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Madre
Por Gustavo Piérola *
La historia argentina tiene felizmente en su haber grandes héroes, patriotas
y personajes; no siempre la memoria popular los tiene en cuenta y los
pone en el lugar que les corresponde y se merecen, los hay para todos
los gustos, militares, políticos, no los de ahora por supuesto, también
artistas, escritores, trabajadores, científicos, deportistas, etc. Anónimos
y no tanto, hombres y mujeres que han aportado mucho a esta querida
y maltratada patria argentina.
La gran mayoría infelizmente ya muertos, porque siempre es así, los
valoramos después que los de traje negro los acomodan en esa cama de
media plaza. Es como si cuando finalizan tus días entre los vivos te
pasan por un colador, por un filtro y todo lo malo, todas las cagadas
que te mandaste quedan en el colador. Me imagino por ejemplo el colador
de personajes como Busch, Videla, Trimarco, Martinez de Hoz, Menem y
de tantos otros no tan lejanos que el colador de sus historias quedaría
atascado, inservible, como para tirarlo a la basura.
Uno de ellos, de los buenos claro, un grande de la literatura popular,
se nos fue hace poco tiempo, de esos que le sacaron chispas a las letras
con el idioma del pueblo, ese idioma del día a día, una hermosa persona
que quedará para siempre en el recuerdo de nuestra cultura popular.
Me estoy refiriendo a un hombre nacido en Rosario, amante del fútbol
y de las malas palabras – “malas porqué? si no le han pegado a nadie”
- solía decir. El negro Fontanarosa, creador
de otros héroes como Boogie el Aceitoso, Inodoro Pereyra, la Eulogia,
el Mendieta.
He leído bastante de él, pero no todo lo que debería y todavía me impresiona
y me atrae. Hace muy poco leí un relato que me conmovió mucho y que
tiene que ver con esta cuestión de la memoria, fundamentalmente familiar;
a este relato, él lo llamó simplemente “Mamá” y detalla con mucho amor
y comprensión la historia de vida de su madre. Un relato sincero y abierto
sobre aquella persona que lo trajo al mundo.
Una mamá alcohólica, muy fumadora, jugadora, ninfómana, a quién, sin
ninguna duda el negro amaba y mucho. Sus recuerdos de cuando ella lo
besaba todas las noches antes de ir a dormir, con esa profunda baranda
a alcohol, o mascando tabaco.
Esta conmovedora historia nos hizo reflexionar intensamente a mi y a
mis hermanos. Amanda Mayor, nuestra “mamá”
no tomaba, no fumaba, no jugaba, ni tampoco eso otro que no sabemos
que enfermedad era.
Así que nos pusimos a escarbar, llegando a lo más profundo de nuestros
sentimientos y preguntarnos - ¿Y nuestra madre, cómo era realmente?
- ¿No será que también la hemos pasado por aquel colador y hay verdades
olvidadas, ocultas? – y empezamos a mirar hacia atrás y tratar de recordar
y trasladarnos a ese pasado no tan lejano, de nuestra infancia y adolescencia
junto a ella.
Siempre nos preguntábamos - ¿por qué la llamaban “Negrita” en su niñez
y su juventud allá en el Barrio Corrales, hoy Gazzano?. Después, conociéndola
por intermedio de familiares y vecinos, poco a poco lo fuimos sabiendo
y comprendiendo. Y es que era eso, una negrita de barrio, cara sucia,
perdida en un lago que había construido su abuelo para llenarlo de bagres,
patos, gansos, gallaretas, tortugas, nutrias, carpinchos y todos los
bichos que andaban por la zona, y así vivía ella, mezclada entre el
bicherío, con olor a bosta todo el día, revolcándose y chapoteando en
su “Lago encantado”.
Desde muy pequeña aprendió a jugar y a moldear el barro, pero con el
que se sacaba de las patas y las orejas.
Cuentan los parientes que de purreta, era una más en cuanto fulbito
pintaba en los potreros del barrio y que con su pañuelo de cuatro puntas
no se perdía los partidos de Argentinos Junior. Dicen que era muy buena
de 5.
Cada vez que su madre, nuestra abuela, doña Amanda Gazzano pretendía
que haga sus tareas escolares, tenía que rastrearla arriba de olivos,
guayabos y naranjos. Por eso aseguran que fue muy mala alumna, en la
escuela de Corrales, aquella que esta al lado de la Comisaría 3ra.,
lo comprueba el hecho de que así lo enganchó a nuestro viejo, don Héctor,
Profesor de Literatura y Castellano para prepararse en alguna de las
tantas materias que reprobaba continuamente.
Pintón el viejo, dicen por ahí que esta “Negrita” de barrio y de barro,
para engancharlo, se hizo pasar por dueña de todas las tierras y única
heredera de Don José Gazzano, mentira, el viejo Gazzano había dejado
más herederos que Urquiza..
Además la abuela Amanda, era Presidente de la Unidad Básica de Corrales
y ella como buena negrita andaba metida entre toda esa gentuza . Pobre
viejo, además de suegra, era peronista, y él afiliado al radicalismo
con todos los aires de clase media paranaense, viviendo en pleno centro
de la ciudad. Un distinguido hombre de la intelectualidad literaria,
miembro de la Biblioteca Popular de Paraná y del Centro Cultural Carlos
María Onetti, deportista pleno, pero de un deporte no tan bajo, el básquetbol
de Echagüe.
Y no sabemos por qué, pero el viejo picó, y se enganchó fiero, parece
que lo cautivó nomás esa negrita.
Se casaron y así, poco a poco se fue alejando de sus orígenes de pueblo,
de barro y de bichos para introducirse en el cautivante mundo de la
gran ciudad y confundirse entre la brillante clase media del centro.
Al poco tiempo, se inició su agitada y controvertida historia maternal.
Fuimos apareciendo uno tras otro. Alvaro, Fernando, Gustavo, María Luz,
Cristela y Emilce. Vivíamos en 25 de mayo 628, suegra peronista incluida.
Al principio, pintaba como buena madre, con mucho cariño, fue juntando
de cada uno de sus hijitos, en una cajita toda bordada con hilos de
seda, por nuestra tía China, hermana de don Héctor, los cordones umbilicales,
mechoncitos, dientes de leche, moquitos y hasta la primer caquita de
cada uno, menos mal que no fuimos judíos sino hasta los prepucios iban
a parar a la cajita.
Cuentan que un verano, el mosquerío era tanto que hizo que el viejo
tirara todo a la mierda y hoy no podamos contar con ese preciado recuerdo.
Realmente, fue una gran pérdida.
Tengo vagas imágenes de la escuela primaria, los varoncitos íbamos a
la República de Chile en la Av. Ramirez, y las nenas a la República
de Entre Ríos.
Esta mujer, nuestra madre, nos mandaba solitos desde el primer día del
jardincito, me vienen recuerdos de calles, avenidas y peligros, esquivando
autos y camiones.
De todas maneras, Av. Ramirez era más segura de lo que es hoy, por lo
menos no te ibas a caer en algún pozo. Aunque vienen elecciones, así
que los están arreglando.
Habré tenido no más de seis años, todavía guardo en la memoria aquellos
difíciles momentos lavando y planchando el delantalcito escolar, mientras
ella mezclaba colores primarios y secundarios. Algunas quemaduras, aunque
pequeñas, confirman lo que digo..
Si aprendimos a escribir algunas letras fue gracias a la tía Sara, otra
hermana de Héctor, que junto a la tía China, hacían las suplencias materno
escolares. Con Amanda solo llegamos hasta “Mi mamá me mima”, frase que
nos obligaba a escribir a diario.
Eso sí, nos inculcó bastante el amor por la lectura, siempre nos leía,
mejor dicho, nos taladró la cabeza leyéndonos “El libro de la selva”
ese del inglés Kipling que vivió en India y que como todos los ingleses,
además de Argentina, andan jodiendo gente por todo el mundo y él, como
era de esperar, se inspiró más en los animales de la selva que en los
pobres y explotados Hindúes. Después llegó el flaco Ghandi y con un
bastón de bambú los sacó cagando a todos.
La cuestión que seguramente a la vieja le traía recuerdos del bicherío
de su lago y durante años nos morfamos casi de memoria el libro, como
que nos criamos con el niño Mowgli, el tigre Shere Khan, la pantera
Bagheera y el oso Baloo.
A un perro Chihuahua que criamos le pusimos Baloo y a un gato del barrio,
amarillo y grandote que cada tanto pintaba por casa le pusimos Shere
Khan.
Con razón nunca le dimos un tronco de bola a Tarzán y a Chita artos
de la selva y de ese bendito libro.
Decí que los nietos se engancharon con la cibernética, y con esos superhéroes
nuevos, Superman, Spiderman, Esperman, si no, todavía están sufriendo
esta historia.
No sería justo si no reconocemos que gracias a ella aprendimos el inglés,
Profesora particular y en la Cultural Inglesa, nos obligó a estudiar
el idioma del imperio. Yo personalmente, creo que fuí el que más aprendió.
Pencil = Mesa . Window = Computadora. Cat = Puerta, bueno, hasta ahí
llegué. La frase obligada también era “My mother me maim”.
- A ver chicos…. Hagan el sorteo de una vez, tomen, aquí tienen unos
palitos de escoba, el más corto junta y ordena, el mediano lava los
platos y el más largo, seca y guarda. Apuren que quiero dormir un poco
la siesta….
Álvaro, Fernando y yo, Gustavo, los varoncitos y mayorcitos, después
de almorzar teníamos que realizar las tareas hogareñas, obligados por
supuesto, por una especie de matriarcado. El viejo, en estas cosas se
hacía el distraído y se iba a dormir la siesta antes que ella, nuestra
madre. Uno juntaba ordenando toda la mesa, el siguiente lavaba platos,
ollas y etcéteras y el tercero secaba y ordenaba dejando la cocina en
un perfecto equilibrio. Esa era el orden de doña Amanda y así, con mucha
bronca rotábamos en las tareas mientras las mujeres, quienes como corresponde,
por tradición y educación cristiana deberían hacerlo, se retiraban a
disfrutar de una linda siestita, Amanda incluida.
Yo andaba por los 15 años, y con dos años de diferencia para arriba,
mis hermanos mayores.
Hubo una época, triste y vergonzosa por supuesto en que mis “amigos”
del barrio me llamaban “Porotito”, cuestión que me jodía bastante, más
aún por el origen del sobrenombre.
En una oportunidad, en que en el mencionado sorteo me tocó el lavado
de platos, para hacerlo, y para no ensuciar la ropa de la escuela la
vieja nos obligaba a usar un delantal que le había pasado la tía Sara,
rosadito con una flores grandes, creo que eran rosas, con unos flecos
brillantes y un cinturón todo bordado.
Habíamos comido unos tallarines al aceite y fui juntando las sobras
en una fuente que tenía que ir a parar al gallinero de los vecinos de
apellido Ramira, según convenio firmado entre ambas partes, a cambio
de algunos huevos.
Cuando salgo a la puerta, en la vereda de enfrente, una docena de esos
amiguitos del barrio, los Blanco, los Zamarripa, los Jozami, los Alvarez,
que a la sombra de un paraíso, en lo Flematti, estaban todos pendientes
de en qué carajo divertirse, o a quién joderle un poco la vida. Se imaginan,
cuando salgo con este colorido delantalcito, todavía me están cargando
estos hijos de puta.
Para colmo, doña Amanda escuchó las carcajadas y jodas generales cuando
subía para disfrutar de su siesta y la embarró peor saliendo a la calle
a defenderme.
- ¿Qué pasa aquí?
- ¿Cuál es el problema? – silencio total. Los miró a todos muy seria:
- A ver ustedes, manga de zánganos, no se rían de mi porotito, si le
queda hermoso….
Desde muy pequeños, hicimos cursos prematuros de libertad, aventura
y campamentismo. La vieja cuando podía, nos rajaba, cansada de tantos
guachos, propios y ajenos.
Nos inculcó muy temprano el amor a la naturaleza y a la vida al aire
libre. En realidad, quería liberarse de nosotros y así, aprendimos a
enfrentar desafíos y aventuras, nos preparaba las mochilas, hasta nos
encarnaba los mojarreros y nos conseguía las lombrices para que busquemos
nuestra propia comida, dudo que no las criaba ella misma para que nunca
nos falten. Eran cursos acelerados de supervivencia, se tiene que haber
inspirado en John Wayne y los boinas verdes allá en Vietnam; bueno,
muy bien no les fue a los Yankees en las tierras de Ho Chi Min.
Para algunos parecerían buenas enseñanzas, pero hay algunos detalles,
éramos casi bebés. Yo creo que aprendí a armar una carpa antes de empezar
a caminar; con quince años ya andaba escalando los Andes.
Recuerdo aquel viaje con Fernando a Mendoza, era 1.969, vacaciones de
julio, a dedo, unas mochilas que pesaban toneladas, la vieja nos dejó
en la balsa, todavía no estaba el túnel, secos, con un pedazo de pan
cada uno:
- Bueno chicos, que la pasen lindo, nos vemos el mes que viene…
A los dos o tres días andábamos por Córdoba, lo que nos salvó la dieta
fue que en aquella época en Córdoba; que felizmente no era como en Paraná,
a puro carro y tarro; los lecheros te dejaban las botellas de leche
pasteurizada en la puerta de tu casa y con algún pedazo de pan, zafábamos.
Recién había pasado el Cordobazo, así que la gente de los barrios chetos
andaba medio encerrada, con un cagazo pampa y nosotros gracias a Agustín
Tosco, Atilio López y a Elpidio González, aprovechábamos para desayunar
tranquilos.
A la semana estábamos en Mendoza, íbamos por el centro y empezaron a
sonar sirenas y bocinas por todos lados, los Yankees habían llegado
a la Luna, yo, como un boludo, aplaudía alegremente, hasta que Fernando,
medio zurdito ya, me miro fiero y me paró la chata. Claro, después entendí
porqué estos gringos buscaban la Luna, Marte y otros loteos por ahí,
si a la tierra ya la estaban haciendo mierda.
Al final, después de pasar peligros y sufrimientos entre la nieve y
la montaña, para desgracia de Amanda, volvimos.
Ella era muy religiosa e hizo lo imposible por guiarnos por el camino
de la fe cristiana, digamos que nos obligaba y controlaba celosamente
nuestros pasos domingueros hacia la iglesia, su persistencia fue tal
que nos llevó hasta monaguillos.
Todavía recuerdo con mucho cariño, ayudar en las misas a un señor extraordinario,
alguien que me dejó grabado para siempre el mensaje del Señor y las
Santas Escrituras, a quien algún día, Benedicto XVI debería hacer justicia
y canonizarlo, gracias a él, hoy mantengo la misma fe, Monseñor Adolfo
Tortolo, realmente un gran evangelizador y guía espiritual de nuestras
Fuerzas Armadas.
Pero lo que más nos gustaba de estas primeras experiencias religiosas
era cuando tomábamos la Comunión, especialmente cuando salíamos a cambiar
las tarjetitas por unas monedas, monedas que si nos descuidábamos, manoteaba
la vieja, - Son para pagar el trajecito blanco…decía. Nosotros sabíamos
que no era verdad ya que ese atuendo sacro hacía años se lo había regalado
una prima de Gazzano. Las monedas eran para comprar pinceles, pintura
y otras yerbas.
Navidad, cómo deseábamos que llegara navidad, más que nada por el morfi.
Al niño Dios ya lo esperábamos con desconfianza y desconsuelo, durante
años, los regalitos fueron los mismos, revólveres del Llanero Solitario
para los varoncitos y muñecas de esas peladas y en bola para las nenas.
Después supimos que la vieja las conseguía de segunda mano en una feria
del mercado.
Cañitas voladoras y cohetes, ni hablar, lo máximo que disfrutábamos
eran las estrellitas que ella nos hacía con un palito y virulana.
- Nooooo, son muy peligrosas, y si queman algún ranchito… - y nos sentábamos
en la terraza mirando al cielo, casi llorando, con mucha envidia de
los vecinos, a ver el espectáculo luminoso y ajeno.
Ni hablar de los Reyes Magos, la puerta que daba al patio, quedaba atascada
de tantos zapatos, tachos con agua, pan, sándwiches de mortadela, algún
vinito la Caroyense cuando sobraba, un balde con arena y ofrendas para
Melchor, Gaspar y Baltasar.
En muchas oportunidades, nos encontramos con los mismos revólveres y
muñecas de navidades anteriores, pero pintados a nuevo, pasado el tiempo,
nos confesó malhumorada que por ese motivo se quedaba sin pintura para
sus cuadros. Entre los “regalos” la vieja dejaba bosta de caballo como
para confirmar el paso de los Reyes. Después, ya grandes, nos enteramos
que se las pedía al lechero para armar la escena. A nosotros nos parecía
raro que caguen tan verde, si los camellos comen arena.
Siempre nos preguntábamos por estos Reyes, recordábamos con orgullo
cuando nos hablaban en la escuela de habernos liberado de los Reyes
de Inglaterra y España y nosotros los esperábamos con comida y bebida
para que nos dejen porquerías de plástico, al final siempre lo mismo,
seguían con los espejitos de Colón.
Otro evento sacro que esperábamos ansiosos eran las Pascuas, por los
huevos de chocolate claro, Amanda los escondía entre las plantas del
fondo, por lo menos eso nos decía, y arreglatelas solo, por muchos años
nos tragamos el verso del conejo y en muchas oportunidades, dolorosas
por cierto, cuando no dábamos con el preciado huevo, ella nos decía
que había que putear al conejo, nos daba unos caramelos de goma y a
esperar las próximas Pascuas por mejor suerte.
Y el ratón Perez, qué ansiedad nos causaba, los dientes de leche se
la pasaban semanas debajo de la almohada y nada, cada tanto pintaba
una monedita.
- Saben que pasa chicos, hay muchos gatos en el barrio… y con eso nos
convencía.
Y nosotros le creíamos, tanto así, que con Fernando y Álvaro andábamos
trepando techos, a gomerazo limpio cazando felinos, hasta el pobre Shere
Khan terminó sacrificado.
No puedo decir que estábamos mal alimentados, sería injusto.
El viejo se sacudía el lomo laburando para darle de morfar a semejante
tropa.
Lo que fallaba por ahí era la cocinera. La vieja ya hace un tiempo andaba
incursionando en el tema de las artes así que se la pasaba ensuciando
telas con óleos y acuarelas y por todos lados dejaba pinceles y restos
de arcilla de pequeñas obras que nunca terminaba; la alimentación de
sus hijos ya no era prioridad.
Decí que la teníamos a Amelia, nuestra media hermana mayor que nos salvaba
las papas.
La especialidad de Amanda, milanesas de hígado y mondongo, algunas de
carne siempre se mezclaban pero ella las hacía primero y las picaba
mientras cocinaba, las otras eran para nosotros.
Algún pucherito aparecía por ahí, cuando no tenía alguna pintura en
mente.
A las tartas les ponía todo lo que encontraba de sobra, tipo ropa vieja
al otro día del puchero, hasta que un día el viejo se calentó mal cuando
en una tarta encontró un pedazo de torta de chocolate mezclada entre
trozos de mortadela y restos de huevo frito.
Un frío día de invierno, nos sorprendió gratamente con un puchero, buenísimo,
un caldo colorado, espeso, de remolacha, cuando fue a parar a la mesa,
remolachas no había, nos miramos, sin decir nada, estaban prohibidas
quejas o comentarios.
- Coman, coman, sin mirar que hay chicos que no tienen nada… - Nos decía.
Al rato, cuando como siempre nos tocó lavar los platos, nos dimos cuenta
del porqué del color de la sopa, los pinceles estaban ahí todos lavaditos
junto a la pileta, a la mañana había terminado de pintar una acuarela
con un hermoso atardecer y la vieja había aprovechado el agüita caliente.
Ni hablar de cuando nos retobábamos con la comida. Su frase era sencilla
y contundente:
- ¿Con pelo o sin pelo? –
Con pelo significaba que te manoteaba de la cabeza y te hundía la nariz
en sopas y guisos. El que siempre se le rebelaba era Fernando.
- Mirándola fijamente le decía, - con pelo mamá…
Para bajar el morfi, jugos no había, por ahí pintaba una granadina,
lo usual era soda con un chorrito de vino tinto que ella nos permitía.
- Un chorrito, para colorear nomás, para colorear. – nos decía.
Con el tiempo nos confesó que con eso nos mantenía un poco dopados después
de las comidas. Así empezamos y hoy los hígados son un desastre.
Lo que nunca faltó era la leche, llegaba el lechero en el carro a caballo
con los tachos de campo y dejaba baldes del preciado alimento y eso,
creo que fue para nosotros algo así como el arroz para los chinos.
No sé quién inventó el queso fundido, seguramente no será de esos héroes
antes mencionados. Tal vez algún loco que se refundió con su quesería
y con los últimos litros de leche cortada fabricó esa porquería y en
homenaje a su fracaso le metió el nombre. Cuando la vieja lo descubrió,
desaparecieron para siempre de casa el cáscara colorada, el fresco,
el sardo, el cremoso y todas esas exquisiteces. No sabemos si realmente
le gustó o lo hizo para ahorrar ya que nadie lo pasaba, la cuestión
que las barras de ese maldito queso estaban en la heladera meses, hasta
que ella se devoraba el último pedacito. A los pocos días aparecía uno
nuevo..
De postre, nos metía otra de sus especialidades, “Caseritas” las llamaba
y no eran otra cosa que rodajas de pan viejo y duro; empapadas en huevo
batido con azúcar, mezcladas con clara a punto nieve y cocinadas al
horno, realmente eran una bomba. A nosotros no nos quedaba otro remedio
que atorarnos con ese invento. Por ahí el pan estaba verde, por la humedad,
ella lo raspaba y decía que eran restos de queso roquefort que por supuesto,
no existía en casa.
Después escuchando programas de radio, se enganchó con la cocina agridulce,
biscochuelos con dulce de leche y mayonesa o con salsa golf y crema
yantillí, carnes con ciruelas, bolognesa y coco rallado, ensaladas de
verduras entreveradas con confites y aceitunas o sopas con caramelo
derretido.
La cosa se pudrió fiera cuando en un cumpleaños de la tía Sara, en plena
parrillada, empezaron a explotar las tripas rellenas arriba de la parrilla.
Ella había leído una receta de parrillada francesa y le había pedido
al carnicero, a don Meucci, que le preparara unas tripas rellenas con
crema pastelera.
Eso sí, para nada nos podemos quejar de nuestros cumpleaños y las tortas
que ella hacía con sus propias y delicadas manos de artista. Conejos,
canchas de fútbol, granjas con animalitos.
En esa época, la vieja se había apasionado con el modelaje de la arcilla,
compraba revistas porteñas y españolas y así fue aprendiendo a mandarle
dedos al barro. Era el cumpleaños de María Luz, dos añitos creo, había
hecho un gran biscochuelo con una granjita, todo campestre, era una
verdadera obra de arte, con animalitos, árboles, molino, tractor, carro
ruso todos moldeados en arcilla y coloreados con óleo; solo faltaba
el jurado en el cumpleaños; confites para darle más colorido a la obra
y a un costadito, un aljibe de chocolate, yo ya lo había junado desde
el día anterior y nadie me lo iba a ganar.
Apenas se autorizó el corte después de apagar las velitas, porque había
que autorizarlo y la vieja lo hacía de mala gana, si fuera por ella
guardaba la torta para otros cumpleaños. La cuestión que me le abalancé
al aljibe y cuando lo mordí me rompí un diente de leche. No era chocolate,
también era de arcilla.
- Mami, está duro y feo…
- Coma mijo, coma, es chocolate amargo, coma… - y me lo tuve que morfar.
De tanto amasar y amasar el barro, de vez en cuando, presionada por
el hambre de sus hijos, se le ocurría amasar lo que debería haber amasado
siempre, harina. Se mandaba unos fideos caseros que parecían de hilo
sisal, había que cortarlos con cuchillo, ni las gallinas del vecino
podían tragarlos, me acuerdo que en varias oportunidades los usábamos
como cordones de las zapatillas.
Un día de Reyes, las zapatillas amanecieron sin los cordones, nunca
supimos si se los morfó Shere Khan y alguno de los Reyes, locos de hambre.
Y las pizzas, se mandaba unas pizzas que creo yo, se pasaba con el leudante,
quedaban como de veinte centímetros de alto, parecían un pan casero,
te comías una porción y quedabas más atorado que Carayá con banana verde.
Decí que por ahí el viejo se ponía firme y zafábamos del queso fundido,
aparecía entonces un poco de queso cremoso, pero una pincelada nomás
y de mala gana.
Compraba de vez en cuando esos tachos de cartón de dulce de leche de
10 kilos, eso sí que adorábamos, pero nos prohibía comerlo con cuchara,
- solo para comer con pan nos gritaba… Así que el tacho con el preciado
manjar podía durar un par de años.
En una época, Álvaro hacía la primaria en el turno intermedio y llegaba
tarde al almuerzo, Amanda estaba pintando una glorieta con glicinas
y gansos recordando a su lago:
- Hola mamá…
- Hola.
- Mami, me saqué un diez en matemáticas…
- Ahhh, qué bien…
- ¿Qué hay para comer?
- Ahí tenés sopa, calentátela… - Álvaro tenía 9 añitos.
Por ahí se hacían las famosas quermeses en la escuela para que la cooperadora
junte algunos mangos y cada uno debía llevar algo para morfar. Amanda
le preparaba a Álvaro alguna pizza, por supuesto con el inolvidable
queso fundido. Álvaro la llevaba bien envuelta y con un cartelito con
su nombre.
- Mijo, usted la pone en el tablón, pero bien separadita, trate de comer
todo lo que encuentre y si no abren su paquetito, lo trae de vuelta
vio…
Nosotros hacíamos gancho para que Álvaro regrese con las manos vacías,
al menos sin esa pizza.
Vecinos al Echagüe, éramos todos deportistas, yo llegaba tarde de practicar
y loco de hambre. La vieja estaba mirando una novela o algo así. El
televisor estaba en la cocina comedor. Un plasma.
- ¿ Mami quedó algo para comer?
- Ahí tiene mijo, esta no es hora de llegar, hágase usted!!!
Habían quedado unas milanesas de hígado y no me quedó más remedio, las
estaba haciendo y me entusiasmé con la película, tan enganchado estaba,
que en el momento de mayor suspenso, cuando estaban por descubrir al
asesino, agarré las milanesas con la mano en el aceite hirviendo. En
el acto, los cinco dedos parecían un manojo de focos, cómo gritaba.
La vieja ni se inmutó, cuando terminó la película me miró la mano y
dijo: Uhhh, que fieros que quedaron… los sopló un poquito y se fue a
dormir.
En una oportunidad, María Luz era muy pequeña, Amanda le había pedido
que comprara fiambre y queso para una tarta, porque vendrían visitas.
María Luz apareció solo con un salamín, desde la esquina se escuchaban
los salaminazos en la cabeza por la falta cometida.
En verano, día por medio, el viejo cargaba la tropa en el Di Tella y
nos íbamos de mañana para el parque San Martín o la Colonia de Vacaciones
como le decíamos antes. La vieja nos preparaba un cajón de manzanas
con algunos sándwiches de lo que encontraba, Caseritas y algunas frutas.
- Tomen agua del arroyito que es fresquita. – Nos recomendaba.
Qué alegría tenía esa mujer cuando partíamos, nos despedía con pinceles
en las manos saludando como banderitas y otro cruzado entre los dientes.
Ya más veterana y viviendo sola en ese cheto departamento de calle Nogoyá
siguió con sus modalidades culinarias, pero más moderna, tenía freezer,
y ahí podías encontrar tartas de dos o tres años, empanadas del último
encuentro con sus condiscípulas, bandejitas de los viajes a Buenos Aires
o al Chaco, sobras de algún cumpleañitos de alguno de sus veinte nietos,
sándwiches por la mitad, medio cucurucho, los anteojos, algún libro,
arcilla y como no podía faltar, siempre había un pedazo del famoso queso
fundido.
Después su gran adquisición fue el novio del freezer, el microondas.
Las veces que se olvidaba o apretaba botones de más para ir a pintar
algún cuadro. Una vuelta encontramos empanadas petrificadas, resecas,
- naturaleza muerta dijo… - y se las comió.
Cuando se le secaba alguna pintura, la metía en el microondas, seguía
con sus cosas y por ahí, como siempre, se olvidaba. Una vuelta había
dejado en una taza una pintura negra para aflojarla, se olvidó y como
a los tres días la vio, pensó que era café, le metió un chorrito de
leche, azúcar y recién cuando iba por la borra, se dio cuenta.
Sus viajes por el mundo la cambiaron mucho, para peor. Siempre aparecía
con recetas nuevas, turcas, árabes, alemanas, judías y por supuesto
valezanas, a las que además le agregaba toques personales, un asco,
pero nosotros ya grandes, comíamos para no ofenderla y con algo de miedo
todavía por aquello de – Con pelo o sin pelo…
La verdad que como se dice, nos quejábamos de lleno.
Lo que llamaba la atención del barrio en nosotros era la vestimenta.
Las nenas tuvieron durante años un conjuntito celeste que se lo fueron
pasando una a una. No había foto que no esté presente el mencionado
uniforme, las chicas lo odiaban. Y así iban pasando, calzones, medias,
zapatos, etc.
Las mayores víctimas éramos Emilce y yo, los menores de cada sexo. Porque
con nosotros, los hombrecitos, pasaba lo mismo, a mi me tocaban los
zapatos charolados cuando ya habían pasado por las patas de Álvaro y
Fernando y así camisas, pantalones y calzoncillos. Cuando me tocó el
trajecito de Comunión ya estaba hilachento y amarillo, lo que me costó
algunas reprimendas y sermones de Monseñor Tortolo.
Las fotos familiares son el fiel testimonio.
Todavía me avergüenzo de las cargadas de mis compañeritos del Colegio.
En aquella época era un orgullo ponerte los pantalones largos cuando
ingresabas a la secundaria, todo un acontecimiento, el final de la niñez,
la vieja trasladó esa ceremonia varonil a tercer año, se imaginan las
patas blancas y peludas yendo al Nacional en julio con 5 grados bajo
cero.
Creemos que Amanda no lo hacía de mala madre, ella era así, ahorrativa.
Por ejemplo en sus viajes por el mundo se llevaba solo un bolsito y
por supuesto su eterno trajecito rojo. Vos la veías en todas las fotos
con el famoso traje. Uno pensaba, se las sacó el mismo día, pero no
era así. Si observabas las fotos en detalle, te dabas cuenta, de fondo
estaba el Machu Pichu, la Estatua de la Libertad, la Torre Eiffel, la
de Pizza, el Big Ben, los jardines de Bavilonia y hasta la Muralla China,
en esta última foto fue el único lugar donde el trajecito rojo combinaba
con el resto, estaba abrazada con cinco chinos maoistas.
En lo que realmente fue buena Amanda era en enfermería, con tantos porrazos
y lastimaduras de pendeja, robando naranjas, mandarinas, jugando al
fútbol, mojarreando y remando en su lago encantado, había aprendido
sola a salvar las urgencias.
Y por supuesto, practicó esta profesión con nosotros.
Así como me curó los dedos cuando me quemé, así curaba todo.
Recuerdo que era el día de la madre, octubre, nuestra casa tenía dos
plantas con una escalera de treinta y pico de escalones todos de granito.
Amanda le estaba dando la teta a Cristela que tenía siete meses, allá
arriba en su pieza, Álvaro, el mayor y el mimado de la vieja le había
llevado unas flores, yo me colé al agasajo y subimos la escalera, cuando
Amanda vio las flores se emocionó mucho, pegó un salto y la Cristela
quedó chupando en el aire, le dio un abrazo a Álvaro, a mi ni me miró,
- Tomá esto…. - me dijo, y me la enchufó a la beba, yo tenía como ocho
añitos, los dos bajaron muy enamorados y yo me quedé con la pioja, loca
de hambre, chillaba como ternera recién destetada, seguía chupándose
todo lo que encontraba, le metí una goma de borrar que tenía en el bolsillo
y se calmó.
Al ratito, me pega el grito para que baje. Con la gordita en mis brazos,
cuando pisé el primer escalón de granito me resbalé y por supuesto me
agarré con las dos manos de la baranda, la gorda bajó como un misil
los treinta escalones, rebotaba como pelota de goma y terminó en la
sala debajo de un aparador, la vieja la levantó, le sopló algunas pelusas
y se fue a ponerle agua a las flores.
Una vuelta estaba María Luz hamacándose en el patio en una parra, Álvaro
y Fernando se la habían hecho con una cuerda y una almohada en una época
en que se cuidaban el trasero. Estaba la Mary casi tocando las uvas
con las patas cuando se le corta la soga y cae de geta en el piso, cuando
se levantó, no tenía dientes, Amanda nos puso a todos a buscar los pedazos,
pero no, no se los había roto, se le habían hundido, y ahí la vieja
hizo su primer curso acelerado de odontología tratando con cualquier
cosa de sacarlos para fuera, lo hizo con lo único que encontró a mano,
una pinza vieja y oxidada que estaba entre las herramientas, la operación
fue sin anestesia claro.
En su función de madre dentista, en una oportunidad, jugando encima
de la cama, lo agarró a Álvaro de las patas y le enganchó los dientes
con el borde de la cama, parecía una corbina dientuda, a puro dedo,
se los acomodó enseguida.
Las veces que se olvidaba los pomos de oleos en el baño y dos por tres
andábamos con la jeta que parecía un arco iris.
Pero en esto de los dientes, se preocupaba bastante.
- A lavarse, a lavarse, si no van aquedar como la abuela. – nos amenazaba.
Y eso, sin dudas nos asustaba mucho, nos daba un poco de asco ver la
dentadura de la abuela en un vaso con salmuera en la mesita de luz junto
al papagayo y a la taza de te.
La vieja no le decía nada como para joderlo un poco más a don Héctor
y vengarse por los continuos reproches sobre la suegra peronista.
Pero lo que realmente lo calentaba al viejo era que la abuela le silbaba
la marchita peronista mientras lavaba los dientes con detergente y una
esponjita en la cocina.
Otra vez estábamos Fernando y yo por un lado y Álvaro del otro lado
de la ventana, reja de por medio, tirando de una caña tacuara para ver
quién ganaba, dos a uno, ganamos claro, pero en ese último envión, una
gran astilla le atravesó el dedo pulgar a Álvaro pasando como veinte
centímetros para cada lado, y ahí llegó la enfermera:
- A ver mijo, cierre los ojos y muerda los dientes…- la cara de Álvaro,
los ojos grandotes y rojos y se la arrancó nomás, lo grave es que no
cortó la astilla para que no pasen por el dedo nuevamente los veinte
centímetros, tiró y punto; los gritos se escuchaban desde la plaza de
Mayo.
En la parte de atrás de la casa había una especie de gallinero, por
supuesto sin gallinas (ustedes se imaginan a la vieja pelando gallinas?)
estaba lleno de hierros y vidrios y maderas viejas. Andaba Fernando
trepado a los tapiales cuando se resbala y cae con la muñeca encima
de un sifón roto, le colgaba un pedazo de cuero como de diez centímetros
y ahí llegó nuevamente la especialista con algo escondido en la mano,
igual que el anterior…
- A ver mijo, cierre los ojos y muerda los dientes… la doctora le cortó
el colgante con una tijera. Pobre Fernando, con razón se bancó tanto
las torturas más adelante.
En otra oportunidad, estaba Álvaro sacándole punta a un lápiz con una
gillette, sin saberlo, fui y lo abracé por detrás, casi me corta el
brazo por la mitad.
- Hilo y aguja… - pedía la vieja. Decí que sintieron los gritos unos
vecinos y me rescataron llevándome al hospital. Desde la vereda se escuchaban
los retos a Álvaro por haber ensuciado con sangre el mantel.
Dos por tres caíamos al hospital con algunos cortes menores y los médicos
contentos porque nos habían atendido previamente. Creían que lo que
había en las heridas era merteolate. Cuando le decíamos que era témpera,
nos miraban sin entender.
Y así fue, doctora especialista en sacar objetos extraños de narices,
orejas y gargantas; lo preocupante eran los instrumentos quirúrgicos
que utilizaba, tenedores, cucharas, cuchillos, pinzas, agujas de tejer
y hasta por ahí, algunos pinceles. Todavía me acuerdo cómo se reían
de mí en 3er. Grado mis compañeritos cuando fui a la escuela con una
oreja lila y otra dorada.
Ya viejo yo, Amanda estaba haciendo parte del Monumento a la Memoria
en casa. No estaba ninguno de los herreros oficiales, ni Jano, ni Arturo,
ni el Indio Ortiz y la vieja rompía las pelotas apurada para terminar
uno de los paneles. Ahí entre yo, en mi puta vida había soldado nada.
- Dale que es fácil. – insistía.
Y claro, soldador novato no suelda con máscara, a la noche me ardía
hasta el orto, quedé totalmente ciego. A la madrugada, fue la única
vez que la vieja me llevó al hospital, rezongando por supuesto.
- Dentro de un ratito se le pasa mijo y puede seguir, que estamos atrasados…
Pero no todo fue tan malo y tan duro; gracias a ella conocimos otros
países. Con apenas 14 y 18 años a María Luz y a mi, nos metió en un
barco de mala muerte todo viejo y oxidado, con destino a Brasil.
Regalo de fin de curso - nos dijo - pero sabíamos de su desesperación
por liberarse de nosotros. Pocos días después de nuestro regreso, el
barco se hundió, de viejo por supuesto.
- Fue por un iceberg, como el Titanic… – comentó al paso.
Iceberg?, si había sido en el caribe.
Así, por la misma razón, Alvaro y Fernando conocieron medio mundo, con
viajes ordenados por ella y bancados por el viejo.
En una oportunidad, ya militando, Fernando se mandó un viaje por América
Latina para aprender de las experiencias políticas y sociales de otros
pueblos de la Patria Grande. El flaco estaba orgulloso porque había
sido financiado por Montoneros para capacitarse revolucionariamente..
Después nos enteramos del convenio entre Amanda y Firmenich para que
se vaya lejos.
De mi partida al exilio, siempre tuve dudas, si fue por causa de la
dictadura ya que nunca hice nada malo, o fue ella que acordó con Trimarco
prontuarios y actividades subversivas que no existieron, para que me
raje del país.
Fuimos creciendo y para felicidad de ella, nos alejamos definitivamente
de la casa, dándole mayores libertades para sus proyectos artísticos.
Construimos otros nidos, donde por supuesto ni por lejos aparecía el
queso fundido, las tartas con restos de comida y los biscochuelos con
sal y azúcar.
Llegó la militancia, nuevos compromisos, cárcel, exilio, muchos malintencionados
dicen que nos entregamos, que rajamos del país y que desaparecimos para
escapar de aquella madre.
Nosotros mismos, por un tiempo pensamos con esperanza que por esa misma
razón Fernando estaba escondido.
Ahora, con este tema de los juicios a los genocidas, la cosa se va abriendo
y se van conociento nuevas verdades y testimonios. Cuentan los propios
militares que cuando lo estaban torturando a Fernando en la Brigada
de Investigaciones del Chaco, Amanda entró a los empujones, mala, buscándolo
y en el medio de la picana
Fernando le preguntó con cierto terror al Comisario Thomas si ella traía
una tijera en sus manos y le pedía por favor a los milicos que sigan
la tortura, pero que no le digan que él estaba ahí.
Fue pasando el tiempo, en su incansable búsqueda de Fernando y su media
vida en el Chaco, fue acumulando otros hijos.
- Son mis hijos Chaqueños. – siempre decía.
Hijos Chaqueños, hijos Chaqueños, hijitos para la tele y los diarios,
esos guachos nunca sufrieron lo que sufrimos con esta Madre de la Plaza,
nos abandonó a los cinco para ir a buscar a uno solo.
Siempre fue un misterio para nosotros, el porqué, si era una Madre más,
no usaba el pañuelo blanco de las Madres?, creíamos que porque era una
Madre del interior y no iba a la Plaza allá en la Capital, pero después
lo entendimos cuando la Ebe y Nora Cortiñas nos explicaron que al pañuelo
blanco no solo lo usaban las madres que luchaban en la búsqueda de sus
hijos, por la verdad y la justicia, sino fundamentalmente porque era
un premio a quienes habían sido buenas madres a lo largo de la vida.
Ustedes vieron la parte final de la película del Turco Bantar sobre
Amanda, donde por supuesto esta todo lo que pasó por el colador, vieron
que dice “No tengo odios, no tengo odios”, bueno, esa parte fue grabada
con nosotros, con sus hijos, que la interpelamos para que cambie de
una vez por todas su actitud maternal.
Pero uno tiene el corazón demasiado blando y reconoce ciertas virtudes,
más aún si son de la madre. En sus treinta y pico de años de lucha por
estos pisoteados derechos humanos, por mantener viva la memoria de nuestros
muertos y desaparecidos, por la búsqueda de la escondida verdad y por
lograr la tan deseada justicia no podemos decir que no hizo nada, algo
hizo y por eso la estamos recordando.
Sin lugar a dudas, nos entregó un elevado mensaje de alegría, amor y
compromiso; en ese camino, nos dejó muchas obras, libros, pinturas,
murales, esculturas y monumentos que brindan el fiel testimonio de su
paso por la vida. Por todo esto y por su gran creación, nuestros sentimientos
hacia ella son un verdadero colador, quedando en el recuerdo todo lo
bueno de su rica y entrañable existencia, lo otro, trataremos de olvidarlo
y de que nadie se entere.
Y así, de la misma manera que el Negro Fontanarosa amaba a su mamá,
con sus pequeños errores, nosotros, a pesar de todo, seguiremos queriéndola
y no dejaremos de amarla, con queso o sin queso fundido.
Al final de cuentas, es nuestra Madre, y Madre hay una sola.
* Gustavo Piérola nació en Paraná, Entre Ríos, en 1954. Es Docente.
Estuvo exiliado en San Pablo, Brasil, donde trabajó durante varios años
con el Arzobispo Don Paulo Evaristo Arns, con CLAMOR (Entidad Brasileña
por los Derechos Humanos) y el CBS ( Comité Brasileño de Solidaridad
con los Pueblos de Latinoamérica), con quienes realizó un profundo trabajo
en Derechos Humanos. Actualmente forma parte de la AFADER (Asociación
de Familiares y Amigos de Desaparecidos Entrerrianos), LA SOLAPA (Asociación
de Ex Presos y Exiliados Políticos de Entre Ríos) y la Comisión de Investigación
por la Masacre de Margarita Belén. Es hermano
de Fernando Piérola, fusilado en Margarita Belén.
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