta tal punto que le solicitaron algo inusual al director del Departamento de Teología, el jesuíta Ignacio Pérez del Viso: volver a tener al padre Carlos como profesor al año siguiente.
Por esos días, el clérigo que más suspiros arrancara entre sus feligresas, hizo también su primera aparición en los medios: una homilía por semana en Radio Municipal.
Siempre omnipresente, montado en su moto Gilera y con su pequeña agenda en el bolsillo, él se las arreglaba para estar en todos los lugares en que lo necesitaran. Llegaba tarde a las reuniones y se retiraba antes para ir a otra. Para muchos era extraño, pero a la vez pintoresco y saludable, que aquel profesor de Teología, cura de la Iglesia del Socorro, sacerdote radial y a la vez secretario del arzobispo de Buenos Aires, fuera a la cancha los domingos y se desplazara en moto por toda la ciudad. Pero, para Mugica, era simplemente ser él.
A ciertas horas cumplía con la ortodoxia y usaba sotana negra y breviario en el bolsillo. En la calle, como una copia de James Dean: campera de cuero y polera negra, regalo de su hermano Alejandro, al que más amaba de la familia. Con el tiempo, la sotana se fue transformando en una túnica raída, y un pulóver gastado y sucio reemplazó la polera de firme color negro.


Contacto montonero

Cuando en 1964 Mugica volvió a su colegio, el Nacional Buenos Aires, como asesor de la Juventud de Estudiantes Católicos (JEC), una rama de la Acción Católica Argentina (ACA), conoció allí a los futuros integrantes de Montoneros.
Mario Eduardo Firmenich, Carlos Gustavo Ramus y Fernando Abal Medina, eran por entonces militantes de Tacuara, una organización de extrema derecha, clerical y antiperonista.
Mugica podía comprender a algunos de esos muchachos –él también había sido antiperonista– pero tenía profundas diferencias de metodología y también ideológicas. En ningún momento olvidó que era un ministro de Cristo en la tierra y continuó fiel a la prédica del Evangelio. Según las autoridades de la ACA, la JEC –que Firmenich presidía– era la menos importante de las tres agrupaciones que componían la Quinta Rama Especializada. Las reuniones se realizaban semanalmente en Alsina 830. En esas horas de encuentro había un primer espacio para la oración, el siguiente para dialogar sobre la relación del adolescente con la sociedad y finalmente sucedían las conclusiones a las que llamaban "iluminación".
Con su efervescencia y pasión, se convirtió en el consejero espiritual de la rama escolar y fue quien, según Firmenich, "nos enseñó que el cristianismo era imposible sin el amor a los pobres y a los perseguidos por su defensa de la justicia y su lucha contra la injusticia".
El mensaje de Mugica causó profunda impresión en los futuros montoneros porque él mismo se encargó de ponerlo en práctica. Los futuros jefes montoneros lo seguían a todas partes: la villa y los retiros en el campo.
En el verano de 1966, quince integrantes de la ACA participaron en una misión rural organizada por la Acción Misionera Argentina (AMA, dirigida por el obispo Búfano, que tiempo después los expulsaría a todos por "comunistas"), en Tartagal, en el inhóspito chaco santafecino, y la conducción de la misma estuvo a cargo del padre Mugica.
–Yo trabajaba en la zona y tenía una vida religiosa activa, cuando me enteré del campamento me acerqué. Allí conocí al padre Mugica y a muchos con quienes después conformaríamos Montoneros. Había mucha reflexión y guitarreadas– recordó el ex jefe montonero, Roberto Cirilo Perdía.
Entre esos otros, estaba también Graciela Daleo, entonces una bella joven ultracatólica, que soñaba con ser monja misionera. Tiempo más tarde, cambió el sueño del hábito por el fusil y se convirtió en una ferviente militante montonera, que además, estuvo "desaparecida" en la ESMA un año y medio, durante la dictadura. Era tal la relación que Daleo mantenía con Mugica, que no sólo se confesaba con él y asistía todos los domingos a sus misas, sino que un día le pidió su opinión porque Mario Firmenich estaba enamorado de ella. "Salí con Mario... El cura la autorizó a salir con el futuro jefe montonero, que en ese entonces le escribía a su amada almibarados poemas de amor.
–Mugica era implacable en sus exigencias, durísimo. Estaba convencido de que la miseria de los hacheros podía revertirse y en ese momento, sólo veía la solución en la metralleta– recordó Daleo. "Graciela lloraba mucho en esas charlas, le parecía que el padre Mugica era durísimo, inflexible, y lo peor era que muchas veces le parecía que tenía razón. Se miraba a la luz de la doctrina y se veía llena de egoísmo, de maldad, de falta de compromiso con la miseria de sus hermanos. (...) También era cierto que, muchas veces Mugica les parecía brillante, revelador, les explicaba que había que ligar el compromiso cristiano al compromiso terrenal, y citaba palabras como las de Cristo echando a los mercaderes del templo, o el Buen Pastor que se ocupa más de las ovejas descarnadas del rebaño... ", cuentan Martín Caparros y Eduardo Anguita, en uno de los tomos de La Voluntad. Los futuros guerrilleros Mario Firmenich y Carlos Ramus también integraron esta misión religiosa entre desarrapados hacheros del norte argentino y sus familias.
–¿Sabes cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las ligaduras de la opresión, liberar al oprimido y romper todo yugo, partir tu pan con el hambriento, acoger en tu casa a los pobres sin hogar, cubrir al que veas desnudo y tratar misericordiosamente al que es de tu carne. Entonces prorrumpirá tu luz como la aurora y no tardará en brotar tu salvación. Entonces iré detrás de ti y delante de ti irá la justicia– decía Mugica a sus muchachos, bajo la luz de los faroles a querosén, con la voz encendida por la pasión y afiebrado con las palabras del profeta Isaías.
En 1967 el grupo se dividió, tenían muchas diferencias y discutían por cualquier cosa. Mugica rechazaba ya la guerra de guerrillas por considerarla incompatible con el evangelio. En cambio, Abal Medina, Ramus y Firmenich empezaron a prepararse para la lucha armada, rompieron con sus organizaciones católicas seculares y pasaron a la clandestinidad. Firmenich sacrificó para eso sus estudios de ingeniería y la presidencia de la JEC.
"Desde mediados de 1967 en adelante, se produjo un distanciamiento entre el que fuera nuestro asesor espiritual y nosotros, los que habíamos sido sus discípulos", explica Firmenich en un artículo con su firma, publicado años después en el diario Noticias. "Estas diferencias comenzaron después de aquella misión, que habíamos realizado en Tartagal. En aquella oportunidad, Carlos Mugica fue el primero en proclamar que la única solución estaba en la metralleta (fueron sus palabras textuales). Después de aquello, estuvimos casi un año realizando militancia política, a la par que habíamos formado un grupo integrado por varios compañeros, entre los que estábamos Carlos Mugica y nosotros tres (Firmenich, Abal Medina y Ramus), en el cual se debatía si la violencia política era moralmente lícita. Para nosotros el problema aparecía bastante claro: si la oligarquía y el imperialismo utilizaban la violencia para explotar al pueblo, ¿por qué razón el pueblo no tenía derecho a responder con la violencia para conquistar su liberación? Mugica, sin embargo, entró en la duda. Naturalmente esto condujo rápidamente a la disolución del grupo y ocasionó el distanciamiento. A medida que nosotros fuimos concretando en la práctica aquella necesidad que tenía el peronismo de profundizar la lucha armada contra la dictadura, las diferencias fueron aumentando."
La primera evidencia pública de la pertenencia de Mugica al MSTM ocurrió en diciembre de 1968. Junto a veintidós sacerdotes firmó en aquella oportunidad una carta dirigida al dictador Juan Carlos Onganía, en la que se descalificaba el Plan de Erradicación de las Villas de Emergencia, dispuesto por el gobierno militar de la "Revolución argentina". Se la llevaron personalmente y se alinearon en silencio frente a la Casa de Gobierno. La fotografía de entonces, publicada en Primera Plana, es impresionante, conmovedora. Parece una nimiedad, pero entonces, bajo aquel régimen era un gesto revolucionario, especialmente si se tiene en cuenta que Onganía era un general de comunión diaria, al que la jerarquía eclesiástica miraba con muy buenos ojos, porque había venido a poner "orden" y a luchar contra el "comunismo".
"Estoy convencido de que en el seno de las Fuerzas Armadas y de los órganos de represión existen grupos paranoicos de mentalidad nazi que quieren impedir de cualquier modo el proceso de liberación del pueblo y la prédica de la verdad por los hombres de la Iglesia. Hace poco un alto jefe de la Marina me dijo: "Cuidado padre, que tenemos la Gestapo metida adentro". Y yo le respondí: "Nada ni nadie me impedirá servir a Jesucristo y su Iglesia luchando junto al pueblo por su liberación). No temamos la represión. Temamos que con nuestro silencio culpable y cobarde nos enfrentemos un día con el juicio de Dios", dijo Mugica en esos días, con palabras casi premonitorias sobre los años trágicos por venir.
"Hendido el ceño sobre los ojos cielo y los labios prietos, nadie descubriría en Carlos Mugica la imagen tradicional del sacerdote católico. Menos la de un profeta social del tercermundismo. Por detrás de la sotana raída o –con más frecuencia– del pullover viejo sucio, se adivina una prestancia natural que sugiere canchas de rugby, salones mundanos, clubes aristocráticos, clase ociosa. Y habría algo de verdad: como tantos revolucionarios de nuestra época (Ernesto Guevara Lynch, Fidel Castro Ruiz), Carlos ha emergido del corazón mismo de la oligarquía...", era la descripción que hacía la revista Primera Plana, en su edición del 5 de noviembre de 1971.


Las mujeres

Mugica recorría las villas para conocer los problemas de la gente y en la 31, de Retiro, era líder y mediador de conflictos. Lo ayudaban en la tarea militantes de la Juventud Universitaria Católica (JUC) y de la Juventud de Estudiantes Católicos (JEC). Uno de ellos fue Fernando Galmarini, luego integrado a la organización Montoneros y en la década de los años noventa, funcionario del gobierno de Menem y de Duhalde. En su grupo permanente de colaboradores estaban Ema Almirón y Lucía Cullen, esta última, hija del entonces titular de la Corte Suprema de Justicia de la provincia de Buenos Aires.
–El gran amor de su vida fue Lucía. Era una mujer hermosísima, hija de una familia burguesa de clase alta, de grandes ojos claros y estaba profundamente enamorada de Carlos. Ella jugaba al fútbol sólo por lealtad a él–contó el dirigente justicialista Julio Bárbaro, quien de joven militó en la Democracia Cristiana y luego en la organización peronista de derecha, Guardia de Hierro.
Bárbaro era uno de los tantos muchachos católicos que visitaban asiduamente a Mugica en el cuarto de la terraza del edificio de Gelly Obes y Copérnico, donde el sacerdote vivía con sus padres. En esa habitación de quince metros cuadrados que originariamente había sido pensada como departamento de servicio, sólo había una cama, una cruz, una kitchenette y muchos libros. Carlos la había elegido para él. Ese era su lugar y las sirvientas debieron emigrar cerca de los patrones, en la planta baja.
–Mugica nos confesaba en la parroquia, en un bar o en su cuarto. Recuerdo que en 1967 nos autorizó, a mí y a mi novia, a tener relaciones prematrimoniales. Para nosotros, su palabra era muy importante y esa autorización, en el catolicismo de esa época, era como descular el mundo. Era toda una transgresión que él nos diera permiso para coger. Después de ese episodio, una pareja me vino a contar que estaban desesperados por tener relaciones prematrimoniales, pero que no se animaban. Me acuerdo que les dije: "Ustedes eligieron la violencia, andan armados y aceptaron matar. Si aceptaron matar antes de coger, están locos. Si les resulta más natural matar que hacer el amor, a ustedes les está fallando algo en la cabeza... "– rió Bárbaro.
Así como frecuentaba a Mugica, Bárbaro también conocía a sus grandes amigos, entre ellos al cura guitarrero Alejandro Mayol. Tanto lo admiraba, que cuando decidió casarse, lo eligió para su misa de esponsales. Pero nunca imaginó la sorpresa que le daría el cura unos meses después.
–Fue algo muy curioso, porque me casó el 18 de octubre de 1968 y a los tres meses, en enero de 1969, se casó él con Beatriz Braga. Vino toda la guerrilla al casamiento de Alejandro. Me acuerdo que lo hicimos en la quinta de un amigo mío, en San Miguel.
EL SEXO ERA UN TEMA DE CONFLICTO ENTRE LOS CATÓLICOS DE LOS AÑOS SESENTA. MUGICA, COMO CLÉRIGO, LO AFRONTABA CON MADUREZ, PERO COMO HOMBRE, LO TRANSITABA CON PROFUNDO SACRIFICIO.
–Nosotros queríamos alquilarle el confesionario. Es que allí iban las mejores minas de Buenos Aires, embobadas por la fama de seductor que tenía Mugica y por la pinta– contó Ricardo Capelli.
Juran, sin embargo, que el sacerdote fue célibe, y que no hubo hombre que sufriera más por mantener sus votos de castidad. Que había llegado a infligirse fuertes castigos corporales para matar el deseo por el sexo opuesto. Es que las mujeres lo acosaban a toda hora: lo acompañaban a las villas, jugaban al fútbol para complacerlo, le clavaban los ojos, le pedían consejos, se le metían en la casa, revoloteaban como moscas a su alrededor y se enamoraban perdidamente. Otros, que también intimaron con él, dicen que a lo mucho que se animó fue a acostarse con una mujer en la misma cama, sin tocarse.
–Siempre iba acompañado de una runfla de "Camilas O'Gorman", de ojos iluminados– recordó una de sus mejores amigas, Elena Goñi, haciendo referencia al trágico romance entre un cura español y una mujer de la alta sociedad argentina, a quienes Juan Manuel de Rosas, ordenó ejecutar como castigo.
Entre esas "Camilas", revoloteó la propia Elena, una chica católica de clase alta, que como muchas en esos tiempos, se metieron a hacer trabajo social en las villas miserias, atraídas por el ideal de cambio y revolución. Elena en muchas oportunidades le ofreció al sacerdote abandonar todo para acompañarlo en su misión. La respuesta de Carlos Mugica fue cortante y práctica:
–Tu primera militancia es tu hija, a mi no me rompas las pelotas.
Carlos Mugica fue estoico por fidelidad a su Iglesia. Y porque sabía que a su Santa Madre le bastaba con que pisara una sola vez el palito para desvirtuar su obra y desoír su llamado a terminar con los pobres. Toda la nomenclatura conservadora de la Iglesia Católica argentina de esos años, le caería encima y lo destrozarían de un puñetazo. Un amorío hubiese sido ideal para callarlo, para banalizar sus planteos por un mundo más justo. Para obligarlo a suavizar su discurso y retornarlo al punto del que nunca debería haber salido, para domesticarlo, para sacarlo del medio. Como pasó con Jerónimo Podestá, al margen de la estupidez del celibato obligatorio que tantas consecuencias trajo y trae. Mugica advirtió entonces que eran muchos los motivos para evitar el error y se convirtió en guardián implacable de sus múltiples tentaciones. Sufría horrores, pero se reía. Aunque a veces lloraba para controlar el deseo, se reía, y decía resignado:
–Es terrible. Los que tienen que liberarnos del celibato son los viejos de mierda de la jerarquía, a los que ya no se les para...


El viaje a París

En octubre de 1967, cuando fue asesinado el Che Guevara, Mugica impactado, viajó a La Paz para reclamar la entrega de sus restos y averiguar por el paradero de Regís Debray y Ángel Bustos. Lo recibió el general Juan José Torres, pero no tuvo éxito. Desde Madrid, Perón escribía una carta al mayor Bernardo Alberte, en la que se refería a la muerte de Guevara: "Su muerte me desgarra el alma, porque era uno de los mejores, quizás, el mejor". De Bolivia, el sacerdote partió a París y se instaló en una habitación del pensionado religioso, en el número 61 de la Rué Madame. En su periplo por Europa, Carlos Mugica se encontró con el Mayo Francés. Recorrió las calles, habló con los jóvenes, curioseó y trajo novedades: "la revolución está en marcha", juraba.
Fanático de Racing como pocos, viajó a Glasgow, Inglaterra, para ver el partido que la Academia jugaba por la Copa Intercontinental contra el Céltic. En el estadio colmado de argentinos, estaba el intelectual John Bebe William Cooke, delegado de Juan Domingo Perón e inspirador de la guerrilla peronista rural "Uturuncos", quien le propuso visitar Cuba.
¿A qué viajó a París Carlos Mugica? Las fuentes míticas aseguran que fue a vivenciar los cambios sociales que se estaban dando en el primer mundo, y de hecho lo hizo, porque vivió allí todo el Mayo Francés. Pero otras versiones dicen que se fue huyendo de una mujer, Lucía Cullen, quien lo movilizaba y conflictuaba de tal manera, que ponía en señal de peligro su elección del celibato. Al respecto, Julio Bárbaro, su compañero y respetuoso oyente de sus homilías en la capilla de la calle Nazca, tiene una versión intermedia:
–Carlos se fue a París y Lucía lo siguió. Pero él no huía, él la enfrentaba. Le explicaba que la amaba, pero que amaba mucho más a la Iglesia y a Cristo. Carlos no quería largar la sotana, como hizo Alejandro Mayol, y a la vez, su profunda religiosidad le impedía transitar el pecado. Si algo había de incuestionable en Carlos Mugica, era su gran coherencia, alimentada por la fe. La fe lo llevó al sacrificio y a vivir lo que él llamaba "un amor platónico y espiritual" con Lucía. No fue simple, pero transitó ese camino con estoica hombría. A su regreso de París, me dijo: "Te juro, Julio, que con Lucía dormimos en la misma habitación, pero ella lo hizo en la cama y yo siempre en el piso". ¿Qué necesidad tenía de darme explicaciones a mí?
Marta Mugica, hermana de Carlos, me recibió una helada tarde de invierno del año 2000, en su casa de Vicente López, en la provincia de Buenos Aires. Conversamos muchas horas. Delgada, de gestos ásperos y firmes, y la misma mirada clara de su hermano, Marta vive aferrada a los recuerdos. Divorciada y con un hijo cura, la casa está inundada de fotografías del asesinado líder de los sacerdotes del Tercer Mundo. Una imagen de la virgen de Guadalupe –de la que es devota fanática– en un costado de la puerta de entrada, con flores y velas permanentemente encendidas. Y en una habitación del piso superior de la casa, los apuntes, los libros, las agendas y la ropa manchada de sangre y agujereada por los balazos que Carlos Mugica llevaba el día que lo mataron y que Marta conserva con unción religiosa.
–Mi hermano era un santo, un ser con un aura especial. ¿Las mujeres? Se volvían locas por él, siempre estaba rodeado de las más lindas chicas de Buenos Aires. Él estuvo muy enamorado en su juventud. Pero esa mujer nunca le correspondió y se casó con otro. Al punto tal, que el mismo Carlos fue el que realizó la ceremonia religiosa. Fue tremendo para él y una gran prueba verla a ella en la Iglesia, de la mano de otro hombre. Lucía Cullen fue muy importante, su íntima amiga. Ella lo amaba mucho, claro que sí, pero Carlos y a había elegido a Dios. Un día, mi hermano me confesó que si alguna vez resolvía dejar los hábitos, se casaba con Lucía. "Somos de la misma clase social y vemos el mundo de la misma manera. Haríamos una buena pareja", me dijo. Pero esto nunca pasó y cada uno siguió su camino...
Lucía Cullen ingresó en Montoneros y allí conoció al mítico dirigente José Luis Nell Tacci, un ex integrante del grupo católico nacionalista Tacuara, que había participado en 1964 en el asalto al Policlínico Bancario, episodio con el que se inicia la guerrilla urbana peronista. Así como Carlos Mugica, José Luis Nell era un hombre carismático, idealista y temerario. Y Lucía no fue ajena a sus encantos. Fue preso y condenado y luego escapó de los Tribunales a Uruguay, donde tomó contacto con los Tupamaros. Con ellos no sólo adquirió formación teórica, sino que participó de robos, secuestros y atentados. Nell cayó preso otra vez, fue brutalmente torturado y más tarde, organizó la famosa fuga del penal uruguayo de Punta Carretas. Regresó a la Argentina y se dedicó a organizar la Juventud Peronista donde era famoso por su historia y su audacia en los operativos militares. Se enamoró de Lucía y se casaron. Sin embargo, la tragedia llegaría para marcar el destino de la pareja.
El 20 de junio de 1973, el día en que Juan Domingo Perón regresaba a la Argentina de su exilio español, Nell iba al mando de una de las columnas de Montoneros que ingresaba a Ezeiza a recibirlo. En medio del infernal tiroteo desatado por los grupos de la ultraderecha peronista enlazados con la Triple A y grupos de militares que habían copado el palco oficial, Nell cayó acribillado en medio del campo. Sobrevivió, pero los balazos le habían quebrado la columna vertebral, y a partir de ese momento debió movilizarse en silla de ruedas. El guerrillero no pudo soportar la situación y se sumergió en una depresión de la que no logró salir. Lucía y Carlos seguían encontrándose como podían y mantenían largas charlas. Dicen que él la apoyaba mucho en esos momentos de desesperación y angustia. Como paradoja, Mugica venía en el charter de invitados que traía a Perón a la Argentina el mismo día en que Nell caía gravemente herido en Ezeiza. Un día de la primavera de la 1974, Nell le pidió a Lucía, que como prueba de su amor le ayudara a quitarse la vida, que no aguantaba vivir en ese estado. Y ella, llorando y abrazada a él, asintió al pedido. Le colocó una pistola en la mano derecha y José Luis Nell se voló la cabeza. Habían pasado cuatro meses del asesinato de Mugica. En 1976, en un bar de Buenos Aires, ella también desaparecía para siempre bajo las garras de los dinosaurios de la dictadura.

Antes de volver de Europa a la Argentina, Mugica se dio el gusto de viajar a Cuba. Lo hizo vía Praga y con pasaporte falso gracias a las gestiones del Bebe Cooke. No obtuvo una entrevista personal con Castro, pero se llevó una impresión muy favorable del régimen de La Habana, que muchas veces hizo pública. Sobre todo sentía admiración por la figura del Che Guevara. A su regreso, el sacerdote asuncionista Ramiro López lo destinó al barrio de Comunicaciones y le encargó la construcción de una capilla. Jorge Goñi había creado los campeonatos de fútbol entre las distintas villas, como una manera de conseguir mejoras estructurales para esos barrios y Mugica lideró los entrenamientos en el de Comunicaciones.
–Lo conocí cuando venía a la casa de mis abuelos maternos en la villa de Retiro donde yo vivía con mi mamá y mis hermanos.


El secuestro de Aramburu

El 29 de mayo de 1970, Día del Ejército, se produjo el secuestro del general Pedro Eugenio Aramburu, quien había sido designado presidente de facto en 1955 por la llamada Revolución Libertadora, tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón. Una organización armada autodenominada Montoneros, salió entonces a la palestra y se adjudicó el hecho. Poco después, dos de los implicados se enfrentaron a balazos con la policía en la pizerría La Rueda de Williams Morris, y murieron los guerrilleros Gustavo Ramus y Fernando Abal Medina. Éstos habían sido discípulos de Mugica en el Nacional Buenos Aires, eran activos militantes católicos, habían pertenecido al Comando Camilo Torres de Juan García Elorrio, y sus familiares pidieron una misa por ellos. Otro sacerdote combativo, el padre Hernán Benítez – quien fuera confesor de Evita y había mantenido en los primeros años de la Resistencia una fluida relación epistolar con Perón en el exilio– y Mugica rezaron el responso en la Iglesia de San Francisco Solano, de Mataderos.
"Se comprometieron con la causa de la justicia, que es la de Dios, porque comprendieron que Jesucristo nos señala el camino del servicio. Que este holocausto nos sirva de ejemplo ", señaló Mugica.
"Perdón a Dios por la suerte de ellos, que fueron asesinados por la Nación, que no supo comprenderlos, darles un camino, colmar su sed de justicia. La sociedad los ha juzgado, castigado y destruido, pero si tienen que responder ahora a la inquisitoria del Señor –has dado de comer al hambriento y de beber al sediento– ellos pueden responder que han dado sus vidas para que en el mundo no hubiera hambre ni sed", dijo Benítez.
Tres días después Mugica y Benítez eran detenidos por los presuntos delitos de "apología del crimen e incitación a la violencia". Pero los liberaron a la semana.
En ese convulsionado año, sin embargo, Mugica no paró de mostrarse polémico y provocador. Una vez viajó a Necochea, donde se alojó en la casa de una familia amiga de Ricardo Capelli, y a poco de estar manifestó necesidad de dar misa el domingo. Mandó entonces a su amigo a pedirle permiso al párroco, el sacerdote De Luis, un cura tradicional sostenido por los terratenientes de la zona. De Luis fue terminante: le hizo saber que de ninguna manera cedería la misa de las siete de la tarde al padre Carlos.
–Está bien –contestó el amigo– le voy a decir a Mugica que usted no lo autoriza..
Al oír el apellido, De Luis dibujó en su cara una expresión incrédula, se tornó repentinamente amable y accedió al favor. El mito Mugica ya estaba en marcha. Ese personaje irresistible y controvertido, había comenzado a transitar la leyenda.
Ese domingo la Iglesia estaba abarrotada con lo mejor de la sociedad de Necochea. Los dueños de la tierra lo vieron aparecer alto, rubio, imponente y con su sonrisa magnética. Las chicas suspiraron cuando se encaramó al pulpito. Desde allí Mugica comenzó su sermón con una frase que congeló el murmullo general:
–Sé que muchos de ustedes están en la boludez...– dijo. Y ahí mismo les encomendó a los presentes el deber de orar para ser perdonados.
Hubo entonces un silencio incrédulo y miradas cruzadas. Algunos fruncían el ceño, otros sonreían nerviosos. Al terminar la misa, Mugica salió de la parroquia totalmente ajeno al vendaval que había desatado, pero ellos, los de su clase, lo rodearon y comenzaron a insultarlo. Lúdico y burlesco, el cura se abrió paso entre quienes lo cercaban, bailando y canturreando: "Guarda, guarda, que se viene, se viene, el comunismo... ".
Afuera había periodistas, micrófonos y cámaras, así que aquello fue un verdadero escándalo que trascendió los límites de Necochea. Muchos se enfurecieron y otros se quedaron hipnotizados: no podían asimilar el contraste entre su origen y su elección de vida.
Sus gestos desafiantes y exagerados dotaban a Mugica de un poder que crecía ajeno a su voluntad. Cada actitud en defensa de sus convicciones, lo enfrentaba con el establishment. Se acercaba, a lo mejor sin saberlo, a su destino de mártir. Era como si el destino fuese un caballo ingobernable que lo arrastraba en andas, corcoveando y al galope, hacia un final ya escrito.
El cura De Luis quiso suavizar las cosas, sacarlo del centro de la escena. Le pidió que el próximo domingo celebrara una misa para las monjas en la intimidad del convento, pero la noticia corrió por toda la ciudad y el lugar se llenó de gente. Apenas entró, las mujeres de hábito riguroso lo rodearon. Entonces él, con su carisma inagotable, preguntó:
–¿Dónde puedo ir a mear?
Las monjas se sonrojaron y no atinaron a contestarle. Recién ahí, él reparó en la sorpresa que había provocado, y entonces afirmó muy serio:
–Los curas también meamos, ¿o qué piensan ustedes? Mugica comenzó la misa con un pedido:
–Recemos el Padre Nuestro tomados de las manos. ¿Está aquí alguno de los que ayer me amenazó.. ? Quisiera mostrarle lo que es Dios, lo que es la vida, lo que es ser pobre...– explicó. Y se ganó el corazón de todos.
Más tarde sonaron las guitarras y fue como describe la canción Fiesta de Juan Manuel Serrat: cada uno olvidó su origen y todos se sintieron hermanos.
–A Mugica lo conocí en 1971 y era un sacerdote que representaba la Iglesia que nosotros concebíamos. Como él, entre nosotros había muchos curas con los que trabajábamos juntos por la liberación de los pueblos. Carlos era un compañero más. Vos lo oías y decías "este flaco es fabuloso ". Con él podías hablar cosas de la vida en un café y te daba la confianza de un par, pero a la vez lo rodeaba un halo que lo elevaba, no importaba la circunstancia ni la ropa que llevara. Era un hombre comprometido con su tiempo. Sabía que su rol había sido determinante y que su prédica y contacto con muchos sectores juveniles tenía consecuencias, lo que no significa que avivara el fuego. No lo quieran disfrazar con una metralleta en la mano, porque eso no era lo de él, pero tampoco ponerlo todo el tiempo rezando y con una imagen celestial. Como todos nosotros en esa época, él era protagonista de su tiempo. Políticamente fue reconocido. Viajó en el charter de regreso de Perón, ahí no estaba cualquiera. Una de las primeras visitas que hizo Perón estando en Gaspar Campos, fue a la villa de Mugica– recordó el ex dirigente de la Juventud Peronista de la Capital Federal, Juan Carlos Dante Gullo.


La opción por el peronismo

En 1972, con la vuelta del general Perón a la escena política, las diferencias entre los sacerdotes del Tercer Mundo fueron ineludibles y con ellas, también la fractura. Mugica no tardó un segundo en definirse:
–En el Evangelio no hay ninguna receta política para el cristiano, pero hay criterios de opción. Y ahí podemos discrepar. Usted tiene que optar por aquel movimiento que exprese a los humildes, que desde los pobres luche por el bien de todos. Personalmente, yo pienso que ese movimiento hoy, en la Argentina, es el peronismo– dijo.
Coherente con esta postura, tomó la decisión de viajar junto al padre Jorge Vernazza en el charter que trajo a Perón de regreso, lo cual fue muy mal visto por el grupo de sacerdotes no justicialistas.
–Admiraba profundamente a Carlos Mugica. Yo también pertenecía el MSTM, pero era muy joven. Nunca me voy a olvidar de una reunión del Movimiento, en la que participé, que se hizo en la casa de Gaspar Campos. No lo podía creer: tenía enfrente mío al general Perón y a Mugica. Ellos se entendían muy bien, había cierta alquimia–recordó el padre Luis Farinello, devenido en las elecciones de octubre de 2001 candidato a senador por la provincia de Buenos Aires en representación del Polo Social, una agrupación de centroizquierda.
El 25 de mayo de 1973 Héctor J.Campera asumió como presidente de la Nación y José "el Brujo" López Rega le ofreció una asesoría en el Ministerio de Bienestar Social, que tenía a su cargo. Mugica aceptó a condición de no recibir ninguna remuneración, pero casi de inmediato surgieron diferencias. Tres meses después el cura renunció.
–Llegué a la conclusión –dijo– de que no había comunicación entre el Ministerio y los villeros.
Tal como ya había hecho con Onganía, se atrevió a cuestionar públicamente el plan de viviendas y de erradicación de villeros que el ministro había diseñado. El Brujo respondió poniendo en duda la honestidad de su adversario y Mugica lo increpó personalmente en el Ministerio. Esa misma noche dijo en la villa:
–López Rega me va a mandar a matar.
El 2 de julio de 1973, una organización autodenominada Acción Nacionalista Argentina, colocó una bomba en el domicilio de Mugica. Una semana después, a las dos de la madrugada, dos individuos ingresaron al edificio donde vivía el sacerdote, cortaron la electricidad de los ascensores y comenzaron a golpear su puerta al grito de "¡Carlos, abrí!". Mugica no estaba en su casa. Desde el retorno a la democracia, en 1973, cuando se le preguntaba a Mugica por el tema de la violencia, él respondía invariablemente:
–Estoy dispuesto a que me maten, pero no a matar.


Su asesinato

El 11 de mayo de 1974, luego de celebrar misa en la parroquia del padre Vernazza, de San Francisco Solano, en el barrio de Mataderos, Mugica se retiró en compañía de su amigo, Ricardo Capelli. A poco de abandonar el templo, un hombre joven, delgado, de barba y bigotes, descendió de un automóvil con una ametralladora en la mano. Enfrentó al sacerdote y le disparó veinte proyectiles, quince de los cuales impactaron en su cuerpo.
Tendido en la vereda, recibió de Vernazza los últimos sacramentos. Mugica alcanzó a decirle:
–Nunca más que ahora debemos permanecer unidos junto al pueblo–. A las pocas horas, falleció en la sala de operaciones del hospital Salaberry.
Capelli fue herido por las mismas balas que recibió Mugica. Eran amigos entrañables y fueron juntos hasta el umbral de la muerte. Para Carlos fue el final. Para Ricardo, el principio de una sucesión de catorce operaciones y de un exilio de veinticinco años. Con la garganta oprimida, contó así aquel trágico momento:
–Verlo morir fue un sufrimiento psíquico y moral muy grande. No pude ir al velorio. Estábamos en la parroquia de San Francisco Solano, del padre Vernazza. Había terminado la misa y Carlos y yo salimos por la sacristía. Me adelanté, porque él siempre se quedaba charlando con alguien, llegué al auto y escuché una voz que lo llamaba con tono imperativo: "¡Padre Carlos!!!", le dijo. Y de inmediato escuché el tableteo de una ametralladora. Vi a un hombre de espalda, que subía a un auto y a Carlos con una bala cerca del corazón. Después supe que las balas fueron quince. Lo subieron enseguida al Citroen de un vecino, para llevarlo al Salaberry, pero allí no pudieron hacer nada.
Se ha escrito que no le temía a la muerte y que sabía que lo iban a matar. Pero según Ricardo Capelli, Mugica era un amante de la vida, un aprendiz de Cristo pleno de confianza, que espantaba su propio espanto y el de los otros, los que lo querían y le pedían que se escondiera un tiempo, con una convicción:
–Soy cura. No se van a animar conmigo.
Después de su asesinato, su familia le ganó un juicio millonario al Estado, pero no lo repartió entre los humildes a los que Carlos Mugica había consagrado su vida. Alegaron problemas familiares y se fueron con el dinero. No comprendieron el profundo alcance de su entrega.
Ninguna organización se adjudicó el asesinato. En principio, acusaron a los Montoneros, quienes habían sido criticados por Mugica luego de que se retiraran del último acto del 1 de Mayo de 1974. que Perón presidió desde el balcón de la Casa Rosada, poco antes de morir. El líder del peronismo los había tratado de "estúpidos imberbes" y en respuesta los Montoneros plegaron sus banderas y dejaron la plaza vacía. El sacerdote no pudo entender que hicieran semejante cosa. Poco después, Montoneros pasó a la clandestinidad.
Para Elena Goñi, su gran amiga, Carlos Mugica había sido contundente respecto de la violencia, desde el principio de la democracia. Ella estaba presente cuando el sacerdote le dijo a Firmenich:
–Se acabó esta joda. Ahora que el gobierno es constitucional, ustedes se meten los fierros en el culo.
En mayo había ido al diario La Opinión y le había ofrecido a su director, Jacobo Timerman, escribir una serie de artículos. Pactaron la presentación de una nota para el domingo 12. Según Timerman, Mugica le había confesado el dolor que sentía por su enemistad con Mario Firmenich. Estas divergencias eran más fuertes que las que el líder guerrillero admitiría posteriormente. Unos días antes, en un discurso que había pronunciado en Córdoba, Firmenich no había mencionado ni una sola vez a Perón, y eso había colmado a Mugica:
–¡Ni una sola vez lo nombró! ¡Qué hijo de puta! Así que si quieren formar el Partido Montonero, fenómeno. Que se presenten en las elecciones a ver si sacan más votos que el peronismo– exclamó.
Dos días después, el clérigo entregó su artículo en el que reiteraba su rechazo a la violencia revolucionaria, ya que, escribió, "el pueblo se ha podido expresar libremente, se ha dado sus legítimas autoridades. La elección de aquella vía, entonces, procede de grupos ultra minoritarios, políticamente desesperados y en abierta contradicción con el actual sentir y la expresa voluntad del pueblo".
No obstante, alrededor de Carlos Mugica ya se había instalado la violencia. Cada paso que daba, alimentaba el odio de uno u otro bando. Parecía encarnar la sentencia bíblica del Evangelio según San Juan: "Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes". Podría haberse ido del país, pero no lo hizo. Por compromiso, por heroísmo, por inconsciencia o por convicción, resolvió quedarse.
–Si en este momento recibo una bala, no sé si viene de algún grupo de derecha o de izquierda. ¿Irme? En un momento tan complicado, en el que mucha gente está jugándose y perdiendo la vida, yo no puedo escaparme. El pastor no puede abandonar a su suerte a sus ovejas– razonaba.
¿Fue su muerte una venganza de los Montoneros, de los que se había separado al comienzo del gobierno constitucional, porque ya no había una dictadura contra la cual luchar, sino autoridades legítimas votadas por el pueblo? Firmenich lo negó:
–En los últimos tiempos, él había recibido amenazas telefónicas; eran amenazas de muerte, y se habían hecho en nombre de nuestra organización. ¡Qué disparate! ¿Cómo nosotros íbamos a amenazar de muerte a Carlos Mugica? ¿En qué política revolucionaria cabe matar a los hombres del pueblo por diferencias acerca de cuál es la mejor manera de destruir al mismo enemigo?
Durante muchos años persistió la duda sobre quién fue el autor, hasta que en marzo de 1984, Juan Carlos Juncos, custodio del ex ministro de Bienestar Social e integrante de la organización parapolicial autodenominada Triple A, creada por López Rega, confesó ante el juez Eduardo Hernández Agrámente que había intervenido junto a otras tres personas en el asesinato de Mugica. Aseguró que la orden había sido dada por el mismo López Rega, porque "Mugica estaba molestando políticamente con su actividad".
El padre Alberto Carbone, integrante del MSTM, también fue tajante:
–A mí no me parece que tenga sustento la teoría de que Montoneros pudo haberlo matado, era muy común en esa época que se dijera algo así, y que le adjudicaran a esa organización cuanto trabajo sucio hacían otros. A Carlos lo mató la Triple A. Además, yo recuerdo que lo estábamos velando cuando recibí un llamado de los muchachos de Montoneros, que me transmitieron su pesar y me aseguraron que ellos no tenían nada que ver con ese asesinato.
¿Por qué los Montoneros habían llamado al padre Carbone, con quien sólo habían compartido horas de actividad universitaria, para explicarle que ellos no eran los responsables de esa muerte absurda que nadie entendió ni aceptó nunca?
Quien sabe, la historia de aquellos años de sangre y fuego fue tan compleja, tan retorcida, tan disímil, que seguramente nunca nos enteremos de los verdaderos motivos de muchos acontecimientos.


El sepelio

Más de siete mil personas se acercaron con dolor a despedir al cura villero, pero su amado general Perón no concurrió al entierro ni pronunció una sola palabra de condolencia.
En la parroquia, la mayoría de los asistentes le adjudicaban el crimen a Montoneros. A las cuatro y media de la tarde arribaron el diputado Leonardo Bettanín y el titular de la Regional primera de la Juventud Peronista, Juan Carlos Anón, ambos ligados a la organización armada. La multitud les gritó: "¡traidores! ¡asesinos!" y los sacaron a golpes de puño y a puntapiés. El dirigente montonero Norberto Habbeguer y su esposa, Flora Castro, también fueron al sepelio y de una manera educada, pero intimidatoria, les sugirieron que se retiraran. Se despidieron del padre Mugica desde la vereda.
Desde Roma, el Vaticano reconoció el testimonio de Mugica. Su órgano oficial, el periódico L'Obsservatore Romano lo definió como una "víctima del amor", y añadió que "lo asesinaron a traición, con determinación, agregando a la lista de las víctimas del odio, una vida pura. Es justo recordarlo... y auspiciar que su sangre inocente fecunde los esfuerzos para la pacificación de los hermanos en Argentina... Nos inclinamos en el dolor, con reverenda y admiración".
La revista Cabildo, reconocida por su tendencia ultraderechista, señaló que "el padre Mugica murió en su ley, víctima del engranaje que él, en alguna medida, había contribuido a levantar un engranaje de violencia, de mitos, de odios y resentimientos. Murió víctima de su orgullo, de su ingenuidad y de sus errores. Olvidó que el marxismo es también una religión total, fuerte y en crecimiento, inexorablemente inmisericorde, que no perdona a sus enemigos, ni menos aún a sus adeptos".
Unos días después del asesinato, profundamente conmovido por la desgracia, el padre Héctor Botan, amigo de Mugica, fue a verlo al arzobispo de la ciudad de Buenos Aires, el poderoso Juan Carlos Aramburu, en busca de una palabra de consuelo. En cambio, le oyó decir:
–Bueno, supongo que aquí acaban todas nuestras discusiones sobre Mugica...
Paso seguido, abrió uno de los cajones de su escritorio y prácticamente le arrojó a la cara los artículos que Firmenich había escrito para el diario Noticias. Aramburu se había tomado el trabajo de subrayar los párrafos en los que el jefe montonero expresaba su vieja amistad con el sacerdote asesinado. Acusador y determinante, sentenció:
–AHORA ME VAS A DECIR QUE MUGICA NO ERA MONTONERO.
La Organización Montoneros había difundido un comunicado en el que se afirmaba que "a pesar de las diferencias que mantenía nuestra organización con algunas de las últimas posiciones públicas de Mugica, reivindicamos su acción como parte del campo popular. El objetivo de este asesinato –agregaban– es ahondar y hacer insuperables esas diferencias".
No contento con eso, Mario Firmenich escribió enseguida cuatro artículos sucesivos en el diario Noticias, ésos que monseñor Aramburu le había refregado al padre Botan en las narices como prueba irrefutable del origen montonero de Mugica. En los dos primeros recordaba su relación estrecha con el sacerdote y su posterior "distanciamiento". En el tercero, realizaba su descargo ante las acusaciones. Se quejaba de que "los medios de comunicación nos quieren adjudicar el crimen". Y si bien reconocía que los llamados de amenaza habían existido, aseguraba que no habían sido realizados por su agrupación sino por "sectas ultraizquierdistas" conformadas por "caraduras y oportunistas que... usan nuestro nombre, pretendiendo fortalecer sus propias posiciones políticas a costillas de nuestra fuerza y nuestra representatividad".
Según Firmenich, "estaba creada la situación para que el verdadero enemigo diera un golpe audaz, destinado a que las fuerzas del pueblo, que no coinciden en cómo destruirlos a ellos, se dediquen a destruirse entre sí. De este modo, las diferencias nunca podrían ser superadas, porque se oscurecen con los odios personales y con el erróneo deseo de la venganza".
En el último artículo, agregaba que "sólo los enemigos que Carlos tuvo siempre podían tener interés en matarlo. Aquellos para los que él era el "cura comunista; el cura que, queriendo cristianizar a los bolches, se hizo bolche "parafraseando a "El Caudillo".
Demasiadas explicaciones para quien se sabe inocente. Pero aun así Firmenich no terminó ahí, también le dio explicaciones al padre Alberto Carbone:
–Alberto, Mario quiere verte para explicarte que nosotros no matamos a Mugica–le dijo una voz.
En el encuentro, Firmenich repitió lo dicho en el diario Noticias y Carbone casi no abrió la boca.. Habían pasado muchas cosas en el medio y las distancias eran demasiado grandes.
El larguísimo editorial de Mejías, en Criterio, tenía los siguientes párrafos:
"(...)Felizmente la reacción parece unánime, salvo los asesinos y sus cómplices verbales o mentales. Es en realidad, la sociedad misma argentina que se defiende sin saberlo. La muerte en su seno de un sacerdote católico es un crimen que la afecta colectivamente. Toca la conciencia de todos, como decíamos. Algo en ella ha sido herido y contra ella se reacciona y se la defiende. En la muerte de este hombre indefenso, consagrado en principio al servicio de Dios y de los pobres, todos hemos sido tocados. Los lazos básicos, inconscientes, que unen a los hombres, más allá de la verborragia fraternizante y de la prédica vacía sobre los derechos del hombre, salen a la luz. Un día, por lo menos. Es preciso exorcizar la muerte de uno de nosotros, producida por uno de nosotros.
"(...) Se dice que durante su agonía en el hospital Salaberry, el padre Mugica, todavía consciente, pedía la unión entre los argentinos. El había creído que ella se realizaría por un camino. Otros, igualmente cristianos, han podido y pueden pensar diversamente. La cuestión no es el medio, sino el fin. A las puertas de la muerte y de la eternidad, él debe haber visto esa necesidad de unidad de manera diferente de cómo la veía en el tiempo de sus luchas. Debe haber percibido el fin más que los medios. O más bien, debe haber sentido como una referencia implícita, que su muerte era el verdadero medio que podía traer la ansiada unidad. "
Seis días después del homicidio, la revista de la ultraderecha peronista, El Caudillo, publicó un artículo tan contrario a sus editoriales anteriores, que resultó hipócrita. Aseguraba haberle realizado una entrevista a Mugica antes de su muerte y decía que el sacerdote había afirmado en esa oportunidad que los Montoneros lo habían condenado a muerte. Lo curioso fue que nunca se publicó el texto del pretendido reportaje.
Todos los caminos condujeron al subcomisario Rodolfo Almirón Sena, jefe operativo de la Triple A, cuando se señaló al autor material del asesinato. La señora María Ester Tubio deTozzi lo vio dentro de la Iglesia y su descripción coincide con la que aportaron Carmen Artero de Jurkiewicz y Nicolás Margoumet. Ambos lo habían visto disparar sobre Mugica, en la calle, desde una distancia de 1,20 metros. Las pericias demostraron que la ametralladora usada podía ser una Ingram M-10, de procedencia norteamericana, o bien una Franchi, modelo 57, italiana. Luego se sabría que las Ingram eran comúnmente utilizadas por los miembros de la Triple A –Almirón incluido– en buena parte de los aproximadamente dos mil atentados que se atribuyeron a la organización.
Miguel Bonasso, en su libro El presidente que no fue, citó una revelación del padre Hernán Benítez efectuada años después del crimen: "La Iglesia sabe que al padre Mugica lo mató el comisario Rodolfo Almirón, que era el jefe de la custodia de López Rega".
Para Marta Mugica también queda claro quiénes fueron los asesinos de su hermano. Según me relató la tarde en que la visité en su casa. "Yo por los Montoneros no pongo las manos en el fuego, Carlos estaba amenazado por ellos, lo odiaban por las críticas que él les hacía en público. Decían que Carlos los perjudicaba con la gente. Pero por las pruebas, fueron los de la Triple A. Ellos se les adelantaron...".
Y para muestra de su pensamiento basta repasar un episodio que sucedió en el año 1995, cuando una muchedumbre que partió del cementerio de la Recoleta, recordaba los veinte años de su asesinato.
–Señor le voy a pedir que se retire. Yo soy la hermana de Carlos Mugica y usted nos está ofendiendo con su presencia. ¡Vayase de aquí! Usted hizo mucho daño al país...
–No me voy a retirar. Yo fui discípulo del padre Mugica...
–¡Por favor! Usted es un mentiroso. Si hubiera sido discípulo de mi hermano otra hubiera sido su historia. ¡Vayase de aquí!
–No me voy a retirar. El padre Mugica fue mi asesor espiritual...
–¡Mentira! Usted es un asesino, salga de aquí...
Este diálogo fue registrado por las cámaras de Crónica TV, el 13 de mayo de 1995, a las 17 horas en plena avenida Figueroa Alcorta, justo frente a ATC, cuando los manifestantes, en su mayoría habitantes de la villa 31 de Retiro, regresaban del acto.
Los protagonistas fueron el ex jefe montonero Mario Eduardo Firmenich y Marta Mugica. Mientras la mujer hablaba, una catarata de insultos, golpes de puño y empujones surgió de la multitud y fue a dar en la cara de Firmenich, que se retiró corriendo. De algún lugar voló una piedra y le pegó en el cuello. Firmenich se detuvo, sacó un pañuelo y se secó la sangre que brotaba. En su rostro no se movió un músculo. Su mujer, María Elpidia Martínez Agüero lo tomó de un brazo y le dijo: "Vamos Pepe, salgamos rápido de aquí".
–¡Asesino, asesino!– gritaba la gente enfervorizada. Habían pasado veinte años, pero los odios y rencores de una década sangrienta, demasiado tumultuosa, seguían intactos.


El falso culpable

El sumario se cerró por primera vez dos meses después del homicidio, con apenas 162 fojas. El juez a cargo de la causa era Julio Lucini. Fue reabierta diez años después, al sobrevenir nuevamente la democracia. Juan Carlos Junco, un convicto preso en la cárcel de Neuquén, confesó ser el asesino de Mugica y de dos sindicalistas: Rogelio Coria y José Ignacio Rucci. El juez a cargo de la instrucción, Eduardo Hernández Agramonte, se empeñó en creerle y la prensa anunció la resolución del caso. Era el verano de 1984. Meses después, el Servicio Penitenciario Federal reveló que dos de las personas que Juncos había mencionado como sus acompañantes en el atentado, se encontraban en prisión. Junco reconoció entonces que había inventado toda su declaración para ser trasladado a Buenos Aires y poder así ser visitado por su madre, que estaba muy enferma.


Su vuelta a la villa

Eran las dos y media de la tarde del 9 de octubre de 1999 cuando el padre Carlos Mugica comenzó su peregrinaje hacia su tumba definitiva. El sol ardía sobre las mejillas oscuras y sudorosas de cientos de hombres y mujeres que se acercaron a la recoleta Iglesia del Pilar, desde donde partió la procesión. Una bandera laboriosamente confeccionada, que el viento hacía flamear con furia, decía en letras rojas: "Villa 31". La llevaban como un estandarte hombres de brazos fuertes, moldeados por el trabajo. Gente de buen vestir –todos familiares y amigos de Mugica– y más de treinta sacerdotes, se confundían entre aquellos paraguayos, bolivianos y cabecitas negras del interior del país, que al fin y al cabo eran el cuerpo y el alma de la ceremonia.
Todos comulgaron su amor por el padre Carlos Mugica durante las casi tres horas que duró la caminata desde la Recoleta hasta el corazón de la Villa 31, en Retiro. En sus corazones, las palabras del cura tercermundista seguían vivas:
–Nada ni nadie me impedirá servir a Jesucristo y a su Iglesia, luchando junto a los pobres por su liberación. Si el Señor me concede el privilegio, que no merezco, de perder la vida en esta empresa, estoy a su disposición...
Niños de poco más de diez años y algunos adolescentes sostenían con dificultad los carteles que decían: "Carlos Mugica no ha muerto, vive en nuestra hermandad". Por su corta edad no habían podido conocerlo, pero sabían casi todo sobre él. Como sus padres, siguen viviendo en Retiro, cerca de la capilla Cristo Obrero, donde el sacerdote nacido en el seno de una familia de clase alta se había entregado al apostolado hasta morir acribillado a balazos en 1974, cuando ellos aún no habían nacido.
La emoción embargó a la muchedumbre cuando el féretro llegó a la villa y comenzó a recorrer su camino hacia la morada definitiva. De hombro en hombro lo habían cargado durante todo el trayecto, turnándose para que nadie dejara de llevarlo. El dolor se había clavado en el pecho de esos mismos hombres hacía veinticinco años, cuando también a pulso alzaron su cuerpo en la Capilla Cristo Obrero, donde había sido velado en medio de la bronca y el desconsuelo popular.
–Hacía mucho tiempo que teníamos el proyecto de traer los restos de Carlos a la Villa 31 para que descanse junto la gente a la que él le brindó la vida, pero sólo cuando empezamos a trabajar el tema con el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Bergoglio, tuvimos la convicción de que ese sueño de todos se iba a hacer realidad– comentó el padre Guillermo Torres, o Willie, como lo apodan los vecinos de la Villa 31, a la que llegó hace cuatro años.
A la entrada del barrio, mezclado entre quienes esperaban para darle la bienvenida a Mugica, se encontraba el futuro cardenal primado de la Argentina. Monseñor Bergoglio estaba tan conmovido como los peregrinos. Erguido, pero con humildad, caminó con ellos esas calles zurcadas por el abandono y la marginación, hasta llegar a la capilla Cristo Obrero, donde se celebró la misa.
Había llegado a la villa con la timidez de siempre y con ciertas sombras, aquéllas que pocos feligreses conocen: su cuestionado papel como Provincial de los jesuitas en la época de la dictadura (1973-1979), su mano férrea en la dirección del Colegio Máximo de los Jesuitas, en San Miguel, y su silencioso camino al poder, de monje jesuita a cardenal primado. En voz baja se le achacaba la desprotección en que habría dejado a los dos sacerdotes de esa orden, Yorio y Jalics, que fueron secuestrados y vivieron el mismo horror que miles de detenidos políticos.
Porque no sabían de esas sombras, o porque prefirieron dejarlas pasar, el caso fue que a Bergolio lo recibieron como un rayo de luz: era uno de los primeros obispos que visitaba la Villa 31. La gente agradeció el gesto y se olvidó de los murmullos. Monseñor recuperó la confianza con las primeras palmadas que le dieron aquellas manos oscuras y francas que lo saludaron. Todo iba a estar bien, lo presentía.
En la puerta de cada una de las casillas, sus moradores habían puesto una mesa con un mantel blanco prolijamente estirado, para que el féretro pudiera ser apoyado por unos instantes. El paso fue lento y sentido. Cada familia reunida lo acariciaba, le rezaba en reserva y luego se despedía de Mugica con un beso y un "bienvenido a tu casa, padre". Así fue en cada una de las casas. Todos habían preparado desde la mañana temprano las mesas para recibirlo y darle las gracias.
Cuando los restos llegaron finalmente a la capilla, llegó el momento culminante: la misa. Dando muestras de su bajo perfil, el arzobispo de Buenos Aires le cedió la palabra al sacerdote Héctor Botan, amigo entrañable de Mugica y compañero del MSTM.
Botan los hizo llorar y reír. Contó anécdotas de la vida de Carlos Mugica, al que definió como "un sacerdote que se desveló por la suerte de los pobres", y recordó entre otras, una de sus frases célebres:
–Cuando una mujer te hace picar la espalda, mejor rajemos...
La capilla y el galpón de tinglado bajo el cual descansa Mugica desde ese día, dentro de un gran nicho de ladrillos a la vista, con plaquetas recordatorias, estaban esa tarde totalmente decoradas. La gente había trabajado mucho para ese regreso. Flores, carteles, cancioneros, demostraciones de danzas populares del Paraguay y de Bolivia, murgas... Todas las expresiones se hicieron sentir para darle la tan esperada bienvenida. Un grupo de jóvenes había pintado durante toda la noche, en un paredón, una leyenda en letras negras y rojas, que recogía sus últimas palabras: "Padre Carlos: "Ahora más que nunca debemos estar junto alPueblo ".
No fue aquella la primera vez que monseñor Bergoglio puso sus pies en una villa. Lo había hecho desde su misión pastoral como jesuíta y lo siguió haciendo luego de sus ascensos dentro de la jerarquía eclesiástica pero tal muestra de cariño popular lo impresionó. Respiró profundo, miró a su alrededor y dijo lo que hacía mucho tiempo, aquellos hombres ansiaban escuchar:
–Oremos por los asesinos materiales, por los ideólogos del crimen del padre Carlos y por los silencios cómplices de gran parte de la sociedad y de la Iglesia Argentina– pidió Bergolio.
Quizás era demasiado tarde para tremenda confesión. Había muchos muertos en el medio, mucha sangre derramada de inocentes, muchos culpables sin castigo. Sin embargo, la risa y el llanto se abrazaron. Y la sangre de Mugica fluyó, viva e inmortal, entre sus fieles y pobres seguidores de la villa.

    

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