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Ante la tumba de Stanley (Revista La Cultura en México, Nº 1303, 26/03/87)

24 de marzo

Por Osvaldo Soriano

Recuerdo aquel día del golpe de Estado que me tocó vivir desde Bruselas: el noticiero de la televisión belga mostraba tipos bigotudos, ceñudos y entorchados que parecían la caricatura de una irrecuperable republiqueta bananera. Esa mañana que supe que había perdido la Argentina de mi infancia, la de mi escuela y mi primer trabajo. Perdía, como millones de compatriotas, cosas íntimas e intransferibles; dejaba atrás una manera de explicarme la vida, los fundamentos sobre los que había construido mi propio imaginario. Tenía treinta y tres años recién cumplidos. Luego maduré boxeando contra la sombra de la dictadura, lejos, sin pensar mucho en mí, contando muertos, atragantado por nuevos rencores. Fui, con las Madres de Plaza de Mayo, con Cortázar, Osvaldo Bayer, David Viñas, con miles de otros mejores que yo, uno más de lo que los militares llamaban "campaña antiargentina". Ese es uno de mis más íntimos orgullos.

La dictadura ha significado, para mí, el mal absoluto. No me salen matices para explicarla. Quiero decir, asimilo a aquellos militares con el régimen nazi y eso me impide comprender las razones de los que trabajaron de cerca o de lejos para ella, de los que colaboraron e incluso de quienes fueron actores pasivos pero conscientes. No les creo una palabra a los que dicen aún hoy "yo no sabía lo que pasaba". Me es imposible perdonar aquel "por algo será", el "somos derechos y humanos". Me siguen pareciendo inexcusables las conversaciones y los toqueteos con el poder. Los almuerzos de intelectuales con Videla. La estrategia de la reverencia, el codazo y la palmada. Era mejor estar equivocado contra la dictadura que tener razón obedeciéndola.

Nosotros, los de antes, ya no somos los mismos. Miramos con recelo, intentamos entender este fin de siglo, pero nada podrá hacernos olvidar, perdonar. Me acuerdo bien: volví por unos días a Buenos Aires, estaba viviendo en casa de Tito Cossa y Marta Degrazia, nos acogía Rafael Perrota en el viejo diario El Cronista, que había sido más o menos socializado y en esos días secuestraron a Haroldo Conti, el autor de Sudeste, una de las grandes novelas argentinas. Me viene a la memoria la cara de Videla, aplaudido en cines y estadios. La pesada ausencia de Conti, de Paco Urondo, Vicky Walsh, caída en combate pocos meses antes que su padre. Yo estaba vagamente enamorado de Vicky aunque ella no lo supiera.

De modo que no puedo escribir sin odio. Mataron a treinta mil jóvenes y a algunos viejos, guerrilleros o no. Destruyeron la educación, los sindicatos combativos, la cultura, la salud, la ciencia, la conciencia. Desterraron la solidaridad, el barrio, la noche populosa. Prohibieron a Einstein y a Gardel. Abrieron autopistas y llenaron de cadáveres los cimientos del país; dejaron una sociedad calada por el terror que en estos días asoma en el juicio de Catamarca. Somos al mismo tiempo el testigo que se desdice y la valiente monja Pelloni. Somos el juez iracundo, el abogado gordo y el tipo al que retaron por estar con las manos en los bolsillos. ¿Acaso no fue la dictadura, su largo brazo estirado a través del tiempo, la que mató a María Soledad? ¿No es el Proceso que sigue asesinando pibes, asustando, castrando por procuración?

En esos años vergonzosos se impusieron los valores del éxito a cualquier costo por sobre la idea de felicidad compartida. El plan de aniquilamiento desató por su propia lógica una guerra a la vez humillante y absurda. Eso dejaron. Un escenario vacío y oscuro que había que tomar en silencio. No quedaban civiles armados en 1983; sólo conciencias heridas y una pena infinita. Lo curioso para quien volvía del extranjero era que la gente había enterrado definitivamente a Perón, se inclinaba por un abogado de Chascomús que antes le había propuesto a Videla un pacto cívico-militar y después impulsó un acuerdo radical-menemista.

Lo que pasó en las almas de los argentinos entre 1976 y 1983 es todavía un enigma. Los veinte años que hemos vivido después fueron una sucesión de avances y retrocesos, de incógnitas abiertas. Sé que hay mil hipótesis y las he escuchado todas. ¿Fue cielo alguna vez la tierra que se convirtió en infierno? No lo sé, los abuelos de nuestros padres decían que sí. Sin embargo no hay razón para creer en viejas fábulas. Hoy tenemos otras. Cuentos de príncipes y cenicientas, héroes con amnesia, sobrevivientes perplejos, chicos que no se rinden. ¿Por qué habrían de hacerlo si lo que está en juego es su futuro? Acaso a ellos les espera una gran aventura republicana, pacífica y fraternal. No se trata de una nueva ideología. Ni siquiera de cambiar la historia. Simplemente decirle no al olvido y levantar las viejas banderas de Mayo, las que alguna vez hicieron de este país una Nación rebelde y orgullosa.

Página|12, 24 de marzo de 1996.
 


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Una entrevista de Cristina Castello

 
Osvaldo Soriano: Mister Peregrino Fernández

Hice esta entrevista a Osvaldo Soriano el 19 de noviembre de 1995.
El mismo día de su publicación, me llamó.
El escritor lloraba, conmovido.
Me dijo que nunca se reconoció tanto en un texto, en una entrevista, como en la que le hice yo.
Osvaldo murió el 29 de enero de 1997.
Este es el resultado de nuestro diálogo en su casa de Buenos Aires, Argentina (Cristina Castello).

Osvaldo Soriano, escritor, periodista, defensor de los derechos humanos.

"Mi hijo Manuel es mi último gol"

Vendió un millón de sus libros en todo el mundo. Lo tradujeron a quince idiomas. Pero él prefiere ni hablar del tema. Le gusta más sostener que los ideales son la única forma de saber que estamos vivos.

Entrevista de Cristina Castello

No hay un punto de inflexión en nuestra charla. Ni un antes o un después, ni una brecha. El clima es parejo, en la madrugada de café y exaltación de la palabra.
Y de eso se trata. A Osvaldo Soriano le gusta conversar y hasta hilvana guiones con el contenido de nuestro diálogo. Con un pucho sin prender en la mano, cosa de ex-fumador, tira una ceniza inexistente en un inexistente cenicero y escarba. Y hurga simultáneamente en su interior y en la médula de Argentina, en curiosa simbiosis entre él y "su" país. Como si lupa en mano, anduviera en busca de algo.

 
Un film experimental de Osvaldo Soriano y Juan Campagnole rodado en Tandil durante la década de los '60.

- ¿Qué buscás?
- Bueno, aunque quede ridículo que lo diga (con simplicidad), uno siempre anda buscando los orígenes: ¡nuestra identidad.
- ¿Difícil hoy y aquí, no?
- Sí, porque aunque parezca una sátira hoy parece que fuera lo mismo luchar por los ideales (se ilumina) -como (Juan José) Castelli en los días de Mayo- que ir a comer con Mirtha Legrand. Quiero decir que paradójicamente lo "light" caló tan hondo que es un hecho "hard". ¿A
quién le importa desentrañar qué significa ser argentino si eso es meterse en un lío de identidades?
- Mejor no develar misterios: caerían muchas máscaras.
¡Por favor! (sonríe, comprensivo con la condición de argentinos)...¡Que nadie se atreva! Mire qué pasa con Gardel, uno de nuestros mayores mitos. El sólo quería tener una casita y jugar a los burros pero en su imagen misma y con la incógnita de su nacionalidad, muestra desconcierto...¡Y eso nos viene bárbaro! Nosotros jamás aceptaríamos que se probara si era uruguayo, francés o ruso, porque perderíamos la incertidumbre y no sabríamos qué hacer sin ella.
- Se seguiría discutiendo sobre Maradona, ¿es un mito viviente?
- No, Maradona es un rey en un país sin corona y así se ubica él: como un rey que nos habla a nosotros, los súbditos. Pero hay que entenderlo porque el tipo debe pensar: "¿qué me van a aplicar la ley justo a mí, si les hice un gol con la mano a los ingleses?" Y tiene razón: si acá los corruptos andan sueltos y ni siquiera nos dan felicidad. Como él.
- No a mí pero es curiosa tu descripción, ¿la vida es un relato?
- (Muy llano) Para mí lo es porque fui formado por mi mamá y para que me durmiera, ella me contaba historias de gente medianamente loca. Del Gordo y el Flaco (Laurel y Hardy), a quienes necesito tener "para mí". Son míos: una metáfora de la ingenuidad y del genio frente a los poderosos.
- Su mamá te sembró la primera semilla de ficción...
- Sí (parece descubrirlo recién)...y es curioso porque ella es más bien sombría. Quizás por eso el personaje emblemático que tuve (sonríe, tierno) fue mi padre: él siempre miraba al país....no fuera cosa que desapareciera.
- ¿Y desaparece?
- (Sonríe) Bueno, no soy tan fatalista pero diría que Argentina se desarma en el desamparo y la ilegalidad. Y hay una absoluta disgregación de la sociedad porque se rompieron los lazos que nos unían como nación.
- ¿Nación...qué quiere decir hoy y aquí?
- Que cada vez seamos más los que estemos mejor.
- Lo contrario de este capitalismo "a la argentina": el desamparo del Estado y la pérdida del sentido de vida y los valores.
- Sí, pero tampoco la gente vincula que todo lo que nos pasa es producto de la historia, aunque nadie vela por nuestras vidas.
- Y se impone la idea del "dios" Mercado....
- Sí, todo está a merced del libre mercado y el libre mercado acá consiste en fabricar ravioles "Pirulín" sin decir de qué están hechos, sin registros, ni inspecciones. Y lo peor es que muchos no hablan porque están más preocupados porque no comen, que por la calidad del alimento.
- Muchos se cansan de tener ganas. Hay una ausencia de rebeldía: vivimos la "cultura" de la resignación.
- Si, falta la queja que sería indispensable.

- Quejas hubo sobre todo en las provincias, pero sin un Norte....
- Claro, cada levantamiento no significa un horizonte o una ilusión, sino una expresión de la bronca. Entonces, la policía pega tres bastonazos, y cada uno se va a su casa y no sale más .(descarnado)...¡aunque coma lauchas!
- Antes se esperaba la democracia...¿y ahora?
- Ese es el tema: ¿y ahora qué? Bueno, satirizando un poco(lo tienta su costumbre de construir ficciones) digamos que "ahora" vamos a encontrarnos en un inmenso shopping, en cuyo sótano habrá una villa miseria con el Comandante Marcos (el Jefe del Ejército Zapatista mexicano) , pero...¡negociando!. Y habrá miles de canales de cable, y...y bueno, es la posmodernidad vista desde esta (duda en decir la palabra)... patria.
- ¿Decís "patria" con timidez por tanto mal uso que se hizo de su nombre?
- Sí, porque con ella en la boca se justificó lo horroroso. Pero bueno... no hay que regalar las palabras nobles a los canallas, así que (sencillo, y con ímpetu) siento el derecho de decir: "¡Patria!". Y porque, además tengo en mí aquellos discursos patrióticos que decía mi viejo, como humilde inspector de Obras Sanitarias.
- Ahora es Aguas Argentinas y ya no es estatal...
- Claro (travieso)...y si mi viejo lo supiera se moriría de nuevo (se ríe). Quizás no se opondría a una sociedad de oferta y demanda pero si el Estado regulara los apetitos y pasiones, para que el objetivo de cada cosa no fuera el lucro para los privados.
¿Su papá es para vos un espejo del país que fue este?
- Me parece que por ahí anda la idea, porque además de amarlo lo recuerdo como un constructor de cosas concretas. (Se deleita) El construyó las cloacas de Mar del Plata, por ejemplo; y estaba orgulloso de levantarse a las cuatro de la mañana y en camiseta para controlar el agua y velar por la salud de la población. Vivió de modo muy frugal pero luchó por este país que - seguía ganando metros al desierto.
- Hablas de tu padre como si fuera El Gordo (Hardy)...
- (Divertido) Es verdad... era como El Gordo, porque intentaba significar la autoridad: le decía al Flaco cómo hacer las cosas y a él le salían como el diablo. Y así era, mi viejo: "no camines para ese pozo", decía (se alboroza, como si viviera la infancia))...¡y se caía de traste!
¿Desde chico te diste cuenta de cuánto lo querías?
- Sí, por suerte (habla despacito para no quitar magia al instante) y fui felz, con los dos juguetes que tuve: una lanchita a kerosene y un camioncito de madera que me hizo él. Ganaba ciento catorce pesos y yo tenía un solo pulóver, un solo guardapolvo y no me importaba.. Pero...(introspectivo) hubo una cosa que hoy me duele: ¿por qué no me preguntó si yo quería vivir en todos los sitios adonde lo llevaba su trabajo?
- ¿Tus exilios de niño te dieron desamparo y soledad?
- (Con tristeza) Esas son las palabras. Aquellos desarraigos me cortaban los afectos con amiguitos o novias. Pero bueno, él era un luchador y nos llevaba de pueblo en pueblo porque creía que había un mañana mejor para la Argentina.
- Lo ves como la contracara del presente...
- Sí, porque ahora no hay caída Hay decadencia y a él le dolería como a mí. (Con dulzura, de nuevo) Pero .a pesar de aquella locura tierna que tenía, no heredé casi ninguna de sus pasiones: él era de River y yo de San Lorenzo; él me quería ingeniero electrónico, y yo soy negado para matemáticas. El era gorila hasta el punto de decir "ese degenerado de Perón" y yo hasta los trece años fui peronista; y después dejé de serlo nunca pude ser antiperonista.

- ¿Con qué argumentos él era anti y vos peronista?
- El era un gran demócrata y veía en el peronismo la conculcación de sus derechos. Y yo de chico no comprendí el componente fascistoide de Perón y veía que él plasmaba mis derechos y ansias de justicia social.
- ¿Por eso lloraste 36 horas cuando murió Evita, sin que ella te viera campeón de fútbol?
- Sí...a mí la muerte de Evita me sonaba (todavía deslumbrado) como un cuento de hadas. Y lloré ¡tanto!. En mi cuarto...mientras en el otro mi viejo la insultaba de la forma más agraviante. Curiosamente, es la misma situación que vi en la calle una vez que voltearon un busto de ella: "se llevan a la prostituta", decía la mitad del pueblo; "se llevan a la santita", decía la otra mitad. (Parece incrédulo de la capacidad para el mal, de los humanos)¿Cómo una mujer puede haber generado tanto odio?
- Suele ocurrir con personalidades intensas, y capaces de cambiar estructuras...
- Es verdad, Evita llegó en un momento en que la mujer era sólo para la cama y para la cocina. Y con su pelo teñido y su fuerza, despertó las emociones...¡y pateó todos los tableros!
- ¿Entonces ella sola era como el dúo del Gordo y el Flaco?
- (Sonríe, algo se le revela) Sí, sí...¡Evita era el Gordo y el Flaco!. Evita era la concepción universal de la inocencia, frente al Poder.
- Y la pasión. Ahora la única que une a los argentinos es la del fútbol
- Sí, y reemplazó a la pasión política.
- ¿Cuál es el corazón de ese fervor futbolero que tanto convoca?
- Creo que el fútbol tiene la significación de una guerra sin muertos, pero con conflicto. Con drama, reflexión e ironía. Y amalgama a la familia, cosa que no consigue la política.
- No se cree en nadie y se vota en contra y diferente. También está en crisis la teoría de la argumentación.
- Y hay diferencias (lo dice, como si escribiera un guión), porque la mujer le dice al marido: "Viejo, ¿por quién vas a votar?"; "Y...por Carlitos (Menem)", dice él. "Pero si Carlitos te jodió", le acota ella. Pero él contesta: "y bueno pero Carlitos va a volver a ser peronista". Y responde as, porque necesita pensar que Menem se va a reivindicar; lo que quiere decir que espera que ese hombre con pinta de peronista del 45, va a salir a gritar: "¡se acabó compañeros, (Soriano golpea, sobre el escritorio) se acabó el país de Cavallo, ahora vamos a hacer la revolución productiva y....viva Perón carajo¡"
- ¿Por qué gana el menemismo desde el '89?
- La anterior es una de las razones entre varias. Otra es que la alta dirigencia y la clase más disminuida, son dos polos opuesto, que se miran en el mismo espejo y dicen: "en una de esas, mañana nos va mejo. Y otra causa es que desaparecieron los partidos: el radicalismo no existe.
- Sobre todo después del Pacto de Olivos ,entre Alfonsín y Menem.
Sí pero seamos sinceros: el peronismo tampoco existe y hay "políticos" pero sin partidos, porque s fueron desbordados por una condición "new age" del subdesarrollo. Por eso no hay capacidad crítica ni se tiene en cuenta que el voto cobra sentido cuando se cumplen las promesas.

Adiós al amigo

Por Eduardo Galeano

Lo ví en el ataúd, con esa cara plácida y jodona, y pensé: Es un chiste. No hay duda. El Gordo se está haciendo el muerto para hacer sufrir a los amigos. Nos está tomando el pelo, pensé.

Pero Manuel Soriano, el hijo del Gordo, que es idéntico al Gordo aunque mucho más chiquito y que andaba por ahí con su camiseta de San Lorenzo, nos dio la justa. El le había dado una carta al padre, para que se la entregara a Filipi. Filipi, gran amigo de Manuel, había muerto también, un poco antes, y él lo había enterrado, con cruz y todo, en un pocito del fondo de su casa. Filipi tenía forma de lagartija y costumbres de camaleón, porque cambiaba de color cuando quería. En la carta, Manuel le decía que lo extrañaba mucho y le enseñaba un jueguito, para que Filipi pudiera entretenerse en la muerte, que es muy aburrida. En el jueguito había que escribir las letras que faltaban: "Usá las uñas, Filipi", le decía Manuel.

Entonces lo vi claro. El Gordo se nos fue por un ratito nomás. Está trabajando de cartero de su hijo. Ahora nomás vuelve. A mí ya me parecía, porque es evidentísimo que este mundo no puede ser tan espantosamente triste, solitario y final; y un tipo tan buenazo como el Gordo no podía hacernos la cochinada de dejarnos sin él.

- Y no sólo no se cumplen: se traicionan.
- ...Y por eso se pierde la confianza en el prójimo y - en el hecho de votar.
- Pero es que no hay educación, no hay cultura, no hay memoria, ni lazos de solidaridad: el retroceso de Argentina es feroz.
- ¡Claro! Entonces alguien le dice a algún chico: "¿cómo votaste a (Antonio Domingo) Bussi, si él mató a tu papá?", y el chico contesta: "no me di cuenta, no me enteré".
- No rigen los valores universales: la verdad, el bien, la justicia...
- Sí...en algún lugar están, pero acá nunca se dijo que -para construir una democracia- hacen falta demócratas.
- ¿Entonces?
- Entonces esos personajes de la dictadura, en dos generaciones más estarán muertos; y también lo estaremos los que venimos de la época comunismo-anticomunismo, o River y Boca. Y eso será bueno porque les habrá llegado el turno a los chicos. Que hicieron la escuela en democracia, que saben de los juicios a los militares y de los tabúes pasados, como el del sexo.
- ¿Sufriste aquellos tabúes?
- Sí, los tabúes y la virginidad como valor se llevaban hasta la exageración. Pero éramos felices. Me acuerdo ( tiene alegría) de la primera vez que hice el amor con una novia...en las butacas de un cine, que era de su padre: me sentía como en la película "Cinema Paradiso" y por supuesto que no la había visto.
- Y sin que amar significara el riesgo de Sida
- ¡Claro!...él temor era el embarazo pero la pastilla solucionó el tema. En cambio ahora conviven la informática y la Edad Media que significa el mundo tenebroso del Sida.
-¿Cómo compensabas el dolor que desde chico te provocaba la injusticia?
- Yo iba a trabajar cargado de miseria y espanto por las injusticias pero me llevaba en la moto "Los hermanos Karamazov" (de Fedor Dostoievski), y lo leía entre las horas de trabajo. Y después seguí con Faulkner, con Hemingway y con Chandler y llegué a Borges y a tantos otros, a quienes leí con infinita voracidad. En realidad, (muy reflexivo) creo que los libros me hicieron nacer otra vez, porque empecé a leer recién a los veinte años: antes no había librerías en los pueblos donde vivimos.
- ¿Y en busca de identidad acudiste a los padres de la literatura?
- Creo que sí, como un destino que se agudiza ahora. Pero cuando empecé a bucear a fondo en nuestra historia, fue porque lo que me interesaba era humanizar a nuestros padres.
- ¿Te enamoraste de Belgrano porque sentiste que a él "le pasó" la vida?
- Claro (entusiasmado)...le pasó de todo: le dieron palos, se enfermó, perdió batallas, tuvo que mandar a buscar a su amada por todo un territorio -porque se le había casado con otro; y, mientras le pasaba todo eso, lo atacaban los españoles .Entonces, a este patriota que demostró dureza se lo descubre ingenuo, tierno, piadoso, generoso. Y eso me importa.
- ¿Y San Martín?
- (Muy franco) San Martín no me despierta ternura pero se me hace querible por el resultado de lo que hace y por su final fue imprevisible. En cambi, Castelli y Moreno me provocan pasión.
- ¿Dónde están hoy los próceres?
- Hoy no hay próceres: hay "ídolos". Pero es bueno escuchar a qué patriotas nombran los presidentes en sus discursos. O si no los nombran: en ambos casos hay un mensaje bien interesante.
- Contame de los valores fundantes de Mayo de 1810...
- ¡Ah¡ Aquella (con emoción) fue la época de la utopía, palabra que hoy parece antigua. Fue cuando se construyó la Nación: la empresa mayor de la mentalidad humana que pensaba a los demás, incluidos en un gran ideal. A aquellos hombres(muy conmovido) yo... los amo.
- Te sentís humano sólo con ideales: única forma de vivir aunque ahora digan lo contrario...
- Sí (con pasión) no puedo vivir si no armo epopeyas o las invento en mis novelas. Y creo (humilde, y convencido) que los ideales, son la única prueba de que estamos vivos.
- Parecés El Flaco...
- (Ríe, potente) No, no (con amor hacia el personaje)... El Flaco es el que mete el dedo en el ventilador, llora porque se lastimó y vuelve a meterlo. Es un paradigma de lo ingenuo y de lo bueno. Como las Madres de Plaza de Mayo: ellas son un símbolo universal. Y siguen en lo suyo. Pero si no, nadie convoca salvo los pastores que dicen que Cristo va a bajar. Pero eso es ficción. Lo que no es ficción es que Jesús existió, que sostuvo una causa noble, que dijo basta a los ladrones, que estuvo con los pobres y que terminó mal. Entonces hablamos siempre de lo mismo: pasamos de Gardel a Belgrano y a Jesucristo...¡y ya está¡
-¿"Está" o un día habrá lugar para la esperanza?
- Sí, habrá porque la esperanza consiste en sentir la democracia como un lugar de espera para convivir todos y crear reglas de juegos que nos den un mundo mejor.
- Un mundo que las personas, los ciudadanos debemos construir. Con bondad, con sentido fraterno de la vida y con una exigencia sin concesión alguna al Poder para que trabaje por una vida humana para todos. ¿Tenés certeza de que eso ocurrirá?
- (Sonríe, sencillo) Mirá, vos misma dijiste que yo ando rastreando a los padres, así que...déjeme en eso....¡no me pida certezas futuras!
- ¿Acaso los paisajes desérticos -con su potencia y su inmensidad- que están en tus libros no son una certeza?
- (Muy reflexivo) No lo había pensado as, pero ...es verdad. En esos caminos, uno ve todo en primer plano: los coches, el horizonte y el Universo mismo. Y ahí es difícil esconderse y entonces se hace más fácil la confesión con uno mismo o el encuentro con el despuntar de alguna certeza.
- ¿Tu certeza hoy se llama Manuel?
- Mi hijo Manuel es una esperanza. Pero también es mi último gol.

cristinacastello@fibertel.com.ar
http://www.cristinacastello.com/ (en construcción)

Estos apuntes completan el retrato de Osvaldo Soriano.


Entrevista 1985

I.- RADIOGRAFÍA
* Hace poco firmó un contrato por 500.000 dólares, con el grupo editorial Tesis Norma. Por esta cifra inusual se compraron sus derechos de autor.
* Tiene un millón de ejemplares vendidos en todo el mundo.
* Sus obras fueron traducidas a quince lenguas.
* Entre otros premios, recibió en 1994 -en el Festival de Cine Courmoyeur- el "Raymond Chandler Award", que antes había ganado el escritor Graham Greene.
* La revista "Análisis" de Santiago de Chile, le otorgó el premio Carrasco Tapia por su defensa de los derechos humanos.
* En Argentina lo distinguieron las fundaciones Konex y Quinquela Martín.
* Publicó once libros, desde 1973 en adelante. Entre ellos: "Triste, solitario y final"(a partir de su recreación la historia de El Gordo y el Flaco), "Cuarteles de invierno", "Una sombra ya pronto serás", y "Cuentos de los años felices" y "El ojo de la patria"
* Algunas de sus novelas, son libros de textos en algunos colegios secundarios.
* Tres de sus libros, fueron llevados al cine.
* Ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín '84, con "No habrá más penas ni olvido", que dirigió Héctor Olivera, y protagonizaron Federico Luppi, Miguel Ángel Solá, Ulises Dumont, Héctor Bidonde, Lautaro Murúa y Rodolfo Ranni.
* Las otras son: "Cuarteles de invierno", con dos versiones:, una argentina y otra italiana. Y "Una sombra ya pronto serás", que tuvo como director a Héctor Olivera, y como protagonistas a Miguel Ángel Solá, Pepe Soriano, Alicia Bruzzo y Luis Brandoni.
* Alberto Olmedo quiso producir "A sus plantas rendido un León", y Soriano se sintió feliz: lo admiraba. Pero no pudo ser: Olmedo murió y -según el escritor- "con él desapareció una forma de hacer comicidad".
*Su último libro, de publicación reciente, es "La hora sin sombra" (novela). (Cristina Castello)

Soriano y los gatos

Es conocida la pasión que sentía Osvaldo Soriano por los gatos. Anécdotas y crónicas sobran. Dal Masetto cuenta un episodio que le sucedió con su amigo:

"Un día, algo molesto, me dijo: Pero, che, qué cosa, a vos nunca te va a ir bien con los libros, no vas a vender nada. ¿Por qué?, le pregunté sorprendido. Porque en todos tus textos, respondió, ¡¡le pasan cosas horribles a los gatos!! ¡Los destrozás, los matás, sos muy cruel con ellos! Vos no querés nada a los gatos -seguía apostrofándome- y los gatos, aunque vos no lo creas, tienen poderes. Así que más te vale hacerte amigo de ellos. Si vos no los respetás, nadie te va a leer. Después de largar todo esto, Osvaldo se tranquilizó. Yo me quedé pensando en lo que me había dicho. Y, por un tiempo, cada vez que me topaba con un gato por las calles, de noche, me arrodillaba y, chasqueando los dedos de mi mano derecha, le decía michi, michi, michi."

[Antonio Dal Masetto, en una entrevista de Agustina Roca para La Nación, 1998]

II.- Documento de identidad de Soriano
- Vive en Palermo Viejo (Buenos Aires, Argentina) pero hasta hace poco, su lugar fue La Boca. Pero no son los únicos domicilios que tuvo.
- Nació en Mar del Plata el día de Reyes del '43 -hijo de José Vicente Soriano, catalán que llegó a la Argentina a los dos meses de vida- y de Doña Eugenia, tandilense.
- El padre era inspector de Obras Sanitarias.
- De sus años adolescentes, se recuerda a sí mismo a bordo de su motoneta "Tehuelche", donde llevaba una foto de San Lorenzo.
- Y tiene muy presente la imagen de su padre, piloteando un viejo "Gordini".
- A sus tres años su familia se instaló en Tandil y después en San Luis, hasta sus diez. El próximo destino fue Río Cuarto (Córdoba), por un año y después otra vez Tandil, Cipolletti, Tandil y Buenos Aires.
- En el 69 se instaló en Buenos Aires, en una pensión de Avenida de Mayo.
- En l976, por decisión propia -ante el golpe de estado- se fue a vivir a Bélgica y después, a París: limpiaba oficinas o iglesias.
- Volvió a Buenos Aires en 1984 pero alterna con tiempos de residencia en Mar del Plata.
- Nunca terminó el secundario.
- Se ganó sus primeros pesos como número 9 en la Liga del Alto Valle. Todavía extraña sus tiempos de jugador.
- Después envolvió manzanas en La Patagonia, en un frigorífico y en una metalúrgica, como sereno: simultáneamente escribía sus primeros cuentos.
- Empezó a hacer periodismo en "El eco de Tandil".
- Después, lo ejerció en "Primera Plana", "Panorama", "La Opinión" y "El Cronista". Es co-fundador del diario "Página 12", donde actualmente es columnista.
* Es el corresponal argentino de "Il Manifesto", de Italia.
* Está casado con la francesa Catherine Brucher, con quien tiene un hijo: Manuel, de cinco años, inseparable de su gato "Pirulín".
- Se viste de sport y no sale nunca de su cueva, donde tiene un romance pasional con la computadora. Dice que podría vivir preso, si tuviera esos "chiches" y recibiera visitas.
- Se considera uno de los últimos Mohicanos de la época de la intensidad pero reflexiona que los intensos se metieron en muchos líos.
- La noche es su cómplice. Escribe hasta las ocho de la mañana y duerme hasta las cuatro de la tarde.
- La luz del día en los amaneceres de noches de vigilia lo pone francamente mal.
- Actualmente no toma nada de alcohol pero -aunque más delgado- conserva el gusto por la buena comida.
- Detesta la publicidad -"machista" que exhibe cuerpos femeninos como mercadería: "no sé si acá es una ventaja para las chicas, el hecho de ser lindas", dice.
- Abomina de la discriminación y sostiene que los argentinos la ejercitamos: "con los vecinos de los países limítrofes, a quienes tratamos como animales, y aún en la impericia de las investigaciones sobre el horror de la Amia".
- Recuerda -como si fuera de hoy- la voz "dramática y quebrada de Evita" y el "Cinco por uno no va a quedar ninguno", de Perón.
- Perón le mando camisetas de fútbol y una pelota de tiento cuando era chico. También una carta manuscrita: el papá se la rompió en mil pedazos.
- Teme que Buenos Aires se convierta en un nombre para la correspondencia y nada más.
- Su pasión por el fútbol lo desmereció ante círculos intelectuales, no populares. El dice que ellos "son los que están lejos del cuerpo, como fuente de esos placeres, que no tienen que ver con la razón." (Cristina Castello).

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Relatos de Osvaldo Soriano
 

José María Gatica: Un odio que no conviene olvidar

Por Osvaldo Soriano

A Julio Cortázar

[Poco después del "rodrigazo", que nos dejó a todos en la miseria, Roberto Cossa me hizo entrar en El Cronista Comercial, donde volví a ser redactor de deportes. Esta semblanza de José María Gatica se publicó a fines de 1975.]

"No me dejés solo, hermano". Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por los espasmos, Gatica se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Lo rodeaba una multitud de extraños que lo habían visto caer bajo las ruedas de un colectivo, a la salida de la cancha de Independiente. Pocos ojos entre los que miraban esa piltafa cercana a la muerte habrán reconocido el cuerpo de José María Gatica, uno de los mayores ídolos que tuvo el boxeo argentino.

Tenía 38 años y parecía un viejo. Hasta ese día en que la borrachera no le dejó hacer pie en el estribo del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria como tantos otros; algún rasgo lo distinguía: la nariz aplastada, la sonrisa provocadora, un cierto desdén por el futuro. Era uno de esos hombres obligados a soñar con el pasado, porque el suyo estaba teñido de sangre y ovaciones.

El 7 de diciembre de 1945 subió por primera vez a un ring como semifondista profesional. Esa noche, su triunfo por nocaut en la primera vuelta frente a Leopoldo Mayorano no puso al público de pie, ni lo irritó. Comenzaba su carrera un hombre de rabia larga, de ambición fresca.

Había sufrido la violencia desde su nacimiento, en Villa Mercedes, San Luis, el 25 de Mayo de 1925. A los siete años llegó a Buenos Aires en un tren de carga, con su madre y un hermano mayor.

A los diez había ganado un lugar en Plaza Constitución, donde lustró miles de zapatos. De rodillas, miraba desde abajo la cara de la gente, pero hasta ese privilegio tuvo que defender a golpes frente a competidores tan desesperados como él. Un peluquero que vivía por allí lo vio pelear varias veces y quedó impresionado por su agresividad. Era Lázaro Koczi, un hombre relacionado con el boxeo profesional. Pronto le propuso cambiar de oficio.

The Sailor's Home era la casa de la misión inglesa para marineros. Estaba en Paseo Colón y San Juan, un barrio con tradición de compadritos. Allí paraban los hombres que habían perdido sus barcos en los extravíos de una borrachera, los desertores, los enfermos, los malandras sin cuchillo. Todo se resolvía a puñetazos. Un hombre de agallas podía ganarse allí veinte pesos si era capaz de vencer en tres rounds al marinero más fuerte.

Lázaro Koczi apareció una noche con Gatica, le mostró el ring y le habló de los veinte pesos. El lustrabotas subió. Se sabe que ganó varias peleas, que agachó a corpulentos marineros y luego dejó su parada de Constitución. Había ganado el derecho a más.

El 7 de diciembre de 1945 -ese año singular en la historia argentina- debutó en el Luna Park. Sus ojos verdes habrán visto la multitud con el brillo del desafío. Bastó un golpe para que Mayorano, su rival, fuera a la lona. En poco tiempo ganaba dos peleas más y los empresarios pusieron sus ojos en él. Al año siguiente ganó las siete peleas que hizo, una de ellas con Alfredo Prada, quien sería su más rival encarnizado.

Por entonces el público se había dividido: el ring-side abucheada a Gatica, quería verlo en el piso; la popular rugía alentando a ese morocho que miraba con odio a sus rivales y cuando los tenía a sus pies levantaba los brazos tan abiertos como para abrazar al mundo. Los apodos de la tribuna eran diversos, según de dónde provenían: Tigre, para la popular, Mono para el ring-side. A los periodistas le gustaba más Mono y así lo recuerdan aún.

Mientras duró su grandeza tuvo un rival irreconciliable sobre el ring: Alfredo Prada. Ya se habían enfrentado antes, cuando no suponían que la vida los iba a unir en el triunfo y el fracaso. Combatieron seis veces y ganó tres cada uno. La última pelea, en 1953, significó la derrota de Gatica y el comienzo de su patética decadencia. Los enfrentamientos entre Gatica y Prada dividieron al público como nunca; se estaba con Gatica o contra él. Prada era campeón argentino, una satisfacción que el Mono nunca alcanzó. Cuando el pleito terminó, las carreras de ambos llegaraban al ocaso. Prada dejó el boxeo con algún dinero en el banco. Afrontó la vida como un ciudadano recompensado. El Mono volvió a su origen, como si toda su pelea con la vida hubiera sido una parábola restallante, una explosión de luces que lo iluminaron hasta, de pronto, dejarlo nuevamente en la oscuridad.

Volvió a una villa miseria. Vivió de la caridad junto a su segunda mujer y dos hijas. Fue una fiesta para los periodistas encontrarlo sentado a la puerta de su casilla de latas, tomando mate, sucio y harapiento.

Entonces Prada tuvo un gesto que los diarios elogiaron: abrió un restaurante en calle Paraná y llevó al Mono con él. Le pagó quince mil pesos por mes y lo puso en la puerta del negocio para exhibirlo. El gesto compasivo de Prada era otra humillación que Gatica soportó porque no podía sino aceptar su derrota.

Había vivido como un esclavo y pocos le perdonaron su grotesca revancha: como un Robin Hood de barrio, iba con los suyos -los lustradores- y les destrozaba los cajones a patadas a cambio de billetes de mil. Pagaba con una fragata los diarios que quitaba a las viejas que rodeaban el Luna Park. Unos pocos lo miraban con respeto, otros ser reían de él.

Desde que Alfredo Prada lo venció en 1953, en la última pelea, no dejó de caer. Siguió tres años más, pero estaba acabado como boxeador. Como hombre le faltaba recorrer la pendiente más dura: el desprecio, el odio, el revanchismo de las buenas conciencias.

Era, para ellas, un analfabeto despreciable, un "lumpen". Perdió todo lo que tenía pero jamás se lamentó. Fue noticia para los diarios el día que una inundación se llevó lo poco que le quedaba. Entonces, fue fotografiado en camiseta, lleno de mugre y mereció crónicas colmadas de aleccionadora compasión. Curiosamente, el Mono sonreía.


El presidente Perón saluda a José María Gatica.

Adhirió fervorosamente al peronismo y, curiosamente, su esplendor y caída desplegó la misma parábola en el almanaque: levantó su brazos en 1945 y lo bajó, vencidos, en 1956. Había sido el preferido de Perón mientras brillaba. Aficionado al boxeo, el Presidente apoyó el viaje de Gatica a Estados Unidos para buscar una pelea con el campeón de los livianos. En cuatro rounds venció a Terence Young y esta victoria le abrió las puertas a la pelea con Ike Williams, dueño de la corona mundial, en 1951. Medio país estuvo pendiente de la suerte del Mono que iba a batirse en el Madison Square Garden de Nueva York. Subió a la lona sobrador, fanfarrón. Cuando empezó el combate bajó las manos y puso la cara, como lo haría luego Nicolino Locche. Pero Gatica no sabía de esas sutilezas. Bastaron tres golpes de Williams y a los tres minutos de pelea el Mono se derrumbó. Desde entonces perdió los favores oficiales y dejó de ser el hombre que se fotografiaba junto a Perón. Entre 1952 y 1953 ganó trece combates luego de ser vencido por Luis Federico Thompson, pero la última derrota ante Prada lo puso en la pendiente definitiva; caualmente, esa derrota sucedió un 16 de setiembre, dos años antes del día que estalló el pronunciamiento militar contra el peronismo.

No sólo Prada usó al Mono para exaltar la beneficencia. Martín Karadagián, un empresario del espectáculo que había montado una troupe de luchadores, lo llevó a parodiar una final. También allí tenía que perder. En "sensacional encuentro" Karadagián, dueño del poder, benefactor de hospitales, lo sometió por unos pocos pesos.

La última derrota ocurrió el 10 de noviembre de 1963 (1) bajo las ruedas de aquel colectivo. Había terminado su vida en una parábola perfecta de humillación; "una bala perdida", como solía decir él.

No tuvo amigos. Apenas dos o tres compañeros de aventuras en los momentos en que regalaba su pequeña fortuna. Contestaba con monosílabos, recuerdan algunos, para escapar de los adulones y los ambiciosos; otros dicen que no hablaba para ocultar su escasa educación. Tirado en la calle Herrera, de Avellaneda, manchado de sangre, con los ojos abiertos puestos en otro vendedor de muñecos, repitió: "No me dejés solo, hermano; levantáme, no quiero estar tirado".

Cuando murió, La Prensa dijo: "La popularidad que adquirió Gatica por sus éxitos y por su característico estilo de infatigable peleador, fue utilizada por el régimen de la dicatdura, que lo adoptó como en el caso de otros campeones deportivos como instrumento de propaganda. Y esta publicidad extradeportiva y el aplauso obsecuente de personajes encumbrados no fueron ajenos por cierto a que él cayera en actos de inconducta dentro y fuera del ring". Fué un recuerdo político, cargado de desprecio. Al comentarista, como a tantos otros hombres de traje gris, le hubiera gustado ver a Gatica domado. Pero no; aún muerto sería molesto: nunca llegó tanta gente a la Federación Argentina de Box como para su velatorio. Hombres y mujeres hicieron una colecta y compraron una corona que decía: "El pueblo a su ídolo". El féretro tardó siete horas en llegar al cementerio de Avellaneda. Cuando la última palada de tierra cubrió el modesto cajón, los cronistas anotaron esta frase de Jesús Gatica: "La única miseria qe vivió mi hermano fue consecuencia de su desesperado afán de querer vivir la vida".

Se cumplen tres décadas de la que fue, quizá, su primera alegría, cuando tenía veinte años. Gatica es, todavía, un símbolo contradictorio, arbitrario; la vida le fue quitada poco a poco, con un odio que conviene no olvidar.

1974

(1) NR: Luego del accidente, y tras dos días de agonía, Gatica falleció el 12 de noviembre de 1963.


Gatica, el Mono, película completa




 

El caso Robledo Puch

Por Osvaldo Soriano

A Oscar Finkelberg

Conocí a Jacobo Timerman el día en que me pidió que escribiera "la mejor nota de Buenos Aires sobre el caso Robledo Puch". La Opinión, que exageraba su sobriedad al extremo de no publicar noticias "policiales", se encontraba en un aprieto: el joven Carlos Eduardo Robledo Puch había asesinado a por lo menos once personas y había cometido una treintena de atracos. Su notoriedad ocupaba la primera página de todos los diarios y el matutino de Timerman seguía ignorándolo.

Era imposible, a esa altura, publicar una noticia y el diario abominaba de la perorata moralizadora. Opté, pues, por la reconstrucción de los hechos según todos los testimonios existentes hasta entonces. El artículo apareció en el suplemento cultural y me valió un cuantioso aumento de sueldo que el director me anunció personalmente. Ese día empezaron mis desventuras.

Hasta entonces yo estaba a cargo de la sección deportes, ganaba muy bien y había ideado, con Eduardo Rafael, un excelente método para trabajar poco y salteado. Pero según Timerman ese era un sector sin interés. "Usted está desperdiciado allí" me dijo, y me confió una tarea mayor: "Vaya, siéntese y piense", ordenó. Mi destino fue un escritorio estratégicamente situado frente a su despacho. Una secretaria esbelta y casi adolescente debía atender y discar mis llamadas telefónicas para que nadie me molestara y cuidar que no me faltaran los diarios y revistas del día, incluidos los del extranjero (por entonces yo era incapaz de descifrar otro idioma que el castellano pero el patrón no lo sabía aún).

Timerman no me dijo en qué debía pensar ni para qué. Nunca se me había confiado misión más difícil y menos envidiable: todos los días mis mejores amigos de la redacción se acercaban solidarios para saber si ya se me había ocurrido algo.

Un mes más tarde, cuando advirtió que mi cabeza seguía vacía como una pelota de tenis, Timerman me llamó y me dijo, solemne, que uno de los dos debía psicoanalizare. Luego me hizo saber que su decepción era profunda y me avisó que mis privilegios se terminaban ese mismo día.

Desde entonces deambulé por la redacción: el director había olvidado asignarme un nuevo puesto y me dediqué a hacer lo que más me gustaba. Es decir, nada.

El caso Robledo Puch


Un caso que conmovió a la sociedad argentina en los 70


Robledo Puch se ganó el odio de toda una sociedad, que se indignó al conocer la historia de unos de los personajes más nefastos del país. El Ángel Negro o El Ángel de la Muerte. Bajo esos seudónimos figuraba en los diarios nacionales a principios de 1972.

El 4 de febrero de ese año en que la Policía logró detenerlo para que luego la Justicia lo condenara a prisión por haber cometido diez homicidios calificados, un homicidio simple, una tentativa de homicidio, diecisiete robos, una violación, una tentativa de violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos.

Fue juzgado y condenado en 1980 a cadena perpetua por tiempo indeterminado, la pena máxima en Argentina. Sus últimas palabras ante el tribunal de la Sala 1ra de la Cámara de Apelaciones de San Isidro fueron "Esto fue un circo romano. Algún día voy a salir y los voy a matar a todos".

En la actualidad, Robledo Puch continúa privado de su libertad en un pabellón para homosexuales del penal de Sierra Chica. El 27 de mayo de 2008, luego de concedida la prisión domiciliaria al odontólogo Ricardo Barreda, Robledo Puch solicitó su libertad condicional, pero el juez que atendió su solicitud se la denegó por considerar que no se ha reformado de manera positiva en ningunos de los aspectos sociológicos necesarios para vivir en libertad, además de no poseer familiares directos que puedan contenerlo. Lo mismo ocurrió el 31 de agosto de 2011.

04/02/12 www.24con.infonews.com

[Imagen: Robledo Puch en 2010]

Iluminados por el soplete, Robledo y Somoza trabajan callados y serios. Robledo sostiene el aparato que perfora el material mientras su amigo sigue sus movimientos con atención. El trozo de acero está por caer y Robledo lo ayuda con un golpe. Ninguno dice nada. A Somoza acaba de ocurrírsele una broma acorde con la circunstancia. Pasa un brazo alrededor del cuello de su compañero y aprieta con suavidad, cada vez más. Robledo le da un codazo y lo lanza hacia atrás. Manotea el revólver que tiene en el cinturón y dispara. Asombrado, quizá sin entender lo que ocurre Somoza cae y articula una explicación que es apenas un gemido. Robledo lo observa unos instantes, levanta su brazo derecho y dispara otra vez. "No podía dejarlo sufrir. Era mi amigo", explicará después. Se ha quedado solo, con dos cadáveres junto a él --antes ha matado al sereno Manuel Acevedo--, pero eso no le preocupa. Sale.

Una moto primero, un camión más tarde, le sirven para alejarse del lugar. El círculo se ha cerrado. Al matar a Somoza, Robledo se ha aniquilado a sí mismo. Unas horas más tarde, la policía lo arresta frente a su casa.

Los primeros pasos

Carlos Eduardo estudia piano; la maestra dice que tiene gran facilidad y que es un chico respetuoso. Ejercita con Hannon y la abuela está contenta con él porque aprendió muy bien a hablar alemán y también puede conversar en inglés. Claro que no es un chico afeminado, como esos que tocan en las fiestas familiares para ganar el aplauso de los parientes y amigos. El sale a jugar a los cowboys con los chicos del barrio y juega al fútbol. Se cree Sanfilippo y cuando le quitan la pelota protesta, dice que fue foul. Pero no le hacen caso porque es un poco antipático, casi agresivo cuando discute. Por eso, le dicen Leche hervida.

Los domingos acompaña a su madre a la iglesia de Olivos. Algo a regañadientes, es cierto, pero va y se porta bien. En el colegio Cervantes es un poco indisciplinado, pero no llama demasiado la atención. De vez en cuando pide libros a la biblioteca y los devuelve rápidamente, lo que hace pensar que lee mucho. Una contestación irrespetuosa para su maestra lo lleva un día frente a la directora. Ella lo reta, le levanta la voz. El suda muy frío, como le pasa siempre que alguien le impone una orden. De pronto siente que no puede más, que esa mujer le molesta. Toma una silla y la destroza contra la pared. La llegada de los celadores pone a la mujer ante una situación difícil. Llama a los padres y les pide que lo retiren del colegio si quieren evitar la expulsión.

La infancia de Carlos no está grabada en muchas memorias. Su padre --inspector de interior en General Motors--, dice que él no es culpable de lo que pasa, aunque no sabe explicar bien por qué ocurre esta odisea que no cabe dentro de su vida pequeña. Los amigos de Carlos recuerdan poco, pero frente al periodismo imaginan, quieren participar, acercarse a la tragedia. La infancia de Carlos Eduardo se confunde en unos pocos años, como si los hechos se cruzaran entre sí. Pero no hay nada extraordinario más allá de la historia que algunos narran: apenas los días apacibles del hijo único, mimado por la abuela y la madre.

El padre quiere que Carlos sea ingeniero y lo manda al colegio industrial a los 14 años. A esa edad tiene su primer contacto con la muerte. Su padre lo lleva al velatorio del abuelo y también a la ceremonia de cremación del cuerpo. Carlos permanece silencioso todo el tiempo. Ve como las llamas consumen el cuerpo agotado de ese alemán cariñoso con el que había pasado algunos buenos momentos. Al volver a casa, el padre recuerda que su abuelo también quería verlo convertido en ingeniero.

Carlos Eduardo ingresa al industrial. No sabe si quiere ser ingeniero, pero le gustan las máquinas. Le gusta el ruido infernal de los motores, ese rugido que se mete en la sangre. Empieza a aprender el oficio, pero no dispone de mucha paciencia.

En la escuela conoce a Jorge Antonio Ibáñez, un muchacho rápido e inteligente. Ibáñez esquiva los compromisos, resuelve cada situación en su favor. Ese hombre le gusta. Tiene 15 años pero desafía a sus maestros, a los compañeros. Es un tipo libre, cree Carlos Eduardo. Comienza a seguirlo, a cambiar palabras con él, a imitar algunos de sus gestos. Quiere ser simpático y para eso se endurece.

Jorge Antonio dispone de tiempo, no tiene que volver a su casa a una hora determinada, no tiene que pedir permiso para ir al cine. Le cuenta a Carlos que su viejo es un tipo macanudo, un tipo de hoy.

No está clara a través del tiempo la cronología de los hechos: se conjetura que Carlos es acusado de robar 1.500 pesos y tiene que dejar la escuela. Su padre lo incorpora a un colegio particular, pero poco tiempo más tarde, el joven abandona el estudio. Habla con su padre. Le dice que ya sabe el oficio. No quiere ser ingeniero, se conforma con poner un taller de motos.

Así se reencuentra con Ibáñez, que ha dejado también el colegio. Se hacen amigos. En "El Ancla" conversan largas horas frente a un café. No tienen plata para más. Algunos domingos van a la cancha porque Carlos Eduardo sigue a San Lorenzo. Un día, Robledo confiesa a su amigo que ha robado una radio en un negocio del centro. Todo ha sido fácil. La gente es demasiado confiada. Ibáñez sonríe y tal vez le estrecha la mano. No vuelven a verse por un tiempo.

Para no disgustar a su madre, Carlos acepta trabajar de cadete en la Farmacia de Sebastián Samban, a una cuadra y media de su casa de la calle Borges al 1800, en Vicente López. Un día le lleva la radio al farmacéutico. "Se la vendo en dos mil pesos", le dice. El hombre no confía demasiado y habla con su madre. "Cómpresela --le dice ella--, es de él". Don Samban le da los dos mil pesos y Carlos se compra una bicicleta. Samban se queda sin cadete.

Unos meses más tarde, Robledo camina solo por la ciudad cuando ve una hermosa moto. La mira un rato, deslumbrado. Por el caño de escape que le han agregado le parece que está pichicateada. Recuerda la radio y sube. Ese día ruge por las calles sin parar. Va de aquí para allá sintiendo el aire fresco en el pecho, en el pelo rojizo que le cubre la cara. Se siente libre. Por fin, choca contra un auto detenido y deja la moto, que tiene una rueda torcida.

En el bar se encuentra otra vez con Ibáñez. Se saludan y Carlos lo invita a tomar un café. Le cuenta lo de la moto. Ibáñez lo mira en silencio, aprueba con movimientos de cabeza. Por fin, una confesión de Jorge Antonio estrecha la amistad. Le cuenta que él también ha robado algunas cosas y que pasó varias noches preso; nada de importancia.

Presuntamente violento

Robledo está impaciente. Ibáñez lo calma. No todo es tan fácil como parece. Hay que entrenarse, como en el fútbol, para no fallar nunca. Ibáñez es inteligente y se las arregla para tener muchas mujeres que lo buscan en el bar, le dejan mensajes. Robledo está solo, pero no lo lamenta. Se siente más fuerte que Ibáñez.

Entre tanto, sus padres se preocupan por la suerte del joven. Le prohíben salir de noche, le piden cuentas de su vida. Otra vez Carlos necesita conformarlos. Toma un curso de radio y televisión y frecuenta la antigua barra del bar "La Perla", pero no tiene mucho que decir. Ellos le parecen tontos y lo grita: "Ustedes son unos giles". Para vengarse, sus amigos lo llaman Colorado, un apodo que en la infancia lo enfurecía.


Revista Maíz. Especial Osvaldo Soriano, marzo 2015. Clic para descargar

Sólo frente a Ibáñez se siente bien. Ibáñez no es un mequetrefe, piensa Robledo. En el reencuentro, Jorge Antonio lo invita a su casa: "Ya te dije que mi viejo es macanudo. En casa tengo un par de revólveres. Podemos practicar tiro al blanco". Eso lo fascina. Destrozar esos cartones inmóviles le recordará los años del potrero, cuando jugaba a los cow-boys. "¡Muerto!", gritaba él y el otro caía al suelo. Lo que más furia le daba era que le gritaran " ¡El Colorado está muerto!". Eso lo ponía furioso.

Empiezan a tirar. Robledo tiene en las manos la misma seguridad para el revólver que para el piano. Agilidad, dice Ibáñez, que no sabe lo del piano.

Un día trazan el primer plan. Se trata de una joyería de menor importancia. Como para probar. Todo va bien y reparten las joyas y los relojes. No entienden demasiado y sacan cosas de poco valor. Detalles para corregir, piensa Robledo.

Carlos ha cumplido los 17 años y roba una moto. Con ella alborota a todo el barrio, ya que la arregla en la vereda de su casa y pone el acelerador a fondo para irritar a los vecinos que protestan. E14 de febrero de 1969 ingresa en la Escuela de Artes y Oficios José Manuel Estrada, ubicada en la zona de Los Hornos, partido de La Plata. Ha sido acusado por el robo de la moto. Allí permanece 20 días y en un par de charlas con el director, Eloy Malaundes, le confiesa que no se entiende con su padre.

Cuando sale, Robledo Puch vuelve al piano. Estudia con la profesora Virgilia Dávalos, quien lo recuerda como un chico "tímido y correcto".

Otra vez Ibáñez. Con él empieza a visitar los boliches de la avenida del Libertador. Conoce a mucha gente y aunque su cara aniñada--los ojos azules y grandes, los labios carnosos y el pelo que le achica la frente--no lo hace muy atractivo, consigue algunas mujeres.

Los dos amigos se tienen cada vez más confianza.

Concretan varios golpes, casi todos en la calle, Robledo no sabe todavía que Ibáñez actúa por su cuenta, como un experimentado profesional; roba coches (prefiere los Torino, por los que le pagan 400 mil pesos) y su familia parece conocer sus andanzas.

Robledo, que era un chico callado, se está envalentonando. Se jacta de su audacia y dice que espera un gran futuro. Ibañez asiente. Brindan y pagan copas. Las mujeres empiezan a preferir su compañía.

Carlos Eduardo quiere irse de su casa. Un día lo intenta, pero no llega lejos. Su padre lo alcanza a las pocas cuadras, baja del auto y lo abofetea como a un chico. Un rayo de rencor habrá atravesado los ojos del muchacho.

Aída, la madre de Carlos, está agotada. Decide hacer un viaje a Europa. Visitará Alemania, donde vivió la guerra. Viaja en barco porque quiere descanso. José, el padre, sale al interior para cumplir con su trabajo. E1 10 de enero de 1970 Carlos Eduardo abandona la vacía casa de sus padres. Dentro de nueve días cumplirá 19 años y quiere festejarlo.


Robledo Puch en 2013

El enemigo insólito

"A los veinte años no se puede andar sin coche y sin plata", suele decir Carlos Eduardo. Para él, la vida es simple. A medias con Ibáñez compran un Fiat 600 que generalmente conduce Robledo. Carlos Eduardo maneja a toda velocidad e interviene en picadas en las que se muerde de rabia por no tener un coche más potente.

Una noche, mientras toman una copa, se ponen de acuerdo. Ibáñez sabe que habrá peligro: se juramentan y Robledo será el ejecutor de quien se cruce en el camino.

Por fin, la noche del 9 de mayo llegan a la calle Ricardo Gutiérrez al 1500, en Olivos. Por la pared de una estación de servicio saltan al techo del baño de una casa de venta de respuestos para autos. Entran por una claraboya. El encargado y su mujer duermen en camas separadas. A un lado descansa una hija del joven matrimonio.

No se despiertan. Bianchi no despertará jamás: Robledo le pega dos balazos. La mujer se sobresalta y Robledo gatilla dos veces más. Una bala da en el pecho de la mujer que cae hacia atrás. Carlos Eduardo se lanza sobre el placard y comienza a buscar. A su espalda oye gemidos débiles. La mujer se desangra pero no puede moverse porque Ibáñez ha caído sobre ella. Robledo los mira; no abarca la tragedia en su totalidad. Hay un muerto y una violación, pero para él los hechos no tienen dimensión ni nombres comunes. "Había que sobrevivir"', diría más tarde. Cuando salen, lbáñez está manchado de sangre pero no cambian una palabra. Robledo se detiene un momento y sonríe. Ha visto la vidriera de los accesorios. Recoge una palanca de cambios y dos instrumentos de medición "Son para el 600", dice, y los mete junto a los 350 mil pesos que halló en el placard.

El sueño eterno

Robledo aparece en los mismos lugares de siempre. Se nota un cambio en él. Está exultante, se convierte en el centro de las reuniones. Habla de autos y de carreras. Anda solo. Ibáñez ha creído mejor separarse. Nadie debe sospechar y los muertos no hablan. Pero la mujer de Bianchi no murió la noche del 3 de mayo. Cuando los dos hombres salieron, ella fue arrastrándose hasta la estación de servicio de la esquina para pedir auxilio. Estaba bañada en sangre y hablaba de un hombre de pelo largo.

El 15 de mayo --doce días después del primer golpe importante--, Ibáñez y Robledo visitan "Enamour", una boite de Olivos.

En el fondo hay un jardín que da al río. La noche es fresca cuando los dos hombres fuerzan una ventana y entran. Revisan minuciosamente y reúnen casi dos millones de pesos. Cuando se retiran, Robledo ve una puerta cerrada y la entorna para mirar adentro. Dos hombres --Pedro Mastronardi y Manuel Godoy--duermen el último sueño. Carlos Eduardo dispara varias veces sobre esos cuerpos. No hay un gemido. Cuando le preguntaron por qué los había matado, respondió: "Qué quería ¿que los despertara?"

Desde entonces los amigos entran definitivamente en el vértigo. El dinero vuela de sus bolsillos en un desenfreno baladí. No quieren ser hombres distinguidos, como los criminales de guante blanco. Están matando y lo saben. Tal vez intuyen que ese vértigo los aniquilará. Han escapado siempre, pero una simple circunstancia, un error mínimo puede perderlos. Deciden apostarlo todo; también la vida de quienes se crucen a su paso. Robledo e Ibáñez gastan horas y horas frente a las barras de los boliches, también gastan todo el dinero.

Un día, ambos conocen a Héctor Somoza, un chico de 17 años que trabaja en la panadería de su madre. Robledo lo ha visto antes, han conversado, han ido juntos a los balnearios el verano anterior. Inician a Somoza. De la misma manera que Ibáñez inició antes a Robledo. Roban algunas motos y Somoza, un día, aparece con un revólver.

Pero Ibáñez no simpatiza demasiado con el nuevo socio. No le tiene confianza. Somoza vive con su madre y una hermana en Olivos. Trabaja todo el día en la panaderia, es un chico formal que está cansado. Hay discusiones; Ibáñez sale con la suya en poco tiempo. La visita del 24 de mayo al supermercado "Tanty" no tendrá como huésped a Somoza. Sin embargo, éste presta su revólver a Robledo.

No están seguros de que el techo se abra con facilidad. Robledo lleva una barreta y cuerda de nylon para descender. Jorge se queda de campana y Carlos trabaja.

Siempre es así. Por fin, el material cede. Dos chicos sin experiencia profesional han destrozado otra vez la seguridad de un comercio. Entran. En plena oscuridad tratan de no derribar las montañas de latas de conserva para no despertar al sereno Juan Scattone. Pero éste se despierta y avanza. Robledo se agazapa y gatilla dos veces. Scattone se derrumba. En las cajas hay cinco millones de pesos. Destapan una botella de whisky y brindan en la oscuridad. Revisan al muerto y encuentran la llave de la puerta del personal. Salen repletos de billetes y montan en la motocicleta que habían dejado muy cerca. Les esperan 20 días de pacífica juerga. A una mujer le quedan 20 días de vida.


"Gorilas", en la voz de Alejandro Apo

Damas peligrosas

Ibáñez quiere probar a Virginia Rodríguez, una adolescente de 16 años que frecuenta las boites de Olivos. Robledo para en un hotel de Constitución y no tiene tanto interés por las mujeres. A Ibáñez se le antojaban seguido, como ahora la Rodríguez.

La noche del 13 de junio. Ibáñez va a buscarlo al hotel para dar un paseo. No tienen coche y eso deprime a Robledo Puch, Ibáñez le pide que lo espere en una pizzería. Minutos más tarde vuelve con un Dodge Polara. Lo estaciona y entra en la pizzería; en voz baja le dice a Robledo: "Metele que le tuve que hacer la boleta al sereno". Es la única vez que Ibáñez dispara por su cuenta. Espera un premio: Virginia Rodríguez. Se lo dice a Robledo, le pide que se la consiga.

Esa noche la encuentran y Carlos baja con el revólver. Virginia sube. Toman la ruta Panamericana. Ibañez, que maneja el auto estaciona a un.costado del camino. Pasa al asiento trasero y desnuda a la muchacha que se resiste. Robledo mira, pero su compañero lo echa. Se sienta en un costado y espera. Cuando los ve bajar del auto se acerca. "Andate", dice Ibáñez a la chica. Ella corre. "Tirale", ordena a Robledo. Este dispara cinco veces. Más de lo necesario. Carlos se acerca y la revisa. Encuentra mil doscientos pesos en la cartera de la muchacha. Se van, pero apenas han recorrido un par de kilómetros a toda velocidad cuando chocan contra un cartel indicador. El auto no funciona y lo dejan abandonado. La policía no hallará nunca ese Dodge Polara amarillo. Ibáñez y Robledo toman el ómnibus 215.

Robledo está cansado de andar en ómnibus. Ha chocado el 600 y lo ha tenido que vender por la mitad de lo que costó. Reúne el dinero y compra un Dodge GTX. Está feliz con esa máquina arrolladora. Se siente invencible en los semáforos. Pero a Ibáñez se le siguen antojando mujeres. Es como un juego. Eligen y toman lo que está al alcance de la mano. Cada vez es más fácil. El 24 de junio esperan a Ana María Dinardo, una aspirante a modelo de 23 años, que ha ido a visitar a su novio que trabaja en la boite "Katoa". Cuando sale, la encaran. Según cuenta Robledo, bastó que le mostraran una billetera con 250 mil pesos para que ella subiera al auto. Toman por la Panamericana, hasta el mismo lugar donde once días antes dejaron el cadáver de Virginia.

Ibáñez pasa al asiento trasero, pero la muchacha le cuenta que está indispuesta. Sugiere una cita. Ibáñez vive sus cosas muy rápido y la desviste. Ella --que al parecer practicaba Karate--, se defiende. Jorge Antonio se cansa y la deja vestirse, pero se queda con la ropa interior de la chica. Le dice que se vaya. Ella alcanza a caminar unos pasos y Robledo le mete siete balazos en la espalda. Luego se acerca y le saca cinco mil pesos y un encendedor. Antes de subir al auto Robledo se detiene, mira el cadáver, toma puntería y le destroza una mano de un balazo. Ibáñez observa a su amigo, quizá con un estremecimiento de temor. Vuelven. Para Ibáñez sería la última aventura.

Adiós al amigo

Los trascendidos de la investigación no aclaran el destino de Jorge Antonio Ibáñez, muerto el 5 de agosto en un accidente de auto. Viaja junto a Robledo y se estrellan. Ibáñez muere, pero surge la sospecha de que Robledo haya ultimado a su amigo y simulado el accidente. Este es el caso del que menos noticias han trascendido. Héctor Somoza tendría su oportunidad.

Somoza consigue dos revólveres y el 15 de noviembre ambos se introducen en el supermercado "Rolón", de Boulogne. El método clásico: Robledo abre el techo y bajan con la ayuda de una manguera de plástico. En medio de la oscuridad comienzan a buscar el dinero. El tiempo pasa y no hay rastros de la recaudación. Furioso, Robledo abre una y otra puerta en busca de las cajas dc seguridad. Es inútil; al único que encuentra es al sereno Raúl Delbene, que duerme en una pieza. Este se levanta cuando escucha que alguien abre la puerta. No alcanza a preguntar nada: Robledo lo mata de un balazo. Siguen revisando pero no hay dinero. Indignado, Somoza patea cuanto halla a su paso. Robledo toma un teléfono y le dice a su cómplice: "Se lo regalo a tu vieja". Al día siguiente, la madre de Héctor recibe el insólito obsequio. "Deberías ser tan bueno como Carlos", le dice a su hijo.

Somoza está apurado por hacerse de unos pesos. Su incorporación a los "negocios graneles" ha resultado un fracaso. En una rápida inspección del lugar, deciden dar el próximo golpe dos días más tarde, el 17 de noviembre, en la agencia de automotores Pasquet, de Libertador al 1900, Carlos y Héctor encuentran sólo 90 mil pesos. Robledo empieza a sospechar que su nuevo compañero le trae mala suerte. Esa noche, el sereno Juan Carlos Rosas dormía junto a una fosa del taller. Robledo se acercó a él por detrás de un coche. Tomó puntería y sostuvo su brazo derecho con la otra mano: Rosas no alcanzó a despertar.

Una semana más tarde, el 25 de noviembre, Robledo y Somoza entran en la concesionaria de automotores Puigmarti y Cía. de Santa Fe 999, en Martínez. Allí, Carlos Eduardo había ido tiempo atrás con su madre a comprar un coche. Lo pagó al contado y vio el lugar donde estaba empotrada la caja de caudales. Nunca lo olvidó. Ahora armados de sendos revólveres, los dos jóvenes entran al salón y sorprenden al sereno, Bienvenido Serapio Ferrini. Somoza lo golpea con su arma y lo llevan al primer piso. Allí Robledo le pega dos balazos. Más tarde, al ser reconstruidos los hechos, intentó atribuir este asesinato a su compañero, pero luego confesó su culpabilidad.



Querido diario. Página|12, suplemento Radar, 05/08/12

Este es el golpe más arduo de cuantos ha practicado Somoza. Están cinco horas en el lugar. Con un soplete, abren la caja y encuentran un millón de pesos. Escapan en un Chevy que luego abandonan. Había sido el primer éxito de Héctor Somoza. Era también el último.

La caída de un canalla

Manuel Acevedo es un trabajador sacrificado. Tiene varias casas alquiladas que le dan una buena renta, de la que podría disfrutar a los 58 años. Pero él prefiere trabajar. Se emplea de sereno en la ferretería Masseiro Hnos., de Carupá. No pasa la Nochebuena ni la Navidad con su esposa, sus tres hijas y sus yernos, por cuidarle los intereses al patrón. Para eso le pagan, dice, y espera a jubilarse para dejar su sueldo de 53 mil pesos por mes. Lo iba a dejar mucho antes. La noche del 3 de febrero de 1972. Cuando Robledo y Somoza entran al negocio, Acevedo podría estar pensando en la renta de sus casas, edificadas a lo largo de casi una cuadra en la calle Castiglione, de Tigre. Le sorprendió recibir dos balazos, pero no alcanzó a pensar mucho. Robledo no lo dejó. Había llegado con Somoza en una moto, que estacionaron en el lugar. Ahora se dedican a trabajar en la caja fuerte. Un rato cada uno, quemándose las manos con el soplete.

Hasta que a Somoza se le ocurre hacer la broma. Justo cuando la caja iba a saltar. Héctor no comprende por qué su compañero le dispara. Muere enseguida. Robledo utiliza el soplete para quemarle la cara y las manos para que no queden huellas. Un error lo perderá: olvida quitar la cédula que Somoza guardaba en un bolsillo. Apurado, huye en la moto. Era su último escape. Ese día, el subcomisario Felipe Antonio D'Adamo lo detiene frente a su casa y le pone las esposas.

"El chacal"

Cinco días más tarde, el 8 de febrero, los diarios informan la detención de uno de los mayores criminales de la historia. En adelante, el caso de este hombre que asesinó a once personas y del que se sospecha haya aniquilado por lo menos a tres más, ocuparía dos páginas por día en Crónica y una página en La Razón. Los canales de televisión se lanzan a la caza de parientes y amigos. La revista Así agota varias ediciones.

Los redactores de la sección policial de Crónica exprimen su imaginación bautizando a Carlos Eduardo Robledo Puch: Bestia humana (el día 8); Fiera humana (al día siguiente), Muñeco maldito, El verdugo de los serenos, El Unisex, El gato rojo, El tuerca maldito (el 10), Carita de Angel, El Chacal (el 11). Ese día, el diario de Héctor Ricardo García sugiere que Robledo es homosexual, por lo que "sumaría a sus tareas criminales otra no menos deleznable", escribe el redactor.

Crónica improvisa, conjetura relaciones entre el acusado y la familia Ibáñez, se queja del silencio de los testigos, del mutismo del juez Sasson. Durante las primeras reconstrucciones, el público pide la muerte de Robledo, intenta lincharlo. Crónica sublima el hecho y titula: "El pueblo intentó linchar al monstruo". La Razón compite con su colega buscando reportajes, opiniones, otros impactos.

Se crea tal confusión que a cinco días de detenido Robledo, es difícil averiguar cuántos son, realmente, los crímenes que ha cometido.

Los médicos policiales revisan al acusado y existe la impresión de que su desequilibrio no le servirá para eludir la condena a cadena perpetua. Los especialistas esbozan explicaciones contradictorias. Ninguna de ellas sirve para determinar las causas que llevaron a un joven de 20 años a aniquilar por la espalda a quienes se cruzaban en su ansioso camino hacia el éxito.

No sirven porque Robledo Puch no es un objeto sobre el que los profesionales de la medicina puedan improvisar teorías tejidas a la distancia. El es un ser humano, y no es posible diagnosticar desde un consultorio la enfermedad de un hombre que espera sentencia en un calabozo.

Para elucubrar un psicodiagnóstico aceptable, es necesario convivir con el paciente. Practicar, por ejemplo, los test de Rorschach, de Murray, de Bender, de Phillipson o de Weiss. Eso lo ordenará seguramente el juez Víctor Sasson mientras algunos profesionales siguen desmenuzando las lacras de Robledo, de toda la sociedad. Este criminal ha pasado a ser un apetitoso elemento de consumo. ¿Cuál es la enfermedad de Robledo? ¿Cuál la de quienes lo rodean? ¿Qué sentido tendría aplicar la pena de muerte a un enfermo?

Nunca un caso criminal conmovió tanto a la sociedad argentina. Durante varios días toda actividad política, deportiva, artístíca, pasó a segundo plano ante una evidencia: en Buenos Aires, un muchacho puede por si solo quebrar todas las barreras de seguridad, matar y robar sin que la justicia lo alcance hasta que la tragedia haya abrazado a muchos.

La sociedad argentina no acepta la pena capital. Lo que parecería común en Estados Unidos, causa sorpresa y estupor aquí. La policía, que ha dedicado sus mayores esfuerzos a la detención de guerrilleros, a los que denomina "delincuentes políticos", da la impresión de ser vulnerable frente a quien ni siquiera es un profesional, sino un psicópata.

Muchos han querido cuestionar, a través de Robledo Puch, a toda una sociedad. Otros piensan que se trata de un caso aislado, de un hombre desesperado.

Sea como fuere, Robledo Puch desnuda la apetencia arribista de algunos jóvenes cuyos únicos valores son los símbolos del éxito: "Un joven de 20 años no puede vivir sin plata y sin coche", ha dicho el acusado. El tuvo lo que buscaba: dinero, autos, vértigo; para ello tuvo que matar una y otra vez, entrar en un torbellino que lo envolvió hasta devorarlo. Cuando mató al primer hombre, Robledo Puch ya se había aniquilado a sí mismo.

Fuente: Editorial Revista Tres Puntos, Bs. As., 1999



 

La California Argentina

Por Osvaldo Soriano

Ahí va Hipólito Bouchard, viento en popa y cañones limpios, a arrasar la California donde no están todavía el Hollywood del cine ni el Sillicon Valley de las computadoras. Lleva como excusa la flamante bandera argentina que ha hecho reconocer en Kameha-Meha, aunque los oficiales de su estado mayor se llamen Cornet, Oliver, John van Burgen, Greyssa, Harris, Borgues, Douglas, Shipre y Miller.

El comandante de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás Espora son de los pocos criollos a bordo. Entre los marineros de la Argentina" y la "Chacabuco" van decenas de maleantes recogidos en los puertos del Asia, 30 hawaianos comprados al rey de Sandwich, casi un centenar de gauchos mareados y diez gatos embarcados en Karakakowa para combatir las ratas y pestes.

Al terrible Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la indisciplina: sabe que algunos de los desertores que habían sublevado la Chacabuco" en Valparaíso se han refugiado en la isla de Atoy y quiere darles un escarmiento. Manda a José María Piris que se adelante a bordo de una fragata de los Estados Unidos e intime al rey que protege a los rebeldes.

Antes de partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los revenden, dan una fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas: corre el alcohol, se desatan las lenguas y un irlandés con pata de palo comenta, orgulloso, la intención argentina de bombardear la California. El capitán de los piratas anota: en la bodega lleva doce cañones recién robados, y se adelanta con la noticia a Monterrey -la capital de California-, podrávenderlos a cinco veces su precio. El rey de Atoy no sabe donde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó hablar de la nacionalidad argentina y teme una represalia española. Piris lo amenaza con la cólera del infierno, y el rey, por las dudas, hace capturar a los sublevados entre los que se encuentra el cabecilla. El comandante duerme en la playa y cuando divisa los barcos de Bouchard se hace conducir el bote para dar la buena nueva.

El francés desconfía: en la entrevista con el rey comunica la sentencia de muerte para los asilados en Atoy y trata, como en Karakakowa, de hacer reconocer la soberanía argentina. El rey se insolenta y dice, muy orondo, que los prisioneros se le han escapado.

"Comprometidos así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en mi buque, fue necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus Memorias. En realidad, basta con amagar. El rey manda un emisario a parlamentar a la "Argentina" y lleva a los prisioneros a la playa. Bouchard baja, arrogante y triunfal, les lee la sentencia y ahí nomás fusila a un tal Griffiths, cabecilla del amotinamiento. A los otros los conduce al barco y les hace dar "doce docenas de azotes". El 22 de diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que los norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard traza su plan: pone 200 hombres de refuerzo en la corbeta "Chacabuco", les hace enarbolar una engañosa bandera de los Estados Unidos y la manda al frente a las ordenes de William (o Guillermo) Shipre. Ya nadie recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar cualquier cosaantes de ir al ataque. Están calentándose los pechos cuando advierten que cesa el viento y la "Chacabuco" queda a la deriva. Desde el fuerte le tiran diecisiete cañonazos y no fallan ninguno. La "Chacabuco" empieza a naufragar en medio del desbande y los gritos de los heridos. Shipre se rinde enseguida. "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver arriar la bandera de la patria".

Todo es desolación y sangre en la "Chacabuco" pero Bouchard no quiere pasar vergüenza en Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución han autorizado a más de sesenta buques corsarios para que recorran las aguas con pabellón celeste y blanco y las presas capturadas son más de cuatrocientas. De pronto, la joven nación esta asolando los mares y las potencias empiezan a alarmarse. Todavía hoy la Constitución argentina autoriza al Congreso a otorgar patentes de corso y establecer reglamento para las presas (art. 67, inc. 22).

Los pobres españoles de California no tenían un solo navío para su defensa. Bouchard ordena trasladar a los sobrevivientes de la "Chacabuco" a la "Argentina" pero abandona a los mutilados y heridos para que con sus gritos de espanto distraigan a los españoles. Al amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria, Bouchard comanda el desembarco con doscientos hombres armados con fusiles y picas de abordaje. Lo acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero esperan repartirse un botín considerable. A las ocho de la mañana, después de un tiroteo, la tropa española abandona el fuerte y retrocede hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte piezas de artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios formen en el patio mientras hace izar la bandera. Sin embargo el capitán no esta contento. Quiere que en el mundo se sepa de él, que le paguen la afrenta de la "Chacabuco". Arenga a la tropa enardecida y la lanza sobre la población aterrorizada. Los marinos de Sandwich son implacables con la lanza y la pistola; otros tiran con fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el fuego a discreción. Dicen los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a la población de origen americano y es feroz con la española. Difícil es saber cómo hizo la diferencia en el vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta los cimientos. También el cuartel y el presidio. Las casas son incendiadas y la Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso infierno de llamas y lamentos. Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos piezas de artillería de bronce para presentar en Buenos Aires con las barras de plata que encuentra en un granero.

Durante seis días, sobre los escombros y los cadáveres, flamea la bandera argentina. Los prisioneros liberados de la cárcel ayudan a reparar la Chacabuco" mientras los soldados arman juerga sobre juerga con las aterradas viudas de España, episodios que las historias oficiales eluden con pudor.

Tanto escándalo arman Bouchard y los suyos en el norte que el Departamento de Estado norteamericano -cuenta el historiador Harold Peterson- "dio instrucciones a sus agentes para que protestaran vigorosamente contra los excesos cometidos con barcos que navegaban bajo la bandera y con comisiones de Buenos Aires". Sin embargo, recién en 1821, con Rivadavia como ministro de guerra, los Estados Unidos obtendrían un decreto de revocación de las patentes de loscorsarios: "En su forma literal -dice Peterson-, este decreto representaba una entrega total a la posición por la cual Estados Unidos había luchado durante cinco años".

Para entonces, Bouchard ya había quemado toda California. Después de destruir Monterrey arrasa con la misión de San Juan, con Santa Bárbara y otras poblaciones que quedan en llamas. El 25 de enero de 1819 bloquea el puerto de San Blas y ataca Acapulco de México. En Guatemala destruye Sonsonate y toma un bergantín español. En Nicaragua, por fin, se echa sobre Realejo, el principal puerto español en los mares de Sur, y se queda con cuatro buques españoles cargados con añil y cacao y 27 prisioneros. Esa fue su última hazaña. Al llegar a Valparaíso, maltrecho por el ataque de otro pirata, Bouchard reclama la gloria pero lo espera la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio de Chile, lo acusa de piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros capturados. Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes, un vecino arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad he entrado a los puertos de Chile con el preciso designio de auxiliar a sus expediciones". Sobre las torturas ordenadas, se defiende así: "Que se pregunte por el trato que recibieron los tripulantes chilenos del corsario chileno Maipú u otro de Buenos Aires que, luego de apresado, entró a Cádiz con la gente colgada de los penoles".

Pasa apenas cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a las ordenes de San Martín y le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia, reblandecido por dos hijas a las que apenas había conocido, se pone a las ordenes de Perú y en 1831 se retira a una hacienda. En 1843, un mulato harto de malos tratos lo degüella de un navajazo. Es una muerte en condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y tropelías, no consignan ese indigno final.


El Negro de París

Por Osvaldo Soriano

Imagen: Soriano, su hijo Manuel y el gato siemés

(Cuento infantil)

El Negro es un gato tranquilo, distante, tosco a veces, sin ser grosero. Mi papá y yo fuimos a buscarlo una tarde a la Sociedad Protectora de Animales de París. Habíamos llegado tiempo atrás a Francia, y yo me sentía muy solo, sin entender por qué habíamos dejado Buenos Aires con tanto apuro. Mi papá y mi mamá me explicaron muchas veces que corríamos peligro mientras los militares gobernaran en el país y que sería mejor que yo creciera y fuera a una escuela en un lugar donde me enseñarían a vivir en libertad. Cuando nos fuimos de Buenos Aires no tuvimos tiempo de llevarnos nuestras cosas; yo tuve que dejar un triciclo y un largo tren eléctrico que hacía marchar entre montañas, bosques y ríos que cabían sobre la mesa del comedor. Pero lo que más me dolió fue dejar a Pulqui, que dormía conmigo hecha una bolita tibia, acurrucada entre mis piernas, hasta que me despertaba a la mañana, siempre a la misma hora, para ir al colegio. Cuando llegó el momento de ir a tomar el avión, mi tío Casimiro vino a buscarla y me dijo que no estuviera triste, que él la cuidaría y cuando volviéramos iría con ella a buscarnos al aeropuerto. Me lo prometió, esperó que la acariciara un rato y después la metimos en una canasta de mimbre. La oí maullar mientras mi mamá me abrazaba y me apretaba muy fuerte y me decía que pronto volvería a verla. Llegamos a Francia y tuve que hacer nuevos amigos que hablaban un idioma cantarín y engolado que al principio no entendía. Todo era nuevo para mí: el idioma, pero también la nieve, las calles que terminaban enseguida y si uno doblaba una esquina, se perdía, porque en París es imposible dar la vuelta a la manzana. Les muestro el plano de mi barrio y díganme ustedes cómo harían para ubicarse en este enjambre de callecitas. ¡Lindo lío! No sé cómo se las arreglará el cartero para ir y venir por ese jeroglífico, pero de vez en cuando traía una carta de mi tío Casimiro para papá y mamá y una foto de Pulqui para mí. Pero la foto no me bastaba. Yo quería acariciarla y jugar con ella, y tanto la extrañaba que un día mi papá me propuso que le buscáramos un amigo. Un lindo gato que pudiera recorrer las calles de París sin perderse y que alguna vez llevaríamos con nosotros a la Argentina para que se reuniera con Pulqui y le contara cómo es esta ciudad vista desde los techos. Entonces una tarde fuimos en ómnibus a la Sociedad Protectora de Animales y encontramos al Negro. Había muchos gatos y perros y gente que los miraba y hablaba. Daban lástima, ahí encerrados esperando que alguien viniera a buscarlos. Yo hubiera querido llevármelos a todos, perros y gatos, pero tenía razón mi mamá cuando me dijo que no había lugar en casa para todo el mundo. Nuestro departamento era muy chiquito y hubiera sido un lío tenerlos a todos sobre la cama, sobre el ropero, en la bañadera y hasta en los cajones de los armarios. Así que estuvimos mirando hasta que vi al Negro. Estaba sobre un tronco largo que atravesaba la jaula, echado, con la mirada distante como si soñara. No bien lo vi con esos ojos redondos como cacerolas y esos bigotes largos como cañas de pescar, me pareció que lo conocía de toda la vida. Me dije que a Pulqui le gustaría que le lleváramos un amigo así. Lo llamé a través del alambre, mish, mish, mish, mishmish, y tardó un rato en mover la cabeza y mirarme como diciendo: “Callate, no hagas el ridículo ¿querés?” De modo que cerré la boca, sonreí, lo señalé con el dedo y le dije a mi papá: -Ese todo negro, llevemos ese que tiene cara de zonzo. Lo traté de zonzo a propósito, como para que viera que no me iba a impresionar con su mirada de arrogancia. Yo los conozco muy bien a los gatos, que como se saben gráciles y hermosos quieren impresionar a la gente con la indiferencia y la coquetería. En el fondo son unos tímidos holgazanes que no saben vivir solos como los leones, o los elefantes, o los pájaros. Nos lo entregaron en una caja de cartón a la que sólo le faltaba el moño. Como los franceses son muy prolijos, nos dieron su cédula de identidad en la que figuraba su nombre que ya no recuerdo y que él no respondía. También su certificado de vacuna y un papelito que decía que lo habían encontrado perdido en la calle y que tenía seis meses de edad. Mientras íbamos en el taxi hice la cuenta: estábamos en junio, y si el Negro –yo ya lo llamaba así- tenía seis meses quería decir que había nacido, como yo, en enero. Decidí, entonces, que cumpliéramos años el mismo día. De esa manera, cuando mis papás me hicieran la fiesta de cumpleaños yo tendría que invitarlo a soplar conmigo las velas de la torta y hacerle un regalo como para un gato. En poco tiempo de juegos y miradas que valían más que palabras, me di cuenta de que el Negro tenía un carácter calmo, distante, rudo cuando se lo molestaba, aunque nunca llegó a ser grosero. Cuando venían visitas, por ejemplo, echaba una mirada a la gente y si advertía que iban a hablar de cosas aburridas me miraba y con los ojos me decía: “Vámosnos a otra pieza, que estos son unos plomos”. Y nos íbamos a jugar o a charlar a otro lado. Yo no hablaba con él como hacían los otros chicos, o como mi papá y mi mamá. Nos bastaban gestos, guiños, miradas, movimientos de la cabeza. A veces agregábamos una palabra o un maullido para subrayar, pero en general no hacía falta. Los gatos tienen un lenguaje que no comprenden quienes no aceptan el misterio. A medida que pasaron los años fuimos aprendiéndonos mejor. El Negro salía por las noche y a veces volvía débil y mal entrazado. Traía los bigotes desaliñados y algunos rasguños que le quedaban de una pelea, tenía amores temporarios y tormentosos que a veces lo ponían de mal humor, pero cuando pasaba el tiempo de celo volvía a ser amable y cariñoso y se quedaba a dormir en mi cama, apretado a mí, como antes solía hacerlo Pulqui. Estaba impaciente por conocerla, y hasta un poco celosote saber que no era el único gato que contaba en mi vida. Entretanto yo había aprendido a hablar y escribir en francés y tenía buenas notas en la escuela. Lentamente, sin darme cuenta casi, Buenos Aires empezó a ser para mí una curiosidad que mis padres nombraban con pasión y a veces con miedo. Mis amigos del colegio no sabían nada de la ciudad en la que yo había nacido. Desconocían el mate, las pastillas de menta, los clásicos entre Boca y River, la factura, la planta de ruda, el dulce de leche, el guardapolvo blanco de la escuela, la campaña de San Martín y las tortas fritas. También yo empezaba a olvidarme de aquel mundo lejano. Pulqui era un recuerdo lejano plasmado en una foto y empezaba a darme cuenta de que quizá podía vivir sin ella y ella sin mí. Por supuesto que me encantaba la idea de poder volver a verla y jugar con ella. De presentarle al Negro e imaginar que saldrían juntos a retozar por los patios, las veredas y los techos. Cuando a fines del 1983 los argentinos restauraron la democracia, mi papá y mi mamá hablaban todos los días de volver a Buenos Aires. Decían que había que regresar para hacer un lindo país, una nación donde yo, que estaba terminando la escuela, pudiera vivir en libertad, con justicia y sin miedo. Para que nunca tuviera que irme como ellos. Por las noches, mi papá desplegaba un gran mapa de la Argentina sobre la mesa y me contaba cosas que yo no había aprendido en el colegio francés. Recorría con su gran dedo índice ese triángulo que se terminaba en la Antártica y me contaba de las provincias cálidas de la mesopotamia, de Cuyo y de la Patagonia fría y rica. Me relataba las batallas de la Independencia, me hablaba de la Primera Junta, de Moreno, de Belgrano, de San Martín, de Rosas, de Sarmiento, de Irigoyen y de Perón. Empezó a darme algunos libritos que al principio me aburrían, pero como él me explicaba con infinita paciencia y a veces hasta me hacía reír, fui leyéndolos y aprendí desde muy lejos a conocer el país en que había nacido. No había en la Argentina dragones, ni elefantes no leones de gran melena; pero había tigres de los llanos, peludos gorilas, salvajes unitarios, caciques y hombres de a caballo. Poco a poco, mi papá me fue contando una historia larga de desalientos y de utopías y me decía que yo debía heredar, sobre todo la esperanza. Mientras mi papá me hablaba, el Negro nos miraba como si la conversación le interesara. De vez en cuando le acariciábamos la cabeza o le rascábamos el cogote, bajo la trompa, y podíamos oírlo ronronear. Poco a poco empecé a soñar con ese país misterioso y mío que mi papá y mi mamá me hacían revivir todas las noches. No era tan extraño y ajeno como el de Sandokán, ni tan fantástico como el de Tarzán, ni había en él islas con tesoros escondidos. Pero era el mío y ahora podíamos volver y mi curiosidad se había despertado. A veces, antes de dormir, pensaba en cordilleras nevadas, tierras rojas, llanuras interminables y guardapolvos blancos.

Una de esas noches, el Negro se echó a mi lado, juntó las patitas delanteras bajo la trompa, tiró los bigotes hacia atrás y me dijo con un abrir y cerrar de ojos que había una manera de mirar sobre el mar y ver mi país y así palpitarlo antes de volver definitivamente. Me sorprendí, sabedor de las bromas que el gato pícaro solía hacerme a esas horas. “No –me insistió-, no bromeo. Puedo mostrarte el mundo entero si te animas a subir conmigo alto, muy alto.” Y así emprendí la gran aventura de mi vida. Una aventura que ahora me animo a contar y que todavía me parece haber soñado, porque todavía siento mi respiración agitada, mi corazón que salta de emoción y mis ojos que se abren, enormes, para ver del otro lado del mar. La primera vez que salimos no llegamos muy lejos porque se me ocurrió entrar en un bar (en París los llaman bistró) donde vendían chocolatines y tuvimos que salir corriendo perseguidos por una manada de perros que nos tiraban tarascones a centímetros de las nalgas. Resulta que en Francia los kioscos están dentro de los bares. No son tan surtidos como los argentinos, pero en algunos hay chicles y chocolates con almendras que a mí me gustan tanto… El Negro, en cambio, no quiere saber nada con eso y prefiere el pescado, que a mí, la verdad, no me va ni me viene. Tengo que confesar que el Negro me avisó que no entrábamos porque esos lugares suelen ser peligrosos. Pero como los gatos siempre exageran, insistí, lo tomé entre los brazos, abrí la puerta de un empujón, como John Wayne, y entré. Entonces me di cuenta que el Negro tenía razón. Adentro, al calorcito de la estufa, había una docena de perros de todo tipo, tamaño y color esperando que sus dueños terminaran el aperitivo. Al verlo al Negro saltaron y empezaron a rascar el piso con las patas. Gruñían feo, sacaban la lengua y ladraban a coro. Eso de que perro que ladra no muerde: es un invento de ellos para que uno no salga corriendo. ¿Qué hizo el Negro, acosado y en inferioridad de condiciones con sus cuatro kilos inmovilizados entre mis brazos? Lo primero fue llamarme estúpido y otras cosas más. Después agachó las orejas, infló la cola y mostró los cuatro lustrosos colmillos como si fueran clavos de carpintero. Yo me asusté un poco porque me di cuenta que estaba todo complicado y la íbamos a ligar. La puerta se había cerrado y ya no había tiempo para correr. Estábamos acorralados entre el mostrador y los perros, que se parecían a esos que se ven en la televisión en las películas de terror. El Negro me miró, movió los bigotes y me hizo señas de que lo dejara sobre el mostrador. Había sacado una uñas que parecían garfios, cosa de impresionar un poco a la concurrencia. Lo puse entre unas botellas y un cenicero y me hice a un lado temiendo que los mastines me hicieran añico los pantalones. Los parroquianos manotearon sus copas en un desesperado intento de salvar las últimas gotas de vermut y se fueron hacia la pared como para ver el espectáculo desde la platea. En sus miradas había una clara simpatía por el batallón de perros que rugían y movían sus cabezas como si no supieran por quién empezar, si por el Negro y por mí. Eran perros amaestrados, como esos que tiene la policía. El más fiero era uno modelo alemán que respondía a un tipo grandote, de campera negra travesada por dos calaveras, que estaba jugando con la máquina tragamonedas. El grandote le decía: “Vaya, como, vaya” y se divertía a lo loco. El Negro, entretanto, se paseaba por el mostrador, la pelambre toda inflada, sin perder de vista a sus adversarios. De vez en cuando, para fingir que el asunto no merecía toda su atención, levantaba una pata y le daba un par de lamidas como si fuera un helado. Yo estaba bastante julepeado, tengo que confesarlo, y si hubiera podido salir corriendo a buscar a mi papá para que nos diera una mano. Por fin uno de los perros cargó como si estuviera en la caballería. Era un cuzquito de nada. Saltó, más por hacer pinta que por morder, y recibió un zarpazo debajo del morro que lo hizo volver gritando a la retaguardia. Hubo un estupor en la concurrencia. Yo pegué un grito. -¡Vamos, Negro, nomás! –Y el gato me miró de reojo como diciendo “No me hablé al tiro, compañero”. La gente empezó a hacer comentarios desagradables para el chico extranjero que había venido a arruinarles el aperitivo. Que “que tiene que hacer un pibe a estas horas en la calle”, y todas esas cosas. El Negro, bastante agrandado, saltó a una mesa vacía, olió el salero al pasar, como si de pronto se hubiera olvidado de los perros y luego volvió a inflarse. Un petiso bigotudo, con una boina metida hasta las orejas, dijo que ya era hora de terminar con el asunto y dio la orden a su doberman para que se lanzara al ataque. Yo trate de explicarle, desesperado, la diferencia de tamaño y de animal, pero no hubo caso.

El petiso dio un grito y el perrazo salió como un cohete. Cuando saltó tenía la boca muy abierta y le corría la baba entre los colmillos. El Negro se echó para atrás, arqueado como un jugador de tenis, y le tiró un derechazo de arriba hacia abajo. El perro, que empezaba a elevarse en el salto, se quedó en la mitad de camino, ensartado por la nariz. Cayó sentado, un poco ridículo, y me dio lástima verlo tan incómodo. Otro con la trompa cuadrada, atropelló con un aullido largo y quiso subir a la mesa. El Negro se movió como un relámpago, bufó, se hizo a un lado, y sacó un zurdazo que dio justo en el morro del rival. El salero rodó y cayó sobre la cabeza de un perrito color canela. El Negro dio un salto para ir a otra mesa ubicada cerca de la pared, pero el patrón del bar, hombre sin escrúpulos, se la apartó de un tirón. El pobre Negro cayó al suelo como una pera madura y vio que el asunto se le ponía feo. El doberman no se hizo esperar y le tiró un tarascón que le arrancó un mechón de pelos del lomo. Para esquivarlo el Negro hizo una gambeta y derrapó como una moto. Desesperado me precipité hacia la puerta y la abrí de un tirón. El Negro amagó arrancar para el otro lado, hizo una finta y picó para la salida. No sé quién ganó la calle primero, si él o yo, pero los perros nos seguían pisándonos los talones y la gente del bar se asomó para ver la cacería. Corrimos cono avestruces hasta que vimos un paredón que debía tener dos metros de alto. El Negro, que corría delante, dio vuelta la cabeza para avisarme que había que hacerlo o estábamos perdidos. Así que saltamos juntos, a la desesperada, con el malón husmeándonos los tobillos. Fue como si de pronto fuéramos dos los gatos y un solo miedo. Llegamos al borde del paredón y estuvimos haciendo equilibrio un rato, resoplando, mientras el viento frío nos acariciaba los pelos; porque yo era un gato de albañal, como el Negro, y me sentía allí arriba como por encima del mundo. A salvo. Nos miramos y sonreímos. Me di cuenta, mientras caía la noche, que desde entonces los techos no tendrían secretos para mí. Ya podía hacerlo. Ya podía subir hasta las nubes y ver la Argentina a través del mar. Esa noche dormí profundamente, y al día siguiente, en el colegio, permanecí callado y sonriente cuando mis amigos contaban durante el recreo sus pequeñas aventuras de fin de semana. Esperaba impaciente un sábado que sería inolvidable. Y por fin, el día llegó. Hacía frío y nevaba, lo que me hizo temer que no pudiéramos salir de casa. El Negro estuvo todo el día dormitando, serio, al lado de la estufa. Mi papá y mi mamá dijeron que irían al cine. Yo no quería ocultarles nada, pero el Negro me dijo que le contara más tarde, para no alarmarlos. En París, el invierno es muy riguroso y a las cuatro de la tarde ya está oscuro. El frío y la nieve habían vaciado las calles, así que salimos por la ventana de mi habitación y caminamos hacia una chimenea desde donde podíamos ver las luces de mi vecindario. El calor del humo derretía la nieve y un hilo de agua corría por la canaleta hacia el desaguadero. Para mí era un mundo fascinante y desconocido: el reino de las alturas. El Negro, con aire siempre distraído, oteaba el horizonte gris balanceando los bigotes y las delgadas antenas de la frente. De vez en cuando la brisa depositaba sobre las tejas nevadas una hoja seca o una pluma de paloma azul.

Miré los contornos de los edificios y las pesadas sombras de la tormenta. Me pregunté cómo sería posible ver, en una noche así, más allá de lo que podían percibir mis pobres ojos de expedicionario del tejado. -¿Ahora vamos? –pregunté mientras me apretaba contra la chimenea y cerraba mi campera hasta el cuello. “No tengas miedo –contestó el Negro con una mirada que brillaba como dos diamantes-. Vamos a pasear un rato. Vení, seguime”. Y allí fuimos, de techo en techo, bordeando antenas y saltando paredes, en dos patas, en cuatro, dando saltos gigantescos y cayendo siempre parados en abismos de luces y sombras. Adelante, el Negro me hacía señas para que nos ocultáramos para que no demoráramos en riñas inútiles con otros gatos. Escondido en el recoveco de alguna puerta, yo no podía contenerme de lanzar, de cuando en cuando, un “Miauuu, miauuu”. Cruzamos un puente largo. La larga caminata o el pelo que ya me estaba creciendo, me había quitado el frío. El Sena bajaba de un color marrón salvaje y sacudía las barcazas en los embarcaderos. Levanté la cabeza y vi, frente a nosotros, la torre que mis papás me habían traído a ver muchas veces; la de las tarjetas postales, la mole gris, el coloso de acero diluido por la neblina y la nieve. La torre Eiffel. En la escuela me habían enseñado que tenía 300 metros de alto, así que inmediatamente pensé que el Negro estaba más loco que una cabra si pensaba hacerme seguir. Iba a decírselo cuando me maulló para avisarme que me agachara y lo mirara fijamente a los ojos. Así estuvimos un rato largo, como hipnotizados, ajenos a la nevisca, solos en medio de ese inmenso parque que los franceses llaman Campo de Marte. Hasta que de pronto todo se iluminó. Se hizo primero una inmensa luz blanca que me encegueció por un instante. Luego, de a poco, como esas fotos de polaroid que empiezan a asomar imperceptiblemente de la nada los colores empezaron a brotar de todas partes. Una intensidad de verdes, rojos y amarillos, ocres y celestes repintaron el paisaje y los árboles en los canteros y la torre gris se irguió y mi corazón empezó a golpear como si fuera a escapárseme por la boca. Las hadas y los duendes, si existen, estaban allí y bailaban en los ojos desmesurados de mi gato negro. La noche se había hecho día, ágil, sutil como el polen o el rocío. No podía hablar. No podía detenerme a pensar ni a buscar explicaciones. Miré al Negro y lo vi correteando detrás de un colibrí. Trataba de hacer como si todo fuera simple, como si su don de transformar el mundo fuera parte de sus habilidades naturales. Me hizo un gesto para que lo siguiera y empezamos a subir por la escalera de la torre. En el segundo piso, donde hay un restaurante, nos detuvimos a escuchar una melodía muy dulce y a través del vidrio vimos que todos los linyeras y los pordioseros de París se habían sentado en una larga mesa y comían manjares de reyes mientras reían y bromeaban en un idioma ininteligible y a los pies de cada uno dormitaba un gato atorrante. “Hoy es el día de los deseos que se cumplen”, comentó el Negro con un movimiento de cabeza, y me pareció que sonreía. Cuando llegamos al último y más largo tramo de la torre, sentí que el mundo se movía a mis pies. Era como estar parados en la copa de un árbol sacudido por el viento. Me agarré de una de las vigas de acero y miré el esplendor de París. Tuve un breve mareo y el zarandeo de la torre que a esa altura se sacudía como si tuviera la tos convulsa. “¿Se puede subir a tu obelisco?”, preguntó el Negro, y sin estar muy seguro le dije que sí. Al regresar se lo preguntaría a Pulqui. Saltamos de una viga a la de más arriba; yo trepaba junto al hueco del ascensor y el Negro se aferraba a la cara exterior de la torre. A pocos metros de la cima nos detuvimos para recuperar el aliento y cambiamos una mirada de complicidad. Por fin, saltamos hasta lo más alto y entonces sentí que el mundo estaba a nuestros pies. “Fijate, podemos conocer todos los países sin movernos de aquí –me susurró el Negro-. Allá está la Argentina, ¿ves? ¡Allá, allá, bajo la Cruz del Sur”. Sus ojos se inflaron y las estrellas aparecieron en el cielo sobre un paisaje que tenía la misma forma que los mapas que tantas veces me había mostrado mi papá. De pronto, como si algo se desplazara sobre el mar, una constelación de edificios, avenidas y parque se desplazó hacia nosotros hasta quedar casi al alcance de mis manos. Entonces reconocí la calle Corrientes y la Plaza de Mayo, los colectivos y los coches como en una fotografía agrandada y viva. En Villa Devoto estaba mi casa; más allá, en Liniers, la de mis tíos, donde debiera estar Pulqui. De pronto volvieron a mí los olores de las acacias, el sabor de los turrones y un torbellino de imágenes y recuerdos de cuando era muy chico y todavía no iba a la escuela. Vi, de golpe, a mi tío que salía a la vereda. Lo llamé, le grité hasta que el Negro me dijo que no podía oírme, que estábamos muy lejos y que eran sólo nuestros ojos los que se habían acercado a mi barrio. Yo estaba muy excitado y quise mirar por una ventana para ver a Pulqui, para presentársela al Negro. Allí estaba en el living, persiguiendo un ovillo de lana, sin imaginarse que yo podía verla. “Es hermosa”, dijo el Negro, relamiéndose. -¿Ella puede hacer lo mismo que vos? –pregunté con ansiedad. “Todos los gatos podemos hacerlo”. -¡Mirá! Aquella es la cancha de Boca ¿Vamos a venir a mirar cuando están jugando?“No, como lo vamos a ver desde aquí que es tan incómodo dijo el Negro-; vamos a ir a la cancha, porque entonces vamos a estar en Buenos Aires. Quiero decir… si me llevan…” Lo tomé en mis brazos, le acaricié la cabeza y nos quedamos un largo rato mirando Buenos Aires. -Tengo tantas ganas de volver… -dije. “Ya lo sé. Por eso te traje, para que vieras el lugar donde naciste y donde te vas a hacer grande”. -¿Te gustan esos techos? –le pregunté. “No están mal. Son menos peligrosos que los de aquí. Vos decís que en Buenos Aires voy a comer carne de verdad, ¿no?” -Te lo prometo. Eso sí, vas a tener que viajar en avión sin maullar ni hacer lío… “No te preocupes, voy a dormir todo el viaje. Bueno, ahora tenemos que volver porque tus papás deben de estar por llegar a casa. -¿Les puedo contar lo que hicimos? “Claro que se lo podes contar. Total no te lo van a creer” -¿Y si los traes a ellos también? “No. A la gente grande le falta imaginación. ¿Vamos? -Vamos. En casa no dije nada. De vez en cuando, con el Negro, nos hacíamos un guiño de complicidad. Esa noche, mi papá me mostró un libro con fotos de Buenos Aires. Cuando lo cerró se sacó los anteojos y me dijo: -Ya vas a ver cuando veas el botánico, el zoológico. Creo que te va a gustar vivir allá. Esa noche soñé que Pulqui y el Negro me llevaban a ver París desde el puente más alto y negro que hay en La Boca. Por encima del río, más allá de un mar inmenso, vimos la gran torre y en la punta estábamos nosotros mirando para aquí como ahora nos miramos para allá.



 

El muerto inolvidable

Por Osvaldo Soriano

Se llama Mereco mi muerto inolvidable. Para mí su viejo Ford nunca termina de desbarrancarse de una quebrada puntana, bajo una suave garúa que no amaina ni siquiera cuando vamos con mi padre rumbo a su velorio. ¿Cómo puede ser que Mereco esté muerto si hace cuarenta años que yo lo llevo en mí, flaco y alto como un farol de la plaza?

Cuando mi padre se descuida me acerco al ataúd que está más alto que mi cabeza y un comedido me levanta para que lo vea ahí, orondo, machucado y con la corbata planchada. La novia entra, llora un rato y se va, inclinada sobre otra mujer más vieja. Hay tipos que le fuman en la cara, toman copas y otro que entra al living repartiendo pésames prepotentes y se desmaya en los brazos de la madre.

Después vinieron otros muertos considerables, pero ninguno como él. Recuerdo a un colorado que me convidaba pochoclo en el colegio y lo agarró un camión a la salida. También a un insider de los Infantiles Evita que nunca largaba la pelota y se quedó pegado a un cable de la luz. Pero aquellos muertos no eran drama porque nosotros, los otros, nunca nos íbamos a morir. Al menos eso me dijo mi padre mientras caminábamos por la vereda, a lo largo de la acequia, cubiertos por un paraguas deshilachado. Casi nunca llovía en aquel desierto pero en esos días de comienzos del peronismo se levantó el chorrillero, empezó a lloviznar y Mereco no pudo dominar el furioso descapotable negro en el que yo aprendí a manejar.

Por mi culpa mi padre estaba resentido con él y sólo de verlo muerto podía perdonarle aquel día en que lo llevaron preso. Salimos del velorio por un corredor y cruzamos un terreno baldío para llegar al depósito de la comisaría. El Ford A estaba en la puerta, aplastado como una chapita de cerveza. Mi padre iba consolando a otra novia que tenía el finado y ya no se acordaba de mí. Pegado a la pared para que no me viera el vigilante, me acerqué al amasijo de fierros y alcancé a ver el volante de madera lustrada. Seguía reluciente y entero entre las chapas aplastadas. También estaba intacta la plaqueta del tablero con el velocímetro y el medidor de nafta. Marcaba en millas, me acuerdo, y cuando íbamos a ver a su otra novia, Mereco lo levantaba a sesenta o más por el camino de tierra. Nadie sabía nada. Mi padre creía que yo me quedaba en la escuela y la novia de Mereco estaba convencida de que íbamos a buscar a mi padre que controlaba el agua en las piletas del regimiento. Entonces llegábamos a un caserío viejo que el coronel Manuel Dorrego había tomado y defendido no sé cuántas veces y Mereco me dejaba solo con el Ford A debajo de una higuera frondosa. Ésa era mi fiesta en los días en que Mereco no estaba muerto y el Ford seguía intacto. Me sentaba en su asiento, estiraba las piernas hasta tocar los pedales y el que iba a mi lado era Fangio anunciándome curvas y terraplenes.

Mereco no es un muerto triste. Tiene como veinticinco años y todavía lo veo así ahora que yo tengo el doble y he recorrido más rutas que él. Antes del incidente que lo enemistó con mi viejo, solía venir a casa a tomar mate y dar consejos. "Hágame caso, doble siempre golpeando el volante, don José", le decía a mi padre como si mi padre tuviera un coche con el que doblar. "En el culebreo suelte el volante hasta que se acomode solo", insistía. "Es un farabute", comentaba mi viejo mientras lo miraba alejarse con el parabrisas bajo y las antiparras puestas.

Nunca tuvieron un mango ni Mereco ni mi padre. Por las tardes, a la salida de la escuela, yo corría hasta la juguetería para mirar un avión en la vidriera. Era un bimotor de lata con el escudo argentino pintado en las alas. Mi madre me había dicho que nunca podría comprármelo, que no alcanzaba el sueldo de Obras Sanitarias y que por eso mi padre iba a cortar entradas al cine. Al menos podíamos ver todas las películas que queríamos. Pero en casi todas mostraban aviones y yo no me consolaba con recortarlos de las láminas del Billiken.

Una tarde entré a robarlo. Por la única foto que me queda de ese tiempo supongo que llevaría guardapolvo tableado, un echarpe de San Lorenzo y la cartera en la que pensaba esconder el avión. En el negocio había un par de mujeres mirando muñecas y el dueño me relojeó enseguida. Era un pelado del Partido Conservador que recién se había hecho peronista y tenía en la pared una foto del general a caballo. Busqué con la mirada por los estantes mientras las mujeres se iban y de pronto me quedé a solas con el tipo. Ahí me di cuenta de que estaba perdido. No había robado nada pero igual me sentía un ladrón. Me puse colorado y las piernas me temblaban de miedo. El pelado dio la vuelta al mostrador y me dio una cachetada sonora, justiciera. Nos quedamos en silencio, como esperando que el sol se oscureciera. ¿Qué hacer si ya no podía robarle el juguete? ¿Cómo esconder aquella humillación? Me volví y salí corriendo. Mi viejo estaba esperándome en la esquina con la bicicleta de la repartición. Tenía el pucho entre los labios y sonrió al verme llegar. "¿Qué te pasa?", me preguntó mientras yo subía al caño de la bici. Le contesté que me había retado la maestra, pero no me creyó. "¿No me querés decir nada, no?", dijo y yo asentí. Hicimos el camino a casa callados, corridos por el viento.

Una tarde, mientras iba en el Ford con Mereco, no pude aguantarme y le conté. Se levantó las antiparras y como único comentario me guiñó un ojo. Dos o tres días más tarde vino a casa con el plano de un nuevo carburador que quería ponerle al coche. Traía una botella de tinto y el avión envuelto en una bolsa de papel. "Lo encontré tirado en la plaza", me dijo y cambió de conversación. Mi padre se olió algo raro y a cada rato levantaba la vista del plano para vigilarnos las miradas. No sé por qué tuve miedo de que el pelado viniera a tocar el timbre y me abofeteara de nuevo.

Pero el pelado no vino y Mereco desapareció por un tiempo. Fue por esos días cuando a mi padre lo comisionaron para hacer una inspección en Villa Mercedes y me llevó con él en el micro. Un pariente del gobernador tenía una instalación clandestina para regar una quinta de duraznos, o algo así. Recuerdo que no bien llegamos el jefe del distrito le dijo a mi padre que no se metiera porque lo iban a correr a tiros. "¡Pero si la gente no tiene agua para tomar, cómo no me voy a meter!", contestó mi viejo y volvimos a la pensión. No me acuerdo de qué me habló esa noche a solas en el comedor de los viajantes, pero creo que evocaba sus días del Otto Krause y a una mujer que había perdido durante la revolución del año 30.

Todo aquello me vuelve ahora envuelto en sombras. Nebulosos me parecen el subcomisario y el vigilante que vinieron a la mañana a quitarme el avión y a echarnos de Villa Mercedes antes de que mi padre pudiera hacer la inspección. Tenían un pedido de captura en San Luis y nos empujaron de mala manera hasta la terminal donde esperaba un policía de uniforme flamante. Hicimos el viaje de regreso en el último asiento custodiados por el vigilante y la gente nos miraba feo. En la terminal mi padre me preguntó por lo bajo si yo era cómplice de Mereco. Le dije que sí pero me ordenó que no dijera nada, que no nombrara a nadie.

No era la primera vez que nos llevaban a una comisaría y mi padre se defendió bastante bien. Negó que yo hubiera robado el avión y responsabilizó al comisario de interferir la acción de otro agente del Estado en cumplimiento del deber. Era hábil con los discursos mi viejo. Enseguida sacaba a relucir a los próceres que todavía estaban frescos y si seguía la resistencia también lo sacaba al General que tanto detestaba. A mí me llevaron a casa, donde encontré a mi madre llorando. Al rato Mereco cayó en el Ford y nos dijo que lo acompañáramos, que iba a entregarse.

Cuando llegamos, mi padre ya se había confesado culpable y en la guardia se armó una trifulca bárbara porque Mereco también quería ser el ladrón y mi viejo gritaba que a él sólo le asistía el derecho de robar un juguete para su hijo. Como ninguno de los dos tenía plata para pagarlo, mi avión fue a parar a un cajón lleno de cachiporras y cartucheras. Al amanecer llegó el jefe de Obras Sanitarias y nos largaron a todos. Mi padre se negó a subir al descapotable de Mereco y le dijo que si aparecía otra vez por casa le iba a romper la cara. Fue la última vez que lo vimos antes del velorio. Se calzó las antiparras, saludó con un brazo en alto y ahí va todavía, a noventa y capota baja, subiendo la quebrada con aquel Ford en el que hace tanto tiempo yo aprendí a manejar.


El país sin Olmedo

El 5 de marzo de 1988, Alberto Olmedo murió al caer al vacío desde un balcón. Días después el escritor Osvaldo Soriano lo recordó con un texto memorable en Página 12: El país sin Olmedo.

Por Osvaldo Soriano

Cada vez que regreso al país espero encontrarme con malas noticias. Es una sensación vaga, insistente, que se me instala al abordar el avión. El lunes pasado, al volver de Italia, me encontré con que se había muerto Alberto Olmedo. El taxista que me llevó de Ezeiza a la Boca estaba de un humor sombrío y sólo habló para decirme que nuestras vidas ya no serían las mismas sin el cómico de los viernes.

Tal vez no sea para tanto, pero algo de eso hay. Esta nueva tristeza que se percibe en las calles se agrega a muchas otras, más tangibles, de estos años olvidables. Es como si de golpe la gente se hubiera quedado desamparada; sola en las gradas de un circo vacío.

¿Cómo ocurrió? Había tomado champán, dicen. Tal vez había probado blanca para remontar la noche. Parece que jugaba. Vaya a saber a qué jugaba el irresponsable cuando se salió del balcón: ¿a Tarzán que salta de liana en liana? ¿Al Capitán Piluso? ¿Al Yéneral González? ¿O tal vez al marido viejo, engañado y celoso?

Nunca se sabrá si estaba divirtiéndose antes de la última voltereta, pero al fin y al cabo fue coherente con su vida despreocupada: matarse de esa manera tiene algo de ridículo y desopilante, como todo lo suyo. Es un broche maestro para alguien que mezclaba todos los roles de la existencia con un talento inmenso.

Bruto, machista y grosero como era en la ficción (y tal vez también afuera de ella, si es que hay un afuera), uno de sus personajes postreros se llamaba Borges y no era casualidad. Otro, Rogelio Roldán, era el homónimo de un empresario de pompas fúnebres, y fue ese amigo quien el domingo pasado lo enterró de verdad.

Esta vez no apareció, como en 1976, aquel locutor oficial que anunciaba una muerte apócrifa. Era real la caída, casi una parábola de la otra, la de Alicia Muñiz, empujada por Carlos Monzón el mismo verano en la misma ciudad de balcones funestos. Monzón y Olmedo eran amigos y de la misma estirpe dudosa. Parece que uno se impresionó a su tiempo por lo del otro, pero sería demasiado atrevido asociar amigos, amaneceres, desamparos y desatinos.

Olmedo no era un intelectual y se intimidaba con ellos. Nunca hizo una buena película, ni siquiera deja una obra perdurable. Era tan simple y fugaz como la memoria o como una imagen de televisión. Tenía la codicia exagerada de los que vienen de muy abajo y temen perderlo todo.

Le gustaban la noche, los amigos y el champán, como a Carlos Gardel. A veces se entristecía y pensaba que tenía que hacer algo más que dinero. Una noche del otoño pasado, luego de separarse de su mujer, me llamó a las tres y media de la mañana, sin disculparse. Le parecía natural la hora, como me lo parece a mí. No nos conocíamos. O mejor dicho, él no se acordaba que hace unos años, la única vez que lo ví en persona, me había pedido que le tirara unos tomatazos para cerrar un sketch en el que hacía -sin éxito- el papel de un mal cómico.

Aquella madrugada me dijo que le había ido bien en Mar del Plata, que había 'ganado unos pesitos' y quería interpretar al cónsul de A sus plantas rendido un león. Estaba dispuesto a producir la película, a hacer algo digno, 'a pasar a otra cosa'. Le dije que ya había una coproducción en marcha y que habíamos pensado en él para hacer a Faustino Bertoldi, pero no me creyó. Le resultaba imposible imaginarse al lado de italianos y franceses de cartel internacional. Al fin de cuentas él venía de provincias (llamaba 'pueblo' a Rosario) y creía que era sólo un cómico de legua, un saltimbanqui de ocasión.

Me contó de sus jornadas agotadoras y luego no supe más de él. Cada viernes me divertía y me indignaba con sus peripecias repetidas hasta el hartazgo. Pensaba, y lo pienso aún, que con un buen guión ese hombre podía improvisar un universo diferente al imaginado por Dios. Como Fidel Pintos, aquel otro frustrado del que Olmedo aprendió la sutileza de lo grueso y el íntimo valor de los silencios.

Es una pena que la televisión no guarde aquellas imágenes de los años 60 y 70 que hoy todos -hasta los más jóvenes- creen haber visto. Las de Piluso, el aventurero que hizo soñar a una generación que luego intentaría el asalto al cielo; las de González, el general de pacotilla, inútil pero impetuoso, que anticipaba al Galtieri de las Malvinas.

En algún momento empezó a corromperse, igual que casi todos sus compatriotas, y su arte se volvió vulgar, degradante, fascistoide. Perdió el pelo, ganó mucho dinero y algunas mañas y repitió como letanías los instantes soberbios en los que había cambiado las reglas de la televisión. Su humor de bragueta le bastaba para hacernos reír. No buscaba la crítica, aunque a veces lograba hacernos sentir todo lo bajo que habíamos caído.

Días pasados, un croto de Barracas, apesadumbrado, me dijo que Olmedo 'salpicaba mierda', y creo que tenía razón: el doble lenguaje de la política lo aplicaba al sexo reprimido, a la bestialidad de un tiempo que lo obligó a resignar lo mejor de su talento por plata, mujeres y champán.

No tuvo oportunidad de hacer lo de Sordi, Coluche o Peter Sellers. Ni siquiera lo de Cantinflas. Era tan bueno como ellos, pero vivía aquí, con Romay, García, Goar Mestre y Carreras. Esa mediocridad era su pasión argentina, su destino sudamericano.

Una mediocridad compartida, sin más exigencias ni otro juez que las mediciones de audiencia. Y sin embargo, ¡qué grande era a veces! Qué justa su réplica, qué cómplice su mirada, qué sutil su gesto grosero. Entraba en la letrina y sacaba oro. No siempre, es cierto; pero nadie -salvo Fidel Pintos y dicen que Florencio Parravicini- había llegado tan alto en la composición de pobres criaturas sin destino.

Hace una semana que Olmedo es un pesar inconsolable para la gente que se levanta al amanecer y viaja tres horas en colectivo. Para hombres y mujeres que viven amontonados en una pieza y se alimentan con fideos y mate. ¿Qué hacer ahora que el vértigo de la figuración, la coca y la plata dulce se lo tragaron para siempre?

Sin el gran Payaso, este país de incautos, melancólicos y rufianes se queda a solas con sus pálidas. Cada uno de nosotros es un personaje de Olmedo que, quizá sin saberlo, se ríe de sí mismo. Ahora que el otro saltó por el balcón, descubrimos que, como su Rogelio Roldán, el de los 170 australes, éramos tan pobres. Tan ilusos y trágicos.


 

Mecánicos

Por Osvaldo Soriano

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día. indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tire en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

-Sos un cabeza hueca-me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.

Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés". Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigueñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "jCarajo, qué mal trabajan los franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

-Doce- le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles . Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio.

Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.

Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida.

Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.

-Andá-me dijo-. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las guardias.

Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para el su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

[Publicado originalmente en el diario Página|12, este cuento forma parte de "Cuentos de los años felices". ©1993 Editorial Sudamericana]



 

Sin paraguas ni escarapelas

Por Osvaldo Soriano

El 24 de mayo por la noche, el coronel Saavedra y el doctor Castelli atraviesan la Plaza de la Victoria bajo la lluvia, cubiertos con capotes militares. Van a jugarse el destino de medio continente después de tres siglos de dominación española. Uno quiere la independencia, el otro la revolución, pero ninguna de las dos palabras será pronunciada esa noche. Luego de seis días de negociación van a exigir la renuncia del español Cisneros. Hasta entonces Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios, ha sido cauto: "Dejen que las brevas maduren y luego las comeremos", aconsejaba a los más exaltados jacobinos.

Desde el 18, Belgrano y Castelli, que son primos y a veces aman a las mismas mujeres, exigen la salida del virrey, pero no hay caso: Cisneros se inclina, cuanto más, a presidir una junta en la que haya representantes del rey Fernando Vll, preso de Napoleón, y algunos americanos que acepten perpetuar el orden colonial. Los orilleros andan armados y Domingo French, teniente coronel del estrepitoso regimiento de la Estrella, está por sublevarse.

Saavedra, luego de mil cabildeos, se pliega: "Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no se debe perder ni una hora", les dice a los jacobinos reunidos en casa de Rodríguez Peña. De allí en más los acontecimientos se precipitan y el destino se juega bajo una llovizna en la que no hubo paraguas ni amables ciudadanos que repartieran escarapelas.

El orden de los hechos es confuso y contradictorio según a qué memorialista se consulte. Todos, por supuesto, salvo el pudoroso Belgrano, intentan jugar el mejor papel. Lo cierto es que el 24 todo Buenos Aires asedia el Cabildo donde están los regidores y el obispo. "Un inmenso pueblo", recuerda Saavedra en sus memorias, y deben haber sido más de cuatro mil almas si se tiene en cuenta que más tarde, para el golpe del 5 y 6 de abril de 1811, el mismo Saavedra calcula que sus amigos han reunido esa cifra en la Plaza y sólo la califica de "crecido pueblo".

La gente anda con el cuchillo al cinto, cargando trabucos, mientras Domingo French y Antonio Beruti aumentan la presión con campanas y trompetas que llaman a los vecinos de las orillas. Esa noche nadie duerme y cuando los dos hombres llegan al Cabildo, empapados, los regidores y el obispo los reciben con aires de desdén. Enseguida hay un altercado entre Castelli y el cura. "A mí no me han llamado a este lugar para sostener disputas sino para que oiga y manifieste libremente mi opinión y lo he hecho en los términos que se ha oído", dice monseñor, que se opone a la formación de una junta americana mientras quede un solo español en Buenos Aires. A Castelli se le sube la sangre a la cabeza y se insolenta: "Tómelo como quiera", se dice que le contesta. Cuatro días antes ha ido con el coronel Martín Rodríguez a entrevistarse con Cisneros que era sordo como una tapia. " ¡No sea atrevido! " le dice Cisneros al verlo gritar, y Castelli responde orondo: "¡Y usted no se caliente que la cosa ya no tiene remedio!"

Al ver que Castelli llega con las armas de Saavedra, los burócratas del Cabildo comprenden que deben destituir a Cisneros, pero dudan de su propio poder. Juan José Paso y el licenciado Manuel Belgrano esperan afuera, recorriendo pasillos, escuchando las campanadas y los gritos de la gente. Saavedra sale y les pide paciencia. El coronel es alto, flaco, parco y medido. El rubio Belgrano, como su primo, es amable pero se exalta con facilidad. Paso es hombre de callar pero luego tendrá un gesto de valentía. Entrada la noche, cuando French y Beruti han agitado toda la aldea y repartido algunos sablazos a los disconformes, Belgrano y Saavedra abren las puertas de la sala capitular para que entren los gritos de la multitud. No hay más nada que decir: Cisneros se va o lo cuelgan. ¿Pero quién se lo dice? De nuevo Castelli y el coronel cruzan la Plaza y van a la fortaleza a persuadir al virrey. Hay un último intento del español por formar una junta que lo incluya, pero Castelli, que tiene 43 años y está enfermo de cáncer, se opone. Los "duros" juegan a todo o nada. Cisneros trata de ganarse al vanidoso Saavedra, pero el coronel ya acaricia la gloria de una fecha inolvidable. Quizá piensa en George Washington mientras Castelli se imagina en la comuna francesa. Su Robespierre es un joven llamado Mariano Moreno, que espera el desenlace en lo de Nicolás Peña.

Entre tanto French, que teme una provocación, impide el paso a la gente sospechosa de simpatías realistas. Sus oficiales controlan los accesos a la Plaza y a veces quieren mandar más que los de Saavedra. Por el momento la discordia es sólo antipatía y los caballos se topan exaltados o provocadores. Al amanecer, Beruti, por orden de French, derriba la puerta de una tienda de la recova y se lleva el paño para hacer cintas que distingan a los leales de los otros. Alguien toma nota y nace la leyenda de la escarapela en el pecho.

Al amanecer, para guardar las formas, el Cabildo considera la renuncia de Cisneros, pero la nueva Junta de gobierno ya está formada. Escribe el catalán Domingo Matheu: "Saavedra y Azcuénaga son la reserva reflexiva de las ideas y las instituciones que se habían formado para marchar con pulso en las transformaciones de la autognosia (sic) popular; Belgrano, Castelli y Paso eran monarquistas, pero querían otro gobierno que el español; Larrea no dejaba de ser comerciante y difería en que no se desprendía en todo evento de su origen (español); demócratas: Alberti, Matheu y Moreno. Los de labor incesante y práctica eran Castelli y Matheu, aquél impulsando y marchando a todas partes y el último preparando y acopiando a toda costa vituallas y elementos bélicos para las empresas por tierra y agua. Alberti era el consejo sereno y abnegado y Moreno el verbo irritante de la escuela, sin contemplación a cosas viejas ni consideración a máscaras de hierro; de aquí arranca la antipatía originaria en la marcha de la Junta entre Saavedra y él." Matheu exagera su importancia. Todos esos hombres han sido carlotistas y, salvo Saavedra, son amigos o defensores de los ingleses que en el momento aparecen a sus ojos como aliados contra España.

El delirio y la compasión

La mañana del 25, cuando muchos se han ido a dormir y otros llegan a ver "de qué se trata", el abogado Juan José Castelli sale al balcón del Cabildo y, con el énfasis de un Saint Just, anuncia la hora de la libertad. La historiografía oficial no le hará un buen lugar en el rincón de los recuerdos. El discurso de Castelli es el de alguien que arroja los dados de la Historia.

Aquellas jornadas debían ser un simple golpe de mano, pero la fuerza de esos hombres provoca una voltereta que sacudirá a todo el continente. Dice Saavedra: "Nosotros solos, sin precedente combinación con los pueblos del interior mandados por jefes españoles que tenían influjo decidido en ellos, (...) nosotros solos, digo, tuvimos la gloria de emprender tan abultada obra (...) En el mismo Buenos Aires no faltaron (quienes) miraron con tedio nuestra empresa: unos la creían inverificable por el poder de los españoles; otros la graduaban de locura y delirio, de cabezas desorganizadas; otros en fin, y eran los más piadosos, nos miraban con compasión no dudando que en breves días seríamos víctimas del poder y furor español".

La audacia desata un mecanismo inmanejable. Saavedra es un patriota, no un revolucionario, pero no puede oponerse a la dinámica que se desata en esos días El secretario Moreno, un asceta de la revolución, dirige sus actos y sus órdenes a forzar esa dinámica para destrozar el antiguo sistema. Habla latín, inglés y francés con facilidad; ha leído y hace publicar a Rousseau, conoce bien la Revolución Francesa y es posible que desde el comienzo se haya mimetizado con el fantasma de un Robespierre que no acabará en la tragedia de Termidor. El ateo Castelli está a su izquierda, como French y el joven Monteagudo que maneja el club de los "chisperos". Todos ellos celebran en los templos del Norte el culto de La mort est un sommeil éternel, que Fouché y la ultraizquierda francesa usaron como bandera desde 1792. Belgrano, que es muy creyente, no vacila en proponer un borrador con apuntes sobre economía para el Plan terrorista que en agosto redactará Moreno.

En la primera junta gana la gauche (la acepción de "izquierda" se pronuncia, todavía, en francés): Moreno, Castelli y Belgrano son un bloque sólido con una política propia a la que por conveniencia se pliegan Matheu, Paso y el cura Alberti; Azcuénaga y Larrea sólo cuentan las ventajas que puedan sacar y simpatizan con el presidente Saavedra que a su vez los desprecia por oportunistas. Las discordias empiezan muy pronto, con las primeras resoluciones. Castelli parte a Córdoba y el Alto Perú como comisario político de Moreno, que no confiaba en los militares formados en la Reconquista. Es él quien cumple las "instrucciones" y ejecuta a Liniers primero y al temible mariscal Vicente Nieto más tarde.

Belgrano, el otro brazo armado de los jacobinos, va a tomar el Paraguay; no hay en él la cólera terrible de su primo, sino una piedad cristiana y otoñal que lo engrandece: en el Norte captura a un ejército entero y lo deja partir bajo juramento de no volver a tomar las armas. Manda a sus gauchos desharrapados con un rigor insostenible y no mata por escarmiento sino por extrema necesidad. Sufre sífilis, cirrosis y tiene várices, pero conserva la fe cristiana y el sentido del humor. Las victorias de Castelli en Suipacha y la suya en Tucumán afirman la posición de Moreno en la Junta, pero las catástrofes de fines de año aceleran su caída.

Frente a frente, uno de levita y otro de uniforme, Moreno de Chuquisaca y Saavedra de Potosí, se odian pero no se desprecian "Impío, malvado, maquiavélico", llama el coronel al secretario de la Junta; y cuando se refiere a uno de sus amigos, dice: "El alma de Monteagudo, tan negra como la madre que lo parió". El primer incidente ocurre cuando los jacobinos descubren que diez jefes municipales están complotados contra el nuevo poder. En una sesión de urgencia Moreno propone "arcabucearlos" sin más trámite, pero Saavedra le responde que no cuente para ello con sus armas. "Usaremos entonces las de French", replica un Moreno siempre enfermo, con el rostro picado de viruela, que acaba de cumplir 30 años. Al presidente lo escandaliza que ese mestizo use siempre la amenaza del coronel French, a quien hace espiar por sus "canarios", una especie de soplones manejados por el coronel Martín Rodríguez. Los conjurados salvan la vida con una multa de dos mil pesos fuertes, propuesta por el presidente. "¿Consiste la felicidad en adoptar la más grosera e impolítica democracia? ¿Consiste en que los hombres impunemente hagan lo que su capricho e interés les sugieren? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar? ¿Consiste en la libertad de religión y en decir con toda franqueza me cago en Dios y hago lo que quiero?", se pregunta Saavedra en carta a Viamonte que lo amenaza desde el Alto Perú.

Desde fines de agosto, Moreno ha hecho aprobar por unanimidad el Plan secreto de operaciones que recomienda el terror como método para destruir al enemigo emboscado. Ese texto feroz, por momentos descabellado, no se conoció hasta que a fines del siglo XIX. Eduardo Madero, el constructor del puerto, lo encontró en los archivos de Sevilla y se lo envió a Mitre. Para entonces, los premios y castigos de la historia oficial ya estaban otorgados y Moreno pasaba por un periodista y educador romántico influido por las mejores ideas de la Revolución Francesa. Pero es la aplicación de ese método sangriento lo que garantiza el triunfo de la Revolución. Hasta la llegada de San Martín la formación de los ejércitos se hizo a punta de bayoneta, la conspiración de Alzaga, como la contrarrevolución de Liniers, terminaron en suplicio y los españoles descubrieron, entonces, que los patriotas estaban dispuestos a todo: "Nuestros asuntos van bien porque hay firmeza y si por desgracia hubiéramos aflojado estaríamos bajo tierra. Todo el Cabildo nos hacía más guerra que los tiranos mandones del virreinato", escribe Castelli antes de ser llevado a juicio.

El coronel manda parar

A principios de diciembre dos circunstancias banales sirven de pretexto a la ruptura entre Moreno y Saavedra que será nefasta para la Revolución. En la plaza de toros de Retiro el presidente hace colocar sillas adornadas con cojinillos para él y su esposa. Cuando las ve, Matheu hace un escándalo y argumenta que ningún vocal merece distinción especial. Pocos días más tarde, el 6, el regimiento de Patricios da una fiesta a la que asisten Saavedra y su mujer. En un momento un oficial levanta una corona de azúcar y la obsequia a la esposa que la entrega al Presidente, Moreno se entera y esa misma noche escribe un decreto de supresión de honores. Saavedra se humilla y lo firma, pero el rencor lo carcome para siempre. Poco después, el 18 de diciembre, mientras los Patricios se agitan y reclaman revancha por la afrenta civil, el coronel llama a los nueve diputados de las provincias para ampliar la Junta. Moreno, que intuye su fin, no puede oponerse a esa propuesta "democratizadora". El único que tiene el valor de votar en contra es el tímido tesorero Juan José Paso.

Moreno renuncia y el 24 de enero de 1811 se embarca para Londres. "Me voy, pero la cola que dejo será larga", les dice a sus amigos que claman venganza. También pronuncia un mal augurio: "No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje". En alta mar se enferma y nada podrá convencer a Castelli y Monteagudo de que no lo asesinaron. "Su último accidente fue precipitado por la administración de un emético que el capitán de la embarcación le suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento", cuenta su hermano Manuel, que agrega en la relación de los hechos el célebre "¡Viva mi patria aunque yo perezca!"

Saavedra ha liquidado a su adversario, pero la Revolución está en peligro. El español Francisco Javier Elío amenaza desde la Banda Oriental y no todos los miembros de la Junta son confiables. El 5 y 6 de abril el coronel Martín Rodríguez,con los alcaldes de los barrios, junta a los gauchos en Plaza Miserere y los lleva hasta el Cabildo para manifestar contra los morenistas. Saavedra, que jura no haber impulsado el golpe, aprovecha para sacarse de encima al mismo tiempo a jacobinos y comerciantes corruptos. Renuncian Larrea, Azcuénaga, Rodríguez Peña y Vieytes. Los peligrosos French, Beruti y Posadas son confinados en Patagones. Belgrano y Castelli pasan a juicio por desobediencia y van presos.

Pero Saavedra sólo dura cuatro meses al frente del gobierno. Ha acercado a Rivadavia al poder, pero el brillante abogado y los porteños se ensañan con éI y lo persiguen durante cuatro años por campos y aldeas; se ensañan también con Castelli, que muere deslenguado durante el juicio; con el propio San Martín que combate en Chile; con Belgrano que muere en la pobreza y el olvido gritando el plausible "¡ Ay patria mía! " Pese a todo, la idea de independencia queda en pie levantada por San Martín, que se ha llevado como asistente a Monteagudo, "el del alma más negra que la madre que lo parió". Los ramalazos de la discordia duran intactos medio siglo y se prolongan hasta hoy en los entresijos de una historia no resuelta.


Fuente: Página/3, revista aniversario, junio de 1990

El día de la Escarapela

Los fervores de mayo se han apagado hace mucho tiempo, pero las voces de la Revolución abortada todavía están ahí y reclaman lo mismo de entonces: libertad, justicia, igualdad, independencia. ¿Son utopías? ¿Asignaturas pendientes? No importa el nombre que se les dé. Son deudas que tenemos con nosotros mismos. Nada de patrioterismo mesiánico ni de nacionalismo venal: sólo la insistencia en construir, algún día, una patria en la que sus habitantes puedan sentir que están buscando lo mejor para todos y no la fortuna de unos pocos.

No era otro el propósito de Moreno, Belgrano, Castelli, French y San Martín. Ellos ganaron las primeras batallas pero no pudieron evitar la guerra que engendrara monstruos. Castelli, mientras se muere enmudecido por un cáncer, garabatea esquelas y lee el futuro. Por mandato de la Junta elegida el 25 de mayo, intentó en los cerros del Alto Perú una inmensa Revolución. Liberó indios, predicó la trilogía tenaz de “libertad, igualdad, independencia”, fusiló mariscales torturadores y colonialistas empedernidos.

Castelli fue el brazo implacable del joven secretario Mariano Moreno que procuraba desde Buenos Aires forzar el rumbo de una Junta formada de apuro: En esos días de 1810 nace la esperanza de una aldea orgullosa que va en busca de su destino. Esos hombres tienen un ideal gigantesco: formar, de la nada, una nación moderna y solidaria, heredera a la vez de la Revolución Francesa y de la joven democracia norteamericana. Todos ellos se perderán en una tempestad de pasiones y desencuentros. En una década de guerras horrendas y proyectos inmensos, esos hombres pasarán a la historia nada más que por creerse sus sueños. Van a la muerte o al exilio por ellos y por el futuro. Escriben sus penas y ocultan sus amores. Creen que la historia está por hacerse y aceptan el desafío. En poco tiempo, el viento de la Argentina rebelde corre por el continente: es en nombre de Mayo que los esclavos se levantan y los pueblos aplastados reclaman justicia. Duró un instante, nada más, pero fue grandioso y vale la pena recordarlo más allá de la escaparapela en el pecho y la aburrida canción del colegio.

Ahora los héroes son estampas congeladas. Ya no rugen Moreno y Castelli, no se desmaya de hambre Belgrano en el campo de Tucumán, no enloquece French ni enfrenta San Martín el dilema de Guayaquil. Queda, apenas, la vanidad de un coraje perdido. Nada que evoque la pasión de aquellos fundadores que no amasaban plata sino ilusiones.

Sin embargo, por ridículo que parezca, todo está por hacerse. En alguna recóndita parte nuestra se enhebran los hilos invisibles de un sueño inconcluso. Otra libertad que no necesite de famosos cantando por televisión; una igualdad de oportunidades en la que no haya miseria ni ignorancia; una independencia que no signifique aislamiento ni odio. Una utópica nación de hombres honestos que haya pagado sus deudas con el pasado.

Página|12, 1992



 

O juremos con gloria callar

En los viejos grabados de época los nueve miembros de la Primera Junta aparecen más tiesos y beatos que un puñado de frailes viejos. So figuritas desteñidas y tediosas que ocultan la pasión de la libertad con dignidad y justicia. Vistos desde la desintegración social que propone el menemismo, aquellos fuegos sólo pueden provocar hoy una sonrisa cínica, entre la corrupción y el envenenamiento.

Tiene razón Tomás Eloy Martínez cuando señala: “Toda historia es, como se sabe, un relato. Y a veces también, como sucede en la Argentina, es el ocultamiento de un relato”. Las sucesivas crónicas sobre Mayo tendieron a interpretar los acontecimientos según los intereses dominantes del momento en que fueron elaboradas. Casi toda esa escritura es rimbombante y adjetivada. San Martín es “genio y figura”, Belgrano “abnegación y sacrificio”. Moreno es un “preclaro maestro”, Rivadavia un “coloso de modernidad”.

Entre los relatos silenciados que evoca el autor de La novela de Perón, el más negado por la historiografía ha sido el Plan de Operaciones, de Mariano Moreno, que lo revela como un furioso expropiador de grandes fortunas coloniales. Sin ese texto escamoteado, el fulgurante secretario es, para muchos –sobre todo para el colegio–, un distinguido prócer liberal.

Casi todos los hombres de la Revolución pelearon contra los invasores ingleses; algunos, como Castelli, intentaron apoyarse en los británicos para librarse del dominio español. En 1815, Carlos María de Alvear, quien después sería jefe de un bando federal, envió un mensaje al gabinete británico para rogarle que Su Majestad se hiciera cargo de estas tierras ingobernables, acechadas por los españoles y sublevadas por Artigas. Unos y otros se odiaron por diferencias políticas o por celos, pero hicieron una parte del camino juntos. Rodríguez Peña, Vieytes y Belgrano eran partidarios de Adam Smith y casi todos –también San Martín–, de establecer una monarquía constitucional. Castelli, Belgrano y Moreno conocían bien la dolorosa secuencia de la Revolución Francesa que concluyó con el golpe de Termidor.

El 15 de junio de 1810, el muy católico Manuel Belgrano presentó a pedido de los nueve miembros de la Primera Junta, el proyecto de un plan que “rigiese por un orden político las operaciones de la grande obra de nuestra libertad”. El documento describe la situación heredada del Virreinato: “Inundado de tantos males y abusos, destruido su comercio, arruinada su agricultura, las ciencias y las artes abatidas, su navegación extenuada, sus minerales desquiciados, exhaustos sus erarios, los hombres de talento y mérito desconceptuados por la vil adulación, castigada la virtud y premiados los vicios”.

Belgrano traza en nueve puntos la línea que deba seguir la Junta para la “consolidación del sistema de nuestra causa”. Su objetivo es comprometer a todos los sublevados en la fundación de un Estado que además de independentista sea revolucionario.

El 17 de julio los nueve miembros, “a pluradidad de votos”, aprueban el pedido de Belgrano. Tanta es la urgencia que al día siguiente deciden confiar en “los vastos conocimientos y talentos” del vocal Mariano Moreno para la confección del plan. Moreno debía trabajar en condición de “comisionado” y no de miembro de la junta, “participándole al mismo tiempo que quedaba exento de la penuria de contribuir al desempeño de las funciones de dicho tribunal (...) con el pretexto de alguna indisposición corporal”.

Ese mismo día, en la sala de acuerdos de la Real Fortaleza, Moreno comparece y jura “desempeñar la dicha comisión con que se le honraba guardando eternamente secreto de todas las circunstancias de dicho encargo”.

El 30 de agosto, Moreno lee un terrible documento que iba a permanecer oculto a los argentinos durante más de ochenta años. La desaparición de ese texto repudiado hasta por quienes lo aprobaron causó no pocos equívocos. Aún hoy, que puede ser leído en una edición de Plus Ultra, el Plan es rechazado en la mayoría de las aulas. Es por eso que Ambito Financiero, para defender las estafas con los autos para discapacitados, pudo evocar al Moreno de la Representación de los hacendados, de 1809, pasando por alto al otro que exigía la expropiación de bienes y fortunas particulares.

El primer manuscrito de Moreno se perdió, pero una copia de su propia mano, que llevaba en los baúles del exilio cuando el capitán del barco inglés “le suministró un emético” mortal, fue a parar a manos de la infanta Carlota, que lo transmitió en 1815 a Fernando VIII de España.

Recién en 1893 el ingeniero de puertos Eduardo Madero, que investigaba el Archivo de Indias de Sevilla, encontró una copia y se la mandó a Bartolomé Mitre. Ecuánime, tal vez sorprendido u horrorizado, el historiador lo ofreció al Ateneo de Buenos Aires para que Norberto Piñero lo incluyera en una edición crítica de los Escritos de Moreno. Naturalmente, el documento se extravió y Piñero tuvo que pedir otra copia a Sevilla.

Paul Groussac encabezó el vendaval de indignadas críticas que produjo la publicación del Plan. Para entonces Moreno era el alma del régimen liberal. Ya tenía monumentos, nombres de calles y colegios y era imposible destronarlo. Para colmo Belgrano, el inspirador, había sido incorporado a la iconografía del Ejército y sus huesos eran custodiados por la Iglesia. Sólo Juan José Castelli, comisario político y primer ejecutor del Plan, había sido cubierto por un pudoroso olvido oficial. En las “Instrucciones” para la campaña al Alto Perú, Moreno le escribía a Castelli: “La Junta aprueba el sistema de sangre y rigor que V.E. propone contra los enemigos y espera tendrá particular cuidado de no dar un paso adelante sin dejar los de atrás en perfecta seguridad”.

Castelli y French fusilaron a Liniers en la llanura cordobesa de Cabeza del Tigre y frenaron la contraofensiva española. French, el que en las estampitas todavía reparte escarapelas, le escribe al secretario Moreno: “Quédese Ud. tranquilo, que de mi propia mano le he dado el tiro de gracia”.

Castelli seguirá su utópica y sangrienta marcha asistido por el joven Bernardo Monteagudo, hasta que en plena contrarrevolución la gente de Saavedra consigue detenerlo y mandarlo a juicio. Mariscales españoles, curas y notables del Virreinato han sido pasados por las armas sin contemplaciones en cumplimiento del Plan redactado por Moreno. En Cochabamba y Potosí, Castelli subleva a los indios y fusila a quienes los fusilaban en los socavones de las minas.

En La revolución es un sueño eterno, una notable novela que le valió el premio Nacional de Literatura, Andrés Rivera imagina esa odisea interior y rescata la lúcida furia de algunos conjurados de Mayo. Tal es la fama de esa revolución que durante décadas el grandilocuente Himno, compuesto por Parera y López en 1813, será entonado por los esclavos de todo el continente como grito de rebelión.

Al regresar de su campaña al Paraguay, Belgrano se entera de que el Plan ha entrado en sigilosa vigencia y lo aplica con un rigor que lo convertirá en el más duro de los generales improvisados. Monteagudo, que parte con San Martín a Chile y Perú, debe de haber recibido instrucciones muy precisas para tomarse la libertad de fusilar a los hermanos Carreras en ausencia de su jefe. Después, en Lima, el discípulo de Castelli ganará la celebridad de un Saint Just tardío y sudamericano.

Hay indicios de que la metodología despiadada del Plan fue aplicada con autoridad por lo menos hasta la caída de Castelli, aunque sus ecos retumban más allá de la Asamblea de 1813. En su Memoria, Saavedra lo evoca sin nombrarlo y lo atribuye a la veleidad enfermiza de Moreno que, según cuenta el presidente, se tomaba por el Robespierre de América.

Sin embargo el Plan es demasiado rico, contradictorio y complejo como para abandonarlo a los murmullos espantados de quienes todavía esconden su existencia. Son las ideas de un Estado libre, soberano y próspero las que lo hacen, quizá, tan innombrable. Sobre todo hoy, bajo este gobierno abyecto y payasesco, en el que sólo sobrevive, sin saberlo, el lado más oscuro del joven Moreno: su absoluto desprecio por la vida.

Página|12, 1992


Aquel peronismo de juguete

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.

Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.

En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.

Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.

El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.

Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajó. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.

Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.

Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.

En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.

El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?

Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.

Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.

No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.

(De: Cuentos de los años felices, Sudamericana, 1993)

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