|
|
|
Juan Vattuone, autor e intérprete del tango "Ni olvido ni perdón"
Datos
interesantes sobre “Muerte en Venecia”, una de las grandes obras de
Luchino Visconti
Muerte en Venecia (título original: Morte a Venezia) es una película dirigida
por Luchino Visconti. Adapta la novela corta La muerte en Venecia del escritor
alemán Thomas Mann. Es una de las últimas obras del director de Rocco y
sus hermanos, Senso y El gatopardo. Musica de Gustav Mahler.
Coproducción entre Francia e Italia fue nominada a un Oscar.
Es una disquisición filosófica sobre la estética y el final de una era representada
en la figura del protagonista.
Argumento
A principios del siglo XX, el compositor Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde)
muy delicado de salud huye a un breve descanso en Venecia.
Aschenbach huye de su país (posiblemente Baviera), del dolor de haber perdido
a su hija, de ver su matrimonio hundirse, de comprobar el reciente fracaso
de su obra. Huye de su mujer (Marisa Berenson), de las discusiones con su
amigo intelectual (Romolo Valli) confrontándolo a su evidente fracaso, huye
de la severidad teutona, en resumidas cuenta huye de su vida, sabe que va
a encontrarse con su propia muerte.
En la decadente e inspiradora ciudad de los canales, se enamorará platónicamente
de Tadzio (Bjorn Andresen), un adolescente centroeuropeo de ascendencia
noble (su madre está encarnada por Silvana Mangano) y sobrecogedora belleza.
Obsesivamente vagará contemplando la inalcanzable belleza de Tadzio y de
la propia Venecia, sumergiendose en la decadencia de una ciudad que no admite
estar condenada por una epidemia de cólera y de su propia vida cercana a
su final.
La plaga lo espera en Venecia y Aschenbach va a su fin, a su encuentro inexorable,
un encuentro consigo mismo y sus más temidos fantasmas.
Implicaciones
Tanto la novela original como la película constituyen, aparte de los sucesos
acontecidos a Gustav durante su estancia en Venecia, una ilustración, oda,
alegato y homenaje a la belleza perfecta, pura y plena de la que habla Platón
en el Fedro y el Banquete.
Gustav se encuentra frente a la belleza inalcanzable, bella por sí misma
y reflejo de la verdad.
Tadzio, su objeto de obsesión, no intercambia palabra alguna con él ya que
el sentido de perfección no posee carácter mundano, va más allá. ("Aquél
que ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir").
|
Escenario
La trama se desarrolla en Venecia, símbolo del arte y el comercio entre
Oriente y Occidente, en el fastuoso y decadente hotel del Lido veneciano
(la estación balnearia que tuvo su mayor popularidad a fines del siglo XIX
y principios del XX).
La descripción minuciosa y exacta del entorno aristocrático y decadente
que logra Visconti (un legendario aristócrata milanés) es paradigmática.
Incluso la ropa usada es original y fue planchada y almidonada a la manera
de la época.
Conclusiones
Es una serena y profunda reflexión sobre el final del siglo XIX (su música,
su arte, sus costumbres, su política) y el advenimiento del siglo XX con
una forma de vida completamente diferente y dos guerras mundiales en el
horizonte.
También una toma de posición sobre distintos estilos de vida y la propia
homosexualidad de Visconti en un mundo de alta sofisticación que se encamina
a su fin.
El título de la novela - La muerte en Venecia (Der Tod in Venedig) - plantea
una doble lectura: el compositor y su mundo van a morir a Venecia o es la
muerte de ese mundo antiguo que se hunde como la ciudad de los canales,
la que lo espera?.
Legado
Es una colección de las más bellas imágenes jamás filmadas y un alegato
a la apreciación de la belleza.
El personaje está basado vagamente en el compositor Gustav Mahler, cuyo
Adagietto de su Quinta sinfonía está presente a lo largo de la película,
formando una unión indivisible entre imagen y sonido de gran presencia dramática.
De hecho, Visconti es en gran medida responsable por la inmensa popularidad
que cobró luego la música de Mahler, quien perdió una hija en circunstancias
similares a las que se ven en la película pero que no era homosexual.
La popularidad de Muerte en Venecia y la obra de Gustav Mahler inspiró un
ballet al coreógrafo John Neumeier y la ópera homónima de Benjamin Britten.
Curiosidades
Para el papel de Tadzio, Visconti eligió a su ahijado, el entonces jovencísimo
Miguel Bosé, pero su padre, el torero Dominguín, se opuso enérgicamente
y el papel recayó en el desconocido Björn Andresen.
Fuente: http://carmenlobo.blogcindario.com/2008/10/01130-muerte-en-venecia.html
|
Alejandro Dolina en el Encuentro con la Cultura por Buenos Aires 2011. Imperdible
El
hombre corcho *
Por Roberto Arlt
El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos
turbios en que está mezclado, es el tipo más interesante de la fauna de
los pilletes.
Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco
sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a hablaros de
su asunto, os dice:
-Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que
ni mi buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os diga que
"su buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso", pónganse las
manos en los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar
más tarde.
Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y aplicación
excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la alcanzaba al
compañero.
Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.
Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a
nuestras madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y
buenas, nos enloquecían luego con la cantinela:
-Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maestro,
pero sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro
de que él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos,
en las aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muerto, él se
libraba en obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en semilla, este
malandrín en flor, por "a", por "b" o por "c", más profundamente inmoral
que todos los brutos de la clase juntos, era el único que convencía al bedel
o al director de su inocencia y de su bondad.
Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exámenes, aunque
sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre
sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición
del corcho.
Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo
increíble.
En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría
platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sintetizada en estas
palabras:
"El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor".
Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no "los afectó".
Casi, casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico.
Eso mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se
le puede pedir a un sinvergüenza de esta calaña?
Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí donde otro
pobre diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor
y la ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la
escapatoria del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo
actuado, la prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras,
de los oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lustrosos y temibles.
El caso es que se salvó. Se salvó "sin que el proceso afectara su buen nombre
ni su honor". Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar
lo que un hombre no tiene.
Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las "litis"
comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos
de quiebras, en los concordatos, verificaciones de créditos, tomas de razón,
y todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y
si no la pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.
En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano
Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón.
¿Que los acreedores se confabulaban para asesinarlo? Pedirá garantías al
ministro y al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrarle? Levantará más
falsos testimonios que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores
quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con
derecho a sanguijuela, es él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere "acomodar"?
Pues, a crearle al síndico complicaciones que lo sindicarán como mal síndico.
Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas
el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda.
Y el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto
criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni
el sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os libre!
Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni puntada en
falso.
Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aunque no
supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable,
este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó
al comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien
endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad
de los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pagar en la eternidad,
cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera
en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara
inteligencia.
¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!
Fuente: El Ortiba http://www.elortiba.org/arlt.html
* Incluido en “Aguafuertes porteñas”, texto con los artículos literarios que Roberto Art público durante el año 1933
La
noche de los feos
Por Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido.
Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca
junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi
adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la
belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de
resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos
nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra
más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente
por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla
a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos
sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya
desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos
estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios,
amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían
a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia,
sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo
que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera
dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa,
brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella
no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca
de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del
rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para
Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería
sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos.
A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera
tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le
faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé.
Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité
a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A
medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas,
los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para
captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen
un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera
era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y
aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen
en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que
se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con
quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó)
para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar
la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como
yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba transpasar
la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí
tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro
tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que
usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted
y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera,
pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro
total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo
no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado
ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara
a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho.
Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre,
su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella
mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un
relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó
una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio
un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces
sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara,
y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi
marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí
la cortina doble.
Fuente: http://www.elortiba.org/
Descansa en paz, de Eduardo Sacheri, en la voz de Alejandro Apo
VOLVER AL INICIO DEL CUADERNO
DE LA CIENCIA SOCIAL
VOLVER A CUADERNOS DEL PENSAMIENTO
|
|
|
|