Historia pública y privada de la Iglesia Católica Argentina

Olga Wornat

    

7. Sotanas y Laicos

El primer presidente de la restauración democrática asumió el 10 de diciembre de 1983. Raúl Ricardo Alfonsín representaba para el imaginario eclesiástico lo peor de la modernidad: laicismo, ley de divorcio, anticlericalismo, permisivismo. Esta última palabra se ensanchaba como una boa (¿acaso era una pitón o fue una anaconda la serpiente del Paraíso?) hasta abarcar todos los males, desde la pornografía a las inclinaciones izquierdizantes.
Alfonsín era como una manzana del árbol prohibido para muchos obispos de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), por lo menos para aquellos ultraconservadores que preferían las compotas a las frutas frescas.
No fue ése el caso del obispo de Morón, monseñor Justo Laguna, que siempre lo defendió:
"Fue muy injusta la actitud del Episcopado con Alfonsín, pues ha habido pocos gobiernos tan respetuosos, dentro de lo que la democracia trae, como fue el suyo. Creo que había una verdadera antipatía contra él, simplemente porque había trabajado por los derechos humanos, cuando en realidad de zurdo no tiene nada", sostuvo cuando ya todo había pasado.
En el libro Nuevos Diálogos, una mirada humanista sobre los grandes temas, realizado junto al escritor Marcos Aguinis, el obispo de Morón dice:
"El dinero multiplica el poder y el poder multiplica el dinero, se sabe. Lo hemos visto en algunos de los gobiernos muy democráticos, como el de Alfonsín. Por ahí dicen que Laguna es un alfonsinista sin remedio, pero no puedo sino servir a la verdad: Alfonsín demostró ser un hombre austero, no sin algunos pocos de sus colaboradores. Tuve la oportunidad de seguirlo de cerca: creo que, de la Iglesia Católica, en aquélla época, sólo Casaretto y yo nos aproximamos al presidente. Casaretto más, porque la residencia presidencial pertenecía a su jurisdicción, y el capellán de Olivos era el vicario general de San Isidro. A Menem no hubo modo de ponerle capellán. Menem llama sólo a sus amigos. En cambio, Alfonsín aceptó con una extraordinaria humildad, que le mandaran un capellán y se hizo amigo de él. Alfonsín va a misa todos los domingos, creo, pero pocas veces comulga en público. No es exhibicionista (...) No le obsesiona la idea de aparentar. Alfonsín no medró políticamente y su única riqueza consiste en su pasión por la política. En este sentido se alinea con la serie de presidentes radicales que fueron todos honestos, de hondas convicciones republicanas. Su ministro de economía Juan Vital Sourrille sigue viviendo en el mismo lugar de siempre. Quien fue culto e inteligente presidente de la Cámara de diputados, Juan Carlos Pugliese, murió en un modesto departamento. Pero hubo un grupo de políticos jóvenes que medraron bastante, no sé si económicamente, pero sí con el poder (...) El poder de la economía pesa tanto que los grandes empresarios, industriales y financistas provocaron la caída de Alfonsín: en un momento dado decidieron cortarle toda posibilidad, aunque hasta entonces lo habían apoyado...".
Tampoco es el caso del jesuíta Fernando Storni, asesor espiritual del entonces presidente, enrolado entre los curas progresistas y miembro del CIAS:
"A Alfonsín muchos en la Iglesia lo veían con malos ojos, algunos porque durante su campaña electoral decía el preámbulo de la Constitución pero omitía nombrar a Dios. Otros porque no comulgaba. Pero yo les diría que, visto todos los presidentes que comulgaron antes, eso no era ninguna garantía", aseguró.
El actual obispo de Mar del Plata, José María Arancedo, primo hermano de Raúl Alfonsín y muy amigo del fallecido cardenal Eduardo Pironio, en una conversación que mantuvimos en su diócesis y acerca de este tema, dijo: "La cúpula de la Iglesia de esos años nunca quiso a Raúl. Yo no viví la época de cerca porque estaba en Roma, pero cada vez que venía me ponía al tanto. Él siempre fue católico, aunque no es practicante. No comulgaba y entonces eso ponía muy mal a algunos obispos, porque juzgaban eso como lo más importante, no miraban otras cosas. Y bueno... después le pasaron la factura".
Por supuesto, ni el obispo Laguna, ni el padre Storni, ni el obispo Arancedo integraron nunca el sector más conservador de la Iglesia ni simpatizaron jamás con el Proceso de Reorganización Nacional, que lideró el ex general Jorge Rafael Videla, hoy preso domiciliario por razones de edad, a quien Alfonsín mandó a juzgar por crímenes de lesa humanidad, junto a los comandantes de las primeras tres juntas militares, dejando inexplicablemente afuera a la cuarta.
La iglesia local tenía por entonces al menos tres obispos de posiciones progresistas: el de Neuquén, Jaime de Nevares; el de Quilmes, Jorge Novak; y el de Viedma, Miguel Hesayne. Todos, sin embargo, estaban demasiado aislados de la cúpula religiosa, como para representar al Episcopado. El cardenal Primatesta continuaba siendo el gran caudillo, el eje de los acontecimientos políticos-religiosos argentinos, desde el arzobispado de Córdoba.
Monseñor Eduardo Pironio, que estuvo inscripto en la corriente progresista y que para sacárselo de encima, la Iglesia argentina le pidió al Papa que se lo llevara a Roma, donde –no hay mal que por bien no venga– lo esperaba un destino increíble: Paulo VI se deslumbró con él, lo ascendió a cardenal –fue el tercero de la Argentina– lo colocó al frente de la Prefectura de las Congregaciones –de la que dependen todas las órdenes religiosas del mundo– y lo transformó en su confesor personal.
Con un poco más de suerte, hubiera podido ser el primer Papa argentino: en las dos votaciones posteriores al fallecimiento de Paulo VI, en las que resultaron triunfantes Juan Pablo I –quien murió, a los pocos días y según dicen muchos, envenenado– y luego Juan Pablo II, Pironio figuró entre los candidatos a sucederlo.
Pero Juan Pablo II le dio a la Iglesia un golpe de timón –la devolvió a sus cauces conservadores– y Pironio perdió su buena estrella: fue trasladado a la Prefectura de los Laicos, para supervisar los movimientos de los ciudadanos católicos, ya no mas a las órdenes religiosas. No obstante, se transformó en el cardenal más popular entre los laicos argentinos y supo ser ovacionado en la reunión de jóvenes católicos que en 1985 tuvo lugar en Córdoba.
Mientras tanto, en Roma, el 25 de enero de 1985, Juan Pablo II convocaba –veinte años después del Concilio II– en la antigua basílica San Pablo Extramuros, a una reunión extraordinaria de obispos, un nuevo sínodo, para examinar el impacto que dicho Concilio había tenido en el mundo cristiano. El mismo se iba a realizar entre el 25 de noviembre y el 8 de diciembre del mismo año. A los hombres de la Iglesia que iban a participar del mismo y con los que se reunió en Roma para los preparativos del encuentro les dijo: "Aquí se va a revisar el período preconciliar y nada más", aventando cualquier posibilidad de renovación, de discusión sobre el papel de las mujeres o el celibato. En Su Santidad, Bernstein y Politi dicen: "Juan Pablo II se aprestaba a afrontar una de las pruebas más dramáticas de su pontificado. Las posiciones "erradas" que pretendía combatir no eran primordialmente la de los admiradores fanáticos de la iglesia preconciliar, como Marcel Lefebre, el rebelde obispo francés que defendía la misa en latín y consideraba al Concilio Vaticano II de herético. El Papa consideraba que el verdadero enemigo era la tendencia a tomar el Concilio como punto de partida para efectuar nuevos cambios en el seno de la Iglesia. Los verdaderos enemigos eran los teólogos y obispos que querían democratizar a la Iglesia asignando mayores poderes a las conferencias episcopales. Los verdaderos enemigos eran los católicos que querían que se examinara nuevamente la moralidad sexual, que pedían un lugar más destacado para las mujeres en la Iglesia y que argüían que la Iglesia debía aprender algunas cosas del mundo moderno". En estos momentos, aparece en escena el cardenal Ratzinger, el poderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o el jefe del Santo Oficio del siglo XX.
En mayo de 1984, el áspero purpurado había alcanzado fama por su juicio inquisitorial al más brillante teólogo de la liberación, el franciscano brasileño Leonardo Boff, que acababa de sacar su libro La Iglesia, carisma y poder, donde aseguraba que el modelo romano estaba demasiado volcado a sí mismo, era muy clerical, jerárquico y había celebrado un "pacto colonial" con las clases gobernantes. "El poder sagrado ha sido objeto de un proceso de expropiación de los medios de producción religiosa por parte del clero, en detrimento de los cristianos. (...) No cuestiono la autoridad de la Iglesia sino la forma en que esta autoridad ha sido ejercida históricamente, con el propósito de reprimir toda libertad de pensamiento dentro de la Iglesia. "Inmediatamente, fue llamado por Ratzinger, quien lo definió, en un duro documento, de "marxista y hereje", arrastrando a la memoria de muchos el juicio a Galileo Galilei en el siglo VII, al que acusaron de "herir a la Santa Fe mostrando que son falsas las Sagradas Escrituras", porque afirmaba que el Sol era el centro de la Tierra. El teólogo venía siendo observado desde comienzos de los años setenta, cuando escribió Cristo el Libertador, –trabajo básico de los Sacerdotes del Tercer mundo– pero 1984 fue el año en que se decidió lanzar la ofensiva final contra "los herejes de la liberación", como llamaban en Roma a los partidarios de esta corriente. Cuando Ratzinger interrogó a Boff, estaba sentado a su lado el ahora cardenal, Jorge Mejías, que tomaba notas en un cuaderno, pero que no levantó un acta oficial. El cardenal y Boff discutieron durante tres horas y al final de la misma, Ratzinger le dijo al fraile que la Congregación para la Doctrina de la Fe iba a sacar un documento sobre los aspectos positivos de la Teología de la Liberación. Y se dio el siguiente diálogo entre ambos religiosos:
–¿No está cansado? ¿Quiere un café?–dijo Ratzinger, levantándose.
–Qué bien le luce el hábito Padre. Esa es otra forma de enviar una señal al mundo –volvió a decir.
–Pero es muy difícil usar este hábito porque es muy caliente donde vivimos –respondió Boff.
–Cuando lo use la gente verá su devoción y su paciencia, y dirá: está, expiando los pecados del mundo.
–Ciertamente necesitamos signos de trascendencia, pero estos no se trasmiten a través del hábito. Es el corazón el que tiene que estar en el lugar correcto.
–Los corazones no se pueden ver, y sin embargo uno tiene que ver algo.
–Este hábito también puede ser un símbolo de poder. Cuando lo uso y me monto en un bus, la gente se pone de pie y dice: "Padre, siéntese": Pero nosotros tenemos que ser servidores.
Desde el Vaticano salió un comunicado que decía que ambos habían mantenido una "conversación" que la misma había sido "fraternal". Pero el 26 de abril Boff fue condenado por el Jefe de la "Inquisición" a un año de silencio. No se le permitió enseñar, dar conferencias o publicar libros. Y Boff aceptó. Después de todo, era un hombre fiel a la Santa Madre. Hasta que en 1992, abandonó la orden y el sacerdocio. "El poder eclesiástico es cruel y despiadado. No olvida nada. No perdona nada. Exige todo", declaró.
"Los últimos diez años han sido desfavorables para la Iglesia católica –dijo el cardenal alemán ante el Papa, durante el sínodo de 1985–. Lo que los Papas y los Padres del Concilio esperaban era una nueva unidad católica y en vez de ello hemos sido testigos de un disenso que, parafraseando a Pablo VI, parece haber pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se tenía la expectativa de un entusiasmo renovado, pero con demasiada frecuencia ha redundado en aburrimiento y desmoralización. Se tenía la expectativa de haber dado un paso adelante y en lugar de ello nos encontramos en un proceso progresivo de decadencia que en gran medida se ha estado desarrollando con la invocación de un "espíritu del Concilio" y con esto de hecho, lo ha desacreditado cada vez más...
Las discusiones fueron durísimas, polémicas, polarizadas. Algunos estaban con quienes propugnaban un avance y renovación del espíritu del Concilio y otros, más temerosos, aceptaban también los puntos del documento presentado por el alemán: "La Iglesia no debía ser un club o una asociación. Era la Iglesia del Señor, un lugar para la presencia de Dios en el mundo. Nunca hay que perder la conciencia sobre la esencia de la fe, anclada en una grandiosa síntesis del Credo, el Padre Nuestro, los Diez Mandamientos y los sacramentos". Se llegó a cuestionar el centralismo de Roma y hasta las "malas" administraciones del Banco, el IOR, dirigido por Marcinkus. Holandeses, belgas, canadienses, ingleses y americanos, atacaron duramente a Ratzinger. Y los duros, amigos del Papa, salieron a defender las posturas conservadoras. "Satanás ha redoblado sus esfuerzos para crear en la Iglesia una atmósfera de incertidumbre y desorden", dijo monseñor Antonio Quarracino, presidente del CELAM, con su estilo habitual. Y Wojtyla quedó encantado al escucharlo, era el vocabulario que él mismo gustaba utilizar. Curiosamente (o no) el día de la clausura y para que quede clara su postura y los nuevos tiempos eclesiásticos del mundo, Juan Pablo II habló de la Iglesia como el "cuerpo místico de Cristo" y no como el "pueblo de Dios". Y esa definición que había sido impuesta en tiempos de Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII; fue una clara señal. Cuando finalizó el sínodo, el comité encargado de la redacción del nuevo catecismo universal, estaba encabezado por el cardenal Joseph Ratzinger. Así eran los tiempos y la línea política que bajaba desde el palacio de San Pedro.
Dos años después, en abril de 1987, cuando el Papa visitó por segunda vez la Argentina, Alfonsín elogió a Eduardo Pironio ante el pontífice y le dijo que la feligresía vería con beneplácito que el "respetado Pironio" fuera el sucesor del cardenal Juan Carlos Aramburu, como arzobispo de Buenos Aires. Pero la sugerencia presidencial no cambió la suerte del cardenal. Seguramente Alfonsín desconocía que Wojtyla no comulgaba con las ideas de Pironio, imbuido del pensamiento progresista dentro de la Iglesia y quien, además, en 1980, cuando todavía estaba como prefecto de la Sagrada Congregación de los Religiosos, había salido al cruce de la campaña contra la teología de la liberación y contra Boff. "Que yo sepa no hay por ahora ninguna medida en su contra. Su pensamiento está en busca de la verdad, y creo que en él existe una perfecta sumisión a la Verdad revelada, un gran deseo de fidelidad al magisterio de la Iglesia. De modo que no veo ninguna razón para que sea condenado", dijo Pironio en la Asamblea Episcopal brasileña. Y los nuevos jerarcas de San Pedro no le perdonaron. No había caso, los tiempos corrían en otra dirección.
En el medio del Episcopado argentino, entre los obispos moderados de centro, se enrolaban tres con peso propio dentro de la estructura eclesiástica: Justo Oscar Laguna, de Morón y titular de la Pastoral Social del Episcopado; Jorge Casaretto, obispo de San Isidro, responsable de las Juventudes Católicas y con gran predicamento entre los sectores laicos; y Emilio Bianchi di Cárcano, obispo de Azul y presidente de la Pastoral de Educación Católica. Los tres tenían buena sintonía con Alfonsín y por eso, en la interna del Episcopado, se los sospechaba de radicales.
Justo Oscar Laguna nunca tuvo pelos en la lengua, siempre se caracterizó por decir lo que pensaba, aunque eso le acarreó no pocos problemas con el poder. Explosivo, coqueto, simpático y muy culto, Laguna, nació en Buenos Aires el 25 de septiembre de 1929, en una familia de inmigrantes españoles. En 1954 se ordenó sacerdote, fue obispo auxiliar de San Isidro, donde profundizó su amistad con Jorge Casaretto, y es nombrado obispo en 1975. Fue presidente de la Comisión Episcopal de la Pastoral Social, equipo de trabajo vinculado a la Comisión de Justicia y Paz, con sede en el Vaticano. Es fanático del cine y del teatro, y vive con su hermana en Morón.
Jorge Casaretto es introvertido, cerrado, quizá tímido y eso sí, algo misógino, según me dijo su amigo Laguna un día que le comenté que había ido a verlo a Casaretto a San Isidro y que me había tratado con impiedad o fastidio. "Un libro sobre la Iglesia? ¿Usted va a escribir un libro sobre la Iglesia?¿Para qué?¿Para qué va a revolver sobre esos temas?". Recuerdo que me lanzó en la cara, apenas me senté. Y ahí nomás solicitó las preguntas por escrito, que no quería entrevistas, si antes no le mandaba un cuestionario. "La Iglesia tiene un gran sentimiento de culpa, porque de aquí salieron muchos cuadros que luego se metieron en la guerrilla y pasó todo lo qué pasó... ", dijo antes de despedirnos. Cuando le comenté el episodio al obispo de Morón, me miró y sonriendo dijo: "Usted también, como se le ocurre entrevistar al obispo más misógino del Episcopado argentino..".
Quienes lo conocieron apenas llegó a San Isidro, aseguran que el obispo tenía muchos problemas para alejar a las jóvenes que se acercaban hipnotizadas por su enorme atractivo. "No sabía cómo hacer, cómo manejar el tema de las mujeres, se le tiraban encima –dice alguien que lo frecuenta– y quizá desde ahí se volvió frío y distante". Anécdotas al margen, Jorge Casaretto nació en Buenos Aires el 27 de diciembre de 1936 y fue al colegio Nacional Buenos Aires, donde fue compañero –y luego amigo– del ex ministro del Interior de Carlos Menem, Carlos Corach. Los que lo conocieron en esos años, aseguran que terminó el secundario con altísimas calificaciones. Descubrió su vocación sacerdotal a los 23 años, cuando estudiaba ingeniería en la Universidad de Buenos Aires. En 1977 fue designado obispo de Rafaela, en Santa Fe, donde se relacionó con monseñor Vicente Zaspe. Fueron amigos. En 1983 regresó a San Isidro como obispo coadjutor y en 1985, en plena era alfonsinista, quedó como titular de la diócesis. Fue uno de los primeros obispos en enviar sacerdotes a Cuba, para ayudar al fortalecimiento del catolicismo en la isla. Con Laguna salen a comer todas las semanas, van al cine y algunos veranos, se refugian en una casa de retiros espirituales ubicada en Palm Beach, la exquisita playa del sur de la Florida, en Estados Unidos. Esta escapada terrenal les provocó no pocos encontronazos con el menemismo, ya que ambos fueron fuertes críticos del régimen neoliberal y éstos le pasaron la factura.
Emilio Bianchi Di Cárcano, también nació en Buenos Aires, el 5 de abril de 1930. Fue ordenado sacerdote el 14 de agosto de 1960, obispo titular de Lesina y auxiliar de Azul el 24 de febrero de 1976; recibió la ordenación episcopal en marzo de 1976, un día después del golpe, y fue trasladado como obispo a Azul el 14 de abril de 1982, ahí nomás de Malvinas, como una paradoja.
Los tres obispos son muy amigos y fueron los únicos que tuvieron acercamiento hasta el final con Raúl Alfonsín. "Vivían en la quinta de Olivos", recuerda un prelado, con algo de resentimiento. En el Episcopado los llaman el "Grupo San Isidro", porque los tres surgieron de esa diócesis y comulgan las mismas ideas políticas e ideológicas, cosa que les generó no pocos adversarios entre sus pares. Son fieles seguidores del Concilio Vaticano II.
En su libro Asalto a la ilusión, el periodista Morales Sola observó que "los movimientos de (el cardenal Francisco) Primatesta advertían que él veía el futuro de la Iglesia en manos del grupo de Laguna, Casaretto, Di Cárcano y su propio vicario auxiliar de Córdoba, monseñor José María Arancibia, uno de los prelados más jóvenes y que junto a ellos elaboraba los documentos de la Iglesia.
"Otro de sus obispos preferidos –añadía– es el de Paraná, monseñor Estanislao Karlic, el teólogo más importante de la Iglesia local, su candidato escondido para suceder a Aramburu en Buenos Aires. Pero Karlic es fundamentalmente un pastor de almas, no un político ni un administrador."
En el otro extremo del arco, la Iglesia también tenía –y aún tiene– en su seno a personajes ultraconservadores y retrógrados, que parecen salidos de la noche de los tiempos: uno de ellos es monseñor Desiderio Collino, obispo de Lomas de Zamora. El otro es Emilio Ogñenovich, purpurado de Mercedes. Y el tercero, es Ítalo di Stéfano, quien sufrió una curiosa metamorfosis: antes de ser obispo de San Juan, había sido destinado a la diócesis de Roque Sáenz Peña, la segunda ciudad en importancia del Chaco, donde se relacionó con las Ligas Agrarias. En aquellos tiempos Di Stéfano estaba tan a la izquierda, que le pusieron el mote de obispo rojo. Pero al cambiar de diócesis, dio un giro de 180 grados y como un camaleón, se dedicó a cuestionar y a condenar todo aquello en lo que antes había creído, salvo a Dios, claro.
En los últimos años de la dictadura militar, la Iglesia se había acostumbrado a ser protagonista del escenario político. No era para menos: con partidos y sindicatos prohibidos, sólo quedaban a la vista ella y las Fuerzas Armadas, de modo que los dirigentes solían recurrir a los obispos buscando protección. Pero a diferencia de lo que sucedía en Chile y Brasil –países que también padecieron el yugo militar, pero cuya Iglesia era combativa– los obispos locales pecaban de tibios y muchos de ellos hasta se ufanaban ante el Vaticano de tener una iglesia tranquila, algo que luego, a la hora de rendir cuentas, les significó a algunos quedar pegados a la dictadura y a otros tener tarjeta amarilla por su actitud demasiado contemplativa.
Es cierto que en varios documentos, especialmente en el de mayo de 1977, la Iglesia había advertido que existía una metodología de la represión. Lo que nunca hizo fue quejarse de no haber sido escuchada. Morales Sola hizo la siguiente reflexión:
"Desde el principio del gobierno uniformado, funcionó una comisión de enlace que integraban el entonces obispo auxiliar de San Isidro, Justo Laguna; el secretario general del Episcopado, Carlos Galán; los tres secretarios generales de la fuerzas armadas; y el secretario General de la Presidencia. Ellos debatían sobre la situación económica y social y sobre los derechos humanos. Pero nunca se supo que esa comisión haya avanzado un solo paso en su misión morigeradora; no se lo supo, porque no ocurrió. Creemos que esa comisión cumplió con valentía una misión muy difícil en ese momento. Pero sus resultados, en efecto, fueron prácticamente nulos. Nunca se logró conocer el destino de ningún desaparecido ni cambiar la mentalidad de los interlocutores, aceptó luego la Iglesia".


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La homilía de Alfonsín

Cuando asumió Raúl Ricardo Alfonsín, los organismos de derechos humanos adquirieron relevancia y la Iglesia, precisamente por su tibio perfil en la defensa de esos derechos, no pudo menos que sentirse desplazada. El insólito episodio del Presidente en el pulpito de la capilla Stella Maris, despotricando contra el obispo castrense, fue la gota que rebasó el vaso en la poco feliz relación que Alfonsín tuvo con la Iglesia mientras duró su acotado mandato.
En su libro Proceso a la Iglesia Argentina, Rubén Dri recordó así aquel suceso:
"El 2 de abril de 1987 monseñor José Miguel Medina, obispo castrense, en la misa que celebró en la capilla Stella Maris a la que asistía el Presidente, pronunció una homilía que terminaría en polémica. Bajo el título de "No achicar la patria", (el obispo) expresó que en contraposición al achicamiento malvinense, impuesto desde el exterior, en la Patria se estaba produciendo un achicamiento desde adentro".
Por achicamiento interno, Medina comprendía "a la delincuencia, a la patotería, a la coima, al negociado, a la injusticia, a la disgregación, a la antisocial emigración, a la decadencia, a la drogadicción, a la destrucción de la identidad nacional".
"El presidente Alfonsín no se mantuvo indiferente–prosiguió Dri–. Subió al pulpito e instó a los presentes a que "si conocen de alguna coima o de algún negociado, lo digan y lo manifiesten correctamente. Si ha dicho esto delante del Presidente es seguramente porque se conoce algo que el Presidente desconoce"."
José Miguel Medina, el obispo castrense cuyo cargo había sido jerarquizado gracias a Juan Pablo II y elevado a Ordinariato desde junio de 1986 tenía poder dentro de la Iglesia argentina de ese momento. Podía erigir seminario, dar órdenes sagradas a los novicios y tener su propio clero. Particularmente Medina no tenía una historia empapada de democracia, todo lo contrario, era un clérigo que levantaba orgulloso las banderas de la doctrina de Seguridad Nacional de sus amadas Fuerzas Armadas, cuyos integrantes lo veneraban. En los archivos de la Conadep, hay varios testimonios que hablan del obispo Medina, entonces a cargo de la diócesis de Jujuy. Eulogia Cordero de Gránica, detenida en la cárcel jujeña de Villa Gorriti, declaró: "Monseñor Medina me dijo que yo tenía que decir todo lo que sabía; le contesté que no sabía qué era lo que tenía que decirle; y que lo único que yo quería saber era dónde estaban mis hijos, a lo que Medina respondió que en algo habrán estado para que yo no supiera dónde estaban; me insistió en que debía hablar y decir todo, y entonces se iba a saber dónde estaban mis hijos ".
El profesor Carlos Alberto Melián, que estuvo detenido en la misma cárcel, dijo ante los jueces de la Cámara Federal: "Monseñor Medina llegaba y nos insistía en que teníamos que colaborar. Nos decía : "Sean adultos y digan la verdad". En sus arengas a las tropas, Medina les decía que no debían preocuparse si los llamaban "represores", ya que para él la represión "era lícita y moral".
El río hacía mucho ruido y era que arrastraba cosas desde lejos. En febrero de 1984, a sólo dos meses de asumir Alfonsín, ya la agencia católica AICA había protestado por el levantamiento de programas de esa religión en radio Municipal. ¿A quién se le había ocurrido tamaño despropósito? Para AICA, la medida era un "hecho irritante para el sentir de la población católica del país", aunque más allá de la protesta de algunos fieles de misa diaria, el asunto no pasó a mayores.
El 23 de enero de 1984, el obispo Carlos Mariano Pérez, de Salta, dijo en su homilía: "Hay que erradicar a las Madres de Plaza de Mayo y a los organismos de derechos humanos que pertenecen a una organización internacional, lo mismo hay que terminar con la exhumación de cadáveres N.N, que son una infamia para la sociedad...". El ex capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires y entonces párroco de la Iglesia de Bragado en la provincia de Buenos Aires, descubierto y luego de una escandalosa polémica con los habitantes del pueblo, que dividió a la ciudad en dos bandos, no tuvo timidez para decir, en julio de 1984: "Que me digan que Camps (ex general y ex jefe de policía de la provincia de Buenos Aires durante la dictadura) torturó a un negrito que nadie conoce, vaya y pase, pero como iba a torturar a Jacobo Timerman, un periodista sobre el cual hubo una constante y decisiva presión mundial, que si no fuera por eso... ".
Y el 21 de mayo de 1985, en pleno desarrollo del juicio a los ex comandantes, monseñor Antonio Plaza, arzobispo de La Plata, declaró: "Este juicio es una revancha de la subversión y una porquería. Se trata de un Nuremberg al revés, en el cual los criminales están juzgando a los que vencieron al terrorismo... ".
Pero llegado septiembre de 1987, las quejas habían mutado en acusaciones de grueso calibre. En la homilía de la misa de FAMUS (Familiares de Muertos por la Subversión) el sacerdote Manuel Beltrán no tuvo pelos en la lengua para arremeter contra Alfonsín y tratarlo de zurdo y delincuente:
"Se nos han metido marxistas en el gobierno y las universidades, y no digamos nada de los malos judíos–porque los buenos no están– que están revirando el gobierno", comenzó diciendo el cura.
"La democracia debe ser pura, debe ser limpia, debe ser justa y no debe ser violenta –continuó, parafraseando a su modo al Presidente, cuando decía que con la democracia se come, se educa, se trabaja–. En esta mal llamada democracia se ha autorizado cualquier cosa. La cuestión es corromper. Es vergonzoso que se siga llamando democrático un gobierno que no pone coto a la corrupción del hombre, a la corrupción de la niñez, a la corrupción de la familia y de todos los hombres.
"Responsables de esta situación son todos los actores corruptos, los productores, los legisladores–enfatizó–. E incluso, el más responsable de todos es quien tiene que guiar los destinos de la Nación, con un destino bien seguro, y oponerse a todo lo que sea destrucción de nuestra Patria.
"El máximo responsable es el presidente legítimo que tenemos, por haber sido elegido por el pueblo. Y el que es responsable, siempre es culpable si se trata de un delito. Todos somos iguales ante la ley, y ante un delito, todos, aunque sea un obispo, tiene que ser juzgado. Y un presidente también", culminó.
Sin duda, el cura Beltrán estaba rabioso. La corrupción a la que aludía no pasaba precisamente por hechos ilícitos, sino por algo que en su concepción era mucho más terrible: el rumbo izquierdizante del gobierno. Es que en el camino se habían sucedido el Congreso Pedagógico, convocado en 1984 con presunta finalidad laicista; el juicio a las juntas militares, que tuvo lugar en 1985, y que derivó en el intento de procesar a cientos de militares de menor rango; y la ley de divorcio vincular, que vio la luz a mediados de 1987, a pesar de la venida del Papa.


El divorcio, un pecado grave

El gobierno de Alfonsín despertó la ira eclesiástica al no vetar la ley de divorcio sancionada por el Congreso. Obtenida la media sanción en la Cámara Baja, la CEA produjo un documento en el que lamentaba "profundamente la decisión de la Cámara de Diputados por el daño causado al pueblo argentino, daño que se tornaría irreparable–advertía– si el Senado convirtiera el proyecto en ley".
El documento rechazaba además enérgicamente la posición de aquellos diputados que "diciéndose católicos han votado el proyecto, más la de aquellos que se han atrevido a sostener la coherencia entre su fe y su posición de divorcistas".
Dentro de la CEA se discutió la posibilidad de lanzar excomuniones a aquellos legisladores que hubieran votado la ley; finalmente no prevaleció un criterio único. Pero el obispo de Lomas de Zamora, monseñor Desiderio Collino, se cortó solo e hizo llegar un comunicado de excomunión a los diputados de su diócesis en el que se expresaba:
"Cumplo en dirigirme a Ud. para advertirle que por haber dado su voto positivo a favor de la implantación de la ley de divorcio vincular en nuestro país:
"1) Que esta falta grave lo excluye de la recepción de los sacramentos de la Iglesia y que no podrá ser admitido como padrino de bautismo o confirmación.
"2) Que como la falta ha sido pública y notoria, así también pública y notoria deberá ser su retractación, a fin de poder acceder a los sacramentos de la Iglesia.
"Nada sería más grato para mí que saber de su retractación pública. Como en el cielo, también en la Tierra habría mucha alegría.
"Con mi saludo, mi bendición pastoral. En Cristo, Jesús y María. Desiderio Elso Collino, obispo de la Iglesia en Lomas de Zamora."
Desde 1984, se habían sucedido tres documentos episcopales contra la posible sanción de la ley de divorcio; dos fueron emitidos ese año y otro en 1985. Emilio Ogñenovich, obispo de Mercedes y presidente de la Comisión Episcopal de la Familia, fue quien lideró sin suerte la campaña antidivorcista. El 9 de mayo de 1986, en su oración de apertura de esa cruzada, había calificado al divorcio como "una lacra que, al igual que la droga y la homosexualidad, apunta a la disolución de la sociedad", según publicaron varios diarios al día siguiente, lo que provocó el hazmereír colectivo.
"La Iglesia está de pie y ha comenzado su cruzada contra este flagelo del divorcio que sólo traerá tristes consecuencias para la Nación. Los católicos divorcistas son monstruos, porque en realidad construyen una nueva secta con la deformación de la doctrina auténtica que sostiene la Iglesia Católica, Apostólica y Romana", había advertido Ogñenovich.
Aquella campaña tuvo su punto culminante en un acto que se realizó en Plaza de Mayo. Para presidirlo se sacó por primera vez la imagen de la Virgen de Lujan de su santuario, lo que probó la importancia que se le daba a la movilización. Con la imagen convocante se esperaba reunir una multitud, pero la concurrencia estuvo bastante por debajo de las expectativas.
El acto no contó con el aval de todo el Episcopado: Jaime de Nevares, desde Neuquén, y Justo Laguna, desde Morón, expresaron su desacuerdo.
Rubén Dri consignó en su libro: "La marcha no pasó por Morón. La agencia AICA denunció que "al parecer por órdenes del Ministerio de Defensa no se permitió a oficiales y soldados de la guarnición Campo de Mayo saludar el paso de la Virgen cuando la imagen pasó por ese lugar".
Pero el cura Storni fue mucho más taxativo: "Otro tema que enfrentó a parte de la Iglesia con Alfonsín fue el del divorcio, pero también internamente había muchas diferencias entre los obispos. Me acuerdo que Laguna no dejó pasar por su diócesis la imagen de la Virgen de Lujan, que Ogñenovich traía en procesión para un acto en Plaza de Mayo", relató.
El columnista del diario La Nación, experto en temas eclesiáticos, Bartolomé de Vedia dio su opinión sobre esos años: "La relación de Alfonsín con la Iglesia fue mala, tirante, tensa. Todo el tiempo. En primer lugar, quizá, porque Alfonsín representa un ala de centro izquierda del radicalismo y tuvo gente muy preparada, como Juan Carlos Portantiero, un exclente sociólogo o AldoNeri, un teórico de la salud, que muchos obispos de entonces consideraban de izquierda. Y eso provocaba choques y desconfianzas. En el campo educativo, el Congreso Pedagógico fue visualizado como una operación política destinada a eliminar privilegios de los colegios religiosos. Y salió mal, porque la Iglesia se movilizó y las comisiones estuvieron integradas en su mayoría por representantes católicos. El error de Alfonsín fue no entender la mecánica interna de la Iglesia, no se mantuvo neutro, se metió y fue como meter el dedo en el ventilador. Illia (Arturo), por ejemplo fue un presidente alejado de las corporaciones y la Iglesia no tuvo problemas con él".
Por su parte, en Asalto a la ilusión, Morales Sola vio la situación de esta manera:
"A fines de 1986 y principio de 1987 el divorcio fue el tema que enfrentó al gobierno con la Iglesia. La visita del Papa al país estaba anunciada para abril y la Iglesia local no quería que se lo recibiera con ese presente.
"Internamente los obispos no se pusieron de acuerdo en cómo enfrentar la protesta.
"El obispo de Mercedes, Emilio Ogñenovich, se hizo cargo de la oposición. Conservador por naturaleza y frontal en su estilo tomó las banderas antidivorcistas como una cuestión personal. Gran parte de sus pares lo dejaron solo por la forma en que expresó su opinión. Labraron un acta dejando en libertad de acción a cada obispo en la manera de expresar su oposición al divorcio. Votaron la conveniencia de traer la Virgen de Lujan en procesión y hacer un acto en la Plaza de Mayo; una mitad lo aprobó; la otra no.
"Ogñenovich hizo el acto con muy poca asistencia de público y luego acusó a los obispos ausentes de haber traicionado un compromiso. Al ser expresada sólo por el obispo de Mercedes, la imagen de la Iglesia sufrió una grave recesión."
A pesar de la oposición eclesiástica, la ley de divorcio vincular fue sancionada el 3 de junio de 1987. Apenas el Senado dio el visto bueno definitivo, la CEA manifestó en un documento "el profundo dolor y tristeza que experimentamos ante una ley que creemos comprometerá seriamente el futuro de la familia en la República Argentina". Pero monseñor Laguna, haciendo honor a su nombre de pila, dijo lo justo: "El divorcio es un mal, pero es un mal para los católicos, y no podemos imponer en una sociedad plural una ley que toca a los católicos. Son los católicos los que tienen que cumplirla y no el resto ".


La pulseada pedagógica

Si el divorcio fue para la Iglesia una espina irremediablemente atragantada en el pescuezo, el Congreso Pedagógico Nacional, convocado por ley 23.114 del 30 de septiembre de 1984, sonó más bien a desafío. Los sectores más conservadores comenzaron cuestionándolo porque veían en él una amenaza de los sectores laicistas, pero de inmediato toda la Iglesia se movilizó para tener una presencia masiva, darle pelea y recortar aquellas apetencias. Parroquias y colegios católicos generaron gran cantidad de propuestas, apoyadas en la defensa de la enseñanza privada, en la función subsidiaria del estado, en el derecho de enseñar y elegir la enseñanza deseada, en el contenido moral y espiritual de la educación, sin olvidar tampoco que la educación sexual era –en esta teoría– privativa de la familia y que no había que andar hablando en las aulas de contraconceptivos ni de Sida, porque, como opinaban muchos, entre ellos Juan Pablo II, "el embarazo es una bendición y la enfermedad un castigo de Dios".
En abril de 1984, en San Miguel, los obispos emitieron el documento, Democracia, responsabilidad y esperanza, cuyos tramos más importantes estaban referidos a la educación. "Confiamos en que aquellos que deben velar por el bien común de la Patria, cumplan con el deber de defender la identidad cultural de nuestro pueblo, sometidas a tantas presiones que le son extrañas (...) Conforme a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, la familia, trasmisora de los valores fundamentales, es "la primera escuela de las virtudes sociales" y su tarea educativa "es de tanta importancia que cuando falta, difícilmente pueda suplirse" (...) en las actuales circunstancias no podemos menos que manifestar nuestra preocupación por corrientes que pretenden introducir una cultura contraria a nuestro ser nacional. (...) La educación que se limite a instruir, pretendiendo ser neutral en los valores fundamentales, una escuela sin Dios y sin moral, no satisface la exigencia de ser educación integral. "
Monseñor Antonio Quarracino, entonces arzobispo de La Plata, denunció que el Congreso Pedagógico había sido instrumentado por "activistas ideológicos de izquierda". Y de paso, contraponiéndose a la idea oficial de hacer participar a los estudiantes y a sus padres en su formulación, recordó que en Italia, Benito Mussolini había llamado a un filósofo, no a un alumno, para realizar la planificación educativa, que "no debió ser tan mala porque estuvo vigente hasta hace pocos años", según aseguró.
Quarracino fue el más constante de los críticos al gobierno radical, tanto como arzobispo de La Plata, como luego, desde Buenos Aires, durante la presidencia de Carlos Menem. A este arzobispado no había llegado antes porque el Papa prefirió no confrontar con el primer presidente de la apertura democrática, y esperó la victoria electoral del menemismo para nombrarlo. En la postergación pudo haber mediado también al accidente cardiovascular que lo había aquejado en el aeropuerto Fiumicino: "el Vaticano no designa a arzobispos con salud precaria", observó Morales Sola.
Quarracino había conquistado a Juan Pablo II a través del sectario Movimiento Católico de Comunión y Liberación, expresión de la derecha europea, muy cercana al Opus Dei. A finales de la década de los sesenta había reemplazado en el Obispado de Avellaneda a monseñor Jerónimo Podestá. Y durante el Proceso Militar fue designado presidente del CELAM, (Conferencia Episcopal Latinomaericana) el organismo que nuclea a los obispos latinoamericanos, con sede en Colombia, con el objetivo de frenar los vientos de renovación teológica que se daban en esta zona del continente. Según Morales Sola, "no sólo fue el obispo más opositor a Alfonsín, sino el primero en propiciar desde 1982, lo que él mismo llamaba una ley de olvido o amnistía.
"Dueño de una vasta cultura fue, junto a Justo Laguna, aunque desde posiciones muy distintas, uno de los obispos más preparados intelectualmente. No lo quería a Alfonsín porque lo consideraba inspirado en la socialdemocracia. Era, según él, la corporización misma del demonio."
Monseñor Gerardo Sueldo, en esos días obispo de Santiago del Estero, consideró que al Congreso Pedagógico "la quisieron manipular con una ideología laicisista". Y que lo que la Iglesia hizo fue inteligente: "La respuesta fue movilizar a la gente, decirle: "mirá, aquí se está tratando algo muy importante, ¿por qué nosotros no trabajamos en esto, que toca a nuestro ser de argentino, a nuestra identidad?".
Monseñor Jorge Casaretto, obispo de San Isidro, señaló: "El Congreso Pedagógico fue una equivocación muy fuerte del alfonsinismo, al que la Iglesia respondió: armó un frente fortísimo y salió triunfante".
También el jesuita Fernando Storni, ubicado a sideral distancia del pensamiento conservador del Episcopado, reconoció que "con el Congreso Pedagógico la Iglesia se movilizó y mostró su opinión y su experiencia en ese ámbito. Alfonsín no estaba especialmente preocupado por el tema y cuentan que sacó escarpiendo a un ministro que, frente a la masiva participación católica, le vino a ofrecer que hicieran un congreso pedagógico radical".
Una vez concluido el congreso, el Episcopado expresó su complacencia de esta manera:
"Hemos seguido con conciencia de Iglesia este acontecimiento desde sus comienzos y nos complace comprobar que en todo el país han respondido a esta convocatoria los diversos sectores que componen nuestras comunidades educativas: parroquias, colegios y movimientos; sacerdotes, consagrados y laicos; directivos, docentes, alumnos y padres; estableciéndose antecedentes muy valiosos para la futura ley general de educación, que podrán ilustrar a los legisladores que quieran responder al sentir del pueblo argentino".


Entre el Bien y el Mal

El 22 de abril de 1985 comenzó un juicio histórico en la Argentina: el proceso oral y público a las tres primeras juntas militares, cuyas sentencias condenatorias se produjeron el 9 de diciembre de ese mismo año.
Los testimonios de ex detenidos desaparecidos conmovieron a todo el país y sorprendieron al mundo: nadie podía creer que tanto horror hubiera sido posible. Muchas declaraciones dejaron en claro el triste papel que cumplió gran parte de la Iglesia en los años de la dictadura: obispos que pudieron haber salvado vidas y que no lo hicieron, sacerdotes delatores y cómplices de la tortura.
La respuesta episcopal de esos días demostró, sin embargo, que la ceguera continuaba: "Debemos levantar la bandera de la reconciliación, con humildad y confianza, con magnanimidad y coraje ", argumentó la CEA.
En San Miguel, en abril de 1984, ya anunciaban: "Son de lamentar las acusaciones públicas, carentes en muchos casos de fundamentos, que de manera desaprensiva se han venido formulando en estos primeros meses de la vida en democracia, contra personas que tienen el derecho de que su fama no sea lesionada arbitrariamente (...) Creemos muy importante subrayar en las actuales circunstancias que la verdadera reconciliación no está solamente en la verdad y la justicia, sino también en el amor y el perdón (...) No ha de perderse en nuestro pueblo la grandeza del alma que es la capacidad de perdonar (...) Esta actitud no significa que la Iglesia propicia la impunidad de los graves delitos que se han cometido y que tanto daño han causado al país. (...) Por otra parte el perdón exige ciertamente en quienes han delinquido el reconocimiento de los propios yerros en toda la gravedad, la detestación de los mismos, el propósito firme de no cometerlos más, la reparación en la medida de lo posible del mal causado y la adopción de una conducta nueva".
Su tema de predicación para el quinto domingo de Cuaresma de 1985 se tituló: "El perdón es signo de amor". Se citó entonces parte del documento "Iglesia y comunidad nacional":
"... La reconciliación ha de estar basada ante todo en la verdad. E igualmente ha de estar basada en la justicia. Sin embargo, la experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como el rencor, el odio, la revancha e incluso la crueldad, han tomado la delantera de la justicia. Más aún, que en nombre de la misma justicia se ha pecado contra ella... ", expresó la CEA.
El 9 de diciembre la Cámara Federal dio a conocer su sentencia condenatoria para cinco de los nueve acusados: reclusión perpetua para el ex general Jorge Rafael Videla; prisión perpetua para el ex almirante Eduardo Emilio Massera; diecisiete años, para el ex general Roberto Eduardo Viola; ocho años para el ex almirante Armando Lambruschini; y cuatro años y seis meses para el ex brigadier Orlando Ramón Agosti. Los nombrados sufrieron además las accesorias de inhabilitación absoluta perpetua, destitución militar y pago de costas.
El resto de los procesados –brigadier Ornar Domingo Rubens Graffina, general Leopoldo Fortunato Galtieri, almirante Jorge Isaac Anaya y el brigadier Basilio Arturo Lami Dozo– fueron en cambio declarados libres de culpa y cargo por falta de pruebas.
La Iglesia salió gravemente herida del juicio a las juntas militares.
Nunca estuvieron de acuerdo con el mismo, salvo algunos obispos cercanos al gobierno. Les espantaba presenciar los testimonios de las víctimas que hablaban de obispos y sacerdotes involucrados en aberraciones, en crímenes de lesa humanidad. Era como mirarse en su propio espejo y la imagen que les devolvía, era el rostro del demonio. Los hombres de la Iglesia compartieron en su mayoría –institucionalmente– la misma visión política sobre el país. Fue la alianza entre la cruz y la espada, y en nombre de Dios y con la bendición de Dios, las Fuerzas Armadas salieron a reprimir. El juicio a los comandantes desnudo abrumadoramente esta complicidad, la omisión, y el encubrimiento. Todos los documentos militares de los años sangrientos, muestran abiertamente la fe en los valores cristianos y la lucha en nombre de Cristo. Como bien me relató en una entrevista para la revista Somos, a mediados de los años noventa, Miguel Osvaldo Etchecolatz, el carnicero Comisario General de la Policía de la provincia de Buenos Aires, mano derecha del general Ramón Camps: "Antes de salir para un operativo, nos colgábamos un rosario en el cuello y le rezábamos a la virgen y a Cristo. Para que nos protegieran en la lucha contra los terroristas". El 7 de agosto de 1978, durante la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, el brigadier de la Fuerza Aérea Ramón Agosti comparó a sus integrantes con las milicias celestiales del Génesis, convocadas para combatir el mal y no se quedó ahí: propuso a San Gabriel, San Jorge y la Virgen Generala como referentes y protectores de los oficiales en "guerra".
"Hay un sector de la jerarquía que en la democracia vive con nostalgia la falta de un status que siempre le fue reconocido por los gobiernos autoritarios y aun algunos gobernantes salidos de las urnas. Con los militares la mayoría de los obispos tenía acceso directo a los más altos jefes castrenses, a los centros de decisión. El diálogo se entablaba de poder a poder, de autoridad político-militar a autoridad religiosa, con el reconocimiento de esta última en un nivel y una jerarquía casi equiparable a los tres poderes del estado democrático. Y esto no sucede más hoy en día. Cualquier intento de revisar críticamente este período irrita la epidermis de la conducción eclesiástica que ha elaborado una batería de argumentos para justificar su proceder", analizaba por esos días, el periodista Washington Uranga.


Los hombres de la CEA

En 1983 asumió la titularidad de la CEA el cardenal de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, cuya preocupación mayor pasaba por no mezclar la Iglesia con las cuestiones coyunturales. Tenía sin embargo un grave problema: la mayoría de los obispos no le respondían. Había ganado la presidencia de la conferencia por la diferencia ajustada de un solo voto, después de dos elecciones en las que su candidatura no había logrado las imprescindibles dos terceras partes del plenario de obispos. Su trato era distante y frío, de manera que no impactaba precisamente por su simpatía. Pero de todas maneras sólo estuvo allí tres años. Antes y después de ese breve interregno, la CEA estuvo en manos de Primatesta.
Aramburu se había desempeñado como arzobispo en Tucumán desde mediados de los años cincuenta y a finales de los años sesenta fue trasladado a Buenos Aires como coadjutor, con derecho a sucesión, del cardenal Antonio Caggiano. Era un ascenso, pero la Iglesia tenía algo que reprocharle: en Tucumán había dejado crecer al Movimiento de Curas para el Tercer Mundo. En los años setenta seguía encarnando el estilo del progresismo posible dentro de la Iglesia. Y en 1988, cuando ya había renunciado por razones de edad, reconoció públicamente la labor pastoral de los curas tercermundistas, aunque exceptuó a los que habían abrazado la violencia.
Si tenía un mérito, era su condición de administrador. En conocimiento de esto fue que Juan Pablo II lo designó en la comisión de cardenales encargada de reemplazar la estructura financiera armada por Marcinckus para manejar los dineros de la Iglesia, luego del escándalo internacional por el affaire del Banco Ambrosiano. Para esto se requería eficiencia administrativa y lealtad al Papa, y Aramburu reunía ambas cualidades.
Como arzobispo de Buenos Aires, nada había escapado a su ojo clínico ni a su conocimiento: sabía todo lo que sucedía bajo su órbita, cuánta basura había debajo de cada alfombra y qué hacía cada sacerdote de su arquidiócesis.
En 1985, Aramburu dejó la presidencia de la CEA en manos de Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba, quien también lo había precedido en el período 1976 hasta 1982 en ese cargo, y lo sucedió hasta 1990, gracias al voto mayoritario de los obispos.
Militante del ala conservadora de la Iglesia, y dueño del arte de la negociación y la política, Primatesta había sido el jefe virtual de la Iglesia aun en ese interregno de tres años en que Aramburu presidió la CEA, un hecho que éste reconoció hasta el punto que se abstuvo de competir con él en la elección por un nuevo período. No obstante, en aquella elección interna de 1985, Primatesta tuvo que lidiar con un movimiento que quería elegir al obispo Juan José Iriarte como titular de la CEA. ¿Quién palanqueaba a aquel ignoto monseñor? ¿A quién le interesaba modificar la relación interna de las fuerzas de la Iglesia? Primatesta tuvo la sospecha de que el gobierno de Alfonsín no era ajeno a la maniobra. No en vano, una vez en la presidencia de la CEA, los dos obispos tenidos por alfonsinistas perdieron posiciones: Laguna se quedó sin la jefatura de la Comisión de Pastoral Social, y Casaretto, responsable nacional de la Juventud Católica, fue nombrado sólo como suplente para la reunión mundial de juventudes que se realizaría en Roma. "Era evidente que algo grave para las lealtades internas había involucrado a los dos obispos. Al poco tiempo Primatesta perdonó el supuesto desliz de los purpurados y recobraron sus lugares", apuntó Morales Sola.
Para cuando Alfonsín fue electo primer magistrado, todavía estaba Aramburu en la jefatura de la Conferencia; no obstante, antes de asumir, él prefirió almorzar con Primatesta, porque era evidente que éste tenía mayor ascendiente sobre los obispos. En aquella oportunidad el arzobispo de Córdoba le pidió dos cosas: que no hubiera ley de divorcio y que pusiera el control de la enseñanza privada en manos de alguien potable para la Iglesia, ya que existía profunda preocupación por el avance de las instituciones privadas laicas por sobre las religiosas. Alfonsín le aclaró que él personalmente no era divorcista, pero que su partido sí, y que la suerte del proyecto iba a depender de las fuerzas en pro y en contra que se jugaran, no sólo a nivel de partido, sino en función de la demanda social.
Cuando Primatesta asumió la presidencia de la CEA, el presidente volvió a reunirse con el cardenal, quien puso otra vez sobre el tapete el tema del control de la enseñanza privada. Alfonsín le preguntó entonces a quién proponía la Iglesia. Primatesta recomendó a un hombre de su absoluta confianza: Alberto Tagliabúe, ex director de enseñanza privada durante la dictadura de Jorge Rafael Videla. A Raúl Alfonsín, en ese momento, ese apellido no le dijo nada, pero se propuso averiguarlo. Cuando se enteró, la respuesta fue un rotundo no, que a Primatesta le costó digerir: él le había asegurado aTagliabúe que el puesto era suyo.
Era cada día más evidente que Raúl Alfonsín no era un hombre al que la jerarquía católica argentina de aquellos años digería. No sólo por su laicismo acentuado, sino porque era un político "muy difícil para negociar", diría Primatesta en la intimidad. "Muy cabeza dura, demasiado frontal". Y tanto él, como Aramburu y Quarracino, eran hombres fieles a Roma. Los únicos que entraban a la sala privada del Papa sin golpear.



Punto final y obediencia debida

En contra de lo que esperaban el ministro del Interior, Antonio Tróccoli y otros conspicuos personajes del partido radical, la Cámara Federal que juzgó y condenó a los ex comandantes, dispuso que las cosas no terminaban ahí, sino que más bien recién comenzaban. El punto 30 del fallo ordenaba que "en cumplimiento del deber legal de denunciar, se ponga en conocimiento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el contenido de esta sentencia y cuantas piezas de la causa sean pertinentes, a los efectos del enjuiciamiento de los oficiales superiores que ocuparon los comandos y subzonas de defensa durante la lucha contra la subversión y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones".
Con este texto quedaba totalmente desvirtuada la teoría de la obediencia debida y del punto final que desde distintos sectores se había lanzado a la calle en busca de acotar una ola de juicios de nunca acabar. La institución de las fuerzas armadas sólo había estado dispuesta a entregar a los ex comandantes; y el poder político veía en la continuidad de las causas el peligro de su propia desestabilización. Curiosamente, los obispos se sumaron a esta postura y a través de diversos documentos continuaron haciendo hincapié en la importancia de lo que llamaron "reconciliación".
Hasta monseñor Laguna acompañó este parecer contrario a toda razón de justicia: "Es lícito establecer un límite para el trámite judicial, porque las Fuerzas Armadas no pueden vivir permanentemente en la zozobra", declaró al diario Clarín al comenzar diciembre de 1986.
A mediados de 1986 la Comisión de Fe y Cultura de la CEA, presidida por el entonces obispo auxiliar de Buenos Aires, Eduardo Miras, dio a conocer un documento titulado: El Evangelio ante la crisis de la civilización. En esa oportunidad la revista católica Familia Cristiana decía:
"El documento no es una propuesta coyuntural, ni una declaración en sentido estricto sino que aborda los grandes problemas que afectan a los argentinos y al Pueblo de Dios en la Argentina".
La revista entrevistó al Presbístero Dr. Lucio Gera, profesor y ex decano de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, –confesor del sacerdote Carlos Mugica– y el mas brillante teólogo argentino luego del Concilio Vaticano II y sobre el documento expresó:
"El documento plantea dos necesidades fundamentales: la búsqueda de una identidad nacional y de una autoconciencia eclesial. Respecto de la identidad nacional, se detecta que la historia concreta de nuestro país puede visualizarse como una historia de desgarrones y rupturas entre distintos proyectos o modelos históricos culturales". También es imperiosa la búsqueda de la autoconciencia eclesiástica; al respecto el documento dice:
"Todos los miembros del Pueblo de Dios –laicos, religiosos y clérigos– hemos de preguntarnos cómo, cada uno, hemos cumplido la misión de encarnar los valores del Evangelio en la cultura de la Nación... No podemos eludir cuestionarnos, acerca de la coherencia entre lo predicado con nuestros labios y el testimonio de nuestras vidas".
Al analizar el documento, Lucio Gera hace hincapié en un tema caro a la Iglesia: el de la reconciliación. Sin ella no ve posible alcanzar la unidad nacional, refundar una existencia y una solidaridad humana y cristiana, instalar la justicia social y aun la autoconciencia eclesial.
Señala un ejemplo: "el tema de los desaparecidos debe resolverse a través de la justicia, pero ésta no debe ser ejercida como revancha o desquite, porque entraríamos en un círculo vicioso y no se suturarían los desgarrones que sufre la Nación. Esto es sólo un ejemplo –concluye el teólogo Lucio Gera– pero de lo que se trata es de intentar entre los antiguos proyectos una nueva y gran síntesis donde nadie quede excluido. Esa síntesis hará crecer la autoconciencia histórica de la iglesia, porque ella hará crecer una pastoral sobre un pueblo unido y coherente, alrededor de valores fundamentales comunes, aunque respetuosos del legítimo pluralismo".
Por más que los jueces dijeron no, el gobierno elevó su proyecto de ley de Punto Final al Congreso para poner un límite definitivo a las acusaciones por violaciones a los derechos humanos. En esos días la CEA se reunió y su presidente, el cardenal Antonio Primatesta, manifestó el apoyo episcopal a la medida:
"Para la Patria, en este momento, es necesario un espíritu profundo de reconciliación y no hay muchas confesiones públicas que hacer. La Iglesia no quiere confesiones individuales, sino la reconciliación que al mismo tiempo implica reconocimiento de las propias debilidades como comunidad y una profunda esperanza en el amor de Dios que une a los hombres", expresó el 14 de diciembre de 1986.
En soledad, el obispo de Neuquén, Jaime de Nevares, se había diferenciado de sus congéneres: "Aprobar este proyecto, significará convivir con los criminales. Con esta mafia, con el poder de la fuerza, ¿qué será del país?", se preguntó desde Río Negro el 11 de diciembre. Pero nada pudo hacerse: en los últimos días de 1986, como un regalo negro de Navidad, la ley de punto final fue aprobada incluso con el voto de radicales progresistas como Federico Storani, que se oponía, pero que terminó haciendo gala de su obediencia debida al partido.


De nuevo Wojtyla

En Su Santidad, Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo Carl Berstein y Marco Politti dicen:
"Las palabras de condena sobre la violencia gubernamental que Juan Pablo II no pronunció en un Chile sometido al yugo de la dictadura, sí las dijo en un país que hacía poco había recobrado la democracia: Argentina. Allí llegó el 6 de abril de 1987 y sermoneó a Raúl Alfonsín, el presidente democráticamente elegido después de la dictadura militar:
"Los derechos humanos se tienen que garantizar", dijo el Papa incluso en situaciones de extrema tensión y evitando la tentación de responder a la violencia con más violencia. "
"El Papa venía de Chile, se había reunido con Pinochet y durante su visita se había registrado una fuerte represión, cuya responsabilidad el encargado de la organización del viaje papal Monseñor Francisco Coks adjudicó a los manifestantes: "la represión respondió a que los manifestantes agredieron a los carabineros, a la guardia papal y a muchos sacerdotes."
Según todos los sondeos de opinión, la Argentina respondió al Papa con indiferencia y aversión. El momento no fue el mejor y la Argentina estaba inmersa en una situación política y económica de crisis, luego de varios años de terror dictatorial. La Iglesia Católica no estaba transitando por su mejor momento.
"En vísperas de su visita tres iglesias habían sido blanco de ataque. Argentina era un país en donde durante la dictadura en la lucha del ejército contra la guerrilla, de los montoneros y contra cualquier otro tipo de oposición había cobrado miles de víctimas. Los obispos habían estado profundamente comprometidos con la dictadura", dicen Bernstein y Politti.
Entre el 6 y el 12 de abril de 1987, el Papa Juan Pablo II visitó la Argentina por segunda vez en su pontificado. Durante los meses previos a su llegada tanto el gobierno como la jerarquía eclesiástica se habían encargado de calificarla como una visita exclusivamente pastoral.
El responsable de la organización del viaje papal, Monseñor Arnaldo Gánale, confirmó casi un mes antes qué cosas estaba dispuesto a hacer el Papa y cuáles no. Sólo dos actos masivos tuvieron el visto bueno del Vaticano: el primero con los trabajadores, en ese momento liderados por el sindicalista Saúl Ubaldini, y el acto con los jóvenes. Gánale anunció "que en la agenda del Papa no había lugar para la audiencia que habían solicitado los organismos de derechos humanos".
El presidente Raúl Alfonsín anunciaba "la visita de Juan Pablo II será acompañada por la alegría de todos los argentinos sin excepción ni distinción de credos. Somos deudores del Papa", recordando su mediación en el litigio con Chile por el canal del Beagle.
Alfonsín no sólo celebró con palabras la llegada pacificadora del Papa, sino que coronó su intención de acercamiento a la Iglesia, con la incorporación a su gabinete de Carlos Alderete, a finales del mes de marzo. El sindicalista de Luz y Fuerza, convertido en Ministro de Trabajo, mantenía una histórica buena relación con sectores eclesiásticos y una especial amistad con Primatesta. También los senadores se sumaron a la bienvenida del Papa acordando tratar el proyecto de ley de divorcio vincular tras la visita.
"¿Qué paz, qué unidad, qué amor nos viene a traer el Papa?", se preguntaba Rubén Dri, en una nota de la revista Crisis, del mes de marzo de 1987, previo a la visita del Sumo Pontífice a la Argentina, y agregaba:
"Si Monseñor Raúl Primatesta consultado sobre la posibilidad de que el Papa visitara un centro clandestino de detención expresó: "que poner un acento tan grande significaría más bien abrir una herida que cerrarla, y el Papa viene a traernos la paz, la unidad, el amor que de ninguna manera significan la falta de justicia" entonces –asevera Dri– la paz que nos propone o en otra palabra muy utilizada, la reconciliación que nos trae es la que se asienta sobre el olvido de 30.000 desaparecidos, miles de torturados, asesinados y violados".
"En su anterior visita nos trajo la reconciliación con Galtieri y toda la Junta Genocida. O ¿qué significó la comunión que les dio con su propia mano, en un país lleno de centros clandestinos? Mucho nos tememos que se quiera ir más allá, que lo que está encubierto bajo el manto de la espiritual reconciliación sea lisa y llanamente la amnistía, para lo cual como siempre se nos hablará de la necesidad de perdonar y ser perdonados."
Los medios cubrieron ampliamente la visita del Papa a la Argentina y todos los sectores se manifestaron, aunque de maneras distintas. La máxima dicotomía se expresó entre el mensaje de las Madres de Plaza de Mayo y la solicitada publicada por ex dirigentes montoneros. La Línea Fundadora de Madres se mostraba esperanzada en que el Papa condenara las violaciones a los derechos humanos, cometidas por la dictadura militar, y en especial el terrorismo de Estado y el sistema de desaparición de personas. Mientras que el mismo 6 de abril, día de llegada del Papa en Clarín Mario Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Rodolfo Galimberti y otros ex dirigentes montoneros firmaban la siguiente solicitada:
"Algunos de nosotros, militantes políticos de Montoneros, no estamos exentos de culpas. Por eso, como el hijo arrepentido de la parábola, te decimos: no merezco ser llamado hijo tuyo. Señor, también nos enseñaste: "Amen a sus enemigos, rueguen por susperseguidores". Por eso te pedimos que te apiades de quienes nos persiguieron atrozmente, atormentando ancianos, mujeres y niños. Y por eso te pedimos que también te apiades de los que nos siguen persiguiendo sin razón, buscando quebrar con provocaciones, nuestra humilde sujeción a la voluntad del pueblo".
Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz en 1980, dio una conferencia de prensa y dijo: "Están aquellos que guardaron silencio cuando, so pretexto de defender la "civilización" cristiana, la dictadura masacró al pueblo". Denunciando de esta manera en medio de la visita papal, la estrecha relación de muchos obispos con los militares. Pero Karol Wojtyla no habló del tema, no quiso. Y también se negó a reunirse con las Madres de Plaza de Mayo, un gesto que evidenció el pensamiento del pontífice respecto de las violaciones de los derechos humanos en América latina por parte de las dictaduras. Sólo hablaba de la "paz y la reconciliación" y frente a los obispos de Buenos Aires dijo una frase cargada de ambigüedad, como el contexto de toda su visita: "Sé de vuestras intervenciones profundamente sentidas, que han salvado vidas humanas". Sólo a la semana de estar en la Argentina, pronunció la palabra "desaparecido" en una reunión con jóvenes católicos.
Unas siete mil personas se movilizaron hacia Plaza de Mayo que contrastaron con los cientos de miles de chilenos que habían acompañado toda la recorrida del Papa por Santiago. Juan Pablo II entregó a Alfonsín dos medallones coronados por una inscripción que decía: "Uruguay, Chile y Argentina" como símbolo del Tratado de Paz firmado en 1978.
La agenda del Papa en la Argentina incluyó la visita a Bahía Blanca, Viedma y Mendoza, en donde condenó el divorcio, el aborto, la drogadicción y el terrorismo. En Viedma fue recibido por el obispo Miguel Esteban Hesayne quien no dejó pasar la oportunidad de expresarle la opresión del pueblo mapuche y su fiel compromiso con los pobres:
"Bienvenido a la Patagonia. Esta tierra que pisas, ha sido una de las últimas de nuestro continente en recibir el mensaje evangélico... La Patagonia es compleja y promisoria. Los que habían sido los dueños de este suelo fueron avasallados y despreciados por el blanco cristiano. Los descendientes de mapuches, aún hoy, se encuentran confinados en inhóspitas reservas o dispersos en barrios marginales de nuestras ciudades. Todavía no hemos reparado el pecado histórico cometido. Tu visita es una luz de esperanza que les permita dar pasos firmes y en paz hacia la posesión real de la tierra, derecho actual, inalienable, de nuestros hermanos mapuches.
"Como Iglesia queremos tener presentes a quienes nos precedieron en la fe siendo fieles al Evangelio como Ceferino Namuncurá, joven mapuche que quiso ser útil a su raza aspirando a ser sacerdote católico... En estos últimos años, en la Argentina, ser fiel al Evangelio fue una audaz aventura que llevó a dar la vida a muchos hermanos en la fe: sacerdotes, laicos, religiosas y hasta un obispo, nuestro hermano obispo Enrique Angelelli. Hoy queremos pedir perdón porque como Iglesia no siempre nos identificamos con el pobre, el necesitado, el perseguido."
Con esas palabras Monseñor Hesayne marcaba frente al Papa su postura diferenciada de muchos de sus hermanos obispos y de la propia Conferencia Episcopal a los que les tomó trece años más pedir públicamente perdón y en el marco de un pedido de perdón mundial de la Iglesia en el Jubileo de 2000.
En Córdoba, Tucumán y Salta los temas ejes también fueron "la familia", con una marcada demonización del divorcio (ley presta a sancionarse en la Argentina) y la "reconciliación nacional". Según los clérigos que estuvieron en la intimidad de la visita papal, lo más importante para el representante de Dios era el divorcio.
El 10 de abril se realizó el primero de los actos confirmados por la organización, que fue su encuentro con los trabajadores en el Mercado Central. Si bien casi cien mil personas se llegaron a escuchar la palabra de Su Santidad, el número fue mucho menos de la mitad que soñaban los hombres de la CGT y el presidente de la Comisión de Pastoral Social, monseñor Ítalo di Stéfano.
Finalmente el 11 de abril se dio el esperando encuentro con los jóvenes. En su alocución original no figuraba ninguna alusión a los desaparecidos pero se agregó a último momento. Juan Pablo II dijo:
"Sois la esperanza del Papa, sois la esperanza de la Iglesia. Se que estáis decididos a superar las dolorosas experiencias recientes de vuestra patria. Que el hermano no se enfrente más al hermano, que no vuelva a haber más ni secuestrados ni desaparecidos; que no haya lugar para el odio y la violencia y que la dignidad de la persona sea respetada".
Habló muy por encima de los desaparecidos, responsabilizó al gobierno de Alfonsín de garantizar los derechos humanos y finalmente tuvo palabras de comprensión y aprobación hacia la jerarquía eclesiástica al decirles casi con un pie en el avión:
"Fueron tiempos difíciles, en que la violencia quebró profundamente en el dolor y la muerte, la paz, la convivencia y la prosperidad de vuestra Patria. Silenciados u olvidados, Dios conoce vuestra fidelidad".
En la editorial del 23 de abril de 1987 de la revista Criterio dirigida por el sacerdote Rafael Braun (el mismo que en enero de 2002 dio la bendición católica al casamiento entre el Príncipe Alejandro de Holanda y la argentina Máxima Zorreguieta) señalaba:
"La visita pastoral de un Papa no es un acontecimiento que ocurre todos los días. Hemos sido privilegiados con dos visitas en cinco años y es razonable pensar que no se repetirán en un futuro previsible. Juan Pablo II estuvo entre nosotros y esta vez pudimos recibirlo en una verdadera fiesta, no empañada por el luto de ninguna guerra, ni de ninguna dictadura.
"Tenemos que reconocer con humildad que la Iglesia argentina no llegó bien preparada a esta visita. El rebaño estaba disperso y dividido. La carencia de un claro liderazgo entre los Pastores locales producía mensajes discordantes y movimientos centrífugos. La misión preparatoria fue tardía y casi siempre anémica sobre todo si se la compara con la tarea realizada por Chile. La recepción fue fría. No fuimos convocados a salir a las calles y embanderar nuestras casas. La improvisación parecía amenazar una vez más la realización exitosa de un acontecimiento importante. "
Las palabras hacia la jerarquía se imprimieron críticas en el editorial, pero se extendieron también al laicado católico y concluyeron optimistas:
"Al término de la visita las ovejas dispersas habían sido reunidas por el Pastor. No sólo por su magnetismo personal, sino por la acción discreta del Espíritu. Muchos que tenían vergüenza de seguir llamándose católicos y miembros de una Iglesia que azotaban con críticas, volvieron a experimentar el gozo de sentirse parte de una comunidad centrada en lo esencial y no perdida en los vericuetos de la política...
"La Iglesia argentina tiene que hacer memoria de los días de salvación vividos. Tiene que conservarlos y rumiarlos para extraer de ellos toda la riqueza que contienen."
Mucho menos idílica en cuanto a los pasos del pastor en la Argentina fue la nota de Rubén Dri publicada por la revista Crisis el 16 de abril de 1987. Allí se dijo que el Papa en su visita a Viedma, se encontró con una carta de los Mapuches, pobres entre los pobres, que manifestaban la necesidad de que les fuesen devueltas sus tierras que les fueron "robadas con la conquista al desierto, en la que la Iglesia fue cómplice del poder militar".
"¿Cuál fue la respuesta del Mensajero de la Paz?", se pregunta Dri. Y continúa: "La evangelización no sería auténtica si no siguiera las huellas de Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Debéis hacer propia la compasión de Jesús por el hombre y la mujer necesitados... Sin embargo el verdadero celo se compadece sobre todo de la situación de necesidad espiritual en la que se debaten tantos hombres y mujeres".
Es decir, retoma el autor: "está bien que los Mapuches estén en la miseria y la pobreza pero ello no es lo fundamental. Lo más importante, es atender a la pobreza espiritual, independiente de la situación material del que la padece.
"Sin embargo, cuando el joven rico se acercó a Jesús y le preguntó qué debía hacer para entrar en el Reino, Jesús le dijo: vende todo lo que tienes y dalo a los pobres.
"¿Puede interpretarse esto sólo en sentido espiritual?" Concluye Dri: "Juan Pablo IIy nuestra jerarquía tienen la necesidad de espiritualizar el concepto de pobre y todo el mensaje cristiano porque lo anuncian desde el poder y la riqueza. Jesús no tenía la necesidad de hacerlo, porque lo anunciaba desde los pobres ".


El azote carapintada

El 17 de abril de 1987, pocos días después de la segunda visita papal a la Argentina, y en plena Semana Santa, tuvo lugar la primera sublevación de los carapintada liderada por el coronel ultracatólico, Aldo Rico. El 19, la CEA dio a conocer el documento titulado Los sucesos de Semana Santa en el que los obispos lamentaban "la situación que ensombreció la estabilidad del país" y reiteraban "nuestro apoyo al orden constitucional del país, dentro del cual deben buscar soluciones para las distintas situaciones que preocupan y afectan la vida de grupos, sean grandes o pequeños, o los problemas que el país todo debe enfrentar".
Para Rubén Dri eso había que traducirlo por: "hay que arreglar las situaciones que afectan la vida del grupo militar".
El mayor Ernesto Barreiro, un oficial de inteligencia, acusado de torturas y secuestros, destinado en Córdoba y en Bahía Blanca durante la lucha antisubversiva, debía prestar declaración indagatoria el 15 de abril ante la Cámara Federal de la primera de esa provincia, imputado en varias causas. Barreiro no se presentó y se refugió en su propio regimiento, que estaba al mando del teniente coronel Jorge Polo. Para el 17 de abril ya se habían plegado otras tres unidades: la que León comandaba en el norte, la de Alonso en el sur y la de Rico, en Campo de Mayo.
El cardenal Primatesta estaba convencido de que la crisis se ceñía al regimiento de Polo y de inmediato inició una negociación con él. Luego, el juez federal de Córdoba abrió una causa por desacato y le ordenó a Polo que entregara a Barreiro y pacificara su cuartel.
Entre tanto, Alfonsín salió de la Rosada prometiendo que no le iba a temblar la mano y que lograría la rendición de Rico, pero al volver tras haberlo entrevistado, casi elogió desde el balcón a los golpistas, refiriéndose a ellos como "Héroes de Malvinas". Apeló entonces a su polémica frase "la casa está en orden ", para despedir a la multitud congregada en Plaza de Mayo en defensa de la democracia y que retornó a sus casas furiosa, sospechando que había sido estafada.
Y así fue: ese día nació entre bambalinas el proyecto de ley de obediencia debida.
La revista Criterio tituló el editorial de esa semana: "La desobediencia indebida", y allí se señaló:
"El motín no jue un hecho inesperado. Estaba en la naturaleza de las cosas si se tiene presente la secesión sentimental, la distancia crítica y la peligrosa sensación de humillación y corporación acorralada que vive la sociedad militar respecto de la sociedad civil y del sistema de lealtades del régimen constitucional...
"El mundo civil está informado del estado de cosas que vive la sociedad militar. Pero la sociedad militar, desde las jornadas populares de esas 96 horas de vigilia pacífica de lo que siente la sociedad civil. Esta se ha pronunciado, de manera inédita e inequívoca, a favor del gobierno de la ley, del estado de libertad y de la vida en paz. Y ésta es una de las lecciones –no ciertamente, la menos importante– de los acontecimientos. "
El segundo levantamiento carapintada se produjo en enero de 1988 cuando Aldo Rico, que aunque sea para salvar las apariencias debía ir preso por su responsabilidad en los hechos de Semana Santa, se fugó de Buenos Aires y sublevó el regimiento de Monte Caseros, en Corrientes. En ese alzamiento, tuvo participación el capellán carapintada, José Ángel Padilla, quien luego pidió la baja del Ejército.
En un editorial de Criterio, titulado "Proveer a la defensa común" se analizaba los hechos de Semana Santa de 1987 y de Monte Caseros:
"Es innegable que detrás de las palabras y las actitudes de los sediciosos de enero de 1988 –aparte de la soberbia personal de quienes se sienten convocados por el destino para salvar a la Patria– late una concepción profundamente corporativa de la fuerza. Son vanas sus afirmaciones y reivindicaciones profesionales –muchas veces basadas en carencias reales– toda vez que ignoran la cadena de mandos hasta impugnar la autoridad del Presidente en tanto comandante de las Fuerzas Armadas. Esta clase de profesionalismo es harto conocida por estudiosos de nuestra historia y argentinos memoriosos... No cabe duda que existe, en la Argentina, una minoría de oficiales de las Fuerzas Armadas, que aún se resiste a vivir en una institución. Pero también es cierto que los militares saben que los regímenes militares no han sido inmunes a sus propias crisis castrenses. Un nuevo golpe de Estado en la Argentina, equivaldría a destapar la caja de Pandora, en la que yace el espectro del poder ilegitimo, más aún, de la misma guerra civil".
A mediados de 1988, Alfonsín se desayunó un domingo con un documento de la CEA, aparecido en la tapa de los principales diarios, que criticaba con dureza a su gobierno. A medida que avanzaba en el texto, iba montando en cólera. ¿Por qué los obispos se le tiraban en contra con tanta saña, siendo que él jamás les había echado en cara el escándalo del Banco Ambrosiano, los manejos poco santos de monseñor Marcinkus, ni la relación del Vaticano con la logia masónica P2?
Ese mismo día, en los jardines de la residencia, durante un acto de la juventud radical, Alfonsín no aguantó más: en un discurso de barricada vomitó toda su bronca. Podría decirse que ese día le escupió al cielo.
En los años ochenta habían quedado al descubierto las maniobras financieras del obispo Paul Marcinckus, jefe del IOR, la banca pontificia. Las investigaciones permitieron comprobar una estrecha vinculación entre los banqueros de la mafia italiana y de la Logia P2, con el banco vaticano. Marcinckus, sobre el que pendía un pedido de arresto de la Interpol, se encontraba en ese momento recluido en los límites de la Plaza San Pedro: si salía del Vaticano, la policía italiana caería sobre él. ¿Con qué autoridad moral podía entonces la Iglesia criticar a su gobierno? –se preguntó Alfonsín, ante los jóvenes que lo aplaudían a rabiar–.
La respuesta bien podría haber sido que no en vano el trono de Pedro había sobrevivido dos mil años, que en cambio el radicalismo llevaba muy a duras penas apenas cien y que a él le quedaban apenas seis meses de gobierno, antes de claudicar.
En diciembre de 1988, el coronel Mohamed Alí Seineldín, un hijo de drusos católicos, fanáticos adorador de las vírgenes, protagonizó la tercera sublevación carapintada. Esta vez el movimiento estuvo dirigido a conseguir directamente la amnistía para todos los militares del proceso.
Según relata Gabriela Cerruti, en el libro El Jefe, el levantamiento bautizado como Operación Virgen del Valle, tuvo como epicentro de operaciones al piso de la calle Libertador de Carlos Guglielmelli, quien se convirtió en esos días en el representante seineldinista. El entonces obispo de Mercedes, Emilio Ogñenovich fue uno de los primeros en llegar a ese lugar para ofrecer fondos para solventar el levantamiento.
Instalado el tema de la demanda militar, los obispos salieron a apoyar la idea de la amnistía. Como presidente de la CEA, monseñor Primatesta se sintió obligado a establecer una distinción y a proponer la pacificación: "Amnistía es olvido, perdón del castigo y de las razones que la provocaron. Ello significa decir: no pensemos más. La pacificación es un paso adelante, es encontrar caminos a través de los cuales se puede borrar lo pasado y construir el futuro. La reconciliación entra en el terreno de lo absoluto, de lo que es cristiano; significa una petición de perdón de quien se sabe pecador" –dijo. En cambio, monseñor Quarracino, que visitaba asiduamente a sus amigos, los ex comandantes, en el penal de Magdalena, se pronunció directamente a favor de la amnistía.
El jesuíta Fernando Storni –fundador en 1960 del Centro de Investigación y Acción Social– tuvo por aquellos días un gran acercamiento al presidente Alfonsín. Un cuarto de siglo más tarde, con 81 años cumplidos, delineó con esta anécdota, la relación existente entre el jefe político y los patrones del cielo:
"Yo a Alfonsín no lo conocía, me lo presentó José Ignacio López, que era su vocero. Y un día me ofreció que formara parte del Consejo para la Consolidación de la Democracia, porque el presidente quería escuchar la voz de la Iglesia. Yo consulté con mis superiores y me autorizaron. Me acuerdo que el cardenal Primatesta me dijo: "Acepta, si total vos no representas a nadie".
En pocas y certeras palabras, el cardenal había dado en la clave respecto de uno de los errores más graves que cometió Alfonsín en su intento de componer su relación con la Iglesia: tomar en cuenta a quienes no tenían peso en la cúpula. Fernando Storni, enrolado en el progresismo, estaba lejos de las opiniones del poder imperante en la conferencia episcopal post dictadura, que conservaba un matiz conservador. Ergo: en tales circunstancias no representaba a nadie.
Storni prosiguió:
"Algunas veces nos reuníamos en el quincho de la quinta de Olivos con obispos ideológicamente más cercanos, como Bianchi, di Cárcano y Jorge Casaretto. También se sumaba el secretario de la CEA, José Arancibia. A esas reuniones del quincho vino una vez el entonces monseñor Jorge Mejía, que ya estaba en el Vaticano, pero que se encontraba de visita en la Argentina. En plena charla distendida, Mejía le preguntó:
–Disculpe, presidente, pero si el Plan Austral iba tan bien, ¿por qué lo reemplazaron por el Primavera?.
Yo creía que Alfonsín iba reaccionar con una de sus gallegadas, pero fue muy diplomático y le contestó:
–Acá está Juan (Sourrouille) que le va explicar mejor".
El padre Storni fue rector de la Universidad Católica de Córdoba durante una década, entre 1965 y 1975, y allí conoció al cardenal Primatesta, con quien tuvo una buena relación personal, pese a no compartir su forma de relacionarse con el poder.
"Primatesta ha sido el verdadero jefe político de la Iglesia, mantuvo siempre un estilo de cercanía al poder. Durante mucho tiempo, en la Conferencia Episcopal, los prelados peronistas fueron mayoría y aún hoy sigue habiendo primatestistas en la CEA, pero el cardenal Bergoglio, que es otro gran político, es muy prudente. Sabe esperar, tiene muchos años menos que Primatesta y sabe que esperando, sin desesperar, el poder será suyo.
"Bergoglio fue quien me comunicó que debía dejar el rectorado de Córdoba y se sorprendió por mi actitud. Yo le dije que no había ningún problema, que no necesitaba otro nombramiento y que me volvía al CIAS."
El CIAS funcionó hasta los años setenta en una casona de la calle Palpa. Luego se construyó el actual edificio, ubicado en O'Higgins 1331. Y allí está Storni hasta ahora.


El derrumbe

El principio del fin de Alfonsín comenzó el domingo 6 de septiembre de 1987 con los primeros cómputos eleccionarios: el radicalismo había perdido el control de casi todas las provincias en la elección de gobernadores y también la mayoría propia en la Cámara de Diputados. El gran ganador de esa jornada fue Antonio Cafiero, quien había atravesado varias rupturas políticas internas dentro del peronismo pero nunca había quebrado su compromiso con la Iglesia, aunque su contacto más directo fuera con Laguna y Casaretto, los dos últimos obispos que pasaron por San Isidro.
"El presidente había echado del Ministerio de Trabajo a Carlos Alderete, un dirigente lucifuercista estrechamente ligado a la Iglesia y a los demás sindicalistas, que finalmente terminaron ayudando en la campaña a Cafiero", explicó Morales Sola.
No era todo: la Iglesia había considerado como una provocación que un agnóstico declarado como Jorge Sabato, hijo del escritor Ernesto, fuese promovido como ministro de Educación por recomendación del canciller Dante Caputo, que lo había tenido como su vice. Sabato no había jurado por Dios ni por los Santos Evangelios al asumir la titularidad del ministerio más apetecido por la Iglesia. Se entiende: allí se arbitran las normativas que rigen a los colegios privados y se autorizan en cinco minutos o se traban por años las autorizaciones para nuevas carreras terciarias y universitarias.
En medio del desastre electoral del oficialismo, Eduardo Angeloz había logrado su reelección en Córdoba pese a que su gobierno tenía más conos de sombra que luces. ¿Cómo lo había logrado? Lo primero a recordar es que después de 1976 sostuvo un acuerdo con el tristemente célebre general Luciano Benjamín Menéndez, patrón indiscutido de Córdoba durante el proceso militar, responsable las desapariciones y torturas de centenares de personas, y foco de aquella instantánea en la que ya viejo y decrépito apareció cuchillo en ristre amenazando a un periodista. Y el dictador Videla lo recibía en privado todas las veces que Angeloz se lo pedía. Como fruto de ese acuerdo, más de un centenar de intendentes radicales conservaron sus puestos durante la dictadura y sirvieron disciplinadamente al poder militar.
Lo segundo a tener en cuenta es que este líder del radicalismo cordobés mantenía una cordial relación con el jefe de la conducción católica, el cardenal Primatesta. Hasta tal punto, que en 1986, cuando debió elegir a quien redactase las disposiciones referidas a la relación Estado-Iglesia para la nueva constitución provincial, reformada durante su mandato en miras a su propia reelección, Angeloz no dudó un solo minuto en confiársela a su obispo de confianza.
Curiosamente, el empresario Hugo Franco –de fuerte actuación durante el gobierno de Carlos Menem– que actuaba como apoderado de la diócesis de Primatesta, era quien le pagaba a la ex presidenta, María Estela Martínez de Perón, el hotel en el que se alojaba cada vez que venía a Buenos Aires. Invariablemente, la primera visita que ella realizaba al llegar, era al nuncio papal, Ubaldo Calabresi.
Era sabido que Isabelita tenía línea directa con Agostino Casaroli, poderoso secretario de Estado del Vaticano y amigo del cardenal Primatesta. No sólo eso: el ex nuncio apostólico y luego ministro del Vaticano, Pío Laghi, solía verla con frecuencia en Madrid y por su parte, Isabel andaba muy seguido por los alrededores de la Plaza San Pedro. Cada vez que se cruzaba con algún político en Roma, ella decía muy suelta de cuerpo: "Pues, estoy de compras".
Ubaldo Calabresi, el nuncio, fue uno de los adversarios más fervorosos y poderosos que tuvo el gobierno de Alfonsín, quien luchó sin éxito para que se fuera de la Argentina. Durante su gestión propuso la designación de más de treinta obispos, incluida la de Quarracino, como sucesor de Aramburu en el obispado de Buenos Aires. Calabresi tenía una relación muy estrecha con Carlos Saúl Menem, hasta el punto que contribuyó personalmente a reconciliarlo con Zulema Yoma porque no era el caso de apoyar a un candidato divorciado.
Raúl Primatesta, como siempre, hizo de equilibrista entre las dos partes. Votó a Angeloz que era su amigo y abrazó a Carlos Menem, –que le caía muy bien– frente a los fotógrafos. Era más que obvio que las simpatías de la gran mayoría de los obispos argentinos estaban puestas en el candidato peronista. Siempre se llevaron mejor con los peronistas que con los radicales. "Con ellos es más fácil arreglar las cosas que queremos", explicaban en la intimidad. Y por otra parte, Carlos Menem venía de una concepción nacionalista católica, casi mística, que les caía mejor que el racionalismo radical de izquierda, que acompañaría a Angeloz.
El cardenal cordobés aconsejó a Menem que se quedara en La Rioja el día de la elección. El caudillo riojano le hizo caso. Y le dijo además que lo primero que tenía que hacer era saludar al perdedor, "es de buen ganador", le aclaró paternal. Y como si esto fuera poco le envió unas líneas para pronunciar en el discurso, que Menem las leyó entusiasmado. Ahí se hablaba de la paz y la reconciliación. El hombre fuerte de la Iglesia no podía sentirse mejor: Menem cumplía con todo lo que la Iglesia le pedía y la diferencia con los radicales era abismal. El paso del tiempo demostraría a la Iglesia el error de esta apreciación, pero para eso debieron transcurrir algunos años.
Carlos Menem asumió en julio de 1989, seis meses antes de lo previsto, porque a Alfonsín la situación social se le fue de las manos. El dólar se disparó y con él los precios. Fue la hiperinflación más grande de la que se tenga memoria. Los pobres asaltaron los supermercados, los militares volvían a estar inquietos y ya había un presidente electo. ¿Para qué seguir? Alfonsín tiró la toalla.
En setiembre, Menem hizo su primer viaje presidencial a Washington, donde el cardenal Pío Laghi estaba destinado como delegado pontificio ante el gobierno de George Bush, y se reunió con él para hablar del tema de los indultos a los militares presos.
Hay quienes sostienen que Laghi lo alentó a sancionar el indulto a los sublevados y que en cambio le sugirió una conmutación de penas para los ex comandantes, lo que no significaría el perdón ni la libertad inmediata, aunque sí un acortamiento de la sentencia. Su punto de vista coincidía con el de varios obispos argentinos, como Primatesta y Quarracino, que proclamaban la necesidad de olvidar el pasado por vía legal. Carlos Menem se adelantó a todo y a todos: el 8 de octubre de 1989, día del nacimiento de Juan Domingo Perón, de quien Menem decía ser "su mejor alumno", firmó el indulto a los condenados y a los sublevados.
Comenzaba una nueva era.

    

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