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NOTAS EN ESTA SECCION
Un Ramos desconocido, por Juan Carlos Jara |
Weidlé o la
nostalgia de un mundo perdido, por Pablo Carvallo (Abelardo Ramos)
Carvallo sobre Verne, por Juan
Carlos Jara | El extraño sobrino
de Chateaubriand, Por Pablo Carvallo | El movimiento surrealista, Juan Carlos Jara
Juventud y agonia del surrealismo,
Pablo Carvallo | Nicolás Gogol, por
Juan Carlos Jara | Actualidad
de Nicolás Gogol, por Pablo Carvallo
Ernesto Sábato, por Juan
carlos Jara | El hombre y la
máquina, por Pablo Carvallo | Ghandi, por Juan
Carlos Jara
Cartas de Romain Rolland a Ghandi,
por Pablo Carvallo | Ramos y el cine, por Juan
Carlos Jara | La crisis de un arte
posible, por Pablo Carballo
Crítica de Ramos a las
letras de su tiempo |
La herencia cultural y la
clase trabajadora, por Pablo Carvallo
Cierre de la primera serie de artículos, por Juan Carlos Jara |
Hugo y sus batallas póstumas, por Pablo
Carvallo
Homenajeamos a Jorge Enea Spilimbergo a un lustro de su partida, por Alberto J.
Franzoia | Hombre,
Estado, Comunidad, por Jorge Enea Spilimbergo
Jorge
Abelardo Ramos y el lunfardo, por Juan C. Jara |
El lunfardo como evasión, por Jorge
A. Ramos | Ramos vs.
Borges, por Juan C. Jara parte 1
Jorge A. Ramos cree que a Borges, como a los ferrocarriles, hay que
nacionalizarlo parte 1 |
Ramos vs. Borges, por J. C. Jara parte 2
Jorge A. Ramos cree que a Borges, como a los ferrocarriles, hay que
nacionalizarlo parte 2 |
FORJA y su frustración política, por Juan C. Jara
¿Por qué fracasó FORJA?; por Enrique
Rivera
Iniciamos una nueva sección en nuestro Cuaderno que
hemos titulado Nuestros Maestros, sus aportes inéditos en Internet. En
próximas ediciones publicaremos en estas páginas virtuales un conjunto de
trabajos nunca antes aparecidas en el medio mencionado, que han sido producidos
por los más importantes maestros de la Izquierda Nacional y que, en algunos
casos, hasta son poco conocidos en impresión gráfica. La sección comenzará con
una serie de artículos escritos por Jorge Abelardo Ramos en 1952 agrupados con
el subtítulo: Un Ramos desconocido, sus textos literarios en el diario La
Prensa
Una aclaración necesaria: si bien todos nuestros materiales son de libre
reproducción, solicitamos a aquellos lectores interesados en utilizarlos en
otros sitios, que por favor no olviden citar los datos que serán consignadas
siempre a pie de página en cada una de nuestras inéditas publicaciones, a saber:
Responsable del hallazgo. Responsable de su digitalización. Responsable de su
publicación original en Internet. Desde ya muchas gracias.
Alberto J. Franzoia
Un
Ramos desconocido: sus textos literarios en el diario La Prensa
Por Juan Carlos Jara
En busca de material para la biografía de Cátulo Castillo que estaba preparando,
me topé, en una colección de “La Prensa” del año 1952, con una serie de trabajos
literarios de inusual enjundia y profundidad firmados por un tal Pablo Carvallo.
Rebusqué en mi memoria y no recordé a ningún crítico con ese apelativo por lo
que, basándome además en que un autor de esos quilates no podía haber pasado
desapercibido en su época, pensé de inmediato en la posibilidad de que se
tratara de un seudónimo. Poco después, en un libro de Norberto Galasso obtuve la
respuesta: Pablo Carvallo no era otro que el por entonces joven intelectual
marxista Jorge Abelardo Ramos.
La historia es más o menos así: el 4 de septiembre de 1951 el joven Ramos viaja
a Europa. Su padre le consigue una corresponsalía en el diario “Democracia”,
donde firma sus artículos como Víctor Almagro (artículos recogidos después en
libro, parcialmente, por la editorial Peña Lillo, bajo el título “De octubre a
septiembre”). Esas diarias notas en “Democracia” se publicaron entre enero de
1952 y septiembre de 1955. Al mismo tiempo, a partir de marzo de 1952 envía
desde París, casi a razón de una nota por semana, diversos textos sobre
literatura y temas de orden cultural que se publican en el suplemento de los
domingos de “La Prensa”, cuando era dirigido por César Tiempo. A la sazón el
diario de los Paz se hallaba en manos de la Confederación General del Trabajo.
Dichos textos, firmados con el seudónimo de Pablo Carvallo –apellido de su por
entonces flamante esposa- muestran a Ramos como a un conocedor profundo de los
movimientos culturales europeos de posguerra y de su contexto político e
históricosocial. El brillo de su prosa, mucho más acentuado en escritos
políticos posteriores, ofrece destellos que permiten avizorar su futuro de
notable escritor. Ramos tenía entonces 31 años. Regresa de Europa en abril de
1953 y colabora en “El Laborista”, con un nuevo nombre de pluma: “Mambrú”. Pero
ésa ya es otra historia.
Acerca del trabajo que hoy presentamos, cabe señalar que Wladimir Weidlé
(1895-1979) fue un crítico polaco, profesor de Estética en la Universidad de
Cracovia y autor de varios volúmenes de su especialidad, entre los que se
destaca “Les abeilles d’Aristèe” publicado en nuestro idioma como “Ensayo sobre
el destino actual de las letras y las artes” (Bs. As., Emecé, 1943). En este
libro -equiparado en su época con “La deshumanización del arte” de Ortega y
Gasset-, Weindlé analiza el hecho artístico de su tiempo y llega a la conclusión
de que el hombre del siglo XX “no encontrará el arte, a menos que vuelva a
encontrar la fe religiosa”, única fuerza “capaz de espiritualizar a las masas y
de unir de nuevo las almas atomizadas” dando un sentido a la actividad creadora
del artista. Ramos, obviamente, era de otra opinión y lo explicita en esta nota
firmada como Pablo Carvallo.
Weidlé
o la nostalgia de un mundo perdido*
Por Pablo Carvallo
De origen polaco, aunque francés por su formación espiritual, Wladimir Weidlé se
ha constituido en el crítico más lúcido de la crisis cultural de nuestro tiempo.
La conciencia de este drama se expresa en Weindlé bajo una postulación religiosa
-el regreso a un Dios extraviado por los hombres con eje en un universo
clásico-, pero su examen del destino presente a que ha sido conducida la
herencia cultural, proporciona un esquema de reflexión que no puede soslayarse.
La unidad espiritual creada por la preeminencia de la Iglesia en los siglos
medievales posibilitó la existencia de una concepción del mundo compatible con
la realidad de esa época. Dicha tradición permitió al artista encontrar en la
sociedad un punto de apoyo seguro para sus aventuras estéticas, pues la
comunidad humana parecía una estructura concluida, una órbita con leyes tan
inmutables como los aforismos aristotélicos. Esa visión y misión del artista
quedó rasgada con la aparición de una atmósfera nueva que fue la del
Renacimiento, una explosión estética y política que se había preparado con
lentitud molecular en los tiempos precedentes.
La universalidad geográfica instaurada por la burguesía, recién emergida de las
ciudades y ya dueña de los puertos ultramarinos, contribuyó a modificar las
bases materiales de un nuevo ordenamiento mundial. El Renacimiento ofreció a los
hombres la recuperación del pasado clásico, una revaluación de los poetas
paganos y de toda la escultórica griega, sumergidos hasta ese momento en la
opacidad del Medioevo. La pintura reflejó en el gigantismo de sus héroes las
fuerzas desplegadas, reprimidas hasta el día anterior, y esa desmesurada presión
hacia el esplendor físico encontraba su confirmación en la osadía de las
aventuras, trocadas por obra de la revolución técnica en aventuras burguesas: la
búsqueda de comarcas y continentes remotos se despojó del delirio puro para
encarnarse en la apetencia del oro y de las especias. El poderoso realismo
renacentista, aun bajo el ropaje religioso, pareció insinuarse en toda el alma
moderna. El hombre y con el hombre su expresión estética, sintió nuevamente sus
pies sobre la tierra, asistió a una transformación del mundo que sustituía el
poder eclesiástico o feudal por otro poder; igualmente sólido e inmutable. El
artista encontraba en todas partes los pilares materiales de una sociedad en la
que se apoyaba un mundo en el que había esperanza.
Todo el arte tradicional, entendiendo por tradicional un arte viviente y
legítimo, buscó y obtuvo las garantías objetivas necesarias que el artista
personalmente rechaza, pero que constituyen la condición primera de su arte.
Ninguna catástrofe histórica o social ofreció al arte la escena de creación. El
arte se manifestó siempre antes o después de la crisis, ya sea como una
anticipación intuitiva del caos o como su reflejo posterior. La Revolución
francesa no fue la obra de los enciclopedistas como generalmente afirman textos
negligentes. Pero resulta indiscutible que los filósofos racionalistas, que
vivían bajo el particularismo feudal nutridos del Renacimiento, dotaron al
proceso histórico de Francia de todas las condiciones críticas y espirituales
para impregnar hasta la médula la conciencia de los futuros jacobinos. Los años
del terror jacobino y del terror thermidoriano dejaron en silencio a los
escritores y artistas.
Varias décadas más tarde, aparecen los primeros novelistas que diseñarían, aún
desde el punto de vista crítico, las imágenes del acontecimiento. Balzac sería
el más eminente de todos ellos, y con Stendhal, el representante más notable de
una generación que desnudó el verdadero rol de los triunfadores y usurpadores de
la gran revolución. La condición monárquica del autor de “La Comedia humana” no
haría más que confirmar indirectamente el hecho de que un artista genuino puede
ser vencido por el mundo que evoca, a pesar de sus propias opiniones
circunstanciales.
La evolución inaugurada por el Renacimiento se encontró en su plena expresión en
el siglo XIX francés, testigo de las explosiones románticas, de las plataformas
utópicas y el realismo pequeñoburgués de la escuela de Zola. La naturaleza
expansiva del capitalismo ofreció un amplio teatro para el desarrollo de toda
clase de tendencias artísticas. Pero al mismo tiempo que ese sistema social
declinaba, el arte sintió que en el suelo se abría un abismo y que todos los
elementos estables de aquel mundo inmóvil entraban en disolución. Antes de que
Spengler enjuiciara la agonía del mundo occidental con su estilo de cruzado,
Herman Broch escribía “Los sonámbulos” y Thomas Mann despedía con su obra maciza
la literatura clásica alemana. A la manera de una catástrofe diluvial los
artistas perdieron sus viejos mitos, el realismo se transformó en surrealismo,
el romanticismo tardío de algunos derivó hacia el ilimitado colapso del delirio
puro. El siglo XX asistió a una verdadera desintegración de los valores
estéticos heredados.
El arte ha sufrido ya todas las aventuras posibles y ha hecho tabla rasa del
pasado: tiene ante sí lo desconocido absoluto o la reinvención de los gestos y
formas primitivos. La filosofía se vuelve hacia un irracionalismo medieval,
semimístico y semivital, pero desvitalizado, una sublime fuga hacia el infinito
frente a un mundo que ya no necesita ser pensado sino reconstruido. Wladimir
Weidlé, por su parte, aludiendo al destino actual de la novela, ha llamado a
nuestra época “el crepúsculo de los mundos imaginarios”, definiendo a los
personajes de la novelística documental como “héroes mecánicos”. Como todos los
críticos que aíslan el proceso estético del universo exterior y de las
implicaciones históricosociales que subyacen en la obra de arte, Weindlé ha
caído en el error de declarar agotadas las fuentes creadoras en sí mismas,
repitiendo en otra esfera la estrechez de Spengler, que suponía concluido al
mundo en vez de circunscribir esa ruina a la agonía del capitalismo con toda su
constelación de valores.
El estallido del lejano y torturado Yo, la rebelión o la capitulación de la
personalidad sujeta en los moldes de una sociedad en quiebra, la esperanza del
siglo XIX transformada en la desesperación del siglo XX, la inmersión de la
conciencia en los laberintos de sus propios límites, la enajenación de lo
racional en la evasión de un psiquismo sin destino, tales son los síntomas de
las letras y las artes contemporáneas. No existe en el vocabulario más palabra
que crisis para designar esta situación, esencialmente atribuible a la
disolución de la civilización capitalista considerada como un todo. Fenómenos
correlativos son el amor a la muerte, el rechazo de toda visión real del mundo,
la subversión de los valores clásicos, por una oscura noche de la que el artista
no desea salir, la búsqueda frenética de verdades trascendentes para ahogar en
la anonadación la furiosa realidad del mundo actual, que aniquila al artista
como el paisaje lunar al oxígeno.
Toda la obra de Weindlé es una rapsodia nostálgica. Alude a un mundo
definitivamente hundido en el pasado, pero no podrá esperarse ninguna
resurrección del arte ajena a un nuevo ordenamiento de la sociedad humana. Ni la
literatura soviética actual, fundada en un “ruso básico”, despojado de carne y
de sangre y sometido al látigo de la burocracia; ni las letras norteamericanas,
emergidas de un “inglés básico” que considera nuevo el realismo naturalista que
ya era viejo en Francia en los tiempos de Zola, pueden ofrecer a nuestros ojos
los fundamentos de una vigorosa literatura digna del gran caos de nuestra época.
Sobrepasada la crisis, el conjunto de las creaciones estéticas de estos años
aparecerá como un formidable ejercicio técnico de un periodo de transición,
dirigido a sentar las bases de un arte para todos los hombres. La literatura
actual no será, pues, solamente el post scriptum de un planeta muerto, sino la
amarga anunciación de un nuevo mundo.
*Publicado originamente en La Prensa, suplemento cultural, domingo 16 de marzo
de 1952)
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización:
Juan Carlos Jara
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno
de la Izquierda Nacional ( http://www.elortiba.org/in.html
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Por Juan Carlos Jara
En esta segunda entrega de los trabajos de “Pablo Carvallo”, presentamos este
delicioso texto publicado en la edición del 13 de abril de 1952 del suplemento
dominical de cultura del diario “La Prensa”. En él, el joven Ramos hace temprana
justicia con la figura de Julio Verne, traductor de “los sueños de una sociedad
profundamente empírica” y carente de espíritu poético. La tumultuosa etapa del
pujante capitalismo decimonónico nutre las proféticas ensoñaciones del novelista
francés, dato que Ramos se encarga de explicitar en la nota y, particularmente,
en este notable pasaje: “La revolución romántica y los telares mecánicos, la
guerra de Crimea y el chaleco rojo de Gautier, el cartismo británico y los
pantalones de George Sand, las utopías solares de Saint-Simon y el fusil de
repetición, la colonización del África y el descubrimiento de la fotografía
–epopeya del dinero, de la sangre y de la literatura-, todo el mundo hirviente
del capitalismo triunfante debía encontrar en Julio Verne su más alto soñador.
El equívoco de su celebridad debía alimentarse más de un siglo: fue leído por
los niños este escritor de los hombres”.
El
extraño sobrino de Chateaubriand
Por Pablo Carvallo
París, abril de 1952
Alguien lo llamó “el estúpido siglo XIX”. Se trataba de una exageración polémica
nutrida de un explicable despecho feudal. Ese siglo resume la adolescencia de la
modernidad y como toda adolescencia encierra ímpetu creador, tensión entre lo
trágico y lo cómico, fantasía y asombro, bastante salud y un poco de ridículo.
El progreso técnico estimuló las invenciones y la imaginación de los científicos
se sobrepasó a si misma. El mundo necesitaba ser conquistado hacia abajo y hacia
arriba, a lo ancho y a lo largo. Era un territorio excitante para la audacia.
Si el descubrimiento de América había sido el resultado de una equivocación
memorable, las empresas del siglo XIX estaban ya sometidas a un plan de
expansión meditada, nacidas de un exigente mercado mundial en desarrollo. El mil
ochocientos concluye con las aventuras puramente militares. Los hombres de
negocios toman la palabra y el planeta es su escena. Mientras algunos poetas se
vuelven a su paraíso subjetivo, otros vaticinan los descubrimientos técnicos y
se alimentan de las grandezas materiales en presencia para realizar su destino
artístico. La última nación que conoce una revolución industrial provoca la
aparición de Walt Whitman; el “Canto a la locomotora” será el más prescindible
de sus poemas, pero el mejor documento para situar el espíritu de los “pioneers”
del capitalismo norteamericano en 1860.
Si Europa es la dueña del siglo XIX, corresponde a Inglaterra el dominio de los
mares y a Francia la primogenitura política y literaria del Viejo Mundo: Hugo
inaugura la disección artística de una sociedad. A Julio Verne le toca fundar la
novela o folletín científico. Suyo es el vasto dominio de la fantasía técnica y
en tal carácter aparece medio siglo después de su muerte como el profeta del
siglo XX.
Desechado de las historias literarias, confinado a la voracidad infantil, Verne
continúa sin embargo siendo el autor más leído de Francia en el mundo. Esta
difusión se justifica no sólo por el hecho de que los triunfos científicos de
nuestra época han transformado al hombre en un maligno semidiós, sino sobre todo
porque Julio Verne (su estilo, su bonhomía, sus ilusiones) se diferencian
netamente de las “novelas científicas” actuales de Estados Unidos, poseídas de
un violento espíritu de exterminio. En unas y en otras se aprecia el abismo que
separa dos épocas del mundo.
Por ascendencia materna era sobrino de Chateaubriand, que obviamente no ejerció
ninguna influencia en Verne; su padre era escribano, hombre de leyes en quien
sobrevivía el hábito estricto de los gremios antiguos. Sus descendientes son más
notables: los críticos han encontrado las visiones de Rimbaud y de su “Barco
ebrio” en algunas paginas fosforescentes de “Veinte mil leguas submarinas”
(científicos recientes han comprobado que en las películas registradas en la
profundidad oceánica la fauna y la flora coinciden con la descripción de Verne),
Georges Claude ha confesado que encontró el principio de la utilización de la
energía térmica de los mares en una frase del capitán Nemo; Charcot, en fin,
declara: “Es el capitán Hatteras quien me ha revelado mi vocación”.
En esta extraña relación entre el mito literario y los productos técnicos debe
verse una confirmación de la influencia de la realidad histórica sobre las
letras. En Thomas Moro o en Campanella las visiones utópicas no poseen este
carácter práctico. Aluden solamente a un nuevo tipo de sociedad, armonizada por
obra de la conciencia y la voluntad. Pero sus obras no despliegan una
anticipación del proceso científico; son poetas pero no profetas. En Julio Verne
encontramos, por el contrario, una profecía exenta de poesía. Es el augur de la
máquina. Jack London, en su “Talón de Hierro”, examina de un modo inverso el
futuro. El capital financiero apropiado de las conquistas técnicas de la
sociedad, eleva su poder despótico sobre el mundo mecanizado y conduce, según
London, a un estancamiento ilimitado de la vida humana. En “La peste escarlata”
London completa su visión: una fiebre victoriosa e irresistible ciega la vida de
los hombres, las grandes ciudades se truecan en cementerios, la civilización se
detiene y los escasos sobrevivientes ambulan como sonámbulos entre los edificios
vacíos. Lentamente, la especie se recrea y el mundo recomienza su periplo
histórico, en una escala técnica más baja. Jack London escribía su obra en 1907,
después de la muerte de Verne y sin las ilusiones del siglo XIX.
La obra de Julio Verne es más templada. Su época estaba devorada por la pasión
geográfica y este hijo de escribano vuelca en sus novelas las aventuras
reprimidas de su juventud, escala las montañas más altas y desciende a los más
hondos abismos del planeta, indaga las intimidades geológicas y embriaga los
sueños de una sociedad profundamente empírica, que habrá de utilizarlos en su
provecho. Verne anticipa el opio del cine y su triunfo coincide con la expansión
mundial del cable submarino y del apetito de “noticias”, con la transformación
del periodismo político de “élite” en periodismo comercial de masas,
metamorfosis operada, entre otros factores, por el nacimiento subyugante del
folletín.
“Le Temps” trasmite diariamente al mundo las ultimas cotizaciones de bolsa y el
capítulo correspondiente de “La vuelta al mundo en 80 días”, mientras la
multitud exaltada reunida ante el domicilio de Ponson Du Terrail exige a gritos
la resurrección de Rocambole, asesinado por el folletín del día anterior.
La revolución romántica y los telares mecánicos, la guerra de Crimea y el
chaleco rojo de Gautier, el cartismo británico y los pantalones de George Sand,
las utopías solares de Saint-Simon y el fusil de repetición, la colonización del
África y el descubrimiento de la fotografía –epopeya del dinero, de la sangre y
de la literatura-, todo el mundo hirviente del capitalismo triunfante debía
encontrar en Julio Verne su más alto soñador. El equívoco de su celebridad debía
alimentarse más de un siglo: fue leído por los niños este escritor de los
hombres.
Sus novelas remontaron la realidad humana y social de su tiempo, rarificaron la
miseria y el drama de las criaturas de carne y hueso para inventar el
helicóptero y el submarino, la lámpara de gas y la bomba de aire líquido, la
utilización de la energía térmica del mar, el micrófono y el altoparlante, el
carro de asalto, los rascacielos, la publicidad por proyección luminosa sobre
las nubes, la astronáutica, el bombardero teleguiado. Julio Verne concibió el
arrojo humano y la ciencia como instrumentos del dominio sobre la naturaleza,
desechando toda investigación sobre las leyes motrices de este proceso en
apariencia tan idílico.
El mundo que Verne soñó e hizo soñar está realizado. Esto implica el comienzo de
la vejez y la gloria del escritor. Pero de aquellas gentes ilusionadas con el
viaje a la Luna a este mundo actual presidido por Marte, hay un foso más
profundo que el recorrido en “Un viaje al centro de la Tierra”. Las faunas que
Verne descubrió en sus viajes ilusorios, sentado en su silla de Amiens, pueden
contemplarse hoy en los “acuariums”. Ya no hay sueño ni ensueño en la técnica
terrestre, sino pura pesadilla diurna. Julio Verne está lejos, hundido en el
museo imaginario de otro siglo. Escribiría hoy novelas negras aquel que una vez
dijo: “Todo lo que se ha hecho de grande en el mundo, fue hecho en nombre de
esperanzas exageradas”. Pero ése fue su sueño más real.
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización: Juan Carlos Jara
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Nacional (
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Por Juan Carlos Jara
Presentamos nuestra tercera entrega de los escritos de crítica literaria de
“Pablo Carvallo”, seudónimo juvenil de Jorge Abelardo Ramos. En esta ocasión su
tema es el movimiento surrealista. Nos interesa destacar dos aspectos laterales
en este artículo de 1952. Primero, el uso del humor mordaz y corrosivo que fue
una de las características relevantes del Ramos posterior; por ejemplo cuando
habla de los autores volcados “a las musas mejor retribuidas del stalinismo” o
cuando expresa: “la primera guerra fue ‘una guerra para acabar con todas las
guerras’; los últimos treinta años han probado fehacientemente que un nuevo
conflicto será suficiente para acabar con todos los hombres”. En segundo
término, su clara perspectiva acerca de la relación entre el hecho literario y
“los acontecimientos de la realidad visible”. La metodología esbozada en los
primeros párrafos del texto le servirá para enmarcar un lustro más tarde las
penetrantes indagaciones de “Crisis y resurrección de la literatura argentina”,
libro tan imprescindible como largamente silenciado. Él constituye, a nuestro
juicio, una suerte de colofón, en clave nacional, de la serie de artículos del
diario “La Prensa” que venimos rescatando en esta sección.
Juventud
y agonía del surrealismo
Por Pablo Carvallo
París, abril de1952
Se supone que una guerra es un acto independiente de la historia humana, un
minuto negro, un bautismo escarlata y un asunto de los políticos profesionales.
Esta disociación deliberada de un proceso tan múltiple ha contribuido a cortar
las raíces que unen al arte con los acontecimientos de la realidad visible. Un
examen más reflexivo de la cuestión conduciría, sin embargo, a filiar ciertos
movimientos artísticos con la crisis de la civilización actual, identidad no
siempre legítima, pero que en nuestro siglo deviene insustituible para dilucidar
los secretos últimos de la desesperación ética y estética de que somos testigos.
La primera guerra fue “una guerra para acabar con todas las guerras”; los
últimos treinta años han probado fehacientemente que un nuevo conflicto será
suficiente para acabar con todos los hombres. Fue precisamente en 1916, cuando
los ejércitos europeos completan sus tareas de exterminio recíproco y los
pastores de almas a lo Bertrand Rusell o Romain Rolland invocaban el sentido
común para sellar la paz, que Tristán Tzará, un poeta rumano, fundaba en Suiza
el movimiento “Dadá”
El dadaísmo constituyó una revelación mágica para la joven generación
intelectual, hundida en el barro de las trincheras. Se trataba de una respuesta
irracional, espontánea y aparentemente absurda, al caos del mundo. Los poetas de
veinte años proclamaron con inaudita violencia verbal su derecho a la rebelión
artística, a la destrucción de los viejos valores, la burla trágica contra la
falsa seriedad académica, el “porque sí” contra la pompa. Tzarà compone poemas
químicos o estáticos, afirma que “el pensamiento nace en la boca”, sus amigos
depositan ramos de flores a los pies de un maniquí y despliegan una técnica de
espectacular provocación en las atónitas calles de Zurich o París, promoviendo
escándalos en los teatros, en las exposiciones o en los cafés.
Era una exploración típicamente romántica contra una sociedad que los ahogaba:
al manicomio del capitalismo los artistas oponían su propio manicomio, a la
hipócrita sociedad del mundo oficial se contestaba con una seriedad dramática,
escondida bajo la máscara poética. El dadaísmo rechazaba paradójicamente al arte
y adoraba los productos humildes de uso común, inventaba máquinas inverosímiles
y poemas de una asombrosa alquimia. La desesperación había llevado a la búsqueda
de lo imposible; se había trocado en una esperanza sin límites, en un júbilo
físico por lo nuevo, en una execración de lo viejo, lo vano y lo falso.
Mientras los vencedores de la primera guerra se repartían el mundo colonial y
las posesiones asiáticas y africanas, probando que el objetivo de la guerra era
un grandioso fraude, el dadaísmo se convertía en el eje de toda la nueva
generación europea de intelectuales, harta del fraude y de las formas caducas.
Un periodista de la época describe en estos términos las farsas iniciales de un
acto público del dadaísmo: “Con el mal gusto que los caracteriza, los dadaístas
esta vez han apelado al resorte de lo terrorífico. La escena se desarrolló en un
sótano y todas las luces estaban apagadas en el interior del local. Por una
trampa subían gemidos. Un gracioso, escondido tras un armario, injuriaba a las
personalidades presentes… Los dadaístas, sin corbata y con guantes blancos, iban
y venían de un lado al otro… Andrés Bretón masticaba fósforos,
Ribemont-Dessaignes gritaba a cada momento: ‘Llueve sobre una calavera’. Aragón
maullaba. Philippe Soupault jugaba a la escondida con Tzará, en tanto que
Benjamín Peret y Chouchoune se daban la mano continuamente. En el umbral,
Jacques Rigaut contaba en voz alta los automóviles y las perlas de los
concurrentes…”
El dadaísmo estaba poseído de un nihilismo de alta tensión, corrosivo, acústico,
grotesco. Era una liberación de la represiva atmósfera de guerra y del
estancamiento general del arte. Pero no tenía fines creadores. La necesidad de
un movimiento que cristalizara las victorias de esa rebelión originó la
divergencia entre Andrés Bretón y Tristán Tzará. Al programa de “Dadá”: “Nada,
Nada, Nada”, se opuso la afirmación apasionada de Bretón: “Sólo lo maravilloso
es bello”. El surrealismo nacía en 1922 con esa ruptura, pero sólo tomaba de
“Dadá” algunas gotas de ácido nítrico; el resto de su doctrina debía buscarse en
las investigaciones de Freud y en el hastío de la sociedad capitalista, que
sublevó a los poetas surrealistas como el “bourgeois” del otro siglo indignaba a
Gerard de Nerval.
Bretón y sus amigos se sumergieron en el psicoanálisis como en un misterioso
océano: postularon la “escritura automática”, el relato de los sueños cotidianos
vertidos sin esfuerzo en el papel o la tela, la indagación frenética del destino
humano. Se enteraron de la concepción de Einstein sobre la naturaleza del
universo y juzgaron que algo realmente “nuevo” se insinuaba en el mundo. La
revolución rusa contribuyó poderosamente a inyectar energía al surrealismo, que
a pesar de rehusar confundirse con esa tendencia política, se expresó de la
revolución como si fuera la suya: si en la primera etapa el órgano del grupo de
Bretón se titulaba “La revolution surrealiste”, en la segunda apareció ya como
“Le surrealisme au service de la revolution”.
Esta aparente amalgama entre el instinto y la razón, el subconsciente y la
máquina, Isidoro Ducasse y Lenin, entre el nihilismo hacia la cultura y un arte
nihilista, entre el surrealismo y el comunismo, fue uno de los rasgos más
característicos de ese movimiento que como toda escuela romántica reunía el
candor con el calor, la furia con la debilidad. El surrealismo, aún en sus
mejores momentos, no expresó otra cosa que la irritación de algunos poetas
frente a la quiebra de la tradición occidental. Freud no es responsable de un
malón estético semejante que, sin embargo, ha influido en el estilo posterior de
la literatura. “Una confesión que usted debe recibir con tolerancia –escribía en
1932 Freud a Bretón-: a pesar de que he recibido tantos testimonios de interés
de usted y sus amigos hacia mis investigaciones, no estoy en situación de
entender claramente lo que es y lo que quiere el surrealismo. Puede ser que yo
no sea hecho para comprenderlo, ya que estoy tan alejado del arte”.
El surrealismo pretendía implicar toda una concepción del mundo y de la vida, un
modo activo de ser y de creer, despojado de los hábitos y de los mitos
tradicionales. Volviéndose hacia los tótems de la selva, asumiendo los
surrealistas mismos gestos selváticos, apedreando las academias en un sentido
literal de la palabra, abominando del trabajo y exigiendo un febril ocio
consagrado a los placeres y a la búsqueda de lo milagroso en estado bruto, el
surrealismo vivió como un capítulo singularmente ruidoso durante el periodo
comprendido entre las dos grandes guerras. La mayor parte de sus adherentes en
las primeras horas se–como Luis Aragón, Paul Eluard e incluso el precursor
Tristán Tzará.
Rechazando toda relación con la literatura (Bretón escribía: “nada tenemos que
ver con ella”) los surrealistas querían la “total liberación del espíritu” y
unir “la palabra surrealismo a la palabra revolución, únicamente, para mostrar
el carácter desinteresado, desvinculado y hasta absolutamente desesperado de
esta revolución”. Extraña coincidencia entre aquellos jóvenes literatos –a pesar
suyo- de 1922, que abrían encuestas tituladas: “¿Es una solución el suicidio?” y
los modernos existencialistas de Sartre, en quienes la palabra “desesperanza”
aparece como un “leiv- motiv”. Si la primera posguerra originó la triunfal
irrupción del surrealismo orgulloso de su juventud y tocando los tambores de un
nuevo verbo, la segunda posguerra cobijó al existencialismo: un discursivo
movimiento fúnebre que refleja la crisis pero no la contraría, pues es la
conciencia razonante de que no existe salida terrestre. Con un método
filosófico, Sartre vuelve a encontrarse con la misma conclusión obtenida por
Tristán Tzará con medios instintivos: Nada, Nada, Nada.
El surrealismo, reducido a Bretón y a un núcleo sobreviviente, ha agotado ya sus
posibilidades creadoras. Si la crisis de 1920 lo lanzó a la vida, la crisis de
1952 lo ha devuelto al vacío definitivo, es decir, pertenece ya a la historia de
la literatura, esa especie de muerte civil que hubiera aterrado al Bretón de
otros tiempos. La lección del surrealismo es, quizás, que una gran aventura
estética no puede triunfar por sí misma. Cumplió su función de acelerar el
crepúsculo de los mitos: ahora el propio surrealismo es otro mito sepultado.
LA PRENSA, Suplemento Cultural.
Domingo 27 ABRIL de 1952
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización: Juan Carlos Jara
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de la Izquierda
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Por Juan Carlos Jara
Uno de los más logrados trabajos de crítica literaria de Pablo Carvallo es éste que presentamos hoy, publicado en el suplemento dominical de “La Prensa” el 23 de abril de 1952. La figura de Nicolás Gogol –supremo crítico de la maquinaria burocrática zarista- le sirve al joven Ramos para censurar a esa otra “burocracia reciente”, la del régimen stalinista, todavía en pleno vigor por esa época. Resulta interesante destacar la analogía que realiza entre dos autores aparentemente tan opuestos como Gogol y Kafka y los frecuentes toques de ácido humor, presentes ya en estos escritos juveniles de Ramos, a no dudarlo, una de las máximas plumas argentinas del siglo XX. Por ejemplo éste, tan característico de su estilo: “La Rusia bizantina ofrecía un amplio terreno para las letras y la química; a veces la literatura suplía a los componentes químicos y sus resultados eran más devastadores y sobre todo más trascendentes”.
Actualidad
de Nicolás Gogol
Por Pablo Carvallo
En una pequeña aldea de Sorotchinsk nacía en 1810 Nicolás Gogol. Ucrania era una
vasta tierra dorada por el sol, otra de las naciones alógenas unidas al imperio
zarista por los hilos centralizadores de una inmensa burocracia. La casa paterna
era un viejo edificio rodeado de árboles y el padre del niño gozaba de una
situación de propietario rural que se dejaba vivir bajo la protección de un
terrateniente amigo. Gogol pasó su infancia en la libertad de un medio
cultivado: su familia y el terrateniente vecino pertenecían a los círculos
intelectuales de la época. El rico folklore ucraniano, las canciones de remota
ascendencia, el amor a los clásicos rusos, el goce del teatro, eran hábitos
regulares de la pequeña sociedad campesina en cuyo seno se formó la personalidad
infantil de Gogol. Su padre era un hombre que combinaba el buen humor del
ucraniano típico con accesos de melancolía profunda, movimiento pendular de su
espíritu atribuible no sólo a las limitaciones de la vida rural sino a su propia
frustración como hombre. Gogol repetiría en escala genial esos rasgos paternos y
los incluiría en su obra futura.
Los primeros años de su adolescencia pasaron en estudios intermitentes: Poltava,
Niejine. El joven Gogol no fue buen estudiante: a su temperamento dispersivo se
unía el sistema regimentado de la enseñanza rusa, la ortodoxia profesoral y las
ondas eléctricas que recorrían el imperio desde la sublevación y derrota de los
“dekabristas”. Todas las astillas de una sociedad en disolución, los humildes
tipos humanos que reaparecerían en las páginas del Gogol adulto, los campesinos
barbudos agobiados de impuestos, el humor trágico de las bromas populares, los
imponentes inspectores de escuelas entorchados de condecoraciones y frases,
pasaron bajo los ojos ávidos de Gogol en esos años estudiantiles.
Las letras ya lo atraían: el romanticismo alemán era su modelo, Pouschkin su
dios terrestre. Pero San Petersburgo era la capital lejana y feérica, la escena
para realizar su ambición naciente. El ambiente provincial de Niejine lo
ahogaba: “Cómo es de duro –escribía a su padre- estar enterrado con seres
villanamente desconocidos, en un mutismo mortal. Tú conoces a todos nuestros
‘habitantes’, aquellos que viven en Niejine. Han aplastado bajo su capa
terrestre, bajo su suficiencia mezquina, la alta voluntad de ser hombres. Y es
entre estos seres que debo arrastrarme…”.
En 1828 se realizó su deseo apasionado de vivir en San Petersburgo. En esa
ciudad comenzó su aprendizaje de la miseria urbana, frecuentó los círculos
intelectuales y artísticos, consiguió un modesto empleo en el más bajo escalafón
de la burocracia zarista y completó su experiencia de los hombres. Sus primeros
escritos interesaron a Pouchkin, que lo estimuló al trabajo. En el mundo
literario ruso se cristalizaban todas las aspiraciones de una nación sofocada
bajo el absolutismo. Prohibida la existencia política, la literatura reunió las
mejores energías intelectuales y operó en ese siglo un verdadero renacimiento
espiritual; el siglo XVIII francés se expresó en Rusia en el siglo XIX. Gogol
absorbió íntegramente la tradición multinacional, utilizó las riquezas
folklóricas de Ucrania y los caracteres trágicos de las grandes ciudades rusas
para forjar un friso satírico de incalculable potencia.
En 1851 apareció publicado el libro “Las veladas de la aldea”, y un poco más
tarde veía la luz “Taras Bulba”, la epopeya cosaca. Su genio nacional, sin
embargo, tomaba impulso en esos notables ejercicios parciales, antes de dar el
salto definitivo hacia “Las almas muertas” y “El revisor”.
El siglo XIX estaba presidido por el absolutismo más feroz, pero este régimen se
encarnaba en la burocracia, una inmensa red administrativa que expresaba en toda
la vida del país la pesadez, la ineficacia y la pompa vacía del zarismo. Antes
que Gogol dibujara a su “revisor”, el héroe ya existía en todos los estratos del
Estado, como el símbolo grotesco del marasmo general. La burocracia rusa,
heredera de la Edad Media y de los emporios comerciales, más asiáticos que
europeos, gravitaban en la existencia de la nación como una siniestra montaña de
papel. Así como Franz Kafka expresó en “El proceso” el carácter tentacular de la
administración de la justicia –un opresivo laberinto, inatacable e inexorable
como un universo mecánico-, Gogol inaugura en la literatura rusa el realismo
satírico, retratando sin piedad a los tipos humanos producidos por el zarismo.
En la creación kafkiana se advierte, bajo un lenguaje enrarecido, el destino de
las criaturas atrapadas por el mecanismo de una burocracia inapelable, vale
decir, la Burocracia. Se trata de una versión moderna de la tragedia: una lucha
entre el hombre desvalido contra el absoluto, materializado en la omnipresencia
de la sociedad jurídica. Pero en la obra de Gogol la tragedia subyace y los
héroes juegan su rol con el lenguaje de la sátira. La abstracción poderosa de
Kafka se vuelve superflua, la máquina burocrática tiene carne y sangre, toda la
jerarquía de valores se desnuda bajo el ácido de su retina de artista. Su obra
no posee la implacable amargura de Schedrin, al desfibrar la ruina de la nobleza
provincial rusa: Schedrin no tiene humor, Schedrin viaja al abismo y se instala
en él. La impotencia anímica de los débiles descendientes de los boyardos,
envueltos en las redes de usura, de su increíble mezquindad y de su decadencia
irrevocable, no suscita en el autor de “La familia Gobulev” ninguna reacción en
la esfera de lo cómico. Pero basta recorrer “Las almas muertas” para indicar que
el humor de Gogol no es sombrío: una suave irradiación solar se esparce sobre
sus tipos y la tensión anecdótica se resuelve por una corrosiva comicidad
derivada de un mundo en quiebra con delirio de grandezas. El drama no está
ausente, sin embargo de sus textos. Nada hay más próximo a la risa que las
lágrimas. Si la crítica del monstruo burocrático alcanzó en Gogol una
profundidad incomparable, se debió esencialmente al hecho de que su obra nacía
en un medio social preparado para la crítica. Los satíricos no nacen en el
desierto. La Rusia bizantina ofrecía un amplio terreno para las letras y la
química; a veces la literatura suplía a los componentes químicos y sus
resultados eran más devastadores y sobre todo más trascendentes. La risa, esa
misteriosa válvula del alma, equivalía en el panorama histórico del país a los
atentados terroristas: la burocracia tomó muy en cuenta el sentido implícito en
la obra de Gogol. El autor de “El revisor” no estaba solo. Vivía en el siglo de
Bielinsky, de Chernichevsky, de Pouschkin. Schedrin, Chejov, Dostoievsky,
Turguenev completaban el cuadro, y si algunos de ellos alimentarían más tarde la
fábula típicamente europea del “alma eslava”, no es menos cierto que las
tragedias individuales refractaban una profunda crisis colectiva, sin cuya
existencia, no puede nacer una alta tensión dramática en el arte. La literatura
resumía la energía nacional, despilfarrada por la burocracia y por su cúpula
imperial. La sátira de Gogol apareció como una revelación escandalosa, a pesar
de la prudencia de su autor. Con su obra, se devolvía a la resistencia general
la alegría amarga de una “intelligentzia” juvenil dispuesta al ataque creador.
Todas las angustias y aspiraciones reprimidas toman carta de ciudadanía en el
estallido literario. Un gran escritor se convertía en el eje de una gran
esperanza. Por ese motivo la desilusión de la nueva generación literaria frente
a la abjuración de Gogol asumió un sesgo tan violento. Después de estrenar en
San Petersburgo, en 1836, su obra “El revisor”, Gogol se encuentra sometido a un
fuego cruzado. La obra indigna a todas las jerarquías de la burocracia y del
mundo oficial. Los periódicos lo cubren de denuestos, algunos literatos
prudentes le retiran el saludo. Gogol se encuentra aterrado: “Todo el mundo está
contra mí. Los funcionarios ancianos y respetables gritan que yo no tengo nada
por sagrado, puesto que me atrevo a hablar de las gentes de la administración.
La policía está contra mí, los comerciantes contra mí, los literatos también… El
menor índice de verdad y todo se lanza contra uno, no solamente un hombre, son
castas enteras”. El genio inconsciente de Gogol era más poderoso que la débil
criatura que lo cobijaba. Gogol se marcha a Roma, sumido en una honda depresión,
sin escuchar las voces de aliento de toda la nueva generación intelectual que,
con Bielinsky a la cabeza, lo aclamaba como a un nuevo maestro. En esa
emigración voluntaria, Gogol se consagra a terminar el manuscrito de “Las almas
muertas”, en el que cifra una alta ambición. La publicación de esas páginas
cautivantes y terribles origina otro escándalo, con gran sorpresa y confusión de
Gogol, que destacado ante los ojos de la posteridad como un niño tímido que
fuera el confidente de un genio, lleva dentro de sí maravillosas voces
interiores, recogidas en las capas más profundas del pueblo ruso y las copia con
su nombre, a la manera de un acto de magia nocturna. Gogol no parece adquirir
nunca conciencia de su obra de su penetrante sentido y de su destino ulterior.
La indignación gubernativa lo anonada. Escribe rápidamente, para expresar a las
esferas oficiales su completa capitulación, un volumen titulado “Extractos de
cartas de mis amigos”, en os que eleva a las alturas de la divinidad al régimen
de Nicolás I, donde se acusa a sí mismo de haber calumniado a su país, de no
conocer la gramática ni respetar a la santa Rusia.
Esta renuncia total a su obra provoca otra ola de protesta esta vez originada en
los círculos de la juventud literaria. Bielinsky le dirige una amarga carta, que
vuelca más aún a Gogol a un estado de aguda melancolía. Como correspondía la
lógica de las cosas, el volumen de autosuplicio de Gogol constituye un fracaso
completo.
De regreso a Rusia, se dedica a una minuciosa tarea para hacer olvidar su nombre
en la literatura: escribe la segunda parte de “Las almas muertas”, una lívida
rectificación de los capítulos precedentes que no logra convencer a los
contemporáneos ni a la posteridad. Sus escenas suenan a falso, pues la creación
imaginativa no era el fuerte de Gogol. En la medida que la presión del
absolutismo destruye los resortes morales del escritor. Gogol muere como
artista. La imaginación, torturada por la enfermedad del miedo, no podía
reemplazar a la cantera formidable de la realidad social, de la que Gogol había
extraído sus personajes vitales. Los espectros de la segunda parte son, en
verdad, almas muertas, criaturas desecadas de sentido y miserable tributo a la
burocracia triunfante.
La segunda muerte de Gogol se verifica en 1852, hace un siglo y, cosa
sorprendente, los acontecimientos de los últimos treinta años en la patria del
gran artista han revitalizado la obra incisiva, hasta volverla de una actualidad
increíble. Si la burocracia zarista se encontró retratada a sí misma en “El
revisor”, la nueva burocracia es aún más ciega que su predecesora. Bajo las
fanfarrias de las conmemoraciones Gogol aparece hoy no sólo como un documento
inaudito de la historia literaria rusa y una de las figuras más notables de las
letras universales, sino como el satírico de una nueva realidad aplastada por la
burocracia reciente, con un diferente contenido social, pero con el mismo rostro
fatídico. El autor de “Las almas muertas” eleva su figura en una plaza del siglo
XX. Inmovilizado en su máscara de bronce, el satírico sonríe con un gesto
trágico. El Revisor vive todavía.
París, marzo de 1952.
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Ernesto
Sábato
Por Juan Carlos Jara
Por primera vez en estos artículos del joven Ramos que estamos reeditando, la
crítica se centra en un libro de autor argentino. “Hombres y engranajes”, de
1951, es un texto en el que Ernesto Sábato -escritor con quien Ramos mantuvo
siempre una relación ambivalente de simultáneas “apologías y rechazos”-
testimonia el derrumbe de lo que él denomina “capitalismo maquinista”. Éste,
producto grotesco de una fe ciega en la Razón, la Ciencia y el Progreso de las
ideas (así, todo con mayúsculas) provoca la aversión profunda del ex científico
Ernesto Sábato, quien, siguiendo a Berdiaeff, constata con pesar: “Dos guerras
mundiales, las dictaduras totalitarias y los campos de concentración nos han
abierto por fin los ojos, para revelarnos con crudeza la clase de monstruo que
habíamos engendrado y criado orgullosamente”. Ramos comparte la descripción
hecha por Sábato pero difiere de sus conclusiones. No es la ciencia por sí misma
ni el frankesteiniano maquinismo la causa de la debacle. Escindir el desarrollo
científico y tecnológico del sistema económico y social que lo hospeda y da
origen constituye el error básico de esa visión esencialmente reaccionaria con
la que el célebre novelista rojense pretende abolir el mundo real y guarecerse
en la cripta de un antiintelectualismo sin destino. “La historia no es una suma
de catástrofes –señala Ramos-Carvallo con impecable dialéctica-: es una tensión
dramática entre diversos regímenes sociales en pugna, entre formas estéticas
hostiles o crisis religiosas. No hubo un Renacimiento. Hubo varios y muchos
crepúsculos acompañaron como una sombra a esas cimas del orgullo y el poder
humanos. El aparente predominio de la máquina sobre el hombre no es otra cosa
que la preeminencia del capital financiero sobre el mundo”.
El
hombre y la máquina
Por Pablo Carvallo
París, abril 1952
Asistimos a un extraño divorcio entre el pensamiento y la realidad: la filosofía
y la literatura regresan al individuo como problema, mientras el mundo parece
dirigirse a recrear al hombre en la humanidad. Naturalmente, esta enunciación
parte de ciertas convenciones metodológicas. Es imposible ponerse de acuerdo, no
sólo con las conclusiones sino aún con el planteo, sin definir previamente los
prerrequisitos del asunto. La serie de catástrofes históricas acumuladas sobre
las espaldas del hombre moderno ha vulnerado su seguridad física y su universo
espiritual. Esto no exige demostración. A la crisis básica de la civilización
capitalista le ha sucedido una desfibración profunda de la tradición cultural,
manifiesta en la dirección y el sentido de las actuales actividades estéticas y
filosóficas. Hablar hoy del “hombre moderno”, implica establecer una radical
diferenciación del “hombre moderno” de hace medio siglo.
Desde el Congreso de Viena hasta 1914 se mantuvo vigente un sistema de ideas y
un estilo de vida que ha desaparecido en la tempestad de las últimas décadas.
Cumpliendo la misión que le corresponde, la filosofía, a través de algunas
personalidades eminentes, intuyó esta mutación e inició un retorno a la
metafísica que ha alcanzado en nuestros días su más deprimente expresión. La
evolución de la era maquinista, el establecimiento del mercado mundial y la
inmersión del hombre en la fábrica, en la especialización o en el delirio
urbano, han sido los rasgos prácticos y visibles de la civilización burguesa en
su edad imperialista.
Pero la marcha de la historia política no coincide siempre con el proceso
intelectual o estético. Un pensador danés muerto hace un siglo había postulado
ciertas ideas redescubiertas hoy por su espíritu singularmente trágico,
apropiadas para revestir la desorientación y la crisis de la intelectualidad
contemporánea ante el panorama actual del mundo. Kierkegaard estableció el punto
de partida del existencialismo. Sus continuadores y exegetas –Jaspers, Marcel,
Heidegger, Sartre- han desarrollado hasta sus últimas consecuencias la
naturaleza antiintelectualista de esa corriente, y a pesar de sus infinitos
matices todos ellos coinciden en situar el problema del hombre como el de una
criatura frágil que no posee ninguna solución terrena. En su visión de la vida
como una “anticipación hacia la muerte”, Heidegger expresa con bastante claridad
el espíritu general de esa tendencia, en el fondo profundamente religiosa, en la
forma exageradamente nihilista.
Del existencialismo surgirán sin duda nuevas fugas místicas, refugio general de
toda metafísica, por más púdica que sea. Si la filosofía, por su mismo carácter
hermético, ha sido siempre tema de especialistas, ¿a qué se debe esta rápida
popularidad del existencialismo? Hablar de una moda sería absurdo. No se
recuerda la “moda” de Kant. En verdad su difusión, que contribuye más a
oscurecer su significado que a esclarecerlo, obedece a causas más importantes
que los de un auge corriente de una escuela. El existencialismo, más que un
pensamiento del siglo XX, es un estado de ánimo de vastas capas sociales que en
él encuentran la generalización de su propia angustia ante una realidad que
niegan con todas las fuerzas. En apariencia se trata de una rebelión contra el
universo del átomo y de la bomba (algo así como un romanticismo más letrado,
como un dadaísmo menos grosero, como un surrealismo más consciente), pero en
realidad responde a una necesidad de los intelectuales de encerrarse a sí mismos
como en una cripta y abolir el mundo.
A pesar del hecho de que los existencialistas y parientes más próximos niegan
toda posibilidad de aprehensión del mundo por métodos racionales (afirman la
supremacía de la existencia frente a la esencia y aluden a una “vivencia” de
carácter impalpable y misterioso) su filosofía es un formidable ejercicio de
razonadores. Antirracionalistas por definición, un implacable análisis preside
sus investigaciones, dirigidas, sobre todo en su fase práctica, a invalidar los
progresos de la técnica y a definirla como un monstruo con espíritu propio.
Resulta evidente que el desarrollo científico de nuestro tiempo ha dejado muy
atrás el asombro cuantitativo de nuestros abuelos frente a la invención del
cable submarino. En la época de Julio Verne el viaje a la Luna era motivo de una
novela, en nuestros días es asunto de un laboratorio con fondos votados por
algún Parlamento. Ante esto, y la guerra bacteriológica y las armas atómicas, se
puede llorar o reír, pero Spinoza aconsejaba comprender. La edad de la máquina
no ha sido el resultado de un espíritu maligno insinuado en el alma de los
hombres, sino el producto de una lenta evolución de las formas productivas que
han elevado el poder del hombre sobre la naturaleza, sin que ese proceso técnico
suprimiera, por supuesto, la explotación del hombre por el hombre.
En un libro reciente escrito por el argentino Ernesto Sábato (“Hombres y
engranajes”) se expresa ingeniosamente la melancólica tesis de que la ciencia y
la técnica son fenómenos que deben ser considerados en sí mismos y cuyas
demoníacas proporciones actuales son “como concreciones metálicas de objetos
ideales, eternos y sobrehumanos, realizaciones en acero de ideas pertenecientes
al universo matemático”. Sábato se pregunta si, después de todo, lo peor no sea
el capitalismo sino el maquinismo. Esta disociación, realmente singular, permite
al autor imbuir a su análisis de la vaguedad necesaria. Su crítica de la máquina
es puramente romántica, pero la ansiedad metafísica comparte su lugar con un
panorama descriptivo esencialmente justo. Como Sábato se burla de las leyes
históricas objetivas, no está en condiciones de extraer las consecuencias
inmediatas y futuras de esas leyes. Su enérgica condenación de la civilización
actual es absolutamente correcta, aunque el autor se manifieste incapaz de
penetrar el sentido objetivo del proceso técnico: asimilar el marxismo con el
stalinismo, descomponer el capitalismo en la entelequia maquinista, fundir la
historia con la catástrofe… son otros tantos excesos atribuibles a esa
postración de los intelectuales modernos a que nos hemos referido.
La historia no es una suma de catástrofes, como Berdiaeff- Sábato suponen: es
una tensión dramática entre diversos regímenes sociales en pugna, entre formas
estéticas hostiles o crisis religiosas. No hubo un Renacimiento. Hubo varios y
muchos crepúsculos acompañaron como una sombra a esas cimas del orgullo y el
poder humanos. El aparente predominio de la máquina sobre el hombre no es otra
cosa que la preeminencia del capital financiero sobre el mundo. La sociedad
actual cruje en sus cimientos. De las ruinas escapan quejidos, voces de agonía o
triunfo, lamentaciones divisas, nuevas formas en el seno del viejo ciclo. Lo que
es deja el lugar a aquello que va siendo. No ha sido el triunfo de la Razón el
factor de la deshumanización del hombre o de los hombres sino la descomposición
del capitalismo, en cuyo incendio muere también el mito racionalista envuelto en
la mortaja de su propio estatismo. La ciencia no es una instancia externa a los
hombres, ¿debemos demostrar acaso la total subordinación de los científicos a
los dictados de la política? Estigmatizar la ciencia es idealizar el regreso a
la naturaleza, a la rueca y a la rueda. Pero si la naturaleza es incómoda, según
Wilde, la inocencia virgiliana de Rousseau ya era pueril hace dos siglos. Todas
las tentativas para responsabilizar a la ciencia y a la Razón del caos actual
del mundo conducirá, sin lugar a dudas, a paraísos artificiales rodeados de
nubes sin impurezas. El escenario está aquí. El debate entre Sartre y Berdiaeff
presente en el espíritu de Sábato y en el de casi todos los intelectuales de
esta época, es un debate equívoco, el anverso y reverso de una misma
desesperación con doble seudónimo. La máquina volverá a los hombres liberados y
los servirá. La prehistoria habrá concluido.
La Prensa, 11 de mayo de 1952
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
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Ghandi
Por Juan Carlos Jara
En este trabajo de junio de 1952 el joven Ramos profundiza en la personalidad
política del Mahatma Ghandi a la luz de los escritos de Romain Rolland
(1866-1944). Con gran agudeza percibe en aquél a un político revolucionario del
Tercer Mundo y no al místico a lo Francisco de Asís que describen los
intelectuales europeos de esos años, incluido Rolland y “nuestra” no menos
idealista Victoria Ocampo. Éstos, encandilados con el concepto de “ahimsa” (no
violencia), enarbolado por Ghandi para movilizar a las masas en su lucha por la
liberación de la India, carecían de la perspicacia suficiente para ubicarla en
el contexto de esa lucha y veían al líder antiimperialista hindú como “la
encarnación completa del semidiós mortal que nos conducirá hacia la nueva etapa
de la humanidad nueva” (Rolland, “Ghandi”, Siglo Veinte; p. 134). Por eso,
además de un retrato muy fiel del verdadero Gandhi, el texto de Ramos es una
radiografía del intelectual “humanista” europeo encarnado en la figura de
Rolland, “un demócrata francés que podía soñar en París con la igualdad de todos
los hombres, fundado en el orden perfecto que las tropas coloniales francesas
podían mantener en Indochina, África del Norte y Madagascar” (Ramos, “De Octubre
a Setiembre”, Peña Lillo; p. 205).
Cartas
de Romain Rolland a Ghandi
Literatura y Política
Por Pablo Carvallo
La Prensa, 8 de junio de 1952
La personalidad de Romain Rolland pertenece a una época definitivamente
concluida en 1914. Era un intelectual y la historia no es piadosa con ellos. El
escritor hace su obra en la paz y sólo conoce las tempestades interiores. Esos
disturbios íntimos le bastan. Cuando el mundo se revuelve y la tierra tiembla,
el escritor es una criatura frágil que busca refugio. A veces decide
incorporarse a las luchas civiles. Pero generalmente se equivoca de bandera.
Aunque son las grandes masas las que en nuestros días hacen la historia, el
intelectual se resiste a fundir su persona en el movimiento desplegado. Concibe
el triunfo como su propio triunfo. Las victorias colectivas escapan a su visión.
Este rasgo lo hereda de su vieja función social: es un escriba de minorías. Sin
independencia real, el medio objetivo le hace creer que es dueño de sí mismo.
Sus ideas, sin embargo, son tributarias de los círculos dominantes de la
sociedad, de quienes vive.
En la época de declinación capitalista, que se inicia con la aparición del
imperialismo a principios de este siglo, el intelectual se siente inclinado a la
profecía. Se trata de profecías del retorno del género más inocuo. Frente al
delirio bélico, muchos escritores se transforman en pacifistas, que es una de
las tantas expresiones de la postración. Otros vaticinan, como pastores
agoreros, un regreso a la Edad Media, ensalzándola o negándola. Algunos, como
Romain Rolland, redescubren las delicias de la existencia rural y las comparten
con su admiración por la cultura policíaca de la Unión Soviética. Naturalmente,
aquellos intelectuales, deslumbrados por el espíritu anglosajón, forman legiones
y no sirven menos a las necesidades políticas del imperialismo moderno que los
mensajes humanitarios de Rolland a la burocracia soviética. La diferencia reposa
en que este último partía de una consideración crítica hacia los horrores del
capitalismo y que los otros se sienten bastante satisfechos en este valle de
lágrimas. En última instancia, la historia no se detiene en matices, aunque
ellos iluminen el punto de partida psicológico.
La evolución sufrida por Romain Rolland –desde Gandhi a Stalin- es bastante
ilustrativa de la crisis contemporánea y de los estragos que ella causa en el
espíritu de los intelectuales arrastrados en su curso. El subjetivismo de Romain
Rolland (o de Bertrand Russell o Norman Angell) ofreció en su tiempo un
excelente caldo de cultivo para todas las formas de parálisis ante los
acontecimientos históricos. Todos estos profetas ya no existen en nuestros días.
El fragor de las armas ha ahogado los suspiros interiores, las meditaciones de
“Clerambault” y el “regreso a la naturaleza”. La juventud ya no tiene
“maestros”. Un poderoso espíritu crítico se incuba en la nueva generación. Por
ese motivo resulta de un interés simplemente retrospectivo la opinión de las
páginas del “Diario” de Romain Rolland, publicado recientemente en París con
autorización de su viuda. Estos extractos presentan las cartas intercambiadas
por Rolland y Mahatma Gandhi en 1928. El resto del “Diario” solo verá la luz
dentro de treinta años, por disposición expresa del escritor. Dichas cartas
permiten apreciar las diferencias de dos caracteres y los choques previsibles
entre un santo aparente (en realidad un notable político) y un escritor político
(esencialmente, un moralista sin rumbo).
Entre otros temas, las cartas aluden a dos hermanos llamados Sèchillon, de
origen campesino, que habían sido conducidos ante un tribunal militar bajo la
acusación de haber rehusado tomar la s armas en el ejército de su país. Romain
Rolland asumió la defensa de dichos “objetores de conciencia”. El escritor
francés escribió en este sentido a Gandhi, pero éste rechazó la defensa de los
hermanos Sèchillon, arguyendo que él no observaba en las respuestas ofrecidas
por los acusados “una repugnancia definida por la guerra como guerra y una
determinación de sufrir hasta el extremo en su resistencia a la guerra. Esos
amigos campesinos, escribía Gandhi, si mi memoria no me engaña, son héroes que
representan y defienden la vida simple y rústica”. Rolland respondió: “si estos
simples campesinos sin educación, sin guía, ignorantes de toda doctrina, y de lo
que pasa en el mundo, llevados por la sola luz de su conciencia instintiva y por
su fe nativa en su vieja Biblia, si estos humildes héroes, que se ignoran ellos
mismo, no satisfacen aún las exigencias religiosas del Maestro de la
No-Vioilencia absoluta y las de sus discípulos, entonces no hay ninguna
esperanzas de que el gran pensamiento gandhista pueda penetrar jamás en el resto
del mundo y llevar sus frutos… Todas las almas son débiles, insuficientes,
incompletas, si se las compara con el modelo divino. Ellas no valen más que por
su sinceridad y por la firmeza de sus aspiraciones. Si sus errores y sus faltas
nos impiden ver en ellas el dios viviente, ¿cómo le verán otros bajo nuestros
errores y nuestras faltas? Aún Gandhi, que yo venero, está engañado. Yo le diría
cuántas veces he tenido la tarea de tranquilizar la inquietud de sus oscuros
discípulos de Occidente por su actitud durante la guerra de 1914, por sus
esfuerzos para conciliar la No-Violencia con la predicación de participar en la
guerra del Imperio británico que habían confundido frecuentemente”. Aunque en
apariencia Rolland hablaba de política seleccionando hechos e ideas, y Gandhi
respondía con un estilo de patriarca, en el fondo el hindú era el único que
conocía bien su terreno y su tema. Si la doctrina de la No-Violencia había sido
elaborada por Gandhi como un recurso de política interior para adormecer a las
masas de la India en su vigorosa lucha contra el opresor británico, su
participación en la guerra de 1914 había sido dictada por su temor a las
represalias inglesas y por la vana esperanza de recibir la gratitud del Imperio
envuelta en la liberación de la India. Gandhi encarnó los intereses de los
industriales y de los magnates hindúes y su teoría de la desobediencia civil se
inspiraba en el juicioso temor de que las masas trabajadoras nativas desbordasen
en su lucha los prudentes límites fijados por ese grupo de intereses al
movimiento nacional. El dirigente hindú revistió su clara política con un
lenguaje extraído de las más antiguas tradiciones de su país y usando métodos de
acción con efectos letárgicos. El sistema de tejer por medio de la rueca y de
identificar todo progreso técnico con el Imperio británico eran los seudónimos
elementales de su política, que jamás pecó de confusión para sí mismo y para su
partido, integrado de hijos de brahamanes como Nehru o por caudillos de la
industria hindú como Tatá.
Romain Rolland percibió las formas externas de estas contradicciones pero no
sospechó su lógica íntima. Idealizó la figura de Gandhi, como muchos
intelectuales desorientados de occidente y lo elevó a la categoría de “santo”.
De ese equívoco nació su perplejidad cuando el santo hindú apoyó la primera
guerra imperialista, que no constituyó ante los ojos del mundo precisamente una
aplicación espiritual de la No- Violencia. La desilusión tardía de Rolland se
reflejó en su “Journal”. Al comentar la respuesta de Gandhi, que era un campeón
del espíritu en todo lo que no afectase su política, Rolland anotó: “Observo que
Gandhi sabe sacar más provecho de las críticas que se le hacen que de los
elogios: se diría que él gusta una secreta voluptuosidad, como una lucha que
despierta y estimula el organismo. Por otra parte, este viejo testarudo no
cederá un paso en los errores que se le denuncian. Él prefiere resistir. Pero en
el fondo es un mulo, un santo mulo. No puede ser convencido, ni convencer”.
Rolland, en cambio, era más dúctil. De la biografía de Beethoven pasó a la
iconografía de Stalin sin mayores crisis de conciencia. La astuta fuerza del
“santo mulo” resalta más en el claroscuro del contraste. Para Romain Rolland,
los procesos de Moscú probaron que había llegado la hora de la verdadera No-
Violencia. Expresión de los años más trágicos de la historia reciente, su
“Diario” retrata la completa impotencia de los intelectuales modernos frente a
los hechos vivos. La publicación del volumen rescata fugazmente del olvido las
turbaciones orientalistas del último pastor de almas.
París, junio de 1952
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización: Juan Carlos Jara
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de la Izquierda
Nacional ( http://www.elortiba.org/in.html )
Ramos
y el cine
Por Juan Carlos Jara
Escasas son las páginas que Jorge Abelardo Ramos dedicara al cine. Recordamos
una crítica (laudatoria) de “Miss Mary”, la película de María Luisa Bemberg, en
los años ‘80 y muy poco más. Tal vez la explicación se halle en este artículo de
juventud, crítica aguda y sagaz -que no ha perdido actualidad-al cine de
Hollywood y, por extensión, a los medios de difusión que el imperialismo
convierte en vehículo de propaganda de su política de dominación mundial. El
arte cinematográfico –dice el joven Ramos-, convertido en manos del imperialismo
y el gran capital en un “arte monstruoso”, oculta un esencial objetivo: “sofocar
el pensamiento critico de las masas”. Excepciones: el expresionismo alemán,
Eisenstein, Charles Chaplin -héroe romántico y utópico que también paga su
tributo a la propaganda de guerra-, y el Orson Welles de “El ciudadano”,
esterilizado más tarde al evadirse más o menos voluntariamente hacia otro medio
histórico y hacia otra geografía. La crítica “apocalíptica” de Carvallo-Ramos no
se centra, sin embargo, en el cine como posibilidad técnica y artística sino a
la manipulación que ha hecho de ella la gran industria. “El arma técnica forjada
por los investigadores está en manos de los mercaderes” –constata Ramos. Y de
inmediato se entusiasma: “Las generaciones sucesivas rescatarán su potencia
mágica”.
La
crisis de un arte posible
Por Pablo Carvallo
La Prensa, 6 de julio de 1952
La más joven de todas las artes parece tocar ya los umbrales de su extinción. La
industrialización del cine ha cerrado el camino para la aparición de un arte
posible. Nacido de una invención mecánica, su breve historia parece agotarse en
el abismo de la producción en masa, rechazando así la contribución más esencial
de sus orígenes; el cine surgió como el modo de expresión aportado por el siglo
XX, pero no solo como una generalización y resumen de las artes conocidas sino
por la insinuación de un estilo nuevo de comunicación estética, una
instrumentación sinfónica y penetrante de la imagen, el sonido, el color y el
relieve en movimiento. La fantasía encontraba allí un campo ilimitado y
desconocido, todas las tendencias expresivas cobraban derechos de ciudadanía en
la pantalla, la vida real y las otras vidas reflejaban sus rostros, con una
densidad, una mutabilidad y una fuerza nuevas. Pero si en las artes anteriores y
bajo todos los regímenes sociales, lo que llamamos humanidad había estado al
margen de su disfrute, el cine se caracterizó desde sus comienzos por abarcar a
las grandes masas. Era, al fin y al cabo, la manifestación de la
internacionalización del capitalismo moderno: el público era el mercado. Si un
príncipe fue el único cliente de Mozart, millones de espectadores ya eran la
clientela de Goldwyn.
Esta relación directa entre el primer arte de masas y la economía mundial del
imperialismo, neutralizó inmediatamente su desarrollo como arte. El cine estaba
destinado espontáneamente a la multitud, por sus características de expresión,
por su simplicidad, eficacia y seducción misteriosas. Si sus experiencias
iniciales se realizaron en Francia, en Estados Unidos encontró rápidamente el
ámbito natural. De los ejercicios artesanales se pasó a la gran industria casi
sin transición aparente: la velocidad no sólo era una de las leyes íntimas del
cine, sino también el estilo de un proceso industrial.
La nación norteamericana había salido de los salones bostonianos donde se
recitaba a Longfellow para encontrar en Whitman al poderoso cantor de la
locomotora y de la supremacía blanca. La marcha hacia el oeste había concluido,
los tiroteos resonaban aún en los bares de pino con espejos, cuando una red de
bancos se extendió por el inmenso territorio para fijar la estructura de un
nuevo poder. Ni la pintura, ni la música, ni la escultura tuvieron tiempo de
aparecer en esta atmósfera de campamento minero. Foster se encontró con que el
folklore norteamericano no podía buscarse en los gritos de guerra de los pieles
rojas. Debió conformarse con el rico venero melódico de los esclavos africanos.
Las canciones de Foster fueron una lívida e innocua estilización de esos ritmos
melancólicos y ardientes. Así nació la “tradición” musical norteamericana. Como
se ve, no sólo los plantadores algodoneros aprovecharon a los esclavos.
Nueva York había suplantado sus casas de madera, talladas con cornisas pomposas,
por los edificios de cemento. Edison manipulaba en sus laboratorios hilos
incandescentes, la explosión de un modelo nuevo y vigoroso de capitalismo surgía
en tierra norteamericana. El proletariado de las ciudades veía disiparse en el
humo de los altos hornos las ilusiones de una prosperidad para todos; el paraíso
de las oportunidades se reducía a la cúspide de la pirámide social. El cine
surgió en ese momento como el arte monstruoso de una sociedad que requería
ilusiones para vivir, puesto que la realidad no dejaba lugar para ninguna. Hacía
falta imitar aquel circuito que los británicos inventaron para China en el siglo
XIX: los chinos no necesitaban ninguna mercadería de Occidente, pero era
necesario a los comerciantes de Londres crear un mercado. Entonces exportaron
opio, realizando así una operación de doble efecto, la de aletargar la voluntad
de gran parte de la población y habilitar un mercado. El imperialismo
norteamericano reinventó el opio cinematográfico y ganó dinero y poder. Las
farsas mudas de Mack Sennet, imbuidas de comicidad teatral, y de recursos
simples (recuérdese la introducción de la torta de crema), fueron una mezcla de
circo y de teatro de polichinelas más la noción de la velocidad. El secreto del
cine fue la velocidad, el vértigo y la embriaguez por el vértigo, el desafío al
nervio óptico y el descubrimiento de un nuevo alcohol. Los films cómicos, en
manos de industriales sagaces y ejecutivos, introdujeron porciones de erotismo,
que aumentaron el interés público. El celuloide era barato, los actores
abundantes, el mercado inicial abarcaba dos océanos. La construcción de salas de
proyección fue simétrica con la aparición de múltiples estudios. Rápidamente
surgieron en California yacimientos de oro que no requerían picos sino cámaras.
Una infracción a las leyes de la industria y a toda la historia posterior del
cine norteamericano fue Charles Chaplin. Para decirlo mejor, Chaplin fue el
rebelde tolerado (también rindió su tributo de guerra, con o sin objeción de
conciencia). Como correspondía a un proceso de comercialización tan despiadado,
Chaplin fue la insurrección romántica, el crítico utópico, el único poeta
trágico de la sociedad norteamericana. La ingenuidad deliberada de su visión
resultó implacable. Con Chaplin no sólo se crea un modo inédito de arte
dramático, sino que se manifiesta el gran satírico de nuestro tiempo. Pero se
trata de un caso único. Los trusts eran tan fuertes que podían permitirse ese
lujo. La transformación del cine en industria fue simultánea con la intervención
de los bancos en las empresas productoras y la subordinación consiguiente del
nuevo arte a la política general del imperialismo. La formación de las
comisiones de censura cinematográficas constituyó el símbolo de la importancia
que la clase dominante asignó al cine como instrumento de adulteración de la
vida, de consolador cotidiano y de terrorismo ideológico. Su enorme fuerza
persuasiva, su eficacia didáctica fue comprendida desde el primer momento por la
alta banca. Giannini, presidente del Banco de América, abrió el camino de las
financiaciones (y de los controles invisibles) y tras él siguió todo Wall
Street. Este fenómeno se manifestó sobre todo en Estados Unidos, cuya gigantesca
fuerza expresiva exigía desde todos los ángulos la conjugación de las artes, del
periodismo y de la cultura oficial para sofocar el pensamiento crítico de las
masas. A diferencia de Europa, donde los estadistas poseen la delegación
política de los asuntos de la gran industria, en Estados Unidos son los
capitalistas privados quienes ejercen directamente su poder en todas las
esferas. Los banqueros hicieron y dirigen el cine norteamericano. En Alemania,
por ejemplo, la aparición del cine coincidió con la agonía del Imperio y el
intermedio tragicómico de la república de Weimar. La gran crisis nacional, con
la destrucción de los sueños, la ruina de la pequeña burguesía y el poderoso
realismo que impregnaba toda la vida, permitió que el cine asimilara las
experiencias expresionistas del teatro de vanguardia y realizaron obras dignas
de perdurar. Este periodo concluye en 1933: el régimen nazi esteriliza el cine
alemán y lleva a cabo sin sutilezas y de un solo golpe la misma tarea que el
cine norteamericano realiza en pequeñas dosis. Las necesidades políticas del día
son filmadas, el arte permanece ausente en este ciclo. Por su parte, el cine
soviético realiza con Eisenstein y Pudovkin su entrada triunfal: estos
demuestran que el cine pertenece a las artes. “Acorazado Potemkin” y “Tempestad
sobre Asia” traen la modernidad a la pantalla -una lección de luz, de vigor y de
simplicidad-en el mismo momento en que Rodolfo Valentino y los banqueros del
Oeste distribuyen sus lágrimas falsificadas y su operística letal a los
necesitados de olvido. El cine soviético, sin embargo, corre la suerte de las
otras artes de ese país., Por el mismo motivo que poetas como Maiacovsky y
Essenin se suicidan, o Alejandro Block y Pasternak enmudecen, los mejores
realizadores del cine soviético se burocratizan, que es al arte la forma peor de
la muerte. Las últimas obras de Eisenstein constituyen una muestra de
sofisticación histórica, insalvables a pesar de su potencia...: “Alejandro
Nevsky” e “Iván el Terrible” poseen más violencia que fuerza, más teatro que
cine, más espíritu de compromiso que impulso épico.
La agonía del cine soviético, no obstante, es una agonía. El cine
norteamericano, en cambio, ya nace como un fracaso colosal. Solo perdurará una
obra –“El ciudadano”-, primera y última tentativa individual de fundir el arte
con el cine. A la manera de Chaplin, Orson Welles es el otro caso aislado de los
Estados Unidos. Pero a diferencia de Chaplin, que partía de lo cómico para
llegar a la tragedia individualista, Welles desenvuelve un tema trágico para
revelar una sátira de lo colectivo. Por vez primera, la crueldad y el rigor de
la crueldad dominan la pantalla, vale decir, allí vive el espíritu de nuestra
época. Los climas idílicos son desterrados, nada es dejado al azar y las
pasiones humanas alcanzan una temperatura demoníaca y mezquina a la vez. Toda la
sordidez y el sentimiento de poder del hombre de la plutocracia yanqui retratado
en el film, quedarán no solo como la realización suprema del cine de Estados
Unidos, sino como el testimonio despiadado de una clase todopoderosa y vacía.
Orson Welles paga ese pecado de lucidez excepcional con su actual destierro
europeo. La obra de este exilio voluntario demuestra que un artista despojado de
su medio histórico se encuentra impotente para realizarse. Un Orson Welles
filmando “Macbeth” u “Otello” se desploma en un virtuosismo banal. He ahí su
tragedia íntima. Como toda su personalidad se formó y aún se derivó de la
atmósfera del capitalismo norteamericano, el drama se planteó entre su potencia
satírica que tendía a refractar artísticamente su medio social y la
imposibilidad virtual de la ejecución. La alienación de Welles en el espacio y
en el tiempo -en Europa y en fuga hacia los clásicos – expresa con rasgos
patéticos su inevitable frustración y la ausencia de visibilidad del cine en las
condiciones de dominación mundial del imperialismo.
Si esto le ha ocurrido al más grande de los hombres de cine norteamericanos, es
fácil inspirar el destino de los otros. Ningún tema ha permanecido al margen de
la atención de esta industria y ningún film ha escapado a la falsificación. La
cuestión negra es uno de los problemas esenciales de esa nación. Los films sobre
negros han sido y son obras blancas, generalmente presentados bajo la visión de
“blancos comprensivos”. Los negros aparecen como criaturas un poco tontas,
virginales, pero con frecuencia honestas. El negro es casi siempre camarero de
tren y la negra es una cocinera piadosa. El blanco que cree que los negros
tienen derecho a no ser golpeados en la calle triunfa sobre el blanco sectario
que afirma la criminalidad intrínseca del negro. Tal es el sentido general, muy
edificante. Los admiradores de la democracia norteamericana se conmueven al ver
en la pantalla estas visiones beatíficas. La cuestión negra se manifiesta en el
cine con el mismo carácter evasivo que en los films sobre la crisis agraria, la
desocupación, la guerra o el amor. Con las epopeyas del dinero alternaron las
películas de impudicia histórica: las obras sobre la revolución francesa se
presentaron siempre bajo el ángulo de los intereses británicos de la época de
Pitt, asumiendo la defensa de la aristocracia corrompida (cuyos nobles
integrantes eran invariablemente nobles); en el mejor de los casos los
girondinos eran los varones prudentes; todos los films de este género condenaban
los excesos de la plebe, del mismo modo que los terratenientes parasitarios del
Sur en la guerra de Secesión desfilaron por los estudios de Hollywood como la
encarnación de las virtudes caballerescas, pese al esclavismo los films sobre la
India rindieron tributo a la amistad anglosajona: el heroísmo de los lanceros
británicos, luchando por imponer la civilización a los hindúes, asesinos y
barbudos, fue presentado por los films norteamericanos como la expresión más
pura de las abnegadas empresas colonizadoras. Los villanos de las historietas de
“cow-boys” del Oeste fueron siempre mejicanos. En el hampa urbana de los films
de pistoleros, los “gangsters” asumieron apellidos italianos. Los millonarios
eran persuadidos por el Evangelio, los espías se rendían al embrujo del amor, la
dactilógrafa se casaba con el gerente, el huelguista era un mal obrero (pero se
reformaba), la miseria era un descuido subsanable, el periodista venal terminaba
con remordimientos. Fue la glorificación del éxito y la infamia dulcificada, la
verdad triunfante y la Medusa vencida: fue el Cine.
Sobre el empirismo vulgar domina la vida filosófica norteamericana, el pudor más
estricto vigila para que el cine no manifieste el rostro real y los conflictos
internos de la nación. En Estados Unidos puede aparecer todavía algún libro
valeroso, asumiendo el riesgo de quedar empaquetado en los depósitos, por el
boicot de las grandes distribuidoras. Pero aún en ese caso, y por su misma
naturaleza, un libro obtiene un ámbito reducido. El cine, en cambio, apela
directamente a la conciencia y a la inconsciencia de las grandes masas, es una
droga o un violento alerta. Obviamente, la censura se ejerce sobre el cine de
manera estricta, mediante un código no escrito que posee fuerza de ley. Si sobre
la base de la desintegración orgánica de las viejas plutocracias europeas aún
puede concebirse un cine “neorrealista” como el italiano (por otra parte
reducida a concepciones un tanto nihilistas) o a sátiras superficiales en las
que son maestros los franceses, en el cine norteamericano la critica social está
prohibida. La democracia norteamericana se destaca en el resplandor crepuscular
del cine moderno como una gigantesca farsa en tecnicolor. La fuerza y la gracia
del cine han sido despilfarrados en la producción en masa y en la completa
subyugación a los monopolios financieros que lo dirigen. El cine permanece como
un universo inédito, como la gran sospecha de un arte inconcluso. Resumen
espléndido de todas las artes, las películas están en contradicción con las
necesidades estéticas de la humanidad, pero ninguna contradicción parcial se
resuelve por sí misma. El arma técnica forjada por los investigadores está en
manos de los mercaderes. Su crisis coincide con la crisis general del
capitalismo. Nada podrá salvarlo. Las generaciones sucesivas rescatarán su
potencia mágica: el contenido misterio de las luces y las sombras quedará
relevado. Un nuevo mundo estético más rico que la vida, pero que se nutrirá de
ella, tendrá comienzo.
París, junio de 1952.
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
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Crítica
de Ramos a las letras de su tiempo
Por Juan Carlos Jara
Presentamos un nuevo texto, inédito en Internet, del joven intelectual
trotskysta Pablo Carvallo (léase: Jorge Abelardo Ramos). Como en casi todos los
anteriores, se trata de una reflexión sobre la situación de crisis de las letras
y las artes europeas de su tiempo, vale decir los años de la segunda posguerra.
En este caso la indagación de Carvallo se centra en el burocratizado arte
stalinista, cuya indigencia estética “deriva al terreno de las formas procesos
correlativos de la economía y la política”, y en el pensamiento no menos
decadente de la intelectualidad burguesa europea, encarnada en la figura
prototípica del escritor André Malraux (1901-1976). Este arqueólogo aficionado,
aventurero, novelista y funcionario público francés, ya no tan leído entre
nosotros, ostentaba por entonces una aureola prestigiosa de abnegado luchador
por la “libertad del espíritu”. La crítica de Carvallo por momentos se torna
regocijante. A la arrogancia europea de Malraux, que en un congreso de
escritores había afirmado que en materia cultural “América es un apéndice de
Europa”, nuestro crítico responde: “Europa sigue produciendo libros e ideas de
la misma manera que a un muerto le crecen por un tiempo las uñas”. Y concluye,
profético: “Atenas no fue menos culta: solo los especialistas leen hoy las
inscripciones de sus piedras solitarias. Por las ruinas del brillante foro
romano ambulan los turistas filisteos y en sus pedestales bañados por la luna
duermen los vagabundos”.
La
herencia cultural y la clase trabajadora
El escritor y las fuerzas históricas
Por Pablo Carvallo.
Especial para La Prensa
22 de junio de 1952
El capitalismo ha creado un abismo entre la cultura y la clase trabajadora.
Sobre sus altos arrecifes se yergue una casta especial formada por los
intelectuales y artistas y que se considera en nuestra época el albacea de la
herencia cultural. Se trata de un fenómeno propio de este siglo, que asiste a
una completa desvalorización de los hábitos tradicionales. Hubo un tiempo en que
el escritor se sentía fundido con la humanidad: un Cervantes o un Tolstoi no
hablaban de su oficio, puesto que cumplían una misión, conscientes o no de su
significado.
En nuestros días los escritores de las naciones más antiguas o desarrolladas,
después de intensos esfuerzos para desinteresarse de los problemas vivos, se han
visto obligados a intervenir en la historia inmediata. La forma más potente de
la historia de hoy es la política. Napoleón afirmó que “la política es el
destino”. Es una fórmula cuya excesiva lucidez no place al escritor. Por el
contrario, para el intelectual de hoy la política es una fatalidad, el rasgo
nuevo de un destino inexorable. En los buenos tiempos idos gustaba generalmente
ocuparse de las criaturas humanas individuales que hacen la historia y que solo
alcanzan la visibilidad por obra del arte. Pues el escritor ama la política del
pasado, ese sosegado ejercicio de la acción que no hace vibrar los cristales de
su gabinete. Para su desgracia, estos años terribles y grandiosos han entrado
irresistiblemente en su casa y no solo han abierto sus ventanas sino que con
frecuencia han reducido a polvo la residencia y el ocupante.
El escritor se ve compelido a la política. En esta exigencia reside su drama,
pues sino puede vivir en esa atmósfera, tampoco puede conservar ya la paz de su
universo interior. ¡Qué lejos se encuentran de aquella primera fase que
distingue a la decadencia de la crisis, y cuya pereza estival describió Valery!:
“Pésale siempre el orden al individuo. Pero el desorden le hace desear la
policía o la muerte. He aquí dos circunstancias extremas en las que la humana
naturaleza no se siente a gusto. Busca el individuo una época agradable en la
que sea a un tiempo el más libre y el más válido; la encuentra hacia el comienzo
del fin de un sistema social. Entonces, entre el orden y el desorden, reina un
instante delicioso. Como se ha adquirido todo el bien posible que procura el
acomodamiento de poderes y deberes, ahora puede gozar de los primeros
relajamientos de ese sistema. Mantiénense todavía las instituciones; son grandes
e imponentes; pero sin que nada visible se haya alterado en ellas, apenas si
conservan otra cosa que su bella presencia; lucieron todas sus virtudes, su
porvenir está secretamente agotado; su carácter dejó de ser sagrado o bien le
resta sólo lo sagrado; la crítica y los desprecios las debilitan y les vacían
todo su valor inmediato y el cuerpo social pierde suavemente su porvenir. Es la
hora del goce y del consumo general”.
No podía aludirse mejor a ese crepúsculo estéril que precedió la primera guerra
mundial. ¡Han gozado y consumido demasiado! Esta es la hora del agotamiento y ya
no habrá rejuvenecimientos idílicos, de aquellos que los economistas anotaron en
el siglo XIX. El escritor no vive un delicioso intermedio “entre el orden y el
desorden”, sino en pleno caos. Las instituciones no sólo no conservan su
carácter sagrado, sino que tampoco reciben la crítica y el desprecio. El
desprecio lo ejercieron ya los románticos, la crítica está realizada. El
intelectual ha perdido su torre, cerca del cielo y lejos de las facciones: ¿cómo
desinteresarse de la política si las bombas han destruido su ciudad, si su
familia ha perecido, si su pasaporte es maldito o si el pan está racionado y las
alambradas (reales o simbólicas) lo circundan todo? La tempestad no sólo asoma
en estos hechos perceptibles. En notas anteriores hemos estudiado esa otra
devastación espiritual del ser de nuestro tiempo, que ha perdido sus viejas
creencias sin encontrar otras nuevas o, en los casos peores, que ha visto
desaparecer sus convicciones revolucionarias a medida que avanzaba la erosión
burocrática en la sociedad soviética. En este cortejo de fantasmas reina el
pánico. Pero el temor no enriquece la vida y, muy posiblemente, no añade
variedad al arte. El mundo de hoy es el reino del miedo; el escritor ya no
camina como un semidiós del ayer, sino como un hombre aterido que lleva una
pluma en la mano y que no sabe en qué flanco hundirla.
Solicitado alternativamente por dos bandos colosales, el hombre que escribe
ambula por nuestro planeta sin visado a la espera de un milagro ¡Un milagro! Las
conversiones hacia la religión son miradas con simpatía, pero no bastan. El
complemento insustituible es la delación policíaca o la adhesión sin
condiciones. Los demócratas del norte acogen con placer a los intelectuales que
someten a las comisiones senatoriales sus confidencias y recuerdos de antaño.
Los burócratas del este otorgan su confianza a aquéllos que, cualquiera sea su
signo confesional, alaban al número uno: en las iglesias reabiertas resuenan las
voces graves de los patriarcas que ruegan por la salud del jefe.
El escritor inclina la cabeza. Extrañas fuerzas gravitan sobre él. ¿Qué hacer?
Si Luis Aragón, olvidando su pasado o mejor dicho, perfeccionándolo, es el
cómico dictador de los intelectuales stalinistas de Francia y lanza
condenaciones estéticas en su torno, “los otros” también poseen su conclave.
Congresos como el titulado “Obra del siglo XX” realizado en París y presidido
por el signo de la “libertad del espíritu”, disponen de otras modalidades. Las
exigencias de una democracia tan rica como la norteamericana hacen compatible su
defensa con el empleo de la palabra “revolución”. La burocracia soviética no
puede permitirse ese juego; conoce la materia y teme el manipuleo. La química
está emparentada con la política y sus relaciones son interesantes, aunque
temibles. Las palabras prefiguran, en cierto modo, actos. Por ese motivo, el
reciente congreso “Por la libertad de la cultura”ofrece al observador un
repertorio más variado que el de la uniformidad administrativa de los amigos de
Aragón. El rasgo que caracteriza a ambos, sin embargo, es la pobreza. ¿Cómo
asombrarse? De todos los valores sacudidos por la crisis actual, las artes y las
letras son las más dañadas. Vivimos una suerte de guerra o de paz armada. Nada
es más hostil al arte que esta escena.
André Malraux, que pasó de la arqueología a la revolución china y de la guerra
española a la psicología, tenía autoridad para hablar en nombre de los
intelectuales desencantados de su generación. Sus palabras son aclaratorias de
todo lo dicho y sustituyen el epicureismo pasatista de Valery por el acento
patético. Este heroísmo verbal no se debe tan solo a la formación de Malraux,
que no ha podido olvidar el rugir de los aviones, las noches de Praga y los
documentos falsos, sino ante todo a esa necesidad marcial de una clase que no se
resigna a desaparecer y que reclama (por lo menos a través de sus intelectuales)
la voluntad de permanecer, como aquel soldado romano que recuerda Spengler. Dijo
Malraux: “No existe América: América es un pedazo de Europa. Los herederos de la
cultura somos nosotros, que, ante la muerte de las religiones, hemos hecho del
hombre otra cosa que un accidente del universo.” Y añadió: “Enfrente de Rusia no
están los Estados Unidos, sino Europa. Cuando se habla en Moscú del arte
podrido, no se piensa en la escuela de Washington, sino en la de París”. Malraux
ha resumido de manera acusada los datos del problema. Se trataba de demostrar
que Occidente no atraviesa una crisis y que toda la tradición cultural le
pertenece. Los griegos no fueron tan orgullosos. De todos modos perecieron. A
pesar de que la libertad fue la música de fondo del Congreso, Malraux permaneció
esclavizado de normas mentales realmente prehistóricas, materia que parece
dominar más a fondo que la historia.
Un examen del mundo actual demostraría, por lo menos, que Estados Unidos no es
un pedazo de Europa, sino que precisamente Europa ha llegado a ser bajo cierta
forma una provincia norteamericana, provincia en el sentido atribuido al vocablo
por los antiguos romanos, vale decir, una zona tributaria. En el orden económico
o político esta afirmación casi no requiere nuevas pruebas. En el orden
específicamente espiritual, Europa sigue produciendo libros e ideas de la misma
manera que a un muerto le crecen por un tiempo las uñas. El estatismo y la
desesperación decoran el panorama del viejo continente. Sus privilegios duraron
varios siglos, pero el capital está agotado. Atenas no fue menos culta: solo los
especialistas leen hoy las inscripciones de sus piedras solitarias. Por las
ruinas del brillante foro romano ambulan los turistas filisteos y en sus
pedestales bañados por la luna duermen los vagabundos.
Esa Europa actual, ahíta y erudita, de que habla Malraux no dispondrá de una
mayor porción de eternidad. Debe nacer de nuevo o confirmar su muerte. El
capitalismo moderno se ha manifestado incapaz de consumar la unificación europea
para reencontrar su salud económica y alimentar sus vertientes culturales.
Ningún ejército podrá realizar ese rejuvenecimiento, sea del este o del oeste.
Únicamente las masas trabajadoras, liberadas de los fetiches monstruosos de los
partidos actuales, tendrán a su cargo esa gigantesca misión. Así podrá ser
salvada la cultura clásica, para ponerla al servicio de la humanidad toda y no
solamente de las exclusivas minorías de las que fue posesión en toda época. La
vigencia de la profecía de Goethe, “solo entre los hombres se forma lo humano”,
habrá comenzado. ¿Qué hay de común entre esta perspectiva histórica y las
palabras vacías de Malraux?
Es rigurosamente cierto, por otra parte, que en Moscú se habla del “arte
podrido” de Occidente. Si esta enunciación de burócratas mereciera algún
análisis, sería preciso declarar que al fin de cuentas ese arte es la “summa” de
toda la cultura y aunque los productos actuales posean un signo nihilista, no
podrá soslayarse su aporte y sus raíces para desarrollar en el futuro un arte
digno de los hombres liberados. El arte occidental de nuestros días no es
propiedad de los banqueros que defiende en último análisis Malraux, tendencia
alambicada que se puede advertir también en los nombres de la época stalinista,
sino que es la evolucionada sustancia creada por los oscuros artesanos que
construyeron las catedrales góticas, las murallas romanas o los frisos etruscos.
Es patrimonio de los panaderos que amasaron el pan para que comiera Boticcelli
mientras pintaba sus vírgenes, o de los campesinos que labraron la tierra para
alimentar el cuerpo y la imaginación de Leonardo. Pertenece, en fin, a los
genios visibles y a los obreros invisibles que permitieron a los distintos
regímenes sociales no solo vivir y soñar sino también desarrollarse. Es una
demostración más de la influencia que tiene la base material y corriente de la
vida sobre las manifestaciones aparentemente ajenas a ella. Todo el género
humano puede y debe reclamar derechos de potestad sobre el arte y su destino.
Esa vanidad del intelectual, ese espíritu de “clero”, presente en Malraux y en
los de su género, hace de la cultura y del arte un goce de elegidos. Pero
Malraux no solo conoce la historia peor que la prehistoria, sino que parece
penetrar menos las leyes de la política. Su altiva afirmación de que “frente a
Rusia no están los Estados Unidos sino Europa”, será escuchada con alivio en
Estados Unidos y con sobresalto en Europa: la explicación es obvia. El fondo de
esa jactancia es otro. Como todos los intelectuales que se ocupan de política
con preocupaciones artísticas, Malraux sucumbe a la magia de sus palabras. Su
propósito verdadero no era enfrentar a las divisiones motorizadas, sino refirmar
la supremacía de los artistas de París ante los “marchands” que comercian telas
burguesas en Estados Unidos. Es un despecho explicable: las telas que se pintan
en Francia ocupan su lugar generalmente en los museos privados y públicos de la
nación norteamericana, donde si bien hay ciertas imposibilidades históricas
inmediatas para crear una pintura, están en condiciones de comprarla. Moscú no
se inquieta con ese comercio, pues los pintores soviéticos comparten la
inquietud de su destino personal con los afanes de la fotografía.
Malraux arguye correctamente que “si se levantaran las etiquetas de los famosos
cuadros del realismo socialista se los confundiría con las obras del academismo
burgués. El realismo pregonado por los stalinistas no es otra cosa que el
triunfo de la pintura burguesa”. El juicio es justo, las conclusiones son
falsas.
La burocracia no solo ha logrado asfixiar la revolución, con la modesta
participación de Malraux en una época, sino que ha obligado a sus artistas a
volver a las primeras experiencias estéticas, ya superadas por Occidente. Esta
penuria artística no posee raíces propias: deriva al terreno de las formas
procesos correlativos de la economía y la política. El arte no existe sin
imaginación creadora, sin la aventura y el desorden más desplegado.
Resulta evidente que el arte soviético no podía aparecer más que bajo esa
máscara naturalista del carácter más primitivo, destinada esencialmente a
construir artículos iconográficos. Pero así como la burguesía ha dispuesto de
siglos para crear un estilo y hasta ha permitido en sus horas de bonanza
rebeliones artísticas (fecundas tanto para el arte como para los negocios), el
arte soviético nace de una revolución inconclusa. Es un arte de propaganda, vale
decir, completamente estéril y circunstanciado.
Bajo el actual régimen político, el arte soviético continuará ocultando y
desfigurando su vitalidad. Pero resulta igualmente indiscutible que Malraux y
sus atemorizados amigos no salvarán al arte soviético ni a ningún otro. No son
portavoces del futuro, sino sombríos profetas del pasado. La crisis histórica
que asola a Europa ha establecido el límite final a las fuerzas creadoras de su
arte. De una manera aforística, el escritor italiano Césare Pavese ha definido
la situación:”los que saben escribir no tienen nada que decir y los que tienen
algo que decir no saben escribir”. Difícilmente Malraux podría encontrar una
respuesta más adecuada.
La unidad necesaria entre Oriente y Occidente deberá realizarse. Las leyes de
esa unificación pertenecen a la ciencia política. A la crítica artística
incumben por su parte, las conjeturas de una suprema unidad espiritual capaz de
asimilar las riquezas artísticas del pasado, más allá de la bárbara prehistoria
que vivimos. A la clase trabajadora le corresponderá, por vez primera, la
primogenitura de esa herencia.
París, junio de 1952.
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Cierre
de la primera serie de artículos: Pablo Carvallo y la obra de Víctor Hugo
Por Juan Carlos Jara
Cerramos esta primera serie de artículos olvidados de “Pablo Carvallo”, uno de
los seudónimos utilizados por Jorge Abelardo Ramos para ejercer la crítica
cultural en la década de 1950. Es interesante destacar, a modo de comentario
general, que estos trabajos, en los que el joven autor no enmascara en ningún
momento su condición de marxista, ponen en discusión la supuesta censura férrea
ejercida por la burocracia comunicacional sobre todo pensamiento progresista
durante el primer peronismo. Con la figura de Ramos el materialismo dialéctico
ocupaba un lugar destacado dentro del movimiento nacional liderado en ese
período histórico por el general Juan Domingo Perón. En este trabajo sobre
Víctor Hugo, Carvallo sintetiza la significación del gran escritor francés
comparándola con la de su colega Balzac. El autor de “Los miserables” “casi
inventó el siglo XIX”, con sus ilusiones burguesas y sus batallas románticas y
hoy pertenece al pasado. En cambio, aunque formalmente menos perfecta, en la
obra de Balzac “la vida fluye”.
Hugo
y sus batallas póstumas
Por Pablo Carvallo
La Prensa, domingo 9-3-1952
La caída de la Bastilla no fue solamente el punto de partida de un nuevo orden
social en Francia. Con la desaparición del mundo feudal, señalada en esa fecha
pero precedida de un trabajo molecular en la economía y el espíritu del país, se
abría la escena del hombre moderno, del feliz universo burgués cuyo ciclo se
cierra en 1914.
Los soldados de la revolución de 1789 habían constituido los cuadros militares
de los ejércitos napoleónicos. Bajo los símbolos romanos de la República o del
Imperio, Bonaparte condujo a través de toda Europa un nuevo tipo de civilización
técnica, que fue en realidad la verdadera galanía de sus victorias resonantes.
Aquellos generales y mariscales que no habían olvidado a Robespierre pero que
creían en el emperador, fueron el tema dramático de una nueva literatura. Desde
sus orígenes, la nación francesa estableció una íntima relación entre sus
creaciones artísticas y los estallidos históricos. De ese modo, Stendhal incluyó
en su mundo estético la nostalgia del Imperio fugaz que había conmovido a la
juventud, porque detrás del código napoleónico, que a diario leía el autor de
“Rojo y Negro” para estudiar estilo, resplandecía la gran revolución.
El tiempo de la Restauración y el regreso de los aristócratas, “que no habían
olvidado ni aprendido nada”, sumió a Francia en un periodo nocturno.
El establecimiento de la monarquía se fundaba, sin embargo, en las conquistas
económicas y sociales creadas en 1789; sólo las formas políticas externas habían
cambiado por un breve plazo. Entonces le llegó el turno a la literatura,
acorralada durante los años de la revolución y la guerra. El nuevo rey tenía
debilidad por las letras. Protegía a los jóvenes escritores que se decían
monárquicos. Dio una pensión de mil francos por año a Víctor Hugo, pues el
futuro republicano había escrito: “La historia de los hombres no presenta poesía
más que juzgada desde las alturas de las ideas monárquicas y de las creencias
religiosas”.
Hugo era hijo de un general de Napoleón, pero su madre era realista y católica,
dos influencias que habrían de fundirse en la contradictoria personalidad del
escritor, sujeto de todas las borrascas políticas y sociales de su tiempo. Dueño
de una milagrosa fuerza expresiva, desde muy joven Hugo se abrió paso en una
sociedad en la cual la literatura ejercita derechos de predominio, ya que la
crítica política estaba excluida. Sus primeras baladas señalaban un temperamento
nuevo, un fuego desconocido, una grandilocuencia patética exigida por una época
tan próxima a la grandilocuencia histórica. Los acontecimientos militares
grandiosos que habían tenido a Francia por escena y que habían preparado el rol
mundial de su nación, demandaban una literatura ilimitada, juvenil, en cuyo
despliegue de esplendor físico se retratase la fuerza de la nueva clase
triunfante.
El romanticismo se dio como un lujo estético del siglo XIX, como un reflejo
artístico de la ilusión del progreso y de una personalidad liberada. Toda su
fuerza y su debilidad se concentraron en la persona de Víctor Hugo que, aunque
rechazó la antitesis entre lo clásico y lo romántico no dejó lugar a ninguna
duda. El poeta cortesano, pensionado a los veinte años de edad, suscitó de
inmediato un reconocimiento de los maestros de la literatura. Chateaubriand, que
tenía motivos para quedar seducido ante la riqueza verbal de Hugo, lo llamó
“niño sublime”, o por lo menos la tradición se complace en atribuirle el elogio.
A su vez, Sainte-Beuve, cuyo sentido crítico era indiscutible, apreció en Hugo
el nacimiento de un gran escritor y no vaciló en medir sus primeras obras con
Shakespeare, Corneille y Molière. Esta entrada de Hugo en las esferas literarias
le atrajo grandes triunfos: su lirismo fosforescente y sombrío a la vez, su tono
de amargo orgullo, los fuertes contrastes que definirían más tarde a un
romántico típico, encontraron su propio camino en un público que deseaba lo
romántico para seguir viviendo en paz con una existencia que era clásica en el
sentido más objetivo y conservador de la expresión. La sociedad estaba
consolidada sobre nuevas bases, pero los hijos de la burguesía manifestaban su
desesperanza poética, su ambición de otros límites más vastos y la conciencia
del torturado Yo. Hugo enriqueció todos los modos de expresión literarios
conocidos, incorporando a su vocabulario exaltado las palabras de los poetas
olvidados del siglo XVI y de sus predecesores británicos, con recursos técnicos
y su libertad de lenguaje. Abrió un ancho cauce al verso, impregnándolo al mismo
tiempo de los sucesivos estados de ánimo que él mismo consideró como universales
y que reflejaban las mutaciones políticas de su siglo.
A semejanza de la burguesía francesa, Víctor Hugo fue monárquico en la
Restauración y republicano bajo Luis Bonaparte, pero pese a todos los saltos
políticos ocupó siempre su oficio de hombre de letras, hasta cubrir con sus
treinta gruesos volúmenes la historia del romanticismo francés. Fue más fuerte
que profundo: diez líneas de Balzac valen más que “La Leyenda de los Siglos”,
pues la confusión entre energía pura y arte moral no pudo sobrevivir al 1900.
“Los Miserables”, si se abstrae su inaudito éxito editorial, ya eran viejos
antes de nacer y su espuma romántica es intolerable; un destino similar corrió
su ensayo sobre el golpe de Estado de 1851 que elevó al poder al príncipe
Napoleón; Víctor Hugo lo llamó “el pequeño”, pero al atribuir al sobrino del
emperador tanto la responsabilidad de un fenómeno político importante,
contribuyó a desmesurar su personalidad verdadera, muy inferior al hecho mismo.
Hugo no pudo explicar el proceso histórico que había condicionado el golpe de
Estado y que había encontrado su encarnación en la figura del sobrino. Su
diluvio verbal no ocasionó víctimas ni aclaró el problema en cuestión.
Los sucesos de la Comuna de París, en 1871, tampoco encontraron en el poeta un
reflejo artístico ni político legítimo. Reaccionó como un profeta sentimental
ante los hechos consumados. Ante la batalla de “Hernani” en las tablas de un
teatro hasta las batallas sangrientas de la Comuna, Hugo había producido una
obra que Julien Gracq asimila por su volumen a la Gran Pirámide. Pero solo los
egiptólogos tienen paciencia para analizar la Gran Pirámide. Si la “Comedia
Humana” ha resistido al tiempo, se debe simplemente a que Balzac retrató de
manera implacable y sin concesiones historicomísticas a la sociedad de su época;
no se preocupó de lograr la perfección formal de algunas obras de Hugo,
sobreabundantes de erudición, como un friso churrigueresco. Pero la vida fluye
en Balzac.
La posteridad, con sus nuevos problemas, ha circundado la figura de Hugo de
alusiones políticas de circunstancias, como ocurre hoy en Francia, pero el
sentido general de su obra no puede ser objeto de confusión. El autor de “El año
terrible” fue un liberal partidario del progreso, de la libertad y del espíritu,
vale decir, casi inventó el siglo XIX. La muerte definitiva de Hugo ha coincido
con la volatilización de esas ilusiones creadas con el triunfo remoto de la
máquina de vapor. Sus venerables restos reposan en el panteón de París.
París, marzo 1952.
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Homenajeamos
a Jorge Enea Spilimbergo a un lustro de su partida
Por Alberto J. Franzoia
El 4 de septiembre se cumplió el primer lustro de la desaparición física del
compañero Jorge Enea Spilimbergo. Lo conocí personalmente en un verano a punto
de concluir allá por 1988. Fue en una reunión realizada en mi casa, en la ciudad
de La Plata, a la cual asistieron varios compañeros, entre ellos el inolvidable
Hugo Andrade y el actual presidente de la Comisión Nacional de Tierra para el
Hábitat Social, mi amigo Rubén Pascolini. Como comenté en no pocas
oportunidades, me sorprendió que un hombre de su trayectoria viajara hasta
nuestra ciudad con el único objetivo de confirmar la decisión tomada por algunos
ex militantes del FIP La Plata de ingresar al partido que él conducía a nivel
nacional (PIN, Partido de la Izquierda Nacional).
Spili, como cariñosamente lo llamábamos, tenía una claridad conceptual que,
unida a su humildad y perseverancia militante, lo convertían en un dirigente
poco frecuente para la política de una democracia por entonces muy joven. Era
incondicionalmente socialista de la izquierda nacional. Es decir, no le hacía
concesiones a ese socialismo eurocéntrico que históricamente actuó como pata
progresista del campo oligárquico-imperialista, pero tampoco orientaba su apoyo
al frente nacional y popular desde un oportunismo hacia la burguesía argentina.
Supo diseñar rutas propias para el socialismo latinoamericano, por eso desde su
inclaudicable pertenencia al frente nacional conducido por el peronismo,
estableció las necesarias diferencias entre apoyos imprescindibles y sus
comprobables límites. De esos apoyos y límites da cuenta el trabajo inédito para
Internet, y muy poco conocido en impresión en papel, que hoy publicamos en
nuestro Cuaderno de la Izquierda Nacional. Lleva por título: "Hombre, Estado,
Comunidad".
Dicho trabajo es una breve tesis presentada por Spilimbergo en el simposio
convocado por el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires y organizado por la
Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales desde el 20 al 22 de
abril de 1989. Fue publicada por única vez en las páginas 65 a 69 de
Proyecciones del Pensamiento Nacional, actas del simposio A 40 años de "La
Comunidad Organizada". Gracias al ya mencionada compañero Hugo Andrade accedimos
hace años a uno de los contados ejemplares publicados con todas las exposiciones
que se realizaron en dicho simposio. Oportunamente habíamos producido un trabajo
de reflexión personal sobre la tesis de nuestro maestro que titulamos:
“Spilimbergo y su mirada alternativa sobre la Comunidad Organizada”, presentado
junto con la biografía del autor en el Congreso del Pensamiento Iberoamericano
de Holguín (Cuba) durante 2007.
Entre otras cosas decíamos en dicho trabajo:
El núcleo filosófico (de La Comunidad Organizada) presenta debilidades
innegables (que en muy pocas oportunidades han sido abordadas con la necesaria
autocrítica) producto de una apoyatura equivocada en el pensamiento clásico
griego que había sido gestado como consecuencia directa de reflexiones acaecidas
durante la decadencia de la polis esclavista. Dice Spilimbergo al respecto:
"Cabe destacar que la construcción del discurso filosófico tiende a oscurecer
antes que a fundamentar ese núcleo dinámico central, en tanto busca su anclaje
en el pensamiento clásico griego y en una versión al menos arcaica de la
tradición aristotélica-tomista."
"Así se invoca la definición platónica del "Estado de Justicia", donde cada
clase ejercita sus funciones en servicio del todo y ejerce su 'virtud especial',
educada en 'conformidad con su destino', sirviendo a la 'armonía del todo'".
"Destaquemos que el pensamiento clásico griego fue elaborado en el momento de
crisis y decadencia de la polis esclavista, y al no poder concebir un
pensamiento superador de ella es por esencia antihistórico."
Mucho tuvieron que ver en esta generalización antihistórica, y por tanto
deformada de la realidad nacional, los sectores vinculados a un nacionalismo
clerical (preconciliar) y oligárquico, que pretendía inhibir el desarrollo de
una expresión teórica orgánica propia de la clase que constituía la columna
vertebral del movimiento. Sostiene con meridiana claridad Spilimbergo:
"La ideología clerical medievalista y nacionalista-oligárquica pretendió
suministrar para un problema moderno de un país moderno de relativo desarrollo
burgués y con fuerte incidencia del movimiento obrero, una teoría paternalista y
estamentaria del "equilibrio de clases", reaseguro estático ante desbordes
socializantes de la base obrera del movimiento".
"Esta asfixia ideológica no sólo debilitó programáticamente al movimiento sino
que, además, contribuyó a aislar a la clase trabajadora de otros sectores
populares como la pequeña burguesía estudiantil, al privarla de un discurso
articulador del frente nacional."
En esos párrafos se están marcando desde el socialismo de la izquierda nacional
claros límites, pero simultáneamente no escapa a la mirada aguda y profundamente
comprometida con la Patria de Spilimbergo. cuál es el carácter del necesario
apoyo al peronismo. En el abordaje de dicha cuestión decíamos:
¿Cuál es entonces el componente fundamental de la comunidad organizada que
resulta necesario retomar? Por cierto no su núcleo filosófico, expresión de una
perspectiva estática, eurocéntrica e idealista de la historia, sino su núcleo
concreto y, por lo tanto, nacional, que se manifestó dialécticamente en la
consigna alpargatas o libros. Spimbergo sostiene que esa dialéctica expresaba:
"(1)La autoreivindicación como sujeto histórico activo de la mujer y el hombre
obligados a la alpargata, socialmente preteridos. (2)Su exigencia de zapatos
para ellos y sus niños, muchas veces descalzos. (3)Su aspiración a que sus hijos
tuviesen acceso a la alfabetización, la enseñanza media y aún superior,
privilegios los dos últimos de minorías. (4)La impugnación de los libros (la
ideología liberal-imperialista, formulada como razón universal) que enseñaba
como "natural", platónicamente "justo", el orden que condenaba a las alpargatas,
el hambre y la ignorancia a la inmensa mayoría. (5)La decisión superadora y
culturalmente genética de cambiar ese orden".
"Era, pues, dicha consigna, la expresión vigorosa y primaria de un hecho
cultural fundador: la nueva relación de fuerzas creada por el ascenso de los
trabajadores al primer plano de la vida política".
A continuación entonces, y por primera vez en Internet, publicamos como homenaje
a Jorge Enea Spilimbergo, desaparecido físicamente hace ya un lustro pero que
nos acompañará siempre iluminando nuestro camino con su ejemplar trayectoria, el
sustancial trabajo sobre la Comunidad Organizada. Agradecemos a su vez la tarea
de digitalización realizada por el compañero Fernando Lavayén. ¡Qué lo
disfruten!
4/9/09
Hombre,
Estado, Comunidad
Por Jorge Enea Spilimbergo
1.- El texto leído por el general Perón en el Congreso de Filosofía de Mendoza
debe interpretarse a la luz del movimiento histórico real de la sociedad
argentina. Su núcleo dinámico es la convocatoria a construir un “nosotros” en su
ordenamiento supremo, la “comunidad organizada”. Este “nosotros” deviene del
tránsito del individualismo liberal a una comunidad solidaria que potencie y no
anule el pleno desarrollo de sus componentes.
2.- Cabe destacar que la construcción del discurso filosófico tiende a oscurecer
antes que a fundamentar este núcleo dinámico central, en tanto busca su anclaje
en el pensamiento clásico griego y en una versión al menos arcaica de la
tradición aristotélico – tomista.
Así se invoca la definición platónica del “Estado de Justicia”, donde cada clase
ejercita sus funciones en servicio del todo y ejerce su "virtud especial",
'educada "en conformidad con su des¬tino” sirviendo a "la armonía del todo". De
donde, en, otro lugar, según. el comentarista, la lucha de clases excluye toda
posibilidad de "virtud” y de "dignidad individual" pues es, por esencia, abierta
disociación de los elementos naturales de la comunidad.
Destaquemos que el pensamiento clásico griego fue elaborado en el, momento de
crisis y decadencia de la polis esclavista, y al no poder concebir un
desenvolvimiento superador de ella, es por esencia antihistórico. Aún
Aristóteles, al discernir la raíz material de las luchas civiles y el contenido
de clase dé las formas polí¬ticas, ofrece un movimiento cíclico, no dialéctico
del proceso social.
Siendo todo esto lo accesorio, pongámoslo en la cuenta de los ocasionales
asesores del texto, en parte concebido para coronar un evento de prestigio con
que, seguramente, se pretendió romper en el plano académico el cerco a que era
sometida la Argentina, en pleno proceso transformador.
También entendemos que la histórica invocación de esencias trascendentes obraba
como reaseguro ideológico ante el vigoroso movimiento de masas que cambió la,
faz de la Argentina a partir de 1945 y los consiguientes "peligros" de un
desborde que excediese el proyecto de un capitalismo nacional con independencia
econó¬mica y fuerte apoyo popular. Tales limitaciones desmedrarían
ideo¬lógicamente al campo nacional y contribuirían a obstaculizar la alianza
entre la clase trabajadora y los sectores mayoritarios de la pequeña burguesía.
3. Resulta, pues, imprescindible rescatar y situar el núcleo dinámico del texto,
y devolverlo a la Argentina viviente, de la cual poco nos dice su parte
dogmática, notoriamente atemporal y "eurocéntrica".
Para ello, en deliberado `tour de (orce", afirmamos que el he¬cho filosófico
central de la época fue la consigna "Alpargatas sí, libros no", brotada
espontáneamente en las calles del '45.
Contra la interpretación liberal-denigratoria y cierta respues¬ta
vergonzante-defensiva, sostenemos que la dialéctica alparga¬tas-libros afirmaba:
(1) La autoreivindicación como sujeto histórico activo de la mujer y el hombre
obligados a la alpargata, socialmente preteri¬das (2) Su exigencia de zapatos
para ellas y sus niños, muchas veces descalzos (3) Su aspiración a que sus hijos
tuviesen acceso a la alfabetización, la enseñanza media y aún superior,
privilegio las idos últimas de minorías (4) La impugnación de los "libros" (la
ideología liberal - imperialista, formulada como razón uni-versal) que enseñaban
como "natural", platónicamente "justo", el orden que condenaba a la alpargata,
el hambre y la ignorancia a la inmensa 'mayoría. (5) La decisión superadora y
culturalmente genética de cambiar ese orden.
Era, pues, dicha consigna; la expresión vigorosa y primaria de un hecho cultural
fundador: la nueva relación de fuerzas crea¬da por el ascenso de los
trabajadores al primer plano de la vida política.
4. Esto significa- que cuando Perón instaba, en el núcleo di¬námico de su
discurso, a construir el "nosotros" en su ordenamiento supremo, la comunidad
organizada", no pretendía un platónico y atemporal, ajuste de los "elementos
naturales de la comunidad". Por el contrario, consagraba el hecho nuevo de la
vida político-¬social-cultural argentina: la irrupción en la arena pública de
las nuevas clases brotadas de la industrialización, en primer término, la clase
trabajadora fabril. "Organizar" la comunidad era, pues, en la práctica (si no en
el discurso académico) afirmar su histo¬ricidad, dar estructura al nuevo bloque
histórico, al frente nacio¬nal triunfante en 1945-46. No por casualidad 1949
fue, ante todo, el año de la Reforma Constitucional.
5. Este hecho nuevo difícilmente hemos de encontrarlo en las Actas del Congreso
de Mendoza, ni --salvo parciales excepciones— en los frutos de la vida
universitaria y académica, asfixiada has¬ta donde me lo muestra mi experiencia
personal- par un cato-licismo preconciliar y un nacionalismo europeista de signo
reaccionario sino en la labor de intelectuales periféricos como Jauretche,
Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós o
John William Cooke, sin acceso (salvo, cir-cunstancialmente, Cooke y Arregui) a
la cátedra universitaria.
Tal fenómeno debe ser explicado, pues la expresión ideológica a menudo
reaccionaria de la cultura oficial de la época, contrasta con las
manifestaciones avanzadas de otros movimientos nacional¬ democráticos de América
latina, v. gr., el aprismo de Haya de la Torre, el muralismo mexicano, etc.
Paradógicamente, el movimiento de liberación de más domi¬nante carácter obrero
en su base social de toda Iberoamérica, aparece oscurecido en su expresión
ideológica durante todo un periodo, como imposibilitado de dar cuenta de sí
mismo en el plano de la conciencia teórica.
A nuestro juicio, ello se debe a la tensión interna entre esta fuerte y decisiva
base obrera y el componente burgués del pro¬yecto del '45: un capitalismo
autónomo (independencia económica) con apoyo popular (justicia social) destinado
a compensar la de¬bilidad orgánica e ideológica de la burguesía nacional
argentina.
Semejante bloqueo teórico no podía resolverse sino superando prácticamente la
situación, o por la consolidación de una burgue¬sía rectora, o por la
trasgresión de los limites capitalistas del proyecto inicial. Ninguna de estas
alternativas predominó.
La ideología clerical-medievalista y nacionalista-oligárquica pre¬tendió
suministrar para un problema moderno de un país depen¬diente de relativo
desarrollo burgués y con fuerte incidencia del movimiento obrero, una teoría
paternalista y estamentaria del "equilibrio de clases", reaseguro estático ante
desbordes socializantes de la base obrera del movimiento.
Esta asfixia ideológica no sólo debilitó programáticamente al movimiento sino
que, además, contribuyó a aislar a la clase tra¬bajadora de otros sectores
populares como la pequeña burguesía estudiantil, al privarla de un discurso
articulador del frente nacional.
6- La batalla ideológica asumió así un carácter en gran medida defensivo y
extrauniversitario, mereciendo destacarse como un aporte fundamental a una
verdadera gnoseología de la realidad argentina la obra de Arturo Jauretche
posterior a 1955, en particular su "Ma¬nual de zonceras", en tanto funda las
condiciones de una experiencia nacional en la destrucción crítica de las
categorías acuñadas por la colonización cultural imperialista.
7. A la luz de la experiencia de las últimas décadas, resulta a nuestro modo de
ver transparente que el concepto de "comunidad organizada", lejos de constituir
un modelo acabado, un ordenamiento ideal de los "elementos naturales de la
comunidad", sigue siendo una propuesta abierta y problematizada.
Si hace cuatro décadas formalizó el acceso al protagonismo de las nuevas clases
surgidas de la industrialización, hoy debemos re¬flexionar sobre la incapacidad
rectora de la burguesía en el frente nacional a reconstruir, lo que implica
apelar a un nuevo liderazgo político-social, el de la clase trabajadora (en
tanto "clase univer¬sal"), con su respuesta socialista extraída de la propia
entraña nacional y latinoamericana, sin servidumbres externas.
Estos desarrollos están explícitos o latentes en el último Perón,
particularmente en su mensaje al Congreso del 1º de mayo de 1974, suerte de
testamento político. Subrayamos, en particular: 1) Su invitación a que la clase
trabajadora y el movimiento obrero de¬finan qué modelo de país anhelan,
denotando así el carácter abierto, no precluso de su propuesta; 2) Su apelación
a la unidad nacional Para la liberación; en contraste con la Unidad nacional en
la de¬pendencia; 3) Su invocación de un orden creador y transformador, en
contraste con el orden estático de esa misma dependencia.
8. Es claro que estamos aludiendo a una crisis del pensamiento nacional o, si se
quiere, a las tensas vísperas de un alumbramiento, ya que, en ausencia de una
burguesía conductora (y ante la inoperancia de todo sustituto vicario
superestructural) la transformación en dogma del proyecto del '45 significa de
hecho una regresión por la pendiente del liberalismo oligárquico. En otros
términos, la acep¬tación de la "racionalidad' impuesta desde los centros
imperiales, en sus diversas variantes, sin excluir la "progresista".
Así, la propuesta abstracta de Introducir "racionalidad" en un movimiento
dominante "sentimental" corre el riesgo -si no se la precisa teóricamente- de
deslizarse hacia cualquier variante del neo¬liberalismo. Frente a ello, mantiene
su vigencia el planteo de Hipólito Yrigoyen, cuando se negaba a definir a la
Unión Cívica Ra¬dical como "partido" diferenciado por un "programa", preservando
el carácter totalizador de la "Causa" frente al "Régimen".
Pero la regresión ideológica Implica a la vez una regresión práctica, pues quien
se niegue a transgredir los límites burgueses del proyecto inicial, renuncia al
proyecto mismo, a la intrepidez en su tiempo que fueron las banderas del '45.
¿No están, acaso quedando en el camino el IAPI, las nacionalizaciones básicas,
la na¬cionalización de los depósitos, por ejemplo? Llegaríamos así a un
posibilísimo dictado por las leyes de juego del adversario.
9. Sólo es posible elevar el movimiento a un nivel superior de racionalidad si,
en primer término, preservamos su carácter totalizador de unidad nacional para
la liberación, y, en segundo, lugar; rebasamos el esquema cíclico del modelo
capitalista con "justicia social", incompatible con la hondura de la crisis
nacional.
Nuevas relaciones de producción que archiven a las clases usu¬fructuarias de
privilegios ética y funcionalmente perimidos, nos per¬mitirán construir ese
"nosotros en su ordenamiento supremo: la comunidad organizada".
Responsable del hallazgo: Alberto J. Franzoia
Responsable de su digitalización: Fernando Lavayén (20-6-09)
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de
la Izquierda Nacional ( http://www.elortiba.org/in.html )
Jorge
Abelardo Ramos y el lunfardo
Por Juan Carlos Jara
Escasas han sido las incursiones de los maestros de la Izquierda Nacional en el
conflictivo tema de la cultura popular. Ni en los escritos canónicos de Narvaja,
Rivera, Ramos o Spilimbergo, ni en la prensa periódica, ni en la obra de sus
discípulos más destacados, encontramos demasiados análisis referidos a la
música, la literatura, el folklore, el arte popular de los argentinos en su
conjunto. Cabe hacer la sola e importante excepción de Norberto Galasso, tal vez
el escritor de esta tendencia que mejor ha sabido interpretar el aporte de lo
popular en todos los ámbitos del quehacer nacional. Tal vez por su carácter de
hombre no ligado a las estructuras partidarias de la izquierda nacional, Galasso
– autor de notables indagaciones en la vida y obra de Enrique Santos Discépolo,
Julián Centeya y Atahualpa Yupanqui, entre otros grandes creadores populares– ha
podido eludir esa suerte de desconfianza hacia lo porteño, y por ende a lo
popular surgido o consolidado en la gran urbe, que ha caracterizado a la IN
desde sus orígenes. Este sintético preámbulo, pasible de sondeos mucho más
profundos y amplios, viene a cuento a raíz del texto de Jorge Abelardo Ramos que
rescatamos del “Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino”, datado en
enero-febrero de 1955. En él, el por entonces militante del Partido Socialista
de la Revolución Nacional se refiere críticamente al libro de José Gobello
“Lunfardía”. No haremos, por razones de espacio, un análisis del análisis de
Ramos. Solamente diremos que su crítica se emparienta con las que Ricardo Rojas
y Leopoldo Lugones dirigen al tango de principios del siglo XX, caratulándolo
como “reptil de lupanar” (Lugones) y “creación bochornosa de mestizos europeos”
(Rojas) y, en una medida más amplia, con el Juan Alfonso Carrizo que veía en el
“Martín Fierro” un detestable retoño de los viejos romances de valentones. Esa
visión, de clara filiación “hispanicista”, ya había sido desechada en 1930 por
Raúl Scalabrini Ortiz en su por tantas razones ejemplar “El hombre que está solo
y espera”. Acotemos, para finalizar, que cada 5 de septiembre, fecha de edición
de “Lunfardía”, se celebra en la actualidad el “Día del lunfardo”.
El
lunfardo como evasión
Por Jorge Abelardo ramos
Gobello se ha propuesto dar al lector un paseo por los bajos fondos del idioma,
indagando los orígenes y significados probables del “lunfardo”. Sus propósitos
filológicos no pasan de ahí, pero el mero planteo de la cuestión de un lenguaje
particular de Buenos Aires reviste una importancia que nuestro autor se ha
resistido a medir.
Es a este problema que quisiéramos aludir, prescindiendo de seguir a Gobello en
su divertido itinerario donde se entrecruzan la cárcel, la orilla, la milonga –y
los distintos géneros de delincuencia ornados con un lenguaje propio. El pueblo
de la ciudad de Buenos Aires no habla el “lunfardo”, sino que utiliza con
carácter provisional algunas de las palabras que los especialistas consideran
lunfardas –palabras que reemplaza constantemente- y que a veces llegan a
incorporarse circunstancialmente al hablar de las personas llamadas cultas. Esto
no necesita demostración. Los únicos que se llenan la boca con el lunfardo de
manera sistemática son los personajes de la crónica policial, como una técnica
suplementaria del secreto profesional y de su aislamiento social. Las grandes
masas se expresan corrientemente en un castellano que no extasiaría a Menéndez
Pidal, pero que tampoco está corrompido con el lunfardo. Por supuesto Gobello no
llega a sostener lo contrario en “Lunfardía”, pero deja en el ánimo del lector
la sensación de que el lunfardo es el idioma porteño. Creo que esta idea debe
ser rechazada, no por una defensa académica de un lenguaje puro que no existe en
parte alguna del mundo –y menos en Madrid- sino por implicaciones
histórico-políticas más serias que el tema mismo.
¿Qué es Buenos Aires? La capital de la Argentina sufrió a partir de 1870 una
transformación profunda derivada del proceso inmigratorio. El océano de razas
que hervía en las orillas porteñas a fines de siglo y que le otorgó durante
muchas décadas su verdadera fisonomía está reflejado en las páginas de Fray
Mocho. El elemento más importante de esta inmigración fue proporcionado por las
familias italianas, que, a pesar de volcarse en gran parte en el litoral
cultivable para colonizar lo que luego se llamaría la “pampa gringa”, dejó en la
capital una parte considerable de nuevos ciudadanos. El tango como expresión
popular asimiló parcialmente esta revolución del habla, la psicología y la
composición nacional de la ciudad. Las tendencias fuertemente asimilacionistas
de la inmigración italiana fueron borrando con el tiempo los aportes
lingüísticos para fundirse finalmente con el resto de la población argentina.
Pero la ciudad de Buenos Aires desempeñaba un papel especial en el país y éste
es probablemente el núcleo de la cuestión. La federalización de 1880 arrancó de
manos de la oligarquía de la provincia de Buenos Aires el control de la
ciudad-puerto y entregó sus rentas a la Nación entera. Esta medida coincidía sin
embargo con la expansión mundial del imperialismo, que en el caso de Buenos
Aires concentró todas sus fuerzas para hacer de ella su plaza fuerte (Bombay en
la India, en China, Shangai). Aquí se concentró el poder financiero del capital
extranjero, el punto terminal de los ferrocarriles que transportaban la
producción agropecuaria a los puertos ultramarinos y también se fijó aquí el
centro de una cultura europeizante tendiente a justificar en el plano ideológico
nuestra condición de factoría. Por esas y otras razones Buenos Aires fue una
ciudad antinacional, o dicho de otro modo, una ciudad que no poesía una
conciencia nacional. Como pivote imperialista, aquí se reproducían más o menos
las condiciones económicas, sociales y culturales de las metrópolis
imperialistas, pero era a costa de la miseria, el atraso y la parálisis del
resto del país. Aquí venían a hablar Keyserling, Ortega y Gaset (sic) o el gran
brujo Tagore, importados por Victoria Ocampo, pero en La Rioja y en todas las
provincias mediterráneas se morían de hambre ocho millones de argentinos,
uniéndose en silencio al osario común de las viejas montoneras exterminadas por
las fuerzas apoyadas en Buenos Aires. La tremenda diferencia que aún subsiste
entre esta Capital y el resto del país y del continente – no solo diferencias de
lenguaje, que son las menos- sino otras más serias, constituirían el tema para
una digresión que escapa ya a los límites de estas observaciones. En el plano de
una cultura nacional todo está por hacerse en nuestro país. Me refiero a la
crítica consciente, a la generalización del material elaborado; sin embargo,
Gobello no ha encontrado asunto mejor que ocuparse en puntualizar las
“lunfardías” usadas por los porteños. Esto revela por sí solo que Gobello aún
está de espaldas al país, pese a las reiteradas y excelentes observaciones que
formula habitualmente desde su trinchera de crítico. No, los hombres de
“lunfardía” constituyen una parte tan pequeña, tan insignificante de la
República y de Buenos Aires, que debemos exigir al autor empresas mayores para
su talento. No es incidental que aparezcan libros como “Lunfardía”,
representativos de esa falta de conciencia nacional a que aludíamos antes y que
encuentra en Buenos Aires su punto de sustentación. Lo notable es que este libro
sea firmado por Gobello, de quien cabría esperar otro libro más comprometido
(valga el “galicismo”). Dejemos que Borges se ocupe del lunfardo. Lo hará mejor
que Gobello, porque lo desprecia y el desprecio da una vibración que el amor
ignora. Gobello ama el lunfardo, su prosa nocturna e infame, oblicua y
portuaria. Son los restos del cosmopolitismo que arrastra todavía consigo un
escritor argentino. Que levante la mirada hacia el Norte, que abrace los
problemas genuinos del país y su próximo libro será creador. Muere ante nuestros
ojos toda una época; si los escritores no son capaces de aprehenderla en su
conjunto morirán con ella. J. A. R.
BOLETIN DEL INSTITUTO AMIGOS DEL LIBRO ARGENTINO Nº 6, Enero Febrero 1955,
Director: Aristóbulo Etchegaray.p. 15-16.
Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización: Juan Carlos Jara
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de
la Izquierda Nacional ( http://www.elortiba.org/in.html)
Ramos
vs. Borges
SOBRE LITERATURA Y POLITICA (Parte 1)
Por Juan Carlos Jara
A mediados de 1973, el llorado editor Arturo Peña Lillo decide publicar un
mensuario político cuya dirección confía al por entonces joven y promisorio
periodista Rodolfo Terragno. El primer número de esa publicación, bautizada
“Cuestionario”, aparece en mayo de aquel año crucial y, entre otros, van a
colaborar en ése y en números subsiguientes, periodistas de tan variada
procedencia (y sobre todo, destino) como Sergio Cerón, Rinaldo Ubertalli, Aída
Bortnik, Julio Fernández Baraibar, Osvaldo Soriano y, por cierto, el propio
director. La mayor parte de los artículos, sin embargo, son anónimos, y entre
ellos uno, publicado en ese primer número, exaltando la personalidad literaria
de Jorge Luis Borges, muy controvertida en esos días.
Ese artículo sin firma, en el que se exculpa al escritor de sus declaraciones
políticas ultrareaccionarias –atribuidas a una supuesta “inocencia política” de
Borges- será rebatido en el Nº 2 de la misma revista por Jorge Abelardo Ramos,
político, historiador y escritor –tal vez el más dotado de su época junto a
Jauretche y el propio artífice de “El Aleph”.
Ramos conducía a la sazón los destinos del FIP (Frente de Izquierda Popular),
partido que un par de meses después apoyará la fórmula Perón- Isabel, “desde la
izquierda”, obteniendo una cifra que merodeó el millón de votos.
En la respuesta aludida, Ramos comienza declarando en su habitual tono polémico
que “lo que está en cuestión es Cuestionario”, ya que “esta insólita defensa de
Borges en un periódico que afirma salir a la calle para defender el interés
nacional, carece de todo fundamento serio”. En seguida destaca la trascendencia
del asunto, puesto que “tiene más importancia saber quién es Borges que abrumar
al lector con más documentos sobre la Deltec”.
Deltec Internacional –acotemos- era una firma inglesa, propietaria de
frigoríficos como el Swift y el Armour, que monopolizaba el comercio exterior de
carnes argentino y cuyas maniobras dolosas provocaron su quiebra, decretada en
un sonado y patriótico fallo por el juez Salvador María Lozada en 1970.
En nuestro afán por rescatar textos olvidados de los maestros de la Izquierda
Nacional, nos complacemos en transcribir la primera parte de este trabajo que,
como en las novelas por entregas, continuará en el próximo número.
Jorge
Abelardo Ramos cree que a Borges, como a los ferrocarriles, hay que
nacionalizarlo
Respuesta de Jorge A. Ramos (“Cuestionario” Nº 2, junio 1973) - Primera Parte
Señor Director:
En el primer número de CUESTIONARIO se publica un artículo titulado “Los
crímenes de Borges”. Las tesis defendidas son las siguientes:
1ª) Borges es inocente de las atrocidades políticas en que incurre porque no es
un político.
2ª) No puede ser castigado por sus opiniones ya que no es consciente de ellas,
no comprende su significado y de política lo ignora todo. Esto se debería, según
el anónimo autor del artículo, a los placeres estéticos de Borges, el opio del
arte y su humor negro.
3ª) Borges es un artista, no un político y no debe juzgarse al escritor por sus
erróneas ideas políticas. Por lo demás, su obra “no refleja en absoluto sus
ideas políticas”, salvo un breve cuento. Dicho cuento sería, a juicio del autor
anónimo, “la única alusión a la realidad circundante”.
4ª) Todas las reflexiones de Borges, sobre el tiempo, lo metafísico, los
malevos, etc., son a lo sumo, productos del ocio revelador de su condición
social, pero no representan un interés político.
5ª) Aquéllos que escriben sobre Borges no lo han leído, salvo en reportajes, que
son escritos por personas que tampoco leen y que solo practican ese noble arte
hojeando otros reportajes. Finalmente, el autor anónimo, con algo de precaución,
se refiere a otros ignorantes que afirman de Borges que es un inglés que escribe
en español y dice entonces que se trata de gente que desconoce libros como
Fervor de Buenos Aires, “editado allá por 1925”, que testimonian el porteñismo o
argentinismo de Borges.
Ahora bien, esta insólita defensa de Borges en un periódico que afirma salir a
la calle para defender el interés nacional, carece de todo fundamento serio,
salvo en la pasión pública del autor anónimo por la personalidad literaria de
Borges. Lo que está en cuestión es CUESTIONARIO. Tiene más importancia saber
quién es Borges que abrumar al lector con más documentos sobre la maldad de la
Deltec. Si sabemos quien es Borges (es decir, la ideología oligárquicas, el
poder cultural del imperialismo en la Universidad, Germani, Lipset, etc.), y
empleamos el poder de una ideología revolucionaria contra las fuerzas internas y
externas que nos subyugan, suprimir a la Deltec será sencillo. El autor
desconocido invierte las prioridades. Si Borges es inocente de sus opiniones
políticas, Deltec será inocente de sus crímenes económicos.
Con esto me propongo decir que el imperialismo ha mantenido su dominación en la
semicolonia argentina no sólo con la Deltec sino también con Borges. En 1954
publiqué un ensayo sobre Borges y Martínez Estrada titulado Crisis y
resurrección de la literatura argentina, que se reeditó en 1961. Ahora se
reeditó en España, junto a otros trabajos bajo el título de El marxismo de
Indias. Cuando apareció el ensayo en el ’54, donde exhibía a Borges y al autor
de Radiografía de la Pampa, su aversión total hacia Martín Fierro, se
desencadenó contra mí la indignada reacción de la “inteligencia” cipaya de
izquierda.
Los hermanitos Viñas, Ramón Alcalde, Sebreli y otros por el estilo salieron en
defensa de Borges y Estrada que, salvo Ramón Doll en 1933, nadie había osado
tocar. Le aconsejo al autor anónimo la lectura de aquel ensayo.
Cuestionario, Nº2, Junio 1973.
Dos acotaciones del recopilador: el “breve cuento” al que alude Ramos es “La
fiesta del monstruo”, firmado por Borges y Bioy Casares y publicado después de
la caída de Perón. Se destaca por su furioso antiperonismo y por la pintoresca
reconstrucción de un lenguaje supuestamente popular solo vigente en la
imaginación filobritánica de los autores. En cuanto al artículo de Ramón Doll,
seguramente a raíz de la referencia de Ramos, fue recuperado por el diario “La
Opinión”, en su suplemento cultural del 19 de agosto de ese año y trascripto en
sus puntos más salientes, por la propia revista “Cuestionario” en su Nº 5, de
septiembre de 1973.
Ramos
vs. Borges
SOBRE LITERATURA Y POLITICA (Parte 2)
Por Juan Carlos Jara
En el texto que venimos transcribiendo, publicado en la sección “Cartas” de la
revista “Cuestionario” (Año 1, Nº 2, junio de 1973), Jorge Abelardo Ramos afirma
que “desde los comienzos de su carrera literaria Borges fue un reaccionario” y
-a diferencia de muchos que pretenden escindir las ideas políticas del escritor
de su labor literaria propiamente dicha-, señala que ese reaccionarismo “se
refleja minuciosamente en su obra”.
Criado entre las cuatro paredes de una biblioteca inglesa, “desde ese universo
extraño a la Argentina vivió las emociones primordiales de la niñez” y “absorbió
todos y cada uno de los prejuicios políticos, sociales y raciales de su clase”.
A esa clase, la vieja oligarquía latifundista, pertenecía Borges y de ahí la
contundencia de sus declaraciones, esa cruda sinceridad “que al pequeño burgués
se le aparece como cinismo”. Lo que de ningún modo lo absuelve de ser un
perfecto y consciente reaccionario. “El propio Borges –recalca Ramos- ha dado
muestra de que sabe bien lo que quiere cuando se afilió en 1963 al partido
conservador de la provincia de Buenos Aires (aunque no al de Solano Lima)”.
Vicente Solano Lima – a la sazón vicepresidente de la República- era el máximo
dirigente del Partido Conservador Popular, aliado del peronismo que lo había
proyectado a ese cargo en la fórmula presidida por Héctor J. Cámpora, con la
inexcusable anuencia de Perón.
Más adelante Ramos se preocupa en demostrar que las ideas antipopulares de
Borges se reflejan necesariamente en su obra. Así afirma que “desde su poema al
vencedor de Junín, donde altera el tono épico en un solo verso para ironizar a
costa de Bolívar, hasta sus referencias al abuelo, que ya sabía que los Borges
habían nacido “del lado bueno del Arroyo del Medio”, toda la obra de Borges,
verso por verso y cuento por cuento, rebosa de un agudo y alerta sentido
político. Es el Kipling de los ganaderos y sólo escribió un tango cuando ya no
se cantaba en los barrios”.
Adviértase que Ramos no necesita mencionar el cuento “La fiesta del monstruo” o
aquel poema aludiendo a “las épicas lluvias de septiembre” (de 1955), o la
muchedumbre de cuentos y poemas explícitamente anglófilos y desdeñosos de las
luchas populares -desde “El Aleph” hasta el “Poema conjetural” (“vencen los
bárbaros, / los gauchos vencen”), para ejemplificar el vínculo indisoluble que
unía al Borges literato con el Borges comprometido con la realidad nacional.
Por último, luego de sugerir al gobierno peronista recientemente electo que
mantenga al poeta al frente de la Biblioteca Nacional, pues solo a un
irresponsable se le ocurriría enviarlo de nuevo a la inspección de aves de
corral, como durante el primer gobierno de Perón, Ramos –que siempre fue un
conocedor y admirador de los valores puramente literarios de la obra de Borges-
termina con esta otra, irónica sugestión: “Los libros de Borges deberán ser
textos de lectura en los colegios argentinos. Los profesores comentarán los
secretos de su belleza literaria y el manifiesto antagonismo entre verdad y
belleza de este bizantino de Palermo que solloza en inglés”.
Respuesta
de Jorge A. Ramos (“Cuestionario” Nº 2, junio 1973) Segunda Parte
“Digamos en primer término que todo ciudadano es susceptible de crítica o elogio
por sus opiniones políticas, sea escritor, plomero o teniente coronel. Si un
cloaquista afirma que Perón es un reaccionario porque no respetó las libertades
individuales, no ahorraremos un comentario sobre el cloaquista fundados en que
es preciso preservar su obra sanitaria de toda contaminación política. Lo mismo
diríamos de una opinión vertida por un juez, un lanzador de jabalina o una
soprano. Mucho menos podríamos separar la profesión del ciudadano cuando esta
profesión consiste en el uso de las palabras y las ideas. La responsabilidad por
las opiniones se acrece cuanta mayor sea la importancia pública del personaje.
No resultan de la misma importancia las opiniones de Borges que las que vierte
Horangel, aunque este último sea más conocido que Borges.
“El abogado de Borges no vacila en atribuir al poeta un estado de ignorancia o
inconsciencia que lo exculpa de sus extravagancias políticas.
“Desde los comienzos de su carrera literaria Borges fue un reaccionario. Su
visión del mundo y de su país se refleja minuciosamente en su obra. El padre lo
introdujo en su infancia en la lengua inglesa, según refiere. Desde ese universo
extraño a la Argentina vivió las emociones primordiales de la niñez: las vivió
en los seres y mitos de la literatura anglosajona. Desde afuera avanzó hacia
aquí, donde encontró extraños productos vernáculos que le interesaron tanto como
le disgustaron: gauchos, malandrines, peronistas, provincianos, profesoras de
piano y solfeo, literatos vulgares y argentinos que ‘toman la leche’. Nada de
esto le es imputable a Borges: señalo los hechos que condicionaron su formación
personal. Dejo a un lado a Edipo y la mamá.
“En las clases de arraigo de nuestro país, hacia principios de siglo, las
costumbres cambiaban. Los hijos eran formados por las instituciones europeas.
Véanse las memorias de María Rosa Oliver o de Victoria Ocampo. El talento
poético de Borges se formó dentro de ese marco europeo o europeizante y absorbió
todos y cada uno de los prejuicios políticos, sociales y raciales de su clase.
Su absoluta seguridad interior para enunciarlos se funda en que Borges no es un
pequeño burgués, lleno de vacilaciones y de bravatas ‘izquierdistas’ sino un
hijo empobrecido de una vieja clase social dominante: la oligarquía agraria. De
ahí su completa sinceridad, que al pequeño burgués se le aparece como cinismo.
Pero esto no quiere decir que Borges no sea, sin duda alguna, un perfecto
reaccionario y un oscurantista ilustrado. Que representa un interés político. El
propio Borges ha dado muestra de que sabe bien lo que quiere cuando se afilió en
1963 al partido conservador de la provincia de Buenos Aires (aunque no al de
Solano Lima).
“Desde su poema al vencedor de Junín, donde altera el tono épico en un solo
verso para ironizar a costa de Bolívar, hasta sus referencias al abuelo, que ya
sabía que los Borges habían nacido ‘del lado bueno del Arroyo del Medio’, toda
la obra de Borges, verso por verso y cuento por cuento, rebosa de un agudo y
alerta sentido político. Es el Kipling de los ganaderos y sólo escribió un tango
cuando ya no se cantaba en los barrios. Por lo demás, el anónimo autor debe
saber que ‘Fervor de Buenos Aires’ no se publicó en 1925 sino en 1923.
“Naturalmente que sólo a un irresponsable podría ocurrírsele pedir al gobierno
peronista que lo eche de la Biblioteca Nacional y lo envíe de nuevo a la
Inspección de Aves. Pienso que las últimas críticas desaforadas de Borges a
Perón persiguen un propósito de provocación para que algún fanático caiga en la
trampa y el perseguido reciba entonces un contrato en Harvard. Creo que a este
gran artista reaccionario hay que confirmarlo en la Dirección de la Biblioteca
Nacional; hay que hacer con Borges lo que se hizo con los ferrocarriles
ingleses: se los siguió usando para beneficio del pueblo argentino.
“Para concluir, los libros de Borges deberán ser textos de lectura en los
colegios argentinos. Los profesores comentarán los secretos de su belleza
literaria y el manifiesto antagonismo entre verdad y belleza de este bizantino
de Palermo que solloza en inglés”.
Acotaciones: “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín”, es un
poema escrito por Borges en 1953 y publicado en el número 226 de la revista
“Sur”, a principios del año siguiente. Además de la alusión a Bolívar de que
habla Ramos, el poema termina con una diáfana referencia al peronismo por
entonces gobernante: “Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un
tirano / o un hombre oscuro que se muere en una cárcel”. En cuanto a las
declaraciones tildadas por Ramos de “provocación” borgiana, seguramente son las
que a raíz del triunfo de Cámpora en las elecciones presidenciales de 1973 el
escritor publicara en el diario La Stampa de Turín el 29 de mayo de ese año.
Allí expresa que el pueblo que había votado por Cámpora eran “seis millones de
idiotas” y que si no tuviera a su anciana madre en grave estado de salud
“dejaría la Argentina por Europa”. En cuanto al consejo final de Ramos, es
interesante recordar estos conceptos coetáneos del propio general Perón. Ante la
requisitoria de un periodista, decía acerca de Borges: “Si lo hemos aguantado
durante nuestros diez años de gobierno, con más motivo lo haremos ahora que ya
es viejito” (La Nación, 8 de abril de 1973). Finalmente, Borges se fue, sin que
lo echaran, en octubre de aquel histórico año ’73.
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Forja
y su frustración política
Por Juan Carlos Jara
Decía Jauretche, criticando una frase de Mirabeau, que la revolución no devora a
sus hijos sino a sus padres, los precursores, ya que éstos, “pese a sus
divergencias con el sistema que combaten, son hijos de su época y como tales, no
pueden desafiliarse totalmente de ella, de sus escalas de valores, su estilo, su
estética y su ética”.
Corría 1957 y el viejo revolucionario, desde su exilio montevideano,
reflexionaba sobre su propia experiencia al frente de FORJA (Fuerza de
Orientación Radical de la Joven Argentina), ese “puente histórico” que unió la
lucha de las masas yrigoyenistas anteriores al ’30 con la de aquéllas que se
volcaron a las calles, multitudinariamente, en las inolvidables jornadas de
octubre de 1945.
En un texto anterior, de 1941, Jauretche había proclamado el fracaso de FORJA
como fuerza política, al tiempo que reconocía y celebraba el triunfo de sus
ideas. “Hemos sembrado –afirmaba- para quienes sepan inspirar fe y la confianza
que nosotros no logramos”. FORJA había sido incapaz de penetrar en lo social,
confesaba Jauretche, y allí fincaba las razones de su irremediable fracaso.
En el texto que rescatamos -fragmento del libro “Peronismo y frondizismo” (Bs.
As., Patria Grande, 1958)-, Enrique Rivera –uno de los teóricos fundadores de la
Izquierda Nacional- se adentra en las razones de la frustración política
forjista y trata de explicarla desde una óptica de clase. Página para
reflexionar y debatir, nada complaciente con Perón y su movimiento y acaso un
tanto displicente respecto del rol de indagación y desciframiento del mecanismo
colonizador asumido por los hombres de FORJA y especialmente por sus dos figuras
máximas: Jauretche y Scalabrini Ortiz.
Acotemos que en este trabajo de Rivera –extraído de la revista “Política” N º 2,
octubre de 1958-, el autor dialoga con un libro coetáneo: “¿Es Frondizi un nuevo
Perón?”, publicado por Esteban Rey, abogado tucumano y a la sazón destacado
militante de la izquierda nacional.
Por último, el incisivo texto de Rivera –en el que puede advertirse el influjo
de Aurelio Narvaja, esencial y olvidado pensador argentino- bien podría llevar
como colofón este dictamen estampado por J. J. Hernández Arregui en su estudio
sobre el movimiento forjista (“La formación de la conciencia nacional”, Bs. As.,
Plus Ultra, 1973; p. 390): “FORJA fue la conciencia ideológica tardía de un
partido, que como el búho de Minerva, remontaba el vuelo, en plena ‘década
infame’, a la caída de la tarde de una época”.
¿Por
qué fracasó F.O.R.J.A.?*
Por Enrique Rivera
¿Por qué razón FORJA, que permanecía en la posición democrática y nacionalista
del viejo yrigoyenismo, heroicamente, durante la década infame, no tuvo
viabilidad? Una razón (…) es la actitud organizativa de Frondizi y sus amigos
que contribuyó a aislarla. Pero hay una explicación más profunda y es que desde
la primera guerra y particularmente desde el año 1930, la burguesía mundial en
su conjunto se había tornado reaccionaria. Quedaba así cerrado el ciclo del
liberalismo democrático y nacionalista, que se expresó todavía en el viejo
Yrigoyen. En el terreno de la democracia burguesa, la única posición cómoda que
podía sustentarse era la de Frondizi y otros, que prestaban a la oligarquía y al
imperialismo el color democrático y hasta la quejumbre ‘nacional’ que les hacía
falta para arrastrar al pueblo argentino a la carnicería imperialista, política
que ensayaron a través de la presidencia de Ortiz.
En nuestra época, en los países coloniales y semicoloniales, el motor de la
revolución no es el desarrollo de la burguesía industrial, sino la imposibilidad
de seguir viviendo bajo el dominio del imperialismo en crisis, que para salvarse
acogota a sus esclavos coloniales. Se originan así grandes movimientos populares
nacionalistas. Pero la década infame dejó a nuestras masas populares sin
posibilidad de expresión política y, al producirse una solución militar al
problema, los elementos burgueses, que tuvieron el control del proceso, tomaron
las garantías para que la lucha nacional no se desarrollase con la
correspondiente ideología revolucionaria. Así resultó que el ‘nacionalismo
clerical’, al que FORJA caracterizaba con toda precisión en su verdadero
carácter, representó la ideología concreta de un proceso que, sin embargo, era
económica y socialmente revolucionario. De este modo, Perón se apoyaba en el
proletariado, pero a la vez tranquilizaba a la burguesía, que mantenía el
control a través del nacionalismo clerical y a ella se lo dejó cuando vio que
para continuar en el poder, había que profundizar el proceso y prescindir de las
formas ideológicas reaccionarias. FORJA no podía tener viabilidad, porque se
hubiera necesitado para ello una burguesía democrática y nacional que no existe.
Esto a la vez nos permite explicarnos por qué cuando dominan la oligarquía y el
imperialismo implantan un régimen superestructural “democrático, liberal,
izquierdista, etc.” Sencillamente, como el proceso económico y social es
reaccionario, no necesitan tomar sus garantías en la esfera ideológica. Ahora,
todos estos elementos demoliberales, que sólo pueden brillar en el candelero
cuando dominan la oligarquía y el imperialismo, vale decir, cuando el proceso
estructural es reaccionario, al triunfar el movimiento nacional en la única
manera en que según hemos visto pudo darse, y que ellos mismos provocaron,
aparecieron frente a las formas y representantes ideológicos reaccionarios, como
si fuesen elementos progresivos. Pero “frente” al movimiento nacional, FORJA, en
cambio que estaba con el contenido de éste, se disolvió. Más que disolverse,
quedó al margen, luego de haber desempeñado su papel, para retornar algunos de
sus hombres en las postrimerías del régimen. Es notable constatar que, cuando
para ir adelante, la revolución nacional y popular necesitaba su propia
ideología progresiva, dándole mayor papel al proletariado en la conducción del
proceso, los nacionalistas clericales y los demoliberales se unieron para dar el
golpe contrarrevolucionario, un setiembre de 1930 con una mayor amplitud
histórica.
Rey dice que cierto “negativismo esencial” limitaba las perspectivas de FORJA,
debido tal vez a que este movimiento fue producto no de una época de ascenso,
sino de retroceso. En realidad, era precisamente esta última circunstancia la
que permitía a un grupo de jóvenes radicales dar una expresión programática
clara, popular y democrática al movimiento nacional.
El movimiento nacional encabezado por la burguesía, cuando está en el llano, en
la oposición, puede permitirse y se permite en efecto, expresiones ideológicas
democráticas, populares, que dejan espacio inclusive a un ala izquierda que
refleja o procura reflejar los intereses del proletariado y sueña que el triunfo
del movimiento nacional, encarnado por el líder de turno, le traerá un
predominio político cada vez mayor. Así se presenta, bajo esta faz progresista,
avanzada y conmovedora, la burguesía cuando la oligarquía y el imperialismo
tienen el comando. Pero, en cuanto comienza a ascender al poder, o cuando se
trata siquiera de alguna posibilidad electoral más o menos seria, se alía con la
reacción para darle el golpe a los pequeños burgueses que creen en la burguesía
democrática y nacional y al ala izquierda. Por ejemplo, el mismo Frondizi, ante
la Pastoral del Obispado, en vísperas de las elecciones del 28 de julio, se nos
aparece de repente como partidario de la enseñanza libre, enemigo del divorcio y
buen padre de familia, que educó a su hija en un colegio religioso. ¡Qué
disgusto para el ala izquierda de la UCR Intransigente! El único consuelo que
Frondizi le dejó fue que, entre tantos santos de la iglesia, unos más, otros
menos reaccionarios, era Francisco de Asís, aquel al que por sus antecedentes
estaba más próximo. Ahí fue a parar el izquierdismo del cuco de la oligarquía y
el imperialismo. Pero el ala izquierda, como antes laboristas y otros, dicen: No
reduzcamos las posibilidades del triunfo discutiendo antes de las elecciones; no
nos coloquemos fuera del movimiento; después veremos. “Después”, en cuanto la
burguesía adquiere elementos de poder, no discute; los aplasta con su fuerza
material, la misma que le dio el proceso revolucionario cuando, en el caso más
desdichado, no los utiliza a ellos mismos para volverlos contra el mismo sector
progresivo que encarnaron. Frente a este mecanismo, previsto teóricamente en
1945, y confirmado reiteradamente, no existe otra garantía que la independencia
“política” del proletariado en el seno del movimiento nacional. Y decimos
proletariado, porque la pequeña burguesía democrática no tiene salida. Como no
la tuvo FORJA. A lo sumo, proporcionará excelentes críticos de lo que pudo haber
sido y no fue, de lo que debía ser y no es, etc. etc.
*Revista “Política” Nº 2, 22 de octubre de 1958; p. 7.
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