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Olga Wornat
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6. El gran jefe
El almuerzo se desarrolló en un salón del Vaticano, entre molduras doradas y
cortinados de pana roja, con pastas y buen vino italiano. El secretario de Estado,
Agostino Cassaroli, y el cardenal primado de la Argentina, Raúl Francisco Primatesta,
terminaron de definir allí los alcances que tendría la segunda visita de Juan
Pablo II a nuestro país. El arzobispo de Córdoba había viajado a Roma expresamente
para eso, acompañado por su asesor político y financiero, Hugo Franco, luego
convertido en director de Migraciones del gobierno de Carlos Menem.
El día anterior, Primatesta y Franco habían almorzado en la residencia del embajador
argentino en el Vaticano, Santiago de Estrada, quien le dijo:
–Monseñor, ¿sabe que conocí en Cracovia un lugar maravilloso donde Juan Pablo
II tuvo la premonición de que iba a ser Papa? Me contaron que cuando murió Juan
Pablo I, él sintió allí el llamado de Dios. ¡Qué lugar! Me emocionó tanto...
Primatesta le arrancó al pan una miguita, la mojó en agua y comenzó a amasarla
obsesivamente con los dos dedos, un gesto que le es habitual. No respondió y
Santiago de Estrada siguió:
–¡Qué premonición, monseñor! Dicen los que saben que los votos que le faltaron
en el 78 se los terminó de ordenar un arzobispo latinoamericano.
Primatesta continuó amasando la miguita y después de unos segundos dijo con
una media sonrisa:
–Debe ser muy importante ese cardenal, ¿no? Luego que abandonaron la embajada,
Primatesta y Hugo Franco caminaron por las callecitas de Roma y entonces éste
le dijo:
–¡Cómo me gustaría conocer a ese cardenal! Me lo tiene que presentar, debe ser
un gran poronga ¿no? Primatesta contestó:
–Debe ser... –y sonrió.
Ambos sabían de qué se trataba: aquel arzobispo latinoamericano que decidió
la elección fue el mismísimo Primatesta. Se contaba entre los 82 cardenales
que participaron de la votación para elegir a Juan Pablo II tras la inesperada
muerte de Juan Pablo I, posibilitando así la ruptura de la "rosca" romana que
siempre llevaba a un italiano a ocupar el sillón de Pedro.
–¿Su vida antes de esto, cómo era?
–Nací en Capilla del Señor, antiguo partido de Exaltación de la Cruz. En los
alrededores había una vieja capillita con una cruz. Era la parada de las carretas
que iban para Mendoza o para Córdoba. Mi familia era de inmigrantes italianos,
genoveses puros, familia de campo sencilla. Tres hermanos.
–¿Entró joven al seminario?
–Fui primero monaguillo, como se estilaba en aquellos tiempos. Fui al seminario
de La Plata cumpliendo 11 años. Y después estudié en Roma, Filosofía y Teología.
Durante la guerra volví y después estuve un tiempito en Quilmes. Después fui
profesor de Sagrada Escritura y Teología en La Plata. Luego fui a San Rafael,
en Mendoza, y más tarde a Córdoba.
–¿Cómo fue que se le despertó la vocación?
–Dios llama como y cuando uno menos lo espera. A mí me llamó, quizá, por el
hecho de haber ido de chico a la parroquia. Una vez le pregunté a un periodista
qué pensaba cuando veía una mancha en la pared. "Y seguro que hay un caño roto",
me dijo. Cuándo se rompió el caño, cómo fue, no sé. Esa mancha de humedad es
como mi vocación. Ahí estaba, ahí apareció...
–¿Sus padres le plantearon alguna oposición?
–Mi padre había muerto temprano. Yo nací en el año 30 y mi madre sufría la necesidad
de tener que mantener a la familia sola. Me acuerdo que pagaba trece pesos por
trimestre en el seminario. Pero quiero decirle que tuve mis dificultades en
la adolescencia, en mi juventud, y no entré al seminario con los ojos cerrados.
Después todas las dificultades se fueron solucionando.
–¿Nunca tuvo una crisis de fe?
–En el sentido de las exigencias sacerdotales, claro que tuve crisis en su momento.
Y Dios siempre me ayudó a superarlas. De fe, nunca he tenido crisis.
–Cuando uno entra tan joven...
–Para eso se requiere una convicción y una fe inquebrantable. Conozco las crisis
de los chicos y conozco las crisis de los grandes. Y el superior tiene que acompañar
y ayudar. Tuve muy buenos maestros. Monseñor Plaza, por ejemplo, era un maestro
excepcional.
–¿Nunca se fijó en una chica, nunca le gustó una mujer?
–Cuando estaba en cuarto grado me gustaba una chica. Cada vez que paso por una
placita que estaba cerca de la penitenciaría nacional de la avenida Las Heras,
me viene un pantallazo. Había una fiesta de colegio y una chica que me gustaba
mucho, tenía 11 años.
–Qué precoz...
–Bueno, en esa época y en todas las épocas es así. Pero nunca me animé a acercarme.
Después pasó el tiempo y apareció la mancha de humedad...
–Le habrá tocado que algunos seminaristas hayan venido a plantearle que conocieron
a una mujer...
–Lo que pasa es que cuando los muchachos recién ingresan yo hablo con ellos.
Les pregunto: ¿qué sentís cuando ves a una mujer?
¿Sentís algo? ¿ Te conmociona? Y si el muchacho me dice que no siente nada,
que no se conmociona, yo desconfío de esa vocación. Es más, pienso que no hay
vocación. Porque no es normal no sentir nada ante una mujer. ¿A qué viene al
seminario? ¿A tapar qué cosa? Es natural que los hombres nos conmocionemos al
ver a una mujer, algo nos pasa. Después, en nosotros, el amor a Dios y la espiritualidad
nos da otra cosa, sin presiones de ningún tipo.
–Quizá, si la Iglesia desistiera del celibato obligatorio, esas dudas desaparecerían.
–Yo comprendo que el celibato esté en crisis, porque el mundo cambia mucho,
pero anularlo sería un gran problema. Yo entiendo que cuando se ama a Dios,
se ama a Dios. Y eso va para los hombres y las mujeres, tiene que haber una
entrega.
Mantuve este diálogo con Primatesta en Córdoba, en la primavera de 2001, cuando
ya no era el gran "cerebro" de la Iglesia Católica argentina, sino un arzobispo
emérito. Me impresionó su postura: está enfermo, tiene muchos problemas de salud,
pero conserva una dignidad admirable. Se advierte en él a un hombre que vivió
a fondo la vida, que vio pasar muchas cosas frente a sus ojos, que fue un gran
testigo de la historia. Sin duda, nadie le quita lo bailado. Durante treinta
y tres años condujo la Iglesia de Córdoba y desde mayo 1976 hasta diciembre
de 1998, fue el Cardenal primado de la Argentina. Lo nombraron cardenal cuando
Perón acababa de asumir como presidente. Una foto de archivo los muestra a los
dos sonrientes y con los brazos abiertos, en señal de bienvenida mutua, en la
Rosada. Y es todo un símbolo: la opinión unánime de amigos y enemigos es que
el Cardenal es a la Iglesia lo que Perón al peronismo: el gran jefe. Hoy, aunque
está retirado, sigue conservando poder entre sus pares. Es consultado por todos.
Quiere mucho a Jorge Bergoglio y aunque no lo dice públicamente, sabe que es
su sucesor.
Lo nombraron arzobispo de Córdoba en 1967. Antes de eso, en La Plata, fue vicario
de monseñor Antonio Plaza, su maestro, asesor espiritual y mentor de un apodo
con el que se lo conoce en las entrañas eclesiásticas: El Pirata. En Roma le
decían Furbo, que quiere decir pirata en italiano. Su amigo, monseñor Paul Marcinkus,
lo llamaba así. Y a él no le disgusta para nada. Tiene sentido del humor, es
ácido y dueño de una fina ironía.
Habla poco y escucha y ausculta obsesivamente al que tiene enfrente. Mira fijo
a los ojos de su interlocutor. Lo pone a prueba todo el tiempo. Y sólo después
que el otro pasó los exámenes, se abre y confia. Su comunicación es acentuadamente
gestual. "Yo tengo códigos", es una de sus frases predilectas cada vez que se
refiere a sí mismo.
Nunca usa traje negro, salvo para viajar en avión a Roma. Y le caen mal los
obispos que se visten a diario de esa manera. Le encanta la sotana y se siente
cómoda con ella. La suya está muy gastada, en algunas partes tiene agujeros
y remiendos en los codos, pero no le interesa comprarse una nueva.
Detesta las pompas que rodean al cargo y retira casi con fastidio la mano si
alguien intenta besarle el anillo. Vive en Córdoba en un departamento de la
Curia, en un segundo piso, a pocas cuadras de la Catedral. Es un reducto pequeño
y austero: sala, comedor, baño y un dormitorio con cama de una plaza y un crucifijo
detrás. En la mesa de luz están las fotos de sus padres y sobre un pequeño escritorio
su máquina Olivetti, con la que contesta todas las cartas que recibe.
Es aficionado a la lectura y al cine. Admira a Santa Teresa de Jesús, autora
de sus libros de cabecera, y adora las películas inglesas de espionaje o policiales.
Le gusta comer bien, pero se cuida: el cuádruple by pass aortacoronario que
le hicieron en julio de 1996 lo obliga a no cometer excesos y a privarse de
las grasas. Eso sí: le encantan los buenos vinos tintos, que toma con moderación
en el almuerzo y la cena, especialmente desde que se enteró que un par de copas
al día son recomendables para el buen funcionamiento cardíaco. Y dicen que es
un experto catador.
Durante muchos años, una monja llamada Carmen, que según dicen todos en Córdoba
tenía videncias y estigmas –le sangraban las manos– le manejaba la agenda y
lo cuidaba mucho. Carmen era una mujer fuerte y atractiva, de gran carisma y
que tenía mucha influencia sobre el cardenal. Al punto que algunos le tenían
envidia. Le atribuían dones curativos y parapsicológicos, y más de una vez,
Carlos Menem, cuando era gobernador de La Rioja, la fue a ver a Córdoba. La
mujer vivió en el arzobispado durante años y los que conocen de cerca la historia,
le adjudican tintes románticos. Dicen que Primatesta estaba enamorado, platónicamente
enamorado de Carmen. Cuando lo vi, le pregunté por ella. Se mostró asombrado
por la pregunta y un poco nervioso:
–Carmen fue una gran amiga y compañera... –respondió.
Tenía lágrimas en los ojos. No quiso hablar más.
Muchos hablan del gran atractivo que ejercía sobre las mujeres cordobesas y
también le han adjudicado no pocos romances. Platónicos, se entiende.
Primatesta no sólo fue testigo, sino protagonista –a veces de manera principalísima–
de los sucesos vividos en la Argentina del último medio siglo. En ese lapso
fue cuatro veces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) y durante
el resto ocupó un lugar de privilegio. Puede dar testimonio de hechos fundamentales
como el Cordobazo y el retorno de Perón, la casi guerra del Beagle –que ayudó
a parar– y la de Malvinas, los baños de sangre causados por la Triple A y por
los guerrilleros de distinto signo. Vio pasar dos dictaduras militares: la llamada
Revolución Argentina y el Proceso de Reorganización Nacional. Almorzó varias
veces con el dictador Jorge Rafael Videla y cometió el pecado de no haber roto
lanzas con el régimen más sangriento de que tenga memoria el país, pero también
salvó varias vidas. Antes y después de eso vivió un cúmulo de elecciones y de
gobiernos civiles de diversos signos y tendencias: Campora, Perón, Isabel, Alfonsín,
Menem, De la Rúa, Duhalde, para citar sólo los principales.
Durante más de treinta años fue un equilibrista político en sus relaciones extraeclesiales,
pero dentro de la Iglesia operaba tanto por izquierda, con Novak, Hesayne y
De Nevares; como por derecha, con Plaza, Aramburu y Tórtolo. Un amigo lo definió
como un "esquiador profesional".
Primatesta conoció a Karol Wojtyla en Italia, durante el Sínodo de 1973. Por
entonces el arzobispo de Córdoba era presidente de una comisión y el actual
Papa era secretario. Luego, como hemos visto, lo ayudó a subir al trono de Pedro.
Pero su gran amigo fue el nuncio Pío Laghi. Se conocieron cuando él estudiaba
en Roma y desde entonces le tuvo un gran respeto. En cambio, al nuncio que lo
sucedió, Ubaldo Calabresi, lo consideraba a la altura de un pizzero napolitano.
Una fuente del Episcopado hizo la distinción: "Calabresi le consultaba casi
todo pero él no lo soportaba. Para Primatesta, Calabresi era un "chancho envaselinado",
que amaba el usufructo del poder. Primatesta ama en cambio el ejercicio del
poder", dijo.
El cardenal es básicamente conservador y enemigo de los extremos. Nunca le cayeron
bien los tercermundistas, ni tampoco los ultraconservadores. Y hoy sigue conservando
muchos contactos en Roma, incluido el propio Wojtyla, que le quedó eternamente
agradecido por su voto y tardó cuatro años para aceptarle la renuncia como arzobispo
de Córdoba y cardenal primado. Primatesta se la presentó en 1994 al cumplir
los 75 años, edad tope instrumentada por Pablo VI para participar del colegio
cardenalicio, y Juan Pablo II recién se la aceptó en 1998.
–¿Cómo recuerda los años en que llegó a Córdoba? Eran tiempos muy convulsionados...
–Sí, fueron difíciles. Creo que Córdoba fue uno de los lugares del mundo en
donde más fuertes se dieron las discusiones y los cuestionamientos a una Iglesia
antigua y una moderna. Y el Papa había elegido una Iglesia moderna, cerca de
la gente, sí que Córdoba era un hervidero. El Papa Juan XXIII fue un hombre
bueno, un hombre santo. Hizo una revolución en la Iglesia con las reformas del
Concilio II. Se creó el Movimiento para el Tercer Mundo, equivocados a tal punto
que después se disolvió. Algunos militantes católicos ingresaron a la guerrilla
y el país fue un infierno. A mí nunca me gustaron los extremos, nunca. Estaba
dicho que todo esos movimientos iban a terminar mal.
–¿Qué hizo durante la dictadura?
–Antes que nada, quiero decirle que nosotros no sabíamos qué pasaba, no sabíamos
nada, en el Episcopado. Y yo nunca fui amigo de las declaraciones públicas,
ni de tener intimidad con el poder. Hacíamos pedidos y declaraciones por escrito.
Así fue que me colocaron una bomba en el Arzobispado y la gente de Menéndez
me apodaba el "obispo Rojo". No me importó nada. Ayudé a mucha gente a salir
del país, a salvarse.
–La Iglesia pudo haber hecho mucho más, ¿no le parece?
–Nos equivocamos y mucho. Es verdad que podíamos haber hecho más, pero no sabíamos
bien qué pasaba. Iba y pedía por alguien, y me mentían. ¿Y yo qué podía hacer?
Ellos eran unos sinvergüenzas, no tenían moral. Se la pasaron mintiéndonos.
A mí no me gusta hablar de mí, pero Pío Laghi, al que después cuestionaron tanto,
personalmente sacó gente del país en el coche de la Nunciatura. Yo sé que fue
así. Se arriesgó mucho...
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Muerte anunciada
El
sábado 12 de agosto de 1978, en una cálida tarde, mientras en la Argentina se
sucedían las detenciones ilegales, en la ciudad del Vaticano unas 300.000 personas
colmaron la Plaza San Pedro. Bajando las escalinatas de la basílica había un
altar y delante de él, sobre el piso cubierto por una alfombra, un féretro de
ciprés con una Biblia encima. Ochenta y dos cardenales, entre los que se encontraba
Primatesta, le celebraron misa de cuerpo presente. El Papa Pablo VI, Giovanni
Battista Montini, que había fallecido de cáncer el 6 de agosto, fue despedido
así de este mundo con aplausos y pañuelos en alto.
Pocos días después, el 26 de agosto, el Concilio Vaticano elegía como su sucesor
a Albino Luciani, el austero patriarca de Venecia, quien asumió el domingo 3
de septiembre. Era uno de los cardenales más jóvenes, tenía apenas 65 años,
y se preanunciaba que profundizaría la renovación iniciada por Juan XXIII con
el Concilio Ecuménico II, hasta el punto de hacer una revolución en el Vaticano.
Nada de lujos. La Iglesia iba a ser reencauzada en el camino de Jesús, para
servir a los pobres. Y dada su edad, se pensó que lo haría por bastante tiempo.
No fue así.
Sorpresivamente, treinta y tres días después de haber sido elegido como el 263
sucesor de Pedro, con el nombre de Juan Pablo I –en honor a Juan el Bueno, que
lo había hecho obispo, y a Pablo VI, que lo transformó en patriarca– Luciani
murió de causas desconocidas. Tras una cena frugal, consistente en un caldo,
un bife, un plato de arvejas y un poco de ensalada, se acostó en la noche del
28 de septiembre y expiró, quizás antes de la madrugada del 29, luego de vomitar
sobre sus zapatos.
Unos días antes de que esto sucediera, el astrólogo argentino Herfais –en realidad,
Héctor Faisal, hasta hace poco asesor astral de Fujimori– se había presentado
ante la revista Siete Días, una de las publicaciones del paquete editorial Abril-Korn,
que funcionaba en la esquina de Paraguay y Leandro Alem, en Buenos Aires. Abril
y Korn habían sido compradas y fusionadas como Editorial Crea por Celulosa Argentina,
que se asoció para esto con la poderosa Rizzoli-Corsera, de Italia, cuyo 42
por ciento de acciones pertenecía ya por entonces al banquero Roberto Calvi,
presidente del Banco Ambrosiano y miembro de la logia masónica fascista Propaganda
Due, tema en el que nos explayaremos en el Capítulo 12.
Herfais peleaba por desbancar a Horangel –apócope de Horacio y Angela Groba–
en el negocio de los anuarios astrológicos, y procuraba que alguien le hiciera
una nota que ayudara a vender su libro de predicciones del año 1979, próximo
a salir. Le encomendaron a Ana María Bertolini, redactora especial de la revista,
que lo atendiera. La periodista, que creía en muy pocas cosas y para nada en
la astrología, lo escuchó y le dijo:
–Mire, a menos que usted prediga algo muy gordo, la guerra atómica, la muerte
del nuevo Papa, no veo ningún justificativo para hacerle una nota.
Fue entonces que Herfais respondió:
–Juan Pablo I está en peligro de muerte. Va a ser envenenado, porque su carta
natal tiene una fuerte aflicción de Neptuno.
–No me joda.
–Se lo aseguro. Neptuno es un planeta que se relaciona con las drogas, el gas,
los venenos, las estafas y los engaños. Marte y Urano, además, se confabulan
para que el hecho sea repentino, inesperado. El nació con Neptuno en Cáncer,
un signo que gobierna al estómago. Es probable que su muerte guarde vinculación
con ese órgano. Sucederá en una semana o dos.
La periodista tuvo la impresión de estar hablando con un extraterrestre que
decía cosas en esperanto, pero igual decidió hacerle el reportaje a condición
de que repitiera con lujos de detalles lo de la presunta muerte del Papa debida
a un supuesto envenenamiento, únicos datos que había logrado asir de esa parafernalia
de astros, signos y personajes mitológicos. Herfais se arriesgaba a quedar como
un charlatán si no sucedía nada, pero si en verdad alguien intentaba envenenar
al Papa, la noticia daría la vuelta al mundo. Escribió la nota, que se acompañaba
con la carta natal de Luciani, nacido un 17 de octubre de 1912, y se la presentó
al secretario de redacción, Gerardo Heidel, quien la aprobó para que fuera publicada
esa misma semana. Sin embargo, como suele suceder en las redacciones, una noticia
de actualidad cubrió el espacio destinado al reportaje a Herfais, o por lo menos
ése fue el argumento que le dieron a Ana.
–Flaca, lo del Papa lo publicamos en el número que viene –dijo Heidel. En el
ínterin, Juan Pablo I murió.
–¿Yahora quién nos va a creer que nosotros sabíamos diez días antes que esto
iba a suceder?–le recriminó Ana. La nota nunca se publicó, pero provocó una
profunda conmoción entre quienes, dentro de la redacción de Siete Días, habían
alcanzado a leerla. Con el tiempo, Ana se puso a estudiar astrología, algo que
sigue constituyendo la pasión de su vida, y hoy, con la autoridad que le dan
años de investigación acerca de la influencia de los planetas sobre el comportamiento
y el destino de las personas, ella también asegura:
–Heríais tenía razón: Juan Pablo I fue envenenado.
No es la única que cree eso. El investigador inglés David A. Yallop indagó en
los misterios, aunque ya no astrológicos, que rodearon la muerte de Albino Luciani
y la vinculó con la campaña contra la corrupción que lanzó el Papa durante su
corto mandato. Alegó a la conclusión de que había sido asesinado. ¿Por quién?
¿Para qué? En su libro ¿Por voluntad de Dios?, Yallop señaló a seis hombres
que en 1978 podían haberse beneficiado con esa muerte: el cardenal Jean Villot;
el banquero Roberto Calvi; el cardenal John Cody; el empresario Michel Sindona;
el obispo Paul Marcinkus; y el "venerable" Licio Gelli, capo de la Logia P2.
Los cuatro primeros ya murieron: Villot y Cody de muerte natural, Calvi colgado
de un puente y Sindona envenenado en la cárcel. El "venerable" está en Ginebra.
Y Marcinkus, el ex banquero del Vaticano, luego de una época en la que no podía
abandonar el Vaticano porque la justicia italiana le había dictado la captura,
fue trasladado a Massachuset, Estados Unidos. En los tiempos en que tenía a
la Interpol detrás, Marcinkus salía del Vaticano disfrazado y se iba a comer
a los exquisitos restaurantes cercanos a la Plaza de San Pedro, "Quatro Formaggio",
por ejemplo, en compañía de su amigo, el cardenal primado de la Argentina, Raúl
Primatesta, que lo visitaba con frecuencia.
–Había que verlo a Marcinkus de sombrero negro de la ancha, barba postiza y
envuelto en una capa negra para que no lo reconocieran... –dicen fuentes vaticanas.
Su amigo se salvó de ir a prisión porque la Santa Sede accedió a pagar los trescientos
millones de dólares que se le reclamaban a la Iglesia por su participación en
los oscuros negocios del Banco Ambrosiano, del que Calvi era presidente.
¿Qué asidero tiene lo que dice Yallop acerca del asesinato del Papa? Hay que
reseñar en su favor una impresionante escalada de aciertos: en su primer libro,
titulado Para alentar a los otros, obligó al gobierno británico a reabrir el
caso de asesinato Graug-Bentley, que se había considerado resuelto y cerrado
veinte años antes; con el segundo, El día que cesaron las risas, aclaró un asesinato
que había quedado sin resolver durante medio siglo; el tercero, ¿Más allá de
toda duda razonable?, condujo a la liberación de un inocente condenado a perpetua
por doble asesinato y al que debieron indemnizar con un millón de dólares; y
el cuarto, Líbranos de todo mal, condujo a la cárcel al camionero Peter Sutcliffe,
el descuartizador de Yorkshire. ¿Por voluntad de Dios? fue escrito en 1984 y
hasta ahora nadie marchó preso por el crimen de Albino Luciani, pero... ni la
Iglesia se lo refutó.
Si algo distinguía al papa Luciani era su tremenda humildad y su alegría. Era
capaz de bromear sobre sí mismo o sobre los cardenales que lo eligieron: "Que
Dios los perdone por el pecado de haberme elegido... ", les dijo cerrándoles
un ojo. Pero tenía la firme convicción de llevar adelante una nueva era en la
Iglesia católica: "Nuestro esfuerzo no faltará", prometió.
Fue también el primer Papa con nombre compuesto: "No tengo la sabiduría de corazón
del Papa Juan ni la cultura y la preparación del Papa Pablo, pero estoy en el
lugar de ellos. Debo servir a la Iglesia. Espero que todos me ayuden en sus
oraciones". Y el primero en no ceñirse a la costumbre de almorzar solo tras
la ceremonia de asunción, algo impuesto para no tener que dar la visión pantagruélica
de un enorme banquete, pero él salió a los pasillos en busca de cuanto cardenal
deambulara por allí y lo invitó a la mesa. Uno de esos comensales fue Primatesta.
"¡Miren si voy a comer solo...!" –dijo divertido. Por fin, fue también el único
que renunció a la tiara, esa pesada y rica corona de piedras preciosas que obliga
a los papas a andar con la cabeza gacha como pidiendo perdón por tanto oropel.
Tamaño gesto de humildad conmovió a todos.
Ya como patriarca de Venecia, había ordenado que todos los templos que estaban
bajo su jurisdicción vendieran cuanto oro tuvieran , incluidas tiaras y diademas,
y cedieran el dinero conseguido al centro Don Orione de minusválidos. También
puso a la venta la cruz y la cadena de oro que habían pertenecido a Pío XII
y que el papa Juan XIII le había regalado al nombrarlo obispo; y otra valiosa
cruz y el anillo, que eran de Juan XXIII, y que Pablo VI le había obsequiado
cuando visitó Venecia en 1972.
Según Yallop, Juan Pablo I prometía un aggiornamiento mayúsculo de la Iglesia,
hasta aceptar la píldora anticonceptiva, entre otros métodos, para controlar
la natalidad.
En 1963, una comisión de 68 miembros, conformada por laicos católicos, curas,
abogados, médicos y teólogos –que había sido convocada por Pablo VI para que
lo asesorara sobre la posición de la Iglesia al respecto– había producido un
informe que por 64 votos contra 4 aprobaba el uso de la píldora como anticonceptivo.
"La banda de los cuatro" como los llamó Yallop, se oponía sin haber logrado
citar a su favor un sólo párrafo de las Escrituras, ni de la ley natural, que
contrariara la decisión mayoritaria; sólo unos edictos papales coincidían en
condenar el control de la natalidad. Mientras tanto, en pleno auge de la liberación
sexual, millones de mujeres católicas esperaban que alguien les respondiera
que no estaban en pecado mortal por tomar la píldora de progesterona que acababa
de aparecer.
Pero Pablo VI se tomó su tiempo. Leyó el informe de la mayoría y también el
de los irreductibles, y resolvió consultar con las diversas regiones de Italia,
incluida Venecia. Luciani, que por entonces aún no era patriarca, fue elegido
para elaborar el informe de los obispos del Véneto, porque conocía el tema en
profundidad, había dado varias conferencias, consultado a muchos especialistas
y, sobre todo, auscultado los problemas de subsistencia que tenían las familias
pobres, inclusive la suya, ya que su hermano tenía diez hijos. Según Yallop,
Luciani recomendó al Papa que la Iglesia católica aprobara el uso de la píldora
anticonceptiva que había desarrollado el profesor Pincus: "Esta píldora –decía
el informe– debería convertirse en la píldora católica para controlar la natalidad".
El investigador sostiene que Pablo VI tuvo palabras elogiosas sobre ese informe
y que llegado el momento lo nombró patriarca de Venecia.
Nadie sabe qué torció la voluntad de Pablo VI, sin embargo. Su encíclica Humanae
vitae, publicada el 25 de julio de 1968, con una demora de cinco años, declaró
que los únicos métodos considerados válidos eran la abstinencia y el rítmico,
lo que increíblemente sigue vigente hasta hoy –en pleno siglo XXI– y sólo ha
conseguido que un número cada vez más creciente de católicos desconozcan esa
ley y usen la píldora, el diu y el preservativo, porque no es cuestión que por
voluntad del Papa uno se muera de Sida o dé más hambrientos al mundo.
Como secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Villot había tenido acceso
al informe del Véneto y se había mostrado muy contrariado, ya que no compartía
en absoluto semejante liberalidad. Cuando Luciani ascendió al papado, la contrariedad
se convirtió en alarma. Según Yallop, "menos de doce horas antes de morir Luciani
le había comunicado a Villot que iba a ser sustituido de inmediato por (Giovanni)
Benelli. Ahora, con la muerte del papa, Villot no sólo se aseguraba de que permanecería
en el cargo hasta que se eligiera sucesor, sino que asumía de nuevo el papel
de camarlengo, lo que le colocaba temporalmente al frente de la Iglesia".
Como secretario de Estado, Villot también sabía que el cardenal John Cody y
el obispo Paul Marcinkus iban a ser destituidos por Luciani, quien había manifestado
que no movería un dedo para evitar que fuesen a prisión. La destitución de Cody
era reclamada desde hacía años por religiosos y laicos de Chicago, por sus turbios
manejos financieros, ya que no había forma de hacerle rendir cuentas acerca
del destino de los millones de dólares que anualmente ingresaban a esa poderosa
arquidiócesis, y que no iban precisamente a los pobres. Lo de Marcinkus era
todavía peor: era titular de Istituto per le Opere di Religioni (IOR) del Vaticano
y estaba estrechamente vinculado al tráfico de divisas, a la banca offshore
y al lavado de dinero de la maffia, a través de Sindona, Calvi y Gelli, todos
de la Logia P2, quienes eran sus socios.
¿Cómo mataron a Juan Pablo I? Yallop esboza la teoría del digital, entre más
de doscientas drogas probables, porque es insípida e inodora, y puede ser agregada
al agua, a la sopa o a cualquier alimento sin que nadie se dé cuenta. En apariencia,
la persona da la impresión de haberse muerto de un paro cardíaco. La muerte
se produce dentro de las seis horas de ingerida. Quien lo hizo previo que Juan
Pablo I estuviese ya acostado cuando eso sucediera. Yallop cuenta:
"A las cuatro y media de la mañana del viernes 29 de septiembre, la hermana
Vicenza llevó un café al estudio del Papa, como era lo habitual. Unos instantes
después la hermana golpeó la puerta del dormitorio del Papa y llamó: "Buenos
días, santo padre". Por un vez no obtuvo respuesta. (...) La hermana Vicenza
trabajaba con Luciano desde 1959, cuando éste era obispo de Vtttorio Véneto.
Ni una sola vez en dieciocho años se había quedado dormido. (...) Por el resquicio
de la puerta salía una línea de luz (...) Cuando por fin la hermana abrió la
puerta, vio a Albino Luciani sentado en la cama. Llevaba puestas las gafas y
sus manos sujetaban unas hojas de papel. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha
y entre sus labios separados asomaban sus dientes. Sin embargo, no se trataba
de la cara sonriente que tanta impresión causaba entre las muchedumbres. No
era una sonrisa lo que mostraba el rostro de Luciani, sino una expresión indudable
de agonía.
Mientras Luciani era elegido Papa, y moría, en la Argentina el llamado Proceso
de Reorganización Nacional (PRN) hacía estragos. Se protagonizaban secuestros,
había miles de desaparecidos, los centros clandestinos de detención y tortura
se contaban por centenares.
A Jorge Rafael Videla, presidente de facto, le aconsejaron no ir a la asunción
de Juan Pablo I porque tendría que dar explicaciones a la prensa europea, en
un momento en que la imagen exterior del gobierno era pésima, pero fue igual.
"Vine a dar la cara por la Argentina", dijo, y tuvo razón porque en todas las
entrevistas fue infaltable el tema de los derechos humanos. Se la banco porque
lo que le interesaba era ejercer una diplomacia cara a cara con el Vaticano,
que no pudo ser, al menos no con Albino Luciani. Nunca imaginó que el Papa iría
a morir tan pronto. Él no consultaba con astrólogos.
Tampoco había tenido suerte con Pablo VI. En septiembre de 1976, al recibir
las cartas credenciales del embajador argentino Santiago de Estrada, este Papa
le exigió al gobierno de la dictadura que diera una "explicación adecuada" del
asesinato de cinco sacerdotes y seminaristas palotinos, sucedido en la parroquia
de San Patricio, en el barrio de Belgrano; y del secuestro y muerte de otros
dos sacerdotes en La Rioja, que se sumaban al "accidente" mortal sufrido en
la ruta por monseñor Angelelli.
El 29 de septiembre Videla se vio precisado a ofrecer un almuerzo a las autoridades
del Episcopado argentino, cuyo titular, el cardenal Primatesta, ya le había
hecho saber también su "inquietud y desasosiego" por aquellos crímenes en un
encuentro previo con la junta militar. Esta vez la mesa incluyó a los representantes
de los restantes credos, ya que la Daia, especialmente, había denunciado que
miembros de su colectividad venían siendo víctimas de atentados terroristas,
se quejaba de que proliferaba literatura de corte nazi fascista en el país y
no había cesado en demandar la liberación de Jacobo Timerman, preso dilecto
del general Ramón Camps.
Sin duda, en un momento en que el Parlamento no funcionaba y en el que los partidos
políticos y los sindicatos habían sido condenados a receso forzoso, las opiniones
que se vertían desde los pulpitos adquirían particular importancia. Virtualmente
todos los domingos, curas, obispos y arzobispos comentaban ante miles de fieles
las alternativas que vivía el país. En líneas generales esas opiniones tendían
a respaldar el proceso que se estaba llevando a cabo, pero al mismo tiempo se
formulaban comentarios críticos, que pasaban por la violencia y la retracción
económica que soportaba la ciudadanía, y también los hombres de la propia Iglesia.
En la mesa con Videla se sentaron el gran imán sheik Ahmed Abo-El Ola Jalil,
supremo sacerdote islámico; el gran rabino Salomón Benhaumu Anidjar; monseñor
Timoteo Negropontis, de la Iglesia Ortodoxa Griega; Platón Udovenko y Athanasios
Martos, ambos obispos de la Iglesia Ortodoxa Rusa; los archimandritas Juan Abud,
por la Iglesia Ortodoxa de Antioquía, y Kissag Mouradian, por la Iglesia de
Armenia; el reverendo Ricardo Stanley Cutt, por la Iglesia Anglicana; el pastor
Gabriel Baccaro, por la Federación de Iglesias Evangélicas de la Argentina;
el arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu; y monseñor Raúl Primatesta,
por la CEA. A este último le tocó bendecir los alimentos: budín tricolor, turbante
de pejerrey y omelet surprise. Al rabino se le ofreció otro menú preparado según
su rito, celosamente cumplido a través del sellado de los platos. A Videla sólo
lo acompañó el secretario General de la presidencia, José Villarreal. Por supuesto,
se convocó a toda la prensa extranjera para que fotografiara y diera testimonio
del cónclave, único en su género, según contaron.
Al salir, Primatesta afirmó: "Ha sido una reunión muy cordial, muy clara. Diría
más: se apartó de lo protocolar para ser fraternal. Hablamos sobre problemas
generales". El gran rabino dijo estar "congratulado "por haber compartido la
mesa con Videla y monseñor Negropontis aseguró que "observamos con alegría que
el gobierno esté trabajando sistemáticamente por un futuro mejor con paz y seguridad
para todos. Coincidimos con esto porque los miembros de mi comunidad somos trabajadores
y amamos la paz, la disciplina y el orden ". Afuera, claro está, la Argentina
sangraba.
No fue aquella la única vez que Primatesta comió con Videla, por el contrario,
encabezó numerosísimos almuerzos con los capitostes de la dictadura y muy pocas
veces dijo de qué se había hablado, pero era notorio el interés del dictador
por lograr que la Iglesia no le pateara el tablero, al margen de lo que pensara
Primatesta en la intimidad. Por el otro lado, pese a contar con información
privilegiada sobre la sistemática violación a los derechos humanos, Primatesta
privilegió el diálogo antes que la denuncia pública, algo que sus críticos le
achacan hasta hoy.
Manga de zurdos
El tercer concilio de la Iglesia de América Latina iba a desarrollarse en Puebla,
México, entre el 11 y el 28 de octubre de 1978, pero fue interrumpido por la
muerte del Papa Luciani. Juan Pablo II debió decidir sobre la oportunidad de
su realización, a poco de asumir. Trescientos cincuenta millones de habitantes,
novecientos obispos –el tercio del episcopado mundial– reagrupados en veintidós
conferencias episcopales, y una enorme y creciente cantidad de comunidades de
base, catequistas, religiosos o laicos constituidos en pastores de la palabra,
que irían a deliberar sobre el "Presente y el futuro de la evangelización en
América Latina", daban cuenta de su importancia. La anterior conferencia episcopal
había tenido lugar diez años antes en Medellín, Colombia, y la de Puebla se
proponía retomar los temas debatidos anteriormente y asumir nuevos compromisos
sobre la inspiración del Evangelio de Jesucristo.
Juan Pablo II no perdió el tiempo y ordenó que se hiciese de inmediato. Fue
al comenzar el verano de 1979. Y el Papa polaco – un viajero incansable, como
lo demostraría de allí en más– marchó para allá, suscitándole un problema mayúsculo
al PRI, el partido supuestamente de izquierda que gobernó ese país por más de
treinta años, ya que en México existía la prohibición de dar oficios religiosos
fuera de los templos, y con Wojtyla allí no iba a haber forma de hacer entrar
a todos en un lugar cerrado. En tanto, desde Argentina, la gente del Opus Dei
y los círculos allegados a las Fuerzas Armadas, que dueños del país habían desatado
la más terrible dictadura de la que se tenga memoria en la Argentina, le atribuían
a Puebla el calificativo de "manga de zurdos".
Uno de los prelados que participó activamente en las Reuniones del Episcopado
realizado en México fue monseñor Eduardo Pironio, compañero de Primatesta, a
quien Alfonsín quiso, sin conseguirlo, traer de Roma para tenerlo como arzobispo
de Buenos Aires, ya que se contaba entre los muy pocos cardenales progresistas.
En los años setenta, durante la dictadura militar, Pironio era obispo de Mar
del Plata. Una bomba en la parroquia mató a Marta María Maggi, decana de Ciencias
Humanas de la Universidad Católica. Pironio quiso entonces que el Episcopado
denunciara las incipientes matanzas, pero varios obispos respondieron golpeando
la mesa con sus manos para no dejarlo hablar. El papa Pablo VI decidió que era
conveniente alejar a su amigo de la Argentina y lo llevó a Roma. Fue así como
Pironio se salvó de seguir el camino de moseñor Angelelli.
En un reportaje que la revista Familia Cristiana le hizo a Pironio poco después
de la conferencia de Puebla, éste sostuvo que si bien "los religiosos optan
por Jesucristo pobre, que se manifiesta, se encarna en los más necesitados (...)
no se trata de un liderazgo social o político, sino que es a partir de un compromiso
evangélico y de un verdadero testimonio de Jesucristo".
"O sea que la opción por los más necesitados no es revolucionaria, no es clasista,
subversiva ni agresiva, sino que es vivir a fondo el espíritu de las Bienaventuranzas
y el espíritu de la pobreza –explicó–. Ya no se trata de predicar las Bienaventuranzas
un poco en el aire. Se trata de ver qué significa tener hambre y sed de justicia
aquí. Ser constructores de paz aquí. Encamar el sentido del Evangelio aquí."
Precisamente, el "progresismo" de Puebla consistió en comprender que la Iglesia
es el Pueblo de Dios en marcha, que va peregrinando en la historia del mundo
hacia el Reino de Dios y que esa imagen pone necesariamente el acento en un
conjunto histórico, dinámico, que transita en suelo y tiempo de hombres, y exige
un compromiso.
Los religiosos y religiosas, que forman legión en América latina, son el sector
más numeroso de la Iglesia activa y militante del continente y también el más
comprometido y solidario con los gozos y esperanzas de sus pueblos, y en su
mayoría han hecho su opción por los pobres. El acercamiento que tienen con los
más necesitados es mucho más franco y cotidiano que en otras latitudes, simplemente
porque ésa y no otra es la realidad con la que conviven. Por supuesto, hay ciertos
niveles de confrontación con las jerarquías, de común más alejadas de la miseria.
Pero en Puebla se entendió que eran superables mediante la práctica del pluralismo.
Como se lee en uno de sus documentos de trabajo, la Iglesia exige "oración que
conduzca a comprometerse en la vida real y vivencia de la realidad que exija
momentos fuertes de oración". Estigmatizarlos como "manga de zurdos" fue una
simplificación de mentes cerradas a la evangelización.
En febrero de 1979, la III Conferencia Episcopal de Puebla de los Angeles dio
a conocer su mensaje a la Iglesia Latinoamericana, que en parte fue un sonoro
cachetazo al primer mundo y un llamado de atención a esa parte de la Iglesia
llena de oropeles y tan lejana a Jesucristo. Algunos de sus párrafos esenciales
fueron éstos:
"Un hombre que lucha y sufre y a veces desespera, no se desanima jamás, y sobre
todo quiere vivir el sentido de su filiación divina. Por eso se empeña en que
sean reconocidos sus derechos, que la vida no le resulte una especie de abominación
y que la naturaleza, obra de Dios, no sea devastada contra sus legítimas aspiraciones."
"Hermanos, no os impresionéis con las noticias de que el episcopado está dividido.
Hay diferencias de mentalidades y de opiniones, pero vivimos en verdad el principio
de la colegialidad, complementándonos unos a los otros, según las capacidades
concedidas por Dios. Y solamente así podremos enfrentar el gran desafio de la
evangelización en el presente y el futuro de América Latina (...)"
"Sin duda falta mucho por hacer para que la Iglesia se muestre más unida y solidaria.
El temor al marxismo impide a muchos enfrentar la realidad opresiva del capitalismo
liberal. Se puede decir que, ante el peligro de un sistema de pecado, se olvida
de denunciar y combatir la realidad implantada de otro sistema de pecado. Es
preciso dar toda la atención a éste, sin olvidar las formas históricas del marxismo,
ateas y violentas (...)"
"Os invitamos a ser los constructores abnegados de la "civilización del amor"
(Pablo VI) inspirada en la palabra, la vida y en la acción plena en Cristo,
o basada en la justicia, la verdad y la libertad (...)
"Una civilización de amor repudia la violencia, el egoísmo, el desperdicio,
la exploración de los desatinos morales (...)"
"Exige a los hombres, por los argumentos más evidentes, que las violencias físicas
y morales, las manipulaciones del dinero, las exageraciones del sexo, la violación
de los preceptos del Señor, no sean practicados, porque todo aquello que afecta
la dignidad del hombre hiere, de algún modo, al propio Dios (...)"
"Una civilización de amor repele la subordinación y la dependencia perjudicial
de la dignidad de América Latina. No aceptamos una condición de satélite de
ningún país del mundo, ni tampoco de sus propias ideologías. Queremos vivir
fraternalmente con todos, porque repudiamos los nacionalismos estrechos e irreductibles.
Pero ya es tiempo de avisaros, en cuanto a América Latina a los países desarrollados,
que no nos movilicen, no obstaculicen nuestro desarrollo, no nos exploten, sino
que por el contrario nos ayuden, con ánimo superior, a vencer las barreras de
nuestro subdesarrollo, respetando nuestra cultura, nuestros principios, nuestra
identidad, nuestras potencialidades naturales. Dentro de ese espíritu creceremos
juntos como hermanos, miembros de la misma familia universal."
De regreso, el 25 de mayo de 1979, el reverendo Sean O'Malley, vicario episcopal
de la Catedral de San Mateo de Washington, dijo en su homilía que "en Puebla,
cuando cesó el trueno de las vivas por la visita del Papa, se escuchó el llanto
y rechinar de dientes de las Madres (de Plaza de Mayo) que habían acudido a
la asamblea de pastores (...) El sufrimiento de familiares de personas desaparecidas
es un escándalo que requiere que el gobierno argentino actúe enseguida para
descubrir la suerte de los desaparecidos y asegurar las garantías constitucionales
para cada ciudadano".
De vuelta, aquí en la Argentina, si algún obispo dijo algo semejante, no se
lo publicaron.
El juego de la guerra
Muy lejos de la civilización del amor o del crecer juntos como hermanos, y por
el contrario, cebados por su éxito contra los Montoneros y el Ejército Revolucionario
del Pueblo (ERP), a algunos militares argentinos se les había ocurrido por 1978
jugar a la guerra con Chile en busca de un bronce imposible, como se corroboró
unos años después, en nuestra confrontación contra el imperio británico. Si
Malvinas, en 1982, fue la obra de un general borracho que creía que las guerras
se ganaban con "diez mil calzoncillos largos y diez mil borceguíes" (Galtieri
dixit) la que se insinuaba con Chile en 1978 por el canal de Beagle, era propiciada
entre otros por un almirante aprendiz de Goébbels que soñaba con llegar a presidente,
desafiando el estigma "gorila" que pesaba sobre sus charretillas.
Lo había intentado todo para conseguir el apoyo de las multitudes, desde un
romance con Isabelita presa en El Messidor, hasta la creación de un movimiento
político propio. Pero como bien había dicho Perón: "Este muchacho tomó el tren
equivocado, debía haberse subido al que va al Colegio Militar". La única que
le quedaba al entonces almirante Emilio Eduardo Massera era hacerle la guerra
a Chile, a condición de triunfar.
Pero al muy "católico" de Videla, eso no sólo no lo convencía, tampoco le convenía.
Él también veía que la lucha armada contra la subversión ya estaba ganada. Con
ese objetivo cumplido, hacía falta entonces darle al Proceso una salida política,
pero ni ahí que se la regalaría a Massera. Si el Proceso iba a tener un heredero
que ganara las elecciones, sería un hombre de chaqueta verde oliva y no azul.
El general Villarreal había ideado un plan que entusiasmaba a Videla: una incorporción
paulatina de los civiles al gobierno, aprovechando las simpatías surgidas de
los buenos resultados del Mundial de fútbol, consistente en una apertura gradual
con elecciones escalonadas, que comenzarían por los municipios hasta culminar
con las presidenciales.
La cuestión límitrofe con Chile, un país arrinconado entre el océano Pacífico
y los Andes, era un problema de nunca acabar –los vecinos pujarían siempre por
traspasar la cordillera– pero jamás se había ido a la guerra para ponerle fin.
Si en 1847 Chile se declaró con total desparpajo dueño de todo el estrecho de
Magallanes y de Tierra del Fuego, para 1876, su gobierno decía estar en posesión
de toda la Patagonia, desde la cordillera al Atlántico, al sur del río Negro.
Sin embargo, todas las cuestiones habían sido subordinadas pacíficamente a arbitrajes
y pactos, y solucionadas.
Así fueron resueltas las querellas por la Puna de Atacama, el hito de San Francisco,
los potreros de Mendoza, los valles de la Patagonia, el estrecho de Magallanes,
el seno de la Última Esperanza y el cabo Espíritu Santo. Sin embargo, entrado
el siglo XX el conflicto por el canal de Beagle y la soberanía sobre tres islotes
al sur de Tierra del Fuego, había quedado pendiente y sin vías de solución,
sobre todo porque el tema tenía su influencia respecto a los reclamos de ambos
países sobre su sector antartico, y porque había en juego una porción del océano
Atlántico.
En julio de 1971, durante el tercer round del régimen de la llamada Revolución
Argentina, esto es, en la gestión del general Alejandro Agustín Lanusse, había
sido firmado en el Reino Unido un acuerdo entre los dos países para un arbitraje
internacional por el Beagle. La reina británica Isabel II entregó el 2 de mayo
de 1977 a los diplomáticos de Argentina y Chile el fallo del tribunal, que fue
constituido por cinco jueces de otras tantas naciones: Inglaterra, Estados Unidos,
Francia, Suecia y Nigeria. El resultado del laudo resultó contrario a los intereses
de la Argentina: le concedía a Chile las tres islas reclamadas –Nueva, Picton
y Lennox– el Cabo de Hornos y además una proyección sobre el Atlántico que ni
siquiera había pedido; y daba nueve meses de plazo para instrumentarlo. En Argentina
se empezó a hacer correr la voz de que el veredicto era un cobro de facturas
de Londres por nuestro reclamo de soberanía sobre Malvinas y se pensó que el
gobierno británico tenía algún tipo de arreglo con el dictador Augusto Pinochet
respecto a la Antártida, o bien para tenerlo de amigo estratégico en el sur,
algo que se comprobó luego, durante la guerra por las islas. Entonces Chile
se cobró la factura del Beagle, sirviendo de espía a los británicos.
Hacia la Navidad de 1978, una guerra de consideraciones estuvo a punto de estallar
entre Argentina y el país vecino. Desde la Armada, por los motivos apuntados,
la fogoneaba Massera por medio del comandante Armando Lambruschini, ya que aquel
había pasado a retiro en septiembre; y por el lado del Ejército, se perfilaban
como halcones cuatro jefes. Guillermo "Pajarito" Suárez Masón, al frente del
I Cuerpo con asiento en Buenos Aires era uno de ellos. José Antonio Vaquero,
del V Cuerpo con asiento en la Patagonia, y el sanguinario general Ramón Camps,
por entonces jefe de la policía bonaerense y luego sucesor de Suárez Masón en
el I Cuerpo, también eran de la partida de los duros. El cuarto era el inefable
Luciano Benjamín Menéndez, del III Cuerpo con asiento en Córdoba. Éste era tan
de derecha que, haciendo un juego de palabras con el apellido Primatesta, se
había permitido bautizar al arzobispo como "Testa roja", porque sin duda, desde
su óptica, hasta el más conservador era un zurdo. Primatesta nunca se llevó
bien con los titulares del III Cuerpo. En julio de 1971, bajo el gobierno militar
de la Revolución Argentina, casi marchó preso. Sucedió que un centenar y medio
de cristianos, en representación de los diecisiete barrios más pobres de Córdoba,
fueron al Arzobispado un viernes por la noche a interesar a Primatesta en la
situación creada por el alza de los precios. Había entre los visitantes mujeres
y niños, hombres sin trabajo, religiosas y curas, algunos del Movimento de Sacerdotes
para el Tercer Mundo, que hacían su apostolado en esos sectores marginales.
Primatesta estaba en antecedentes de que vendrían y los recibió de buen grado,
abriendo las puertas del Arzobispado. En los balcones algunos de ellos se hacían
ver con carteles que decían: "Como pobres, como pueblo, como Iglesia, gritamos
nuestra hambre". En otro se leía: "Un general gana 500.000 pesos por mes y un
obrero 40.000". El resultado fue que el comandante del III Cuerpo del Ejército,
Alcides López Aufranc –el famoso "Zorro de las Pampas" del enfrentamiento entre
Azules y Colorados de 1962– interpretó que se trataba de un hecho subversivo
y dirigió personalmente un rápido y espectacular operativo represivo, mientras
Primatesta gritaba a voz en cuello: "Juro que yo no llamé a la policía", lo
cual era muy cierto. En el comunicado del comando se aseguraba que el Arzobispado
había sido "ocupado" por "sacerdotes que pertenecen al movimiento político del
Tercer Mundo". Ocurría que unos días antes, en Carlos Paz, los curas de MSTM
se habían reunido para ratificar su repudio al Gran Acuerdo nacional y a las
estructuras vigentes. Primatesta salió y le exigió a López Aufranc que se retirara,
pero éste no le hizo caso y comenzó a desalojar y detener a la gente. Hombres,
mujeres, monjas, curas y hasta un niño de 11 años, sobrino del obispo de Catamarca,
monseñor Torres Frías, fueron subidos a camiones del Ejército y conducidos a
la comisaría. "Monseñor, usted va a padecer los efectos de los gases", le alertó
el general, cuando Primatesta quiso volver a entrar al Arzobispado. "Esta es
mi casa y yo también quiero padecer la acción de los gases", le respondió. Una
vez adentro, el arzobispo les explicó a sus visitantes que si no salían iban
a sacarlos por la fuerza. "Vamos detenidos. Si nuestro delito es ser pobres,
lo haremos gustosos como testimonio de cristianos", accedieron. "¿Quieren que
los acompañe?", preguntó Primatesta. "¡Monseñor, usted no!", exclamó el cura
Acha. Primatesta miró a D'Antona, su vicario, y le dijo: "Si querés ir vos,
te lo pido". "Sí, quiero ir", respondió y abrió de par en par la puerta para
que salieran los manifestantes. Luego, en la comisaría, le dijeron que se fuera,
pero el vicario se negó y entonces le hicieron firmar un documento que decía:
"Conste que monseñor Felipe D'Antona no ha sido detenido, sino que él se considera
auto detenido por estar consustanciado con este movimiento de protesta". Se
esperaba, después de tan desmesurado episodio, que Primatesta pidiera la excomunión
de los represores; después de todo, en 1955, por un hecho mucho menor como fue
la detención y expulsión de los obispos Tato y Novoa, Perón fue excomulgado.
Pero no sucedió nada parecido. Tampoco hubo desapariciones, porque en aquel
tiempo no se las hacía. Lo único que pasó fue que de ahí en adelante, mientras
el "Zorro de las Pampas"estuvo como comandante del III Cuerpo, Primatesta se
abstuvo de concurrir a ningún acto oficial.
Videla prefería otras vías menos duras que las de Suárez Masón, Vaquero, Menéndez
o Camps para solucionar el conflicto por el Beagle y se reunió dos veces con
Pinochet para tratar de llegar a un arreglo. Fuera de la guerra había tres posibilidades:
la Corte Internacional de La Haya, la mediación de algún país neutral, o un
arreglo bilateral, y Videla se inclinaba por esto último. Una de esas reuniones
tuvo lugar en Plumerillo, Mendoza, el 19 de enero de 1978; y la otra un mes
después, en Puerto Montt, Chile, el 20 de febrero. En la primera Pinochet se
mostró dispuesto a cederle algo a la Argentina, si no aquellas islas, sí una
divisoria que a partir de las 12 millas al oeste de la isla Nueva, descendía
tocando las islas Evout y Barnevelt –constituidos en hitos de tierra– tocaba
el Cabo de Hornos y aparentemente seguía en línea recta hacia el sur, sobre
ese meridiano.
En El último de facto, su autor y protagonista, el general Reynaldo Bignone,
cuenta que en esa ocasión Pinochet dibujó un garabato que pretendía ser un mapa
con un proyecto de línea divisoria entre los dos países, que pasaba por la isla
Nueva, descendía por Evout y Barnevelt, donde tocaba tierra, y de allí bajaba
directamente 200 millas hacia el sur, sin tocar el Cabo de Hornos. Dice Bignone:
"Según el relato de Videla, mientras Pinochet dibujaba, él le dijo cuando estaba
apoyando el lápiz en Barnevelt:
"–Doble al oeste, hasta el cabo de Hornos...
"Con una sonrisa, el otro continuó el trazado que tenía pensado, mientras le
explicaba:
"–Si le hago caso a usted, cuando vuelvo a Santiago me derrocan."
Según Bignone, ese gráfico no tuvo valor jurídico pero sí importancia política
ya que "el cardenal Samoré lo tuvo en cuenta. Conviene retener el dato dado
que, dentro de las posiciones chilenas, también es lo más parecido a la propuesta
papal".
El caso fue que en la reunión del 20 de febrero, el dictador trasandino se despachó
con un encendido discurso –pese a que se había convenido que no los hubiera–
de tono jurídico político que Videla no estaba en condición de discutir y que
no dejaba ninguna posibilidad de arreglo.
"El laudo arbitral no está en discusión, ya que cualquier acuerdo al que se
llegue no afectará los derechos reconocidos a Chile por el laudo", concluyó
Pinochet.
Entre medio, el 25 de enero, pocos días antes de que venciera el plazo otorgado
por el tribunal arbitral, Argentina había desconocido el laudo basándose en
defectos de fondo, ya que si bien estaba expresamente acordado que éste no podía
pronunciarse sobre las islas que caían fuera del "martillo"–Evout, Barnevelt,
Deceit y Hornos– había pegado un fuerte martillazo incursionando sobre ellas
y el Atlántico sur.
Si en aquella última reunión de Puerto Montt Pinochet dejó a Videla pagando
la factura de su ingenuidad, en casa no le esperaban mejores nuevas: el 22,
desde Río Grande, hacia donde había viajado ex profeso acompañado por varios
periodistas, Massera contrapuso al papelón presidencial su figura de gran defensor
de la soberanía argentina, y exclamó: "¡Se acabó el tiempo de las palabras!
No vamos tolerar mutilaciones territoriales ni vamos a aceptar injustificadas
mutilaciones a nuestra soberanía marítima".
De allí en más se vivió la cuenta regresiva, sólo cortada por el Mundial de
Fútbol 78, que le dio un discutido triunfo a la Argentina –siempre se dijo que
el seleccionado de Perú se "vendió"– lo cual sirvió para que por un tiempo,
una mayoría completamente cholulizada, se olvidara de los desaparecidos, los
torturados, el Beagle y también de las Malvinas, aunque para esto último hizo
falta otro Mundial, el de 1982. El fallecimiento del Papa Pablo VI, la elección
y muerte de Juan Pablo I y la nueva fumata a favor del cardenal polaco Karol
Wojtyla, quien asumió como Juan Pablo II, prolongaron aquella distracción por
el horror interno.
En los primeros días de diciembre de 1978, la CEA, que se había reunido en San
Miguel bajo la presidencia de Primatesta, dio a conocer un documento titulado
La paz es obra de todos, que apuntaba tanto a entendernos con los chilenos como
a la búsqueda de una imposible reconciliación nacional, y de paso a exculparse
por sus silencios. Aunque tarde, la Iglesia buscaba parar la mano de la tortura
y la represión ilegal, le reclamaba al gobierno que blanqueara a los desaparecidos
y a la vez, intentaba frenar la guerra que sabía se avecinaba para la Navidad.
Algunos de los párrafos más sobresalientes fueron los siguientes:
"Nos referimos en este mensaje al tema de la paz, tan necesaria en el orden
interno de nuestro país y en el plano internacional (...) Hablamos no porque
nos sintamos mejores que los demás, ya que conocemos nuestras deficiencias y
limitaciones. Ni lo hacemos pensando que en nuestra Iglesia no haya fallas,
que debemos humildemente reconocer y procuramos día a día superar. Hablamos
porque somos servidores y ministros de la palabra de Dios (...)
"(La paz) San Agustín la definió como (La tranquilidad en el orden). De ella
dice el Libro Sagrado que "es obra de la Justicia". Por su misma naturaleza
la paz equilibra interiormente al hombre y, al igual que el orden moral, abarca
todos los estratos de la vida humana.
"Chile y Argentina, pueblos hermanados en la fe y en la historia común de libertad,
vienen dando muestras de cordura y sensatez, en procura de la paz, a pesar de
todas las dificultades y de los innumerables escollos del camino (...) Lograr
la paz no sólo serviría a nuestros dos pueblos, sino que señalaría al mundo
conflictuado en tanto lugares, el camino más apto para alcanzar la concordia
y el mutuo entendimiento.
"La violencia ciega que padecimos y que generó desconfianza recíproca y generalizada
entre los hermanos de una misma patria, desgarró seriamente el tejido social
de la Nación. La paz interior requiere la exclusión de todos los obstáculos
que se oponen a ella (...) Un régimen de legalidad judicial plena hará posible
que nadie permanezca largo tiempo detenido, sin que se le haya abierto un proceso
ante la justicia (...) Los obispos tenemos conciencia de las dificultades que
entraña la acción legal frente a los extremismos. Por ello pedimos también una
actitud creativa en orden a obtener una legislación adecuada, que por otra parte
evite la tentación de actuar fuera de la ley en la represión (...) Las autoridades
deberán asegurar firmemente la exclusión absoluta de apremios violatorios a
la integridad y dignidad del hombre.
"...Pedimos vivamente a las autoridades que, como decisiva contribución a esta
paz interna, se diga una palabra esclarecedora a los familiares de los desaparecidos,
quienes se ven afectados tanto por el dolor de la ausencia, como por la incertidumbre
ante la suerte corrida por sus seres queridos. La verdad de los hechos, por
dura que sea, siempre será preferible a la angustia permanente de la duda."
Este documento fue el primero que produjo la CEA tras un año y medio de silencio.
El anterior, de mayo de 1977, llamado Reflexión Cristiana para el Pueblo de
la Patria, no había surtido ningún efecto en cuanto a parar la represión ilegal.
La Iglesia había reclamado entonces en uno de sus párrafos, que repitió en el
de 1978, que se terminara con esa práctica, y había dicho:
"Por eso recordamos que, cuando se viven circunstancias excepcionales, las leyes
podrán ser excepcionales y extraordinarias, sacrificando, si fuese necesario,
derechos individuales en beneficio del bien común, pero ha de procederse siempre
en el marco de la ley, bajo su amparo, para una legítima represión, la cual
no es otra cosa, cuando así se la practica, que una forma del ejercicio de justicia".
El documento de la CEA acerca de la paz –cuanto menos con el extranjero, ya
que adentro se seguían tirando personas indefensas al Río de la Plata desde
los aviones– quizá convenció a Videla, un tragahostia, y a Viola, un pusilánime,
pero no hizo mella en el resto del generalato ni del almirantazgo. Lejos de
ello, en los días previos a la Navidad de 1978, la sensación de una guerra inminente
se hizo patente: se preparaba para el 20 de diciembre una invasión a Chile por
tierra con apoyo aéreo, mientras las unidades navales navegaban rumbo al sur,
en procura de las islas, sus primeros objetivos.
La prensa hacía cálculos tácticos y estratégicos: quién tenía más fusiles o
más Mirage, quién más soldados y quién mejor entrenamiento, cuántos barcos tenía
cada flota, cómo superar los pasos terrestres por la cordillera, qué actitud
tendría Brasil, qué harían Bolivia, Paraguay y Perú... En el sur, los chilenos
afincados en diversos puntos de la Patagonia, debieron emigrar por miedo a las
represalias. Además, ambos países aumentaron considerablemente su deuda externa
comprando armamento y aviones –entre ellos los Super Etandart, que luego lucharon
en Malvinas– certificando una vez más que las guerras son buenos negocios para
quienes no las padecen.
Se pensaba cruzar la cordillera a la altura de Neuquén con la idea de desvincular
el sur de Chile de la comandancia de Santiago, ciudad que llegado el caso sería
bombardeada por la Fuerza Aérea. Al mismo tiempo, la Armada tomaría las islas
adyacentes a la Nueva, la Picton y la Lennox, para luego avanzar sobre ellas.
Pero el hombre propone y Dios dispone: el 20 hubo una tormenta feroz, con olas
de más de diez metros de altura, y la operación debió ser postergada para el
22.
Fue ahí que aparecieron en escena dos hombres providenciales: el nuncio Pío
Laghi y su amigo, el cardenal primado Primatesta, quienes sacaron a relucir
una idea que ya había sido barajada sin suerte frente a sus pares por Videla:
la mediación papal. En su momento, al presidente de facto, los militares se
la habían desechado. El argumento había sido: "Si le decimos que no a la Corona
británica, hasta quedamos como patriotas, pero ¿cómo le decís que no al Papa
si se nos pronuncia en contra?".
Laghi y Primatesta no estaban solos: enseguida, el embajador de los Estados
Unidos en la Argentina, Raúl Castro, casi un chicano, a quien el presidente
Jimmy Cárter le había encomendado especialmente la vigilancia del tema de los
derechos humanos, apoyó la idea. Los tres presionaron, se movieron con rapidez
y sobre la noche del 22 las cancillerías de Chile y Argentina recibieron del
Vaticano el pedido de no innovar y la promesa de la inmediata llegada de un
enviado papal. Para eso, Primatesta viajó al Vaticano para conseguir lo que
necesitaba.
A Wojtyla le llegó la noticia de la aceptación antes de partir de viaje. L'Observatore
Romano, para el espanto de muchos, publicó la fotografía del dictador Pinochet,
a toda página. El Papa iba a mediar entre países que estaban padeciendo brutales
dictaduras. El cardenal Silva Enríquez de la Vicaría de la Solidaridad de Chile,
le "hizo llegar sus dudas al pontífice". Y aunque el Papa apoyaba las acciones
del cardenal chileno, optó por la negociación con regímenes horribles y violadores
de los derechos humanos, con tal de evitar la guerra. Para el Papa polaco era
importante llegar a un acuerdo, con la mediación pontificia, apenas comenzado
su reinado. Y que la Iglesia católica llegara con su mensaje a todo el mundo.
Latinoamérica era un lugar demasiado importante –vivían la mayor cantidad de
católicos del mundo– para la Iglesia católica y no iba a dejar pasar ninguna
oportunidad.
A Lambruscini y a Massera la intervención de la Iglesia no les hizo ninguna
gracia; en cambio, el jefe del Ejército, Roberto Viola, y el de la Fuerza Aérea,
Ramón Agosti, que ya habían ordenado empezar el ataque, lanzaron la contraorden
y resolvieron esperar. Ante esa situación, a la Marina no le quedó más remedio
que suspender el desembarque. Fuentes militares confiaron años más tarde que
en la noche del 22 muchos soldados ya habían cruzado la frontera y que luego
lo hicieron varios helicópteros para avisarles que se volvieran, porque el Operativo
Soberanía, como se lo llamó, había sido abortado.
El cardenal Antonio Samoré, vicepresidente de la Comisión Pontificia para América
Latina, llegó a la capital uruguaya, un país neutral, el 26 de diciembre y el
Acta de Montevideo, firmada unos días después por los cancilleres Carlos Washington
Pastor y Hernán Cubillos, oficializó el pedido de mediación de ambos países
a la Santa Sede. En función de esto, la situación se retrotrajo al clima prebélico,
de manera que todos debieron quitar gradualmente sus tropas y sus pertrechos
de la frontera.
Sin embargo, hasta último momento hubo presiones para evitar una solución. Una
nota de los periodistas Alberto Amato y Héctor Pavón, publicada en Clarín en
diciembre de 1998, cuenta que el ex secretario de Culto de la Cancillería, Ángel
Centeno, les confió que el general Lucio Benjamín Menéndez quiso impedir el
8 de enero de 1979 que Pastor firmara el acta de mediación. "Menéndez–recuerda
hoy Centeno– llegó al Aeroparque a decirle a Pastor que no viajara a Montevideo.
Se apareció de fajina y con pistola en la cadera a decirle al canciller: "Usted
no viaja". Pastor le dijo: "Yo viajo El general Videla me dijo que viaje y yo
lo voy a hacer". "
Según estos periodistas, el nunca bien recordado Ramón Camps amenazó luego de
la firma del acta al embajador Mirré, uno de los que conformaba la comisión
de diálogo con Samoré, quien contó que el general lo había citado a su casa
para decirle que no estaba conforme con su posición:
"No fue ni dulce, ni lo hizo con palabras diplomáticas. Fue muy claro. Se ve
que alguien dentro de la comisión le daba información (...) Fue el único momento
en que sentí temor. No pasó de una amenaza, pero la amenaza existió ".
El domingo 8 de junio de 1979 tuvo lugar en Buenos Aires la procesión de Corpus
Christi. Había sido convocada a instancias del Episcopado para orar por la paz
entre Argentina y Chile y apoyar la mediación que llevaba adelante Juan Pablo
II. No fue multitudinaria: sólo concurrieron 50.000 personas, y eso que había
contado con la adhesión de varios partidos políticos, incluido el comunista.
Llovió, es cierto, pero no fue la lluvia lo que paró a la gente, sino el miedo.
Durante los días previos se había desplegado una campaña de intimidación y amenazas.
Sectores belicistas le atribuían a la procesión un contenido político y profetizaban
que habría desórdenes y violencia.
Hasta el intendente porteño rompió una tradición de siglos: Corpus Christi siempre
había contado con esa figura en primera fila, pero esa vez el brigadier Osvaldo
Cacciatore se excusó y mandó a un funcionario de segunda línea. El arzopispo
de Buenos Aires, cardenal Juan Carlos Aramburu, sus obispos auxiliares y unos
ciento cincuenta sacerdotes dieron en la Plaza de los Dos Congresos la misa
concelebrada y la gente –entre la que se contó el embajador chileno Sergio Jaspa
Reyes– oró y cantó para implorar por la paz.
"El pueblo quiere la paz. Dondequiera que hurguemos en la opinión pública, vamos
a encontrar el mismo sentido en la respuesta: paz, paz. No quiero decir que
sea un plebiscito, pero es todo un signo que demuestra el pensar y el deseo
de un pueblo", dijo Aramburu. La ceremonia se repitió en todas las diócesis
del Gran Buenos Aires y del interior del país, y también a lo largo de Chile,
según lo habían dispuesto en mayo ambas conferencias episcopales.
En el extremo sur, el obispo de Rio Gallegos, monseñor Miguel Ángel Alemán,
y de Punta Arenas, Tomás González Morales, publicaron un documento conjunto
en el que recordaron el juramento hecho el 13 de marzo de 1903 por los dos gobiernos,
al emplazar en los Andes el monumento a la paz, fruto del Pacto de Mayo del
año anterior, que había establecido el principio bioceánico de Chile en el Pacífico
y Argentina en el Atlántico, y repitieron las palabras grabadas en la placa:
"Se desplomarán primero estas montañas, antes que argentinos y chilenos rompan
la paz jurada ante el Cristo Redentor".
Previo a la firma del Acta de Montevideo, se le había explicado tanto a Pío
Laghi como a Samoré cuál era la posición de mínima de la Argentina: el asentamiento
de una línea con puntos en tierra firme que terminara definitivamente con los
afanes expansionistas de Chile. Samoré prometió trasladársela al Papa y Pío
Laghi firmó un documento en el que se hacía constar ese compromiso.
El Papa aceptó la mediación y se conformó una comisión chilena y otra argentina
para que concurrieran al Vaticano a discutir las posiciones. Así, con más tires
que aflojes, pasó 1979 y sobre el fin de 1980 el Papa resolvió cortar por lo
sano: citó a los dos cancilleres y les entregó lo que a su juicio era la solución
del diferendo.
Fue el 12 de diciembre y el documento se titulaba Propuesta del mediador. Sugerencias
y consejos. La línea delimitadora partía del punto fijado por las coordenadas
de 55 grados, 7 minutos y 3 segundos de latitud sur y 66 grados, 25 minutos
y cero segundos de longitud oeste y la fijaba por tanto en el agua, no en tierra.
Chile la aceptó enseguida pero la Argentina dilató todo lo que pudo un pronunciamiento.
El Papa no había tenido en cuenta para nada la posición que Samoré había prometido
hacerle conocer y ahora el gobierno argentino se encontraba frente a un hecho
consumado. ¿Cómo decirle que no al Papa? Videla no se animó a hacerlo en los
términos en que había sido redactado el documento, y Roberto Viola, quien asumió
como presidente el 29 de marzo de 1981, dijo que él no pagaría los costos y
que le arreglaran ese asunto antes de asumir. Y así fue.
El 25, la comisión argentina en el Vaticano le hizo saber al Pontífice que su
solución no había tenido en cuenta la recomendación del país y que además la
propuesta adolecía de ciertas imprecisiones sobre algunos puntos. El cardenal
Samoré montó en cólera: "¿Qué clase de autocracia militar maneja a la Argentina,
que consulta hacia abajo lo que debe hacer? En Chile por lo menos hay uno que
comanda, que dirige, pero está visto que Videla no tiene ni un mínimo de autoridad",
le gritó exaltado a Federico Mirré, consejero de la comisión.
Durante el gobierno de Viola se suscitaron incidentes a ambos lados de la frontera:
un chileno fue atrapado del lado argentino y dos matrimonios de militares fueron
sorprendidos sacando fotos del otro lado de los Andes. Esto sirvió de excusa
para que Leopoldo Fortunato Galtieri, por entonces comandante en jefe del Ejército,
cerrara en mayo como "medida precautoria" la frontera con Chile.
Llegados a este punto, otra vez las iglesias de ambos países debieron renovar
sus esfuerzos para procurar que la paz no se rompiera. Primatesta, como presidente
del Episcopado argentino, exhortó públicamente al gobierno de Viola a analizar
"con atención y no con pasión" la propuesta papal, en tanto que su amigo Laghi
hacía saber que el Papa instaba a ambos gobiernos a dar los "pasos adecuados
para mantener un clima favorable a la mediación".
Samoré murió al comenzar 1983 y el Papa prefirió seguir acercando las partes
mediante los buenos oficios de monseñor Agostino Casaroli, amigo a su vez de
Primatesta, en vez de hacer nuevas sugerencias. Así fue cómo las negociaciones
se prolongaron hasta fines de 1984. El 29 de noviembre de ese año los negociadores
acordaron un "Tratado de paz y amistad", que en realidad no variaba mucho del
anterior, aunque era un poco más preciso y cerraba, con el llamado Mar de la
Paz, cualquier posibilidad de intromisión de Chile en el Atlántico, más allá
de una zona común a ambos países. El principio bioceánico de Chile en el Pacífico
y Argentina en el Atlántico, había dado paso a otro más novedoso y abarcativo:
Chile en el Pacífico y el Atlántico, y Argentina en el Atlántico y el Pacífico.
Sin embargo, los límites seguían estando en el mar y Chile se quedaba con las
tres islas que, justo es decirlo, ocupaba de hecho desde hacía un siglo, sin
que Argentina las reclamara.
El cardenal Casaroli, secretario de Estado del Vaticano, tomó a su cargo la
tarea de entregarles a los cancilleres de Argentina y Chile ese tratado, que
fue oficialmente aprobado y firmado por ambas partes el 18 de octubre de 1984.
Por otra parte es interesante decir, que por estos años y a comienzos de la
era Reagan en Estados Unidos, el Vaticano y el país del norte iniciaron una
estrechísima relación política. La cruzada antimarxista del Papa era un calco
de la de Ronald Reagan y producía beneficios para ambas partes que fueron muy
bien aprovechados. Bill Casey y el general Vernon Walters – recientemente fallecido–
viajaban regularmente a Roma y mantenían largas reuniones con Wojtyla donde
intercambiaban informaciones sobre los países del Este, Polonia, la Unión Soviética,
Centroamérica, Chile, Argentina, los movimientos de los teólogos de la liberación,
Medio Oriente, África, etc. Los expertos en inteligencia estadounidense definían
la relación entre el Papa y Reagan como "una de las más grandes alianzas secretas
de los últimos tiempos". En Estados Unidos, Pío Laghi, andaba por las zonas
rojas de la Casa Blanca y el Pentágono como en su casa. Así, se pueden entender
muchas posiciones del Vaticano, que fueron bajadas a la Iglesia argentina, en
estos tiempos. El Papa era el mejor agente de inteligencia de los intereses
de Estados Unidos y Estados Unidos servía a los intereses del Vaticano.
Para entonces en la Argentina se vivían aires renovados por la democracia: Raúl
Alfonsín había asumido el 10 de diciembre de 1983. Por decreto 2272/84, el presidente
constitucional convocó a un referéndum para que la gente le dijera Sí o No al
acuerdo firmado y ratificado por el Congreso.
Por esos días, el historiador revisionista José María Rosa opinó en la revista
Familia Cristiana: ''Me causan mucha gracia los presuntos nacionalistas que
hoy se rasgan las vestiduras por nuestra soberanía territorial en el Beagle
y que durante el Proceso Militar entregaron nuestra soberanía económica, política
y cultural". Rosa, que era un peronista de cuño nacionalista, propuso "peronizar
el sí", entendiendo que el mal no era Chile, sino la oligarquía liberal. Como
quiera que sea, un pueblo cansado de guerra –Malvinas había tenido lugar en
1982– le dio la razón y votó por el Si.
Cinco años antes, el 1 de enero de 1979, en su mensaje para la jornada de la
paz, Juan Pablo II había expresado: "No tengáis miedo de apostar por la paz.
Llevad a cabo gestos de paz, incluso audaces, que rompan con los encadenamientos
fatales y con el peso de las pasiones heredadas de la historia. Tejed pues pacientemente
la trama política, económica y cultural de la paz". Así había sucedido, tal
cual.
Malvinas, un sentimiento
Con Malvinas no hubo la misma suerte. El 11 de junio de 1982 , a las nueve de
la noche, Juan Pablo II descendió del avión que lo trajo por primer vez a la
Argentina. Su primer gesto al bajar fue agacharse y besar el suelo. Estuvo apenas
dos días y le tributaron, como era de suponer, multitudinarios y entusiastas
homenajes. Fue un viaje apresurado, corrido por las circuntancias, que lo obligaría
a volver en 1985, según arreglaron Casaroli y Primatesta en aquel almuerzo en
el Vaticano, para quitar de los corazones el sentimiento de desazón que envolvió
aquel primer raid. Primatesta no tuvo participación en la organización protocolar
de la primera visita, ya que en ese momento era el cardenal Juan Carlos Aramburu
quien presidía el CEA, pero hacia adentro se preocupó en hacer saber que la
visita del Sumo Pontífice era exclusivamente pastoral y que nada tenía que ver
con la guerra contra Gran Bretaña, ni con la actividad de mediador que aún seguía
ejerciendo en el conflicto con Chile por el Beagle. Para que le creyeran, Primatesta
juró sobre las Santas Escrituras. Pero fue en vano.
La Argentina había tomado las islas Malvinas en la madrugada del 2 de abril,
en un desembarco sorpresivo e incruento –al menos para los ingleses– ya que
se había dado la orden de no tocar a ninguna autoridad del Reino Unido y ni
a un solo kelper. Pero aun así el desafío al Imperio Británico fue enorme y
costó muy caro: la Task Forcé se puso en marcha y al cabo de la guerra, que
duró dos meses, 650 soldados argentinos en su mayoría recién reclutados y sin
entrenamiento ni pertrechos adecuados, resultaron muertos, y otros 1.900 heridos
de gravedad, muchos de los cuales quedaron inválidos o mutilados.
Unas copas de whisky hicieron posible lo que en sobriedad jamás se hubiera soñado:
creer que aquello iba a ser un "toque y me voy". Un arbitraje con los pies dentro
del plato. Una aventura patrioteril sin mayores consecuencias. Era no conocer
la tradición británica. El hundimiento del crucero General Belgrano fuera de
la zona de exclusión, hecho ex profeso por orden de la primera ministra Margaret
Thatcher para que la Argentina ya no pudiese arrepentirse, y que costó la vida
de 300 chicos, marcó el punto de no retorno. La mediación del secretario de
Estado del gobierno de Ronald Reagan, Alexander Haigg, de indudable perfil filo
británico, no sirvió de nada. El juego de la guerra se había convertido en dramática
realidad y los generales de escritorio no estaban en condiciones de hacerle
frente. Galtieri acababa de darse cuenta de que aquel supuesto guiño que los
Estados Unidos le habían hecho en su gira por Washington –lo llamaron "el general
majestuoso" por ser rubio, alto y de ojos celestes– no había sido más que una
trapisonda del alcohol. Su delirium tremens no eran esta vez las cucarachas
ni las arañas, sino el callejón sin salida de una guerra fantasmagórica, irremediablemente
inútil y perdida desde el comienzo. La Casa Blanca se había alineado con el
Palacio de Buckingam y en tiempos atómicos ya no se podía echar a los ingleses
con ollas de aceite hirviente.
Una de las misas que ofició el Papa en Buenos Aires fue frente al Monumento
de los Españoles, en Palermo, donde se improvisó un altar al aire libre. Allí
oró y pronunció una vibrante alocución por la paz. Testigos de las dos entrevistas
que mantuvo con el presidente de facto Galtieri, coinciden en afirmar que no
le escucharon pronunciar una sola palabra en torno a la guerra ni a la posibilidad
de una rendición. No obstante, en el ánimo de millones de personas quedó grabada
la sospecha de que Juan Pablo II había venido a ponerle fin al mejor precio
posible.
En Malvinas, ésta es la historia, su autor, Nicanor Costa Méndez, quien fuera
en aquellos momentos canciller de la Argentina, escribió al respecto:
"Su Santidad mantuvo dos entrevistas con el presidente Galtieri y con la Junta
de Comandantes. En ninguna de las dos oportunidades mencionó el tema bélico
ni se refirió a las posibilidades concretas de poner término a las acciones.
No formuló ni propuestas de paz ni ofertas de mediación. Uno de los ayudantes
de Su Santidad, un obispo español, sin embargo, en una conversación privada,
me dijo: "Estamos con ustedes, estamos con ustedes". Ésa fue toda la referencia
que recibí de la misión papal durante el viaje a la Argentina. Tanto el presidente
Galtieri con quien hablé del tema en diversas oportunidades, como los miembros
de la Junta, me aseguraron, y no tengo por qué dudar de su opinión, que el tema
no fue analizado nunca, en esas cuarenta y ocho horas".
Pero el caso es que –¡oh, casualidad!– inmediatamente antes de llegar a Buenos
Aires, Juan Pablo II visitó Londres y se entrevistó con Isabel II. ¿Por qué
lo habrá hecho? O Costa Méndez prefirió llevarse el secreto del doble viaje
del Papa a la tumba, o era bastante más despistado de lo que se podría haber
esperado de un canciller.
Como es sabido, los monarcas británicos son a la vez jefes de la Iglesia Anglicana
y eso es lo que decidió a Juan Pablo II, jefe de la Iglesia Católica romana,
a privilegiar la entrevista con Isabel II antes que con aquel "general majestuoso"
que gobernaba la Argentina, a quien dejó en segundo lugar.
Obviamente, el Papa no dejó de tener en cuenta que en el Reino Unido hay cinco
millones de católicos, quienes en aquellos tiempos salían a la calle con pancartas
reclamando por la paz. A esa altura de la guerra era factible que Wojtyla lograra
un gesto de benignidad de la reina hacia los vencidos, puesto que ya no cabían
dudas de que Gran Bretaña la había ganado. Ese gesto se patentizó cuando, al
firmar la rendición, se convino en el punto primero del acta que el vencedor
"reconoce el valor de las tropas argentinas" las que serían evacuadas "a bordo
de buques y aeronaves argentinas"; y en el punto cinco, que "no habrá entrega
de bandera a los efectivos británicos".
Si a Londres el Papa fue a requerir piedad y consideración, en Buenos Aires
su palabra se orientó a rescatar la resignación como virtud cristiana y a fortalecer
los espíritus para soportar el dolor y la frustración que traerían los días
por venir. Las suyas fueron jornadas maratónicas en procura de salvaguardar
vidas y en tratar de que la victoria inglesa no fuese demasiado humillante.
Sin embargo, mientras el pueblo y el Papa oraban por la paz, Malvinas era una
carnicería: los gurkas, milicianos expertos en el manejo de armas blancas, pasaban
a degüello sin ningún miramiento a los soldaditos de 18 años recién reclutados
y sin instrucción militar, que se rendían a su paso creyendo en el cuento del
debido respeto a la Convención de Ginebra.
En la madrugada del 13 de junio, conquistados ya los montes Dos Hermanas y Longdon,
las fuerzas británicas comenzaron el avance sobre las colinas de Tumbledown
y Williams, últimos obstáculos topográficos y bélicos para llegar a Puerto Argentino,
donde estaba el bunker de la comandancia de nuestro país, situado sobre una
planicie, a sólo cuatro kilómetros de distancia, y atosigado por los buques
de guerra y los portaaviones de la Real Navy desde el estrecho San Carlos. Ganar
aquellas dos colinas marcaría el final de la marcha y también el final de la
contienda.
Antes de que cayera la noche, la infantería logró su objetivo apoyada por los
aviones de combate Sea Harrier. De un lado y del otro, cañones, misiles, bombas
y ametralladoras despedazaron el aeropuerto y algunas viviendas, causando incluso
víctimas civiles entre los kelpers. El comandante de las fuerzas de mar, tierra
y aire argentinas en Malvinas llamó desesperado por teléfono al "general majestuoso
". La respuesta que recibió desde el despacho de la Rosada olió a whisky:
–Saque las tropas, pero saquelas para adelante.
No le hizo caso. A las nueve de la noche del 14 de junio de 1982, pasados 74
días del comienzo de aquella épica, pero también desquiciada aventura de recuperar
las islas Malvinas, Argentina se rindió ante el Imperio Británico.
"Yo, el suscripto, comandante de todas las fuerzas argentinas de tierra, mar
y aire en las islas Falkland, Mario Benjamín Menéndez, me rindo al mayor Jeremy
J. Moore en su carácter de representante del gobierno de Su Majestad británica",
decía el documento en su parte inicial.
Quien lo firmaba en representación de la Argentina era el general Mario Benjamín
Menéndez, hijo de Luciano Benjamín Menéndez, aquel que a toda costa había querido
hacerle la guerra a Chile. Todo el mundo recordaba su imagen al embarcar rumbo
a las islas para hacerse cargo de las operaciones. Entonces, Mario Benjamín
Menéndez había jurado: "Sólo me sacarán de allá con los pies para adelante",
aludiendo a que iba a dar su vida por la soberanía. Pero salió caminando, contento
de seguir vivo y poder contarlo.
A todo esto, Chile se tomó venganza por lo del Beagle: durante la guerra de
Malvinas le procuró a Londres ayuda encubierta y le aportó no sólo respaldo
en términos de inteligencia, sino también maniobras de distracción por medio
de desplazamientos terrestres y navales.
El lunes 14, en Londres, Margaret Thatcher le había anunciado al Parlamento:
"Después del éxito de los ataques de anoche, el general Moore decidió presionar
a los argentinos mientras éstos se retiraban. Nuestras fuerzas llegaron a las
márgenes mismas de Port Stanley. Un gran número de soldados argentinos tiró
sus armas. Se informó que hay banderas blancas flameando sobre Port Stanley.
Se ha ordenado a nuestras tropas no disparar a menos que sea en defensa propia.
En estos momentos se realizan conversaciones entre el general Menéndez y nuestro
segundo comandante, brigadier Walters, acerca de la rendición de las tropas
argentinas en las dos Falklands".
Esa noche un Galtieri ojeroso apareció en las pantallas de los televisores para
anunciar la rendición de manera elíptica:
–El fuego ha cesado en Puerto Argentino–dijo.
Pero el martes 15, tal vez envalentonado por un vaso hasta el tope del más puro
scotch, convocó al Estado Mayor y le dio 72 horas para presentar un informe
detallado sobre las pérdidas de armamento y un programa para recuperar el poder
de fuego y aumentarlo.
–El Estado Mayor se va a quedar quieto. Los puse a trabajar... –les dijo sonriente
a sus adláteres, convencido de que acababa de atajar el cobro de facturas que
se le avecinaba. Y dicho esto, convocó al pueblo a la Plaza de Mayo, esperando
que lo apoyaran y que le pidieran continuar la guerra. Pero los grupos que comenzaron
a concentrarse esa tarde tenían otras intenciones y las expresaban en sus cánticos:
"Galtieri, borracho, Menéndez, cagón el pueblo no olvidará esta traición". Cuando
cayó en la cuenta, ordenó reprimirlos con gases, bastonazos y perdigones de
goma. Los diarios del día siguiente contaron que algunos oficiales se abrazaban
con la gente y que todos lloraban de impotencia.
El Estado Mayor deliberó esa noche, aunque no acerca de la tarea encomendada.
Su jefe, el general Cristino Nicolaides, fue el encargado de decirle a Galtieri
que ya no tenía la confianza de la fuerza y que debía irse a casa. Quienes fueron
testigos de esos momentos contaron que el "general majestuoso" hizo un último
intento: llamó por teléfono a la Primera Brigada de Caballería y le ordenó que
tomara Buenos Aires. La respuesta fue negativa y se tuvo que ir.
Como hizo Estados Unidos con los combatientes en Vietnam, así hicimos nosotros
con aquellos chicos de Malvinas: fueron recibidos con pena y sin gloria por
la puerta de atrás. No por decisión del pueblo, ciertamente, sino del gobierno
militar. Y la Iglesia local no se portó mejor, ni siquiera con los familiares
de los que habían desaparecido en combate y cuyo destino era incierto: no se
sabía si los habían hecho prisioneros, si eran rehenes o si estaban muertos.
Uno de los padres que durante años buscó incansablemente a su hijo –el piloto
de la III Brigada Aérea Miguel Ángel Giménez, desaparecido en vuelo durante
la guerra de Malvinas– fue Isaías Giménez. La búsqueda lo llevó a liderar una
fundación de padres en idénticas condiciones y a viajar por el mundo en procura
de datos sobre centenares de combatientes acerca de cuyo destino se tejían innumerables
versiones. En el Vaticano, fue recibido dos veces por Juan Pablo II. En Ginebra,
se entrevistó con el presidente del Consejo Mundial de Iglesias, el reverendo
J. Jacques; con el subsecretario general de la ONU, Kurt Herndl; con los directores
de Derechos Humanos y Desapariciones Forzozas de ese mismo organismo, Kwadwo
Nyamekye y Tom Mc Carthy; y con los encargados del área latinoamericana de la
Cruz Roja Internacional, André Pasquier y Pierre Josseron. En Londres se reunió
con el deán de Isabel II y número dos de la Iglesia Anglicana, el obispo de
Westminster Michael Mayne; con Davie Pattison, secretario general del Sínodo
de la Iglesia Anglicana; con Marjorie Best, de la iglesia Quáquera; con la baronesa
Young, ministra de Relaciones Exteriores para América latina; y con el mismísimo
Lord Shackleton, con toga y peluca de rulos blancos, en su reservado de la Cámara
de los Lores.
Giménez fue también, por expresa excepción dispuesta por el gobierno de Margaret
Thatcher, el primer argentino que pisó Malvinas después de la guerra. Eso sucedió
en septiembre de 1986, cuando el Reino Unido le notificó que finalmente el cuerpo
de su hijo Miguel Ángel había sido encontrado dentro de su avión Pucará, incrustado
a un costado del cerro Azul, y lo autorizaron a que fuera a su entierro. Si
el mundo, e incluso los adversarios, lo atendieron –y eso incluye a los padres
de los soldados británicos muertos en la contienda y a los kelpers, que lo recibieron
dos veces– no pasó lo mismo en su propio país, donde no solamente los militares
y los políticos le rehuían, sino además su propia Iglesia.
En El halcón perdido, el libro que escribió en 1987, y en el que describe esa
larga búsqueda de su hijo durante cuatro años, Isaías Giménez contó que mientras
los protestantes le abrieron todas las puertas, entre los católicos, el único
que ayudó a esos desesperados padres fue monseñor Andrés Karame, prelado maronita,
quien por otro lado se había arrogado en 1974 la representación del Papa en
las exequias de Juan Domingo Perón, justo el día que el nuncio Pío Laghi llegaba
a la Argentina, como se vio en el Capítulo 6.
En El halcón perdido Giménez escribió:
"Karame fue el único exponente de la Iglesia Católica que hizo lo que pudo por
nosotros. Le habíamos mandado notas a Aramburu, a Zaspe, inútilmente: ninguno
dio muestras de interesarse por los desaparecidos de Malvinas. Y tampoco el
nuncio Ubaldo Calabressi (sucesor de Pío Laghi). Nos recibió en dos oportunidades,
es cierto; pero no cumplió con ninguna de las dos cosas que le pedimos: que
intercediera ante los militares argentinos para convencerlos de que debían investigar,
y ante el Papa para que presionara a la Corona.
"A la mayoría de los padres, como católicos practicantes, esta situación nos
dolía profundamente. Y nos asombraba. Porque más allá de sentirnos desprotegidos
por nuestra propia Iglesia, éramos receptores de la solidaridad y la bienaventuranza
de los protestantes, llámense Evangelistas o Adventistas del Séptimo Día. El
contraste no podía ser mayor. Nuestras notas enviadas a Philip Morgan, o a W.
D. Pattison, o a Roger Willianson, o a Paul Oestreicher –entre los evangelistas–
y a Gastón Couzet o a Ronald Surridge –entre los adventistas– no sólo obtuvieron
respuesta, invariablemente, sino que además esas respuestas contenían el fruto
de los pedidos de informes que ellos habían hecho a Inglaterra. Le debíamos
al pastor evangelista J. J. Jacques haber tenido con qué viajar a Londres. Y
le debíamos a Philip Morgan nuestra entrevista con el número dos del Foering
Office. "
En una entrevista que le hicieron hace unos años, Giménez se lamentaba: "¿Sabe
que de las doscientas y pico de tumbas de argentinos que hay allá, más de cien
todavía son de NN? ¿Sabe lo que significa para un padre ignorar si su hijo está
enterrado o no? ¿A usted le parece que ésta es un política de cristianos?".
La guerra perdida de Malvinas precipitó un triunfo, sin embargo. El dolor por
los muertos y la pérdida de la soberanía en las islas, vinieron a confirmar
en este caso que no hay mal que por bien no venga: la dictadura se caía a pedazos,
algo que jamás hubiera pasado de haber resultado victoriosa contra los ingleses.
Galtieri cayó y el jefe del Ejército, Cristino Nicolaides, llamó a Primatesta
y le contó que Bignone, elegido para presidente de la última junta, le había
puesto una condición para aceptar hacerse cargo de las ruinas:
–Necesito un gesto de Primatesta, si no, no llego a asumir–dijo. Primatesta
le respondió a Nicolaides:
–Decile a Bignone que primero haga un gesto político. Que levante la veda de
los partidos políticos.
Y Bignone cumplió al pie de la letra.
Galtieri fue condenado a doce años de prisión por impericia en la conducción
de la guerra de Malvinas, pero Carlos Menem lo indultó. Luego, el juez español
Baltasar Garzón pidió su captura por su responsabilidad en la desaparición de
400 españoles durante la dictadura.
El robo de la custodia
Corría 1984, gobernaba Raúl Alfonsín y Primatesta se disponía a impartir en
la Catedral de Córdoba una bendición especial a los fieles ya que se cumplía
medio siglo del histórico Congreso Eucarístico Internacional. El sacristán levantó
la custodia–copa de oro con incrustaciones de rubíes, esmeraldas, diamantes
y topacios, en la que se coloca la hostia consagrada para la adoración de los
fieles– y la sintió extraña.
–Cardenal, juraría que la custodia está mucho más pesada–dijo.
Primatesta sonrió.
–Esta noche acordáte de tomar más sopa para que mañana no te pese tanto–le contestó.
Pero el sacristán tenía razón: la custodia estaba mucho más pesada. La razón
vino a saberse cuatro años más tarde, a raíz de una pelea en la calle entre
un anticuario, Pablo Ñores Bordereau, y un marchant. Éste corrió a la comisaría
a hacer la denuncia de la agresión y acusó a Ñores Bordereau de hacer negocios
sucios con los curas. Entre otras cosas dijo que el anticuario había vendido
ilegalmente, entre otras piezas invalorables por su historia, la custodia "La
Preciosa" de la catedral.
–No puede ser, me consta que "La Preciosa" está en la iglesia –respondió Primatesta
a los policías que vinieron a avisarle que ya no iba a tener con qué dar misa.
Fue entonces que el sacristán le recordó que por más que llevaba cuatro años
tomando sopa, igual la custodia le seguía pareciendo más pesada. La mandaron
a peritar y se descubrió que, efectivamente, se trataba de una réplica simil
oro con incrustaciones de vidrio, lo que más allá del robo vino a confirmar
lo que decían Juan XXIII y Juan Pablo I: que la Iglesia no necesitaba de oropeles
y que antes bien había que liquidarlos para ayudar a los pobres.
La investigación, de la que se hizo eco el periodista Sergio Rubín, del diario
Clarín, en octubre de 2000, arrojó como resultado que a fines de los años setenta
había existido una "singular trama delictiva compuesta por dignatarios eclesiásticos,
anticuarios y coleccionistas, que vendió ilegalmente más de cien valiosas antigüedades
de la catedral local, reemplazándolas por falsificaciones". El titular de Clarín
del 19 de octubre decía: "Aparecen piezas robadas de la catedral de Córdoba
en los años setenta". Y en letras destacadas agregaba: "Sólo tres de los objetos
vendidos valen dos millones".
Uno de esos tres objetos era el báculo de fray Mamerto Esquiú, el orador de
la Constitución y candidato a santo, cuya tumba se encuentra en la catedral
cordobesa. Fray Mamerto no gana para sustos: recuérdese que su corazón, que
está en Catamarca, también fue robado en los tiempos de Saadi y que luego apareció
sobre los techos del colegio católico que lo guarda como reliquia, anécdota
que relatamos en el Capítulo 9.
En octubre de 2000 el tema tomó actualidad porque se supo que dos de los cuatro
sillones que faltan de la catedral fueron subastados y porque el programa Telenoche
Investiga dio a conocer una carta escrita antes de morir por uno de los culpables
de la maniobra: monseñor Edmundo Alvarez Rodríguez, canónigo de la catedral.
En esa carta el sacerdote explicaba: "En aquel momento sólo rondaba en mi mente
la acuciante necesidad de resolver el problema económico de la catedral. La
Iglesia de Córdoba nunca aclaró si el dinero se utilizó para ayudar a que los
pobres comieran o si por el contrario contribuyó a que sus curas vivieran con
ciertos lujos".
Telenoche Investiga sugirió que Primatesta optó por ignorar los sucesos, pero
Carlos Heredia, vicario judicial del arzobispado, dijo que el cardenal había
intervenido inmediatamente, que suspendió a Alvarez Rodríguez y al entonces
vicario general, Carlos Audisio, de sus funciones administrativas, y que independientemente
del juicio civil, los sometió junto con los laicos al código canónico. A Bordereau,
por ejemplo, se le prohibió ser padrino en ceremonias religiosas. En primera
instancia todos fueron hallados culpables, pero luego la Santa Sede consideró
que la causa había prescrito. Algo similar ocurrió en el ámbito civil. Sin embargo,
Primatesta inició otro juicio para tratar de recuperar al menos una parte de
las piezas robadas, juicio que ya tuvo sentencia favorable en primera y segunda
instancia. Según Sergio Rubin, "la custodia fue comprada por el coleccionista
porteño Horacio Porcel, quien habría dicho que le costó tres departamentos ubicados
en Viamonte y Ayacucho". Sin duda: se sabe que la custodia "La Preciosa", valuada
en un millón de dólares, fue rematada por 240.000 pesos.
Porcel también compró el báculo de fray Mamerto y sostuvo siempre –aunque no
pudo probarlo– que las ventas se habían hecho con autorización eclesiástica,
lo que de ser cierto podría permitirle retener las piezas. Esto es así por cuanto
la legislación civil prohibe la venta de patrimonio religioso, salvo que se
cuente con autorización de la Iglesia. Pero al parecer, y para desgracia de
Porcel, en la causa consta una carta de Primatesta, fechada en 1967, en la que
el arzobispo les recuerda a sus sacerdotes que no pueden vender objetos de culto
sin su permiso.
Los sillones capitulares de coro del siglo XVIII pertenecían al altar mayor
de la catedral y fueron rematados en octubre de 2000 por siete mil pesos cada
uno por una conocida casa de subastas de Buenos Aires, junto a una mesa de centro,
de madera, con tapa de mármol y herrajes de bronce, vendida en diez mil pesos,
según precisó Telenoche Investiga.
El amigo de Yabrán
El 11 de mayo de 1989, en las oficinas de la fundación de la calle Venezuela,
el candidato Carlos Menem, el cardenal Raúl Primatesta, el vocero del primero,
Tata Yofre, y el asesor político del segundo, Hugo Franco, compartieron un almuerzo.
–El domingo usted va a ser el presidente de los argentinos. Disfrute con su
pueblo, pero sea humilde. Quédese en La Rioja. El primer llamado debe ser para
su adversario–le recomendó Primatesta.
Su pronóstico fue exacto: Menem ganó por lejos la elección y de inmediato, desde
La Rioja, lo primero que hizo fue llamarlo a Eduardo Angeloz, su oponente radical
en la contienda electoral. Al presidente electo el gesto no le costó demasiado,
aunque hubiera correspondido que fuese Angeloz quien se apresurara a reconocer
su derrota y felicitarlo. Después de todo, habían sido compañeros en la Facultad
de Derecho de Córdoba y se conocían desde la juventud.
Primatesta también tenía un gran acercamiento a Angeloz, ya que ambos cumplían
desde hacía rato funciones expectables en esa provincia, uno como arzobispo
y el otro como gobernador.
Además de todo, eran amigos. Precisamente, con él acordó la inclusión en la
Constitución de la provincia de Córdoba – reformada para que Angeloz pudiera
ser reelecto– del principio de la defensa de la vida humana desde la concepción
y los principios de autonomía y cooperación entre la Iglesia el Estado.
Menem le preguntó en aquel almuerzo a Primatesta en qué le podía ser útil una
vez que fuese presidente y el cardenal ni lento ni dormido le dijo que su preocupación
era el Ministerio de Educación y le propuso una terna para que eligiera al próximo
ministro: Salonia, Van Helderen o Tagliabue. A este último Alfonsín ya se lo
había rechazado –como veremos en el Capítulo 8– por razones de peso, pero Primatesta
insistió igual, porque pese a su pasado, para él era el mejor candidato. Pero
no pudo ser: Menem eligió a Salonia, un laico católico.
Pasado un tiempo, ambos se volvieron a encontrar en la casona de Hugo Franco,
en San Isidro.
–Usted es el único que puede firmar esto, porque estuvo preso cinco años. Piénselo.
El país necesita tener paz–le dijo Primatesta.
El tema planteado era el indulto o la amnistía a los ex comandantes de la dictadura
militar, que su antecesor, Raúl Alfonsín, había ordenado procesar. Primatesta
le aconsejó el indulto, que equivalía al perdón del delito, porque la amnistía
significaba en cambio eliminar el delito cometido. Y Menem preparó el indulto
consultando cada uno de los puntos con el arzobispo.
Parecía que todo iba a ser armonía entre el nuevo presidente, pero el tiempo
demostró que no fue así. Primatesta le había aconsejado:
–Usted tiene que estar junto a la Iglesia, pero nunca pegado. Hágame caso.
Pero Menem se cortó solo y su postura dividió a la Iglesia. Aceptó de buena
gana que lobbystas como Esteban Cacho Caselli, a quien Primatesta y otros caudillos
eclesiáticos odiaban, le abrieran las puertas del Vaticano. A través de Caselli
apostó al Opus Dei y al ala ultraconservadora de la Iglesia y obtuvo buenos
frutos: Juan Pablo II lo recibió cinco veces, todo un record Guinnes para un
presidente del tercer mundo.
En 1994, al cumplir los 75 años, Raúl Francisco Primatesta presentó su renuncia
al Vaticano, tal como establece una disposición de Pablo VI, según la cual,
cumplida esa edad, ya no se puede continuar al frente de una diócesis ni aspirar
a suceder al Papa. Pero Juan Pablo II se la aceptó con una demora de más de
cuatro años, recién en noviembre de 1998.
Durante sus cuarenta y un años de obispo y dentro de ellos, treinta y tres como
arzobispo de Córdoba, el cardenal había sido cuatro veces presidente de la la
Conferencia Episcopal y en esa función se había relacionado con todos los niveles
del poder y de la política. Puede decirse que estuvo en el eje del devenir del
país por casi medio siglo, y que además le tocó bailar con la más fea, ya que
accedió por primera vez a la CEA en mayo de 1976, el momento en que más desapariciones
de personas se produjeron, y condujo la Iglesia hasta 1998, sin apartarse de
la conducción episcopal. Amado u odiado, nadie del ámbito clerical puede decir
que no fue protagonista de los grandes momentos de la vida política argentina.
En abril de 1996, mientras los obispos celebraban una asamblea plenaria en San
Miguel con miras al Jubileo y con el fin de emitir un documento autocrítico
del rol de la Iglesia durante la dictadura –algo que Juan Pablo II les había
encomendado– Primatesta sorprendió a todos por las expresiones que usó en un
reportaje que le hizo la agencia de noticias DyN. Nunca antes se lo había escuchado
condenar tan duramente la represión y el papel cumplido por la Iglesia en esos
años. "A la Iglesia le faltó un gesto uniforme y general, ha habido gestos de
obispos particulares, pero a la Iglesia le faltó una actitud uniforme y general",
subrayó.
"Hubo laicos, sacerdotes y hasta obispos que han tenido su simpatía hacia uno
y otro lado. Desgraciadamente también hubo fieles que se comprometieron en una
acción de violencia. Obispos no creo, pero sí sacerdotes y laicos, de cuya buena
voluntad no dudo. Era un momento confuso y era muy difícil hacer un juicio imparcial
de valores. De todos modos, si algún sacerdote participó o supo de torturas
y no lo denunció, pecó gravemente y si se prueba debe dársele la oportunidad
de la defensa y después, si cabe, aplicarle las leyes canónicas que pueden llegar
a la suspensión en el ministerio temporal o incluso a una reducción al estado
laical, es decir que nunca más puede ejercer el ministerio sacerdotal", añadió.
Primatesta recordó en ese reportaje y cuando conversamos en Córdoba, que cuando
en el gobierno de Raúl Alfonsín se trató la ley de divorcio, la Conferencia
Episcopal Argentina había advertido que iban a cerrar las iglesias en señal
de protesta y se lamentó de que no hubiera amenazado con gestos de ese tipo
a la dictadura. "En su momento dijimos: vamos a tener que cerrar todas las iglesias
un domingo. Era una situación doctrinal. Como obispos podíamos hacerlo, al final
no lo hicimos, fue una advertencia. Pienso que durante el último gobierno militar
faltaron gestos así", me dijo.
Se hubiera podido inferir, por las declaraciones de Primatesta que precedieron
al documento, que la Iglesia preparaba un verdadero mea culpa. Sin embargo,
se quedó en medias tintas. Caminando hacia el Tercer Milenio–tal su título–
contó con 68 votos a favor, tres en contra y una abstención, e incluyó tres
capítulos: uno referido al jubileo del año 2000, otro a una orientación para
los próximos cuatro años y en el medio un examen de conciencia que invitaba
a un cambio del corazón, pero que de ninguna manera admitía la complicidad de
la cúpula eclesiástica con el PRN.
Su figura fue convocada nuevamente para la presidencia de la CEA en 1985, ya
en tiempos democráticos, y recién en 1990 fue reemplazado por el cardenal Antonio
Quarracino. Pero como dice el Eclesiastés, hay en este mundo un lugar y un tiempo
para cada cosa, y el tiempo le llegó. En el medio, claro, hubieron cosas. Precisamente,
su sucesión al arzobispado se había convertido en uno de los temas que más conjeturas
suscitaron dentro del Episcopado, tanto por la decisión del Papa de mantenerlo
durante cuatro años más, como por las especulaciones en torno a su sucesor.
Se barajaron varios nombres: Estanislao Karlic, arzobispo de Paraná; José María
Arancedo, Emilio Bianchi y José María Arancibia también estuvieron en la lista
de candidatos. Finalmente, como suele suceder también con los papas (en la jerga
eclesiástica se dice que quien entra al cónclave como papable sale como cardenal)
ninguno resultó. El elegido fue el arzobispo coadjutor de Tucumán, Carlos Nañez,
un hombre que llegó al Episcopado de la mano del propio Primatesta, de quien
había sido obispo auxiliar entre 1991 y 1996. Sin duda, la muy estrecha relación
de Primatesta ayudó a que Nañez lo sucediera, pero ¿a qué se debió la demora?
Raúl Primatesta tuvo que enfrentar en los últimos años de su mandato manifestaciones
de disconformidad de una parte del clero cordobés y muchos reclamos por los
manejos financieros poco claros de su vicario general, el padre Marcelo Martorell,
persona de su entera confianza y muy cercano al empresario Alfredo Yabrán. Aunque
en los últimos tiempos le trajo al cardenal más perjuicios que beneficios.
Tanto en lo estrictamente eclesiástico como en lo político, Primatesta había
sido un hombre de pensamiento conservador – igual que su amigo Wojtyla– y aferrado
a la institucionalidad de cualquier tipo que fuera. Y si bien se mantuvo lúcido
–y se mantiene– hasta el último minuto en que fue arzobispo de Córdoba y también
después, al frente de la Pastoral Social, es cierto que hacía algunos años había
dejado de ocuparse personalmente de muchos temas, a tal punto que varios sacerdotes
llegaron a hablar de "desgobierno pastoral". De cualquier manera, es bueno aclarar
que Martorell realizó movimientos empujados por su ambición personal, más que
por otra cosa, y cuando el tema Yabrán estalló y las relaciones entre éste y
el empresario sospechado se hicieron públicas, el más perjudicado fue el anciano
arzobispo.
En 1997, por ejemplo, las únicas preocupaciones que se hicieron patentes a nivel
local por parte de Primatesta, pasaron por recordarle a sus fieles que no debían
usar preservativo, en una provincia con 35.000 infectados de Sida. Fue cuando
entró en polémica con el ministro de Salud, de la gestión Mestre, Enrique Borrini,
quien osó repartirlos en persona en un shopping ubicado enfrente del Arzobispado
bajo el lema "cuidémosnos juntos". El domingo siguiente, en una homilía, Primatesta
recordó la posición de la Iglesia respecto del control de la natalidad y pidió
que "los ciudadanos tengan en cuenta estas cosas al momento de votar". Borrini,
que no podía creer lo que escuchaba, respondió: "Primatesta está en campaña.
No estamos hablando de planificación familiar sino de una estrategia para evitar
el avance del Sida". El ministro añadió que dentro de trescientos años la Iglesia
se iba a arrepentir por esa posición retrógrada, como tuvo que hacerlo por la
que adoptó frente a Galileo Galilei. Desde dentro de la Iglesia sonaron también
algunas críticas: el sacerdote Justo Irrazábal, apodado el cura vasco calificó
la postura de Primatesta como "ultraconservadora y desubicada", dicho lo cual
recibió amenazas por teléfono. "Me dijeron todo tipo de obscenidades y me advirtieron
que me callara o me iba a pasar lo mismo que a monseñor Enrique Angelelli",
comentó el cura de la villa cordobesa que lleva el nombre, precisamente, de
ese obispo de La Rioja asesinado en un supuesto accidente de auto en la ruta,
durante la dictadura. La posición del Arzobispado no dejaba de ser temible:
el propio gobernador Ramón Mestre había terminado por vetar en 1996 artículos
primordiales de la ley de salud reproductiva, en especial aquél que obligaba
al Estado a suministrar métodos anticonceptivos gratuitos a sectores carenciados
en los hospitales públicos. Pero también era la posición de la Iglesia en general
y del Vaticano.
Pero mucho más importante que la pintoresca discusión por los preservativos
fue que en algún momento, los dineros de la Iglesia de Córdoba y los de Yabrán
se mezclaron. Y hasta es posible que tan oscura situación haya hecho que Juan
Pablo II le permitiera a su amigo Primatesta continuar al frente de la arquidiócesis
hasta aclarar, o por lo menos dar explicaciones, de lo que había pasado. Aunque
él lo desmiente terminantemente.
"Permanentemente (en la Municipalidad de Córdoba) llegan a mis oídos afirmaciones
que dicen que el cardenal Primatesta hace lobby a favor de las empresas del
grupo OCA", destapó en marzo de 1997 el empresario Carlos Bernardi, presidente
de la firma Cargo, competidora de Yabrán. Y estalló el escándalo. No fue todo:
el propio Alfredo Yabrán declaró que Primatesta, a pedido del ex ministro de
Economía, Domingo Cavallo, le había pedido que modificara su posición sobre
la privatización del correo. ¿Qué había pasado? ¿Qué hacía el cardenal primado
de la Argentina en ese entorno mañoso, como lo había denominado el padre de
la convertibilidad?
OCA le había regalado al Arzobispado de Córdoba una playa de estacionamiento
de cinco pisos para que le sirviera como fuente propia de ingresos para sostener
sus actividades pastorales. "La relación de OCA con el arzobispado de Córdoba
es conocida y se vincula con una donación del empresario a la Iglesia", trató
de explicar el vocero laico del cardenal, Guillermo García Caliendo. Pero la
verdad es que el vicario Marcelo Martorell, mano derecha de Primatesta, era
muy buen amigo del cartero y que en ese carácter hizo lobby a favor de Yabrán
cuando se debatía la distribución de la correspondencia oficial en la Municipalidad
de Córdoba. Más aún, cuando se lo preguntaron, Martorell dijo que estaba orgulloso
de ser amigo de Yabrán, un empresario inescrupuloso, de hábitos mañosos, que
terminó suicidándose al ser descubierto, a lo mejor para evitar que sus patrones
diezmaran a su familia. A buen entendedor pocas palabras: el garage tenía su
precio. Y en la intimidad, Primatesta no cabía con la furia que le generó Martorell
al cortarse solo.
"Pongo las manos al fuego por el obispo Primatesta, pero no siempre sus subordinados
hacen lo que deben", dijo a La Nación un militante católico de acceso directo
al arzobispado, no bien estalló el escándalo.
"Aunque sea dolorosa la verdad debe conocerse. No podemos recibir dinero de
cualquier lado. Debe ser transparente tanto su origen como su destino", exclamó
Rubén Layun, integrante de Caritas.
"Los sacerdotes debemos trabajar con nuestras manos para no ser una carga para
nadie; podemos aceptar donaciones, pero éstas no deben atarnos ni condicionarnos.
Deben ser honestas", sostuvo Martín Irazábal, el cura vasco de Villa Angelelli,
Córdoba.
"Con prudencia esto se podía haber evitado. Durante mucho tiempo será difícil
separar el nombre de Yabrán del de la Iglesia de Córdoba", señaló otra fuente
del arzobispado.
"No hay lugar para obsecuencias porque esta situación hiere a la Iglesia como
institución y le hace perder predicamento", indicó otro sacerdote cordobés.
"Si queda alguna atadura con algún resorte del poder, rompámosla, porque estamos
en Semana Santa y Cristo nos mostró un camino muy claro de independencia total:
dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Nadie da gratis
nada. Si son empresarios fuertes, uno de alguna forma queda pegado", definió
monseñor Laguna.
Tiempo de descuento
Primatesta repasó cuidadosamente la lista de invitados a la cena de su despedida
como arzobispo de Córdoba y cardenal primado de la Argentina, que se realizó
el lunes 8 de marzo de 1999 en un hotel céntrico de la Capital Federal y que
consistió en una copa de camarones y un lomo con champignones. "Cuidado, la
escena política está muy caldeada y no quiero que se piense que estoy bendiciendo
el intento reeleccionista de Menem", explicó a sus allegados. La lista era extensa:
entre otros figuraban Erman González, Jorge Domínguez, Alberto Mazza, Susana
Decibe, Rodolfo Daer, Hugo Moyano, Juan Manuel Palacios, Pablo Challú, Antonio
Boggiano, Carlos Becerra, Estanislao Karlic, Jorge Bergolio, su poco estimado
nuncio Ubaldo Calabresi, pero también su amigo y asesor político de los últimos
veinte años y en ese momento ya director de Migraciones de Menem, Hugo Franco.
También estaban el subsecretario de Población, Aldo Carreras y el secretario
de la Pastoral Social –comisión que Primatesta de allí en más dirigiría– Guillermo
García Caliendo. Primatesta optó por ingresar al hotel por una puerta lateral
para evitar ser fotografiado con algún ministro menemista. Hubo sólo dos discursos:
el de Juan José Zanola, secretario general de los bancarios, y el del cardenal
Primatesta que aprovechó la ocasión para insistir en la necesidad de trabajar
por la unión nacional deponiendo intereses sectoriales.
Hacía su adiós al arzobispado y a la CEA, pero sin embargo seguiría haciendo
política como arzobispo emérito al frente de la Pastoral Social, desde donde
imprimiría un vuelco interesante a su trayectoria. Se volvió mucho menos permisivo
con el poder.
"Resulta que los políticos acuerdan con todos los sectores de poder, comenzando
con el FMI, pero no acuerdan con quien les da el poder: el pueblo", dijo Primatesta
a mediados de octubre de 1999, en la primera reunión formal de la Casa Social
San José Obrero, ámbito de discusión de los problemas nacionales a la luz de
la doctrina social de la Iglesia. El presidente de la Comisión de Pastoral Social
se había proclamado otras veces contrario al modelo económico llevado a cabo
por Menem. Ya en junio de 1998 había advertido que tenía "realmente miedo a
la desesperación de quien no tiene nada y entonces tenga que robar para comer".
"La gente puede cansarse por hambre y por eso tengo el temor de que, si no hay
respuestas, aumente la presión. Aquí hay que tomar conciencia de que es necesario
humanizar la economía", añadió. Por esos días los datos del INDEC reflejaban
que en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires había nueve millones de pobres.
Pero la advertencia de Primatesta no fue oída, ni por el gobierno de Menem,
ni por el de Fernando De la Rúa, que le siguió, y que terminó en diciembre de
2001 corrido por piquetes y cacerolazos: a principios de 2002, en toda la Argentina,
la cantidad de pobres había trepado a catorce millones, es decir, alcanzaba
a más del 40 por ciento de la población. Tal como había advertido Primatesta,
la presión había aumentado hasta tal punto que se llevó en dos años a tres presidentes,
incluido al más que provisorio Adolfo Rodríguez Saa, que duró dos semanas.
Primatesta había tenido sobre eso una visión profética: "Me gustaría que algún
político tuviera la genialidad de proponer como primera condición en su programa
de gobierno, los diez mandamientos, y después todo lo demás. A los hombres se
los puede engañar, se les puede prometer cosas y no cumplir, pero Dios ve el
corazón de los hombres y no lo podemos engañar; si prometemos algo tenemos que
cumplir", dijo en 1999, tiempos en que Menem, por medio de Rodolfo Barra, su
ex ministro Tacuara y del Opus Dei, trataba de trampear la Constitución para
ser candidato a presidente por tercera vez consecutiva.
Desde la Pastoral, el arzobispo reclamó cada vez con mayor insistencia que la
torta de la riqueza se repartiera mejor: "Hay que buscar la limosna de otra
manera, dar la limosna del trabajo. Las grandes y medianas empresas deben reducir
sus ganancias como forma de dejar un margen para ayudar a los más necesitados
frente a esta fuerte realidad de desocupación y pobreza".
El miércoles 5 de abril de 2000, a las ocho de la mañana, mientras daba una
misa en la capilla de las Carmelitas, en Córdoba, Primatesta se cayó redondo
al suelo. El arzobispo emérito fue internado en el Instituto Modelo de Cardiología
para determinar la causa de su desmayo. Los médicos diagnosticaron lipotimia.
Pero su vocero, Guillermo García Caliendo, relató que estaba llevando un intenso
trabajo en la Pastoral Social y dijo que "es probable que su cuadro se deba
a una situación de estrés".
En junio de ese mismo año el veterano purpurado generó polémica en medios políticos,
empresariales, sindicales y también en los eclesiásticos, cuando apoyó la marcha
de la CGT de Hugo Moyano contra el Fondo Monetario Internacional. El gobierno
se molestó, Rodolfo Daer, de la CGT oficial, lo vio como una preferencia por
la otra central obrera, los empresarios se horrorizaron de que apoyara a los
piqueteros y varios obispos señalaron que había sido una infortunada intromisión
en asuntos sindicales.
Primatesta tuvo que salir a aclarar su posición en una rueda de prensa que dio
en Mar del Plata, junto al obispo local, José María Arancedo, y el de Viedma,
Marcelo Melani, en el marco de las Jornadas Sociales que organizan anualmente
la Pastoral Social y el Obispado marplatense. "Yo podría haberme lavado las
manos, pero frente a un pedido de una central obrera y considerando cómo está
la situación social, no lo hice. Pude haberme equivocado, pero Dios también
obra a través de la equivocación de los hombres", dijo.
Primatesta también debió sacar la cara por el secretario de la Pastoral, Guillermo
García Caliendo, a quien había nombrado "observador" de la marcha, pero que
terminó haciendo un encendido discurso de barricada en el acto de cierre. El
Episcopado lo desautorizó severamente y García Caliendo renunció a la Pastoral,
pero Primatesta le rechazó la dimisión. "Le pidieron que hablara y de repente
tuvo que hacerlo. Tengo entendido que repitió palabras del Papa", remató el
cardenal.
No, sin duda, el 2000 no fue un buen año para Primatesta. En octubre, el titular
del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) Horacio Verbitsky, y la abogada
del Servicio de Paz y Justicia (Serpaj) Elba Martínez, le pidieron a la jueza
Cristina Garzón de Lascano que citara en calidad de imputado al cardenal Primatesta
como cabeza de una red de complicidad y encubrimiento que, "desde un sector
de la jerarquía eclesiástica toleró violaciones a los derechos humanos durante
la última dictadura". El CELS pidió además constituirse en querellante en el
Juicio por la Verdad que se instruye en Córdoba para investigar el destino que
tuvieron los detenidos desaparecidos y aportó junto al Serpaj documentos que
probarían la apropiación de menores operada desde la ex Casa Cuna y la existencia
de pequeños campos de detención y tortura dependientes de la Policía de Córdoba,
como la llamada Escuelita El Pilar.
El informe lleva nombres y apellidos: incluye a todo el III Cuerpo de Ejército
de aquella época, desde Luciano Benjamín Menéndez hasta el portero, a miembros
del equipo médico de la ex Casa Cuna y a integrantes de la Iglesia, empezando
por Primatesta, a quien se le imputa haber callado y seguir haciéndolo. "Hace
poco participó de una ceremonia de pedido de perdón, hubiera sido deseable oír
su voz referida a casos concretos, no en forma genérica y abstracta, en la que
pidió perdón por lo que otros hicieron", señaló Verbitskv el 25 de octubre de
2000.
El famoso indulto que Raúl Francisco Primatesta ayudó a promover durante la
presidencia de Menem, no sería de aplicación, y tampoco las leyes de obediencia
debida y de punto final, que por otra parte fueron derogadas, por lo que no
corren hacia delante. La desaparición forzada de personas es un delito que se
perpetúa en el tiempo y la sustracción de menores fue expresamente excluida
de aquellos beneficios. Él lo sabe y lo reconoce.
"La Iglesia es parte de un contexto histórico, hay que ver cómo estaba la sociedad
en esos años espantosos", me dijo. Al margen de los errores y los aciertos,
fue el hombre que con gran muñeca política, se escurrió entre los acontecimientos
más difíciles e importantes de los últimos treinta años de la Argentina. Y los
tiempos oscuros, dejaron su marca. Carismático, seductor, austero y gran intuitivo,
sólo espera el juicio de Dios. Como dice el Eclesiastés:
"Todas las cosas tienen su tiempo, y por sus espacios pasan todas ellas debajo
del Cielo. Hay un tiempo de nacer y un tiempo de morir (...)
Un tiempo de callar y un tiempo de hablar (...) Un tiempo de guerra y un tiempo
de paz".
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