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Polémica
sobre la propiedad intelectual - El copyright y el acceso a la cultura
Por Alex Barnet, La Vanguardia
El
proteccionismo sobre los bienes culturales choca con la libre circulación
en la red. En 'Cultura libre', disponible en internet, Lawrence Lessig
aboga por liberar en vez de proteger
Hay que liberar a la cultura de los excesos del copyright y de un concepto
sobre la protección de contenidos que no encaja con la sociedad del
siglo XXI. Esta visión no implica ninguna apología de la piratería,
ni procede de ningún panfleto elaborado por las mafias del top manta.
Proviene del especialista en copyright Lawrence Lessig, y está expuesta
y argumentada en su último trabajo: Free culture, how big media uses
technology and the law to lock down culture and control creativity (Cultura
libre, cómo los grandes medios utilizan la tecnología y la ley para
cerrar el acceso a la cultura y controlar la creatividad). El libro
ha sido publicado en papel en EE.UU. por Penguin Books y, paralelamente,
está disponible gratuitamente en internet.
Lessig es uno de los expertos empeñados en que el debate sobre la propiedad
intelectual y distribución de bienes culturales avance y tenga el nivel
que merece. Y lo hace con una coherencia que explica por qué su libro
se comercializa en papel y está disponible gratuitamente en internet.
No es ninguna extravagancia, sino una medida lógica en un autor que
estima que estamos en la transición hacia nuevas formas de distribución
cultural, en las que contenidos libres pueden incrementar el valor de
contenidos que no lo son. Y que ambas formas van a coexistir.
Lessig dedica parte de su trabajo al análisis del fenómeno de la música
digital en internet, que desde Napster es noticia por las quejas de
la industria discográfica. Para el autor, la piratería de verdad -copiar
un producto y venderlo con ánimo de lucro- es un hecho que no tiene
ninguna defensa posible, pero es erróneo juntar este hecho con el intercambio
de ficheros, que en muchos casos estaría en la línea de prestar o compartir
un libro o un disco, algo que nunca se ha visto como un delito. Lessig
se apoya en algunos datos. En 2002, la RIAA (la asociación de las discográficas
norteamericanas) informó que las ventas de discos compactos habían caído
un 8,9 por ciento (de 882 millones a 803 millones de unidades), mientras
que estimaba que las descargas de internet llegaban a 2.100 millones
de compactos.
Descargarse y robar
"Si cada descarga fuese una venta perdida, entonces la industria habría
sufrido una caída en ventas del 100 por ciento, no de un 7 por ciento.
Si 2,6 veces el número de CD vendidos fueron descargados gratuitamente,
y sin embargo los ingresos sólo cayeron un 6,7 por ciento, entonces
hay una enorme diferencia entre descargarse una canción y robar un CD",
dice Lessig. Lessig estima que globalmente las descargas no son exclusivamente
negativas, ya que ayudan a difundir más música, e invita a ver el fenómeno
como una muestra del cambio de tecnología, de hábitos y de cultura que
afecta a los creadores, los usuarios y la industria. Y opina que el
reciente éxito de los sistemas de venta online de canciones de pago,
encabezado por iTunes, debería tranquilizar a muchos.
Más en profundidad, lo que le interesa al autor es señalar que detrás
de la colérica reacción oficial -que plantea un escenario simplista
en el que internet debe ser censurada y todos los usuarios son presuntos
piratas- se esconde el deseo de dar una vuelta de tuerca más para que
la industria extienda el control sobre los productos culturales. Ésta
es la guerra sumergida, explica, que en los últimos años ha alargado
los plazos de vigencia del copyright, ha retrasado el paso de los mismos
a dominio público y ha creado un histérico escenario para juzgar la
irrupción del fenómeno digital.
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Cultura libre aporta datos sobre este conflicto. En
los últimos 40 años, los plazos de vigencia del copyright en EE.UU.
se han alargado once veces. Actualmente, los derechos para autores corporativos
(caso de Disney) son de 95 años. Y para los autores naturales suman
toda la vida del creador, más otros 70 años. El Congreso, además, tiene
la potestad para, en algunos casos, dar plazos a perpetuidad. El libro
también contiene bastantes ejemplos jugosos de hasta donde llega el
tema, como el de una carta de la American Society of Composers, Authors
ans Publishers a la organización Girls Scouts pidiéndole que pague por
las canciones que las niñas cantan en sus juegos de campamento.
Lessig es mejor explicando la complejidad de la situación y apuntando
medidas genéricas -copyrights más cortos, visión social de su papel,
simplificación de las leyes, etcétera- que resolviendo todas las preguntas
que los temas plantean. A su favor hay que decir que no rehuye la complejidad
de los datos a juzgar y que aborda el problema desde una perspectiva
radical, pero nunca extremista. Y que resulta brillante difundiendo
la idea de que está en marcha una gran discusión sobre el copyright
y el uso social de los productos culturales.
Fórmulas médicas, patentes informáticas de uso general, desarrollos
tecnológicos de alcance universal y contenidos educativos de primera
necesidad son temas que no deberían gestionarse con modelos antiguos
o que no respondan a las necesidades de un mundo divido por una estremecedora
brecha entre pobres y ricos. El debate ya ha empezado. Hemos visto las
recientes quejas de los países del tercer mundo ante los precios de
los tratamientos del sida. El software libre se está convirtiendo en
una bandera para muchos países en vías de desarrollo. Y hace sólo unos
días, Argentina, Brasil y Bolivia han solicitado a la OPMI (Organización
Mundial de la Propiedad Intelectual) que desarrolle políticas que no
beneficien sólo a las empresas.
Cultura Libre es una introducción militante a este debate, amplio y
complejo. Se trata de aumentar las posibilidades que tiene la sociedad
de acceder a la cultura, sin maltratar a los autores. El conocimiento
y la cultura son grandes negocios del nuevo siglo y hay que discutir
en qué medida dejan de ser sólo una mercancía y pasan a tener un papel
importante a la hora de redistribuir el progreso.
Defensa
de la lectura socializada frente a los nuevos peajes de la cultura
Por Hervé Le Crosnier
¿Repensar los derechos de autor? sí, pero ¿en vistas de qué proyecto
social y cultural?: defender la lectura socializada frente a los nuevos
peajes de la cultura. Este artículo apareció publicado originalmente
en marzo de 2003, en el número 55 de la revista Archipiélago, cuya carpeta
principal se dedicó a la propiedad intelectual y la libre circulación
de ideas.
En un artículo aparecido el 9 de septiembre de 2002 en Libération, Nidam
Abdi nos incita a repensar los derechos de autor en la era digital.
Loable intención, pero pobres propuestas. El eje general del artículo
es el rechazo del canon impuesto sobre las herramientas de copia digital
privada, un canon decidido en julio por la comisión Brun-Buisson en
el mismo sentido de los anteriores cánones sobre la copia analógica:
canon sobre las fotocopiadoras y los productos de copia que permite
la existencia del CNL (Centre National des Lettres); canon sobre las
cintas de audio y vídeo utilizadas en las actividades de formación,
etc. Es evidente que el artículo incita a rechazar la intermediación
socializada entre los gestores de los derechos de copia y los individuos
que desean disponer de una copia privada, sin que se precise solución
alguna para evitarla... ¿acaso no había un increíble pasaje de un jurista
que nos asestaba que, «en principio, la remuneración por copia privada
no debería permitir la representación de una obra en un marco privado
sin el consentimiento de los autores». Nos quedamos estupefactos.
El conjunto del artículo pasa por alto la naturaleza de los derechos
de autor y el estatuto particular de las obras literarias y artísticas
que se encamina a proteger. Desde el momento en que considera las obras
como mercancías tradicionales, «repensar los derechos de autor» se limita
a encontrar soluciones técnicas para garantizar el pago por el acto
de leer. La invitación final a las «reflexiones» que se están llevando
a cabo en los Estados Unidos bajo la égida de Michael Eisner, patrón
de Disney, cuyo deseo es hacer obligatorios los dispositivos anti-copia
de las herramientas digitales (ordenadores, pero también televisores
digitales, PDA, etc.), no hace más que reforzar la idea de que, bajo
la confusión de los proyectos, se esconde una clara orientación encaminada
a incrementar la mercantilización de la cultura. Una orientación opuesta
a los intereses globales de la sociedad.
Desde el primer «Estatuto de la Reina Ana», en 1710, los derechos de
autor se conciben como un derecho de equilibrio entre los intereses
de la sociedad («animar a los hombres iluminados a componer y a escribir
libros útiles», decía el Estatuto) y los de los autores. Estos últimos
disponen del monopolio de explotación de sus obras, que no pueden ser
editadas o representadas sin su consentimiento. Consentimiento que,
en general, se concede a cambio de una retribución, aunque éste no sea
siempre el caso, como lo demuestran ciertos movimientos como el actual
del software libre. Esta lógica del equilibrio se traduce evidentemente
en toda una serie de medidas que permiten asegurar la socialización
de la lectura: existencia de un «dominio público» en el que se colocan
las obras algunas décadas después de la muerte del autor para garantizar
su libre reproducción, constituyendo así un patrimonio global; existencia
de un derecho vinculado a la primera compra que permite el préstamo
o la donación de libros; derecho de cita, de caricatura; y, por último,
derecho de copia privada. En el transcurso de estos últimos años estos
derechos se están poniendo en tela de juicio bajo la presión de las
grandes empresas y de los grupos de presión, que poseen unos «catálogos
de derechos» y pretenden actuar en nombre de los autores. El público
crédulo cree defender a Flaubert o al cantante desconocido, pero se
ve embarcado en el intento de financiarizar la cultura emprendido por
Microsoft, Elsevier, Vivendi-Universal y compañía.
Ésta es la lógica liberal que predomina en numerosas intentonas actuales
encaminadas a repensar los derechos de autor. En los principales proyectos,
se trata, en realidad, de limitar los derechos de la sociedad en su
conjunto, los derechos del lector, los derechos del público, a riesgo
de incrementar las desigualdades de acceso a la cultura (véase el debate
acerca del préstamo de libros en las bibliotecas o la intención de cobrar
las reproducciones en las escuelas) y a riesgo de un empobrecimiento
cultural y científico a medio plazo. Pero los cálculos económicos de
los grandes accionistas de la cultura, para quienes los «derechos» se
confunden con las carteras de los «derechos de copia» (copyright), no
alcanzan a contemplar la posibilidad de una sociedad que haya perdido
ese equilibrio. Un equilibrio que, desde hace tres siglos, ha sabido
provocar una explosión del conocimiento y elevar el nivel cultural a
escala global, promoviendo de esta forma una ampliación de la democracia.
Es preciso decirlo bien alto: la difusión cultural es un fenómeno social
y no se debe reflexionar en razón de las novedades técnicas, sino con
arreglo a un auspiciado devenir social de la lectura. Una «lectura»
entendida aquí en su sentido amplio de acceso a las obras (leer, pero
también escuchar, asistir a un espectáculo, ver una película o un vídeo).
Sí, la técnica cambia y permite que la circulación de las obras sea
más fluida: copias idénticas en la era digital, nuevos formatos intercambiables
a través de la red, interconexión planetaria... y democratización de
los accesos a los dispositivos de lectura gracias a la bajada de los
precios y a la disponibilidad que de ellos se tiene en los espacios
públicos (colegios, bibliotecas... ). No obstante, esas mismas tecnologías
de lo digital y de la red permiten así mismo un seguimiento más preciso
de los usos que se hacen de las obras y de los hábitos culturales de
las personas, lo que no deja de ser un peligro para las libertades individuales.
La tecnología es un Jano bifronte, hasta el punto de que invocarla como
la razón esencial de una transformación social es un truco de prestidigitación
que consiste en correr un tupido velo sobre la realidad económica y
las relaciones de poder de las transformaciones propuestas.
¿Qué se pretende cuando se desea «repensar los derechos de autor»? ¿Favorecer
la difusión cultural encontrando nuevos y diversos modos de financiar
la creación, o bien transformar los bienes culturales en unas mercancías
cuyo pago estaría vinculado a cada acto de lectura, según el modelo
del peaje?
En la fase precedente, transcurrida durante el siglo XX, la remuneración
de los autores tenía lugar en el momento de la industrialización de
la obra (impresión de un libro vinculado al «contrato de edición», prensado
de discos, etc.). Éste es un modelo que permite unos usos inéditos de
las obras, una circulación de la cultura, la constitución de «grupos
de lectores». El modelo que permite, por ejemplo, a unos grupos de adolescentes
intercambiar su música preferida, para mayor provecho «general» de la
industria musical. Quien aporta las obras originales que se copian alcanza
la talla de prescriptor musical. Espera, por lo tanto, ser imitado por
los demás miembros del grupo, quienes aportarán a su vez obras nuevas.
Este fenómeno provoca un aumento del consumo cultural general y evita,
en la medida de lo posible, que las compras se limiten a las músicas
consideradas como «esenciales» en un momento dado en el grupo de adolescentes.
Sí, los adolescentes se valorizan a través del trabajo creativo de otros,
de los autores que abanderan. ¿Y qué? ¿Acaso la obra cultural no desempeña
el papel de promover el reconocimiento mutuo y el intercambio social?
¿No es precisamente ésa la razón de que los bienes culturales posean
un estatuto diferente, un estatuto garantizado por las reglas de los
derechos de autor que favorece el uso de las obras en el ámbito privado?
Es cierto que cuando la esfera privada se extiende al planeta en red
y el fenómeno de la copia no queda limitado por la capacidad de conocer
«intuite personnae» a quien posee una obra deseada, se suscitan nuevos
problemas. Es preciso tratarlos. Pero tratarlos, sobre todo, sin poner
en tela de juicio la actividad de lectura socializada tan esencial para
la formación cultural, una apuesta por usos posteriores que se traducirán
a su vez en la compra de obras en los años venideros. La cultura se
alimenta de sus propias prácticas aunque a primera vista éstas fagociten
las obras existentes. Esto siempre ha sido así, y así ha de continuar
en pos de la expansión y de la democratización del conocimiento.
¿Por qué inquietarse a causa de las tentativas liberales de «repensar
los derechos de autor»? Porque el otro aspecto del Jano bifronte de
las evoluciones tecnológicas es un conjunto de medios de seguimiento
de los usos que permite ponerlos en vereda, estigmatizar a los lectores
y, por último, instituir una sociedad de control cultural. Es cierto
que estamos asistiendo tan sólo a sus balbuceos. Los Cd´ s anti-copia
ilegibles por el ordenador son todavía inestables, hasta el punto de
que los grandes sellos musicales como BGM y Universal Music están dando
ahora marcha atrás. Pero la dinámica económica general tiende hacia
el pago en el momento del uso, de cada uso, y para ciertos usos precisos
y delimitados, previamente descritos por el productor cultural. Todo
el conjunto embalado en un fichero XML y guardado en las nuevas bases
de datos de certificación que van a constituir el futuro megapoder de
la industria cultural o, más bien, de la industria del entretenimiento.
Ahora bien, en la previsión, la organización y el seguimiento de los
usos de las obras culturales se esconde un verdadero peligro. El peligro
de limitar la innovación, de reducir la capacidad de las obras de unir
a los grupos humanos en torno a prácticas sociales de conocimiento y
de placer cultural. Porque es el segundo estatuto de la obra literaria
y artística el que se olvida en la vulgata actual acerca de los derechos
de autor: el objetivo de la cultura es tejer a los individuos en redes
de prácticas comunes. Es esta fabulosa externalidad positiva de la obra
de arte la que la hace tan indispensable para las sociedades democráticas.
Sí, es necesario «repensar los derechos de autor», pero en función de
proyectos sociales y culturales y no bajo la máscara de la tecnología.
Y para ello conviene sacar a la lectura socializada del ámbito de lo
no pensado. La lectura socializada que, más allá de las practicas individuales,
lleva a funcionamientos de grupo: en las instituciones sociales (escuelas,
bibliotecas), pero también en las redes sociales de los individuos.
En ese dominio hay pistas que explorar muy alejadas del guirigay al
que se dedican las megacompañías de gestores de bienes culturales.
En este debate, que es preciso convocar en el espacio público, que es
preciso «repolitizar», conviene preguntarse por el lugar de la sociedad
civil. En calidad de complemento de los derechos políticos, sociales
y económicos, ¿cuál es el envite de un derecho a la información, al
conocimiento y a la cultura? Y, dentro de este marco, ¿cuál es la posibilidad
de existencia del régimen de equilibrio específico de los derechos de
autor, es decir, cómo asegurar la retribución equitativa de los autores
y de todo el entorno que hace posible la producción y la difusión cultural
(la industria cultural, la educación, la edición, las bibliotecas, etc.)
sin dañar ese bien público global que es el conocimiento?
Traducción: Marisa Pérez Colina
Copyright © 2003 Hervé Le Crosnier
Se permite la copia y la reproducción literal de este artículo en su
totalidad y por cualquier medio, siempre y cuando esta nota se preserve.
Fuente: www.sindominio.net