LOS PASOS PREVIOS

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PROLOGO

Recuerdo de Francisco Urondo

Por Angel Rama

PROLOGO

INTRODUCCION

CAPÍTULO PRIMERO
I Estado de asamblea
II La Paz
III Interferencias
IV Los cómicos y el dinero
V Gauchos y lagunas
VI Las buenas maneras
VII "Sombrero negro y chalina"
VIII Luz y sombra
IX Fábulas, cariños
X Mala suerte

CAPÍTULO SEGUNDO
XI Noticias
XII Las cosas se complican
XIII La conversación
XIV Nueve de cada diez
XV Rabelais
XVI La cucha

CAPÍTULO TERCERO
XVII Esas casualidades
XVIII Linda sorpresa
XIX Mamá
XX La gaviota
XXI En el aire
XXII Un cafrcito
XXIII Funerales
XXIV Técnicas
XXV Testigos
XXVI Picardía y peligros
XXVII La ausente
XXVIII Baldazo de agua fría

CAPÍTULO CUARTO
XXIX El discurso del método
XXX Pena mulata
XXXI El método
XXXII Primera vista
XXXIII Changó
XXXIV Los latidos
XXXV El último amor
XXXVI Fellini
XXXVII "Seco y enfermo"
XXXVIII Memoria

CAPÍTULO QUINTO
XXXIX Frías comunicaciones
XL Pasado y futuro
XLI Un americano en París
XLII El espejo
XLIII Austerlitz
XLIV La última cena
XLV Yunta
XLVI La carta
XLVII Diálogo
XLVIII Dom Perignon

CAPÍTULO SEXTO
XLIX Pianissimo
L Transfiguración
LI Camus
LII Siguen las casualidades
LIII Danubio Azul
LIV Cachondeo
LV No ocurrirá
LVI Adiós

CAPÍTULO SÉPTIMO
LVII Severo se confiesa
LVIII Lagardere
LIX Invasiones inglesas
LX Presumido
LXI Prueba de fuego
LXII Guardaespaldas
LXIII Dulce de leche
LXIV Grandes almacenes
LXV Caída
LXVI Huida

EPILOGO

CONCLUSION

Sabido es cuánto tardan las naciones en reconocer los méritos de quienes combatieron en el bando de los derrotados. Sabido es que la historia la escriben los vencedores, mientras conservan ese rango. Sabido es, sin embargo, que existe la eventualidad de una verdad que desdeña esos exclusivismos y tiende a la virtud y al valor e incluso a la autenticidad y la pasión que se ha puesto al tablero de la vida. Fue necesario un siglo para que el pueblo venezolano volviera a apropiarse de Boves; ha pasado un siglo sin que los argentinos lleguen a un acuerdo para repatriar los restos de Rosas.

Todo eso es sabido. Y es aceptado sin rebeldía. Es la vida, decimos, levantando los hombros. Más difícil me es aceptar el silencio que desde hace meses viene rodeando la muerte en la Argentina de Francisco Urondo. Silencio cargado de la incomodidad de unos, de la culpabilidad de otros y que alguien debe romper. Porque Francisco Urondo no fue asesinado por las bandas fascistas, ni desapareció de su casa, ni fue ilegalmente torturado; no, en su caso no concurre ninguna de las coartadas del espíritu liberal. Su muerte nos pone desnudamente frente a la realidad de la guerra civil, cuya existencia hay que aceptar, gusten o no los bandos enfrentados: es el reconocimiento de una contienda fraticida con la carga suma de odio y de dolor de esos enfrentamientos.

Como dicen los partes militares, Francisco Urondo murió en el campo de batalla. Murió en acción, como integrante del ejército montonero y con él, en la misma línea de fuego, su mujer. Eso dijo el comunicado de los derrotados; los vencedores no han dicho palabra. Sé que él no es distinto de tantos otros, especialmente jóvenes, que han muerto en idénticas circunstancias últimamente; así esa abrumadora sucesión de los hijos de los intelectuales y artistas más importantes del país, inmolados unos tras otros en un modo sobrecogedor. Si hablo de él no es por prejuicio mandarinista. Por ser un escritor, él fue capaz de desarrollar un pensamiento, mostrar en vilo una sensibilidad, permitirnos comprender algo de su destino. No me gusta la aclaratoria de que no compartía su línea política y en especial sus métodos, porque eso es también una coartada. Quien lo sepa bien, y quien no lo sepa, bien también.

Una ficha diría: Tenía 46 años, había nacido en Santa Fe. Era poeta, narrador, había incursionado en el ensayo y el teatro, pero con fervor había sido siempre periodista. Ya con Breves, su tercer libro de 1959, está el poeta formado, pero sólo en la década del sesenta, con Nombres, Del otro lado, Adolescer, perci-bimos el acento propio dentro de esa antipoesía áspera, tanguera, sentimental, que también cultivaron Gelman y Fernández Moreno entre otros. Esa sí que fue una década espléndida: dos libros de narrativa, un exitoso estreno teatral (Sainete con variaciones), un ensayo beligerante (Veinte años de poesía ar-gentina), pero más que la escritura, el furor de vivir, el descubrimiento de la revolución cubana, la in-corporación tumultuosa al peronismo de izquierda, el gran "amok" que lo llevó a la cárcel de donde el pueblo alzado lo sacó para llevarlo dirigir los estudios literarios de la Universidad. Por entonces, el jurado del concurso La Opinión-Sudamericana recomendó publicación de su novela Los pasos previos, que definió así Rodolfo Walsh: "Una crónica tierna, capaz que dramática, de las perplejidades de nuestra intelligentzia ante el surgimiento de las primeras luchas populares". Parece que estuviéramos contando el modelo intelectual de los sesenta en toda América.

La novela se publicó en 1974 pero recién ahora la leí. Quizás por el estéril esfuerzo de dialogar con alguien que conocí, que vi arder, y con quien no hablaré ya. La concluí y sin detenerme comencé a leerla otra vez. No pienso que sea una gran obra, pero es un documento sobre nuestras vidas que desde esta orilla resulta alucinante. Es simplemente la historia-fiel, sumisa, leal, cotidiana- de la incorporación del equipo intelectual latinoamericano a la lucha revolucionaria en la década anterior. Su tema central es un incesante debate, a través de cafés, teatros, conferencias, camas, garitos clandestinos, de las razones y sinrazones del alzamiento armado. Demasiada gente y de la mejor que teníamos se perdió en esa lucha como para que pueda pasar indiferente por esta historia: está excluido el torpe desdén, pero también la exaltación romántica del héroe (salvo para los muy adolescentes, sea cual fuere su edad física) y por momentos, cuando uno se abandona emocionalmente a esta evocación, puede sentirse que el solo hecho de seguir viviendo es indecente.

Leída desde la perspectiva de la derrota de esta batalla (no de esta guerra) se altera todo su sistema de significación: se lee como el diagrama de una gran equivocación, como el comportamiento extraviado de una razón que no atinó a medir la realidad, como el pecado hijo del irrealismo cuando no del idealismo. Pero todo eso, los pro y los contra, las prevenciones del realismo y las exaltaciones de un idealismo que desciende directamente de la educación tradicional, está previsto en las páginas malrauxianas de la novela. Los diálogos del protagonista Mateo con el viejo militante Rinaldi se adelantan a nuestros argumentos. Ese joven, que es un intelectual promedio, que quiere la justicia de inmediato, que poco sabe del pueblo y menos de las teorías marxistas, que es arrastrado por su idealismo sin poder conmover a la burguesía de la cual procede, ese hombre que duda y quiere y tiene miedo, de pronto se trasmuta en el alzado en armas sin saber cómo ni dónde, en medio de paisajes de pesadilla, y es sin duda el justo y es también el cordero del sacrificio que avanza hacia la fatalidad. Si no se le puede acompañar, tampoco se le puede combatir. En estos "pasos previos" muchos podrán avizorar los "pasos últimos", sin necesidad de apelar a la "crítica de las armas" que Debray opuso a su anterior "revolución en la revolución".

Pero la emoción de esa figura que avanza o es arrastrada al sacrificio quizá no sea un rezago romántico sino un anticipo de una nueva solidaridad humana, lo que, como el paradigma fáustico de Goethe, hasta en el error contribuye al futuro.

("El Nacional", Caracas, 4-1-77).


INTRODUCCION

Durante algunos minutos seguiría escuchando la frenada que clavó el patrullero frente al cordón de la mano opuesta alcanzó a ver a tres policías que bajaban con urgencia del automóvil descarrilado y a algunos vecinos que se acercaban imprudentemente a curiosear. Durante algunos segundos estaría esperando el ruido de una ráfaga o, en el mejor de los casos, algunos disparos aislados; con alivio vería diluir esa posibilidad, al doblar por Lima, alejándose de la esquina peligrosa donde un siglo y medio atrás funcionó la Jabonería de Vieytes.
Luego, reaparecieron los edificios modernos, los lugares comunes, los ruidos normales, la gente sin apuros: sin proponérselo, seguiría reteniendo la imagen de los hombres bajando precipitadamente del coche, las paredes enfermas de esa esquina y los ruidos primordiales, aunque uno de ellos fuera ilusorio: la frenada y la ráfaga.
"Andate con Marcos en el subte", dijo Palenque al llegar a Plaza Italia; Juan asintió. Mateo tomaría el 39 hasta Chacarita y dejaría el coche por ahí, antes de ir a una comisaría a denunciar que se lo habían robado. Marcos no lo escuchaba, ni siquiera recordaba ya los dos sonidos fundamentales; miraba fijamente el suelo: las baldosas ocultaban la verdad, la luz evidente. Con respeto, cuidadoso de su fragilidad de iluminado, Mateo tocó levemente el brazo de Marcos: era imperioso salir de allí, dispersarse, no perder tiempo; pero Marcos, desdeñando todo apremio, señalándose el pecho lentamente, dijo: "De aquí, de esta porquería asustada, va a salir algún día el Hombre Nuevo".
Cuando iba a repetir la frase por tercera vez, Manuel perdió la paciencia y lo tomó esta vez con firmeza de un brazo. Marcos se dejó llevar, todavía imbuido por su presagio, hasta que se perdieron de vista en la boca del subterráneo. Mateo tomó de inmediato el 39, mientras Palenque desaparecía en un taxi, dejando su coche abandonado allí mismo.
La marcha casi lenta del colectivo actuó como sedante. "Una buena batata, ayuda", solía decir Lucas; para él era como comer bien o "estar" con una mujer, según decía con recato uruguayo. Pero era cierto, "la batata", el susto, era bueno para el relax y ahora quisiera estar en una cama; "tendrían que venir colectivos con camarotes", pensó sonriendo, como quien se va a quedar dormido.
Pero no se durmió porque él sí todavía escuchaba, lejanos y perdidos, la frenada y la ráfaga. Y el recuerdo de estos dos ruidos capitales se mezclaba con los golpes de mar, cerca del Gran Faro, en El Lejano Egipto; alguien, antes de despertar, le decía: "Usted ha cometido el pecado de Alejandría". Y el enigma no tendría explicación, hasta ahora.
No era el sentido de la pesadilla, lo que suele llamarse uno de Los Siete Pecados Capitales, tampoco la Sabiduría Incendiada, la Biblioteca Incinerada. Podía ser la ambigüedad ante Marco Antonio, según pronosticó Gaspar; el sueño podía ciertamente describir la ambigüedad genérica de los dualistas o de los desclasados y Mateo, si algo no podía negar, era esta doble condición. Sí, era posible: en la ambigüedad, en la escisión, en la diversidad, en la esquizofrenia, podía estar la clave.

CAPITULO PRIMERO

I Estado de asamblea

Coexistente", le gritó Palenque en plena oreja. El Monje arqueó un poco el lomo, como si fuera a darle un cachetazo, pero vio que lo rodeaban y esto no lo sorprendió: había estado acorralado desde que empezó la asamblea que, esa noche, no podía controlar. Se encogió de hombros y siguió de largo sin contestar a Palenque que seguía vociferando, hasta que se calmó.
"¿Sabés cómo le dicen los muchachos de El Partido?"; Rinaldi no lo sabía: "El Monje", aclaró triunfal Palenque. En tanto El Monje, el "secretario saliente", trataba de impugnar primero las elecciones y después la asamblea. "La asamblea es soberana", le contestó tranquilamente Rinaldi y luego empezó leerle una chorrera de artículos del estatuto para demostrárselo: "por lo tanto la asamblea tiene facultades para determinar si las elecciones son válidas o no; llamar a nuevas elecciones, incluso fijar fecha y mecanismo electoral, o sencillamente aprobar los comicios realizados".
La asamblea votó tres veces; dos, para terminar rechazando dos mociones de orden que el "secretario saliente" interpuso con el objeto evidente de ganar tiempo. La última, para aprobar las elecciones. Ganarles a ellos no era meramente derrotar una lista adversaria, sino "romperle el culo a El Partido", como dijo ilustrativamente Marcos, sin advertir que había damas, es decir, compañeras, por los alrededores. Sin embargo ninguna se ofendió por estas alusiones y, es más, justamente una de ellas subrayó: "era hora"; y santas pascuas.

Después se fue disipando la algazara que provocó la derrota de las chicanas de El Monje y dejó paso a las expectativas.
En pocos segundos había un silencio absoluto, comenzaba el último recuento de votos. Rinaldi se había subido a la mesa desde la que presidía la asamblea, para poder ver mejor las manos levantadas. A medida que la suma comenzó a sobrepasar la cantidad que se estimaba como la mitad de los presentes, la gente comenzó a reírse y a regodearse en su poderío; Rinaldi gritaba como diciendo "quién da más": "Ciento treinta y ocho, ciento treinta y nueve, ciento cuarenta, ciento cuarenta y uno". Rinaldi iba subrayando el final de cada cifra con el dedo, contando en el centro del ring. "Ciento setenta y dos, ciento setenta y tres, ciento setenta y cuatro, ciento setenta y cinco". Consagrando el knock out. "Trescientos veintiséis, trescientos veintisiete". Nada de bandera verde, de finales reñidos de esos que no se vuelven a ver. En realidad no había dudas, la votación se ganaba por varios cuerpos, la toalla planeaba sobre el cuadrilátero y los hombres del "secretario saliente" empezaron a salir del recinto. Rinaldi gritó una última cifra y comenzó a saltar abrazando a la gente que tenía a mano, como si se hubiera ganado la grande.
Le duró poco; alguien se le acercó para prevenirlo: había que estar atentos porque la gente del "secretario saliente" había prometido copar a tiros la asamblea. "El sindicato es nuestro", solían decir los más fanáticos y, los más decididos, podían tomar al pie de la letra la consigna. "Hay que cubrir la puerta" dijo Rinaldi muy serio. Ya estaba cerrada y se habían apostado El Cabezón y Margulis; Manuel estaba en el balcón de arriba.
Era uno de esos viejos caserones del barrio Sur; generalmente se iban convirtiendo en hoteluchos donde se Hacinaban prostitutas y provincianos. Eximido de ese destino, tenía habitaciones vacías y conservaba esplendores pretéritos, arañas imponentes, roñosas escalinatas de mármol.
La portera vivía en el último piso de la casa y, como había tenido diferencias con El Monje -vaya a saberse por qué recóndita pelea doméstica-, estaba en el bando de "los muchachos", como ella los llamaba. Cuando se escuchó el primer tiro, la portera estaba dándole una cucharada de sémola con leche a su hijito menor. Un momento antes había interrumpido para atender a "los muchachos", darles "esas cosas" -un par de revólveres y una browning chica- que ella guardaba celosamente en el cajón de los cubiertos. Con la cuchara al borde de la boquita la mujer dijo: "Dios mío"; pero enseguida tuvo que responder a su hija mayor: "es un petardo querida" y se interrumpió al escuchar varios estampidos más que sonaron casi a la vez.
Los hijos de la portera se pusieron a llorar estruendosamente, mientras entre la gente que quedaba en la asamblea se producía un respetuoso silencio; se oyeron gritos insultos, un par de automóviles que se alejaban hasta que los tiros cesaron. Después antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, antes de que se iniciaran los primeros comentarios, una sirena avanzó y se detuvo frente al edificio.
Buenamente le explicaron al oficial que no podían dejarlo entrar porque no traía orden del juez: la gente que estaba en la asamblea, si entraban así, de prepo, se los iban a comer crudos, a ellos y "a nosotros que los dejamos entrar". No había que "irritar al soberano", explicó Palenque parafraseando a Paladino, mientras ligaba un codazo soterrado.
Accedieron, eso sí, a hacer una relación de hechos: cómo fueron agredidos aunque no conocían ni tenían la menor idea de quién podía haber sido. Ellos, por supuesto, no habían tirado, "aquí no hay armas, esto es un sindicato, no es un aguantadero", comentó Palenque, a quien ya no acobardaban los codazos.
Después de ese día hubo algunos meses de paz. Hasta que estalló la huelga de uno de los matutinos más importantes de la ciudad. "Arrastraremos a los gráficos", prometió Rinaldi y, en efecto, "la federación" se plegaría horas después y por tiempo indeterminado. Una noche Marcos llegó contento: el gerente y el subgerente del diario y "toda esa manga de alcahuetes -ejecutivos, jefes de sección, contadores, personal de vigilancia- bajaron a expedición y se pusieron a hacerlos paquetes". Los hacían mal; la mitad de los fardos se abrían y los diarios se desparramaban.
"Los distribuidores puteaban desde los camiones y los muchachos de expedición -unos setenta, de brazos cruzados- se les reían en la jeta". La huelga duró cuatro días, con amplio triunfo de los rebeldes; no hubo represalias posteriores: despidos, suspensiones. "No se atrevieron", se jactaba Rinaldi; pero cuatro meses después, a los treinta días del golpe de Estado, el sindicato sería intervenido y los setenta muchachos de expedición echados a la calle. Marcos renunciaría a su cargo de redactor.

II La Paz

Un día Mateo se quejó -entre mates y lloviznas- de que se hubieran metido con su hijo; el chico estudiaba en un colegio parapartidario. Habían visitado a la maestra: "Hay que tener cuidado con ese chico, su padre es un borracho y está separado de la madre". Después no habló más del asunto, aunque Palenque trató de sacarle el tema en más de una oportunidad; Mateo lo eludía siempre, con el mismo gesto de asco.
Al poco tiempo se encontró con El Monje, en el subterráneo que venía de Chacarita. El hombre no lo vio hasta que levantó la vista del libro; recién allí se dio cuenta de que Mateo estaba sentado delante suyo. "¿Cómo le va, Aguirre?", le dijo con esa cordialidad fría que suelen tenerlos intelectuales de la vieja izquierda; ese equilibrio helado y monacal.
"Como le va, Aguirre", y Mateo se limitó a mirar la mano que le era tendida: "Yo no saludo a alcahuetes".
"¡Aguirre!", exclamó consternado El Monje, pero retirando simultáneamente la mano. Y perdonando, con una cierta humedad ovina en la mirada que el brillo de los anteojos no pudo ocultar; sin embargo, no hubo caso de seguir en su buena acción, porque había llegado, tenía que bajarse.
Era la estación "Carlos Pellegrini" ,una de las dos que en esa linea tienen andenes centrales y esto no lo ignora ningún pasajero de la ciudad de Buenos Aires; salvo El Monje; conturbado seguramente por la violencia del desprecio -injusto, para él-, se había plantado frente a la puerta que nunca iría a abrirse salvo dos estaciones más allá, ignorando las otras puertas que se abrían de par en par a sus espaldas. Mateo sonrió frente a la situación y a la metáfora, hasta el punto de conmiserarse: "por la otra puerta, Boludo".
Y esto terminó de desubicar a El Monje, a medias recompuesto de la sorpresa y el desdén, pero derrotado ahora en su propia madriguera, la cueva de la comprensión, de las buenas maneras. "Como si lo hubiese pescado haciéndose la paja", comentó Mateo mientras Palenque se doblaba de risa, imaginando cómo El Monje se escabullía justo en el momento en que la puerta se cerraba y tenía que retenerla en un esfuerzo supremo; salió como salen por entre las cuerdas los boxeadores mediocres, después del knock out técnico.
Salvo esto, reinó la paz. Salvo la policía que lo anduvo buscando; llegaron a ir a casa de la madre de Mateo. La señora los atendió muy bien hasta que pusieron una Halcón sobre la mesa: "saque eso, no ve que me arruga toda la carpetita"; al rato se fueron. "Son batidores, te digo que son batidores", decía Marcos enrojecido y apoyando su tesis en algunos elementos razonables; coincidencias, detalles. Pero todo esto era muy difícil de precisar entonces, porque era una época en que la policía buscaba a la gente, en que todo el mundo andaba desapareciendo.
Onganía había desenvainado y ninguna vieja estrategia pudo aguantar su atropellada; "a la mierda, que quedamos pocos", como pudo haber dicho el bisabuelo de Manuel; o "cagamos los de levita", como a lo mejor exclamó quejosamente el abuelo de Mateo. Sin embargo, aunque todos tuvieron la sensación de que el horizonte comenzaba a cerrarse, que la clausura se instalaba, habría mucho que agradecer a la polarización -y a la atropellada-, a pesar de los desgarramientos.
Poco a poco, dolorosamente, comenzó a verse más claro: muy pocos quedaban en las filas que prescindían de las antiguas estrategias. A su vez, desmembradas, quedaban también las viejas organizaciones, los viejos partidos que alguna vez hablaron de revolución: se había producido el vacío para unos y para otros. Ya no se trataba de discernir si estaban o no dadas las condiciones para soltar amarras; o si, por el contrario, esas condiciones debían ser precipitadas. El abismo rodeaba a todos; estaban unos en pleno salto, otros observando el espacio por donde se trazaba la parábola. Había que empezar de nuevo u olvidar.
Lo inquietante era que alguien se estaba equivocando. Y sólo el tiempo haría evidentes los errores, sólo el fracaso demostraría algo convincente.
Lo que era seguro, es que ellos iban en ese auto aquella noche. Subían al Fiat 1100 de Palenque, cuando pasó el Peugeot 403, color negro; había arrancado unos metros más allá -Manuel lo vio- y, al pasar, tiraron desde adentro. Ellos salían de una reunión con Rinaldi: se habían juntado para ver si era posible mantener una cierta estructura sindical paralela que diera lugar a alguna posible maniobra. Defender, defenderse; defender a la gente, cubrir las espaldas de los cesantes. Rinaldi era optimista, pero ellos pensaban que era inútil, que la pelea había que darla en otros terrenos, de otra manera. Finalmente no se llegó a ningún acuerdo; se despidieron fríamente y, al salir, pasó el automóvil color negro y alguien, desde adentro, tiró.
"Seguilos" -gritó Marcos y Palenque saltó al volante; en dos cuadras estaban encima del Peugeot, pero bajaron la velocidad porque habían llegado a las inmediaciones de la Comisaría 23. Pasaron correctamente frente a la guardia y el Peugeot dobló con la intención de dar una vuelta a la manzana: "no ves que son unos cabrones, no ves que quieren llamarle la atención a la cana", pero no siguió hablando porque los entró a seguir un patrullero de "la 23" y Palenque pisó el acelerador.
"Este cochecito anda que es una maravilla", comentó orgulloso Palenque cuando pudo perderse por el Mercado de Abasto y bajó por Cangallo, doblando por la 9 de Julio, hasta México. De allí a la jabonería de Vieytes, mientras Marcos comentaba que "van a renovar a todos los patrulleros: los que tienen están reventados", y fue interrumpido por segunda vez en pocos minutos: casi chocan con otro de la Radio Patrulla que se estrella contra la pared sin ocasionar víctimas, pero escupiendo a tres policías que bajan con urgencia torpe, a lo mejor dispuestos a todo.
Salvo este incidente, todo era paz a bordo del colectivo 39 en el que Mateo llegaba a Chacarita. Compró "la sexta", bajó las escaleras y tomó el subte. Quince minutos después, estaba en el centro de la ciudad.

III Interferencias

Marcos llegó al departamento de Albertina a eso de la medianoche; un momento después Palenque llegaba acompañado de Ismael; se sentaron en silencio. Luego le preguntaron a Albertina cómo estaba.
-Cansada.
Media hora después llegó Sara y recién se enteró de todo a través de Albertina, que habló con precisión, como si no estuviera muerta de miedo. La amenaza había sido contra Marcos y "éstos son capaces de avisar a la policía". Marcos debería desaparecer cuanto antes por un tiempo y también había que limpiar su departamento.
Albertina cruzó sus piernas delgadas y opulentas; y prendió un cigarrillo como pudiera haberlo hecho Marlene Dietrich en una de esas películas de guerra en que cruza las piernas antes de ser asediada por implacables militares de origen alemán. Sus bellas piernas mitológicas, más delgadas aún que las de Albertina, especialmente en los tobillos.
Nadie hablaba y Palenque se distrajo pensando que el sexo de Albertina debía empezar en la parte posterior de la cintura y terminar en el ombligo, por eso era desarmable, una muñeca, con aptitudes supremas para el erotismo: ¿alguien -ay - las aprovecharía?; ¿al menos ella? Sara se enjugó la nariz y, recién entonces, los demás se dieron cuenta de que había estado llorando; silenciosamente, sin despliegues, para que ella sola se diera por enterada de su dolor. Cuando advirtió que había trascendido a los otros se recompuso y averiguó si Marcos saldría de la ciudad esa misma noche.
-Sí.
-¿A dónde vas?
-Al norte.
-Yo lo llevo.
Después de decir esto, Ismael le sonrió; ella también; sin convicción, casi con odio. Palenque le explicó que Mateo se iría preventivamente a la quinta de Schneider, pero Sara no lo estaba escuchando.
A Albertina no le gustaban estas situaciones; entonces propuso acompañar a Ismael a cargar nafta; revisar aceite, gomas, toda la liturgia de un viaje. "De paso me llevan", agregó Palenque poniéndose de pie; le dio un beso a Sara, abrazó a Marcos y salió, franqueándoles la puerta a Albertina e Ismael. Una vez en la calle dijo, como si lo estuviera pensando:
-Vamos a limpiar el departamento de Marcos.
-Puede estar la policía.
-Difícil.
-O ellos.
-Eso es más probable.
Dieron varias vueltas a la manzana. Recién después se detuvieron frente al edificio de departamentos en el que Marcos tenía el suyo. Sin decir una palabra, Palenque sacó su pistola de la cintura, la montó, le colocó el seguro y, después de guardarla en el bolsillo exterior del saco, salió del automóvil: lo sintió arrancar a sus espaldas. Ismael seguiría dando vueltas a la manzana aunque no observaron, hasta ese momento, ningún movimiento raro. Palenque llamó al ascensor y esperó.
Al día siguiente tendría que ir a la fábrica y estar bien lúcido desde temprano porque venía una parte brava del montaje de la caldera; después, discutir con algunos proveedores que había citado para última hora de la mañana. Almorzar con Paladino y pedirle prestado el coche; no, mejor pedírselo a Baltiérrez. El Ruso, con tal de dejarla sin auto a la mujer, se lo prestaría por unas semanas, lo suficiente para recuperar su coche.
El ascensor llegó de improviso; no había un alma por los alrededores. Al ponerlo en marcha sintió un cierto cosquilleo, casi un temblor: mañana vería cómo se las arreglaba para pedir un auto, pero ahora, en ese preciso momento, si se encontraba con alguien en el octavo, lo sentaba de un tiro. Si estaba uniformado, no; o también lo sentaba y luego se vería. En el momento se toman las mejores decisiones; "tengo miedo", pensó y no se engañaba.
Cuando el ascensor llegó al octavo piso, esperó un instante antes de abrir, no escuchó ningún ruido raro, el pasillo estaba desierto. Caminó hasta otro pasillo y tampoco encontró a nadie; se detuvo frente a la puerta del departamento "B", y escuchó: silencio completo. Tocó el timbre un par de veces, y nada. Entonces, sin quitar la mano derecha del bolsillo donde empuñaba su pistola, sacó con la izquierda las llaves y abrió. Adentro no sintió el menor movimiento; quiso prender la luz de una lámpara que recordaba por allí nomás, sobre la mesita de la derecha, y se la llevó por delante antes de prenderla: "Marcos de mierda", dijo en voz baja y aterrado por el ruido que él mismo produjo.
Se había quedado con la pistola apuntando algo indefinido; se calmó, encontró otra luz y la prendió. Ya recorría abiertamente los dos ambientes del departamento: no había nadie. Entonces se dirigió hacia el placard del baño, para levantar un falso piso de madera -que apenas se advertía- y sacar de adentro dos o tres cassettes envueltas en una bolsita transparente e inofensiva de polietileno. La metió en el bolsillo y luego fue hasta el dormitorio; recuperó un par de sobres de un cajón de la mesa de luz y se dispuso a salir. Apagó las luces, se pegó a la puerta de entrada y escuchó voces: un hombre y dos mujeres discutían.
-Vos nunca te ponés en mi lugar -decía una.
-Vos tampoco te ponés en el lugar de él -decía la otra.
-Vos no te metás -decía él.
Los oyó entrar al departamento vecino; pusieron música y las voces quedaron relegadas. Ningún otro ruido; abrió la puerta y salió al pasillo. Caminó rápidamente hasta el ascensor, pero habían puesto un cartel que decía: "No funciona". No podía ser, recién no estaba: era una trampa. Quiso hacerlo andar, pero, en efecto, estaba descompuesto. Salió otra vez al pasillo desierto, vio la puerta de la escalera y la abrió con sigilo. Se asomó y espió: nadie. Se lanzó por la escalera y abrió la puerta del piso de abajo con infinito cuidado: tampoco había nadie. Revisé los pasillos de acceso y llamó al ascensor de los pisos impares.
Tardó en llegar, pero finalmente entró lentamente en el cuadro de la puerta exterior; estaba vacío. Al llegar a la planta baja, tres hombres lo esperaban. Abrió la puerta, le hicieron lugar y luego subieron. Afuera estaban Albertina e Ismael; subió y arrancaron a toda velocidad.
-¿Viste esos tres tipos que entraron recién?
-Los vi.
-¿Viste qué pinta?
El domingo iría a la cancha; hacía como tres meses que no veía un solo partido, salvo la final de la copa, por televisión. Era lindo ir al fútbol y ver los papelitos que tiran las hinchadas cuando sale su equipo; y los gritos. Era como el apocalipsis, o mejor, como si hubiera triunfado la revolución. Le iba a decir a El Ruso Baltiérrez que lo acompañara el próximo domingo, así, de paso, también con eso hacía estrilar a su mujer.
Tres años que no iba con El Ruso al fútbol. La última vez fue cuando Navarro lo quebró al pibe Bieyra que estaba jugando que era una maravilla. Cuando la hinchada se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo -el referí ni mus-, empezaron a tirar de todo, hasta que la policía entró con los gases. Pero siguieron tirando piedras, botellas. Al lado de El Ruso había un tipo que se abría la camisa y gritaba señalándose el pecho: "tiren, tiren, hijos de mil putas"; parecía la revolución. Así debía ser la polenta que se necesitaba para tomar el poder. El arquero se había sentado junto a uno de los postes y dejaba que le hicieran los goles que quisieran; si erraban, la propia defensa de San Lorenzo pateaba al arco desguarnecido y marcaba el tanto. Terminó como catorce a cero; no fue un partido, pero fue lindo. El fútbol siempre era lindo por eso, porque no hay tanta discusión, se juega o no se juega. Mañana mismo le hablaría a Baltiérrez; le iba a pedir el coche prestado y le iba a proponer que fueran a la cancha.
Antes de acostarse, todavía seguía pensando en el pibe Bieyra. Su mujer dormía como un lactante. Apenas se despertó y lo abrazó, colocándole una pierna tibia sobre la suya; él la abrazó y le besó la frente. Ella dijo algo, un sonido intimo, de protección.

IV Los cómicos y el dinero

Cuando llegó al teatro, el ensayo recién terminaba o todavía no había empezado; tenían todos una palidez extrema que se acentuaba con la luz de ensayo recortando el cuadrado del escenario al fondo de la sala vacía. Y las caras lívidas eran evidentes sobre las ropas comunes de calle: "estamos probando el maquillaje blanco -le comentó Cachito-, ¿qué te parece?". A Mateo le pareció obviamente espectral: "Es lo que queremos". Cuando Emma lo descubrió al fondo de la sala conversando con Cachito, la cruzó de inmediato y lo puso al tanto de lo que pasaba. Simón les había traído una obra que ellos ya habían leído y que ahora estaban discutiendo. Mientras le contaba ya medida que se iban arrimando al escenario, Mateo iba tomando conciencia de que era toda una discusión; es más, que esas sombras invertidas inopinadamente llegaban a levantar la voz y gritar.
Cuando se calmaron un poco, Emma aprovechó para decir: "si hacemos esa obra nos cierran el teatro al día siguiente", y se sentó al lado de Mateo en una de las primeras butacas. Cándido arrugó su cara de payaso para ver quién estaba sentado en la platea al lado de Emma; cuando reconoció a Mateo, agitó su mano con alegría vital, aunque falsa, pero no bajó a saludarlo: Cachito alegaba, en ese momento, que él-al contrario de Emma- no tenía inconveniente en hacer esa obra; así cerraran el teatro al día siguiente. Pero les pedía a todos -y especialmente a Simón- que evaluaran bien el momento; si las cosas que querían decirse eran tan importantes como para que justificaran la liquidación de tantos años de esfuerzos como venía realizando el grupo. Y si todos coincidían en que sí, en que ese era el precio que se pagaba por decir algo, en que a esas cosas había que decirlas ineludiblemente, que la obra se hiciera, pasara lo que pasara.
"Con este planteo nunca vas a poder decir nada que valga la pena", dijo Simón enfurruñado: él y Schneider eran los únicos que no tenían la cara pintada de blanco. Estaba más gordo y, consecuentemente, más bajo; casi tan ancho como alto. Los pelos ralos de la tonsura estaban erizados y largos; la piel roja, los ademanes irritados; pasaba un mal momento.
"Un cura -cuenta Emma a Mateo-, hermano de un general, se enamora de su cuñada quien, a su vez, es madre de un chico homosexual; en tanto el papá del chico es un poco impotente, pero tiene dos amantes: una tía de él, hermana de su madre, y una compañerita de su hija, que ella sí cursa el cuarto año del colegio de las Hermanas Adoratrices; la sirvienta de la casa también es normal, aunque peronista y, a cada rato, habla de los pobres". Este era el argumento, según Emma, de la pieza de Simón.
Emma siempre elegía a Mateo como cómplice; así no tenía empacho en contarle cómo había dejado a Severo -por quien suspiraban más de la mitad de las mujeres del país- por Simón y a éste por Cándido, en el término de dos años. También otras travesuras, como -por ejemplo- hablarle por teléfono a Chiqui, haciéndole decir pestes de Longhi, mientras grababa la conversación para que éste, luego, pudiera escucharla cómodamente, dentro de la incomodidad natural que siempre la maledicencia propina. Su rostro blanco y anguloso resaltaba en la oscuridad y sus dientes parecían amarillos, ensangrentados.
Sin amilanarse, Mateo le pedía que contara seriamente el argumento de la obra de Simón.
-Es así.
-¿Sin exageraciones?
-No exagero.
En ese momento Simón decía que, según ellos, había que conformarse con escribir y representar híbridos; que había que decir las cosas a medias. "Qué necesidad habrá -comentó simultáneamente Emma- de decir las cosas con todas las palabras?" Y Simón sorprendió el cuchicheo:
-Che, Emma, si tenés algo que decir, ¿por qué no se lo decís a todos?
-Le estaba preguntando a Mateo qué opinaba del realismo; perdoname no quería diversificar la conversación.
La perdonó, ya que había quedado en claro que no iban a andar murmurando a sus espaldas, y menos Emma, a quien conocía muy bien a Dios gracias. Luego siguió: había que definirse, era una cuestión ideológica, era simple.
-Te equivocás, Simón -intervino Cachito, ya que Schneider no abría el pico-, no es una cuestión ideológica; es una cuestión de capacidad de maniobra. Nosotros estamos en una tarea a largo plazo y tenemos como grupo una responsabilidad frente al público y frente al teatro nacional.
-No me vengas con eso, Cachito; ustedes son una empresa; integrada por hombres cultos, ilustrados, pero comerciantes.
¿Qué quería decir con eso de comerciantes?, gritaron varias voces a la vez; ¿acaso él no hacía vender sus libros? ¿O vender libros era acaso menos mercantil que vender teatro? Severo no podía hablar de rabia; Emma se divertía. Cachito, contemporizador, pudo finalmente decir algo: si él, Simón, tuviera la imposibilidad de tocar ciertos temas en sus libros, ¿dejaría de escribir, perdería a sus lectores?
-Eso no tiene importancia para mí. Perder los lectores es lamentable pero no fundamental; yo no escribo para tener éxito, sino para decir lo que siento que debe decirse.
-¿Y si no te dejan publicar el libro?
-No lo publico.
-¿Y si no te lo dejan escribir?
-No lo escribo.
-¿Pero esta sería una situación extrema?
-Claro.
-¿Antes hubieras buscado la manera de evitar esa catástrofe?
-Por supuesto.
-Eso es lo que estamos haciendo nosotros; buscando la manera de decir la mayor cantidad de cosas posible, dentro de los límites de nuestra realidad.
Simón no esperaba este argumento; fue sorprendido y adujo que la conversación se estaba desordenando, que se oponían fenómenos inconfrontables, que una cosa era el libro y otra el teatro. Cachito sostuvo que desde cierta óptica ambos problemas eran comparables y en eso estaban cuando Severo saltó intempestivamente.
-Yo te quiero preguntar una cosa: no entiendo a qué viene el asunto del exitismo.
Y sus palabras tuvieron tal violencia que nadie se atrevió a decir nada; ni siquiera Severo. Schneider, por otra parte, no vio que ésta fuera una oportunidad para arbitrar y Simón miraba a unos y a otros mientras Severo se paseaba asediado por el rencor; de pronto miró a Emma a los ojos: nunca le había perdonado que lo dejara, como a Simón tampoco le perdonaba que le hubiese vareado la potranca; se acercó hasta él, lo miró de arriba abajo.
-Salí afuera que te voy a romper el alma.
Entonces sí, pudo intervenir Schneider. Pidió que se dejaran de chiquilinadas, que no estaban en el colegio, que ya no tenían siete años y otra serie de argumentos realmente incontrovertibles. Cachito en tanto retiraba del ring al púgil nonato, al gladiador congelado y lo llevaba a los camarines donde se puso a conversar largamente con él. Schneider, una vez despejado el peligro, retomó la palabra.
-Tenemos que pensarlo unos días más, Simón.
-Piensen todo lo que quieran.
-¿Creés que no vamos a hacer la obra?
-Así es.
-No estamos ganando tiempo, necesitamos estudiar bien el problema, eso es todo.
-Mirá, viejo, si ustedes quieren mantener la imagen de tipos de izquierda, yo no les convengo. Tienen que hacer obras de izquierda, pero extranjeras, es menos peligroso. Ahora, si quieren convertirse, como dicen, en verdaderos renovadores del teatro argentino, tendrán que plantarse frente a los grandes temas nacionales.
-Eso queremos, Simón, pero hay una realidad, y esa realidad tiene sus límites, además de sus reglas de juego.
-Sí, claro que hay que estar en la realidad, pero no para adaptarse a ella, sino para modificarla. Yo no soy un escritor reformista, soy un escritor revolucionario.
-¿Y qué hiciste vos por la revolución? -interrumpió sorprendido Cándido. Ya todos se habían levantado y algunos habían bajado del escenario, poco a poco se encaminaban a la salida por los pasillos laterales de la platea; Emma había tomado a Simón fraternalmente del brazo conjurando la intervención de Cándido; Simón, divertido, dejaba hacer.
-Todos se la agarran con Simón hoy; vení, Simoncito, contame, ¿por qué no te escribís una linda obrita donde se vea bien, pero bien en detalles, cómo se aburre la clase media?
-Ya lo hice; si no, lo haría.
-Entonces hacé otra que sea de barrio, llena de personajes tipo: ¿qué te parecen los personajes tipo Mateo?
-Incomparables.
-Te pregunto en serio.
Enriqueta estaba juntando sus cosas que había desparramado en una butaca; recién en el foyer se dieron cuenta que seguían maquillados de blanco. Se quitaron la crema como pudieron; nadie tenía ganas de volver a los camarines. Schneider había defendido a los personajes tipo, pero Mateo no estaba de acuerdo: "Ninguna obra importante, por más realista que sea, ha sido hecha por personajes tipo. Y si hay algún ejemplo en contra, es porque generalmente estos personajes están viviendo situaciones atípicas". Sin embargo Simón sostenía que debíamos conocernos, saber cómo somos el común de la gente, buscar soluciones comunes.
-Si llegamos a darnos cuenta de lo que somos, se nos va el alma a los pies y hacemos cualquier cosa, menos buscar una solución: no valdría la pena.
-¿Y vos sos el que querés hacer la revolución?
-Me gustaría.
-¿Y para qué?
-Para escribir; para escribir poemas.
-Y por el hombre y la injusticia, ¿no?
-Sí, por supuesto. Pero también para escribir poemas.
-No sabía que escribías poemas.
-No escribo, voy a escribir, cuando se haga la revolución.

V Gauchos y lagunas

Le gustaba viajar en automóvil, como a los chicos. Tres horas pusieron hasta Rosario, y, al amanecer, llegaban a Santa Fe. Durmieron hasta las tres de la tarde, en Santo Tomé, en casa de unos amigos de Ismael. Reiniciaron el viaje cuando entraba la noche y, un momento después, una cortina de agua no dejaba ver nada. Marcos debía asomar la cabeza afuera de la ventanilla, para irle marcando el rumbo a Ismael, tomando como referencia la banquina. En pocos minutos estaba totalmente empapado.
Tuvieron que esperar una hora para tomar la balsa y cruzar a Goya. Haciendo tiempo pidieron un poco de ginebra en un boliche del atracadero y dormitaron en el auto mientras hacían cola. Finalmente ingresaron a la embarcación; ya no llovía, pero una llovizna, helada para la época, aliviaba el calor bochornoso de la víspera. El aire estaba fresco y aprovechándolo se asomaron ala borda para mirar un poco el Paraná. Así se quedaron un buen rato recordando o pensando.
-Este río es trágico. No me olvido de una creciente muy grande que hubo: inundaba varias provincias. Venían camalotes en bandadas y, en los camalotes, víboras; podíamos caminar por encima de los islotes que se iban formando con el enredo de juncos, basuras. Entre tanta porquería, un día vi flotando una cunita, cuando la vi me acordé de "El Ciudadano", de la película.
Llegaron a la otra orilla y, hasta que pudieron salir a la ruta asfaltada, anduvieron patinando en la tierra arcillosa de ese camino de acceso al atracadero. Era jabón, como decían los paisanos del lugar; un jabón que se escapa de las manos resbalando por los bordes interiores de la bañadera, en pleno derrapaje.
"Lo estás acelerando mucho", le decía Marcos para ponerlo nervioso, pero Ismael ni siquiera lo miraba, absorbido por los coletazos y resbalones del coche, por los huellones rojizos del camino; cuando salieron al asfalto, recién lo miró y Marcos reparó en la vena de su frente, hinchada como una vela. "Manejá vos, ahora es fácil".
Marcos sonrió ante la venganza; empuñó el volante, puso el automóvil a ciento veinte y observó cómo Ismael se iba quedando dormido. Tres horas después, cuando estaba anocheciendo, llegaban a Salada. El lugar era bueno para quedarse y escribir una serie de notas, que podría vender fácilmente en Buenos Aires y también en Europa.
Cerca de allí empezaba la Laguna Iberá; era un bañado habitado por nutrieros y delincuentes de toda calaña que habían constituido una población regida por leyes propias, con fronteras que la policía no se animaba a cruzar; todo muy folklórico, sociológicamente insólito, en suma un tema que podía estremecer a franceses y porteños. Aramís seguramente conocía gente que lo ayudaría a meterse en los bañados interminables; leguas y leguas, hasta llegar a sus confines inhóspitos, protectores, hermosos como adolescentes.
Guardaron el coche, se lavaron un poco y se instalaron en el comedor del hotel: tenían hambre pero la carne era grasosa y dura; la mandioca, pasable.
-¿No come más? -preguntó el chico que servía la mesa.
-No, gracias -y cuando ya se retiraba con los platos, Ismael lo retuvo-. Decime, ¿por qué usás esa cintita colorada; qué es, una corbata?
-No, es una insignia.
-¿De Independiente?
-No.
-¿Federal?
-No, los que somos del Gaucho Lega, usamos la cinta colorada, como la usaba él.
-¿Quién es el Gaucho Lega? -preguntó Ismael cuando el chico se fue con los platos.
-Creo que es un gaucho.
-Eso es evidente. Pero ¿qué tenía de particular?
-Hacía milagros. Señora, por favor -dijo, haciéndole una seña a la patrona, que se acercó sonriente y secándose las manos en el delantal.
-Mande.
-¿No anduvo por aquí Aramís Ocampo?
-Días que no viene, señor.
-¿Estará en el campo?
-Puede ser; o en Mburucuyá.
-¿En Mburucuyá?
-Y sí, parece que frecuenta.
-…¿a quién?
-A Mburucuyá.
-¿Y en Mburucuyá, a quién?
-Este don Aramís es terrible, créame.
La hilaridad de la mujer estaba en todo su apogeo. Mezclaba exclamaciones con risas ahogadas en tanto Marcos le prestaba una cara sonriente y cómplice, mientras pensaba que esa noche dormirían en Salada y que, a la mañana siguiente, tempranito convenía salir para Mburucuyá; si Aramís no estaba allí, seguir enseguida a su casa en el campo, casi al borde, en las primeras estribaciones de la Laguna.

VI Las buenas maneras

Esa mañana no tuvo tiempo de acordarse ni de Marcos, ni de Mateo; tampoco pudo hablar con El Ruso Baltiérrez, así que no arregló nada para ir a la cancha ni para que le prestaran el auto. En la caldera había tenido problemas y se pasó la mañana lidiando entre los fierros. Tanto fue así que mandó decirle a un par de proveedores que tenía citados, que volvieran la semana que viene -"como decía el gobernador Iriondo"-; el empleado que recibió la orden no entendió el chiste y no tenía la menor referencia sobre el ex gobernador
-"santafesino, conservador y buen mozo"-; antes del almuerzo se encontró con Paladino, que también estaba lavándose las manos.
-Lo anduve buscando toda la mañana.
-La caldera nueva me tuvo mal; me tuvo "entre la espalda y la pared", como diría usted.
-Yo nunca he dicho semejante cosa.
-Me pareció habérselo escuchado decir. ¿Para qué me buscaba?
-En realidad el que lo buscaba era el señor Midas.
-¿Y qué quería?
-Presentarle a los alemanes.
-¿Llegaron?
-Esta mañana.
Al salir del baño, vio de lejos a Midas que entraba a su despacho con sus alemanes; haciéndose el distraído intentó seguir de largo, pero Midas lo interceptó con su manera tan especial de decir: "Ingeniero Palenque". No tuvo más remedio que darse por aludido; se volvió, encontrándose con la cara sonriente de los alemanes que lo miraban: "Venga Palenque, salude", y Palenque saludó muy circunspecto.
Paladino no podía entender de qué se reía cuando contaba lo ocurrido y Baltiérrez, consternado, opinaba que Midas podría haber dicho: "Venga Palenque, quisiera presentarle a unos industriales alemanes". Si no, al menos él, de haber estado en el lugar de Palenque, "no hubiese ido a saludar", aunque reconociera que el episodio -la guarangada- estaba dentro del estilo de Midas.
Estas cavilaciones provocaban cada vez más hilaridad en Palenque y se siguió riendo durante toda la comida. En momentos de calma, reproducía la frase "salude, Palenque" y volvía a reírse de manera incontenible. A última hora de la tarde se metió en el despacho de Midas.
-Quiero preguntarte dos cosas.
-Adelante.
-¿Por qué me tratás de usted delante de los alemanes?
-Pienso que es más serio.
-¿La imagen, digamos?
-Correcto.
-¿Vos te creés que esos tipos pueden tener por nosotros, meros nativos, casi indios, otro sentimiento que no sea el de desprecio?
-No creas, esta gente ha empezado a respetarnos, a tomarnos en serio.
-Se hacen los respetuosos porque nos quieren afanar.
-Nos quieren vender, que es distinto.
Y explicó paternalmente, con su comprensividad, cómo se evitaría el riesgo de ser robados y despreciados; seguramente no sería comprando sin ton ni son, como hacían la mayoría de las otras fábricas: silos roban es porque se dejan robar. Pero, con un criterio equilibrado, ese peligro desaparecía y él conocía muy bien el paño, sabía hacerse respetar.
Habló largamente de su personalidad, de su origen, de cómo había podido surgir de tan abajo como surgió. Que uno hace su porvenir porque sin su fuerza de voluntad otro hubiese seguido siendo un empleadito. Pero no, él saltó de ese puesto miserable a la presidencia del directorio de una fábrica, su fábrica. Es que cuando se tiene la formación que él tenía no se le teme al extranjero, ni a nadie, ni se alientan falsos nacionalismos, etcétera.
"Lástima que no sea negro -decía muchas veces Albertina-, porque si no llegaría a la presidencia de la República; siendo blanco como es, el asunto no tiene gracia para él". Antes de salir se acordó de ella y le habló por teléfono:
_¿Qué dice la monja blanca de la familia?
-¿Paladino?
-No: le están hablando a la manera de Paladino.
-Palenque.
-El mesmo.
_¿Qué dice, ingeniero?
-Aquí andamos, arquitecto. ¿Cómo anda la familia?
-La familia soy yo.
-Bueno, ¿cómo anda usted?
-Un poco cansada.
-Descanse.
-No puedo, tengo mucho que hacer.
-¿Cómo una chica tan linda va a tener mucho que hacer?
-Injusticias de este mundo. Pero dígame, ¿qué lo trae por aquí?
-¿Qué sabe de nuestros amigos?
-Todavía es muy pronto para que den señales de vida. Yo pienso que llamarán más tarde o mañana.
-"Correcto", como diría tu hermano.
-¿Cómo está él?
-¿Sabés cuál es la última hazaña de la criatura?
-Cuente, cuente.
-Delante de industriales alemanes, me trata de usted y me hace saludar.

VII "Sombrero negro y chalina"

-¿No van al baile? -preguntó la dueña del hotel y, realmente, era toda una idea. ¿Por qué no iban a ir al baile, si no tenían nada que hacer, salvo aburrirse y esperar que, en una de esas, apareciera Aramís? Ya la música se escuchaba desde todas las esquinas del pueblo; la noche era diáfana, acústica.
Cuando entramos, un hombre cantaba con voz estrangulada y aguda, secundado por una acordeona y un guitarrón. "Ay, mírelo qué lindo que hay de ser / che patrón, don José, / que aurá, aurá llegó y se jué / la gurí, la gurisa del compadre don Zenón, / que le hay de gustar bailar / el tanguito Montielero y el amor".
Ismael salió a bailar cuando estuvo bien poblada la pista de tierra; Marcos también se acercó a una mujer para sacarla; detrás de él, un flaco se había dirigido al mismo lugar con iguales intenciones y, cuando advirtió que le ganaban de mano, se quedó paralizado de rabia. Alguien, que indudablemente lo conocía y advirtió la situación, trató de hacerle una broma inocente que el flaco neutralizó con una mirada furiosa de carancho.
Al rato, cuando los músicos hicieron una pausa para descansar, Ismael lo vio apoyado en el mostrador. Un momento después comenzaba a pasearse delante de ellos, iniciando un desafío sordo: "Parece guapo el mozo", comentó Marcos y el otro a lo mejor no lo escuchó, pero sin duda sintió que sus empeños no pasaban desapercibidos: se calzó más el sombrero sobre la frente y, al pasar de nuevo, revoleó la chalina dándosela casi en los ojos a Marcos, que tuvo que echar la cabeza atrás para esquivarla.
Ismael lo retuvo y se lo llevó para adentro, la música recomenzaba y todo el tropel de hombres entraba nuevamente al baile. Desde el baño pudieron observar que en la esquina no quedaba nadie, salvo el sujeto ese, el flaco rodeado por cinco o seis incondicionales, que se paseaba como un yaguareté, oliendo la presa con su pico.
-Saltemos por aquí -propuso Ismael.
-¿Por ese flaco? -protestó Marcos.
-Sí, por ese flaco y por sus amiguitos, son cinco, o seis.
Saltaron y nadie se dio cuenta de que se escapaban por retaguardia.
Al entrar al hotel encontraron al chico que les había servido la comida; "¿todavía estás levantado, no te vas a dormir?"
-Los estaba esperando.
-¿Y para qué nos estabas esperando?
-Por si necesitaban algo.
-Pero no, m’hijo, ¿qué vamos a necesitar?
-Y, no sé.
- "¿Qué andás ofreciendo, Gaucho Lega?", le requirió Marcos, que había advertido en el chico menos inocencia de la que Ismael le estaba atribuyendo: "Lo que usted mande".
-¿Sabés dónde se pueden conseguir unas chicas?
-Conozco.
-¿Hay que ir muy lejos?
-Ellas pueden venir aquí.
-¿Y la patrona?
-Se hace la chancha renga.
-Entonces, si estás seguro de que no hay inconvenientes, andá a buscarlas.
-Mejor vamos con él. ¿Podemos ir con vos?: no es desconfianza, pero siempre es bueno ver para creer.
-Yo te llevo donde usted quiera.
Caminaron por las calles vacías y húmedas; se había levantado mucha niebla y no se veía muy bien. Llegaron hasta las afueras, deteniéndose en un potrero en el que se recortaban vagamente las siluetas de tres ranchos amontonados sin ningún criterio. El chico silbó, pero nadie pareció escucharle; insistió y nada. Sin embargo, a las cansadas, se prendió una luz, pero como tampoco nadie salía, se internó volviendo un momento después con una de las chicas prometidas.
A medida que se acercaba se podía distinguir su cintura amplia y, cuando ya estuvo cerca, una sonrisa agobiada de sueño en un rostro con menos años que desgaste. Marcos, sin decir palabra, le colocó un billete de quinientos pesos en la mano, mientras Ismael le daba cien al pequeño Gaucho Lega, como para que no protestara. Sin embargo reaccionó sombríamente; estaba preocupado, aunque no lo dijera. Recién, antes de llegar al hotel, habló:
-¿No le gustó?
-Era muy linda, pero tenía mucho sueño.
-Ella podía dormir después.
-Pero a mí no me gustan cuando tienen sueño; se les llenan los ojos de lagañas.
-Usted le hace lavar la cara, y ella obedece.
-Sí, pero les queda la cara fría con el agua. Y no me gustan las caras frías, me hacen acordar a mi abuelita, cuando estaba muerta.
-¿Estaba muy fría?
-Muy fría.
-Igual que la Dora.
-¿Quién era la Dora?
-Mi hermana menor.
-¿Se murió?
-De pasmo
-¿Tenés más hermanos?
-Seis.
-Ya la Dora, ¿la extrañás?
-Imagínese, yo la quería mucho.
-Ya tus otros hermanos, ¿los querés?
-Claro, pero menos, están todos vivos.

VIII Luz y sombra

No estaba muy bien desde hacía varios días; al principio no le daba mucha importancia, pero comenzó a tener algunos mareos y un cierto frío que no le gustó mucho; finalmente se acostó y, desde la cama, la llamó a Albertina por teléfono. Albertina le aconsejó que se hiciera ver por un médico esa misma tarde; ella se ocuparía de llamarlo y pedir hora. Al rato, Albertina la pasaba a buscar.
El médico la revisó, pero no pudo diagnosticar nada definitivo; tal vez una angina o una gripe fuerte. A lo mejor una laringitis, aunque bien podía ser una intoxicación. En suma, había que esperar y tomar antibióticos.
Esa noche tuvo fiebre alta y sintió el gusto aquel que paladeara a disgusto, cuando era muy chica y se enfermó de difteria. Entonces no sintió dolores, como cuando tuvo la otitis y el mercurio corría por el interior de los oídos, un aceite hirviente y metálico. Lo que era intolerable era el sabor de la difteria; agrio y moroso, como las pastas crudas. Una protocebada, un pólipo al que había que recurrir a pesar del rechazo. Una atracción maligna, una seducción sin placer.
El dolor era también distinto; los tímpanos reventaban, hasta convertirse en un objeto subiendo desde la raíz: todo se había convertido en la raíz del dolor y la vida misma terminó sustentándose de raíces de sufrimiento, de martillazos. Pero el dolor se fue yendo, en cambio el gusto había quedado instalado para siempre.
No era fácil recordarlo porque aparecía cuando menos se lo esperaba. El dolor fue casi un accidente, en cambio el gusto de la enfermedad se incorporó como un tumor dentro del cuerpo, una existencia, un objeto con identidad distinta a la suya, pero a partir de su cuerpo.
"El cáncer debe ser así", penso más tarde, cuando advirtió que volvía a sentir aquel gusto; es que aquel sabor era el agente de la muerte y no la muerte misma; era una muerte sin vitalidad. Ahora tenía fiebre y había sentido el gusto consabido.
Felizmente la fiebre protege y no se preocupó demasiado por estos resabios, sino que sintió como si alguien la tratara con afecto. La fiebre era la madre y el útero de los mortales. No era el dolor que reduce la existencia a sus células básicas; no era el gusto que crece dentro de uno con características de intruso o de amenaza. La fiebre es la caricia, la sonrisa en medio de la malignidad.
Sara está sola; Albertina se ha ido a dormir y le ha dejado el teléfono sobre la mesa de luz por si necesitara algo. "Quedate tranquila", promete Sara pensando que, realmente, si necesita algo la llamará sin falta, aunque está convencida de que nada de esto va a ocurrir. Piensa que la fiebre la hará dormir y que, si llegara a necesitar algo, difícilmente podría llegarlo a advertir. Sara se va quedando dormida.
Maneja el coche de Albertina y, al cruzar el paso a nivel-cercano a la casa en la que vivió cuando era una chica-, debe detener la marcha porque todo se va oscureciendo de manera lenta, pero inevitable. Ante la noche inesperada, inclina la cabeza sobre el volante como quien se deja morir; mira sin énfasis las vías en penumbra, apenas perceptibles, hasta que las sombras cubren rieles y galpones, envuelven su cabeza. Son las sombras de la muerte que llegan sin compulsión, fluidamente. La muerte era la serenidad, empezar a vivir con sosiego.
Se despertó sobresaltada y quiso prender la luz del velador, pero la perilla no respondía; se levantó entonces para encender las otras luces del cuarto, pero la oscuridad era tanta y tal la magnitud, que tropezaba con objetos interminables-mesita, zapato, almohadones, prenda interior- que, seguramente ella misma, había dejado desparramados antes de acostarse, antes del estado de gracia.
Sin embargo llegó hasta la llave y la accionó con sentimientos triunfales, pero la luz siguió ausente. Sólo las sombras la rodeaban y así debería sin duda vivir el resto de su tiempo. No había otra alternativa que no fuese la clausura. Se irguió forzada por una especie de resignación, dándose ánimos, y fue en ese preciso momento, cuando ya había admitido la condena, que una claridad se filtró a sus espaldas, avanzando sobre ella.
Ninguna persona la portaba, no había nadie salvo la luz y ella; una luz que la envolvía y parecía iluminar todos los alrededores del lugar en que estaba parada. Trató de verificar con mayor precisión de dónde venía, pero no pudo determinarlo y esto no la impacientó: sabía que llegaría a saberlo. Y lo supo.
No venía esa luz desde atrás, envolviéndola, como había supuesto en un principio, sino que salía de adentro de ella; subía desde las mismas raíces a donde suele bajar el dolor, limpiaba los sabores agriados; allí estaba surgiendo toda su vida, los perfiles de su identidad. La luz se abría paso empujando las sombras, corriendo la vida hacia adelante, hacia afuera, hacia la muerte, tanto como el dolor arrastra las ganas, instaura el desaliento, hunde, lleva hacia abajo, hacia ese mismo lugar donde todo se reduce a surgir y se origina. Estaba viva entonces, había quebrado la clausura, podía iluminarse con su propia luz; la única con la que contaba. Pero era suficiente, porque la luz era la alegría.
Comenzó a bailar pegando saltos que derrotaban la gravedad; brincos de astronauta, de fantasías, de premoniciones, de Julio Verne. Sara volaba por el aire y su risa no molestaba a ninguno y sólo intensificaba la luz que saltaba con ella, yendo a parar a las paredes a las otras personas que entrarían a la habitación de un momento a otro, a los objetos venturosos, a los límites del cuarto, a la bondad.
Cuando la alegría llegó a la cumbre, se despertó. Prendió la luz y, todavía dichosa, se arrellanó en la cama. Tenía ganas de hacer pis, pero no se decidía a levantarse de bien que se sentía, de calentito y cómodo que era todo: en orden, evidente. Finalmente se decidió, incorporándose sobre sus brazos. Perezosamente arrastró las piernas en círculo hasta el borde de la cama, tocó la madera del piso, se puso de pie en un impulso y cayó simultáneamente de boca.
Todavía atónita, comprobó que las piernas no le respondían; que apenas podía sentirlas. Intentó pararse varias veces, pero infructuosamente. Se dejó caer en el suelo, vencida por el esfuerzo; pensó pero no lograba discernir qué pasaba. Cuando retomó fuerzas, atiné a reptar hasta la cama; no sentía mareos sino que, por el contrario, su cabeza estaba terriblemente despejada.
Apoyándose con los brazos, trepé dejando caer medio cuerpo sobre el colchón; volvió a reptar hasta que sus piernas inertes quedaron dentro de la cama. Se tapó hasta las orejas y se quedó un momento aterida. Después reaccionó y llamó por teléfono. Albertina la atendió completamente dormida y, cuando Sara trató de hablarle, se dio cuenta de que tenía la lengua enorme y torpe; que le resultaba imposible articular una palabra. En un esfuerzo supremo alcanzó a decir "Sara" o algo por el estilo, era todo lo que podía lograr.
Colgó con resignación escuchando la voz de Albertina que preguntaba con ansiedad quién la llamaba. La voz finalmente desapareció; estaba sola en el mundo. Viva, pero sola; luminosa, pero sola. Y algo impedida.
Media hora después, Albertina estaba a su lado: le había conocido la voz. Dos horas más tarde la internaban. Tenía meningitis; con un tratamiento severo, aseguraban los médicos, saldría adelante, se recuperaría totalmente. "Justo ahora-le explicaba a Albertina días después, en una media lengua torpe, ebria- que podía empezar a ocuparme de mi ; ahora que no tenía que andar trotando detrás de Marcos. Justo ahora que empezaba a salir la luz de adentro, que no tenía que esperar que la luz saliera de los otros. Ahora que estaba viva le pasaba esto. Después de haber muerto y resucitado en un sueño, para poder reconocer la vida, "me pasa esto: es como si mi cuerpo me estuviera traicionando".
-A lo mejor fuiste vos la que lo traicionaste, y ahora el tipo se está tomando la revancha.
-Ya le pedí perdón, le juré que nunca más lo iba a hacer.
Tenía ganas de hablar con Mateo; siempre él andaba con el tema del dualismo, que es mucho mejor que la esquizofrenia; aunque sea necesario morir para saber que la vida existe, quedarnos paralíticos para reconocer la existencia del cuerpo, pegarnos un susto de la madona para descubrir la insustancialidad del alma, su inexistencia. Si fuéramos nada más que esquizofrénicos, el asunto se arreglaría llevando una buena doble vida. Llegó a la conclusión de que el espíritu había muerto y se sentía una persona grande, con pulmones adultos: podía tomar todo el aire y respirar como nunca.

IX Fábulas, cariños

A la entrada de Mburucuyá le preguntaron a un viejo zaparrastroso cubierto por hilachas, si no lo había visto a don Aramís Ocampo. El viejo hablaba nada más que guaraní así que no entendió nada; unos metros más allá encontraron una chica que no tenía un solo diente en la boca, pero tampoco hablaba el español. Recién en el correo pudieron hacerse entender: Aramís estaba "en lo de la Flores".
Cuando llegaron, la viuda de Flores le andaba sonriendo, y Aramís colmado no advirtió que sus amigos lo observaban desde la puerta. Estaba sentado, dándole la espalda a la entrada, sólo atento a los dientes blancos de la mujer, a sus piernas blancas, a sus ojos encendidos, a sus treinta años florecientes. Cuando sintió que lo llamaban por su nombre, pegó un brinco saltando como un gato montés a los brazos de Marcos. Tomaron una botella de vino, comieron chicharrones hasta media mañana: "en todo Corrientes no hay quien los prepare como ella".
-¿Estás de novio?
-No. Vengo a mirarla nomás.
Regresaron antes del mediodía. La casa de Aramís quedaba a unas seis leguas de Mburucuyá; era la última propiedad de los Ocampo. A las manos de su padre habían alcanzado a llegar unas diez mil hectáreas que el hombre fue convirtiendo en centenares de litros de ginebra Llave, de caña Legui. Antes, cuando su bisabuelo había dejado de andar guerreando, más de media provincia era de la familia.
De todo aquel predominio, quedaba la casa de Aramís, prácticamente una tapera. De lo que debió ser un rancho donde pudo caber un puestero y toda la familia, ahora sólo estaban en pie dos piezas habitables.
En una de ellas dormía Aramís con su mujer y su hijita; en la otra, instaló a sus amigos. "Antes aquí era lindo, porque a la mañana, cuando uno se levantaba y abría la puerta, se encontraba con dos o tres yacarés que querían entrar".
El rancho estaba ubicado en una suerte de istmo que penetraba en los esteros; el agua rodeaba la casa, era posible que se cruzaran por allí toda clase de alimañas.
Esa tarde, cuando ensillaron para dar una vuelta por los alrededores, los caballos se resistían a meterse en el bañado, "por los bichos". Con el monte los animales no tenían inconvenientes; ellos sí: había zonas muy tupidas que los obligaban a andar pegados al cogote para no arañarse la cara.
Los monos protestaban ante los intrusos, con ese grito monocorde y ronco que es todo lo que atinan a decir los monos en caso de inquietud extrema. Aramís explicaba que había que andar con cuidado, porque son de temperamento susceptible y, cuando ven gente, se asustan, "y cuando se asustan se cagan los desgraciados, y manotean la mierda mientras se están cagando y te la tiran con semejante puntería que si no te dan en un ojo, te la dan en el otro".
Felizmente, antes de que los monos se alteraran del todo y comenzaran a reaccionar, el monte se despejó y salieron a un palmar. Había que andar al paso, porque una palmera estaba prácticamente al lado de la otra y Aramís también tenía sus teorías en esta materia: esos palmares arrancaban en el norte del Brasil y desde allí vienen bajando para terminar en Reconquista; este circuito inmenso marca el itinerario seguido por los dinosaurios, en su éxodo final, cuando la tierra comenzó a enfriarse. Comieron muchos cocos antes de partir, pertrechándose para la larga marcha. Luego los fueron cagando, o semicagando, a lo largo del camino.
Cuando regresaban, después de haberse dado un chapuzón en la laguna Carmen de aguas transparentes -rara en esta zona de aguas fangosas y aluvionales- y nadar durante un buen rato entre los manojos de juncos, Aramís comentó casi con displicencia y señalando un lagunón: "Allí había un yacaré viejo y grandote: no dejaba dormir la siesta a nadie con sus ronquidos".
- ¡Yo tenía entendido que los yacarés no roncaban!
-Este sí.
Ya era de noche, cuando pararon en el primer boliche. Adentro se apretaban, sin hablarse, cuatro o cinco paisanos. Algunos estaban vestidos con un largo tirador de carpincho; debajo, alpargatas, y los más ricos, una polaina de lona para protegerse de las víboras. Apenas saludaron y cada uno siguió en lo suyo, reabriendo un silencio que impresionó a Ismael. Pidieron algo y Aramís convidó a los parroquianos; agradecieron, retribuyendo al rato. De esta manera, se tomaron varias vueltas de vasos enormes de caña.
Al salir, estaban pesados para montar, pero después el galope y algunos gritos los fueron reanimando. Cuando llegaron, la mujer estaba medio enojada por la tardanza; la comida se estaba pasando y ella tenía sueño. Comieron rápido y se acostaron enseguida. Desde el otro cuarto escuchaban la historia que Aramís le contaba a su mujer, a quien terminó quitándole el enojo y haciéndola reír. Eran dos tribus de monos antagónicos; unos eran siempre derrotados, a pesar de ser el grupo con mejor disciplina: cada vez que los otros -los desordenados- se encontraban en situación difícil, salían del aprieto poniéndose a deponer copiosamente. Con este recurso hacían retroceder al enemigo: "Guarda, que se viene la soretada", gritaban los monos disciplinados, mientras huían desordenadamente.
La mujer de Aramís se reía, y también Aramís al verla finalmente contenta. "¿Tu amigo siempre fue así, medio escatológico?" No, Aramís no siempre era así; a veces un poco más, a veces un poco menos. Y se fueron quedando dormidos, recordando a sus mujeres, la vida doméstica que había quedado atrás.

X Mala suerte

Era casi la noche cuando Marcos llegó al boliche; Ismael se había ido la noche anterior, después de quedarse un par de días en lo de Aramís, que llegó al rato, y se puso a comentar con Marcos que era una lástima que Ismael se hubiese ido tan pronto; de ahí pasaron a recordar una cacería de patos que hicieron algunos años atrás, en otro viaje de Marcos. Se habían quedado sin comida y se largaron a los esteros buscando patos o cualquier cosa para comer.
Hacía uno de esos calores y, al sopor, se sumaban los mosquitos. Venía tormenta y los insectos la esperaban con impaciencia, vengándose de antemano porque el cambio de tiempo los barrería. Era imposible sacárselos de encima y también dejarlos que siguieran atormentando de esa manera; así, al pasar la mano por un brazo, se hacía una especie de pasta negra. Pero era inútil, enseguida venía otra nube a reemplazar a los caídos.
Hasta que amaneció y empezaron a cruzar las primeras bandadas que venían huyendo de la tormenta; cuando finalmente llovió, ya habían cazado unos cuantos patos. Volvieron al galope, contentos, revoleando las presas como sí fueran los pabellones de la victoria. La mujer los esperaba protegida por el alero; al verlos empezó a reírse, con las manos juntas; una virgencita frente al milagro.
Irían de nuevo a cazar y volverían revoleando patos y ella sería nuevamente dichosa; mal no le vendría a la pobre, ya que las cosas no andaban del todo bien: el tabaco no andaba, "el rinde es poco en un campo tan chico". Marcos sintió que había llegado el momento de las confidencias y que todavía no le había contado a su amigo por qué andaba por allí; no valía la pena decirle la verdad, O sí; según como se presentaran las cosas, pero sin apresurarse, para no preocuparlo inútilmente.
-¿Y no te conviene dedicarte a otra cosa?
-Le tengo cariño a este campo, es lo último que me queda y, no sé si será estúpido, pero me cuesta desprenderme de lo único que tengo. Además qué puedo hacer, no me voy a ir a trabajar al pueblo y mucho menos a la ciudad: de qué voy a trabajar allí, si no sé hacer nada fuera de aquí. Y arrendar o vender, no vale la pena, no me darían nada.
"Cómo anda la diversión?", dijo un policía algo raído que en ese momento entraba acompañado por dos o tres más, también precariamente uniformados. Las caras achinadas y las cataduras llamaban la atención; sin embargo nadie contestó y el silencio fue insultante. Dando un talerazo, el que comandaba el grupo reiteró: "he preguntado ‘cómo anda la diversión’, carajo". "Está borracho", alertó Aramís, y enseguida le salió al cruce.
-¿Qué cuenta de bueno, Ortiz?
El hombre se paró en seco, miró fijo y finalmente lo reconoció.
-Buenas noches, don Ocampo, no lo había visto; discúlpeme.
-¿Qué anda haciendo por acá, tan perdido?
-Qué quiere que haga: lidiando con borrachos.
-No molestan.
-No molestarán, pero tengo orden del comisario de combatir el alcoholismo.
El hombre tenía su teoría. Pidió una caña y comenzó a desarrollarla: algunos dicen que es por la miseria que se toma mucho; también le echan la culpa al calor. Pero él no creía en nada de eso: "es por la costumbre nomás". Uno de los parroquianos intentó irse, pero Ortiz lo paró en seco: "Vos te quedás ahí" y luego aclaró que nadie podía moverse porque todo el mundo estaba preso, todos menos don Ocampo.
Hubo algunas protestas yAramís intercedió por Marcos, pero Ortiz se disculpó: si hacía excepciones con uno, tenía que hacerlas con todos.
-Pero conmigo hace la excepción.
-La única.
-¿Y por qué los lleva?
-Por no contestar cuando se los saluda.
Abandonando el mostrador, comenzó a dar órdenes: "vayan dejando las armas en ese rincón", fue la consigna, y la cumplieron. Una vez afuera todos montaron, menos Aramís y el bolichero, que no podía salir de su asombro. Ortiz se hizo cargo de un manojo de riendas, su ayudante de otros. Luego al trotecito se fueron alejando y los jinetes, sin riendas, no sabían a dónde poner las manos.

CAPITULO SEGUNDO

En 1966, un inocente homenaje al "conquistador del Polo Sur", coronel Leal, selló en el Sindicato de Luz y Fuerza de Buenos Aires una alianza entre algunos militares y los dirigentes sindicales más vinculados a los monopolios norteamericanos. Tres meses después el gobierno del doctor Tilia era derrocado y la presencia en la Casa Rosada de Vandor, Taccone, Alonso, daba estado público al pacto.
El gabinete del general Onganía, compuesto en su mayor parte por abogados de empresas extranjeras, mostró la otra cara del acuerdo. Naturalmente, un gobierno encadenado a los monopolios no podía favorecer a los trabajadores. Debía en cambio "limpiar" el puerto, proseguir la aplicación del Plan Larkin en los ferrocarriles, clausurar los ingenios tucumanos y racionalizar las empresas estatales. Cesantías, éxodo, liquidación de conquistas laborales, eran el resultado inevitable.
Con la traición enquistada en sus propias filas, el movimiento obrero libró entre noviembre de 1966 y marzo de 1967 una batalla condenada desde su comienzo. El gobierno, que ya había mostrado la mano interviniendo a gremios chicos como prensa, canillitas, químicos, aplastó a portuarios, ferroviarios, azucareros tucumanos. El vandorismo, que dominaba la CGT, levantó el Plan de Lucha. El ministro y representante de la National Lead, Krieger Vasena, aprovechó entonces para congelar salarios y abolir convenios.
Estos episodios trajeron a primer plano el proceso de descomposición aguda iniciado años atrás por el frondizismo en las capas dirigentes del movimiento obrero. Los jerarcas que ya empezaban a llamarse colaboracionistas o participacionistas, según el mayor o menor disimulo con que se compraban o vendían, actuaban como verdugos de sus representados, sin dejar de pronunciar las grandes frases que constituyen la retórica del sindicalismo.
Renunciante Prado, el secretario fantasma de la CGT, lo sustituyó una de las típicas Comisiones Delegadas en que suelen diluirse colectivamente las responsabilidades de las grandes defecciones. Millares de despidos, cárceles, desocupación, intervenciones, abolición de leyes previsionales, pasaron ante los ojos impávidos de ese cuerpo, antecesor directo de la Comisión de los 20, y de la actual Comisión de los 23. El gobierno pudo jactarse ante el mundo: en la Argentina reinaba una extraña paz social, sin huelgas ni otras manifestaciones subversivas.
Debajo de esa apariencia, se gestaba una rebelión. La encabezaban los sindicatos intervenidos, pero se sumaban a ellos numerosos gremios llamados chicos, como navales, calzado, jaboneros, viajantes y, sobre todo, sanidad, que respondía a la prédica de Amado Olmos, trágicamente fallecido a comienzos de 1968.
En noviembre de 1966, una lista peronista había triunfado, después de varios años de fracasos, en las elecciones de gráficos. Este triunfo aportó a la rebelión un gremio relativamente poderoso y organizado y un dirigente excepcional:
Raimundo Ongaro.
La Comisión Delegada tenía casi como única función la de "normalizar" la CGT, eligiendo sus autoridades definitivas; secretariado y consejo directivo. Estatutariamente, esto se realiza mediante un Congreso al que asisten delegados de las federaciones y gremios adheridos.
El secretario de Trabajo San Sebastián y la Comisión vandorista hicieron todo lo posible por postergar la convocatoria del Congreso Normalizador, pero al fin no tuvieron más remedio que citarlo para el 28 de marzo de 1968.
El gobierno, que, desde luego, no ignoraba la existencia de los rebeldes, creyó hasta último momento que podría dominar el Congreso. A fines de febrero, Raimundo Ongaro entrevistó en Madrid al general Perón. Unos pocos comentaristas interpretaron que allí había surgido el aval para su candidatura a secretario general de la CGT. Ante la opinión pública, Ongaro era aún un desconocido.
Ya en la mañana del 28 de marzo, se hizo evidente que aquel desconocido encabezaba la corriente rebelde y que ésta era mayoría. Los más duchos entre los colaboracionistas que se asomaron al teatro Marconi, donde debía sesionar el Congreso, emprendieron la retirada tratando de dejarlo sin quorum. La Comisión Delegada, que a su pesar presidía la asamblea, ensayó diversas chicanas. La más notable consistió en excluir a los gremios intervenidos; pero como esta posición no podía mantenerse públicamente, invocaron un artículo del estatuto según el cual no podían participar aquellas organizaciones que adeudaran sus cuotas a la caja confederal, "sin causa justificada". Se les replicó que la intervención era una causa de sobra justificada.
Por una de esas ironías, salvaron la situación los dirigentes de un gremio que, poco más tarde, iban a pasarse al colaboracionismo. Los municipales pusieron al día su propia cuota; con la incorporación de sus delegados, el Congreso tuvo quorum propio aun sin contar a los sindicatos intervenidos. Al elegirse la Comisión de Poderes, la corriente opositora triunfó ampliamente. Era la primera derrota que sufría el vandorismo en diez años de dominio abierto o solapado sobre el movimiento obrero. Esa modesta votación iba a cambiar el panorama sindical en el país, como lo cambió en 1957 la derrota del gorilismo al elegirse la Comisión de Poderes en el congreso de la CGT convocado por Patrón Laplacette.
Algunos de los sindicatos vandoristas y colaboracionistas no se habían incorporado a la asamblea; otros se retiraron en el primer cuarto intermedio. De ese modo estuvieron ausentes los metalúrgicos, luz y fuerza, construcción, petroleros, comercio, vestido, gastronómicos, entre otros. Durante el día circuló la versión de que el gobierno disolvería el Congreso que funcionaba ya bajo la advocación de Amado Olmos. Esa noche habla por primera vez Raimundo Ongaro ante cuatrocientos delegados. La traición de los dirigentes, la CGT paralela, la represión, incluso la cárcel y la clandestinidad fueron anunciadas con singular precisión en aquel breve discurso:
"Todos los poderosos se van a unir, todos los que son poderosos o cómplices de los poderosos. Nosotros hemos dicho que preferimos honra sin sindicatos y no sindicatos sin honra, y mañana nos pueden intervenir. No tenemos aquí ninguna prebenda personal que defender, para defender a nuestros compañeros no hace falta ni el sillón ni el edificio. Lo hacemos porque lo llevamos en la sangre desde que hemos nacido".
El 29 de marzo de 1968, el Congreso Normalizador eligió autoridades de la CGT que luego pasaría a llamarse CGT de los Argentinos, "opositora" o "rebelde". Integraban el secretariado:
Raimundo Ongaro (gráfico), Amancio Pafundi (Unión Personal Civil de la Nación), Enrique Coronel (Fraternidad), Pedro Avellaneda (ATE), Julio Guillán (telefónico), Benito Romano (FOTJA), Ricardo de Luca (Navales), Antonio Scipione (Unión Ferroviaria). Completaban el Consejo Directivo los siguientes vocales: Honorio Gutiérrez (Unión Tranviarios Automotor), Salvador Manganaro (Gas del Estado), Enrique Bellido (ceramista), Hipólito Ciocco (Empleados Textiles), Jacinto Padín (Sindicato de Obreros y Empleados del Ministerio de Educación, La Plata), Eduardo Arrausi (viajantes), Alfredo Lettis (marina mercante), Manuel Veiga (edificios de renta), Antonio Marchese (calzado), Floreal Lencinas (jaboneros), Félix Bonditti (carboneros).
No todos estos gremios iban a permanecer hasta el fin en la nueva CGT, ni todos estos hombres iban a cumplir el compromiso. Pero algunos de ellos lo hicieron; perdieron sus sindicatos, fueron encarcelados, pasaron a la clandestinidad y prosiguen todavía la lucha iniciada.
La primera medida de la dictadura contra la CGT de los Argentinos fue un típico acto de gangsterismo. Una banda de delincuentes asaltó por sorpresa el local de UTA en que había constituido su sede provisional y lo entregó a un sector de la comisión directiva tranviaria complicado en la maniobra. El gobierno aprovechó para intervenir. Era el primer atropello de una larga serie destinada a arrebatar a la CGT opositora sindicato por sindicato, mediante la violencia, el fraude, el soborno de dirigentes y -cuando todo fallara- la intervención.
La CGT de los Argentinos se trasladó a la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, en Paseo Colón, donde permanecería hasta ser allanada en junio de 1969. Es superfluo señalar que en ningún momento la dictadura le otorgó su reconocimiento.
La CGT planteó de entrada la necesidad de reanudar la lucha interrumpida en marzo de 1967. Formalmente, la nueva central nucleaba a la mitad de los sindicatos y afiliados, pero este no era el verdadero meridiano de la lucha. Por un lado se descontaba la adhesión de las bases obreras aplastadas por la represión y deseosas de sacudir el yugo. Por otro, las organizaciones que se habían separado eran las más poderosas. Había que llevar la guerra a sus propias filas, alentando a las agrupaciones de base de los sindicatos vandoristas y colaboracionistas. En abril de 1968 se realizó en Paseo Colón una reunión de delegados de las bases. Ongaro les habló. Esto es lo que dijo:
"Aquí el 28 de junio con cuatro granadas de gases se tiró un gobierno que, si no representaba auténticamente a la mayoría del pueblo, por lo menos tenía una parte de consentimiento. Bastaron cuatro granadas: y todo el pueblo argentino nos quedamos mirando.

Nosotros nos emocionamos cuando se habla de libertades, cuando se habla de soberanía popular, nos emocionamos cuando se apela a la solidaridad con los compañeros presos. Pero preguntamos: ¿cuántas veces nos quedamos en el camino? Acá hay que golpearse la conciencia: en este país se ha fusilado, y muchos nos callamos, y no quiero decir ni estos, ni nosotros: en plural. En ese país vino el señor Krieger Vasena hace diez o doce años para ocupar el mismo ministerio que ocupa hoy, y estuvimos muchos callados.
Por turno la fuimos sufriendo todos, por turno nos fuimos callando, por turno fuimos criticando un golpe, pero dejando otro, y si el 28 de junio nos terminó de golpear a todos, también hubo golpes acá que mataron la fe del pueblo argentino, y muchos también estuvimos callados: y digo muchos, no se quiénes ni cuántos. Hay que aprender la lección, compañeros. Acá mismo hay agrupaciones opositoras al colaboracionismo, opositoras al participacionismo, opositoras a la dictadura militar y nos tenemos que sentir convocados todos, ahora, para este primer objetivo: hay agrupaciones que pertenecen a un mismo gremio y la CGT -los compañeros que estamos acá, los diez o doce o veinte compañeros- necesitamos que esa apelación que nos hacen ustedes para reunificar al movimiento obrero y para unir al pueblo argentino, empecemos desde esta noche a decir: compañeros, en este gremio hay tres agrupaciones opositoras: que haya una. (Aplausos).
¿Cómo puede la CGT ir a apelar por las calles, por las fábricas, por los caminos, por las provincias, por los ingenios cerrados, apelar a la unidad de los trabajadores y del pueblo argentino, si los mismos que predicamos y levantamos esa bandera no empezamos por practicarla? Hay que encontrar las grandes coincidencias. Muchas veces les decimos a los compañeros que vienen a esta casa: compañero, usted viene con un libro, usted en el libro nos pide lo que está en la última página del último capítulo. Empecemos a escribir la primera página.
Empecemos a hacer lo fundamental, empecemos a organizarnos, que estamos muy desorganizados. Empecemos a crear los medios, empecemos a crear los recursos.
Acá el 1º de Mayo se había borrado. Hay una comisión que dice representar a muchos gremios muy poderosos, que hace veinte días que está reunida para elaborar un documento... Fíjense a lo que hemos llegado, frente al 1 de Mayo, frente a la congelación de los salarios, frente al drama de todo el país ocupado e invadido en todas sus estructuras: están elaborando un documento. ¡A eso habíamos llegado! Acá se mató la fe. Cuando nosotros, la juventud y las mujeres y los hombres maduros salimos a la calle, enfrentamos muchas veces a la policía, fuimos a la cárcel, fuimos difamados e infamados, pasamos por procesos electorales, unas y otras tácticas; unas y otras formas de lucha... Al final, después de años y de experiencias, ¿qué es lo que queda en las fábricas, qué es lo que queda en el país? Una sensación de amargura, de frustración, una sensación íntima de aislamiento, de falta de fe y yo quiero insistir: esta gran tarea que tienen todos los compañeros que constituyen la CGT es volver a despertar esa fe, volver a poder creer, que incluso nuestra lucha sirve, porque muchas veces acá han caído compañeros presos por salir a cumplir un plan de lucha, hay muchachos que tienen procesos y tienen condenas, que se han tragado cinco o seis años de cárcel.
Esta CGT, recapitulo ahora, va a hacer el acto en La Matanza y lo va a hacer en algunas ciudades del interior. Nos gustaría haber llenado la ciudad de carteles, nos gustaría haberla llenado de volantes y de mariposas y de manifiestos, nos gustaría haber organizado actos, nos gustaría, dijo el compañero, tener los medios de movilidad. ¡Pero ojalá que nos falte todo! Porque cuando tuvimos algo para hacerlo, es decir desde la otra casa, era muy fácil armar actos espectaculares qué al día de terminados se cortaban y no había más continuidad: ¡preferimos que nos falte todo! ¡La vamos a tener que ganar bien peleando, bien con sacrificio, bien con lucha!
A la plaza de La Matanza, a la plaza de San Justo, va a haber que llegar como se pueda va a haber que pelear como se pueda, y nosotros al interior, en los lugares que vamos no sabemos si va a haber micrófonos, si va a haber carteles, si va a haber local. Pero vamos lo mismo. Tenemos que construirlo todo de la nada, porque todo lo que nos venga un poco de arriba, prestado o negociado, lo único que va a servir es para demorar esta lucha, el éxito y la comprensión de esta lucha.
¿Se dan cuenta, compañeros? La lucha no es fácil, la lucha es dura, la lucha de la liberación que aquí se dijo y que yo les digo: la última página del último capítulo va a costar mucho. Incluso, creo que lo sabemos bien, y sáquenle toda demagogia y toda espectacularidad va a costar algo más que palabras va a costar algo más que movilización, y va a costar algo más que organización, porque los que manejan los centenares de millones de pesos o de dólares, los que se han apropiado de la tierra desde antes o desde ahora, los que son los dueños de las fábricas, los que son los dueños de la civilización tecnológica que va a superexplotarnos mucho más de lo que estamos ahora y a reducirnos a un grado de coloniaje peor que el que sufrimos, nos va a costar algo más que palabras, que organización, que movilización" •*

XI Noticias

Gaspar tenía una buena noche. Su pequeño -improvisado- concierto apagó los murmullos; eran muy pocos los que cuchicheaban con discreción cuando hizo culminar su programa con Erik Satie, que tanto, tanto le gustaba a Ega. Cuando terminó, corrió a abrazarlo, atropellando a medio mundo y a la casi totalidad de ceniceros, floreros y demás adornos, con su silla de ruedas.
Mateo también era adicto a Satie, su feligrés, y, en ese momento, lo imaginaba tocando en un bar miserable, con una copa de cerveza sobre el piano. Gaspar, por más que lo sintiera, por mejor que lo interpretara, nunca llegaría a tener, le faltaría la valentía, el mundo de Satie. La beca, su próximo viaje no suponía un riesgo, un salto en el vacío: todos esperaban de Gaspar una locura que nunca llegaba, porque Gaspar era como tantos. Se acercó hasta el taburete donde sonreía como un joven monarca; le palmeó el hombro con ternura pensando por qué le exigían a Gaspar cosas que no le exigen a otros: qué había en él que despertaba expectativas impropias.
"Satie sigue siendo el gran brujo, es para nosotros lo que Dylan Thomas para Bob Dylan, o Jarry para Cendrars". Chiqui estaba menos inspirada que Ega; más remitida a cosas de este mundo. Por ejemplo, el dinero; había un contrato-precisamente- que le convenía rescindir, porque Longhi le ofrecía mejor papel -más lucimiento-, nada más que algunos miles -más de setenta-de pesos suplementarios. Era duro romper un compromiso, pero ella estaba en un momento crucial de su carrera, o de su vida: ya no era una criatura.
Perico la miraba seriamente, tal vez distraído. La mujer de Longhi lo observaba con suficiencia; corpulenta, un poco más alta que su marido, infinitamente menos hermosa que Chiqui-aunque fuera más joven le envidiaba su cuerpo sin celulitis que había exhibido esa tarde, cubierto apenas por una bikini implacable. "la mala vida" pensaba con su mentalidad de cuáquera.
Mary Longhi no podía tolerar esa tersura armoniosa y ese pasado convulso; conocía muy bien los antecedentes de Chiqui: al verla por primera vez la odió y, ese mismo día, ya estaba averiguando cómo empezó, de qué manera fue a parar a los brazos de Perico, algo mayor que ella-que es decir algo- a pesar de esos ojos de carnero degollado que no ven más allá de sus narices: "su mirada penetrante, intrauterina" según decía Emma.
-Tenés que hablarlo directamente: "Mire, fulano, estoy muy enferma y no puedo hacerla película".
-¿Estas loco, Longhi? ¿Y si me pregunta de qué estoy enferma, qué le digo?
-Qué sé yo, decile que estás enferma de cualquier enfermedad.
-Sí, de cualquiera, pero ¿de cuál? ¿Decime una?
-No se. Tifus, como tiene Sara.
-Sara no tiene tifus, tiene meningitis.
-Decile meningitis.
Albertina se enganchó a Mateo, que en ese momento pasaba junio al grupo; le pidió que la acompañara hasta el pueblo: quería hablar por teléfono. Ir hasta el pueblo, era un alivio; salir un poco de ese lugar, tomar aire; ya era la segunda vez que se escapaba porque toda la tarde había estado con toda esa gente y entre que iban al pueblo y volvían, seguramente ya los invitados se irían yendo y, finalmente, se podría ir a dormir.
En el jardín Schneider conversaba animadamente con Cachito y Emma; al verla pasar -"por segunda vez", registró Cachito- dijeron chau y siguieron en lo suyo. Estaba aturdida y mucho peor se iba a sentir si no salía rápido: Enriqueta se disponía a cantar, reemplazando a Gaspar en esa suerte de show que se había organizado después de la cena. Chiqui tampoco la aguantaba y por eso le propuso a Ega que fueran a dar una vuelta. Pero Ega ya había salido a dar una vuelta, además ahora quería oírla cantar a Enriqueta; se quedaron.
Cachito ya la había visto salir a Albertina por primera vez empujando precisamente la silla de ruedas de Ega. Vio cómo se perdían por las profundidades del parque, abriendo la puerta trasera y tomando -tal vez- hacia el camino de eucaliptos, mientras Emma aseguraba que Simón era un miedoso -Cándido sufre cuando Schneider aventura la hipótesis de que no vino para no encontrarse con Severo; tampoco éste había venido. La cuestión era que ni uno ni otro apareció, por razones idénticas o por lo que fuera.
Había un poco de brisa y se habían detenido a escuchar el ruido de las hojas, el perfume de los eucaliptos. "El olor de los primeros días de invierno -sentenció Albertina recordando su provincia natal, su propia natalidad, su primera infancia, la colectividad remota, el pueblo suspendido-, el olor de los primeros catarros, la difteria en cambio tiene sabor: me lo dijo Sara". Recordando entonces enfermedades arcaicas, sensaciones infantiles, inventaron un poco, y todo esto los enardecía, los envolvía como a adolescentes en las turbulencias del lirismo.

Entusiasmados tejieron la trama de lo que pudo ser un pasado mágico, ya que estaban inhabilitados para hacerse cargo del pasado, y por supuesto para recordar muchas de sus zonas oscuras o dolorosas. Por eso se dejaron caer en las profundidades de una memoria aparente; en esa facilidad pletórica hasta el deleite. Y como el deleite viene de la mano del rechazo, hablaron mal de algunos invitados, hasta que se cansaron y se quedaron silenciosos; Ega mirando hacia el vacío impenetrable adivinando ramas y vientos, olvidando su próximo viaje a Estados Unidos; Albertina escrutando, sin proponérselo, los mismos rincones que Ega.
"Los actores me tienen harta", comentó y Mateo la miró sorprendido. Sin embargo aprobó, fundamentando su posición: "estoy seguro de que ninguno sabía quién era Erik Satie".
-¿Quién era?
-El antecesor de Debussy.
-¿Y qué importancia tiene saber eso?
-Ninguna.
-Mirá, Mateo: los actores me tienen harta, pero ¡os intelectuales también.
-¿Lo decís por mí?
-No, lo digo por mí.
-Si vos sos una intelectual, yo también.
-No, vos sos un poeta.
-Jamás escribí un verso, me gustaría.
-Sos un poeta de la vida, como los surrealistas.
-No veo por qué.
Ella sí, y los amaba. Eran poetas de la vida, a saber, los físicos nucleares, Gropius, Melanie Klein. Ega sin mirarla le había dicho: "salí a pasear con un fin ulterior". Albertina no dijo nada y empujó unos metros la silla de ruedas; él tampoco siguió hablando. Al rato Albertina con un hilo de voz le había preguntado:
-¿Cuáles son los fines ulteriores?
-¿No sabés?
-Sí.
Se quedaron un rato en silencio porque el tráfico se había puesto pesado antes de llegar al pueblo. Frente a un paso a nivel, Albertina tuvo que detener el coche; luego lo miró para preguntarle:
-Y a vos, ¿por qué te tienen hartos los actores?
-Son vanidosos.
-Todos somos vanidosos.
-Es distinto.
Explicó que los actores se acostumbran a vivir con sentimientos prestados, hasta con palabras prestadas. Por eso cuando conversan carecen de vocabulario y tienen que usar tanto las manos; apelan entonces a gestos que distintos personajes les han impuesto, y estos gestos se mezclan caprichosamente, sin que ninguno de estos retazos corresponda a alguna de las ideas que quisieron -de existir- ser más o menos expresadas.
-Por esta razón, al final de cada frase preguntan, dicen:
"¿verdad?", porque saben que están mintiendo.
-Todos hacemos eso. No hay diferencia entre lo que hace Emma y lo que hago yo.
-No es un problema de diferencias, es un problema de exageraciones; es decir, de matices.
Emma advirtió el brillo de los celos en la mirada de Cándido. Era probable, se había mencionado a Severo; también a Simón. Lo tomó de la mano. Cándido dejó hacer -"me quiere a mí; a mí y a nadie más; a mí solo"- y preguntó qué obra se había elegido finalmente. No se había elegido ninguna. "Si no hay obras nacionales -dijo Cachito-, no las vamos a inventar: tendremos que hacer obras extranjeras hasta que los autores argentinos se dignen escribir algo que podamos hacer".
Schneider estuvo de acuerdo e incluso le pareció un buen razonamiento el de Cachito; un razonamiento que -insinuó- podía ser un buen argumento para explicar por qué no se estrenaban obras argentinas cuando habían anunciado a toda la prensa especializada que no iban a hacer otra cosa. "No podemos decir que no hay obras nacionales, porque las hay. Que no podamos hacerlas, o que no nos animemos, no quiere decir que no existan", dijo Emma y soltó la mano de Cándido.
Ega la había mirado sin decirle una palabra; ella se agachó entonces y lo besó. Él, sin levantarse de su silla de ruedas, se había dejado besar primero y luego le había acariciado sus pantorrillas duras y hermosas, plantadas a su lado como dos eucaliptos con todo el aroma del invierno, el trepidar del pasado. Ella había concentrado todos sus instintos en esa mano que subía desde la silla de inválido recorriendo otros campos, perdiéndose por allí entre los muslos. Él la sintió temblar y luego contener un jadeo; parecía una mujer, "soy una mujer". Y había dicho esto después de reponerse, como quien ha salido de un desmayo.
Bajó del automóvil y entró en la farmacia; al fondo estaba el teléfono público. Era muy difícil conseguir un teléfono por allí, en esa zona suburbana de fábricas y quintas; pero ella quería saber cómo seguía Sara. Caminó con sus piernas macizas, revoleando las llaves, y Mateo luego la vio hablar por teléfono; después se distrajo mirando las calles mal iluminadas del Gran Buenos Aires. Pasó una pareja con aspecto de empleados públicos llevando un recién nacido en un cochecito de ruedas altas, como usan los ingleses: viven como poderosos -los dueños de un imperio- y no tienen donde caer- se muertos. Pasan por esos arrabales infames, como la princesa de Kent por los jardines de Buckingham. Dan ganas de reventar de risa, morirse de rabia.
Regresaban dejando atrás los eucaliptos, los olores pretéritos. No hablaban, taciturno él, digna ella, casi santificada por su misión de empujar al oficiante inválido, al prodigio recién nacido. Recordaba sin pensar, recordaba sin imaginar recordar. Venían del cumpleaños de su prima Estela, en Mendoza, y Federico la había llevado a un cuarto lleno de quesos y jamones colgados y le había gustado tanto como hacía un rato: sola nunca le había sabido descubrir la gracia y después -además- se sentía culpable y no afluían las aguas, no se volcaban los líquidos y le rezaba (aunque todavía no fuera católica) a la virgencita de Guadalupe, para que volviera su primo Federico, porque si no ella se iba a morir y no iba a ir al cielo, culpa del pecado mortal.
Desde lejos se escuchaba la voz de Enriqueta. Ega observó que Enriqueta tenía las tetas en forma de pera, un "busto Erik Satie". Albertina le sonrió festejando el ingenio, pero Ega se apresuró a aclararle que no viera ingenio donde había mera asociación de ideas: habían estado escuchando las "Canciones en forma de pera" y esto le había recordado una novela que se llamaba "María Magdalena, suéltate la trenza", donde Se decía que una mujer tenía los senos en forma de pera. De allí siguió hablando de literatura especializada y citó de memoria la descripción de una fellatio en la novela de Catule Mendés: "violación glotona, frenética, silenciosamente devoradora de un largo beso infame". Albertina no pudo contener una risita y pensó, sin tener la certeza, que Ega era un erudito.
Emma besaba la mano de Cándido, que disipando los celos distendía su cara de payaso; Longhi venía a comunicar a Chiqui que era necesario firmar contrato cuanto antes. Enriqueta cantaba y Mateo pensó, viendo ahora desfilar ante sus ojos a una pareja de novios acompañados por sus padres: "¿Dónde se habrá metido la clase obrera en esta ciudad?". Albertina seguía hablando por teléfono y él podía verla desde el auto; cuando volviera se lo preguntaría: "Albertina, decime una cosa, en este país, ¿dónde carajo se metió la clase obrera que ni siquiera en los barrios se la ve?" Hay otros barrios, Mateo.
Todos empezaron a lamentar lo que le había pasado a Chiqui y que no pudiera hacer la película; Longhi se reía y ella pidió que se dejaran de bromas porque si el asunto trascendía, estaba perdida: "no trabajo más", dijo, y Emma agregó por lo bajo: "qué pérdida!", pero nadie la escuchó.
Era curioso verlos así, de lejos, paulatinamente, a medida que se iban acercando; conversaban animados, como seres humanos a través de los vidrios, pero no se escuchaba nada-Enriqueta había dejado de cantar- y todo parecía milagroso: la casa, una gran pantalla de televisión, sin audio.
-¿Viste?, parece un televisor.
-Sí, parece un televisor.
Parecía la transmisión de un programa que muchas de esas mismas caras solían protagonizar en la vida real, es decir, en los programas de televisión: "¿de qué tratará?": vea el próximo capítulo de esta apasionante novela de: "Se dice el pecado, pero no el pecador".
"Hablando de pecadores, había dicho Ega, me parece que Schneider es el peor de todos". Albertina no estuvo de acuerdo, la peor era Enriqueta: "mirá cómo la mira" dijo refiriéndose a Gaspar, que realmente miraba a Enriqueta con incorruptible atención. "¿Por qué Schneider es el peor?" Y Ega le había explicado cuando ya estaban por entrar a la casa y después había abierto la puerta; súbitamente, se escucharon todas las conversaciones y los ruidos y los cantos que recomenzaban.
Albertina terminó de hablar por teléfono, cruzó la farmacia, salió a la calle y se agachó frente a la ventanilla, alcanzándole las llaves: "¿Querés manejar vos?, yo estoy muy cansada". Mateo se corrió y puso el coche en marcha, mientras ella se sentaba en el lugar que él acababa de abandonar. Cuando arrancaron, le dijo:
-Detuvieron a Marcos.

XII Las cosas se complican

Lo llevaron en el jeep sin darle ningún tipo de explicaciones; no hablaron, pero tampoco lo golpearon: lo trataban con una especie de respetuoso recelo. En la jefatura de Goya estaban despertándose cuando llegaron; dos muchachos de bombachas más bien angostas y botas altas, se estaban lavando la cara; los cuidaba un policía armado con un fusil. Era evidente que habían pasado mala noche y que, antes, habían tomado mucho vino. Otro preso baldeaba el patio, pero nadie aparentemente los vigilaba; el oficial de guardia, en mangas de camisa, tomaba mate al borde de la galería.
-¿Ese es el periodista?
-Sí; mi principal.
-Metelo en el calabozo de los Varela.
Al parecer, la jefatura estaba concurrida. El hombre que lo acompañó al calabozo era el mismo que lo había ido a buscar a la comisaría de Saladas con otros dos hombres. Ortiz quiso acompañarlos, pero no lo dejaron y esto lo resintió un poco, ya que tal vez hubiera pasado a la notoriedad con ese preso tan importante.
Al rato, los Varela volvieron al calabozo: eran los que estaban en el patio lavándose la cara; se dejaron caer en un rincón, desolados. Preguntaron: "¿Usted es de Goya?" y Marcos negó con un movimiento de cabeza: "¿De Buenos Aires?", entonces asintió. Despacio se iba haciendo de noche y los Varela no hablaron más hasta que pidieron ir al baño. Parecían siameses. Cuando el cabo lo vio solo en la celda, se arrimó a decirle:
-No les tenga miedo, no son malos muchachos.
-No les tengo miedo, ¿qué hicieron?
-Mataron a un viejo, pero estaban borrachos, los pobres. Cuando toman se ponen bravos, si no, son como ovejitas.
-Sí, parecen buenos muchachos.
-Claro, por eso yo le dije al principal: "al periodista, mejor lo metemos con los Varela". Si no me lo iban a mandar a otro calabozo que hay atrás y que parece una cucha: es para los castigados.
-¿No sabe por qué me trasladaron aquí?
-Nos llegó la orden.
-¿De quién?
-No sé, se la dieron al principal por teléfono.
-¿Sería el comisario?
-No, porque el principal después le habló al comisario para comunicarle. Sería una orden de arriba.
Los Varela volvieron, entraron juntos, juntos se dejaron caer en un rincón del calabozo, contra la pared, sin decir una sola palabra. Media hora después, uno de los Varela se tiró un pedo, pero el asunto no arrancó ningún comentario; tampoco el olor que acarreaba. Más tarde hubo un movimiento en la guardia, un soldado había traído unos paquetes envueltos en servilletas, también algunas botellas: comenzaba la cena. Una hora después se escuchaban las primeras risas que fueron subiendo de tono, a medida que pasaba el tiempo, hasta alcanzar los cielos de la jarana. A Marcos, incluso, le pareció escuchar una voz de mujer; pero no, era el cabo que tenía esas voces atipladas de los criollos, como de pito. Más tarde los movimientos indicaron que la comida se había terminado y que ahora se digería pesadamente.
Marcos sintió hambre, pero, cuando llegó, los presos ya habían comido y no había rancho suplementario; se resignó a quedarse sin comer. El oficial de servicio salió al patio mondando y miró hacia las celdas; al rato tuvo una idea y la transformó en una orden al sargento: había que sacar los presos al patio.
Salieron y los hicieron formar; el oficial pasó revista y luego comenzó a ordenarles posiciones de firme y descanso, hasta que se harté. Entonces volvió a pasearse apesadumbrado y comenzó a hablarles; al principio muy despacito, casi un murmullo que fue acrecentándose hasta que se hizo perceptible. Quería saber una sola cosa, que le explicaran para qué habían andado haciendo lo que hicieron si sabían que iban a terminar en la cárcel, ya que la justicia siempre llega. Estaba convencido de que ninguno había pensado en sus padres, o en sus hijos; si fueron a la escuela, de qué les había servido, qué habían aprendido allí de útil y de bueno.
-Yo no fui a la escuela.
Era uno de los Varela; el oficial al oírlo se consideró víctima de un agravio y se le arrimó de un salto clavándole unos ojos de Bela Lugosi. Estaba enfurecido, pero como el otro no transmitió el menor temor, el principal comenzó a darle órdenes: carrera, mar, cuerpo a tierra, salto de rana empezar, etcétera. Al descubrir al otro Varela, le hizo seña de que se acercara. El otro, atemorizado, sin moverse de su lugar le contestó:
-Yo fui a la escuela, señor.
-¿Así que sos hermano de éste, y vos fuiste a la escuela y él no? Aquí no hay privilegiados, nadie tiene coronita: anda a correr con tu hermano.
-No somos hermanos, señor; los dos nos llamamos Varela, nomás, pero no somos hermanos. Son familias distintas.
Marcos no pudo contener la risa, y el oficial lo miró. Cuando ya estaba por abalanzarse sobre él, un soldado lo interrumpió. Lo llamaban por teléfono; era todo un acontecimiento que lo hizo olvidar totalmente y para siempre que se habían mofado de él. Desde el patio se escuchaba la conversación: "No señor". "Sí señor"; recién cuando dijo "sí, llegó esta tarde", pensó que estaban hablando de él. Esa noche, cuando ya los Varela se habían quedado dormidos, Marcos recordó una conversación que había tenido con Roque Dalton el año anterior, a bordo de un avión que los llevaba hasta Praga; habían tomado unos tragos, y se le había soltado la lengua.
La policía de El Salvador lo buscó hasta que lo encontró y se lo llevaron para la cárcel. Pocos días después lo había sacado un tipo de la CIA que lo llevó a un chalet muy confortable, con bebidas finas y comida buena. Lentamente comenzó el interrogatorio pero fue sistemático y progresivo. Como no daba resultados, comenzaron las amenazas: lo devolvería a la policía local si no hablaba y ellos, seguramente se encargarían de matarlo. Y lo devolvió y estaban por matarlo efectivamente de un momento al otro, hasta que pudo fugarse. No podía andar contando esa fuga, porque era muy increíble: muchos podían pensar que estaba mintiendo. Después se durmió y se pasó toda la noche soñando con la viuda de Mburucuyá, la amiga de Aramís.
A la mañana siguiente los sacaron temprano de los calabozos. Les hicieron lavar la cara, tomar el mate cocido. Marcos se sentía como afiebrado. Cuando regresó a la celda el cabo le hizo señas de que se acercara. Marcos lo siguió a la guardia y allí lo dejaron sin darle explicaciones. Dos horas después llegó el jefe con un hombre vestido de civil; se pusieron a conversar sin prestarle atención. Apenas un desliz del comisario, que lo miró de reojo un instante, le dio la pauta de que la prescindencia no era tan espontánea sino toda una técnica de ablande. Sorpresivamente el de civil se dirigió a él.
-Así que usted es el famoso Polettí -Marcos asintió sin levantarse-. Yo he leído su libro y me resultó un poco parcial, le diría panfletario, aunque muy serio, quiero decir bien documentado. Es un libro valiente, pese a que defiende una causa que, me va a permitir, no comparto. Es una causa inexistente pero que reviste peligro.
-Si reviste peligro, existe.
El hombre sonrió: tenía razón y él, benévolo, admitía; sabía perder persuasivamente.
-A Felipe Vallese no lo mató la policía; es más: no fue torturado. Felipe Vallese se suicidó.
-Ese dato no lo conocía: ¿por qué no escribe un libro y establecemos la controversia?
-No se burle: usted sabe que yo no soy un escritor.

XIII La conversación

Cuando iban saliendo de la ciudad, le preguntó si se podía saber para dónde iban. "A descansar", fue la respuesta afable, ¿o acaso no estaba cansado después de tantas horas en ese calabozo donde ni siquiera había un jergón decente donde echarse a dormir? Ahora era necesario un lugar confortable, acorde con las costumbres de gente civilizada como ellos.
- ¿Y después de descansar?
-Vamos a conversar.
- ¿Y si me escapo?
Le hizo notar con amabilidad que muy lejos no iba a llegar. Si bien, en efecto, no contaba con muchos hombres, tampoco él conocía suficientemente el terreno. Sus hombres, en cambio, sí. De todas formas, no iba a ser necesario que intervinieran, porque él era un hombre inteligente.
_¿Usted es salvadoreño?
-No, soy portorriqueño.
-¿Cómo se llama?
-¿Me está interrogando?
-Sí.
-Me llamo Cabrera.
-Cabrera. No suena a portorriqueño parece más bien un apellido rioplatense.
-¿Piensa que es un nombre falso?
-No me interesa que sea falso o no. Quería tener un nombre para poder llamarlo de alguna manera. Imagínese: chistarlo no queda muy bien: uno chista a las gallinas. O decirle señor. Es tan incómoda una cosa como la otra.
-Me llamo Cabrera y soy portorriqueño, criado en Nueva York.
-Usted es agente de la CIA.
-No empecemos con esas cosas: ustedes ven agentes de la CIA por todas partes.
- ¿Es o no es?
Entraron en una casa enorme y moderna, en las afueras de la ciudad. Tenía grandes ventanales por los que entraba todo el paisaje y la luz; el hombre abrió la puerta e ingresaron a un hall reluciente. Cabrera, al entrar, fue directamente a poner en funcionamiento el aparato de refrigeración y luego hasta el bar, donde comenzó a disponer vasos, hielo y bebidas.
-¿Un cocktail?
-Un whisky con mucha soda.
-¿No supondrá que tengo la intención de emborracharlo? ¿Que ese es mi método?
-No, claro.
-Digo por lo de la soda.
-Es que tengo el estómago vacío y me suele caer mal.
-Enseguida vamos a comer -dijo, alcanzándole el whisky con mucha soda.
De inmediato desapareció por una puerta que debía dar, sin duda, a la cocina, para reaparecer enseguida anunciando que, en cinco minutos, la comida estaría lista. Se comportaba como un buen anfitrión, casi como una buena ama de casa. Después del almuerzo, durmió una larga siesta; cuando se despertó tenía su ropa lavada y planchada. Incluso su valija estaba allí, perfectamente ordenada, sin el menor desaliño. Se dio una larga ducha y comenzó a escuchar, mientras se secaba, buena música de jazz; se vistió y, cuando salió al hall, se encontró con Cabrera. Lo esperaba sonriente, con un whisky en la mano izquierda y otro en la derecha que adelantaba ofreciéndoselo.
-¿Supongo que ha llegado el momento de hablar de negocios?
-Ha llegado, si usted quiere.
-¿Puedo saber por qué estoy detenido?
-¿Otra vez es usted el que me interroga?
-¿Le molesta que le quiten la exclusividad?
-No.
-Entonces, ¿por qué no me contesta?
-Lamentablemente no puedo: su detención corre por cuenta de la policía.
-Y usted aprovecha la situación.
-No la aprovecho; si quiere me beneficio con una situación dada.
-Y la policía facilita ese beneficio.
-Somos buenos amigos. Siempre hubo entre nosotros una colaboración cordial y útil, aunque usted se burle.
-¿Qué quiere saber, Cabrera?
-Quiero saber todo lo que usted sepa.
-Bueno, no es mucho, soy autodidacta y mi cultura es desordenada y dispersa.
_-¿Usted ha viajado a Cuba?
-No es ningún secreto.
-Usted debe saber muchas cosas. Al menos debió escuchar algo de interés, inferir.
-Puede ser, no hay cosa más fácil que inferir.
-En efecto: por eso queremos conversar con usted.
-¿Y si yo no quiero conversar con ustedes?
-Usted sabe cómo es este negocio. Y si no lo conoce, habrá oído hablar de él.
-¿Y si tuviera poco que decir?
_Veamos.
-Viajé a Cuba invitado por la Unión de Escritores para participar como jurado de un concurso...
-…¿tiene algún amigo que haya viajado a Berlín Oriental?
_Escúcheme esto parece una novela de espías.
-Lo es.
_ ¡Qué sé yo si conozco a alguien que viajó a Berlín Oriental!
-No se irrite, no le conviene ni a usted ni a mí.
-No me irrito, pero la situación me parece ridícula.
-No perdamos tiempo. Usted primero utilizó la ironía, es natural; luego la burla y ahora se ha puesto temperamental. Yo entiendo que quiere ganar tiempo, pero aquí estamos por alguna razón, por más vueltas que le demos. Además tenemos todo el tiempo por delante.
-Esperemos entonces, hagamos tiempo.
-Quiero aclararle que, si bien dispongo de todo el tiempo necesario, no hay por qué derrocharlo.
-Es atinado.
-Tengo armas contra usted.
-Salute.
-Puedo organizarle una linda campaña de difamación a nivel internacional.
-No se la van a creer.
-Convincente. Me refiero a sus compañeros.
-Esto si que está bonito. ¿Cómo es la cosa?
-Sencillita, mi viejo. Tenemos información, tú sabes, secretísima: le damos difusión y decimos que tú has sido el que la pasó.
-¿Y es muy importante?
-Importantísima.
-¿Mucha?
-Cantidad.
-¿Para qué quieren saber tanto? Si ya tienen eso, ¿para qué tú quieres saber más: se van a volver locos?
-Más que hacer chistes, hágase cargo de que estamos en condiciones de hacerlo aparecer proporcionando esa información.
-Hágame quedar mal si quiere: me importa un pito mi prestigio. "Me cago en la posteridad", como dice un amigo mío.
-No es tan fácil: usted tiene una responsabilidad como intelectual. Usted es un ejemplo para mucha gente. O puede serlo; tanto en un sentido, como en otro.
-Hagan lo que quieran: ellos tendrán que aprender a decepcionarse. Tendrán que foguearse en la desesperanza, para esperar algo. Para tener derecho a esperar.
-Linda frase.
-Ahora el que se burla es usted.
-Sabemos que hay diversos grupos que están trabajando. Es gente que no está esperando precisamente, sino que va a salir.
-Esa es la segunda etapa: la espera, la esperanza, siempre está antes.
-¿Qué sabe usted de esos grupos?
-Nada. Pero me alegro de que existan.
-Esos grupos están por comenzar a operar. Y llegan con novedades: más que moverse en el campo, van a actuar en las zonas urbanas. Esto ya se da en el Brasil y en el Uruguay; parece que han llegado a esta conclusión.
-¿Y en el campo, no piensan hacer nada?
-Por el momento parece que no. Se lo plantean como una segunda etapa, el foco rural ha caído en desgracia.
-¿Pero en Venezuela y en Colombia siguen peleando; siguen en la montaña?
-Son grupos cristalizados.
-¿Y en Bolivia?
-Fracasaron: justamente después del fracaso de Bolivia, ha surgido el replanteo. Parece que la ortodoxia inicial se está flexibilizando.
_¡Ojalá!
-¿Pero usted no sabía todo esto?
-No tenía la menor idea, siga contando.
-No puedo.
-¿Por qué?
-Es todo lo que sé. Conocemos algunos detalles más, pero un poco desconectados, por eso necesitamos cualquier tipo de datos.
-Claro.
-Necesitamos adelantarnos a los acontecimientos.
-Más vale prevenir que curar.
-Exactamente, por eso estamos hablando.
-Me parece que se están equivocando; suponiendo que yo sepa algo, poco o mucho, es inútil.
-¿Por qué?
-Porque ustedes se están apurando, para ganarle mano a la historia, y eso es imposible.
-No es la primera vez que estamos en éstas y no sé si hemos detenido a la historia, pero hemos logrado prórrogas, demoras.
-Entretenerla.
-Como le guste más, pero diga lo que sepa. Usted debe de saber algo.
-Lo siento, pero lo que le he dicho, es todo lo que sé.
-No quiero su respuesta ahora, una respuesta definitiva. Pero a usted le conviene arreglar conmigo, si no voy a tener que devolverlo a la policía, ellos pueden hacerme el trabajo gratis.
-¿A qué se refiere?
-A métodos menos civilizados que los míos.
-Le recuerdo que soy una persona bastante conocida en muchas partes del mundo.
-Digamos en el mundo occidental, donde la prensa y los medios de difusión están en nuestras manos, y en algunos países socialistas de Europa; más precisamente en algunos círculos pequeños de esos lugares.
-Los suficientes para mover opinión.
-¿Y eso qué nos puede importar? La guerra está a punto de comenzar. Una guerra subrepticia, por el momento, pero una guerra. Una guerra impalpable. ¿Qué nos puede importar entonces estos asuntos menores? Póngase en nuestro lugar: que en algunos lugares se escriban encendidas notas necrológicas, que algún comando de alguna organización firme con su nombre, ¿usted cree que puede afectarnos?
-Sí. Estas cosas son bombas de tiempo para ustedes, y ustedes lo saben.
-Puede ser: de todas formas, yo puedo garantizarle que esto no va a pasar. Tenemos medios para cubrir, y discúlpeme, de mierda su memoria. Hacerlo aparecer, por ejemplo, como a un perfecto delator.
-Mala suerte.
-En cambio, si llegamos a un acuerdo, usted puede salvar su vida y su prestigio.
-Le dije que la posteridad no me importa.
-Entonces escuchemos un poco de música.
Esta vez era música brasileña. Algo muy popular, seguramente una batucada: daban ganas de bailar, pero no sabía. Nunca aprendió del todo -sin gracia en el cuerpo, "pata dura"- y por eso le convenía ir a los bailes con muchas personas, podía conversarse a las chicas y mantener un poco el ritmo con los pies, "caminar".

No habría más de cien personas en el patio. El dueño de casa, con estos bailes, suponía matar dos pájaros de un tiro. Tenía unas cuantas hijas jovencitas que, inevitablemente, llenarían la casa con muchachos de su edad que se irían quedando por las tardes, como ocurría en tantas casas de la ciudad. Y había que atenderlos y darles de comer. Y gratis. Organizando estos bailes familiares, en vez de pagar él, tenían que pagar los invitados; incluso quedaba un margencito. Otra variante sería que las chicas fueran a otras casas donde otros padres tuvieran que pagar los sándwiches y la cerveza. Pero allí, ¿quién las controlaba?
Las parejas empezaron a mermar; y el padre de las chicas calculó que dentro de poco se podría ir a dormir, su mujer ya lo hacía desde, por lo menos, una hora atrás, pero los discos eran buenos y la gente remoloneaba viendo despumar con los acordes propiciatorios -Di Sarli, Bing Crosby cantando "White Christmas"- romances o travesuras. Teresita no quería quitarse la careta; era flaquita, pero ardiente y se pegaba a su cuerpo, hablándole con voz ronca de mujer adulta; no parecía una chica.
Bailaba muy bien: "¿quién te enseñó?"; los hermanos mayores, que eran unos bailarines eximios. "¿Por que no te sacas la careta?" Porque estamos en carnaval. "¿No tenes calor con todos esos trapos encima?" Los gitanos usan más trapos y no tienen calor, "pero no usan mangas largas y guantes". Las gitanas ricas, sí, y anillos en los dedos enguantados.
La música oscilaba entre el intimismo y el fragor, de Glenn Miller a la conga, escurriéndose por los boleros intermedios
-"no, Gregorio Barrios no me gusta"- o esos híbridos como la nova danza / que malanca / mais no cansa / a nova danza / que falace apolitica / de boa vecinanza.
Había que irse yendo porque Teresita, alarmada, se había dado cuenta de la hora que era; además, las amigas con que había venido, se habían ido hacía rato; él podía acompañarla "¿si querés?". Sí, quería. Caminaron unas cuadras, "¿no te sacás la careta?". No. Llegaron a la casa. "¿Puedo entrar?" Del zaguán para adentro no estaba permitido; se abrazan, él arranca la careta, se besan y él retrocede: al tocar la piel, había sentido que tocaba los trapos de su vestido; los pechos eran osarios y la saliva agria. Da un salto hacia atrás en el preciso momento en que un auto, al pasar, los ilumina con los faros. Y entonces ve la cara de Teresita Funes, la vieja demente que no quería envejecer y saludaba a los jovencitos con sonrisas insinuantes; ellos fomentaban su delirio con piropos que la estremecían, que la hacían sentir codiciada, paladeada. Desde la oscuridad del zaguán tendió sus manos secas como cáscaras de calabaza, pero pudo dar un nuevo salto hacia atrás y escapar.
-¿En qué piensas si no es indiscreción?
-Me estaba acordando de una novia que tuve hace muchos años. Una de mis primeras novias.
-Son las mejores. A veces recuerdo alguna, o un detalle sin importancia que no viene al caso.
-¿Usted no me cree?
-Sí le creo: ¿por qué me iba a mentir, para qué?
Era desconfiado y debía reprochárselo: él le decía que se acordaba de una de sus primeras novias. Qué sentido tenía estar pensando en otra cosa y decirle que pensaba en esa novia; era absurdo: si él podía alegar que era asunto suyo, que no se le daba la gana decirle en qué estaba pensando; ellos ya se habían quitado la careta de encima para andar con esas cosas.
La conversación, o el monólogo, languideció y se quedó encerrado en sus recuerdos; apenas lo miró cuando Cabrera habló de una careta, pero no pudo descifrar lo que quería decirle. Cabrera se dio cuenta de que no le prestaban atención y se puso a organizar un solitario. Después escucharon música sin decir una sola palabra. Cuando terminó el disco, Cabrera lo cambió anunciando que se iba a dormir, no tenía ganas de comer.
Cuando desapareció en una de las habitaciones, se sirvió otro whisky y se quedó escuchando música hasta muy tarde. No pensaba en nada, ni siquiera recordaba. Tampoco comió.
Al día siguiente se levantaron a eso de las once. Cabrera no volvió a tocarle el tema conversado esa arde. Durante días no se habló del asunto. La cosa era resistir la tensión. Al quinto día una pregunta al pasar, "¿lo pensó?", y enseguida una sonrisa frente a la ausencia de una respuesta. Dos días después, tomó la iniciativa: "Lo he pensado bien, he tratado de recordar, pero todo lo que tenía que decirle ya se lo dije". Al día siguiente Cabrera, consternado, le anunció que tenían que separarse; debía volver a la policía. Era la muerte, Teresita Funes.
-¿Lo ha pensado bien?
-Sí.
-¿Va a decirme algo?
-Nada.
Lo despidió en la puerta de la casa, agitando la mano y con una expresión que podía significar: "lo siento por usted", o algo parecido.

XIV Nueve de cada diez

Cuando se fueron los fotógrafos, respiró. Hacía más de una hora que le estaban haciendo preguntas y fotocolor. Junto al aljibe, en el parque del casco, apoyada en el árbol de corcho, rodeada de ponies; y siempre modosa, resignada a su cruz provisoria, es decir, a esa ortopedia -un cuello de plástico-, tan similar a los arneses que usan los caballos de tiro.
Perico le había hecho precisamente esa comparación cuando le ayudaba a abrocharse el aparato. A ella no le gustó nada, aunque salió con una sonrisa a saludar a los periodistas que la esperaban en la galería de la casa.
"Chicos, no vayan a escribir por ahí que me caí del catre"; risas. Saludos, primeras fotografías. "Bueno, pero ¿cómo fue?" Ella explica, baño de inmersión, resbalada -referencias al famoso dibujito; "no, vos te referís a mi papá buscando el jabón, no a mí: faltarían algunos detalles"-, risas. Ahora en serio. Y cuenta que Perico no estaba en la casa porque había ido al taller a ver el coche que ya lo estaban preparando para La Vuelta de Rufino; no, es para La Vuelta de Bragado, o para otra carrera, no importa; el asunto es que Perico había salido y también la mucama que se queda por la tarde -"yo no soporto mucha gente en la casa por la tarde"-; no, la cocinera viene por la mañana, mientras en la casa se duerme, y deja preparadas todas las comidas del día. La otra chica sí estaba, pero no me oyó porque miraba la televisión en su cuarto, "sí, se lo regalamos para Reyes".
"Mirá, te voy a ser franca: yo no le tengo mucho miedo a los autos, porque me gustan tanto como a Perico. No, no sé manejar: una mujer no puede estar nunca celosa de un automóvil, ‘por más lindo que sea’. Eso les puede pasar a las mujeres que no les gusta acompañar a sus maridos, pero yo, desgraciadamente, tengo algo que dicen que no es muy común en el ambiente: soy buena esposa. No, de la película con Longhi no hay nada; no quiero pensar en trabajo hasta que esté curada; sí, la otra tampoco, tuve que rescindir el contrato. Justo, ¿se da cuenta? Una semana después del accidente tenía que empezar a filmar".
Claro que eran malos con ella; si no, "¿a qué venía esa pregunta de la película con Longhi, y enseguida preguntarme de la otra película, y con esa vocecita de bruja? Son los mismos que dicen que no me gusta bañarme, los que dicen que soy ‘la décima estrella’, la que no usa jabón Sunlight, como las otras nueve. Los que andan contando por ahí que mamá me saca toda la plata, cuando la pobre vive con chirolitas; o que Emma me hace decir por teléfono barbaridades que graba y después le hace escuchar a Longhi. Y todo porque yo le robé a Severo, pobre estúpida que no sé qué se cree, francamente, todo el día haciéndose la Eleonora Duce, mirando sobradoramente a todos".
Cuando se fueron, respiró. Les tenía un miedo pánico, especialmente a ese de la barbita, el que sacó el tema de las películas: seguro que se olía algo, que no lo convencía el asunto de la fractura. Sirvieron el té en el jardín: había un sol realmente lindo esa tarde, aunque Perico no abriera el pico; era preferible a que se pusiera a hablar del taller -ahora estaba obsesionado con la carrera y había abandonado el tema predilecto: los petisos de polo- de la válvula o de como se llame. Si lo hacía le tiraba una tostada por la jeta. Por suerte no se le ocurrió, media hora después llegó Cachito, por suerte; porque ella no aguantaba más la situación con Perico. Perico tan bueno, pero sin nada de malicia, transparente como un vidrio.
Hola, Cachito, querido de mi corazón, no querés que juguemos a lo que vos quieras; un ratito nomás. Al doctor, a las muñecas, a las visitas, a las figuritas, al yo-yo, a la rayuela, al balero, a la embopa subida, a la tocada, a las estatuas. Podemos armar un avioncito de madera balsa. Tres platos de trigo; a la palma, a la esquinita, al arroz con leche me quiero casar, al Martín Pescador, a la ronda catonga, a la escondida, a los carozos, a la inocencia te valga, al tochi. Cachito querido de mi corazón, ¿a qué querés jugar? A los comboi, a los indios, a los piratas, a los ladrones, a ponerse el turbante, los zapatos grandes de mamá, la ropa de los grandes, ¿eh?
_¿Qué tal, Chiqui?
-Aquí ando con este cuello que no doy más.
-¿Y por qué no te sacás el aparato?
-Perico no me deja; dice que las sirvientas pueden comentar afuera. Perico, ¿no querés que demos una vuelta?
Fueron hasta la cochera y eligieron un carruaje más o menos antiguo; una americana, o un breack, Cachito no los distinguía bien. Por eso le había tentado la idea de dar una vuelta en esa diligencia inconfundible, pero muy grande.
Pasearon por la calle principal del parque, por el montecito de talas y rodearon los pinares hasta desembocar en el casco viejo. Chiqui cabalgaba feliz al lado del carruaje y Cachito le preguntaba a Perico, como para ponerlo un poco nervioso.
-Mirá si la ven así, a todo galope, y con el cogote fracturado.
-Claro que la pueden ver, ¿pero quién le mete en la cabeza? Dejala que la vean, que se corra la bola, que haga el papelón del año. No será el primero.
Estaba aterrado. Cuando fue la hora de comer, Chiqui se sentó triunfalmente en la cabecera de la mesa, mientras en la antecocina el mucamo se calzaba los guantes y el saco blanco. Luego irrumpió en el comedor y empezó a servir. Ya estaban comiendo el segundo plato, cuando la conversación fue interrumpida por los ruidos del motor de una F-100 que, evidentemente, se detenía junto ala casa. Chiqui y su marido se miraron y casi gritan asustados al reconocer la voz del hermano mayor de Perico.
Cuando vio que su cuñada se había sentado en el lugar que le correspondía a él, le clavé los ojos. Ella con voz quebrada dijo, mientras se levantaba de su asiento, "ya te dejo el lugar", él dibujó una sonrisa de suficiencia, antes de decirle:"no, está bien, quedate" mientras todos adivinaban que en realidad le estaba queriendo decir: "Quedate, pedazo de partiquina".

XV Rabelais

Esa mañana no tenía ganas de levantarse: había dormido mal, había tomado ese whisky nacional que le caía como la mona. Sin saludar a nadie, fue directamente al baño a lavarse los dientes, a mojarse un poco la cara. Su mujer ya se había levantado y el nene había empezado a llorar como hacía todas las mañanas; "empezó el plan de lucha", dijo en voz baja, sonriendo con un poco de amargura, mientras se sentaba pacientemente en el inodoro a esperar que se organizara la casa. Además tenía que mover el vientre; el día anterior no había podido y esto lo ponía de muy mal humor y le desencadenaba un terrible dolor de cabeza.
Quiso leer el diario, pero no encontró ninguna noticia que le atrajera demasiado; las que parecían más interesantes, al comenzar la lectura se iban diluyendo y ya estaba otra vez distraído: "Parece que tuviera mierda en la cabeza", pensó dando vuelta la página. En ese momento oyó gritar a su mujer y los llantos del chico, "este nene debe estar enfermo". Ahora al llanto se sumaban los gritos de su mujer que lo estaba retando. Su voz le recordó a la de la señora, la última se entiende; ya había pasado tanto tiempo de su visita y de la movida de piso que le habían armado: primero en el hotel y después en la sede del sindicato donde ella se alojó, creyendo que así se iban a calmar las cosas.
Patente se acordaba cómo había asomado esa mano anónima empuñando, desde la puerta grande del edificio, una pistola niquelada; al primer tiro, esos gorilas jovencitos, cachorros gritando "muera Perón", se dispersaron y empezó el baile con la policía.
Cuando, desde el automóvil, vio el carácter que estaban tomando las cosas, le dijo al chofer que salieran de allí; no había bajado enseguida del coche porque olió algo y, en efecto, algo pasó. Con quien se había engañado era con la señora: pensó que la iba a acobardar con facilidad, pero si debía reconocer una cosa, era que la mujer tenía sus agallas.
"El viejo las elige bien. O las educa bien". Vaya uno a saber; no podía determinar con claridad qué había adentro de ese hombre que conocía desde tantos años atrás. Siempre con la misma sonrisa para recibir a la gente, para despedirla.
Como una ráfaga, recordó el espectro de Felipe Vallese; fue un instante y las facciones fúnebres se habían fundido con la velocidad de la visión. Quiso hundir ese fantasma, evitar su regreso, recordando la imagen de su amigo muerto, tirado sobre las baldosas del bar, en un charco de sangre. Pero no pudo evocarla; la otra imagen regresaría de todas formas. Siempre pasaba eso.
El nene había dejado de llorar; ya podía salir del baño, porque del otro trámite, ni noticias. Cada vez que llegaba a Bahía Blanca -cuando todavía viajaba- era lo mismo, el agua del sur lo ponía seco de vientre. Pero ahora no estaba en el sur: "voy a tener que tomar un buen laxante".
Claro que él no se dejaba llevar por una sonrisa más o menos; sabía muy bien a dónde quería llegar el viejo, aunque pudiera sorprenderlo de vez en cuando con maniobras imprevistas. Había que dejarlo; ahora dividía la CGT y lo dejaba pagando; mañana lo necesitaría y lo mandaría a buscar; sin él, el viejo se quedaba sin torre; y la torre puede comer la dama.
El problema ahora era que él necesitaba del viejo. Por experiencia -se consideraba a su vez un político realista-, lo sabía; había aprendido que cuando quería cortarse solo, las cosas le salían para el lado del diablo: "somos un solo corazón". Se había equivocado feo con él; pero había aprendido mucho; antes creía que la elección en un gremio era lo mismo que las elecciones en una provincia. "Me engrupieron", y después, desensillar hasta que aclare, meter el rabo entre las piernas, y tomarse el avión.
Lo había recibido con la sonrisa, como si nada hubiese pasado y todo volvió a ordenarse, eran amigos, aunque no quisiera acompañarlo en la última patriada, obligándolo a retroceder. "Se ha quedado en el medio", le dijo, pero él no estaba en el medio de nada, estaba a su lado y que los yanquis pensaran lo que quisieran. Cuando viniera Rockefeller, tendría oportunidad de aclararle todo. Por qué había retrocedido el viejo.
Su mujer lo llamó desde su habitación; de un momento a otro se acercaría a la puerta del baño para preguntarle: "¿te falta mucho?". No, realmente no valía la pena seguir sentado allí, sin poder leer, ni nada. Mejor salía y se tomaba un café en la cocina, algo que lo despabilara un poco. Además ya estarían por venirlo a buscar y le esperaba una jornada bastante dura; había que preparar la entrevista con el secretario y discutir con los delegados, para que después no empiecen a jorobar con las comisiones internas y los consabidos argumentos de estos caraduras: "ya voy, ya voy"...
El nene estaría entretenido jugando con algo; o se habría dormido de nuevo porque no se lo escuchaba; "también a mí, ¿quién me manda tener hijos a esta altura de la vida?". Cuando la gente ya empieza a esperar nietos, a él se le ocurría tener hijos; en realidad se le había ocurrido a ella y él no tenía mayores motivos para oponerse; además, a veces, hay que saber conceder: un político realista, es un político que sabe hacer buenas alianzas. Las alianzas van atando la realidad, impiden que "uno termine meando fuera del tarro". El dolor de cabeza no se ablandaba, nada se ablanda: había que quedarse con toda la porquería adentro: "Calentá el café, que ya salgo".

XVI La cucha

Lo llevaron a empujones hasta la celda; "la cucha", como había dicho el cabo. Al rato entró el principal para anticiparle que tenía orden de tratarlo muy mal, y ahí no más le cruzó la cara de un rebencazo: había bebido. Después de eso no apareció en varios días en que lo dejaron como olvidado, sin sacarlo siquiera a tomar un poco de sol o estirar las piernas.
Se sentía con fiebre y había perdido la noción de los días. El único signo de vida real que le llegaba era a través del cabo. Secreteaba con él dos o tres palabras en los pocos momentos en que le daba de comer o lo acompañaba al escusado. "Lindo reloj" dijo, cuando ya había tomado un poco de confianza.
No sabía bien por qué se lo había ofrecido por cien pesos. Después, cuando se quedó solo, reflexionó y no encontró razones para explicarse por qué le había vendido el reloj. Si bien no lo necesitaba, tampoco la plata podía serle útil. Tocando el billete en su bolsillo, pensó que se estaba volviendo loco; y esto tampoco tenía mucha importancia.
A partir de entonces, dejó de recordar -no hacía otra cosa hasta ese momento- y, en el espacio que ocupaba su memoria, se fueron originando las fantasías, los planes cada vez más concretos. Esa misma noche se apoderó -no la devolvió con el plato- de la cuchara; el cabo no se dio cuenta de que faltaba, porque estaba borracho.
Verificó que todos dormían, que el silencio era absoluto. Los pocos movimientos perceptibles estaban aplacados por el sueño. Roque Dalton comenzó a raspar la pared con su cuchara; el revoque y el polvo que iba sacando era guardado prolijamente dentro del colchón. "Como un avaro", pensó risueñamente por primera vez en tantos días.
En pocas noches, el colchón fue colmándose de tierra y tuvo que empezar a desparramarla debajo de la cama. El boquete que había abierto permitía pasar la cabeza, es decir, todo el cuerpo, pero el problema era que la profundidad, siendo considerable, nunca llegaba del otro lado.
Siguió así cuatro o cinco días, y nada. Algo raro pasaba: la pared daba a la parte exterior del edificio, según había podido observar cuando lo traían. Sin embargo nunca se llegaba al aire libre, al exterior.
Desconocía los motivos del fracaso, pero era evidente. Había que empezar de nuevo, intentar por otro lado. Cuando tomó la decisión fue interrumpido por la inesperada visita del cabo, que, con voz atiplada, le comunicó que el jefe quería verlo. Lo esperó con ojos vidriosos -tampoco estaba sobrio- y le alcanzó una planilla; allí estaba consignado que había sido trasladado hacia la capital: "Vos ya no estás más aquí, te podemos liquidar cuando se nos dé la gana".

*ONGARO, Raimundo "Sólo el pueblo salvará al pueblo" Edición "Las Bases". 1974. Los textos aclaratorios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.



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