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NOTAS EN ESTA SECCION
Hernández, el Chacho y los dos federalismos, por J. C. Jara  |  Prólogo a Vida del Chacho de J. Hernández (1º parte) , por Jorge A. Ramos
La dictadura del puerto único y la democracia del interior, por J. C. Jara  |  Prólogo a “Vida del Chacho” de J. Hernández (2º parte), por Jorge A. Ramos
Blas Alberti: El tercer gobierno peronista, J. C. Jara  |  El último gobierno de Perón, por Blas Alberti
Un texto de Vivian Trías, izquierdista nacional uruguayo. Por Juan Carlos Jara  |  Los unitarios, por Vivian Trías  |  Ramos y su primer libro, por J. C. Jara
América Latina: Un país, por Jorge Abelardo Ramos  |  Norberto Galasso, por Juan Carlos Jara  |  Mariano Moreno, por Norberto Galasso
Fragmento de “Yrigoyen y la intransigencia radical”, Jorge E. Spilimbergo



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Hernández, el Chacho y los dos federalismos

Por Juan Carlos Jara

Decía Lugones que José Hernández ignoró siempre la importancia del “Martín Fierro” y que no tuvo genio sino en ocasión de componer esa obra impar. Su breve pero contundente “Vida del Chacho” es un mentís a esos dichos lugonianos que luego han hecho escuela en autores como Martínez Estrada, Calvetti y Aragón y otros. En ese texto, nacido de su labor periodística, Hernández se muestra como un certero investigador que va develando una a una todas las falsedades creadas por los asesinos de Peñaloza para disimular la vileza de su crimen. Si buscáramos en la literatura argentina un antecedente a “Operación masacre” o “¿Quién mató a Rosendo?”, de Rodolfo Walsh, ese antecedente sería “Vida del Chacho. Rasgos biográficos del general Dn. Ángel Vicente Peñaloza”, título completo del libro publicado en 1863, cuya lectura recomendamos calurosamente. Pero lo que queríamos presentar aquí no era el texto de Hernández sino el prólogo a ese texto firmado por Juan Carlos Trejo (seudónimo de Jorge Abelardo Ramos) en la edición de Coyoacán de 1963. La prosa siempre atractiva del talentoso “Colorado” se impone el conciso desarrollo de uno de los conceptos claves para entender la historia política argentina del siglo XIX. Ríos de tinta se derramaron escribiendo sobre la lucha entre unitarios y federales. Generalmente sin hacer demasiados distingos entre el federalismo bonaerense (y por extensión el de todo el litoral) con el que profesaban las provincias del interior. Sin embargo, si no es lo mismo Rivadavia que Rosas, tampoco puede decirse que sean lo mismo el federalismo de Felipe Varela que el de Urquiza o el del propio Restaurador. Es que en realidad, como el propio Ramos afirma con precisión: “si había un solo unitarismo, había en cambio dos federalismos”. Sin esa explicación esencial la trayectoria de José Hernández (como la del Chacho y otros revolucionarios de la época) sería incomprensible y flotaría en el vacío. Presentamos aquí la primera parte de ese trabajo que concluiremos en la próxima entrega de estos Cuadernos.


Prólogo a "Vida del Chacho" de José Hernández (Coyoacán, 1963)

Por Jorge Abelardo Ramos

Primera Parte

En el mes de noviembre de 1863 aparecieron en el diario “El Argentino”, de Paraná, unos artículos firmados por José Hernández. Todo el país se había estremecido por el asesinato del general Peñaloza, y el joven periodista, afincado en la tierra entrerriana, transmitió la indignación general a la prosa ardiente de su “Vida del Chacho”.

En su alma nacía ya Martín Fierro, esa especie de arquetipo de todo el gauchaje ultimado por la misma burguesía comercial porteña que había degollado al general Peñaloza. En esas páginas vemos a un José Hernández poco conocido; es el “anti Facundo” por excelencia. Pero no es de lectura obligatoria en las escuelas, como el otro. Tal es la fuerza adquirida por la tradición letal de la cultura oligárquica. Ese solo hecho demuestra que la reorganización de la enseñanza en el país habrá de hacerse de arriba abajo, en los tres ciclos y rehaciendo la ideología de todo el profesorado. Pero esta no será la tarea de un ministro, sino de algo más profundo. Para lograr que las nuevas generaciones adquieran una versión veraz de la historia nacional, será preciso modificar las bases mismas de la sociedad argentina. Algo de eso vio el cantor inmortal cuando habló de que en esta tierra nunca se acaba el embrollo; y que sería preciso esperar a “que un criollo viniera a esta tierra a mandar”. Según se vio más tarde, con un criollo solo no bastaba: pues uno solo puede morir o envejecer, o ablandarse, o defeccionar, que a fin de cuentas es lo mismo. Hacían falta muchos criollos, y que todos ellos “mandasen”, o, dicho en palabras más puebleras, que ordenasen por sí mismos colectivamente su destino, No otro es el fin supremo de la política, y Hernández era un político revolucionario. Cuando los mitristas le quitaron la espada de la mano, empuñó la pluma y cantó para los siglos. La vida y la muerte del Chacho se insertó en su espíritu como un episodio típico de la gesta. La importancia de su “Vida del Chacho”, desde el punto de vista histórico, es en cierto modo similar a la del “Martín Fierro”. Pues como en el poema genial, Hernández expone aquí, en una prosa sencilla, el itinerario vital de un soldado de nuestras guerras civiles, dotado de una grandeza sin énfasis. Y revela por qué Hernández tanto como Peñaloza eran hostiles a Rosas, al mismo tiempo que a Mitre y a los unitarios.

¿Cómo se explica esto? Es del más alto interés político e histórico esclarecerlo. El autor y su héroe eran federales, pero federales nacionales. Esta distinción es fundamental y la subrayan las crónicas de provincias y algunos libros perdidos del pasado. Pero no ha tenido los honores de ser incluida en los libros que habitualmente circularon desde Buenos Aires, secular usina de prestigio, que tiñe a las ideas políticas de su propio color, aunque nunca es natural sino de tintorería. Pues, en efecto, si había un solo unitarismo, había en cambio dos federalismos. El nacionalismo rosista ha prescindido de este análisis, que debe fundarse no sólo en las distintas ideas políticas del partido unitario y del partido de Rosas, sino en la situación de las clases sociales que los sostenían. Como los nacionalistas aborrecen la idea misma de las “clases”, que consideran una invención infernal del marxismo, se ven obligados a participar con la escuela liberal de la concepción idealista de la historia que sólo ve en la gran pantalla las “sombras” ideológicas desprendidas de los cuerpos reales que las originan.

Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización: Juan Carlos Jara
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La dictadura del puerto único y la democracia del interior

Por Juan Carlos Jara

A poco de la tragedia de Olta (12 de noviembre de 1863), José Hernández emprende su reivindicación de Ángel Vicente Peñaloza, en una serie de artículos en el diario ”El Argentino” de Paraná, que, reunidos después en folleto, fueron publicados bajo el título “Vida del Chacho”. Por su parte, Sarmiento, quien como gobernador de San Juan y director de la guerra contra el general Peñaloza había aplaudido el degüello precisamente por la forma en que había sido consumado, escribe un par de años más tarde, en Estados Unidos, una biografía del mismo personaje. Pese a su origen provinciano, el sanjuanino no alcanza a vislumbrar los verdaderos motivos –políticos, sociales, económicos- del alzamiento montonero y califica a su biografiado de mero salteador, bárbaro e indolente, al que siguen “estólidas muchedumbres embrutecidas por el aislamiento y la ignorancia”. Ese empecinamiento de Sarmiento en su diatriba contra las masas del interior y sus jefes naturales, a los que percibe como productos del “sordo resentimiento” de la barbarie gaucha, no lo tendrán Hernández, Alberdi y otros federales provincianos contemporáneos de los hechos. Como no lo tendrá tampoco el padre de la historia económica argentina, Juan Álvarez - paradójicamente un hombre de la clase conservadora-, quien en su libro de 1912 “Las guerras civiles argentinas” afirma que la adhesión popular al jefe de las montoneras nace de la necesidad de las masas de quebrar el estado de cosas del que son víctimas y, por lo tanto, obedecen al caudillo “como seguirían las órdenes del médico para curar la enfermedad que no atinan a combatir por sí mismos”. No deja de reconocer Alvarez que puede alegarse un cierto poder de “sugestión del que manda” y correlativamente “el afecto del que se deja arrastrar”; pero, a su juicio “estos dos elementos no bastarían, por sí solos para determinar un estado crónico de guerra social”, como el que vivió la Argentina durante la mayor parte del siglo XIX. Entonces, lo que para Sarmiento constituía el simple antagonismo entre civilización europea y barbarie popular autóctona, en la visión de Juan Álvarez tendrá una explicación más realista: “En defensa de lo que conceptuó conveniente, el interior negábase a ser gobernado por librecambistas”. Ni más ni menos que eso. El aperturismo económico irrestricto que la burguesía comercial porteña había impuesto a sangre y fuego sobre las provincias (otrora ricas e industriosas) convirtió a éstas en un hábitat de menesterosos y desesperados sin otra opción que la resistencia colectiva violenta (montonera significa “gauchos peleando en montón”). Entre esos librecambistas partidarios de la dictadura del puerto único -disfrazada de progresista afán civilizatorio- se hallaba el propio Sarmiento, quien desconoce y niega en el federal provinciano Peñaloza cualquier adscripción de índole política consciente. “Su papel, su modo de ganar la vida -asegura- era intervenir en la cuestión y conflictos de los partidos, cualquiera que fuesen”. En el fondo lo que el Padre del Aula no logra percibir es que si el Chacho empuñó las armas para oponerse a Rosas y posteriormente a Mitre no lo hizo porque se tratara de un simple bandido en pos del botín y del saqueo. Él era un federal provinciano y como tal luchaba contra la política porteña, de puerto único y aduana secuestrada: constante en el accionar de unitarios y federales bonaerenses de todo pelaje. He ahí la importancia de reconocer la existencia de un unitarismo y dos federalismos en las pujas políticas argentinas del siglo XIX.
De éstos y otros asuntos trascendentales nos habla J. A. Ramos en la segunda parte de su prólogo de 1963 a “Vida del Chacho”.


Prólogo a “Vida del Chacho” de José Hernández (Coyoacán, 1963)

Por Jorge Abelardo Ramos

Segunda parte

El partido federal bonaerense de Rosas difería del partido unitario porteño en un “criollismo” fundado en la estructura agraria de la provincia. Eran productores directos y abastecedores del mercado exterior, y si eran “socios” de sus compradores extranjeros, no eran sus lacayos. Su base de poder estaba en los campos y las haciendas, en los saladeros y hasta en las flotillas de transporte. El partido unitario porteño en cambio, era un órgano de la ciudad-puerto. Tendencia de los tenderos, los doctores y los importadores, el célebre partido de las “luces” retrataba en sus ínfulas y su política los intereses de la burguesía compradora y de todos los sectores intermediarios con el capital europeo. Para un hacendado, pactar con las escuadras francesas era un baldón; para los unitarios, un honor. Pero tanto la Provincia como la Ciudad estaban unidas en esa superior unidad geoeconómica que la Corona española llamó la “Provincia Metrópoli”, donde se concentraba todo el poderío rentístico del Virreynato, que la Revolución de Mayo no alteró.
La provincia bonaerense vendía sus frutos a través del puerto de la ciudad y percibía los beneficios de su producción en la ciudad misma, donde los estancieros, generalmente, tenían su hogar. Tanto los hacendados como los comerciantes usufructuaban en común la ventaja exclusiva del puerto único, que alimentaba la Aduana y ésta el Crédito Público, según lo enseñó Alberdi. Este grupo de intereses se enfrentaba a las provincias, que no podían comerciar con el extranjero sino por medio de Buenos Aires; y Buenos Aires se embolsaba todas las ganancias derivadas del trabajo del conjunto del país. Alberdi planteó incisivamente en esos términos el dilema entre Buenos Aires y las provincias.
Cuando Rivadavia quiso “unificar el país a palos”, llevado por la ceguera de quien había vivido en Londres pero jamás había pisado La Rioja, todo el país se levantó contra él; y los hacendados bonaerenses advirtieron que era mucho mejor dejar el país desorganizado que provocar una guerra de unidad nacional encabezada por las montoneras provincianas, capaces de conquistar Buenos Aires y nacionalizar la Aduana. Entonces se hicieron “federales”, transformando esa palabra en sinónimo de localismo. Pero este federalismo, que convenía a Buenos Aires tan sólo y le permitía disfrutar a solas la suculenta Aduana nacional, llevaba la postración a las provincias, que sólo podían progresar mediante los recursos aduaneros distribuidos igualitariamente y empleados para industrializarlas.
De ahí que hubo un partido “federal” en el Buenos Aires de Rosas, cuya política consistía tan sólo en dejar en paz a las provincias, para que se comieran su propia pobreza, y un partido unitario porteño, obstinado en “organizar” el país en beneficio del capital extranjero, ávido del mercado interior. A su vez, las provincias se llamaron federales, pero no por separatistas, que maldito si les convenía, sino para enfrentar a las fuerzas unitarias porteñas, siempre dispuestas a imponer su orden en las provincias a sangre y fuego. Las provincias federales toleraron a Rosas mientras no tuvieron más remedio que defenderse de las continuas tentativas intervencionistas. Pero recibieron con alegría su caída cuando el entrerriano Urquiza se levantó contra el Restaurador en 1851. Creyeron que al fin podría “organizarse el país”, esto es, que la hora de las privaciones había terminado. Ese fue el sentido nacional de la empresa que Urquiza abandonó luego y cuya traición le costó la vida a mano de sus propios adictos. Por eso apoyaron a Urquiza al principio desde los guerreros de la Independencia hasta José Hernández y Juan Bautista Alberdi, caudillos como Peñaloza e intelectuales como Gutiérrez.
Eso explica que el general Ángel Vicente Peñaloza, el célebre Chacho, haya sido capitán de Juan Facundo Quiroga y aliado de Brizuela contra Rosas, que haya acompañado a Urquiza y se levantara contra Mitre. Por la misma razón Hernández increpa a Sarmiento y al partido unitario y se llama federal, al mismo tiempo que condena el gobierno de Rosas.
Hernández y todo el partido federal de provincias se comprenden tan sólo si se los juzga, en el lenguaje contemporáneo, como expresiones del nacionalismo democrático, que es la verdadera tradición histórica de las fuerzas populares argentinas.

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Blas Alberti: El tercer gobierno peronista

Por Juan Carlos Jara

Con capacidad para la síntesis y gran agudeza conceptual, el antropólogo Blas Alberti describe en esta nota las vicisitudes (propósitos, logros, límites propios e impedimentos ajenos) del tercer gobierno del general Juan Domingo Perón (1973-1974).
El fragmento que transcribimos pertenece a “El peronismo polémico” uno de los libros menos difundidos de este referente de la Izquierda Nacional, nacido en 1930 en Sierras Bayas, provincia de Buenos Aires, y fallecido en la ciudad de Buenos Aires el 18 de mayo de 1997.
Blas Manuel Alberti integró la primera promoción de antropólogos egresados de la universidad porteña en 1962. Al año siguiente se incorporó al PSIN (Partido Socialista de la Izquierda Nacional). Fue profesor universitario durante los breves períodos constitucionales vividos por los argentinos en la segunda mitad del siglo XX y escribió varios libros desde el imprescindible “Crítica de la sociología académica” (1972, con prólogo de Jorge Abelardo Ramos) hasta el desencantado “La crisis de la Razón Moderna” (1995, en colaboración con Félix Schuster).
“El peronismo polémico”, otro de sus libros insoslayables, es, como decimos, uno de los menos conocidos. Basta mencionar la fecha de su publicación - julio de l976- para eximirnos de explicar la causa de su escasa circulación.
No hemos tenido ocasión de cotejar el texto con la colección de “Izquierda popular” e “Izquierda nacional”, las dos publicaciones que esta corriente editaba en aquellos días (semanario el primero, mensuario el segundo), pero presumimos que se trata de algún artículo publicado en esas revistas entre fines de 1974 y principios de 1975. Por último nos interesa destacar el pasaje en el que Alberti apunta que “cuando Perón se dispuso a gobernar, las fuerzas hostiles al campo nacional, desde la Sociedad Rural hasta la izquierda cipaya, pasando por el partido radical, comenzaron su tarea de hostigamiento”. Cualquier semejanza con la realidad actual no es ninguna coincidencia.

Juan Carlos Jara


El último gobierno de Perón

Por Blas Alberti

El tercer gobierno de Perón se inició en medio de una situación política, social y económica por demás compleja y dificultosa. La contrarrevolución oligárquica había desmantelado la industria nacional produciendo la ruina de la pequeña industria a la vez que la penetración imperialista alcanzaba los índices más altos de nuestra historia. La situación del ejército no podía inspirar ninguna confianza. Los cuadros de la oficialidad nacionalista habían sido desmantelados y en las academias militares se había educado una nueva generación que enfrentaba a las masas populares como guardia pretoriana de la oligarquía y el imperialismo.
En el seno de su propio partido, Perón se enfrenta a una situación en la que, como polo opuesto al de la burocracia sindical, había crecido la Juventud Peronista, de conformación muy reciente y con una percepción tanto táctica como estratégicamente extraña al peronismo. Esta situación dificultó el reordenamiento interno de su propio partido y obligó a Perón a librar una batalla por la clarificación de los fines y métodos que habían caracterizado a su movimiento a lo largo de treinta años. La culminación de este episodio reconoce dos fechas claves: el 1º de mayo cuando los “Montoneros” y demás sectores de la Juventud fueron expulsados por el propio Perón de la Plaza de Mayo y la concentración del 12 de junio de 1974 en que estos sectores estuvieron ausentes.
Las condiciones apuntadas no impidieron que el gobierno popular presidido por el general Perón pusiese en marcha un programa político cuyos objetivos de fondo eran reconquistar la soberanía nacional, quebrando la subordinación a las metrópolis imperialistas, y abriendo una nueva perspectiva hacia el mundo de países semicoloniales y hacia los estados obreros, limitar los privilegios de la oligarquía y los sectores parasitarios, ensanchar el mercado interno aumentando el consumo de las masas trabajadoras, invertir la distribución de la riqueza a favor de las clases populares y en contra de sus explotadores, etcétera.
Al mismo tiempo se lanzaba a comprometer a sus antiguos enemigos, en especial el radicalismo, en el apoyo al gobierno elegido democráticamente.
La concreción de estos fines se materializó en una serie de medidas, leyes y proyectos de leyes que comenzaron a movilizar poco a las más grandes fuerzas de la vieja Argentina ante quienes la perspectiva de nacionalizar la TV y la radiodifusión o promulgar una ley agraria que cercenara privilegios importantes de la oligarquía terrateniente, por ejemplo, constituía una demostración inequívoca en cuatro al carácter irreconciliable de los intereses históricos del peronismo y los suyos propios. La tentativa de los sectores oligárquicos por ocultar durante algún tiempo el antagonismo franco con el ex proscripto, que después de haber sido execrado por ellos volvía al poder cubierto por los laureles de una victoria incuestionable, fue episódica. Lo importante es señalar que cuando Perón se dispuso a gobernar, las fuerzas hostiles al campo nacional, desde la Sociedad Rural hasta la izquierda cipaya, pasando por el partido radical, comenzaron su tarea de hostigamiento.
De esta manera recomenzaba el drama en el punto en que había sido interrumpido en 1955. Nuevamente los antagonismos históricos emergieron: el Movimiento Nacional encontraba dificultades en su desarrollo porque el bloque de los terratenientes y el imperialismo subsistían con sus mismos caracteres. Perón que tenía experiencia política y sabía escuchar a la distancia advirtió el peligro y convocó a una movilización repentina que se llevó a cabo el 12 de junio en la Plaza de mayo. En su breve discurso, que sería el último, prolongación del que pronunció a la mañana de ese mismo día, condenó a los enemigos del pueblo y advirtió acerca de la invencible capacidad de éste para enfrentarlo si las circunstancias así lo establecían.
Cuando las contradicciones a que aludimos comenzaron a abrirse paso y el frente oligárquico volvía a reagruparse, el movimiento popular fue sacudido por el más formidable golpe de los últimos treinta años: Perón murió el 1º de julio y el Frente Nacional quedó privado de su conducción. Un gigantesco vacío recorre el espacio político argentino y las viejas clases y partidos del régimen se disponen a llenarlo.

(En “El peronismo polémico”, Bs. As., Macchi, 1976; p. 129 a 132)

Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
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la Izquierda Nacional ( http://www.elortiba.org/in.html )


Un texto de Vivian Trías, izquierdista nacional uruguayo

Por Juan Carlos Jara

En pocas páginas de nuestra historiografía se describe con mayor justeza y claridad el fenómeno del unitarismo rivadaviano (desde lo económico hasta lo político y cultural) como en éstas del profesor uruguayo Vivian Trías. Las hemos extraído de su libro “Juan Manuel de Rosas” (Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1970), uno de los más equilibrados y profundos análisis de la figura del Restaurador y de su régimen, extendido entre 1829 y 1852.
En un momento en que la historiografía académica (y no sólo académica) hacen un culto de la ambigüedad y la deliberada confusión interpretativa (conducente a una suerte de “que se vayan todos” como inexpugnable juicio de la historia) resulta estimulante leer estas páginas del maestro Trías. Entre el fárrago propio de todo acontecer humano, bullente y multifacético, el historiador oriental sabe hacer uso eficaz de una de las principales armas de su profesión: la hermenéutica.
Trías –como muchos historiadores de los ’60 y ‘70- indaga en el proceso histórico nacional e internacional y extrae de él las líneas básicas que convierten al mismo en un todo coherente y lleno de sugerentes incitaciones.
Así, profundizando la concepción alberdiana de que, a partir de 1810, Buenos Aires sustituyó a la metrópoli española en el sometimiento político y económico del Interior, Trías desarrolla el concepto de “satelización” según el cual Buenos Aires, apenas derrotado el fugaz proyecto de Moreno, se convierte en metrópoli con respecto a las ciudades capitales de las restantes provincias y éstas, a su vez, operan del mismo modo en relación con los pueblos diseminados en el interior, pero girando ambas metrópolis o submetrópolis como meros satélites menores alrededor de la gran estrella central: Gran Bretaña. “Así es como esta cadena de metrópolis-satélites o satélites-metrópolis –dice Trías- enlaza a los intereses de la City con el trabajo de los productores rurales, de las peonadas, arrieros, pastores, etc.”. Dentro de esta estructura satelital, de círculos concéntricos, el partido de Rivadavia, o sea de la clase mercantil importadora, jugará un rol fundamental. De eso habla Trías en el fragmento que hemos seleccionado.
Antes de ingresar al texto, apuntemos que Vivian Trías había nacido en la localidad de Las Piedras, departamento de Canelones, R. O. U. en mayo de 1922. Fue diputado nacional y entre 1960 y 1963 se desempeñó como secretario general del partido socialista uruguayo, enfrentándose con la conducción cosmopolita de Emilio Frugoni. En 1970 apoyó la creación del Frente Amplio y fue elegido nuevamente diputado. El golpe militar de junio de 1973 lo despojó de ese cargo y de sus cátedras como docente de filosofía e historia.
Falleció en Montevideo, a los 58 años, el 24 de noviembre de 1980. Quince años más tarde una fundación, entre cuyos miembros iniciales se contaron Tabaré Vázquez, Liber Seregni, Alberto Methol Ferré y José Williman, evoca su nombre y su personalidad.


Los unitarios

Por Vivian Trías

A la luz de la arquitectura satelizada que le sirve de fundamento, se comprenden diáfanamente los objetivos y los rasgos del unitarismo.
Su concepción de la unidad nacional consiste en un gobierno centralizado en la provincia.-metrópoli y capaz de imponer al conjunto del país su política económica liberal y pro-inglesa. Procuran la unidad nacional, porque pretenden disponer de todo el mercado interno para usufructuar los beneficios de la libre importación y revender hasta en los más alejados confines, las manufacturas fabricadas en Inglaterra.
Piedra angular de su poder es la dictadura monoportuaria.
A excepción de Montevideo, Buenos Aires es el único puerto de ultramar de la nación y su aduana es la principal fuente de recursos financieros del gobierno (sobre todo después de perder las minas altoperuanas en la batalla de Huaqui).
El punto de vista unitario es que el manejo del puerto y las rentas de la aduana son patrimonio exclusivo de Buenos Aires o, mejor de sus clases dominantes.
Esto significa que la producción exportable de las otras provincias ha de pasar, inexorablemente, por el puerto único y ha de rendir su tributo impositivo en la aduana correspondiente. Lo mismo acaece con el flujo de importaciones destinadas al interior.
Supongamos que un vecino de Santiago del Estero compra un poncho inglés importado y paga por él un precio en el cual, por supuesto, se incluye el gravamen aduanero pertinente. Ese gravamen no se acredita a Santiago, por más que sea un santiagueño el que lo pague, sino a Buenos Aires. Lo mismo ocurre con los impuestos de exportación que abaten el precio real percibido por el productor provinciano (es decir que, en definitiva, es dicho productor quien lo paga, ya que el comprador extranjero se ajusta a cotizaciones internacionales inflexibles).
La dictadura monoportuaria actúa, pues, como una bomba de succión financiera sobre las restantes provincias. Traspasa recursos del interior a Buenos Aires, empobrece al interior para enriquecer a Buenos Aires.
Es cierto que las provincias litorales (Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes) podrían zafarse del escamoteo apelando a sus puertos fluviales sobre el Paraná o el Paraguay, pero Buenos Aires, estratégicamente ubicada en la boca de la red fluvial, cierra su navegación a hacha y martillo y obliga a sus hermanas litoraleñas a pasar, también, por las horcas caudinas del puerto único y señor.
En suma, el objetivo medular del unitarismo es aplicar una política económica liberal; lo que coincide, naturalmente, con los intereses esenciales del Imperio Británico. Para ello pretende someter a las provincias interiores y litorales a la hegemonía de Buenos Aires y armar, en esa forma, la unidad nacional sobre la base de la estructura satelizada descrita.
Instrumento primordial, clave, para alcanzar tales metas es el ejercicio de la dictadura uniportuaria y el usufructo provincial exclusivo de las rentas aduaneras. Las restantes provincias quedan, por esa vía, uncidas, dependientes, supeditadas al manejo del comercio exterior que realizan las clases dominantes porteñas.
Por otro lado, el despojo de las rentas aduaneras hace la opulencia de Buenos Aires y el pauperismo de “los trece ranchos” (como se llamó a las provincias pobres). La política de los unitarios cuenta con abundantes recursos financieros y ello explica que haga la guerra civil con ejércitos de línea uniformados y pertrechados a la europea; mientras el interior pelea con montoneras, lanzas y viejas armas de fuego. No es la guerra entre los “civilizados” y los “bárbaros”, sino la guerra entre los “ricos” y los “pobres”.
Tal infraestructura económico-social del unitarismo se refleja puntualmente en sus concepciones ideológicas y políticas, así como en sus hábitos y actitudes.
La interpretación histórica de las luchas intestinas como un enfrentamiento entre la ciudad europeizada y progresista (“la civilización”), y las sociedades rurales atrasadas y primitivas (“la barbarie”), no es otra cosa que la expresión ideológica de las contradicciones de clases e intereses analizados.
Ni la maestría literaria de Domingo Faustino Sarmiento, ha podido evitar el naufragio de criterio tan endeble como falaz.
Desde el punto de vista político se planteó a los unitarios una paradoja insoluble. De acuerdo a las corrientes demo-liberales inspiradas en los filósofos del siglo XVIII, debieron ser firmes partidarios de la república democrática fundada en el sufragio popular. Pero ello estaba fatalmente reñido con sus metas económicas liberales que causaban, inapelablemente, la miseria de las masas.
A poco andar, se apercibieron de que en Europa era muy congruente la práctica conjunta del liberalismo económico y del liberalismo político, puesto que allí el capitalismo y la burguesía eran esencialmente nacionales y venían a desmantelar al perimido orden feudal.
Pero en los países dependientes y semicoloniales, la burguesía se apoya en el capital extranjero y sirve en la función de explotar a su propio pueblo hasta los últimos extremos. Las contradicciones de clase tienden, de esa manera, a atenuarse en la metrópoli y a agudizarse en las colonias.
O sea, que en éstas el liberalismo económico y el liberalismo político son inconciliables.
Por eso los unitarios involucionaron de sus liminares arrebatos populares de los días de Mayo, a postular gobiernos de élite, abjurando del sufragio universal y terminaron convirtiéndose en monárquicos desesperados a la búsqueda de un príncipe de segundo, o tercer orden, para coronar en el Plata, con tal que trajera recursos suficientes para someter a las masas sublevadas.
La alienación unitaria se extendió a sus preferencias literarias, a su afán imitativo de las modas europeas, a sus costumbres y lenguaje.
Intentaban remedar, en la tierra natal, un mundillo europeizante con el cual soñaban hasta el delirio.
Así se distanciaron tan abismalmente del pueblo y sus necesidades, que éste llegó al odio y al desprecio por los “hombres de casaca negra”.
En conclusión: la solución unitaria a la cuestión de la organización nacional no conducía a la creación de una nación soberana, dueña de su destino y capaz de desarrollarse económicamente, sino a una semicolonia y a esa situación deformante y enajenada que hoy designamos subdesarrollo.


Ramos y su primer libro

Por Juan Carlos Jara

Presentamos hoy el prólogo -denominado “Advertencia”- con que Jorge Abelardo Ramos precede su primer libro, “América Latina: un país. Su historia, su economía, su revolución”. Verdadero “incunable” de nuestra historiografía revisionista, este ensayo del joven escritor trotskysta fue publicado en 1949 por ediciones Octubre (una creación del propio Ramos) y secuestrado poco después por el diputado Visca, peronista de origen conservador, titular de una Comisión de Actividades Antiargentinas de triste memoria.
Pero si de ese modo se lo atacaba por derecha (pese a que nacionalistas clericales como Manuel Gálvez consideraban a “América latina: un país” un libro notable), los mandobles más poderosos contra Ramos provinieron de sus propios compañeros del grupo “Frente Obrero” (Narvaja, Rivera, etc.), quienes se encargaron de publicar una serie de cuadernillos ad hoc en los que diseccionan su libro hasta la minucia, poniendo en evidencia las notorias desviaciones burguesas –de oportunismo hacia la burguesía nacional, en realidad- de muchas de sus páginas.
Tendremos oportunidad, más adelante, de volver sobre este punto, pero ahora solo digamos que este primer acercamiento de Ramos a la historia argentina y latinoamericana, a pesar de sus falencias (como la de no distinguir entre el liberalismo nacional de Moreno y el antinacional de Rivadavia, por ejemplo), resulta una obra precursora y con muy pocos parangones en la historiografía argentina de la época.


América Latina: Un país
Su historia - su economía - su revolución

Ediciones Octubre, 1949

Por Jorge Abelardo Ramos

Advertencia

“La secta de Betelia parece ignorar que el tiempo que le impiden al soldados servirse de su espada, lo pasa afilándola”.
Federico Hebbel, “Judith”, Acto IV.

América Latina: un país. Esta es la historia de su fragmentación y la teoría de su revolución unificadora. Los problemas teóricos, históricos y políticos implicados en tal enunciación poseen, aún examinados aisladamente, una perceptible magnitud. Coherentemente reunidos, aluden al destino de140 millones de latinoamericanos, de 160 millones de estadounidenses, y por inevitable conexión, al porvenir de toda la sociedad moderna.
La historia escrita del continente, fuera de las contribucines parciales, estuvo contraída a elaborar una imagen desfigurada e iconográfica de nuestro pasado, bajo la presión de los mismos intereses que adulteran la realidad de hoy. Esa distorsión de palimpsesto sufrida por la historia de Latino América, obedeció al choque de grandes intereses materiales. Nuevas luchas no menos formidables fueron necesarias para inaugurar otra visión: sólo la realidad enriquece y refina la teoría. Como reflejo semisagrado de los actos históricos, las ideas se estratifican, consolidando en la tradición intelectual las victorias de la economía o las armas. Dicha tradición está impregnada de falsedad deliberada; su rasgo preferido es negar la acción de las clases en la historia americana. No supone ironía agregar que esta concepción interesada ha sido forjada por la clase dominante.
Este trabajo no ha desechado en masa los materiales y documentos reconocidos por la historia aceptada. La tarea del autor ha sido buscar en su fárrago las zonas de contacto y desnudar las leyes sumergidas. No se propuso escribir una nueva historia de América Latina o de la Argentina, sino aproximarse frontalmente a este problema. Ha señalado, en tal dirección, sus momentos más acusados en relación directa con el proceso de fragmentación política que sucede a la independencia de España. La revolución burguesa latinoamericana comenzó en 1810. Esta es la más cortejada premisa de la historia oficial, sin excluir al “marxismo-stalinista”. Desde el punto de vista de la formación de la “nación”, en realidad, esa independencia fue prematura, en el sentido que truncó todo posterior desenvolvimiento autónomo de la economía continental. América Latina fue sometida por el capitalismo europeo, que después de “balcanizarla” la arrastró y adaptó en su carrera como un complemento colosal de sus metrópolis industriales. El continente hispánico se convirtió en zona de inversiones de capitales, proveedor de materias primas y mercado para la industria europea y americana. Políticamente se formó una oligarquía nativa que desempeñó el rol de “compradora”, según la expresión que los aventureros portugueses aplicaran a los intermediarios indígenas durante su dominio en Oriente. Esta oligarquía fue el agente político y comercial del capital extranjero; su influencia local fue inatacable dentro de los límites que Europa le impuso. El carácter antinacional de su política poseía fundamento económico. Sus fuentes de ganancias se encontraban en el mercado exterior; la extensión del mercado interno, como la soberanía política inherente, sólo podía verificarse en una revolución agraria burguesa que atentaría directamente al régimen agrario feudal, del que esa oligarquía era la expresión más pura.
En el plano de la ideología, el clan terrateniente utilizó las tradiciones formales de la democracia política francesa, sobre todo a través de los historiadores más reaccionarios: el éxtasis para los girondinos, el horror para los jacobinos. Las ideas económicas se nutrieron en la fuente envenenada del librecambismo británico, teoría clásica de los países industriales, pero trampa mortal para los países agrarios en desarrollo. América Latina llegó a ser en la época contemporánea la gran semicolonia de reserva del imperialismo. Estados Unidos y Gran Bretaña encontraron en la patria de los incas, mayas, aztecas, araucanos y guaraníes una vasta tierra de pillaje.
Aquella independencia de España y el sistema político que la legisló fueron utilizados por Europa para desarticular en 20 repúblicas impotentes la gran nación latinoamericana. Sobre una economía colonial se erigió una ideología refleja. La historia se transmutó en leyenda y sus personajes en mitos. Así pudo Sarmiento reflexionar su impaciencia: “Hace tiempo que me tienen cansado los héroes sudamericanos, que nos presentan siempre adornados de las virtudes obligadas de los epitafios”. Sarmiento no escapó a esas mismas prerrogativas; eminente político de la oligarquía, ella lo petrificó en favorito escolar.
Antes que el particular destino de los próceres –que abandonamos sin nostalgia a la voracidad de las biografías teatrales- hemos preferido explicar las raíces sociales que los germinaron y movieron. La historia latinoamericana demuestra que en el siglo pasado se intentó débilmente realizar los prerrequisitos de su unificación nacional. Bolívar fue su gran ensayo. Pero las fuerzas centrífugas desatadas por la insignificante herencia de la economía colonial y sobre todo por la política de “puertas abiertas”, enmascarada de “progresista”, torcieron su desarrollo específico.
Las escuadras europeas abrieron a cañonazos las puertas de China. El primer producto importado por la civilización sajona al mercado chino fue el opio. En América latina los intelectuales y militares sorprendentemente “democráticos” -aristócratas criollos en su mayoría- introdujeron el estupefaciente del liberalismo –progresivo en Europa y reaccionario en América Latina- y aherrojaron a las masas de esclavos, gauchos, campesinos e indios. Las masas desarrollaban lentamente bajo el putrefacto régimen español, las industrias regionales, suprimidas violentamente por la invasión comercial británica y los fusiles de sus agentes nativos.
La unificación política de América Latina, dejada en pie por Bolívar, ha sido puesta hoy en el juego de la historia por una nueva clase, surgida de las convulsiones técnicas y militares del imperialismo: la burguesía industrial latinoamericana y sobre todo argentina. Este libro estudia su ascenso, sus conquistas, su frustración. Las conclusiones políticas se derivan irresistiblemente del análisis teórico e histórico, porque en la política contemporánea –que es historia en movimiento- viven su “polemos” los hijos contradictorios de aquellas leyes no resueltas.
Rehuyendo la mera fascinación del ayer, nos hemos internado en la historia remota del continente para que el apremiante hoy se sienta lógica y legítimamente esclarecido. Bien sabemos desde Marx “que se debe hacer más oprimente la opresión real, añadiéndole la conciencia de la opresión”.

Buenos Aires, octubre de 1949.

Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
Responsable de su digitalización: Juan Carlos Jara
Responsable de su publicación original en Internet: Cuaderno de
la Izquierda Nacional ( http://www.elortiba.org/in.html )


Norberto Galasso

Por Juan Carlos Jara

En la necrológica de Jauretche escrita para el diario “La Opinión” en 1974, Jorge Abelardo Ramos sostenía que el autor del “Manual de zonceras argentinas” –caracterizado por muchos como un hombre de letras- en rigor no había sido tal sino el más eminente de los pensadores políticos que había dado la Argentina durante el siglo XX.
Algo parecido podemos afirmar aquí respecto a Norberto Galasso.
Quienes lo conocemos (por haberlo leído o por frecuentar su amistad) y sabemos de sus valores intelectuales -parejos con los de una inmensa modestia-, no dudamos en considerarlo el más importante de los historiadores vivos de la izquierda nacional y -si nos apuran algo, muy poco-, de la historiografía argentina en su conjunto.
Pero al mismo tiempo, no podemos dejar de reconocer que la significación de su figura excede largamente los límites de la mera historia profesional.
Norberto es mucho más que un profesor de historia; es un “descolonizador mental”, un “intelectual orgánico”, para decirlo en el lenguaje de Gramsci, y, más estrictamente, un político que, desde el pensamiento y la acción, nunca ha perdido de vista su esencial objetivo: la transformación de la sociedad en un sentido revolucionario.
Y en esta tarea, esforzada, tozuda, militante, viene bregando sin renuncios desde hace casi medio siglo.
El autor de más de cincuenta libros notables, decenas de folletos y miríadas de artículos periodísticos, prólogos y columnas de diversa temática, es un incansable luchador popular que cada día nos asombra un poco más por su lucidez, coherencia ideológica y extraordinaria capacidad de trabajo.
En esta ocasión hemos extraído un fragmento de su primer libro: el hoy inhallable “Mariano Moreno y la revolución nacional”, publicado por Coyoacán en 1963, con prologo de Ramos.
El texto elegido es una excelente descripción interpretativa –expuesta con la claridad y concisión propias del autor- del marco económico, político y social en el que debió desenvolverse la revolución del año X y la figura de su más egregio representante.


Mariano Moreno y la revolución nacional*

Por Norberto Galasso (1963)

En 1810 coincidieron todos contra el coloniaje. La falta de apoyo a la contrarrevolución de Liniers, los pueblos incorporándose al ejército de Belgrano, el apoyo de los indios a Castelli, el levantamiento de las masas rurales uruguayas acaudilladas por Artigas y los gauchos de Güemes enloqueciendo a los ejércitos realistas con su lucha guerrillera, son elementos comprobatorios de que la revolución no fue el golpe de una minoría porteña, sino que todo el país concurrió a la derrota de los españoles. Pero si todos coincidieron en luchar por la revolución nacional, cada uno lo hacía por motivos distintos. Y cuando después del triunfo las fuerzas del litoral lo usufructuaron en beneficio propio y sembraron la miseria en el resto del país, los pueblos del interior volvieron a levantarse en armas, ahora contra sus hermanos traidores. Se levantaron no para reclamar la vuelta a la colonia, sino sosteniendo el derecho a tomar un camino propio, pero nacional y no porteño, al servicio del pueblo y no de minorías vendidas al extranjero.

Entablada así la lucha, los comerciantes y estancieros del litoral levantaron la bandera del liberalismo. El liberalismo económico era el núcleo de su ideología. Él les permitiría colocar sus productos en el mercado mundial e inundar el país de mercaderías importadas. El liberalismo político y filosófico era su enajenación en la “civilización” y la “cultura” inglesa. Principalmente fueron la burguesía comercial y sus personeros quienes proclamaron su amor por el liberalismo, primero en la expresión conservadora de Saavedra y más tarde bajo el vistoso ropaje del “progreso” rivadaviano. Estos sectores sociales sólo pensaron en vender al mercado inglés y en importar lujosos artículos suntuarios. Se desarraigaron totalmente del país dándole las espaldas y prostituyéndose al extranjero por una miserable paga. Traicionaron así el destino de Latinoamérica, la Patria Grande, renegando de su herencia indígena e hispánica, para abrazar embobados la causa del imperialismo británico. El liberalismo que preconizaban era una ideología crudamente oligárquica y por eso recibieron en esa oportunidad y más tarde, a lo largo de toda nuestra historia, el repudio unánime de las masas populares.

Frente a ese liberalismo oligárquico y antinacional de las clases dominantes litoralenses, los pueblos del interior se levantaron con sus caudillos nacionalistas.
Pero si los liberales tenían un programa coherente para defender sus intereses vinculándose al capital extranjero, los caudillos no llegaron a comprender que debían jugar el papel de la burguesía industrial inexistente. Por eso levantaron un nacionalismo más defensivo que ofensivo. Las montoneras, los reclamos de proteccionismo, el rechazo de las concesiones de Famatina, etc., fueron contragolpes del nacionalismo provinciano al liberalismo porteño. Pero no llegaron a constituir un claro programa de desarrollo nacional. No llegaron a constituir un conjunto de ideas orgánicas dirigidas a impulsar un capitalismo nativo. Tuvieron el sentimiento de solidaridad americana, y su nacionalismo, al resistir la presión imperialista, constituía un punto de partida imprescindible para desarrollar una dinámica capitalista con bases nacionales. Pero los pueblos del interior y sus caudillos más representativos, no lograron crear ese programa, no lograron enunciar claramente un nacionalismo burgués y fueron derrotados una y otra vez por la oligarquía liberal.

Sin embargo, en el albor de la patria (en ese interregno de libertad en que, libre de España, nuestro país no era aún semicolonia inglesa), el programa económico y político del nacionalismo revolucionario fue expuesto nítidamente por un hombre que pagó con la vida su extraordinaria lucidez. Un hombre cuyas ideas fueron ocultadas o tergiversadas sistemáticamente a lo largo de muchos años. Era, por paradoja, un hombre nacido en Buenos Aires, Se llamaba Mariano Moreno.

* Responsable del hallazgo: Juan Carlos Jara
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Yrigoyen y la intransigencia radical” (fragmento) *

Por Lucía Tristán (Jorge Enea Spilimbergo)

La República Argentina ingresa de lleno, al comenzar el siglo XIX, en la órbita del mercado mundial capitalista. La revolución industrial europea (segunda mitad del siglo XVIII) había planteado una tajante división del trabajo, según la cual el viejo continente suministraría a la periferia atrasada los artículos de sus modernas manufacturas, mientras aquélla se especializaba en la elaboración de materias primas agrícolas, ganaderas y mineras para el mercado europeo.
Dentro de esta división mundial del trabajo correspondió a la Argentina, o más exactamente a su ubérrima llanura pampeana, la función de gran productora de ganados y cereales. Este plan monstruoso se llevó a la práctica sacrificando las posibilidades de un desarrollo capitalista autónomo. Si en Europa la célula de la economía fue la fábrica, aquí la tuvimos en la estancia y más tarde en la chacra. Hubo formas burguesas de propiedad y producción, pero concentradas en el campo y en los puertos de ultramar. Todo ello significó, al fin y a la postre, el cierre de una perspectiva industrial autónoma, nuestra segregación de América Latina –la patria continental- y el aplastamiento de las provincias interiores, ajenas al interés imperialista de fomentar exclusivamente nuestra producción pampeana.
Para imponer tan funesta política, Europa contó con el apoyo interno de las clases explotadoras a ella ligadas: los terratenientes porteños y los comerciantes importadores-exportadores. Este complejo de fuerzas impuso el monocultivo agrario como plan económico fundamental; abrió las puertas del país a las depredaciones del capital extranjero; hundió en la miseria a las provincias interiores; dilapidó la renta nacional, el oro proveniente de las exportaciones, en vanos consumos de lujo y en empréstitos improductivos, impidiendo la formación de capitales propios, base indispensable de todo proceso de industrialización. La oligarquía parasitaria malgastó en derroches burocráticos y personales aquella riqueza acumulada que debió emplearse en maquinarias y técnicos de Europa para consolidar el desarrollo independiente de nuestra economía. De esa manera, el país quedó relegado durante muchos años al nivel de una inmensa estancia, especie de provincia agraria de las metrópolis industriales de ultramar.
Renta nacional drenada por el imperialismo o consumida ociosamente por la oligarquía y su burocracia estatal; hipertrofia agrícola-ganadera, en desmedro del desarrollo industrial; segregación de América Latina; aplastamiento económico del interior del país; entrega al imperialismo de nuestras palancas económicas fundamentales (servicios públicos, ferrocarriles, puertos, bancos); librecambismo a ultranza. Tales son los términos de una política mortal cuyos efectos aún los sentimos.
No se ahorraron maniobras, sobornos, mistificaciones ideológicas para imponerla. No se ahorró, por cierto, la imposición brutal de la violencia toda vez que fue necesaria.
Durante siglo y medio de vida independiente, hemos tenido que enfrentar una disyuntiva invariable en a cual ha de encontrarse el contenido esencial de nuestras luchas políticas y civiles: ¿nación o colonia? Cambiaron los hombres y los tiempos, las ideologías y los programas, la correlación de las clases sociales y los partidos que las representaban. Pero en el fondo de todos los conflictos subyacía siempre la lucha del pueblo por rescatar al país del abrazo mortal del imperialismo y de la oligarquía nativa que le servía de agente.
Federales contra unitarios, durante la primera mitad del siglo XIX; urquicistas contra porteños en los albores de la organización nacional: tales han sido las denominaciones iniciales. Más tarde fue Roca quien concitó el apoyo de las provincias para aplastar con las armas al partido de Mitre, el execrado jefe de la oligarquía bonaerense. En las postrimerías del siglo, cuando ya la estrella roquista comienza a declinar, aparece la gran figura de Hipólito Yrigoyen, el heredero del federalismo democrático, quien expresa mejor que nadie el impetuoso ascenso de la nueva clase media, surgido del proceso de modernización del país.
La revolución democrática argentina, aplastada por quince años de gobiernos oligárquicos, abre un nuevo capítulo de su marcha ascensional con las jornadas de octubre de 1945. Un balance de lo transcurrido pone de relieve que los objetivos planteados permanecen en gran medida sin resolver. A pesar de su derrota, la oligarquía y el imperialismo conservan fuerzas suficientes como para maquinar una vez más su contrarrevolución reaccionaria. Las lecciones del pasado son en ese sentido una advertencia para el porvenir. Del mismo modo, restaurar la tradición del nacionalismo democrático, que tiene en Yrigoyen su primer caudillo moderno, aunque confuso, embrionario y vacilante, es labor imprescindible para dotar al movimiento de las masas de una ideología congruente y depurada.
Un protagonista decisivo, inexistente en épocas de Yrigoyen, ha hecho su aparición en la escena política argentina. Nos referimos al joven proletariado de origen provinciano, que se incorpora a la vida urbana con el proceso de industrialización de los últimos veinte años. Los descendientes de los montoneros federales de nuestras guerras civiles, constituyen hoy la espina dorsal de la nueva clase obrera. A ella corresponde encabezar la carga definitiva en esta batalla aún no resuelta entre el pueblo argentino y sus opresores seculares.

* En este fragmento de uno de sus primeros libros (“Yrigoyen y la intransigencia radical”, editorial Indoamérica, 1955), Jorge Enea Spilimbergo firmó con el seudónimo de Lucía Tristán, “distinguida universitaria, militante del partido Socialista de la Revolución Nacional”, como reza una de las solapas a manera de presentación.

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