Historia pública y privada de la Iglesia Católica Argentina

Olga Wornat

    

6. El gran jefe

El almuerzo se desarrolló en un salón del Vaticano, entre molduras doradas y cortinados de pana roja, con pastas y buen vino italiano. El secretario de Estado, Agostino Cassaroli, y el cardenal primado de la Argentina, Raúl Francisco Primatesta, terminaron de definir allí los alcances que tendría la segunda visita de Juan Pablo II a nuestro país. El arzobispo de Córdoba había viajado a Roma expresamente para eso, acompañado por su asesor político y financiero, Hugo Franco, luego convertido en director de Migraciones del gobierno de Carlos Menem.
El día anterior, Primatesta y Franco habían almorzado en la residencia del embajador argentino en el Vaticano, Santiago de Estrada, quien le dijo:
–Monseñor, ¿sabe que conocí en Cracovia un lugar maravilloso donde Juan Pablo II tuvo la premonición de que iba a ser Papa? Me contaron que cuando murió Juan Pablo I, él sintió allí el llamado de Dios. ¡Qué lugar! Me emocionó tanto...
Primatesta le arrancó al pan una miguita, la mojó en agua y comenzó a amasarla obsesivamente con los dos dedos, un gesto que le es habitual. No respondió y Santiago de Estrada siguió:
–¡Qué premonición, monseñor! Dicen los que saben que los votos que le faltaron en el 78 se los terminó de ordenar un arzobispo latinoamericano.
Primatesta continuó amasando la miguita y después de unos segundos dijo con una media sonrisa:
–Debe ser muy importante ese cardenal, ¿no? Luego que abandonaron la embajada, Primatesta y Hugo Franco caminaron por las callecitas de Roma y entonces éste le dijo:
–¡Cómo me gustaría conocer a ese cardenal! Me lo tiene que presentar, debe ser un gran poronga ¿no? Primatesta contestó:
–Debe ser... –y sonrió.
Ambos sabían de qué se trataba: aquel arzobispo latinoamericano que decidió la elección fue el mismísimo Primatesta. Se contaba entre los 82 cardenales que participaron de la votación para elegir a Juan Pablo II tras la inesperada muerte de Juan Pablo I, posibilitando así la ruptura de la "rosca" romana que siempre llevaba a un italiano a ocupar el sillón de Pedro.
–¿Su vida antes de esto, cómo era?
–Nací en Capilla del Señor, antiguo partido de Exaltación de la Cruz. En los alrededores había una vieja capillita con una cruz. Era la parada de las carretas que iban para Mendoza o para Córdoba. Mi familia era de inmigrantes italianos, genoveses puros, familia de campo sencilla. Tres hermanos.
–¿Entró joven al seminario?
–Fui primero monaguillo, como se estilaba en aquellos tiempos. Fui al seminario de La Plata cumpliendo 11 años. Y después estudié en Roma, Filosofía y Teología. Durante la guerra volví y después estuve un tiempito en Quilmes. Después fui profesor de Sagrada Escritura y Teología en La Plata. Luego fui a San Rafael, en Mendoza, y más tarde a Córdoba.
–¿Cómo fue que se le despertó la vocación?
–Dios llama como y cuando uno menos lo espera. A mí me llamó, quizá, por el hecho de haber ido de chico a la parroquia. Una vez le pregunté a un periodista qué pensaba cuando veía una mancha en la pared. "Y seguro que hay un caño roto", me dijo. Cuándo se rompió el caño, cómo fue, no sé. Esa mancha de humedad es como mi vocación. Ahí estaba, ahí apareció...
–¿Sus padres le plantearon alguna oposición?
–Mi padre había muerto temprano. Yo nací en el año 30 y mi madre sufría la necesidad de tener que mantener a la familia sola. Me acuerdo que pagaba trece pesos por trimestre en el seminario. Pero quiero decirle que tuve mis dificultades en la adolescencia, en mi juventud, y no entré al seminario con los ojos cerrados. Después todas las dificultades se fueron solucionando.
–¿Nunca tuvo una crisis de fe?
–En el sentido de las exigencias sacerdotales, claro que tuve crisis en su momento. Y Dios siempre me ayudó a superarlas. De fe, nunca he tenido crisis.
–Cuando uno entra tan joven...
–Para eso se requiere una convicción y una fe inquebrantable. Conozco las crisis de los chicos y conozco las crisis de los grandes. Y el superior tiene que acompañar y ayudar. Tuve muy buenos maestros. Monseñor Plaza, por ejemplo, era un maestro excepcional.
–¿Nunca se fijó en una chica, nunca le gustó una mujer?
–Cuando estaba en cuarto grado me gustaba una chica. Cada vez que paso por una placita que estaba cerca de la penitenciaría nacional de la avenida Las Heras, me viene un pantallazo. Había una fiesta de colegio y una chica que me gustaba mucho, tenía 11 años.
–Qué precoz...
–Bueno, en esa época y en todas las épocas es así. Pero nunca me animé a acercarme. Después pasó el tiempo y apareció la mancha de humedad...
–Le habrá tocado que algunos seminaristas hayan venido a plantearle que conocieron a una mujer...
–Lo que pasa es que cuando los muchachos recién ingresan yo hablo con ellos. Les pregunto: ¿qué sentís cuando ves a una mujer?
¿Sentís algo? ¿ Te conmociona? Y si el muchacho me dice que no siente nada, que no se conmociona, yo desconfío de esa vocación. Es más, pienso que no hay vocación. Porque no es normal no sentir nada ante una mujer. ¿A qué viene al seminario? ¿A tapar qué cosa? Es natural que los hombres nos conmocionemos al ver a una mujer, algo nos pasa. Después, en nosotros, el amor a Dios y la espiritualidad nos da otra cosa, sin presiones de ningún tipo.
–Quizá, si la Iglesia desistiera del celibato obligatorio, esas dudas desaparecerían.
–Yo comprendo que el celibato esté en crisis, porque el mundo cambia mucho, pero anularlo sería un gran problema. Yo entiendo que cuando se ama a Dios, se ama a Dios. Y eso va para los hombres y las mujeres, tiene que haber una entrega.
Mantuve este diálogo con Primatesta en Córdoba, en la primavera de 2001, cuando ya no era el gran "cerebro" de la Iglesia Católica argentina, sino un arzobispo emérito. Me impresionó su postura: está enfermo, tiene muchos problemas de salud, pero conserva una dignidad admirable. Se advierte en él a un hombre que vivió a fondo la vida, que vio pasar muchas cosas frente a sus ojos, que fue un gran testigo de la historia. Sin duda, nadie le quita lo bailado. Durante treinta y tres años condujo la Iglesia de Córdoba y desde mayo 1976 hasta diciembre de 1998, fue el Cardenal primado de la Argentina. Lo nombraron cardenal cuando Perón acababa de asumir como presidente. Una foto de archivo los muestra a los dos sonrientes y con los brazos abiertos, en señal de bienvenida mutua, en la Rosada. Y es todo un símbolo: la opinión unánime de amigos y enemigos es que el Cardenal es a la Iglesia lo que Perón al peronismo: el gran jefe. Hoy, aunque está retirado, sigue conservando poder entre sus pares. Es consultado por todos. Quiere mucho a Jorge Bergoglio y aunque no lo dice públicamente, sabe que es su sucesor.
Lo nombraron arzobispo de Córdoba en 1967. Antes de eso, en La Plata, fue vicario de monseñor Antonio Plaza, su maestro, asesor espiritual y mentor de un apodo con el que se lo conoce en las entrañas eclesiásticas: El Pirata. En Roma le decían Furbo, que quiere decir pirata en italiano. Su amigo, monseñor Paul Marcinkus, lo llamaba así. Y a él no le disgusta para nada. Tiene sentido del humor, es ácido y dueño de una fina ironía.
Habla poco y escucha y ausculta obsesivamente al que tiene enfrente. Mira fijo a los ojos de su interlocutor. Lo pone a prueba todo el tiempo. Y sólo después que el otro pasó los exámenes, se abre y confia. Su comunicación es acentuadamente gestual. "Yo tengo códigos", es una de sus frases predilectas cada vez que se refiere a sí mismo.
Nunca usa traje negro, salvo para viajar en avión a Roma. Y le caen mal los obispos que se visten a diario de esa manera. Le encanta la sotana y se siente cómoda con ella. La suya está muy gastada, en algunas partes tiene agujeros y remiendos en los codos, pero no le interesa comprarse una nueva.
Detesta las pompas que rodean al cargo y retira casi con fastidio la mano si alguien intenta besarle el anillo. Vive en Córdoba en un departamento de la Curia, en un segundo piso, a pocas cuadras de la Catedral. Es un reducto pequeño y austero: sala, comedor, baño y un dormitorio con cama de una plaza y un crucifijo detrás. En la mesa de luz están las fotos de sus padres y sobre un pequeño escritorio su máquina Olivetti, con la que contesta todas las cartas que recibe.
Es aficionado a la lectura y al cine. Admira a Santa Teresa de Jesús, autora de sus libros de cabecera, y adora las películas inglesas de espionaje o policiales. Le gusta comer bien, pero se cuida: el cuádruple by pass aortacoronario que le hicieron en julio de 1996 lo obliga a no cometer excesos y a privarse de las grasas. Eso sí: le encantan los buenos vinos tintos, que toma con moderación en el almuerzo y la cena, especialmente desde que se enteró que un par de copas al día son recomendables para el buen funcionamiento cardíaco. Y dicen que es un experto catador.
Durante muchos años, una monja llamada Carmen, que según dicen todos en Córdoba tenía videncias y estigmas –le sangraban las manos– le manejaba la agenda y lo cuidaba mucho. Carmen era una mujer fuerte y atractiva, de gran carisma y que tenía mucha influencia sobre el cardenal. Al punto que algunos le tenían envidia. Le atribuían dones curativos y parapsicológicos, y más de una vez, Carlos Menem, cuando era gobernador de La Rioja, la fue a ver a Córdoba. La mujer vivió en el arzobispado durante años y los que conocen de cerca la historia, le adjudican tintes románticos. Dicen que Primatesta estaba enamorado, platónicamente enamorado de Carmen. Cuando lo vi, le pregunté por ella. Se mostró asombrado por la pregunta y un poco nervioso:
–Carmen fue una gran amiga y compañera... –respondió.
Tenía lágrimas en los ojos. No quiso hablar más.
Muchos hablan del gran atractivo que ejercía sobre las mujeres cordobesas y también le han adjudicado no pocos romances. Platónicos, se entiende.
Primatesta no sólo fue testigo, sino protagonista –a veces de manera principalísima– de los sucesos vividos en la Argentina del último medio siglo. En ese lapso fue cuatro veces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) y durante el resto ocupó un lugar de privilegio. Puede dar testimonio de hechos fundamentales como el Cordobazo y el retorno de Perón, la casi guerra del Beagle –que ayudó a parar– y la de Malvinas, los baños de sangre causados por la Triple A y por los guerrilleros de distinto signo. Vio pasar dos dictaduras militares: la llamada Revolución Argentina y el Proceso de Reorganización Nacional. Almorzó varias veces con el dictador Jorge Rafael Videla y cometió el pecado de no haber roto lanzas con el régimen más sangriento de que tenga memoria el país, pero también salvó varias vidas. Antes y después de eso vivió un cúmulo de elecciones y de gobiernos civiles de diversos signos y tendencias: Campora, Perón, Isabel, Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde, para citar sólo los principales.
Durante más de treinta años fue un equilibrista político en sus relaciones extraeclesiales, pero dentro de la Iglesia operaba tanto por izquierda, con Novak, Hesayne y De Nevares; como por derecha, con Plaza, Aramburu y Tórtolo. Un amigo lo definió como un "esquiador profesional".
Primatesta conoció a Karol Wojtyla en Italia, durante el Sínodo de 1973. Por entonces el arzobispo de Córdoba era presidente de una comisión y el actual Papa era secretario. Luego, como hemos visto, lo ayudó a subir al trono de Pedro. Pero su gran amigo fue el nuncio Pío Laghi. Se conocieron cuando él estudiaba en Roma y desde entonces le tuvo un gran respeto. En cambio, al nuncio que lo sucedió, Ubaldo Calabresi, lo consideraba a la altura de un pizzero napolitano. Una fuente del Episcopado hizo la distinción: "Calabresi le consultaba casi todo pero él no lo soportaba. Para Primatesta, Calabresi era un "chancho envaselinado", que amaba el usufructo del poder. Primatesta ama en cambio el ejercicio del poder", dijo.
El cardenal es básicamente conservador y enemigo de los extremos. Nunca le cayeron bien los tercermundistas, ni tampoco los ultraconservadores. Y hoy sigue conservando muchos contactos en Roma, incluido el propio Wojtyla, que le quedó eternamente agradecido por su voto y tardó cuatro años para aceptarle la renuncia como arzobispo de Córdoba y cardenal primado. Primatesta se la presentó en 1994 al cumplir los 75 años, edad tope instrumentada por Pablo VI para participar del colegio cardenalicio, y Juan Pablo II recién se la aceptó en 1998.
–¿Cómo recuerda los años en que llegó a Córdoba? Eran tiempos muy convulsionados...
–Sí, fueron difíciles. Creo que Córdoba fue uno de los lugares del mundo en donde más fuertes se dieron las discusiones y los cuestionamientos a una Iglesia antigua y una moderna. Y el Papa había elegido una Iglesia moderna, cerca de la gente, sí que Córdoba era un hervidero. El Papa Juan XXIII fue un hombre bueno, un hombre santo. Hizo una revolución en la Iglesia con las reformas del Concilio II. Se creó el Movimiento para el Tercer Mundo, equivocados a tal punto que después se disolvió. Algunos militantes católicos ingresaron a la guerrilla y el país fue un infierno. A mí nunca me gustaron los extremos, nunca. Estaba dicho que todo esos movimientos iban a terminar mal.
–¿Qué hizo durante la dictadura?
–Antes que nada, quiero decirle que nosotros no sabíamos qué pasaba, no sabíamos nada, en el Episcopado. Y yo nunca fui amigo de las declaraciones públicas, ni de tener intimidad con el poder. Hacíamos pedidos y declaraciones por escrito. Así fue que me colocaron una bomba en el Arzobispado y la gente de Menéndez me apodaba el "obispo Rojo". No me importó nada. Ayudé a mucha gente a salir del país, a salvarse.
–La Iglesia pudo haber hecho mucho más, ¿no le parece?
–Nos equivocamos y mucho. Es verdad que podíamos haber hecho más, pero no sabíamos bien qué pasaba. Iba y pedía por alguien, y me mentían. ¿Y yo qué podía hacer? Ellos eran unos sinvergüenzas, no tenían moral. Se la pasaron mintiéndonos. A mí no me gusta hablar de mí, pero Pío Laghi, al que después cuestionaron tanto, personalmente sacó gente del país en el coche de la Nunciatura. Yo sé que fue así. Se arriesgó mucho...


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Muerte anunciada

El sábado 12 de agosto de 1978, en una cálida tarde, mientras en la Argentina se sucedían las detenciones ilegales, en la ciudad del Vaticano unas 300.000 personas colmaron la Plaza San Pedro. Bajando las escalinatas de la basílica había un altar y delante de él, sobre el piso cubierto por una alfombra, un féretro de ciprés con una Biblia encima. Ochenta y dos cardenales, entre los que se encontraba Primatesta, le celebraron misa de cuerpo presente. El Papa Pablo VI, Giovanni Battista Montini, que había fallecido de cáncer el 6 de agosto, fue despedido así de este mundo con aplausos y pañuelos en alto.
Pocos días después, el 26 de agosto, el Concilio Vaticano elegía como su sucesor a Albino Luciani, el austero patriarca de Venecia, quien asumió el domingo 3 de septiembre. Era uno de los cardenales más jóvenes, tenía apenas 65 años, y se preanunciaba que profundizaría la renovación iniciada por Juan XXIII con el Concilio Ecuménico II, hasta el punto de hacer una revolución en el Vaticano. Nada de lujos. La Iglesia iba a ser reencauzada en el camino de Jesús, para servir a los pobres. Y dada su edad, se pensó que lo haría por bastante tiempo. No fue así.
Sorpresivamente, treinta y tres días después de haber sido elegido como el 263 sucesor de Pedro, con el nombre de Juan Pablo I –en honor a Juan el Bueno, que lo había hecho obispo, y a Pablo VI, que lo transformó en patriarca– Luciani murió de causas desconocidas. Tras una cena frugal, consistente en un caldo, un bife, un plato de arvejas y un poco de ensalada, se acostó en la noche del 28 de septiembre y expiró, quizás antes de la madrugada del 29, luego de vomitar sobre sus zapatos.
Unos días antes de que esto sucediera, el astrólogo argentino Herfais –en realidad, Héctor Faisal, hasta hace poco asesor astral de Fujimori– se había presentado ante la revista Siete Días, una de las publicaciones del paquete editorial Abril-Korn, que funcionaba en la esquina de Paraguay y Leandro Alem, en Buenos Aires. Abril y Korn habían sido compradas y fusionadas como Editorial Crea por Celulosa Argentina, que se asoció para esto con la poderosa Rizzoli-Corsera, de Italia, cuyo 42 por ciento de acciones pertenecía ya por entonces al banquero Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano y miembro de la logia masónica fascista Propaganda Due, tema en el que nos explayaremos en el Capítulo 12.
Herfais peleaba por desbancar a Horangel –apócope de Horacio y Angela Groba– en el negocio de los anuarios astrológicos, y procuraba que alguien le hiciera una nota que ayudara a vender su libro de predicciones del año 1979, próximo a salir. Le encomendaron a Ana María Bertolini, redactora especial de la revista, que lo atendiera. La periodista, que creía en muy pocas cosas y para nada en la astrología, lo escuchó y le dijo:
–Mire, a menos que usted prediga algo muy gordo, la guerra atómica, la muerte del nuevo Papa, no veo ningún justificativo para hacerle una nota.
Fue entonces que Herfais respondió:
–Juan Pablo I está en peligro de muerte. Va a ser envenenado, porque su carta natal tiene una fuerte aflicción de Neptuno.
–No me joda.
–Se lo aseguro. Neptuno es un planeta que se relaciona con las drogas, el gas, los venenos, las estafas y los engaños. Marte y Urano, además, se confabulan para que el hecho sea repentino, inesperado. El nació con Neptuno en Cáncer, un signo que gobierna al estómago. Es probable que su muerte guarde vinculación con ese órgano. Sucederá en una semana o dos.
La periodista tuvo la impresión de estar hablando con un extraterrestre que decía cosas en esperanto, pero igual decidió hacerle el reportaje a condición de que repitiera con lujos de detalles lo de la presunta muerte del Papa debida a un supuesto envenenamiento, únicos datos que había logrado asir de esa parafernalia de astros, signos y personajes mitológicos. Herfais se arriesgaba a quedar como un charlatán si no sucedía nada, pero si en verdad alguien intentaba envenenar al Papa, la noticia daría la vuelta al mundo. Escribió la nota, que se acompañaba con la carta natal de Luciani, nacido un 17 de octubre de 1912, y se la presentó al secretario de redacción, Gerardo Heidel, quien la aprobó para que fuera publicada esa misma semana. Sin embargo, como suele suceder en las redacciones, una noticia de actualidad cubrió el espacio destinado al reportaje a Herfais, o por lo menos ése fue el argumento que le dieron a Ana.
–Flaca, lo del Papa lo publicamos en el número que viene –dijo Heidel. En el ínterin, Juan Pablo I murió.
–¿Yahora quién nos va a creer que nosotros sabíamos diez días antes que esto iba a suceder?–le recriminó Ana. La nota nunca se publicó, pero provocó una profunda conmoción entre quienes, dentro de la redacción de Siete Días, habían alcanzado a leerla. Con el tiempo, Ana se puso a estudiar astrología, algo que sigue constituyendo la pasión de su vida, y hoy, con la autoridad que le dan años de investigación acerca de la influencia de los planetas sobre el comportamiento y el destino de las personas, ella también asegura:
–Heríais tenía razón: Juan Pablo I fue envenenado.
No es la única que cree eso. El investigador inglés David A. Yallop indagó en los misterios, aunque ya no astrológicos, que rodearon la muerte de Albino Luciani y la vinculó con la campaña contra la corrupción que lanzó el Papa durante su corto mandato. Alegó a la conclusión de que había sido asesinado. ¿Por quién? ¿Para qué? En su libro ¿Por voluntad de Dios?, Yallop señaló a seis hombres que en 1978 podían haberse beneficiado con esa muerte: el cardenal Jean Villot; el banquero Roberto Calvi; el cardenal John Cody; el empresario Michel Sindona; el obispo Paul Marcinkus; y el "venerable" Licio Gelli, capo de la Logia P2. Los cuatro primeros ya murieron: Villot y Cody de muerte natural, Calvi colgado de un puente y Sindona envenenado en la cárcel. El "venerable" está en Ginebra. Y Marcinkus, el ex banquero del Vaticano, luego de una época en la que no podía abandonar el Vaticano porque la justicia italiana le había dictado la captura, fue trasladado a Massachuset, Estados Unidos. En los tiempos en que tenía a la Interpol detrás, Marcinkus salía del Vaticano disfrazado y se iba a comer a los exquisitos restaurantes cercanos a la Plaza de San Pedro, "Quatro Formaggio", por ejemplo, en compañía de su amigo, el cardenal primado de la Argentina, Raúl Primatesta, que lo visitaba con frecuencia.
–Había que verlo a Marcinkus de sombrero negro de la ancha, barba postiza y envuelto en una capa negra para que no lo reconocieran... –dicen fuentes vaticanas.
Su amigo se salvó de ir a prisión porque la Santa Sede accedió a pagar los trescientos millones de dólares que se le reclamaban a la Iglesia por su participación en los oscuros negocios del Banco Ambrosiano, del que Calvi era presidente.
¿Qué asidero tiene lo que dice Yallop acerca del asesinato del Papa? Hay que reseñar en su favor una impresionante escalada de aciertos: en su primer libro, titulado Para alentar a los otros, obligó al gobierno británico a reabrir el caso de asesinato Graug-Bentley, que se había considerado resuelto y cerrado veinte años antes; con el segundo, El día que cesaron las risas, aclaró un asesinato que había quedado sin resolver durante medio siglo; el tercero, ¿Más allá de toda duda razonable?, condujo a la liberación de un inocente condenado a perpetua por doble asesinato y al que debieron indemnizar con un millón de dólares; y el cuarto, Líbranos de todo mal, condujo a la cárcel al camionero Peter Sutcliffe, el descuartizador de Yorkshire. ¿Por voluntad de Dios? fue escrito en 1984 y hasta ahora nadie marchó preso por el crimen de Albino Luciani, pero... ni la Iglesia se lo refutó.
Si algo distinguía al papa Luciani era su tremenda humildad y su alegría. Era capaz de bromear sobre sí mismo o sobre los cardenales que lo eligieron: "Que Dios los perdone por el pecado de haberme elegido... ", les dijo cerrándoles un ojo. Pero tenía la firme convicción de llevar adelante una nueva era en la Iglesia católica: "Nuestro esfuerzo no faltará", prometió.
Fue también el primer Papa con nombre compuesto: "No tengo la sabiduría de corazón del Papa Juan ni la cultura y la preparación del Papa Pablo, pero estoy en el lugar de ellos. Debo servir a la Iglesia. Espero que todos me ayuden en sus oraciones". Y el primero en no ceñirse a la costumbre de almorzar solo tras la ceremonia de asunción, algo impuesto para no tener que dar la visión pantagruélica de un enorme banquete, pero él salió a los pasillos en busca de cuanto cardenal deambulara por allí y lo invitó a la mesa. Uno de esos comensales fue Primatesta. "¡Miren si voy a comer solo...!" –dijo divertido. Por fin, fue también el único que renunció a la tiara, esa pesada y rica corona de piedras preciosas que obliga a los papas a andar con la cabeza gacha como pidiendo perdón por tanto oropel. Tamaño gesto de humildad conmovió a todos.
Ya como patriarca de Venecia, había ordenado que todos los templos que estaban bajo su jurisdicción vendieran cuanto oro tuvieran , incluidas tiaras y diademas, y cedieran el dinero conseguido al centro Don Orione de minusválidos. También puso a la venta la cruz y la cadena de oro que habían pertenecido a Pío XII y que el papa Juan XIII le había regalado al nombrarlo obispo; y otra valiosa cruz y el anillo, que eran de Juan XXIII, y que Pablo VI le había obsequiado cuando visitó Venecia en 1972.
Según Yallop, Juan Pablo I prometía un aggiornamiento mayúsculo de la Iglesia, hasta aceptar la píldora anticonceptiva, entre otros métodos, para controlar la natalidad.
En 1963, una comisión de 68 miembros, conformada por laicos católicos, curas, abogados, médicos y teólogos –que había sido convocada por Pablo VI para que lo asesorara sobre la posición de la Iglesia al respecto– había producido un informe que por 64 votos contra 4 aprobaba el uso de la píldora como anticonceptivo. "La banda de los cuatro" como los llamó Yallop, se oponía sin haber logrado citar a su favor un sólo párrafo de las Escrituras, ni de la ley natural, que contrariara la decisión mayoritaria; sólo unos edictos papales coincidían en condenar el control de la natalidad. Mientras tanto, en pleno auge de la liberación sexual, millones de mujeres católicas esperaban que alguien les respondiera que no estaban en pecado mortal por tomar la píldora de progesterona que acababa de aparecer.
Pero Pablo VI se tomó su tiempo. Leyó el informe de la mayoría y también el de los irreductibles, y resolvió consultar con las diversas regiones de Italia, incluida Venecia. Luciani, que por entonces aún no era patriarca, fue elegido para elaborar el informe de los obispos del Véneto, porque conocía el tema en profundidad, había dado varias conferencias, consultado a muchos especialistas y, sobre todo, auscultado los problemas de subsistencia que tenían las familias pobres, inclusive la suya, ya que su hermano tenía diez hijos. Según Yallop, Luciani recomendó al Papa que la Iglesia católica aprobara el uso de la píldora anticonceptiva que había desarrollado el profesor Pincus: "Esta píldora –decía el informe– debería convertirse en la píldora católica para controlar la natalidad". El investigador sostiene que Pablo VI tuvo palabras elogiosas sobre ese informe y que llegado el momento lo nombró patriarca de Venecia.
Nadie sabe qué torció la voluntad de Pablo VI, sin embargo. Su encíclica Humanae vitae, publicada el 25 de julio de 1968, con una demora de cinco años, declaró que los únicos métodos considerados válidos eran la abstinencia y el rítmico, lo que increíblemente sigue vigente hasta hoy –en pleno siglo XXI– y sólo ha conseguido que un número cada vez más creciente de católicos desconozcan esa ley y usen la píldora, el diu y el preservativo, porque no es cuestión que por voluntad del Papa uno se muera de Sida o dé más hambrientos al mundo.
Como secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Villot había tenido acceso al informe del Véneto y se había mostrado muy contrariado, ya que no compartía en absoluto semejante liberalidad. Cuando Luciani ascendió al papado, la contrariedad se convirtió en alarma. Según Yallop, "menos de doce horas antes de morir Luciani le había comunicado a Villot que iba a ser sustituido de inmediato por (Giovanni) Benelli. Ahora, con la muerte del papa, Villot no sólo se aseguraba de que permanecería en el cargo hasta que se eligiera sucesor, sino que asumía de nuevo el papel de camarlengo, lo que le colocaba temporalmente al frente de la Iglesia".
Como secretario de Estado, Villot también sabía que el cardenal John Cody y el obispo Paul Marcinkus iban a ser destituidos por Luciani, quien había manifestado que no movería un dedo para evitar que fuesen a prisión. La destitución de Cody era reclamada desde hacía años por religiosos y laicos de Chicago, por sus turbios manejos financieros, ya que no había forma de hacerle rendir cuentas acerca del destino de los millones de dólares que anualmente ingresaban a esa poderosa arquidiócesis, y que no iban precisamente a los pobres. Lo de Marcinkus era todavía peor: era titular de Istituto per le Opere di Religioni (IOR) del Vaticano y estaba estrechamente vinculado al tráfico de divisas, a la banca offshore y al lavado de dinero de la maffia, a través de Sindona, Calvi y Gelli, todos de la Logia P2, quienes eran sus socios.
¿Cómo mataron a Juan Pablo I? Yallop esboza la teoría del digital, entre más de doscientas drogas probables, porque es insípida e inodora, y puede ser agregada al agua, a la sopa o a cualquier alimento sin que nadie se dé cuenta. En apariencia, la persona da la impresión de haberse muerto de un paro cardíaco. La muerte se produce dentro de las seis horas de ingerida. Quien lo hizo previo que Juan Pablo I estuviese ya acostado cuando eso sucediera. Yallop cuenta:
"A las cuatro y media de la mañana del viernes 29 de septiembre, la hermana Vicenza llevó un café al estudio del Papa, como era lo habitual. Unos instantes después la hermana golpeó la puerta del dormitorio del Papa y llamó: "Buenos días, santo padre". Por un vez no obtuvo respuesta. (...) La hermana Vicenza trabajaba con Luciano desde 1959, cuando éste era obispo de Vtttorio Véneto. Ni una sola vez en dieciocho años se había quedado dormido. (...) Por el resquicio de la puerta salía una línea de luz (...) Cuando por fin la hermana abrió la puerta, vio a Albino Luciani sentado en la cama. Llevaba puestas las gafas y sus manos sujetaban unas hojas de papel. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha y entre sus labios separados asomaban sus dientes. Sin embargo, no se trataba de la cara sonriente que tanta impresión causaba entre las muchedumbres. No era una sonrisa lo que mostraba el rostro de Luciani, sino una expresión indudable de agonía.
Mientras Luciani era elegido Papa, y moría, en la Argentina el llamado Proceso de Reorganización Nacional (PRN) hacía estragos. Se protagonizaban secuestros, había miles de desaparecidos, los centros clandestinos de detención y tortura se contaban por centenares.
A Jorge Rafael Videla, presidente de facto, le aconsejaron no ir a la asunción de Juan Pablo I porque tendría que dar explicaciones a la prensa europea, en un momento en que la imagen exterior del gobierno era pésima, pero fue igual. "Vine a dar la cara por la Argentina", dijo, y tuvo razón porque en todas las entrevistas fue infaltable el tema de los derechos humanos. Se la banco porque lo que le interesaba era ejercer una diplomacia cara a cara con el Vaticano, que no pudo ser, al menos no con Albino Luciani. Nunca imaginó que el Papa iría a morir tan pronto. Él no consultaba con astrólogos.
Tampoco había tenido suerte con Pablo VI. En septiembre de 1976, al recibir las cartas credenciales del embajador argentino Santiago de Estrada, este Papa le exigió al gobierno de la dictadura que diera una "explicación adecuada" del asesinato de cinco sacerdotes y seminaristas palotinos, sucedido en la parroquia de San Patricio, en el barrio de Belgrano; y del secuestro y muerte de otros dos sacerdotes en La Rioja, que se sumaban al "accidente" mortal sufrido en la ruta por monseñor Angelelli.
El 29 de septiembre Videla se vio precisado a ofrecer un almuerzo a las autoridades del Episcopado argentino, cuyo titular, el cardenal Primatesta, ya le había hecho saber también su "inquietud y desasosiego" por aquellos crímenes en un encuentro previo con la junta militar. Esta vez la mesa incluyó a los representantes de los restantes credos, ya que la Daia, especialmente, había denunciado que miembros de su colectividad venían siendo víctimas de atentados terroristas, se quejaba de que proliferaba literatura de corte nazi fascista en el país y no había cesado en demandar la liberación de Jacobo Timerman, preso dilecto del general Ramón Camps.
Sin duda, en un momento en que el Parlamento no funcionaba y en el que los partidos políticos y los sindicatos habían sido condenados a receso forzoso, las opiniones que se vertían desde los pulpitos adquirían particular importancia. Virtualmente todos los domingos, curas, obispos y arzobispos comentaban ante miles de fieles las alternativas que vivía el país. En líneas generales esas opiniones tendían a respaldar el proceso que se estaba llevando a cabo, pero al mismo tiempo se formulaban comentarios críticos, que pasaban por la violencia y la retracción económica que soportaba la ciudadanía, y también los hombres de la propia Iglesia.
En la mesa con Videla se sentaron el gran imán sheik Ahmed Abo-El Ola Jalil, supremo sacerdote islámico; el gran rabino Salomón Benhaumu Anidjar; monseñor Timoteo Negropontis, de la Iglesia Ortodoxa Griega; Platón Udovenko y Athanasios Martos, ambos obispos de la Iglesia Ortodoxa Rusa; los archimandritas Juan Abud, por la Iglesia Ortodoxa de Antioquía, y Kissag Mouradian, por la Iglesia de Armenia; el reverendo Ricardo Stanley Cutt, por la Iglesia Anglicana; el pastor Gabriel Baccaro, por la Federación de Iglesias Evangélicas de la Argentina; el arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu; y monseñor Raúl Primatesta, por la CEA. A este último le tocó bendecir los alimentos: budín tricolor, turbante de pejerrey y omelet surprise. Al rabino se le ofreció otro menú preparado según su rito, celosamente cumplido a través del sellado de los platos. A Videla sólo lo acompañó el secretario General de la presidencia, José Villarreal. Por supuesto, se convocó a toda la prensa extranjera para que fotografiara y diera testimonio del cónclave, único en su género, según contaron.
Al salir, Primatesta afirmó: "Ha sido una reunión muy cordial, muy clara. Diría más: se apartó de lo protocolar para ser fraternal. Hablamos sobre problemas generales". El gran rabino dijo estar "congratulado "por haber compartido la mesa con Videla y monseñor Negropontis aseguró que "observamos con alegría que el gobierno esté trabajando sistemáticamente por un futuro mejor con paz y seguridad para todos. Coincidimos con esto porque los miembros de mi comunidad somos trabajadores y amamos la paz, la disciplina y el orden ". Afuera, claro está, la Argentina sangraba.
No fue aquella la única vez que Primatesta comió con Videla, por el contrario, encabezó numerosísimos almuerzos con los capitostes de la dictadura y muy pocas veces dijo de qué se había hablado, pero era notorio el interés del dictador por lograr que la Iglesia no le pateara el tablero, al margen de lo que pensara Primatesta en la intimidad. Por el otro lado, pese a contar con información privilegiada sobre la sistemática violación a los derechos humanos, Primatesta privilegió el diálogo antes que la denuncia pública, algo que sus críticos le achacan hasta hoy.


Manga de zurdos

El tercer concilio de la Iglesia de América Latina iba a desarrollarse en Puebla, México, entre el 11 y el 28 de octubre de 1978, pero fue interrumpido por la muerte del Papa Luciani. Juan Pablo II debió decidir sobre la oportunidad de su realización, a poco de asumir. Trescientos cincuenta millones de habitantes, novecientos obispos –el tercio del episcopado mundial– reagrupados en veintidós conferencias episcopales, y una enorme y creciente cantidad de comunidades de base, catequistas, religiosos o laicos constituidos en pastores de la palabra, que irían a deliberar sobre el "Presente y el futuro de la evangelización en América Latina", daban cuenta de su importancia. La anterior conferencia episcopal había tenido lugar diez años antes en Medellín, Colombia, y la de Puebla se proponía retomar los temas debatidos anteriormente y asumir nuevos compromisos sobre la inspiración del Evangelio de Jesucristo.
Juan Pablo II no perdió el tiempo y ordenó que se hiciese de inmediato. Fue al comenzar el verano de 1979. Y el Papa polaco – un viajero incansable, como lo demostraría de allí en más– marchó para allá, suscitándole un problema mayúsculo al PRI, el partido supuestamente de izquierda que gobernó ese país por más de treinta años, ya que en México existía la prohibición de dar oficios religiosos fuera de los templos, y con Wojtyla allí no iba a haber forma de hacer entrar a todos en un lugar cerrado. En tanto, desde Argentina, la gente del Opus Dei y los círculos allegados a las Fuerzas Armadas, que dueños del país habían desatado la más terrible dictadura de la que se tenga memoria en la Argentina, le atribuían a Puebla el calificativo de "manga de zurdos".
Uno de los prelados que participó activamente en las Reuniones del Episcopado realizado en México fue monseñor Eduardo Pironio, compañero de Primatesta, a quien Alfonsín quiso, sin conseguirlo, traer de Roma para tenerlo como arzobispo de Buenos Aires, ya que se contaba entre los muy pocos cardenales progresistas. En los años setenta, durante la dictadura militar, Pironio era obispo de Mar del Plata. Una bomba en la parroquia mató a Marta María Maggi, decana de Ciencias Humanas de la Universidad Católica. Pironio quiso entonces que el Episcopado denunciara las incipientes matanzas, pero varios obispos respondieron golpeando la mesa con sus manos para no dejarlo hablar. El papa Pablo VI decidió que era conveniente alejar a su amigo de la Argentina y lo llevó a Roma. Fue así como Pironio se salvó de seguir el camino de moseñor Angelelli.
En un reportaje que la revista Familia Cristiana le hizo a Pironio poco después de la conferencia de Puebla, éste sostuvo que si bien "los religiosos optan por Jesucristo pobre, que se manifiesta, se encarna en los más necesitados (...) no se trata de un liderazgo social o político, sino que es a partir de un compromiso evangélico y de un verdadero testimonio de Jesucristo".
"O sea que la opción por los más necesitados no es revolucionaria, no es clasista, subversiva ni agresiva, sino que es vivir a fondo el espíritu de las Bienaventuranzas y el espíritu de la pobreza –explicó–. Ya no se trata de predicar las Bienaventuranzas un poco en el aire. Se trata de ver qué significa tener hambre y sed de justicia aquí. Ser constructores de paz aquí. Encamar el sentido del Evangelio aquí."
Precisamente, el "progresismo" de Puebla consistió en comprender que la Iglesia es el Pueblo de Dios en marcha, que va peregrinando en la historia del mundo hacia el Reino de Dios y que esa imagen pone necesariamente el acento en un conjunto histórico, dinámico, que transita en suelo y tiempo de hombres, y exige un compromiso.
Los religiosos y religiosas, que forman legión en América latina, son el sector más numeroso de la Iglesia activa y militante del continente y también el más comprometido y solidario con los gozos y esperanzas de sus pueblos, y en su mayoría han hecho su opción por los pobres. El acercamiento que tienen con los más necesitados es mucho más franco y cotidiano que en otras latitudes, simplemente porque ésa y no otra es la realidad con la que conviven. Por supuesto, hay ciertos niveles de confrontación con las jerarquías, de común más alejadas de la miseria. Pero en Puebla se entendió que eran superables mediante la práctica del pluralismo. Como se lee en uno de sus documentos de trabajo, la Iglesia exige "oración que conduzca a comprometerse en la vida real y vivencia de la realidad que exija momentos fuertes de oración". Estigmatizarlos como "manga de zurdos" fue una simplificación de mentes cerradas a la evangelización.
En febrero de 1979, la III Conferencia Episcopal de Puebla de los Angeles dio a conocer su mensaje a la Iglesia Latinoamericana, que en parte fue un sonoro cachetazo al primer mundo y un llamado de atención a esa parte de la Iglesia llena de oropeles y tan lejana a Jesucristo. Algunos de sus párrafos esenciales fueron éstos:

"Un hombre que lucha y sufre y a veces desespera, no se desanima jamás, y sobre todo quiere vivir el sentido de su filiación divina. Por eso se empeña en que sean reconocidos sus derechos, que la vida no le resulte una especie de abominación y que la naturaleza, obra de Dios, no sea devastada contra sus legítimas aspiraciones."

"Hermanos, no os impresionéis con las noticias de que el episcopado está dividido. Hay diferencias de mentalidades y de opiniones, pero vivimos en verdad el principio de la colegialidad, complementándonos unos a los otros, según las capacidades concedidas por Dios. Y solamente así podremos enfrentar el gran desafio de la evangelización en el presente y el futuro de América Latina (...)"

"Sin duda falta mucho por hacer para que la Iglesia se muestre más unida y solidaria. El temor al marxismo impide a muchos enfrentar la realidad opresiva del capitalismo liberal. Se puede decir que, ante el peligro de un sistema de pecado, se olvida de denunciar y combatir la realidad implantada de otro sistema de pecado. Es preciso dar toda la atención a éste, sin olvidar las formas históricas del marxismo, ateas y violentas (...)"

"Os invitamos a ser los constructores abnegados de la "civilización del amor" (Pablo VI) inspirada en la palabra, la vida y en la acción plena en Cristo, o basada en la justicia, la verdad y la libertad (...)

"Una civilización de amor repudia la violencia, el egoísmo, el desperdicio, la exploración de los desatinos morales (...)"

"Exige a los hombres, por los argumentos más evidentes, que las violencias físicas y morales, las manipulaciones del dinero, las exageraciones del sexo, la violación de los preceptos del Señor, no sean practicados, porque todo aquello que afecta la dignidad del hombre hiere, de algún modo, al propio Dios (...)"

"Una civilización de amor repele la subordinación y la dependencia perjudicial de la dignidad de América Latina. No aceptamos una condición de satélite de ningún país del mundo, ni tampoco de sus propias ideologías. Queremos vivir fraternalmente con todos, porque repudiamos los nacionalismos estrechos e irreductibles. Pero ya es tiempo de avisaros, en cuanto a América Latina a los países desarrollados, que no nos movilicen, no obstaculicen nuestro desarrollo, no nos exploten, sino que por el contrario nos ayuden, con ánimo superior, a vencer las barreras de nuestro subdesarrollo, respetando nuestra cultura, nuestros principios, nuestra identidad, nuestras potencialidades naturales. Dentro de ese espíritu creceremos juntos como hermanos, miembros de la misma familia universal."

De regreso, el 25 de mayo de 1979, el reverendo Sean O'Malley, vicario episcopal de la Catedral de San Mateo de Washington, dijo en su homilía que "en Puebla, cuando cesó el trueno de las vivas por la visita del Papa, se escuchó el llanto y rechinar de dientes de las Madres (de Plaza de Mayo) que habían acudido a la asamblea de pastores (...) El sufrimiento de familiares de personas desaparecidas es un escándalo que requiere que el gobierno argentino actúe enseguida para descubrir la suerte de los desaparecidos y asegurar las garantías constitucionales para cada ciudadano".
De vuelta, aquí en la Argentina, si algún obispo dijo algo semejante, no se lo publicaron.


El juego de la guerra

Muy lejos de la civilización del amor o del crecer juntos como hermanos, y por el contrario, cebados por su éxito contra los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), a algunos militares argentinos se les había ocurrido por 1978 jugar a la guerra con Chile en busca de un bronce imposible, como se corroboró unos años después, en nuestra confrontación contra el imperio británico. Si Malvinas, en 1982, fue la obra de un general borracho que creía que las guerras se ganaban con "diez mil calzoncillos largos y diez mil borceguíes" (Galtieri dixit) la que se insinuaba con Chile en 1978 por el canal de Beagle, era propiciada entre otros por un almirante aprendiz de Goébbels que soñaba con llegar a presidente, desafiando el estigma "gorila" que pesaba sobre sus charretillas.
Lo había intentado todo para conseguir el apoyo de las multitudes, desde un romance con Isabelita presa en El Messidor, hasta la creación de un movimiento político propio. Pero como bien había dicho Perón: "Este muchacho tomó el tren equivocado, debía haberse subido al que va al Colegio Militar". La única que le quedaba al entonces almirante Emilio Eduardo Massera era hacerle la guerra a Chile, a condición de triunfar.
Pero al muy "católico" de Videla, eso no sólo no lo convencía, tampoco le convenía. Él también veía que la lucha armada contra la subversión ya estaba ganada. Con ese objetivo cumplido, hacía falta entonces darle al Proceso una salida política, pero ni ahí que se la regalaría a Massera. Si el Proceso iba a tener un heredero que ganara las elecciones, sería un hombre de chaqueta verde oliva y no azul. El general Villarreal había ideado un plan que entusiasmaba a Videla: una incorporción paulatina de los civiles al gobierno, aprovechando las simpatías surgidas de los buenos resultados del Mundial de fútbol, consistente en una apertura gradual con elecciones escalonadas, que comenzarían por los municipios hasta culminar con las presidenciales.
La cuestión límitrofe con Chile, un país arrinconado entre el océano Pacífico y los Andes, era un problema de nunca acabar –los vecinos pujarían siempre por traspasar la cordillera– pero jamás se había ido a la guerra para ponerle fin. Si en 1847 Chile se declaró con total desparpajo dueño de todo el estrecho de Magallanes y de Tierra del Fuego, para 1876, su gobierno decía estar en posesión de toda la Patagonia, desde la cordillera al Atlántico, al sur del río Negro. Sin embargo, todas las cuestiones habían sido subordinadas pacíficamente a arbitrajes y pactos, y solucionadas.
Así fueron resueltas las querellas por la Puna de Atacama, el hito de San Francisco, los potreros de Mendoza, los valles de la Patagonia, el estrecho de Magallanes, el seno de la Última Esperanza y el cabo Espíritu Santo. Sin embargo, entrado el siglo XX el conflicto por el canal de Beagle y la soberanía sobre tres islotes al sur de Tierra del Fuego, había quedado pendiente y sin vías de solución, sobre todo porque el tema tenía su influencia respecto a los reclamos de ambos países sobre su sector antartico, y porque había en juego una porción del océano Atlántico.
En julio de 1971, durante el tercer round del régimen de la llamada Revolución Argentina, esto es, en la gestión del general Alejandro Agustín Lanusse, había sido firmado en el Reino Unido un acuerdo entre los dos países para un arbitraje internacional por el Beagle. La reina británica Isabel II entregó el 2 de mayo de 1977 a los diplomáticos de Argentina y Chile el fallo del tribunal, que fue constituido por cinco jueces de otras tantas naciones: Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Suecia y Nigeria. El resultado del laudo resultó contrario a los intereses de la Argentina: le concedía a Chile las tres islas reclamadas –Nueva, Picton y Lennox– el Cabo de Hornos y además una proyección sobre el Atlántico que ni siquiera había pedido; y daba nueve meses de plazo para instrumentarlo. En Argentina se empezó a hacer correr la voz de que el veredicto era un cobro de facturas de Londres por nuestro reclamo de soberanía sobre Malvinas y se pensó que el gobierno británico tenía algún tipo de arreglo con el dictador Augusto Pinochet respecto a la Antártida, o bien para tenerlo de amigo estratégico en el sur, algo que se comprobó luego, durante la guerra por las islas. Entonces Chile se cobró la factura del Beagle, sirviendo de espía a los británicos.
Hacia la Navidad de 1978, una guerra de consideraciones estuvo a punto de estallar entre Argentina y el país vecino. Desde la Armada, por los motivos apuntados, la fogoneaba Massera por medio del comandante Armando Lambruschini, ya que aquel había pasado a retiro en septiembre; y por el lado del Ejército, se perfilaban como halcones cuatro jefes. Guillermo "Pajarito" Suárez Masón, al frente del I Cuerpo con asiento en Buenos Aires era uno de ellos. José Antonio Vaquero, del V Cuerpo con asiento en la Patagonia, y el sanguinario general Ramón Camps, por entonces jefe de la policía bonaerense y luego sucesor de Suárez Masón en el I Cuerpo, también eran de la partida de los duros. El cuarto era el inefable Luciano Benjamín Menéndez, del III Cuerpo con asiento en Córdoba. Éste era tan de derecha que, haciendo un juego de palabras con el apellido Primatesta, se había permitido bautizar al arzobispo como "Testa roja", porque sin duda, desde su óptica, hasta el más conservador era un zurdo. Primatesta nunca se llevó bien con los titulares del III Cuerpo. En julio de 1971, bajo el gobierno militar de la Revolución Argentina, casi marchó preso. Sucedió que un centenar y medio de cristianos, en representación de los diecisiete barrios más pobres de Córdoba, fueron al Arzobispado un viernes por la noche a interesar a Primatesta en la situación creada por el alza de los precios. Había entre los visitantes mujeres y niños, hombres sin trabajo, religiosas y curas, algunos del Movimento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que hacían su apostolado en esos sectores marginales. Primatesta estaba en antecedentes de que vendrían y los recibió de buen grado, abriendo las puertas del Arzobispado. En los balcones algunos de ellos se hacían ver con carteles que decían: "Como pobres, como pueblo, como Iglesia, gritamos nuestra hambre". En otro se leía: "Un general gana 500.000 pesos por mes y un obrero 40.000". El resultado fue que el comandante del III Cuerpo del Ejército, Alcides López Aufranc –el famoso "Zorro de las Pampas" del enfrentamiento entre Azules y Colorados de 1962– interpretó que se trataba de un hecho subversivo y dirigió personalmente un rápido y espectacular operativo represivo, mientras Primatesta gritaba a voz en cuello: "Juro que yo no llamé a la policía", lo cual era muy cierto. En el comunicado del comando se aseguraba que el Arzobispado había sido "ocupado" por "sacerdotes que pertenecen al movimiento político del Tercer Mundo". Ocurría que unos días antes, en Carlos Paz, los curas de MSTM se habían reunido para ratificar su repudio al Gran Acuerdo nacional y a las estructuras vigentes. Primatesta salió y le exigió a López Aufranc que se retirara, pero éste no le hizo caso y comenzó a desalojar y detener a la gente. Hombres, mujeres, monjas, curas y hasta un niño de 11 años, sobrino del obispo de Catamarca, monseñor Torres Frías, fueron subidos a camiones del Ejército y conducidos a la comisaría. "Monseñor, usted va a padecer los efectos de los gases", le alertó el general, cuando Primatesta quiso volver a entrar al Arzobispado. "Esta es mi casa y yo también quiero padecer la acción de los gases", le respondió. Una vez adentro, el arzobispo les explicó a sus visitantes que si no salían iban a sacarlos por la fuerza. "Vamos detenidos. Si nuestro delito es ser pobres, lo haremos gustosos como testimonio de cristianos", accedieron. "¿Quieren que los acompañe?", preguntó Primatesta. "¡Monseñor, usted no!", exclamó el cura Acha. Primatesta miró a D'Antona, su vicario, y le dijo: "Si querés ir vos, te lo pido". "Sí, quiero ir", respondió y abrió de par en par la puerta para que salieran los manifestantes. Luego, en la comisaría, le dijeron que se fuera, pero el vicario se negó y entonces le hicieron firmar un documento que decía: "Conste que monseñor Felipe D'Antona no ha sido detenido, sino que él se considera auto detenido por estar consustanciado con este movimiento de protesta". Se esperaba, después de tan desmesurado episodio, que Primatesta pidiera la excomunión de los represores; después de todo, en 1955, por un hecho mucho menor como fue la detención y expulsión de los obispos Tato y Novoa, Perón fue excomulgado. Pero no sucedió nada parecido. Tampoco hubo desapariciones, porque en aquel tiempo no se las hacía. Lo único que pasó fue que de ahí en adelante, mientras el "Zorro de las Pampas"estuvo como comandante del III Cuerpo, Primatesta se abstuvo de concurrir a ningún acto oficial.
Videla prefería otras vías menos duras que las de Suárez Masón, Vaquero, Menéndez o Camps para solucionar el conflicto por el Beagle y se reunió dos veces con Pinochet para tratar de llegar a un arreglo. Fuera de la guerra había tres posibilidades: la Corte Internacional de La Haya, la mediación de algún país neutral, o un arreglo bilateral, y Videla se inclinaba por esto último. Una de esas reuniones tuvo lugar en Plumerillo, Mendoza, el 19 de enero de 1978; y la otra un mes después, en Puerto Montt, Chile, el 20 de febrero. En la primera Pinochet se mostró dispuesto a cederle algo a la Argentina, si no aquellas islas, sí una divisoria que a partir de las 12 millas al oeste de la isla Nueva, descendía tocando las islas Evout y Barnevelt –constituidos en hitos de tierra– tocaba el Cabo de Hornos y aparentemente seguía en línea recta hacia el sur, sobre ese meridiano.
En El último de facto, su autor y protagonista, el general Reynaldo Bignone, cuenta que en esa ocasión Pinochet dibujó un garabato que pretendía ser un mapa con un proyecto de línea divisoria entre los dos países, que pasaba por la isla Nueva, descendía por Evout y Barnevelt, donde tocaba tierra, y de allí bajaba directamente 200 millas hacia el sur, sin tocar el Cabo de Hornos. Dice Bignone:
"Según el relato de Videla, mientras Pinochet dibujaba, él le dijo cuando estaba apoyando el lápiz en Barnevelt:
"–Doble al oeste, hasta el cabo de Hornos...
"Con una sonrisa, el otro continuó el trazado que tenía pensado, mientras le explicaba:
"–Si le hago caso a usted, cuando vuelvo a Santiago me derrocan."
Según Bignone, ese gráfico no tuvo valor jurídico pero sí importancia política ya que "el cardenal Samoré lo tuvo en cuenta. Conviene retener el dato dado que, dentro de las posiciones chilenas, también es lo más parecido a la propuesta papal".
El caso fue que en la reunión del 20 de febrero, el dictador trasandino se despachó con un encendido discurso –pese a que se había convenido que no los hubiera– de tono jurídico político que Videla no estaba en condición de discutir y que no dejaba ninguna posibilidad de arreglo.
"El laudo arbitral no está en discusión, ya que cualquier acuerdo al que se llegue no afectará los derechos reconocidos a Chile por el laudo", concluyó Pinochet.
Entre medio, el 25 de enero, pocos días antes de que venciera el plazo otorgado por el tribunal arbitral, Argentina había desconocido el laudo basándose en defectos de fondo, ya que si bien estaba expresamente acordado que éste no podía pronunciarse sobre las islas que caían fuera del "martillo"–Evout, Barnevelt, Deceit y Hornos– había pegado un fuerte martillazo incursionando sobre ellas y el Atlántico sur.
Si en aquella última reunión de Puerto Montt Pinochet dejó a Videla pagando la factura de su ingenuidad, en casa no le esperaban mejores nuevas: el 22, desde Río Grande, hacia donde había viajado ex profeso acompañado por varios periodistas, Massera contrapuso al papelón presidencial su figura de gran defensor de la soberanía argentina, y exclamó: "¡Se acabó el tiempo de las palabras! No vamos tolerar mutilaciones territoriales ni vamos a aceptar injustificadas mutilaciones a nuestra soberanía marítima".
De allí en más se vivió la cuenta regresiva, sólo cortada por el Mundial de Fútbol 78, que le dio un discutido triunfo a la Argentina –siempre se dijo que el seleccionado de Perú se "vendió"– lo cual sirvió para que por un tiempo, una mayoría completamente cholulizada, se olvidara de los desaparecidos, los torturados, el Beagle y también de las Malvinas, aunque para esto último hizo falta otro Mundial, el de 1982. El fallecimiento del Papa Pablo VI, la elección y muerte de Juan Pablo I y la nueva fumata a favor del cardenal polaco Karol Wojtyla, quien asumió como Juan Pablo II, prolongaron aquella distracción por el horror interno.
En los primeros días de diciembre de 1978, la CEA, que se había reunido en San Miguel bajo la presidencia de Primatesta, dio a conocer un documento titulado La paz es obra de todos, que apuntaba tanto a entendernos con los chilenos como a la búsqueda de una imposible reconciliación nacional, y de paso a exculparse por sus silencios. Aunque tarde, la Iglesia buscaba parar la mano de la tortura y la represión ilegal, le reclamaba al gobierno que blanqueara a los desaparecidos y a la vez, intentaba frenar la guerra que sabía se avecinaba para la Navidad. Algunos de los párrafos más sobresalientes fueron los siguientes:
"Nos referimos en este mensaje al tema de la paz, tan necesaria en el orden interno de nuestro país y en el plano internacional (...) Hablamos no porque nos sintamos mejores que los demás, ya que conocemos nuestras deficiencias y limitaciones. Ni lo hacemos pensando que en nuestra Iglesia no haya fallas, que debemos humildemente reconocer y procuramos día a día superar. Hablamos porque somos servidores y ministros de la palabra de Dios (...)
"(La paz) San Agustín la definió como (La tranquilidad en el orden). De ella dice el Libro Sagrado que "es obra de la Justicia". Por su misma naturaleza la paz equilibra interiormente al hombre y, al igual que el orden moral, abarca todos los estratos de la vida humana.
"Chile y Argentina, pueblos hermanados en la fe y en la historia común de libertad, vienen dando muestras de cordura y sensatez, en procura de la paz, a pesar de todas las dificultades y de los innumerables escollos del camino (...) Lograr la paz no sólo serviría a nuestros dos pueblos, sino que señalaría al mundo conflictuado en tanto lugares, el camino más apto para alcanzar la concordia y el mutuo entendimiento.
"La violencia ciega que padecimos y que generó desconfianza recíproca y generalizada entre los hermanos de una misma patria, desgarró seriamente el tejido social de la Nación. La paz interior requiere la exclusión de todos los obstáculos que se oponen a ella (...) Un régimen de legalidad judicial plena hará posible que nadie permanezca largo tiempo detenido, sin que se le haya abierto un proceso ante la justicia (...) Los obispos tenemos conciencia de las dificultades que entraña la acción legal frente a los extremismos. Por ello pedimos también una actitud creativa en orden a obtener una legislación adecuada, que por otra parte evite la tentación de actuar fuera de la ley en la represión (...) Las autoridades deberán asegurar firmemente la exclusión absoluta de apremios violatorios a la integridad y dignidad del hombre.
"...Pedimos vivamente a las autoridades que, como decisiva contribución a esta paz interna, se diga una palabra esclarecedora a los familiares de los desaparecidos, quienes se ven afectados tanto por el dolor de la ausencia, como por la incertidumbre ante la suerte corrida por sus seres queridos. La verdad de los hechos, por dura que sea, siempre será preferible a la angustia permanente de la duda."
Este documento fue el primero que produjo la CEA tras un año y medio de silencio. El anterior, de mayo de 1977, llamado Reflexión Cristiana para el Pueblo de la Patria, no había surtido ningún efecto en cuanto a parar la represión ilegal. La Iglesia había reclamado entonces en uno de sus párrafos, que repitió en el de 1978, que se terminara con esa práctica, y había dicho:
"Por eso recordamos que, cuando se viven circunstancias excepcionales, las leyes podrán ser excepcionales y extraordinarias, sacrificando, si fuese necesario, derechos individuales en beneficio del bien común, pero ha de procederse siempre en el marco de la ley, bajo su amparo, para una legítima represión, la cual no es otra cosa, cuando así se la practica, que una forma del ejercicio de justicia".
El documento de la CEA acerca de la paz –cuanto menos con el extranjero, ya que adentro se seguían tirando personas indefensas al Río de la Plata desde los aviones– quizá convenció a Videla, un tragahostia, y a Viola, un pusilánime, pero no hizo mella en el resto del generalato ni del almirantazgo. Lejos de ello, en los días previos a la Navidad de 1978, la sensación de una guerra inminente se hizo patente: se preparaba para el 20 de diciembre una invasión a Chile por tierra con apoyo aéreo, mientras las unidades navales navegaban rumbo al sur, en procura de las islas, sus primeros objetivos.
La prensa hacía cálculos tácticos y estratégicos: quién tenía más fusiles o más Mirage, quién más soldados y quién mejor entrenamiento, cuántos barcos tenía cada flota, cómo superar los pasos terrestres por la cordillera, qué actitud tendría Brasil, qué harían Bolivia, Paraguay y Perú... En el sur, los chilenos afincados en diversos puntos de la Patagonia, debieron emigrar por miedo a las represalias. Además, ambos países aumentaron considerablemente su deuda externa comprando armamento y aviones –entre ellos los Super Etandart, que luego lucharon en Malvinas– certificando una vez más que las guerras son buenos negocios para quienes no las padecen.
Se pensaba cruzar la cordillera a la altura de Neuquén con la idea de desvincular el sur de Chile de la comandancia de Santiago, ciudad que llegado el caso sería bombardeada por la Fuerza Aérea. Al mismo tiempo, la Armada tomaría las islas adyacentes a la Nueva, la Picton y la Lennox, para luego avanzar sobre ellas. Pero el hombre propone y Dios dispone: el 20 hubo una tormenta feroz, con olas de más de diez metros de altura, y la operación debió ser postergada para el 22.
Fue ahí que aparecieron en escena dos hombres providenciales: el nuncio Pío Laghi y su amigo, el cardenal primado Primatesta, quienes sacaron a relucir una idea que ya había sido barajada sin suerte frente a sus pares por Videla: la mediación papal. En su momento, al presidente de facto, los militares se la habían desechado. El argumento había sido: "Si le decimos que no a la Corona británica, hasta quedamos como patriotas, pero ¿cómo le decís que no al Papa si se nos pronuncia en contra?".
Laghi y Primatesta no estaban solos: enseguida, el embajador de los Estados Unidos en la Argentina, Raúl Castro, casi un chicano, a quien el presidente Jimmy Cárter le había encomendado especialmente la vigilancia del tema de los derechos humanos, apoyó la idea. Los tres presionaron, se movieron con rapidez y sobre la noche del 22 las cancillerías de Chile y Argentina recibieron del Vaticano el pedido de no innovar y la promesa de la inmediata llegada de un enviado papal. Para eso, Primatesta viajó al Vaticano para conseguir lo que necesitaba.
A Wojtyla le llegó la noticia de la aceptación antes de partir de viaje. L'Observatore Romano, para el espanto de muchos, publicó la fotografía del dictador Pinochet, a toda página. El Papa iba a mediar entre países que estaban padeciendo brutales dictaduras. El cardenal Silva Enríquez de la Vicaría de la Solidaridad de Chile, le "hizo llegar sus dudas al pontífice". Y aunque el Papa apoyaba las acciones del cardenal chileno, optó por la negociación con regímenes horribles y violadores de los derechos humanos, con tal de evitar la guerra. Para el Papa polaco era importante llegar a un acuerdo, con la mediación pontificia, apenas comenzado su reinado. Y que la Iglesia católica llegara con su mensaje a todo el mundo. Latinoamérica era un lugar demasiado importante –vivían la mayor cantidad de católicos del mundo– para la Iglesia católica y no iba a dejar pasar ninguna oportunidad.
A Lambruscini y a Massera la intervención de la Iglesia no les hizo ninguna gracia; en cambio, el jefe del Ejército, Roberto Viola, y el de la Fuerza Aérea, Ramón Agosti, que ya habían ordenado empezar el ataque, lanzaron la contraorden y resolvieron esperar. Ante esa situación, a la Marina no le quedó más remedio que suspender el desembarque. Fuentes militares confiaron años más tarde que en la noche del 22 muchos soldados ya habían cruzado la frontera y que luego lo hicieron varios helicópteros para avisarles que se volvieran, porque el Operativo Soberanía, como se lo llamó, había sido abortado.
El cardenal Antonio Samoré, vicepresidente de la Comisión Pontificia para América Latina, llegó a la capital uruguaya, un país neutral, el 26 de diciembre y el Acta de Montevideo, firmada unos días después por los cancilleres Carlos Washington Pastor y Hernán Cubillos, oficializó el pedido de mediación de ambos países a la Santa Sede. En función de esto, la situación se retrotrajo al clima prebélico, de manera que todos debieron quitar gradualmente sus tropas y sus pertrechos de la frontera.
Sin embargo, hasta último momento hubo presiones para evitar una solución. Una nota de los periodistas Alberto Amato y Héctor Pavón, publicada en Clarín en diciembre de 1998, cuenta que el ex secretario de Culto de la Cancillería, Ángel Centeno, les confió que el general Lucio Benjamín Menéndez quiso impedir el 8 de enero de 1979 que Pastor firmara el acta de mediación. "Menéndez–recuerda hoy Centeno– llegó al Aeroparque a decirle a Pastor que no viajara a Montevideo. Se apareció de fajina y con pistola en la cadera a decirle al canciller: "Usted no viaja". Pastor le dijo: "Yo viajo El general Videla me dijo que viaje y yo lo voy a hacer". "
Según estos periodistas, el nunca bien recordado Ramón Camps amenazó luego de la firma del acta al embajador Mirré, uno de los que conformaba la comisión de diálogo con Samoré, quien contó que el general lo había citado a su casa para decirle que no estaba conforme con su posición:
"No fue ni dulce, ni lo hizo con palabras diplomáticas. Fue muy claro. Se ve que alguien dentro de la comisión le daba información (...) Fue el único momento en que sentí temor. No pasó de una amenaza, pero la amenaza existió ".
El domingo 8 de junio de 1979 tuvo lugar en Buenos Aires la procesión de Corpus Christi. Había sido convocada a instancias del Episcopado para orar por la paz entre Argentina y Chile y apoyar la mediación que llevaba adelante Juan Pablo II. No fue multitudinaria: sólo concurrieron 50.000 personas, y eso que había contado con la adhesión de varios partidos políticos, incluido el comunista. Llovió, es cierto, pero no fue la lluvia lo que paró a la gente, sino el miedo. Durante los días previos se había desplegado una campaña de intimidación y amenazas. Sectores belicistas le atribuían a la procesión un contenido político y profetizaban que habría desórdenes y violencia.
Hasta el intendente porteño rompió una tradición de siglos: Corpus Christi siempre había contado con esa figura en primera fila, pero esa vez el brigadier Osvaldo Cacciatore se excusó y mandó a un funcionario de segunda línea. El arzopispo de Buenos Aires, cardenal Juan Carlos Aramburu, sus obispos auxiliares y unos ciento cincuenta sacerdotes dieron en la Plaza de los Dos Congresos la misa concelebrada y la gente –entre la que se contó el embajador chileno Sergio Jaspa Reyes– oró y cantó para implorar por la paz.
"El pueblo quiere la paz. Dondequiera que hurguemos en la opinión pública, vamos a encontrar el mismo sentido en la respuesta: paz, paz. No quiero decir que sea un plebiscito, pero es todo un signo que demuestra el pensar y el deseo de un pueblo", dijo Aramburu. La ceremonia se repitió en todas las diócesis del Gran Buenos Aires y del interior del país, y también a lo largo de Chile, según lo habían dispuesto en mayo ambas conferencias episcopales.
En el extremo sur, el obispo de Rio Gallegos, monseñor Miguel Ángel Alemán, y de Punta Arenas, Tomás González Morales, publicaron un documento conjunto en el que recordaron el juramento hecho el 13 de marzo de 1903 por los dos gobiernos, al emplazar en los Andes el monumento a la paz, fruto del Pacto de Mayo del año anterior, que había establecido el principio bioceánico de Chile en el Pacífico y Argentina en el Atlántico, y repitieron las palabras grabadas en la placa: "Se desplomarán primero estas montañas, antes que argentinos y chilenos rompan la paz jurada ante el Cristo Redentor".
Previo a la firma del Acta de Montevideo, se le había explicado tanto a Pío Laghi como a Samoré cuál era la posición de mínima de la Argentina: el asentamiento de una línea con puntos en tierra firme que terminara definitivamente con los afanes expansionistas de Chile. Samoré prometió trasladársela al Papa y Pío Laghi firmó un documento en el que se hacía constar ese compromiso.
El Papa aceptó la mediación y se conformó una comisión chilena y otra argentina para que concurrieran al Vaticano a discutir las posiciones. Así, con más tires que aflojes, pasó 1979 y sobre el fin de 1980 el Papa resolvió cortar por lo sano: citó a los dos cancilleres y les entregó lo que a su juicio era la solución del diferendo.
Fue el 12 de diciembre y el documento se titulaba Propuesta del mediador. Sugerencias y consejos. La línea delimitadora partía del punto fijado por las coordenadas de 55 grados, 7 minutos y 3 segundos de latitud sur y 66 grados, 25 minutos y cero segundos de longitud oeste y la fijaba por tanto en el agua, no en tierra.
Chile la aceptó enseguida pero la Argentina dilató todo lo que pudo un pronunciamiento. El Papa no había tenido en cuenta para nada la posición que Samoré había prometido hacerle conocer y ahora el gobierno argentino se encontraba frente a un hecho consumado. ¿Cómo decirle que no al Papa? Videla no se animó a hacerlo en los términos en que había sido redactado el documento, y Roberto Viola, quien asumió como presidente el 29 de marzo de 1981, dijo que él no pagaría los costos y que le arreglaran ese asunto antes de asumir. Y así fue.
El 25, la comisión argentina en el Vaticano le hizo saber al Pontífice que su solución no había tenido en cuenta la recomendación del país y que además la propuesta adolecía de ciertas imprecisiones sobre algunos puntos. El cardenal Samoré montó en cólera: "¿Qué clase de autocracia militar maneja a la Argentina, que consulta hacia abajo lo que debe hacer? En Chile por lo menos hay uno que comanda, que dirige, pero está visto que Videla no tiene ni un mínimo de autoridad", le gritó exaltado a Federico Mirré, consejero de la comisión.
Durante el gobierno de Viola se suscitaron incidentes a ambos lados de la frontera: un chileno fue atrapado del lado argentino y dos matrimonios de militares fueron sorprendidos sacando fotos del otro lado de los Andes. Esto sirvió de excusa para que Leopoldo Fortunato Galtieri, por entonces comandante en jefe del Ejército, cerrara en mayo como "medida precautoria" la frontera con Chile.
Llegados a este punto, otra vez las iglesias de ambos países debieron renovar sus esfuerzos para procurar que la paz no se rompiera. Primatesta, como presidente del Episcopado argentino, exhortó públicamente al gobierno de Viola a analizar "con atención y no con pasión" la propuesta papal, en tanto que su amigo Laghi hacía saber que el Papa instaba a ambos gobiernos a dar los "pasos adecuados para mantener un clima favorable a la mediación".
Samoré murió al comenzar 1983 y el Papa prefirió seguir acercando las partes mediante los buenos oficios de monseñor Agostino Casaroli, amigo a su vez de Primatesta, en vez de hacer nuevas sugerencias. Así fue cómo las negociaciones se prolongaron hasta fines de 1984. El 29 de noviembre de ese año los negociadores acordaron un "Tratado de paz y amistad", que en realidad no variaba mucho del anterior, aunque era un poco más preciso y cerraba, con el llamado Mar de la Paz, cualquier posibilidad de intromisión de Chile en el Atlántico, más allá de una zona común a ambos países. El principio bioceánico de Chile en el Pacífico y Argentina en el Atlántico, había dado paso a otro más novedoso y abarcativo: Chile en el Pacífico y el Atlántico, y Argentina en el Atlántico y el Pacífico. Sin embargo, los límites seguían estando en el mar y Chile se quedaba con las tres islas que, justo es decirlo, ocupaba de hecho desde hacía un siglo, sin que Argentina las reclamara.
El cardenal Casaroli, secretario de Estado del Vaticano, tomó a su cargo la tarea de entregarles a los cancilleres de Argentina y Chile ese tratado, que fue oficialmente aprobado y firmado por ambas partes el 18 de octubre de 1984. Por otra parte es interesante decir, que por estos años y a comienzos de la era Reagan en Estados Unidos, el Vaticano y el país del norte iniciaron una estrechísima relación política. La cruzada antimarxista del Papa era un calco de la de Ronald Reagan y producía beneficios para ambas partes que fueron muy bien aprovechados. Bill Casey y el general Vernon Walters – recientemente fallecido– viajaban regularmente a Roma y mantenían largas reuniones con Wojtyla donde intercambiaban informaciones sobre los países del Este, Polonia, la Unión Soviética, Centroamérica, Chile, Argentina, los movimientos de los teólogos de la liberación, Medio Oriente, África, etc. Los expertos en inteligencia estadounidense definían la relación entre el Papa y Reagan como "una de las más grandes alianzas secretas de los últimos tiempos". En Estados Unidos, Pío Laghi, andaba por las zonas rojas de la Casa Blanca y el Pentágono como en su casa. Así, se pueden entender muchas posiciones del Vaticano, que fueron bajadas a la Iglesia argentina, en estos tiempos. El Papa era el mejor agente de inteligencia de los intereses de Estados Unidos y Estados Unidos servía a los intereses del Vaticano.
Para entonces en la Argentina se vivían aires renovados por la democracia: Raúl Alfonsín había asumido el 10 de diciembre de 1983. Por decreto 2272/84, el presidente constitucional convocó a un referéndum para que la gente le dijera Sí o No al acuerdo firmado y ratificado por el Congreso.
Por esos días, el historiador revisionista José María Rosa opinó en la revista Familia Cristiana: ''Me causan mucha gracia los presuntos nacionalistas que hoy se rasgan las vestiduras por nuestra soberanía territorial en el Beagle y que durante el Proceso Militar entregaron nuestra soberanía económica, política y cultural". Rosa, que era un peronista de cuño nacionalista, propuso "peronizar el sí", entendiendo que el mal no era Chile, sino la oligarquía liberal. Como quiera que sea, un pueblo cansado de guerra –Malvinas había tenido lugar en 1982– le dio la razón y votó por el Si.
Cinco años antes, el 1 de enero de 1979, en su mensaje para la jornada de la paz, Juan Pablo II había expresado: "No tengáis miedo de apostar por la paz. Llevad a cabo gestos de paz, incluso audaces, que rompan con los encadenamientos fatales y con el peso de las pasiones heredadas de la historia. Tejed pues pacientemente la trama política, económica y cultural de la paz". Así había sucedido, tal cual.


Malvinas, un sentimiento

Con Malvinas no hubo la misma suerte. El 11 de junio de 1982 , a las nueve de la noche, Juan Pablo II descendió del avión que lo trajo por primer vez a la Argentina. Su primer gesto al bajar fue agacharse y besar el suelo. Estuvo apenas dos días y le tributaron, como era de suponer, multitudinarios y entusiastas homenajes. Fue un viaje apresurado, corrido por las circuntancias, que lo obligaría a volver en 1985, según arreglaron Casaroli y Primatesta en aquel almuerzo en el Vaticano, para quitar de los corazones el sentimiento de desazón que envolvió aquel primer raid. Primatesta no tuvo participación en la organización protocolar de la primera visita, ya que en ese momento era el cardenal Juan Carlos Aramburu quien presidía el CEA, pero hacia adentro se preocupó en hacer saber que la visita del Sumo Pontífice era exclusivamente pastoral y que nada tenía que ver con la guerra contra Gran Bretaña, ni con la actividad de mediador que aún seguía ejerciendo en el conflicto con Chile por el Beagle. Para que le creyeran, Primatesta juró sobre las Santas Escrituras. Pero fue en vano.
La Argentina había tomado las islas Malvinas en la madrugada del 2 de abril, en un desembarco sorpresivo e incruento –al menos para los ingleses– ya que se había dado la orden de no tocar a ninguna autoridad del Reino Unido y ni a un solo kelper. Pero aun así el desafío al Imperio Británico fue enorme y costó muy caro: la Task Forcé se puso en marcha y al cabo de la guerra, que duró dos meses, 650 soldados argentinos en su mayoría recién reclutados y sin entrenamiento ni pertrechos adecuados, resultaron muertos, y otros 1.900 heridos de gravedad, muchos de los cuales quedaron inválidos o mutilados.
Unas copas de whisky hicieron posible lo que en sobriedad jamás se hubiera soñado: creer que aquello iba a ser un "toque y me voy". Un arbitraje con los pies dentro del plato. Una aventura patrioteril sin mayores consecuencias. Era no conocer la tradición británica. El hundimiento del crucero General Belgrano fuera de la zona de exclusión, hecho ex profeso por orden de la primera ministra Margaret Thatcher para que la Argentina ya no pudiese arrepentirse, y que costó la vida de 300 chicos, marcó el punto de no retorno. La mediación del secretario de Estado del gobierno de Ronald Reagan, Alexander Haigg, de indudable perfil filo británico, no sirvió de nada. El juego de la guerra se había convertido en dramática realidad y los generales de escritorio no estaban en condiciones de hacerle frente. Galtieri acababa de darse cuenta de que aquel supuesto guiño que los Estados Unidos le habían hecho en su gira por Washington –lo llamaron "el general majestuoso" por ser rubio, alto y de ojos celestes– no había sido más que una trapisonda del alcohol. Su delirium tremens no eran esta vez las cucarachas ni las arañas, sino el callejón sin salida de una guerra fantasmagórica, irremediablemente inútil y perdida desde el comienzo. La Casa Blanca se había alineado con el Palacio de Buckingam y en tiempos atómicos ya no se podía echar a los ingleses con ollas de aceite hirviente.
Una de las misas que ofició el Papa en Buenos Aires fue frente al Monumento de los Españoles, en Palermo, donde se improvisó un altar al aire libre. Allí oró y pronunció una vibrante alocución por la paz. Testigos de las dos entrevistas que mantuvo con el presidente de facto Galtieri, coinciden en afirmar que no le escucharon pronunciar una sola palabra en torno a la guerra ni a la posibilidad de una rendición. No obstante, en el ánimo de millones de personas quedó grabada la sospecha de que Juan Pablo II había venido a ponerle fin al mejor precio posible.
En Malvinas, ésta es la historia, su autor, Nicanor Costa Méndez, quien fuera en aquellos momentos canciller de la Argentina, escribió al respecto:
"Su Santidad mantuvo dos entrevistas con el presidente Galtieri y con la Junta de Comandantes. En ninguna de las dos oportunidades mencionó el tema bélico ni se refirió a las posibilidades concretas de poner término a las acciones. No formuló ni propuestas de paz ni ofertas de mediación. Uno de los ayudantes de Su Santidad, un obispo español, sin embargo, en una conversación privada, me dijo: "Estamos con ustedes, estamos con ustedes". Ésa fue toda la referencia que recibí de la misión papal durante el viaje a la Argentina. Tanto el presidente Galtieri con quien hablé del tema en diversas oportunidades, como los miembros de la Junta, me aseguraron, y no tengo por qué dudar de su opinión, que el tema no fue analizado nunca, en esas cuarenta y ocho horas".
Pero el caso es que –¡oh, casualidad!– inmediatamente antes de llegar a Buenos Aires, Juan Pablo II visitó Londres y se entrevistó con Isabel II. ¿Por qué lo habrá hecho? O Costa Méndez prefirió llevarse el secreto del doble viaje del Papa a la tumba, o era bastante más despistado de lo que se podría haber esperado de un canciller.
Como es sabido, los monarcas británicos son a la vez jefes de la Iglesia Anglicana y eso es lo que decidió a Juan Pablo II, jefe de la Iglesia Católica romana, a privilegiar la entrevista con Isabel II antes que con aquel "general majestuoso" que gobernaba la Argentina, a quien dejó en segundo lugar.
Obviamente, el Papa no dejó de tener en cuenta que en el Reino Unido hay cinco millones de católicos, quienes en aquellos tiempos salían a la calle con pancartas reclamando por la paz. A esa altura de la guerra era factible que Wojtyla lograra un gesto de benignidad de la reina hacia los vencidos, puesto que ya no cabían dudas de que Gran Bretaña la había ganado. Ese gesto se patentizó cuando, al firmar la rendición, se convino en el punto primero del acta que el vencedor "reconoce el valor de las tropas argentinas" las que serían evacuadas "a bordo de buques y aeronaves argentinas"; y en el punto cinco, que "no habrá entrega de bandera a los efectivos británicos".
Si a Londres el Papa fue a requerir piedad y consideración, en Buenos Aires su palabra se orientó a rescatar la resignación como virtud cristiana y a fortalecer los espíritus para soportar el dolor y la frustración que traerían los días por venir. Las suyas fueron jornadas maratónicas en procura de salvaguardar vidas y en tratar de que la victoria inglesa no fuese demasiado humillante.
Sin embargo, mientras el pueblo y el Papa oraban por la paz, Malvinas era una carnicería: los gurkas, milicianos expertos en el manejo de armas blancas, pasaban a degüello sin ningún miramiento a los soldaditos de 18 años recién reclutados y sin instrucción militar, que se rendían a su paso creyendo en el cuento del debido respeto a la Convención de Ginebra.
En la madrugada del 13 de junio, conquistados ya los montes Dos Hermanas y Longdon, las fuerzas británicas comenzaron el avance sobre las colinas de Tumbledown y Williams, últimos obstáculos topográficos y bélicos para llegar a Puerto Argentino, donde estaba el bunker de la comandancia de nuestro país, situado sobre una planicie, a sólo cuatro kilómetros de distancia, y atosigado por los buques de guerra y los portaaviones de la Real Navy desde el estrecho San Carlos. Ganar aquellas dos colinas marcaría el final de la marcha y también el final de la contienda.
Antes de que cayera la noche, la infantería logró su objetivo apoyada por los aviones de combate Sea Harrier. De un lado y del otro, cañones, misiles, bombas y ametralladoras despedazaron el aeropuerto y algunas viviendas, causando incluso víctimas civiles entre los kelpers. El comandante de las fuerzas de mar, tierra y aire argentinas en Malvinas llamó desesperado por teléfono al "general majestuoso ". La respuesta que recibió desde el despacho de la Rosada olió a whisky:
–Saque las tropas, pero saquelas para adelante.
No le hizo caso. A las nueve de la noche del 14 de junio de 1982, pasados 74 días del comienzo de aquella épica, pero también desquiciada aventura de recuperar las islas Malvinas, Argentina se rindió ante el Imperio Británico.
"Yo, el suscripto, comandante de todas las fuerzas argentinas de tierra, mar y aire en las islas Falkland, Mario Benjamín Menéndez, me rindo al mayor Jeremy J. Moore en su carácter de representante del gobierno de Su Majestad británica", decía el documento en su parte inicial.
Quien lo firmaba en representación de la Argentina era el general Mario Benjamín Menéndez, hijo de Luciano Benjamín Menéndez, aquel que a toda costa había querido hacerle la guerra a Chile. Todo el mundo recordaba su imagen al embarcar rumbo a las islas para hacerse cargo de las operaciones. Entonces, Mario Benjamín Menéndez había jurado: "Sólo me sacarán de allá con los pies para adelante", aludiendo a que iba a dar su vida por la soberanía. Pero salió caminando, contento de seguir vivo y poder contarlo.
A todo esto, Chile se tomó venganza por lo del Beagle: durante la guerra de Malvinas le procuró a Londres ayuda encubierta y le aportó no sólo respaldo en términos de inteligencia, sino también maniobras de distracción por medio de desplazamientos terrestres y navales.
El lunes 14, en Londres, Margaret Thatcher le había anunciado al Parlamento:
"Después del éxito de los ataques de anoche, el general Moore decidió presionar a los argentinos mientras éstos se retiraban. Nuestras fuerzas llegaron a las márgenes mismas de Port Stanley. Un gran número de soldados argentinos tiró sus armas. Se informó que hay banderas blancas flameando sobre Port Stanley. Se ha ordenado a nuestras tropas no disparar a menos que sea en defensa propia. En estos momentos se realizan conversaciones entre el general Menéndez y nuestro segundo comandante, brigadier Walters, acerca de la rendición de las tropas argentinas en las dos Falklands".
Esa noche un Galtieri ojeroso apareció en las pantallas de los televisores para anunciar la rendición de manera elíptica:
–El fuego ha cesado en Puerto Argentino–dijo.
Pero el martes 15, tal vez envalentonado por un vaso hasta el tope del más puro scotch, convocó al Estado Mayor y le dio 72 horas para presentar un informe detallado sobre las pérdidas de armamento y un programa para recuperar el poder de fuego y aumentarlo.
–El Estado Mayor se va a quedar quieto. Los puse a trabajar... –les dijo sonriente a sus adláteres, convencido de que acababa de atajar el cobro de facturas que se le avecinaba. Y dicho esto, convocó al pueblo a la Plaza de Mayo, esperando que lo apoyaran y que le pidieran continuar la guerra. Pero los grupos que comenzaron a concentrarse esa tarde tenían otras intenciones y las expresaban en sus cánticos: "Galtieri, borracho, Menéndez, cagón el pueblo no olvidará esta traición". Cuando cayó en la cuenta, ordenó reprimirlos con gases, bastonazos y perdigones de goma. Los diarios del día siguiente contaron que algunos oficiales se abrazaban con la gente y que todos lloraban de impotencia.
El Estado Mayor deliberó esa noche, aunque no acerca de la tarea encomendada. Su jefe, el general Cristino Nicolaides, fue el encargado de decirle a Galtieri que ya no tenía la confianza de la fuerza y que debía irse a casa. Quienes fueron testigos de esos momentos contaron que el "general majestuoso" hizo un último intento: llamó por teléfono a la Primera Brigada de Caballería y le ordenó que tomara Buenos Aires. La respuesta fue negativa y se tuvo que ir.
Como hizo Estados Unidos con los combatientes en Vietnam, así hicimos nosotros con aquellos chicos de Malvinas: fueron recibidos con pena y sin gloria por la puerta de atrás. No por decisión del pueblo, ciertamente, sino del gobierno militar. Y la Iglesia local no se portó mejor, ni siquiera con los familiares de los que habían desaparecido en combate y cuyo destino era incierto: no se sabía si los habían hecho prisioneros, si eran rehenes o si estaban muertos.
Uno de los padres que durante años buscó incansablemente a su hijo –el piloto de la III Brigada Aérea Miguel Ángel Giménez, desaparecido en vuelo durante la guerra de Malvinas– fue Isaías Giménez. La búsqueda lo llevó a liderar una fundación de padres en idénticas condiciones y a viajar por el mundo en procura de datos sobre centenares de combatientes acerca de cuyo destino se tejían innumerables versiones. En el Vaticano, fue recibido dos veces por Juan Pablo II. En Ginebra, se entrevistó con el presidente del Consejo Mundial de Iglesias, el reverendo J. Jacques; con el subsecretario general de la ONU, Kurt Herndl; con los directores de Derechos Humanos y Desapariciones Forzozas de ese mismo organismo, Kwadwo Nyamekye y Tom Mc Carthy; y con los encargados del área latinoamericana de la Cruz Roja Internacional, André Pasquier y Pierre Josseron. En Londres se reunió con el deán de Isabel II y número dos de la Iglesia Anglicana, el obispo de Westminster Michael Mayne; con Davie Pattison, secretario general del Sínodo de la Iglesia Anglicana; con Marjorie Best, de la iglesia Quáquera; con la baronesa Young, ministra de Relaciones Exteriores para América latina; y con el mismísimo Lord Shackleton, con toga y peluca de rulos blancos, en su reservado de la Cámara de los Lores.
Giménez fue también, por expresa excepción dispuesta por el gobierno de Margaret Thatcher, el primer argentino que pisó Malvinas después de la guerra. Eso sucedió en septiembre de 1986, cuando el Reino Unido le notificó que finalmente el cuerpo de su hijo Miguel Ángel había sido encontrado dentro de su avión Pucará, incrustado a un costado del cerro Azul, y lo autorizaron a que fuera a su entierro. Si el mundo, e incluso los adversarios, lo atendieron –y eso incluye a los padres de los soldados británicos muertos en la contienda y a los kelpers, que lo recibieron dos veces– no pasó lo mismo en su propio país, donde no solamente los militares y los políticos le rehuían, sino además su propia Iglesia.
En El halcón perdido, el libro que escribió en 1987, y en el que describe esa larga búsqueda de su hijo durante cuatro años, Isaías Giménez contó que mientras los protestantes le abrieron todas las puertas, entre los católicos, el único que ayudó a esos desesperados padres fue monseñor Andrés Karame, prelado maronita, quien por otro lado se había arrogado en 1974 la representación del Papa en las exequias de Juan Domingo Perón, justo el día que el nuncio Pío Laghi llegaba a la Argentina, como se vio en el Capítulo 6.
En El halcón perdido Giménez escribió:
"Karame fue el único exponente de la Iglesia Católica que hizo lo que pudo por nosotros. Le habíamos mandado notas a Aramburu, a Zaspe, inútilmente: ninguno dio muestras de interesarse por los desaparecidos de Malvinas. Y tampoco el nuncio Ubaldo Calabressi (sucesor de Pío Laghi). Nos recibió en dos oportunidades, es cierto; pero no cumplió con ninguna de las dos cosas que le pedimos: que intercediera ante los militares argentinos para convencerlos de que debían investigar, y ante el Papa para que presionara a la Corona.
"A la mayoría de los padres, como católicos practicantes, esta situación nos dolía profundamente. Y nos asombraba. Porque más allá de sentirnos desprotegidos por nuestra propia Iglesia, éramos receptores de la solidaridad y la bienaventuranza de los protestantes, llámense Evangelistas o Adventistas del Séptimo Día. El contraste no podía ser mayor. Nuestras notas enviadas a Philip Morgan, o a W. D. Pattison, o a Roger Willianson, o a Paul Oestreicher –entre los evangelistas– y a Gastón Couzet o a Ronald Surridge –entre los adventistas– no sólo obtuvieron respuesta, invariablemente, sino que además esas respuestas contenían el fruto de los pedidos de informes que ellos habían hecho a Inglaterra. Le debíamos al pastor evangelista J. J. Jacques haber tenido con qué viajar a Londres. Y le debíamos a Philip Morgan nuestra entrevista con el número dos del Foering Office. "
En una entrevista que le hicieron hace unos años, Giménez se lamentaba: "¿Sabe que de las doscientas y pico de tumbas de argentinos que hay allá, más de cien todavía son de NN? ¿Sabe lo que significa para un padre ignorar si su hijo está enterrado o no? ¿A usted le parece que ésta es un política de cristianos?".
La guerra perdida de Malvinas precipitó un triunfo, sin embargo. El dolor por los muertos y la pérdida de la soberanía en las islas, vinieron a confirmar en este caso que no hay mal que por bien no venga: la dictadura se caía a pedazos, algo que jamás hubiera pasado de haber resultado victoriosa contra los ingleses. Galtieri cayó y el jefe del Ejército, Cristino Nicolaides, llamó a Primatesta y le contó que Bignone, elegido para presidente de la última junta, le había puesto una condición para aceptar hacerse cargo de las ruinas:
–Necesito un gesto de Primatesta, si no, no llego a asumir–dijo. Primatesta le respondió a Nicolaides:
–Decile a Bignone que primero haga un gesto político. Que levante la veda de los partidos políticos.
Y Bignone cumplió al pie de la letra.
Galtieri fue condenado a doce años de prisión por impericia en la conducción de la guerra de Malvinas, pero Carlos Menem lo indultó. Luego, el juez español Baltasar Garzón pidió su captura por su responsabilidad en la desaparición de 400 españoles durante la dictadura.


El robo de la custodia

Corría 1984, gobernaba Raúl Alfonsín y Primatesta se disponía a impartir en la Catedral de Córdoba una bendición especial a los fieles ya que se cumplía medio siglo del histórico Congreso Eucarístico Internacional. El sacristán levantó la custodia–copa de oro con incrustaciones de rubíes, esmeraldas, diamantes y topacios, en la que se coloca la hostia consagrada para la adoración de los fieles– y la sintió extraña.
–Cardenal, juraría que la custodia está mucho más pesada–dijo.
Primatesta sonrió.
–Esta noche acordáte de tomar más sopa para que mañana no te pese tanto–le contestó.
Pero el sacristán tenía razón: la custodia estaba mucho más pesada. La razón vino a saberse cuatro años más tarde, a raíz de una pelea en la calle entre un anticuario, Pablo Ñores Bordereau, y un marchant. Éste corrió a la comisaría a hacer la denuncia de la agresión y acusó a Ñores Bordereau de hacer negocios sucios con los curas. Entre otras cosas dijo que el anticuario había vendido ilegalmente, entre otras piezas invalorables por su historia, la custodia "La Preciosa" de la catedral.
–No puede ser, me consta que "La Preciosa" está en la iglesia –respondió Primatesta a los policías que vinieron a avisarle que ya no iba a tener con qué dar misa.
Fue entonces que el sacristán le recordó que por más que llevaba cuatro años tomando sopa, igual la custodia le seguía pareciendo más pesada. La mandaron a peritar y se descubrió que, efectivamente, se trataba de una réplica simil oro con incrustaciones de vidrio, lo que más allá del robo vino a confirmar lo que decían Juan XXIII y Juan Pablo I: que la Iglesia no necesitaba de oropeles y que antes bien había que liquidarlos para ayudar a los pobres.
La investigación, de la que se hizo eco el periodista Sergio Rubín, del diario Clarín, en octubre de 2000, arrojó como resultado que a fines de los años setenta había existido una "singular trama delictiva compuesta por dignatarios eclesiásticos, anticuarios y coleccionistas, que vendió ilegalmente más de cien valiosas antigüedades de la catedral local, reemplazándolas por falsificaciones". El titular de Clarín del 19 de octubre decía: "Aparecen piezas robadas de la catedral de Córdoba en los años setenta". Y en letras destacadas agregaba: "Sólo tres de los objetos vendidos valen dos millones".
Uno de esos tres objetos era el báculo de fray Mamerto Esquiú, el orador de la Constitución y candidato a santo, cuya tumba se encuentra en la catedral cordobesa. Fray Mamerto no gana para sustos: recuérdese que su corazón, que está en Catamarca, también fue robado en los tiempos de Saadi y que luego apareció sobre los techos del colegio católico que lo guarda como reliquia, anécdota que relatamos en el Capítulo 9.
En octubre de 2000 el tema tomó actualidad porque se supo que dos de los cuatro sillones que faltan de la catedral fueron subastados y porque el programa Telenoche Investiga dio a conocer una carta escrita antes de morir por uno de los culpables de la maniobra: monseñor Edmundo Alvarez Rodríguez, canónigo de la catedral. En esa carta el sacerdote explicaba: "En aquel momento sólo rondaba en mi mente la acuciante necesidad de resolver el problema económico de la catedral. La Iglesia de Córdoba nunca aclaró si el dinero se utilizó para ayudar a que los pobres comieran o si por el contrario contribuyó a que sus curas vivieran con ciertos lujos".
Telenoche Investiga sugirió que Primatesta optó por ignorar los sucesos, pero Carlos Heredia, vicario judicial del arzobispado, dijo que el cardenal había intervenido inmediatamente, que suspendió a Alvarez Rodríguez y al entonces vicario general, Carlos Audisio, de sus funciones administrativas, y que independientemente del juicio civil, los sometió junto con los laicos al código canónico. A Bordereau, por ejemplo, se le prohibió ser padrino en ceremonias religiosas. En primera instancia todos fueron hallados culpables, pero luego la Santa Sede consideró que la causa había prescrito. Algo similar ocurrió en el ámbito civil. Sin embargo, Primatesta inició otro juicio para tratar de recuperar al menos una parte de las piezas robadas, juicio que ya tuvo sentencia favorable en primera y segunda instancia. Según Sergio Rubin, "la custodia fue comprada por el coleccionista porteño Horacio Porcel, quien habría dicho que le costó tres departamentos ubicados en Viamonte y Ayacucho". Sin duda: se sabe que la custodia "La Preciosa", valuada en un millón de dólares, fue rematada por 240.000 pesos.
Porcel también compró el báculo de fray Mamerto y sostuvo siempre –aunque no pudo probarlo– que las ventas se habían hecho con autorización eclesiástica, lo que de ser cierto podría permitirle retener las piezas. Esto es así por cuanto la legislación civil prohibe la venta de patrimonio religioso, salvo que se cuente con autorización de la Iglesia. Pero al parecer, y para desgracia de Porcel, en la causa consta una carta de Primatesta, fechada en 1967, en la que el arzobispo les recuerda a sus sacerdotes que no pueden vender objetos de culto sin su permiso.
Los sillones capitulares de coro del siglo XVIII pertenecían al altar mayor de la catedral y fueron rematados en octubre de 2000 por siete mil pesos cada uno por una conocida casa de subastas de Buenos Aires, junto a una mesa de centro, de madera, con tapa de mármol y herrajes de bronce, vendida en diez mil pesos, según precisó Telenoche Investiga.


El amigo de Yabrán

El 11 de mayo de 1989, en las oficinas de la fundación de la calle Venezuela, el candidato Carlos Menem, el cardenal Raúl Primatesta, el vocero del primero, Tata Yofre, y el asesor político del segundo, Hugo Franco, compartieron un almuerzo.
–El domingo usted va a ser el presidente de los argentinos. Disfrute con su pueblo, pero sea humilde. Quédese en La Rioja. El primer llamado debe ser para su adversario–le recomendó Primatesta.
Su pronóstico fue exacto: Menem ganó por lejos la elección y de inmediato, desde La Rioja, lo primero que hizo fue llamarlo a Eduardo Angeloz, su oponente radical en la contienda electoral. Al presidente electo el gesto no le costó demasiado, aunque hubiera correspondido que fuese Angeloz quien se apresurara a reconocer su derrota y felicitarlo. Después de todo, habían sido compañeros en la Facultad de Derecho de Córdoba y se conocían desde la juventud.
Primatesta también tenía un gran acercamiento a Angeloz, ya que ambos cumplían desde hacía rato funciones expectables en esa provincia, uno como arzobispo y el otro como gobernador.
Además de todo, eran amigos. Precisamente, con él acordó la inclusión en la Constitución de la provincia de Córdoba – reformada para que Angeloz pudiera ser reelecto– del principio de la defensa de la vida humana desde la concepción y los principios de autonomía y cooperación entre la Iglesia el Estado.
Menem le preguntó en aquel almuerzo a Primatesta en qué le podía ser útil una vez que fuese presidente y el cardenal ni lento ni dormido le dijo que su preocupación era el Ministerio de Educación y le propuso una terna para que eligiera al próximo ministro: Salonia, Van Helderen o Tagliabue. A este último Alfonsín ya se lo había rechazado –como veremos en el Capítulo 8– por razones de peso, pero Primatesta insistió igual, porque pese a su pasado, para él era el mejor candidato. Pero no pudo ser: Menem eligió a Salonia, un laico católico.
Pasado un tiempo, ambos se volvieron a encontrar en la casona de Hugo Franco, en San Isidro.
–Usted es el único que puede firmar esto, porque estuvo preso cinco años. Piénselo. El país necesita tener paz–le dijo Primatesta.
El tema planteado era el indulto o la amnistía a los ex comandantes de la dictadura militar, que su antecesor, Raúl Alfonsín, había ordenado procesar. Primatesta le aconsejó el indulto, que equivalía al perdón del delito, porque la amnistía significaba en cambio eliminar el delito cometido. Y Menem preparó el indulto consultando cada uno de los puntos con el arzobispo.
Parecía que todo iba a ser armonía entre el nuevo presidente, pero el tiempo demostró que no fue así. Primatesta le había aconsejado:
–Usted tiene que estar junto a la Iglesia, pero nunca pegado. Hágame caso.
Pero Menem se cortó solo y su postura dividió a la Iglesia. Aceptó de buena gana que lobbystas como Esteban Cacho Caselli, a quien Primatesta y otros caudillos eclesiáticos odiaban, le abrieran las puertas del Vaticano. A través de Caselli apostó al Opus Dei y al ala ultraconservadora de la Iglesia y obtuvo buenos frutos: Juan Pablo II lo recibió cinco veces, todo un record Guinnes para un presidente del tercer mundo.
En 1994, al cumplir los 75 años, Raúl Francisco Primatesta presentó su renuncia al Vaticano, tal como establece una disposición de Pablo VI, según la cual, cumplida esa edad, ya no se puede continuar al frente de una diócesis ni aspirar a suceder al Papa. Pero Juan Pablo II se la aceptó con una demora de más de cuatro años, recién en noviembre de 1998.
Durante sus cuarenta y un años de obispo y dentro de ellos, treinta y tres como arzobispo de Córdoba, el cardenal había sido cuatro veces presidente de la la Conferencia Episcopal y en esa función se había relacionado con todos los niveles del poder y de la política. Puede decirse que estuvo en el eje del devenir del país por casi medio siglo, y que además le tocó bailar con la más fea, ya que accedió por primera vez a la CEA en mayo de 1976, el momento en que más desapariciones de personas se produjeron, y condujo la Iglesia hasta 1998, sin apartarse de la conducción episcopal. Amado u odiado, nadie del ámbito clerical puede decir que no fue protagonista de los grandes momentos de la vida política argentina.
En abril de 1996, mientras los obispos celebraban una asamblea plenaria en San Miguel con miras al Jubileo y con el fin de emitir un documento autocrítico del rol de la Iglesia durante la dictadura –algo que Juan Pablo II les había encomendado– Primatesta sorprendió a todos por las expresiones que usó en un reportaje que le hizo la agencia de noticias DyN. Nunca antes se lo había escuchado condenar tan duramente la represión y el papel cumplido por la Iglesia en esos años. "A la Iglesia le faltó un gesto uniforme y general, ha habido gestos de obispos particulares, pero a la Iglesia le faltó una actitud uniforme y general", subrayó.
"Hubo laicos, sacerdotes y hasta obispos que han tenido su simpatía hacia uno y otro lado. Desgraciadamente también hubo fieles que se comprometieron en una acción de violencia. Obispos no creo, pero sí sacerdotes y laicos, de cuya buena voluntad no dudo. Era un momento confuso y era muy difícil hacer un juicio imparcial de valores. De todos modos, si algún sacerdote participó o supo de torturas y no lo denunció, pecó gravemente y si se prueba debe dársele la oportunidad de la defensa y después, si cabe, aplicarle las leyes canónicas que pueden llegar a la suspensión en el ministerio temporal o incluso a una reducción al estado laical, es decir que nunca más puede ejercer el ministerio sacerdotal", añadió.
Primatesta recordó en ese reportaje y cuando conversamos en Córdoba, que cuando en el gobierno de Raúl Alfonsín se trató la ley de divorcio, la Conferencia Episcopal Argentina había advertido que iban a cerrar las iglesias en señal de protesta y se lamentó de que no hubiera amenazado con gestos de ese tipo a la dictadura. "En su momento dijimos: vamos a tener que cerrar todas las iglesias un domingo. Era una situación doctrinal. Como obispos podíamos hacerlo, al final no lo hicimos, fue una advertencia. Pienso que durante el último gobierno militar faltaron gestos así", me dijo.
Se hubiera podido inferir, por las declaraciones de Primatesta que precedieron al documento, que la Iglesia preparaba un verdadero mea culpa. Sin embargo, se quedó en medias tintas. Caminando hacia el Tercer Milenio–tal su título– contó con 68 votos a favor, tres en contra y una abstención, e incluyó tres capítulos: uno referido al jubileo del año 2000, otro a una orientación para los próximos cuatro años y en el medio un examen de conciencia que invitaba a un cambio del corazón, pero que de ninguna manera admitía la complicidad de la cúpula eclesiástica con el PRN.
Su figura fue convocada nuevamente para la presidencia de la CEA en 1985, ya en tiempos democráticos, y recién en 1990 fue reemplazado por el cardenal Antonio Quarracino. Pero como dice el Eclesiastés, hay en este mundo un lugar y un tiempo para cada cosa, y el tiempo le llegó. En el medio, claro, hubieron cosas. Precisamente, su sucesión al arzobispado se había convertido en uno de los temas que más conjeturas suscitaron dentro del Episcopado, tanto por la decisión del Papa de mantenerlo durante cuatro años más, como por las especulaciones en torno a su sucesor.
Se barajaron varios nombres: Estanislao Karlic, arzobispo de Paraná; José María Arancedo, Emilio Bianchi y José María Arancibia también estuvieron en la lista de candidatos. Finalmente, como suele suceder también con los papas (en la jerga eclesiástica se dice que quien entra al cónclave como papable sale como cardenal) ninguno resultó. El elegido fue el arzobispo coadjutor de Tucumán, Carlos Nañez, un hombre que llegó al Episcopado de la mano del propio Primatesta, de quien había sido obispo auxiliar entre 1991 y 1996. Sin duda, la muy estrecha relación de Primatesta ayudó a que Nañez lo sucediera, pero ¿a qué se debió la demora?
Raúl Primatesta tuvo que enfrentar en los últimos años de su mandato manifestaciones de disconformidad de una parte del clero cordobés y muchos reclamos por los manejos financieros poco claros de su vicario general, el padre Marcelo Martorell, persona de su entera confianza y muy cercano al empresario Alfredo Yabrán. Aunque en los últimos tiempos le trajo al cardenal más perjuicios que beneficios.
Tanto en lo estrictamente eclesiástico como en lo político, Primatesta había sido un hombre de pensamiento conservador – igual que su amigo Wojtyla– y aferrado a la institucionalidad de cualquier tipo que fuera. Y si bien se mantuvo lúcido –y se mantiene– hasta el último minuto en que fue arzobispo de Córdoba y también después, al frente de la Pastoral Social, es cierto que hacía algunos años había dejado de ocuparse personalmente de muchos temas, a tal punto que varios sacerdotes llegaron a hablar de "desgobierno pastoral". De cualquier manera, es bueno aclarar que Martorell realizó movimientos empujados por su ambición personal, más que por otra cosa, y cuando el tema Yabrán estalló y las relaciones entre éste y el empresario sospechado se hicieron públicas, el más perjudicado fue el anciano arzobispo.
En 1997, por ejemplo, las únicas preocupaciones que se hicieron patentes a nivel local por parte de Primatesta, pasaron por recordarle a sus fieles que no debían usar preservativo, en una provincia con 35.000 infectados de Sida. Fue cuando entró en polémica con el ministro de Salud, de la gestión Mestre, Enrique Borrini, quien osó repartirlos en persona en un shopping ubicado enfrente del Arzobispado bajo el lema "cuidémosnos juntos". El domingo siguiente, en una homilía, Primatesta recordó la posición de la Iglesia respecto del control de la natalidad y pidió que "los ciudadanos tengan en cuenta estas cosas al momento de votar". Borrini, que no podía creer lo que escuchaba, respondió: "Primatesta está en campaña. No estamos hablando de planificación familiar sino de una estrategia para evitar el avance del Sida". El ministro añadió que dentro de trescientos años la Iglesia se iba a arrepentir por esa posición retrógrada, como tuvo que hacerlo por la que adoptó frente a Galileo Galilei. Desde dentro de la Iglesia sonaron también algunas críticas: el sacerdote Justo Irrazábal, apodado el cura vasco calificó la postura de Primatesta como "ultraconservadora y desubicada", dicho lo cual recibió amenazas por teléfono. "Me dijeron todo tipo de obscenidades y me advirtieron que me callara o me iba a pasar lo mismo que a monseñor Enrique Angelelli", comentó el cura de la villa cordobesa que lleva el nombre, precisamente, de ese obispo de La Rioja asesinado en un supuesto accidente de auto en la ruta, durante la dictadura. La posición del Arzobispado no dejaba de ser temible: el propio gobernador Ramón Mestre había terminado por vetar en 1996 artículos primordiales de la ley de salud reproductiva, en especial aquél que obligaba al Estado a suministrar métodos anticonceptivos gratuitos a sectores carenciados en los hospitales públicos. Pero también era la posición de la Iglesia en general y del Vaticano.
Pero mucho más importante que la pintoresca discusión por los preservativos fue que en algún momento, los dineros de la Iglesia de Córdoba y los de Yabrán se mezclaron. Y hasta es posible que tan oscura situación haya hecho que Juan Pablo II le permitiera a su amigo Primatesta continuar al frente de la arquidiócesis hasta aclarar, o por lo menos dar explicaciones, de lo que había pasado. Aunque él lo desmiente terminantemente.
"Permanentemente (en la Municipalidad de Córdoba) llegan a mis oídos afirmaciones que dicen que el cardenal Primatesta hace lobby a favor de las empresas del grupo OCA", destapó en marzo de 1997 el empresario Carlos Bernardi, presidente de la firma Cargo, competidora de Yabrán. Y estalló el escándalo. No fue todo: el propio Alfredo Yabrán declaró que Primatesta, a pedido del ex ministro de Economía, Domingo Cavallo, le había pedido que modificara su posición sobre la privatización del correo. ¿Qué había pasado? ¿Qué hacía el cardenal primado de la Argentina en ese entorno mañoso, como lo había denominado el padre de la convertibilidad?
OCA le había regalado al Arzobispado de Córdoba una playa de estacionamiento de cinco pisos para que le sirviera como fuente propia de ingresos para sostener sus actividades pastorales. "La relación de OCA con el arzobispado de Córdoba es conocida y se vincula con una donación del empresario a la Iglesia", trató de explicar el vocero laico del cardenal, Guillermo García Caliendo. Pero la verdad es que el vicario Marcelo Martorell, mano derecha de Primatesta, era muy buen amigo del cartero y que en ese carácter hizo lobby a favor de Yabrán cuando se debatía la distribución de la correspondencia oficial en la Municipalidad de Córdoba. Más aún, cuando se lo preguntaron, Martorell dijo que estaba orgulloso de ser amigo de Yabrán, un empresario inescrupuloso, de hábitos mañosos, que terminó suicidándose al ser descubierto, a lo mejor para evitar que sus patrones diezmaran a su familia. A buen entendedor pocas palabras: el garage tenía su precio. Y en la intimidad, Primatesta no cabía con la furia que le generó Martorell al cortarse solo.
"Pongo las manos al fuego por el obispo Primatesta, pero no siempre sus subordinados hacen lo que deben", dijo a La Nación un militante católico de acceso directo al arzobispado, no bien estalló el escándalo.
"Aunque sea dolorosa la verdad debe conocerse. No podemos recibir dinero de cualquier lado. Debe ser transparente tanto su origen como su destino", exclamó Rubén Layun, integrante de Caritas.
"Los sacerdotes debemos trabajar con nuestras manos para no ser una carga para nadie; podemos aceptar donaciones, pero éstas no deben atarnos ni condicionarnos. Deben ser honestas", sostuvo Martín Irazábal, el cura vasco de Villa Angelelli, Córdoba.
"Con prudencia esto se podía haber evitado. Durante mucho tiempo será difícil separar el nombre de Yabrán del de la Iglesia de Córdoba", señaló otra fuente del arzobispado.
"No hay lugar para obsecuencias porque esta situación hiere a la Iglesia como institución y le hace perder predicamento", indicó otro sacerdote cordobés.
"Si queda alguna atadura con algún resorte del poder, rompámosla, porque estamos en Semana Santa y Cristo nos mostró un camino muy claro de independencia total: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Nadie da gratis nada. Si son empresarios fuertes, uno de alguna forma queda pegado", definió monseñor Laguna.


Tiempo de descuento

Primatesta repasó cuidadosamente la lista de invitados a la cena de su despedida como arzobispo de Córdoba y cardenal primado de la Argentina, que se realizó el lunes 8 de marzo de 1999 en un hotel céntrico de la Capital Federal y que consistió en una copa de camarones y un lomo con champignones. "Cuidado, la escena política está muy caldeada y no quiero que se piense que estoy bendiciendo el intento reeleccionista de Menem", explicó a sus allegados. La lista era extensa: entre otros figuraban Erman González, Jorge Domínguez, Alberto Mazza, Susana Decibe, Rodolfo Daer, Hugo Moyano, Juan Manuel Palacios, Pablo Challú, Antonio Boggiano, Carlos Becerra, Estanislao Karlic, Jorge Bergolio, su poco estimado nuncio Ubaldo Calabresi, pero también su amigo y asesor político de los últimos veinte años y en ese momento ya director de Migraciones de Menem, Hugo Franco. También estaban el subsecretario de Población, Aldo Carreras y el secretario de la Pastoral Social –comisión que Primatesta de allí en más dirigiría– Guillermo García Caliendo. Primatesta optó por ingresar al hotel por una puerta lateral para evitar ser fotografiado con algún ministro menemista. Hubo sólo dos discursos: el de Juan José Zanola, secretario general de los bancarios, y el del cardenal Primatesta que aprovechó la ocasión para insistir en la necesidad de trabajar por la unión nacional deponiendo intereses sectoriales.
Hacía su adiós al arzobispado y a la CEA, pero sin embargo seguiría haciendo política como arzobispo emérito al frente de la Pastoral Social, desde donde imprimiría un vuelco interesante a su trayectoria. Se volvió mucho menos permisivo con el poder.
"Resulta que los políticos acuerdan con todos los sectores de poder, comenzando con el FMI, pero no acuerdan con quien les da el poder: el pueblo", dijo Primatesta a mediados de octubre de 1999, en la primera reunión formal de la Casa Social San José Obrero, ámbito de discusión de los problemas nacionales a la luz de la doctrina social de la Iglesia. El presidente de la Comisión de Pastoral Social se había proclamado otras veces contrario al modelo económico llevado a cabo por Menem. Ya en junio de 1998 había advertido que tenía "realmente miedo a la desesperación de quien no tiene nada y entonces tenga que robar para comer".
"La gente puede cansarse por hambre y por eso tengo el temor de que, si no hay respuestas, aumente la presión. Aquí hay que tomar conciencia de que es necesario humanizar la economía", añadió. Por esos días los datos del INDEC reflejaban que en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires había nueve millones de pobres. Pero la advertencia de Primatesta no fue oída, ni por el gobierno de Menem, ni por el de Fernando De la Rúa, que le siguió, y que terminó en diciembre de 2001 corrido por piquetes y cacerolazos: a principios de 2002, en toda la Argentina, la cantidad de pobres había trepado a catorce millones, es decir, alcanzaba a más del 40 por ciento de la población. Tal como había advertido Primatesta, la presión había aumentado hasta tal punto que se llevó en dos años a tres presidentes, incluido al más que provisorio Adolfo Rodríguez Saa, que duró dos semanas.
Primatesta había tenido sobre eso una visión profética: "Me gustaría que algún político tuviera la genialidad de proponer como primera condición en su programa de gobierno, los diez mandamientos, y después todo lo demás. A los hombres se los puede engañar, se les puede prometer cosas y no cumplir, pero Dios ve el corazón de los hombres y no lo podemos engañar; si prometemos algo tenemos que cumplir", dijo en 1999, tiempos en que Menem, por medio de Rodolfo Barra, su ex ministro Tacuara y del Opus Dei, trataba de trampear la Constitución para ser candidato a presidente por tercera vez consecutiva.
Desde la Pastoral, el arzobispo reclamó cada vez con mayor insistencia que la torta de la riqueza se repartiera mejor: "Hay que buscar la limosna de otra manera, dar la limosna del trabajo. Las grandes y medianas empresas deben reducir sus ganancias como forma de dejar un margen para ayudar a los más necesitados frente a esta fuerte realidad de desocupación y pobreza".
El miércoles 5 de abril de 2000, a las ocho de la mañana, mientras daba una misa en la capilla de las Carmelitas, en Córdoba, Primatesta se cayó redondo al suelo. El arzobispo emérito fue internado en el Instituto Modelo de Cardiología para determinar la causa de su desmayo. Los médicos diagnosticaron lipotimia. Pero su vocero, Guillermo García Caliendo, relató que estaba llevando un intenso trabajo en la Pastoral Social y dijo que "es probable que su cuadro se deba a una situación de estrés".
En junio de ese mismo año el veterano purpurado generó polémica en medios políticos, empresariales, sindicales y también en los eclesiásticos, cuando apoyó la marcha de la CGT de Hugo Moyano contra el Fondo Monetario Internacional. El gobierno se molestó, Rodolfo Daer, de la CGT oficial, lo vio como una preferencia por la otra central obrera, los empresarios se horrorizaron de que apoyara a los piqueteros y varios obispos señalaron que había sido una infortunada intromisión en asuntos sindicales.
Primatesta tuvo que salir a aclarar su posición en una rueda de prensa que dio en Mar del Plata, junto al obispo local, José María Arancedo, y el de Viedma, Marcelo Melani, en el marco de las Jornadas Sociales que organizan anualmente la Pastoral Social y el Obispado marplatense. "Yo podría haberme lavado las manos, pero frente a un pedido de una central obrera y considerando cómo está la situación social, no lo hice. Pude haberme equivocado, pero Dios también obra a través de la equivocación de los hombres", dijo.
Primatesta también debió sacar la cara por el secretario de la Pastoral, Guillermo García Caliendo, a quien había nombrado "observador" de la marcha, pero que terminó haciendo un encendido discurso de barricada en el acto de cierre. El Episcopado lo desautorizó severamente y García Caliendo renunció a la Pastoral, pero Primatesta le rechazó la dimisión. "Le pidieron que hablara y de repente tuvo que hacerlo. Tengo entendido que repitió palabras del Papa", remató el cardenal.
No, sin duda, el 2000 no fue un buen año para Primatesta. En octubre, el titular del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) Horacio Verbitsky, y la abogada del Servicio de Paz y Justicia (Serpaj) Elba Martínez, le pidieron a la jueza Cristina Garzón de Lascano que citara en calidad de imputado al cardenal Primatesta como cabeza de una red de complicidad y encubrimiento que, "desde un sector de la jerarquía eclesiástica toleró violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura". El CELS pidió además constituirse en querellante en el Juicio por la Verdad que se instruye en Córdoba para investigar el destino que tuvieron los detenidos desaparecidos y aportó junto al Serpaj documentos que probarían la apropiación de menores operada desde la ex Casa Cuna y la existencia de pequeños campos de detención y tortura dependientes de la Policía de Córdoba, como la llamada Escuelita El Pilar.
El informe lleva nombres y apellidos: incluye a todo el III Cuerpo de Ejército de aquella época, desde Luciano Benjamín Menéndez hasta el portero, a miembros del equipo médico de la ex Casa Cuna y a integrantes de la Iglesia, empezando por Primatesta, a quien se le imputa haber callado y seguir haciéndolo. "Hace poco participó de una ceremonia de pedido de perdón, hubiera sido deseable oír su voz referida a casos concretos, no en forma genérica y abstracta, en la que pidió perdón por lo que otros hicieron", señaló Verbitskv el 25 de octubre de 2000.
El famoso indulto que Raúl Francisco Primatesta ayudó a promover durante la presidencia de Menem, no sería de aplicación, y tampoco las leyes de obediencia debida y de punto final, que por otra parte fueron derogadas, por lo que no corren hacia delante. La desaparición forzada de personas es un delito que se perpetúa en el tiempo y la sustracción de menores fue expresamente excluida de aquellos beneficios. Él lo sabe y lo reconoce.
"La Iglesia es parte de un contexto histórico, hay que ver cómo estaba la sociedad en esos años espantosos", me dijo. Al margen de los errores y los aciertos, fue el hombre que con gran muñeca política, se escurrió entre los acontecimientos más difíciles e importantes de los últimos treinta años de la Argentina. Y los tiempos oscuros, dejaron su marca. Carismático, seductor, austero y gran intuitivo, sólo espera el juicio de Dios. Como dice el Eclesiastés:
"Todas las cosas tienen su tiempo, y por sus espacios pasan todas ellas debajo del Cielo. Hay un tiempo de nacer y un tiempo de morir (...)
Un tiempo de callar y un tiempo de hablar (...) Un tiempo de guerra y un tiempo de paz".

    

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