LOS PASOS PREVIOS


         

CAPITULO QUINTO

PROLOGO

INTRODUCCION

CAPÍTULO PRIMERO
I Estado de asamblea
II La Paz
III Interferencias
IV Los cómicos y el dinero
V Gauchos y lagunas
VI Las buenas maneras
VII "Sombrero negro y chalina"
VIII Luz y sombra
IX Fábulas, cariños
X Mala suerte

CAPÍTULO SEGUNDO
XI Noticias
XII Las cosas se complican
XIII La conversación
XIV Nueve de cada diez
XV Rabelais
XVI La cucha

CAPÍTULO TERCERO
XVII Esas casualidades
XVIII Linda sorpresa
XIX Mamá
XX La gaviota
XXI En el aire
XXII Un cafrcito
XXIII Funerales
XXIV Técnicas
XXV Testigos
XXVI Picardía y peligros
XXVII La ausente
XXVIII Baldazo de agua fría

CAPÍTULO CUARTO
XXIX El discurso del método
XXX Pena mulata
XXXI El método
XXXII Primera vista
XXXIII Changó
XXXIV Los latidos
XXXV El último amor
XXXVI Fellini
XXXVII "Seco y enfermo"
XXXVIII Memoria

CAPÍTULO QUINTO
XXXIX Frías comunicaciones
XL Pasado y futuro
XLI Un americano en París
XLII El espejo
XLIII Austerlitz
XLIV La última cena
XLV Yunta
XLVI La carta
XLVII Diálogo
XLVIII Dom Perignon

CAPÍTULO SEXTO
XLIX Pianissimo
L Transfiguración
LI Camus
LII Siguen las casualidades
LIII Danubio Azul
LIV Cachondeo
LV No ocurrirá
LVI Adiós

CAPÍTULO SÉPTIMO
LVII Severo se confiesa
LVIII Lagardere
LIX Invasiones inglesas
LX Presumido
LXI Prueba de fuego
LXII Guardaespaldas
LXIII Dulce de leche
LXIV Grandes almacenes
LXV Caída
LXVI Huida

EPILOGO

CONCLUSION

La necesidad de una lucha conjunta de los distintos sectores del pueblo estaba clara para los dirigentes de la CGT de los Argentinos. La forma que debía asumir esa alianza, no aparecía sin embargo con suficiente nitidez. Algunas direcciones políticas, por ejemplo, saboteaban abiertamente los planes de lucha. No faltaban quienes querían instrumentarlas con fines golpistas o electorales. Otros, por último, entendían erróneamente el pasaje relativo a los empresarios en el Programa del l de Mayo. Ongaro aclaró estas equivocaciones en los siguientes términos:
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"Porque es posible que nos vengan acá a decir que defienden el interés nacional aquellos que empiezan por olvidar que en la Nación el capital humano es el más sagrado de todos. No tenemos inconvenientes en dialogar. Ya les digo: cuando ellos se presentan orgánicamente no vamos a tener ninguna dificultad en dialogar con todos los argentinos. Pero no queremos hacerlo en la oscuridad y queremos saber quiénes son los hombres y los nombres, porque vamos a mirar muy bien si son empresarios nacionales. No se olviden que el semanario de la CGT, durante sus dieciséis números, ha estado señalando a muchos responsables de la entrega; a muchos de los responsables de los despidos de los compañeros militantes en los talleres; a muchos de los responsables que sostienen a la dictadura. Y si vamos a jugarnos, nos vamos a jugar con todos aquellos que salgan a la calle. No es cuestión tampoco que nos vengan más con papelitos de buenas intenciones. Vamos a defender con los estudiantes, porque salen a la calle; con los trabajadores, con los hombres de los más diversos pensamientos, porque salen a la calle. No es cuestión que los trabajadores sigamos poniendo el pecho, los primero de mayo y los veintiocho de junio, y muchos de los que se quedan en sus casas a ver cómo va el partido, después nos digan también que tienen vocación nacional, que se quieren asociar con nosotros. Pero se asocian cuando se define el partido y mientras van cayendo nuestros compañeros presos, despedidos, sancionados, represaliados, no levantan su voz".
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El Confederal de agosto de 1968 decretó un plan de acción que preveía actos en zonas industriales y villas miseria, acciones conjuntas con el movimiento estudiantil y una Semana de Lucha por la libertad de Eustaquio Tolosa y otros presos sociales.
En las primeras semanas de setiembre la agitación universitaria sacudió a las principales ciudades del país. En Córdoba resultó gravemente herido de bala el estudiante Carlos Aravena. Pero en general los hechos tomaron un rumbo diferente del previsto.
El apresamiento de una guerrilla peronista en Taco Ralo permitió al gobierno montar una gran campaña de intimidación pública. Mientras la policía torturaba a los detenidos y la prensa en general los calificaba de "delincuentes comunes", la CGT de los Argentinos tuvo el coraje de solidarizarse con ellos, ofreciéndoles ayuda legal. Al mismo tiempo denunciaba la presencia en el país de un destacamento de "boinas verdes", célebre por sus crímenes en Vietnam.
Raimundo Ongaro abordó estos episodios al reunirse por segunda vez el Comité Central Confederal, el 4 de octubre de 1968. Pero el tema que pesaba en el ánimo de todos era la gran huelga petrolera iniciada el 25 de setiembre en la destilería de Ensenada, Taller Naval y Flota.
La ampliación del horario en la destilería fue el detonante del conflicto, cuyas causas profundas fueron señaladas por el comité de huelga: ley de hidrocarburos, cesión de áreas descubiertas y exploradas por YPF, contratos de entrega y traspaso de servicios a empresas extranjeras.
Dijo Ongaro en el Confederal:
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"La penetración de los monopolios asume en la Argentina una forma que, si alguna vez pudo ser sutil, hoy es descarada. Ayer, la CGT reclamaba en un comunicado que se retiren inmediatamente del país quienes lo han penetrado militarmente a través de ese jocoso nombre de ‘boinas verdes’. Como si fuera poca la represión que sufrimos, como si ya no alcanzara con importar tanques y granadas, ahora también importan tropas para que vengan a golpear a los muchachos que de una o de otra manera quieren dar testimonio para salvar a nuestro pueblo.
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Tampoco va a haber arreglo, ni entendimiento, ni pacto de ninguna clase con la dictadura ni los intereses que la dictadura representa. Que sigan escribiendo las revistas y los diarios lo que quieran; que sigan inventando algunos canales lo que quieran; que sigan fabricando divisiones internas y uniones externas. Eso será imposible. Primero nos tendrán que matar y sacar del camino.
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Sabemos que hay miles de argentinos dispuestos a jugárselo todo en una acción heroica. Pero necesitan, para lanzarse a la lucha, la conducta de todos nosotros: tienen miedo de que sea una burla más, tienen miedo de que mañana mismo cambiemos lo que dijimos el 28 de marzo y aquello que criticamos y aquello que repudiamos y aquello que rechazamos para siempre pudiéramos aceptarlo otra vez en raros e increíbles concubinatos. Cuesta ir ganando una fe que fue engañada, una moral que fue destruida. Pero esta es una lucha en la que hay que seguir golpeando, permanentemente, diversificadamente, y eso es lo que conducirá en definitiva a la acción final que nos permita alcanzar los objetivos fijados".
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El Confederal de octubre aprobó por aclamación el plan de apoyo a los petroleros en huelga propuesto por el Consejo Directivo. Hubo, sin embargo, una solitaria excepción. El representante de La Fraternidad, Cesáreo Melgarejo, calificó de "simpático" el plan enunciado por Ongaro, pero señaló que en caso de llegarse a una huelga general, su gremio no la cumpliría. Anticipaba de ese modo Melgarejo la traición descarada en que incurriría nueve meses más tarde, cuando, ya presidente de La Fraternidad, aprovechó la intervención de la CGT de los Argentinos y la prisión de sus dirigentes para pasarse con armas y bagajes al colaboracionismo. Abucheado por la asamblea, alcanzó Melgarejo a resumir su posición con estas palabras:
-Compañeros del SUPE, estamos con ustedes, pero no les podemos prometer lo que no estamos seguros si vamos a cumplir.
Según la tesis de Melgarejo, había que "esperar". Respondió Ongaro:
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"El primero de mayo la CGT de los Argentinos, aunque no estaban dadas las condiciones de organización porque recién nacíamos, realizó un acto de lucha que la dictadura sintió. El 28 de junio seguíamos faltos de medios y recursos, pero ellos tuvieron que desplegar todo su poderío como si estuviéramos en guerra, y eso los puso en evidencia ante e1 país. Si nosotros creemos que la lucha la vamos a dar cuando tengamos toda la fuerza que garantice el éxito, no va a llegar nunca ese momento. Porque necesitaríamos tantos tanques como ellos, tantas ametralladoras como ellos. Pero ¿cómo salieron los mártires de Chicago y los mártires de junio y cómo salió Felipe Valiese, y Santiago Pampillón, Hilda Guerrero y tantos otros? Si nadie quiere sembrar de sangre el camino, no va a llegar la liberación. Los mártires de Latinoamérica, ¿cómo salieron a pelear? Con su fusil, solos. ¿Y los chicos de Tucumán? ¿O es que vamos a tener miedo o alergia y decir que no son argentinos, que no son valientes, que no son dignos? Se cansaron de otro tipo de lucha, creyeron en ésa, y salieron a pelear.
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Si mañana -no lo queremos ni lo deseamos-, pero si mañana nos matan un hombre, si cometen uno de esos atropellos que exceden a los que estamos padeciendo, ¿qué vamos a esperar? ¿A ver si está la unidad con todos los trabajadores? Tendremos que salir a expresar la protesta, no podemos esperar.
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El 28 de marzo nos aseguraban diez días de vida, pero todo el interior salió en manifestaciones, en actos públicos multitudinarios, fervientes, calurosos. Y nos vamos a llevar una sorpresa. Que avance un poco más esta actitud de resistencia ejemplar que tienen los petroleros, que se le contagie alguna filial, que llamemos a movilización, y tengan la seguridad de que nos vamos a llevar una sorpresa que no la podríamos creer. Que va a parar el pueblo argentino; porque al pueblo argentino, ¿qué es lo que falta quitarle? Le quitaron lo que quiere con su corazón, le quitaron lo que piensa en su cabeza, le quitaron sus manos, le rompieron la familia, le quitaron los gremios, los centros de estudiantes, el derecho a comer, a educarse, el derecho a cantar, a expresarse, le quitaron todo. El pueblo argentino, ese hombre que encontramos solo, en el tren a la noche, en la calle nos dice: ‘¿Cuándo sale un Hombre?’ A veces no dice ‘Cuándo sale un Hombre’, a veces, por esa tradición que hay acá, dice: ‘¿No habrá algún Militar por ahí? ¿No habrá algún Coronel?’ Esa es la verdad. ‘¿Y no habrá a lo mejor un Barbudo?’ Porque eso es lo que dicen en su intimidad.
Nosotros sabemos que esto tiene que ser la lucha y la organización de todo el pueblo. Pero no tenga nadie dudas de que a pesar de esas reservas, de esa responsabilidad de dirigentes-que la felicitamos, un dirigente debe ser un hombre responsable-, pero hay momentos en que el dirigente tiene que pensar que aunque pierda la organización y aunque pierda el trabajo y aunque pierda la cabeza, no tiene otra cosa que jugar. (Ovación).
La alternativa que surge desde el 28 de marzo es ésa. A nosotros nos toca hacer de montoneros, como dicen unos, de guerrilleros, como dicen otros, y no hay otra salida. Y si no, nos vamos todos a Azopardo y se terminó.
¿Qué vamos a esperar, la apertura del tiempo social, o del tiempo político? Para los pueblos, queridos compañeros, no quedan más posibilidades. ¿Qué creen que es esta reunión de los Comandos en Jefe? Es anudarnos definitivamente para toda la historia. Estos golpes militares que atenazan a toda América Latina con uniformes importados, nos están demostrando que toda una clase militar, una clase que sostiene el viejo sistema, el sistema capitalista, una clase que defiende la explotación del hombre por el hombre -éstos no son slogans, ésta es la terrible realidad- todos éstos han venido a cuidar las cajas fuertes, no nos van a dejar mover. Y, claro, nos toca salir a pelear. ¿Y qué le vamos a hacer? Podría habernos tocado una época más feliz, y no nos toca; no podemos escuchar música y nos gusta; no podemos pintar, y nos gusta; no podemos escribir, y nos gusta. Quisiéramos estar con nuestra mujer, con nuestros hijos, con nuestros cariños. No nos dejan, nos quitan todo, todo está prohibido, prohibido, prohibido. Y entonces nosotros decimos: no acatar, no obedecer.
No es que seamos fatalistas, no nos queda otro deber que ése. La patria, el pueblo, la familia, la persona, todo está acá aplastado. Y no sólo acá. Pasa en Bolivia, pasa en todos lados. Los compañeros uruguayos nos preguntan: ‘Cuándo salen ustedes?’ Al señor Pacheco Areco, el señor Onganía le prometió que le va a mandar cuatro mil soldados. Y si nosotros no nos movemos, le mandará soldados, le mandará vehículos, le mandará todas las formas de represión.
De lo que ustedes no deben tener ninguna duda es que esta vez somos los hijos de los pobres, los explotados de todos los tiempos. No estamos sintiendo nuestro propio dolor, nos han engendrado con los dolores de todos, como si fuéramos cada uno de los que ellos han asesinado y perseguido.
Pero si salimos con fe, si salimos con decisión, miren ustedes qué cosa fácil. Hay cuarenta regionales en todo el país. Si cada regional hace bien este trabajo en estos cuatro, cinco, seis días: reunión en el sindicato, conferencia de prensa, convocamos a todo el pueblo de Paraná, a todo el pueblo de Córdoba, a todo el pueblo de Santa Fe, a todo el pueblo de Salta. Vengan acá los estudiantes, los sectores cívicos, los jubilados, las cooperativas, las amas de casa. Bueno, acá pasa esto. ¿Están dispuestos ustedes a ir a la movilización, en apoyo de los petroleros, en defensa de los bienes de la Nación, por todos los derechos perdidos, por el cuarenta por ciento, por las villas de emergencia? ¿Quieren ustedes que aquí se cumpla la voluntad del pueblo argentino? ¿Es cierto lo que han dicho tantas veces, escrito tantas veces, cantado tantas veces? Bueno, acá está la oportunidad. Vamos a salir las mujeres, los jóvenes, los trabajadores, los viejos. ¿Cómo puede la policía parar a toda esta gente?
¡Es decir que el quince de octubre vamos todos a la plaza del pueblo donde vivimos! ¡Yo me pongo a la cabeza, se van a poner todos los compañeros! Y que nos maten a todos, que nos pongan presos. ¡Saquemos el último cacho de miedo que hay! No nos van a poder reprimir".
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El destino de la huelga petrolera estaba ligado a un proceso de lucha que es preciso mencionar. Formalmente la CGT de los Argentinos aspiraba a colocarse por encima de las divisiones de partido, pero no era ajena a la crisis que sacudía al sector mayoritario del movimiento obrero: el peronismo.
El Congreso Normalizador había contado con el apoyo del general Perón, que el 27 de junio de 1968 escribía a Ongaro una carta donde, tras señalar "el cambio radical" producido por la aparición de la CGT de los Argentinos, lo estimulaba a seguir el camino iniciado. Y agregaba: "En 1945 la situación era similar a la que hoy les toca vivir a los trabajadores argentinos, pero teníamos una juventud entusiasta y decidida que fue capaz de realizar un 17 de octubre... Usted es el primer dirigente contemporáneo que puede conseguir movilizar la masa hasta hoy inactiva y perezosa... Persista en ello y logrará lo que los peronistas venimos anhelando desde hace ya más de doce anos
Esta valoración personal de Perón no se modificó, pero la conducción local del peronismo siguió un rumbo distinto. A mediados de 1968 era un hecho la alianza Vandor-Remorino, que procuraba imponer un "pacto" triangular con el gobierno y el frigerismo. Onganía prefirió negociar con el sector netamente colaboracionista de Coria y Peralta, a quienes recibiría el 3 de setiembre en la Gasa Rosada. Vandor-Remoríno lanzaron entonces una campaña de gran envergadura por la unidad "de las dos CGT". Viajaron a España en agosto y consiguieron imponer ese punto de vista. Resucitaron las 62 Organizaciones, el tradicional instrumento de Vandor. Frente a ellas se alineó el peronismo revolucionario, estrechamente vinculado a la CGT opositora.
La posición de la CGT de los Argentinos quedó fijada el 19 de setiembre en el editorial del periódico titulado "Condiciones para la unidad", que fijaba cuatro requisitos básicos: 1) Unidad en la lucha; 2) Unidad con las bases; 3) Unidad con el programa; 4) Unidad sin traidores y delincuentes. La primera excluía a los colaboracionistas; la última a numerosos dirigentes de Azopardo, que eran ladrones conocidos como Armando March, o traidores declarados como Adolfo Cavalli. La presión a favor de la unidad era sin embargo muy grande, sobre todo a nivel de dirigentes. El propio Eustaquio Tolosa, en carta enviada desde la cárcel el 3 de setiembre, exigía "renunciamientos", argumentando que "nada justifica ni aprueba la división en estas circunstancias". El 16 de setiembre Ongaro viajó a Madrid para exponer sus propios puntos de vista. Cuando regresó diez días más tarde había estallado la huelga petrolera, que en todo su transcurso resultó jaqueada y finalmente condenada a la derrota por la maniobra divisionista del vandorismo.
En el Confederal de octubre le tocó a Melgarejo expresar el punto de vista "unitario". La huelga petrolera, dijo, era inoportuna: "Necesitamos que se den algunas condiciones previas... Esto nos está indicando una vez más la necesidad de la unidad. Acá se trata de que todos los dirigentes de una y otra central, declinando posiciones los dos... logremos la convocatoria de un congreso extraordinario y nos demos nuevas autoridades".
¿Para qué servía la unidad? El propio Melgarejo lo explicó: para dejar abandonada a la "inoportuna" huelga petrolera.
Ongaro replicó con uno de sus más brillantes y hermosos discursos, que en varios pasajes fue aplaudido por toda la asamblea puesta de pie. Esto fue lo que dijo:
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"Hay hombres que en estos momentos están abandonando a sus compañeros. Hay dirigentes que están traicionando la huelga petrolera. ¿Cómo podemos hacer la unidad con ellos? ¿Cómo hacemos? ¿Cómo hacemos, que alguien dé la fórmula, para hablar con los que van a cenar a Olivos? Los conoce todo el mundo. ¿Cómo hacemos para ir a hablar con el secretario de la Construcción? Fue el propio San Sebastián el que dijo: ‘Esta gente no va a hacer temblar el edificio del gobierno, ni el edificio de los empresarios’. ¿Cómo hacemos para hablar con esa gente? ¿Cómo vamos a hablar con los que van a reunirse en la embajada norteamericana? ¿O es que a esta altura de la vida no conocemos bien todo lo que jugamos? ¿Cómo hacemos para ir a hablar con aquellos que se reúnen con Osiris Villegas, con Julio Alsogaray? ¿Nos van a venir a usar? ¿Nos van a decir ‘Vayamos a Olivos’, otra vez? ¿Nos van a decir, ‘Hay que darles tiempo’?
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¿Cuándo vamos a clarificarnos y a clarificar al pueblo, que acá hay que luchar para que el pueblo sea dueño de su destino? Los grandes dirigentes no tienen ese problema, ellos son propietarios. ¿Cómo vamos a hacer la unidad con los que son los patrones? ¿Vamos a unir sindicatos y patrones? ¿Cómo vamos a hacer la unidad con los que son agentes de los grandes organismos financieros? ¿Cómo vamos a hacer la unidad con los que van a recibir directivas en los Estados Unidos? ¿Cómo vamos a hacer la unidad con esos dirigentes que intervienen las filiales rebeldes y les congelan los fondos? Actúan como si fueran un San Sebastián más. Se han contagiado del secretario de Trabajo.
Ahí están, entre cena y cena, llenos de corrupción, llenos de porquería. Entonces, ¿cómo podemos hacer la unidad con esa gente?
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Entonces no podemos, nosotros somos representantes de trabajadores, de oprimidos, de explotados, de desposeídos de todos los derechos. Somos los representantes de las ollas populares de Tucumán, de los mineros de Pan de Azúcar, los viñateros de Cafayate, de esa gente de San Luís, que no sabe lo que es la civilización, esos chicos que están a los costados de la vía pidiendo limosna. ¡Con ellos tenemos que ir a hacer la unidad! ¡Tenemos que desvestirnos, ir a llorar con ellos, a pelear con ellos!
¡Cómo vamos a ir a quedar bien con los dirigentes, para que digan que somos buenos muchachos, que somos chicos disciplinados! ¿Cuándo hacemos la liberación del pueblo? ¿Somos hijos del pueblo, o somos hijos de... de qué?
Entonces estas cosas hay que entenderlas. Los pueblos son maravillosos, los pueblos pelean, los pueblos han hecho sus guerras de independencia y de liberación. Pero con dirigentes dignos a su cabeza. Nosotros lo hemos visto en el interior, hemos hablado con gente que dice: ‘Nos han quitado esto, nos han quitado lo otro, pero si los dirigentes no cambian, aun a la hora del paro, no vamos. Pero con gente como ustedes, si nos convocan, vamos a salir a pelear’. ¿Cómo vamos a defraudar a todos esos compañeros? Para que digan: ‘Mírenlos’.
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Primero decían que había que darle tiempo al gobierno; después, esperar que lo sacaran a Salimei; más tarde, que los nacionalistas desalojaran a los liberales; y ahora un poquito más hasta que lo saquen a Lanusse, y después de eso todo arreglado (risas). ¿Se dan cuenta, compañeros, todo ese engaño, toda esa farsa?
Porque nosotros no podemos esperar nada de este gobierno, de este sistema. Lo que no nos ganemos por nuestras propias manos, con nuestra propia reacción, no va a durar. La lucha de liberación es larga y es dura: no la podemos emprender con los que están en otra cosa, con los que están en la traición, porque nos van a engañar, como nos engañaron tantas veces».*

XXXIX Frías comunicaciones

Durante más de veinte minutos trató de hacerse entender por la telefonista del hotel; hasta en alemán trató de decir alguna palabra, pero se dio cuenta de que no sabía más que dos. Finalmente cortó por lo sano: anotó prolijamente el nombre y el número de teléfono de Isolda y abajo agregó, subrayada, la palabra "París".
Se metió en la cabina de la telefonista, diciéndole, mientras señalaba con vehemencia el papelito: "S’il vous plait". La mujer, cuando lo vio entrar, condenó el atrevimiento con una mirada, pero -esta vez- rápidamente entendió qué pasaba; perdonó la invasión y sonrió ante la serie de morisquetas que hacía Mateo, tratando de representar la acción de hablar por teléfono. Terminado el acto, le hizo señas de que esperase un momento; pidió la comunicación. Casi inmediatamente conectaron, pero había alguna dificultad, a juzgar por la cara que ponía la mujer. Mateo le arrebató el auricular, con presurosa cortesía, y alcanzó a escuchar algo de lo que estaba diciendo la operadora francesa: no contestaban, seguramente no había nadie en esa casa. Habrían salido o estaría mal el teléfono. Cortó y, por señas, le hizo entender a la telefonista checoslovaca que más tarde insistiría.
En la calle nevaba y no había mucho viento, cosa que disimulaba el frío; tomó un tranvía y se bajó en el centro de la ciudad, en la Plaza Wenceslao.
Trigo lo recibió con cordialidad, aunque dándose un poco de importancia; hablaba en un francés horrendo con sus empleadas; pedía comunicaciones, reservaba pasajes y se comunicaba con hoteles. Finalmente lo atendió: era imposible viajar a París antes del miércoles, y era domingo. En tanto volvió a insistir con el teléfono -seguían sin contestar-; Trigo reservó alojamiento en París en "un hotel de confianza en pleno quartier". Luego, como resignado frente a una fatalidad, se ofreció para cambiar dinero en la bolsa negra; quedaron también en almorzar juntos al día siguiente, "en el mejor restaurante chino de Europa", y le indicó cómo llegar.
Caminó sin mayor precisión; se quedó un largo rato observando los angelotes del reloj de la municipalidad; hizo tiempo, cruzó hasta la catedral, desembocando más tarde sobre la avenida Paristka. Dobló por la sinagoga vieja y, luego, entró al viejo cementerio judío. Se detuvo frente a la tumba del Rabbi Lów. Pensó en Sara despidiéndolos en el aeropuerto de Ezeiza; su tristeza se agrandó hasta convertirse en un suspiro profundo que tomó la forma de un vaho helado que, de inmediato, se incorporó a la atmósfera y a los colores grises. Hacía mucho frío y los pies empezaron a dolerle; se sacudió las manos enguantadas, saltó, primero sobre un pie y luego sobre otro. Salió a la calle y caminó un par de cuadras, metiéndose en la primera vinarna que encontró. Pidió un vodka; tres cuadras más allá entraba en otra de techo abovedado y mesas de tablones muy gruesos. Esta vez tomó dos slivobitzka. Ahora se sentía un poco mejor.
Cuando salió a la calle, ya estaban encendiendo l os primeros faroles; no le llamó la atención que la iluminación fuera a gas, allí, en el barrio viejo. Más allá de la Mala Strana, brillaban las luces eléctricas de la ciudad recortando los campanarios; se paseó como Kafka lo habría hecho años atrás, con su sobretodo liviano, por esas callecitas que parecían corralones franqueados por puertas inútiles, rozando la muerte de manera empecinada y metódica como sus laberintos de palabras, sus redobles, sus recovecos, su luz incierta y vieja. Tomó un taxi y, al pasar frente al Castillo, saludó con un gesto que registró el chofer sin comprender su significado. En el hotel pidió la llave de su habitación y pasó entre un grupo de moscovitas, enfundados en espléndidos gorros de piel, que calzaban como coronas. Subió a su habitación, llenó la bañadera con agua caliente, se desnudó -la calefacción era intolerable- y pidió nuevamente su llamada.
Ahora el trámite con la telefonista resultaba simple, pero en París seguían sin contestar. Se bañó, se afeitó y bajó al comedor. Allí se reunió con Lucas y Marcos. Gaspar ya no estaba: había sido el único en lograr, casi de inmediato, el empalme con un vuelo a París, el último que quedaba. Marcos sugirió ir al "Viola" a tomar un trago, después de cenar; podían escuchar un poco de jazz. Lucas, en cambio, propuso el "Uflekus". Fueron a ambos.
En "Uflekus" un checo joven y enorme los miraba desafiante, con un diminuto chupete en la boca. Como eso era lo más atractivo que pasaba en el lugar, se trasladaron al "viola"; estaba colmado de gente joven. Todos los movimientos del local eran controlados desde la puerta de entrada por la mirada amable y eficaz de un enérgico homosexual.
Marcos se puso a conversar con un escandinavo que hablaba un inglés pedante, con acento copiado grotescamente de Oxford. Un poco más allá, a dos mesas de distancia, Mateo conversaba con un francés, estudiante de cine en Barrandov.
Había pasado menos de media hora, cuando un ruso de no más de veinte años -que había estado hasta ese momento tirando desde lo alto el contenido de sucesivas copas, directamente a las profundidades de su garganta- discutió con otro francés y éste, a la francesa, le dio un par de reveses que enfurecieron al oso de las estepas: quiso matarlo, pero intercedió el dueño, que se había abierto paso en medio del tumulto. Cuando estuvo a su lado, lo tomó de los fundillos y lo tiró al medio de la calle, en el viejo estilo de las películas mudas, y antes de que pudiera articular una palabra.
El dueño retomó su puesto y sus maneras afeminadas. La paz reinó en Varsovia, es decir, en ese atestado rinconcito de Praga.
Cuando regresaron al hotel, lo primero que hizo Mateo fue reclamar su llamada con París; siguió insistiendo infructuosamente hasta las cuatro de la mañana. Finalmente se durmió; al día siguiente se levantó temprano, tomó un taxi y se fue a Barrandov a encontrarse con sus amigos de la víspera. No los encontró, pero pudo pasearse por los decorados vacíos de una película.
Era un pueblo del lejano Oeste fielmente reproducido. Al final de la calle, divisó el saloon y entró acodándose en el mostrador, luego miró a su alrededor buscando caras amigas, pero el juego se disgregó: las mesas estaban vacías, mudo el teclado, las puertas se golpeaban con el viento y la nieve.
Al regresar, pasó por el Puente de Carlos y, sobre la margen norte del Moldava, vio a Lucas y a Marcos sacando fotografías. Se reunió con ellos un momento antes de encontrarse con Trigo en su restaurante chino. Al día siguiente, en cambio, almorzaría con ellos, apurando el postre porque ya había que meter las valijas en el ómnibus que pasaba a recogerlos por allí, dejándolos directamente en el aeropuerto.
Después de decolar, escucharían un ruido sorprendente y verían pasar a la azafata, pálida como las sábanas. Se había abierto la puerta y el aparato ya no podría descender; a medida que cobraban altura, la descompresión aumentaba y terminarían viniéndose abajo irremediablemente. Nadie dijo nada, nadie gritó, apenas habían transcurrido instantes; hasta que irrumpió un checoslovaco, sólido como los campanarios de su país. Se aferró a un costado del hueco abierto al espacio, manoteó la puerta y la cerró con un golpe preciso. Lucas, Marcos y Mateo se miraron aliviados; fumaron el primer cigarrillo del vuelo y, dos horas después, caminaban por los corredores de Orly. Desde el aeropuerto volvió a llamar por teléfono, pero seguían sin contestar.

XL Pasado y futuro

Se hospedaron en el hotel que Trigo les había reservado desde Praga; quedaba en un lugar bastante cómodo, es decir, en el Barrio Latino -"en pleno quartier"-; lo único que no andaba bien era la dueña, siempre sucia y malhumorada.
Lucas se había hospedado otras veces allí, siempre aconsejado por Trigo. Mientras esperaba que la dueña despachara a un proveedor, observó unas refacciones que se hacían en el establecimiento y que lo colocarían seguramente en una categoría mejor; "¿de dónde sacará la plata esta vieja?"
Se instalaron en una misma habitación, sacaron las ropas de la valija, se bañaron, se cambiaron y salieron a encontrarse con Hadad que los esperaba en "La Coupole", según habían combinado por teléfono. Isolda, en cambio, seguía sin contestar.
Conversaron animadamente. Hadad reflotó -pese al entusiasmo- un poco su escepticismo, añorando el sol del Caribe, su alegría; reprochando el frío de París, sus colores encapsulados.
Mateo se levantó y fue a hablar por teléfono; lo atendió Isolda: había estado en e1 campo, en la villa de unos amigos, por eso no contestaba nadie el teléfono. Hubo un momento de duda y, finalmente, se atrevió a preguntar, con algo de pudor, de inseguridad, si no había terminado ya el enamoramiento. Mateo sintió que su sangre subía desde el centro de la tierra.
Media hora después llegó en un taxi; de allí fueron a un atelier que tenía un grupo de pintores latinoamericanos. Lástima que no estuviera Gaspar -había partido ya para Burdeos- que le gustaban tanto estas reuniones de mundo, donde se hablaban varios idiomas: los pintores eran personas integradas a los medios europeos y había en la reunión no solamente franceses, sino algunos austríacos y hasta un matrimonio yugoslavo, pero que hablaban correctamente el español.
Ella había llegado envuelta en una amplia capa de tweed y, durante la comida, lo miró a los ojos, hasta que tímidamente deslizó una mano buscando la suya por debajo de la mesa; todo ocurría como en las novelas del siglo pasado: o ellos estaban muy atrasados, o esas novelas se adelantaron a su época. Había que irse lo antes posible y abandonar ese juego de la dama enamorada y el caballero intrépido; antes de empezar con los papelones, o a ponerse en ridículo.
El dueño de casa, uno de los pintores, sonrió enigmáticamente cuando escuchó los pretextos que ella dio para justificar una partida tan prematura; Isolda advirtió la sonrisa y se puso colorada. Mateo adujo cansancio, porque un vuelo, por corto que fuera, para él resultaba agotador. Una risita socarrona fue toda la respuesta: adiós, después de todo no había por qué andar justificándose tanto. Media hora más tarde ella corría a sus brazos, desnuda, con los cabellos sueltos.
A la mañana siguiente, cuando él se levantó, Isolda ya había salido. Se puso el sobretodo sobre el cuerpo desnudo y se asomó a la ventana que daba sobre el bulevar Saint-Germain. Sintió una melancolía antelada, sin sujeto; para distraerse pensó en Sartre, que vivía por allí, en ese edificio medio escondido por la Chapelle; ¿sería cierto que seguía viviendo con su madre, como Borges? Literatura.
Se dejó caer en un sillón; tuvo frío y metió las manos en los bolsillos. Allí estaba, sin abrir, la carta de Palenque que había recibido en el domicilio de Hadad: hablaba burlonamente de Midas; reproducía el último refrán malversado por Paladino, insinuaba que Albertina estaba misteriosa, saliendo con un tipo con aspecto de conspirador; de Sara no decía nada. Contaba que la situación en el país estaba enrarecida, bochornosa: nadie sabía para dónde disparar. Aquellos tiempos de la política sindical habían sido casi aplastados. Los gremios y la universidad, noqueados; algunos proponían salir a luchar con las armas, pero hablaban tanto del asunto que debían tener detrás un policía por cabeza. Podía ser que hubiera otros que estuvieran realmente trabajando en eso, pero eran -de ser- tan reservados, que nadie estaba enterado de su existencia.
Palenque se parecía a Aramís; qué lindo sería quedarse a vivir allí si ellos también pudieran venir. Qué hermoso sería traer a su hijo, no sentirse responsable por una patria que siempre lo había tratado como a un extranjero.
Sin embargo, no podía hacer otra cosa. Tarde o temprano, habría que despedirse de Isolda. Le escribiría una carta para que leyera si a él le llegaba a pasar algo; tenía que explicarle alguna vez, cuando ya todo se hubiese consumado, cuáles fueron las razones por las cuales no pudo quedarse allí, con ella. Comenzó a pasearse: era un lindo lugar ese departamento, pero lo sintió reducido y tuvo necesidad de salir al aire libre. Si no era el pasado, el futuro se encargaba de empañar las pobres alegrías presentes: a caminar y olvidar.
Bajó las escaleras de madera sólida, algo gastadas por el paso de casi tres siglos de fieras acorraladas, de mosqueteros y arcabuceros; de los herederos de batallas, como él. Entró en un bar y pidió un café chico y una croissant.

XLI Un americano en París

Marcos salió a la calle un poco desilusionado, porque le gustaba hablar con la dueña del hotel, aunque fuera una vieja roñosa y cascarrabias; aunque tuviera un parecido siniestro con Teresita Funes. En realidad la provocaba sutilmente, hasta que la mujer estallaba, y esto era lo único que lo divertía.
Mateo había desaparecido. Seguramente estaría en casa de Isolda, pero él no quería ser indiscreto. Hadad trabajaba mucho, Lucas se había ido a España; en suma, lo habían abandonado. Por eso lo defraudó encontrarla durmiendo, mejor dicho, roncando como era su costumbre.
Se quedó un rato largo observándola, con la cabeza medio ladeada, erguida en su asiento, detrás de esa especie de pupitre en el que enchufaba cables, atendía llamadas, se impacientaba con los latinoamericanos que le preguntaban cosas tan elementales como el camino más directo para llegar hasta el Louvre. Y los amigos de los inquilinos que no sólo hablaban por teléfono, sino que también preguntaban si el amigo que allí se alojaba no había dejado por casualidad un mensaje para él. O, cómo pudo haberse ido, sin dejar nada dicho, y esto ya le hacía estallar en gritos de todo tipo -"je m’enerve", era lo más discreto- y en las gesticulaciones de todo francés.
En la calle se dio cuenta de que hacía mucho frío. París era una ciudad que le daba mucho frío: por lo menos tenía más frío que en Buenos Aires y que en Praga, donde hace más frío que en cualquier parte del mundo; pero allí está el vodka, que todo lo arregla. Al menos estos asuntos, estos fríos. Aquí en París, lo sentía especialmente en los pies, sobre todo en los dedos de los pies. Quiso comprar cigarrillos aunque le quedaban algunos todavía; en verdad su secreta idea era la de hablar con alguien, ya que la dueña del hotel se había quedado dormida y Mateo había sido devorado por las altas pasiones. Pidió "Gitanes" en su más correcto francés, que era precario, pero inteligible.
La mujer que atendía el "tabac" estaba muy ocupada y no le contestó; se retiró un poco abatido y se puso a caminar sin rumbo por los jardines de Luxemburgo. Pidió fuego a alguien que pasaba pero la persona siguió de largo, como si no lo hubiese escuchado. O como sí, sencillamente, no hubiera querido darle fuego. Se atribuyó cierta paranoia: ¿por qué se la iban a agarrar justamente con él todos los franceses del mundo, es decir, de París?
Para probarse que las cosas no eran como suponía, le dio conversación a una niñera que pasaba a su lado: ni lo vio, o al menos no dio señales de que algo de esto hubiese ocurrido. Se metió entonces por las callecitas del barrio -"pleno quartier"- y fue advirtiendo, con inquietud, que, en varias oportunidades, estaban a punto de llevarlo por delante y que, si esto no ocurría, era porque él saltaba a un costado esquivando a la gente.
Caminó así hasta la rue de la Montaigne du Saínte Geneviéve, bajó por la rue Descartes y alcanzó la Place de la Contraescarpe; vio turistas, bohemios en esos hermosos lugares de la hermosa ciudad y, por un momento, olvidó la prescindencia de la que era víctima. Siguió caminando y, sin saber cómo, se encontró de pronto recorriendo los mostradores de Masperó, donde los afiches y los libros arreciaban. Alguien en español dijo: "una cosa es la teoría y otra es...". Pero la última palabra no se pronunció; la frase no se había diluido, se había cortado bruscamente; Marcos miró a su alrededor, pero no pudo detectar quién la había pronunciado.
Tomó el metro y fue directamente a la Unesco, con la intención de hablar con Hadad. Frente a la plaza, en la parte posterior del edificio, vio a un grupo de franceses jugando con unas bochas que no eran de madera, sino de metal. Tal vez de acero, como las municiones de los piratas: "el sol del Caribe, qué lejos; Sara, qué lejos".
Un día le había dicho a Lucas: "esto se demora, y en una de esas la muerte nos llega antes que la revolución". Y Lucas lo había mirado, sonriéndole antes de contestar: "Peor es no morirse a tiempo". Los franceses que jugaban con esas bochas raras, eran como jubilados argentinos, o italianos: emigrantes; se acercó, pero nadie pareció advertir su presencia. Dijo algo, y no lo escucharon; cansado de pasar desapercibido, se dispuso a cruzar la calle para visitarlo a Hadad; en ese momento vio que se alejaba en un taxi.
Le gritó, lo corrió, pero el vehículo fue tragado por el tráfico. Volvió sobre sus pasos y tuvo miedo. Un miedo que lo obligó a sentarse en un banco de la plazoleta y olvidar a los jubilados. Un miedo pánico, enclenque.

XLII El espejo

Cuando Simón entró, la sala de conferencias estaba colmada y Borges ya había empezado a hablar. Simón miró el techo, los ribetes dorados, los angelitos celestes; «el rastacuerismo", pensó con suficiencia. En la primera fila estaban sentadas algunas personalidades ignotas; al menos esto podía inferirse en virtud de las poses moderadamente circunspectas y los sillones de felpa que les habían destinado; alguien lo saludó desde las butacas comunes: era Albertina. A su lado estaba Sara, pero no lo había visto. Simón saludó-las había invitado- y se sentó sobre el pasillo, en las filas centrales.
Borges decía algo sobre Evaristo Carriego; mejor dicho, lo aprovechaba para recordar a un caudillo que también vivía en la calle Honduras; había conocido a ambos, a través de su padre. Hablaba como un gaucho asmático, o como una señora pituca, pero varonil. Su mirada se perdía por allí, en el infinito de la sala, con esa perplejidad que tienen los ciegos.Los objetos eran imprevisibles para sus ojos clausurados; su voz gruesa y temblona, transmitía alguna vulnerabilidad conmovedora. Simón lo escuchó largo rato; recién antes de que entrara en tema, se decidió.
-Discúlpeme, Borges.
Todo el mundo se dio vuelta para localizar al atrevido, y Borges lo apuntó con sus ojos vacíos.
-Usted es un gran escritor y muchos argentinos estamos orgullosos de que usted sea nuestro compatriota.
Un murmullo de desconcierto se hizo escuchar, aprovechando la pausa.
-Por eso pensamos que no tiene necesidad de andar chupándole las medias a los norteamericanos, como suele hacerlo.
Los rumores de asentimiento dieron media vuelta hacia retaguardia y atacaron sordamente: se trataba, nomás, de un impertinente.
-Y usted discúlpeme, pero se pone obsecuente y uno siente vergüenza ajena.
-¿Quién es que me está hablando?
-No me conoce, no tiene importancia.
Alguien le cuchicheó el nombre de Simón; Borges asintió, fingiendo conocerlo.
-Lo que tiene importancia es que usted, con sus excesivas consideraciones para con los norteamericanos está convalidando el juego siniestro que ellos hacen en Vietnam y en tantos países del mundo.
-Los norteamericanos son dueños de hacer lo que quieran, y por otra parte yo no les estoy convalidando nada.
-Sí: con su prestigio está dando piedra libre a estos o a otros señores.
-Estados Unidos no necesita de mi prestigio, discúlpeme.
-En Vietnam no, pero aquí, sí.
-Esto no es Vietnam, aquí hay muy pocos norteamericanos.
-Hay.
-No molestan.
-A usted, pero se están apropiando del país, de sus valores, de su literatura, de sus escritores.
-¿Usted sugiere que me están raptando?
Algunos se rieron, otros sostuvieron que Simón era un mal educado. Pero ninguno intentó agredirlo físicamente, porque eran en su mayoría personas mayores y tal vez estaban neutralizadas por la evidente buena fe de Simón. Alguien había tomado a Borges delicadamente de un brazo, sacándolo de la sala de conferencias. La disertación se daba por terminada y alguna autoridad prometió que continuaría en otro momento, disculpándose por el incidente. Todos se fueron indignados y nadie se acercó a conversar con el revoltoso, que esperó de pie que la sala quedara vacía.
Algo abatido, como un predicador que no ha logrado insuflar toda la fe a sus feligreses, se acercó a Sara y Albertina que esperaban en la puerta de entrada: francamente ellas no entendían muy bien qué sentido tenía haber provocado esa situación. Simón explicó que no se podía seguir indiferente ante la complacencia de tipos como Borges. Que estas cosas no lo enriquecían, que lo colocaban del lado del imperialismo.
-Está de su lado.
Borges no sabía de qué lado estaba, no entendía nada de política.
-No entendía, pero sabía perfectamente de qué lado debía estar; y no se equivocaba.
-¿Estás de acuerdo con él?
-No: él es el que está de acuerdo consigo mismo. Además se divierte como un loco provocando a la gente de izquierda.
Cuando se fue, Albertina reflexionó: "Simón está tratando de ganarse una buena conciencia’. Sara no rechazó la posibilidad; pero, aunque así fuera, detrás de esa búsqueda había algo doloroso. Desesperación, impotencia. Pasaron frente a la "Jabonería Vieytes". Albertina dijo: "iTe acordás?". Sara asintió.
Albertina retomó el tema: se podían hacer muchas cosas para salir de la impotencia, el que estaba en eso era porque quería. Podía ser.
Sara no respondió a la insinuación, pero temía que media palabra sirviera para que Albertina la enganchara en algo. Y ese algo sería una cosa muy peligrosa; además ella sabía que había gente muy poco seria que andaba en ésas, había de todo. Cuando Marcos volviera, podría orientarla; no quería equivocarse de entrada. Además, tenía miedo.
Estaba frente a un espejo y se miró: "¿Y si me matan?". No tenía pasta de héroe. Marcos decía siempre, un poco en broma: "Hay que hacer lo que hay que hacer". Pero ella no sabía bien qué era lo que había que hacer. "Es fácil decirlo", pensó en voz alta. Muy fácil, pero ¿si me matan? La decisión tal vez fuera fácil, pero cómo será morir; no quería morir tan joven, voy a tener frío. "Tengo miedo" repitió en voz alta, y se metió en la cama; se tapó la cabeza con las sábanas y se durmió con la luz prendida.

XLIII Austerlitz

A la mañana temprano salieron para Burdeos; Isolda sacó los pasajes y luego se sentaron en un reservado a leer revistas y diarios que habían comprado en la Gare d’Austerlitz. Estaban muy juntos y, de tanto en tanto, quedaban suspendidos como si los únicos elementos que compusieran el universo fueran esos dos ojos en los que se miraban; no el espejo en que nos miramos, "sino aquel que nos mira". Una mujer voluminosa se sentó frente a ellos y comenzó a observarlos como si fueran realmente los portadores del pecado mortal. Y lo eran; y la mujer lo había advertido y ahora estaba paralizada por el terror. Bajó algunas estaciones más allá.
Gaspar, cuando les abrió la puerta de su nuevo departamento francés, casi se cae de espaldas. Nunca hubiese sospechado que Mateo fuera a visitarlo, y mucho menos acompañado por esa mujer que había visto fugazmente en La Habana. Estaba solícito, desconcertado y alegre. Dejaron los equipajes y bajaron a hacer compras para la comida.
A Gaspar le gustaba comprar comida, cocinar, cuando estaba de buen humor. Y esa tarde estaba de buen humor. O se había encontrado con ese estado de ánimo inmediatamente después de la sorpresa. Contento como estaba, no le importaba derrochar unos pesitos. Estaba tan solo, con sus clases de piano y sus propios estudios en el conservatorio, que el exceso lo regocijaba.
Alegremente compró quesos, vino y algunas especias. Después carne y un paté, que tenía realmente muy buen aspecto. También verduras y condimentos; cocinaron entre todos. Después de comer y de contar todas sus actividades en Burdeos, le dio sueño. Dijo hasta mañana y desapareció en su habitación. Isolda y Mateo fueron a la suya; Isolda se desnudó y se metió en la cama. Mateo se puso a escribir una carta; ella preguntó para quién era: para su hijo, pero podía terminarla después. No, ella no quería que la interrumpiera, y entonces Mateo siguió escribiendo mientras ella no dejaba de mirarlo.
Puso primero la fecha y luego "Querida Isolda. Cuando leas estas líneas, seguramente ya no estaré vivo. A todos nos toca morir, pero una cosa es morir porque sí, y otra elegir la vida con todos sus riesgos; la vida y no la sobrevida. Una muerte decente, en suma, digna de mí, de un hombre.
Comprenderás ahora por qué nunca te pedí que vinieras conmigo. Por qué no sugerí quedarme con vos, para construir juntos una vida a lo mejor hermosa, pero deficiente: porque la vida que yo tengo no me pertenece, se la debo a muchos. Y la conciencia de esa vida es producto de sacrificios y martirios que no quiero traicionar.
‘Osar, morir, da vida’. Leímos juntos esta frase de Martí; la recuerdo y por eso nunca me quejaré por mi suerte, ni tendré la menor sospecha de arrepentimiento, porque, precisamente -y era cierto-, la vida ‘es más grande que el destino’. Y hablo de mi vida, como Martí y Rilke -a quien también leímos- hablaban de la suya. ‘Mi vidita’, como diría el Gran Hadad, el escéptico por amor.
Porque estamos profundamente enamorados. Por eso nosotros pudimos encontrarnos; mis amigos entre ellos, todos o algunos y una clase de hombres, la clase creadora del futuro, la que también trabaja y libra sus batallas por amor. Por eso es dueña del tiempo; de la historia".
Dejó de escribir y la miró. Ella también lo miraba -no había dejado de hacerlo-, y era tal la tristeza de esa mirada que resultaba imposible concebir que de esos ojos pudiera salir alguna lágrima. Porque era una tristeza que sobrepasaba todo arranque animal: era la tristeza de una época tremenda la que había caído sobre ella.
Al día siguiente puso la carta en un sobre y la llevó al departamento de música de la Universidad. Gaspar se desconcertó nuevamente. Mateo le reiteró que si llegaba a pasar algo, se la entregara a Isolda.
-¿Qué cosa te tiene que pasar?
-Nada.
Pero Gaspar había descubierto el tipo de cosas que le podían pasar a Mateo y pensó que estaba exagerando o fanfarroneando un poco; se le había subido el heroísmo ajeno -cubano- a la cabeza y jugaba ahora al conspirador, al hombre que arriesga su vida: chiquilinadas.
Toda esta conjetura no era disimulada por la expresión de sus ojos; Mateo pensó que lo único que le faltaba era decir:
"¿Qué te hacés, el Che Guevara, dejándole cartas a tus futuros deudos?" Y Mateo le contestó imaginariamente: "Yo no soy el Che Guevara, pero a mí también me pueden matar".
No dijo nada; la consigna era el silencio, la soledad. Además era imposible explicarle a Gaspar estas cosas que todavía le resultaban inaguantables; el peso de la realidad era excesivo.
Con el tiempo, todos se irían acostumbrando de una manera o de otra. Por eso Mateo no lo descalificó; es más, tenía confianza en él. Sabía que, llegado el caso, entregaría la carta y este acto sería también un acto de amor, a pesar de las reticencias actuales. Y los actos de amor nunca son más o menos importantes aunque sean distintos, aunque parezcan diversos y con diferentes rangos.
Esa misma tarde Gaspar los despidió en la estación; quedaron en encontrarse en París, el próximo fin de semana: no hubo despedidas dolorosas. Llegaron de noche, comieron algo con los chicos y, luego, se fueron a dormir: "parecemos un viejo matrimonio", comento Isolda risueña antes de acostarse; Mateo se acercó, le quitó el camisón de hilo extremadamente blanco y retiró la gran colcha de felpa color azul. La cargó en brazos y la llevó hasta el borde de la cama, como quien pasea por la orilla de un mar sin peligros.

XLIV La última cena

Ese fin de semana, Gaspar siguió mirándolo con desconfianza, casi burlonamente. Marcos andaba por allí, taciturno y desganado. Era la contrafigura de Hadad que estaba radiante, con los amigos cercanos. "Tengo impaciencia por irme, explicó Marcos, pienso que no debería quedarme aquí un minuto más". Pero no podía irse, tenía que esperar a alguien que debía llegar con una carta con instrucciones y datos; pero esto no lo explicó y tampoco nadie llegó a preguntárselo. La consigna era el silencio, la soledad.
Mateo se ocupaba de andar sirviendo los vinos, como un verdadero dueño de casa. Isolda daba los últimos toques a la comida; vestía unos pantalones anchos y una casaca china; sonreía a todos, estaba feliz, como Hadad. Había olvidado totalmente la carta misteriosa que escribiera Mateo en casa de Gaspar, en Burdeos. No quedaban rastros de aquel dolor, marcas de la tristeza.
Hadad comenzó a contar historias de su país; corrupciones, familias reinantes. Y los encontronazos, a medida que pasa el tiempo, con ex compañeros de ideas, allá en Quito, "la ciudad más bella del mundo, lástima que esté habitada". Devolver, qué podía hacer él en su país; cómo vivir "la vidita" de uno, dar algo, escribir algo como la gente en un medio lleno de mezquindades.
La última vez que había estado dio una charla y, al terminar, un muchachito le impugnó que viviera en París: "Y yo le dije, usted a mí lo único que me puede exigir como escritor es que escriba bien; como hombre podrá exigirme otras cosas, pero vamos a ver lo que hace usted en ese sentido, por más que viva en Quito, aunque no salga nunca de su país".
Marcos recordó a Juan y lo dijo; debía estar por Argel con Federico, según las últimas noticias que habían llegado. Luego contó su encuentro -dos años atrás- con Juan en Bolivia; había sido de casualidad, en un suburbio de La Paz al que habían llegado caminando sin rumbo fijo, un poco para estirar las piernas; y no siguió explicando, porque no había mucho que explicar.
Se hizo un silencio breve en el que todos se miraron y se arrimaron, formando un pequeño círculo a partir del lugar en el que estaba sentado Marcos. El propósito era conocer "la verdad de las cosas". Y, terminado el momentáneo revuelo que hicieran para acomodarse, Marcos miró a Mateo, recordando a Lucas y a Juan, y habló. Y dijo que había leído el diario del Pombo en Bolivia y que allí, el lugarteniente del Che contaba que el día de Nochebuena habían organizado un acto cultural y que el comandante había leído un poema "que él había inventado". Y estas serían las últimas navidades que él pasaría con vida; y después, recordó Marcos, a partir de ese momento se llegarían "a él todos", para abrir "el sentido, para que se entendieran". Y pasando por la mañana, vieran que la higuera se había secado desde las raíces".
Después todos se fueron a dormir. Hadad tomó un taxi y dejó a Marcos en el hotel. Gaspar los acompañaba y también siguió porque dormiría en el departamento de Hadad. Marcos subió de un trote los cuatro pisos y abrió la puerta de su cuarto sin prender la luz. Entró y atravesó la habitación para mirar por la ventana los techos de París. Finalmente eran bastante atractivos; sintió un ruido y dejó de mirarlos, sin volver la cabeza. Quedó un momento acechante; luego adelantó un paso para salir del marco de luz y manotear la pistola que siempre dejaba bajo la almohada; pero alguien cerró a sus espaldas los visillos, dejándolo paralizado por segunda vez. Pero se repuso y tanteó buscando el arma: había desaparecido.
Alguien prendió la luz; un poco encandilado pudo distinguir perfectamente a cuatro hombres que lo apuntaban en silencio; uno de ellos le dijo con afabilidad: "El mundo es chico, Poletti". Era Cabrera y Marcos lo reconoció enseguida, luego de un momento de duda.

XLV Yunta

Isolda había estado tratando de leer, pero Mateo la venía fastidiando hasta que tiró la revista a un costado de la cama y montó sobre él, que estaba boca abajo, como un gladiador que se decide a escarmentar, antes de vencer. Mateo no opuso resistencia e Isolda se tendió sobre él y comenzó a morderle amorosamente el cuello, como si dispusiera de todo el tiempo.
Simultáneamente oprimía con sus pechos la espalda de Mateo, que se arqueaba como una canoa que acaba de soltar amarras sin todavía haber hundido los remos. Descendió apenas, lo necesario como para alcanzar con su lengua la comisura de las axilas y saltar después al centro de la espalda. Sus pechos acariciaban omóplatos y nalgas, antes de ayudarlo a levantar la cintura y dejar la cabeza en lo profundo de la ladera que había formado con su cuerpo.
Por un momento miró la cumbre de esa pirámide y luego la recorrió con sus pezones, con la lengua que crecía como la serpiente de Venus; la mano, en tanto, se deslizaba hacia adelante, acariciando y apresando.
Retiró finalmente la boca embravecida y aventuró allí los dedos con una exclamación de triunfo: no era el macho profanado, sino la diversidad, el cuerpo paradisíaco de Adán, antes de Eva; fascinado por el espectáculo de la trasmutación de los sexos (que son -es sabido- las almas primitivas) no abandonó la actividad de sus manos, trepó dejando caer su cuerpo a lo largo del otro.
Y armonizó los movimientos, dejando crecer el súbito sexo que había crecido en las profundidades del suyo. Sin quitarlo, colocó al otro ahora suavemente de espaldas, para engolosinarse, convirtiendo su boca en un pequeño claustro materno.
Lamió de abajo hacia arriba, como si pintara; recorrió el cuello en redondo, mordiendo quedamente la cornisa, hasta llegar al otro cráter y explorarlo ahora con su lengua milagrosamente reducida. Llenándose la boca, inició el último tercio de la fiesta. Mordía con su paladar, llegando hasta el confín de la garganta; hasta que su boca se anegó y un gusto tibio y almendrado golpeó sus dientes que había cerrado para que no pudieran escapar los filtros.
Luego la paz y dos manos que la llevaban hacia arriba para besarla, intercambiando los últimos jugos de la fiesta. Después ella se sentó sobre su sexo, para que él pudiera penetrarla. Y comenzó a moverse como si la brisa la empujara a bailar la oscura danza de Ishtar; el movimiento la obligaba a sonreír, a mover la cabeza siguiendo un poco los compases del baile; hasta que, tocada por el demonio babilónico, juntó los brazos y los levantó, haciendo saltar los pechos hacia adelante; cerró los ojos, y sonrió desde los perfiles del éxtasis, liberando la suerte de sus hermanas.
Era una diosa lunar, emancipadora, alzando el vuelo. Al volver de su viaje, se acurrucó contra el pecho del hombre; sin soltarla, él se incorporó dejándose ella caer ahora de espaldas. Y otra vez fueron el hombre y la mujer, pero renacidos de la conjunción, hablando ya lenguajes que no podían resultarles desconocidos.

XLVI La carta

Por el intercomunicador, la voz de Midas: esa mañana ya había dado suficientes razones como para que nadie tuviese dudas de que estaba insoportable. Paladino ya se lo había anunciado al llegar, "esta neurológico", dijo; mis tarde se quejó amargamente: "hay días que merecen palos". Palenque no tuvo tiempo de anotar la nueva versión del refrán, ni del neologismo inventado por Paladino; trataría de memorizarlo, para poder contárselo a su mujer esa noche. El trabajo había sido enorme durante la mañana.
Midas lo esperaba como un Agamenón fenicio, es decir, con la cara demudada. Palenque pronosticó que era improbable salvarse de alguna confesión emotiva. Mirándolo, sintió alguna pena por él y pensó que era muy difícil de sostener una sensibilidad proclamada como la de Midas.
"Recibí carta de tu amiga", dijo consternado. Cada vez que se escribían era porque tenían cosas terribles que decirse. "Leela", agrego alcanzandole el sobre abierto. Palenque no aceptó el sobre y Midas se quedó con el papel en la mano extendida.
-¿Para qué querés que la lea?
-Para que te des cuenta de cómo me trata tu amiga.
-"Mi" amiga, es "tu" hermana. Y éste es un problema entre ustedes.
-Correcto.
Se puso de pie, como para irse. Midas dejó caer la carta sobre la mesa: "Lo que me duele es que no me tenga ninguna consideración como persona". Palenque no le contestó. Seguramente su desdén venía por el hecho de haberse pasado la vida entre universitarios, mientras él tenía que vérselas con comerciantes;seguramente sería eso. Palenque tampoco contestó. "Yo creo que he hecho bastante por la familia, los he sacado de la indigencia; lo menos que merezco es un poco de respeto."
Como Palenque seguía sin contestar, hizo un bollo con la carta y la tiró al canasto; luego lo miró a los ojos: "Mirá, Palenque". Quería saber en qué andaba; porque él no se chupaba el dedo y la veía misteriosa, saliendo con el coso ese que tenía una pinta de conspirador menesteroso que ni te cuento; quería saberlo por su bien.
-Preguntale.
-Correcto. Es lo que pienso hacer. Pero además vos podés ayudarme.
-Ni lo pienses.
Sabía que el tipo era un agitador textil -"ya hice averiguar"-; pienso que la puede empaquetar fácilmente, porque la pobre no tiene mucha experiencia en estas cosas. Es una chica que no ha vivido. Yo le digo: "Qué querés, terminar como Felipe Vallese? Correcto. ¿Para qué? Para que venga después Marcos, el amigo de Palenque, y te escriba un librito como escribió sobre ValIese. Mirá, m’hija, le dije, pero no quiere entender razones".
Ahora creo que está en Tucumán; posiblemente la metan en cana, porque turismo no fue a hacer. Yo, vos sabés, no me meto en política, pero sé de política. Yo he levantado todo esto, y hace quince años era empleado de correo; sé lo que es la vida, lo que es la lucha.
Albertina, en cambio, siempre tuvo la cucharita de plata en la boca, la cunita de oro, ¿te das cuenta?
Sí, se daba cuenta, pero además tenía que ir a trabajar; estaba harto de escuchar esa misma historia. No quería perder toda la mañana y se lo dijo: "Correcto". En el comedor almorzaban Paladino con el ruso Baltiérrez; evidentemente ya estaban enterados del incidente. Incluso Paladino tenía la certeza de que todo lo ocurrido podía servirle a Midas para preparar una campaña que le permitiera un dominio del paquete accionario que compartía con su hermana: allí podía estar "la madre de Dorrego", decía poniendo cara de astuto.
Luego habló del padre de Midas. En realidad ese era el que había hecho la fortuna. Porque era mentira que Midas hubiera, por las suyas, saltado del empleito en el correo, a las grandes fábricas. Había saltado cuando pudo cobrar la herencia del padre. Le cabía un mérito: consolidar y expandir la fortuna. Y por eso los hermanos no se ponen de acuerdo y parecen "perro y gato, sirios y troyanos". Y Midas tenía la culpa, porque si Albertina era "la abeja negra de la familia, había que apechugar".
Cuando terminaron de comer, Palenque anotó todos los aportes lingüísticos de Paladino; pasó luego frente al escritorio de Midas. Estaba abierto y no había nadie; tampoco por las inmediaciones. Entonces se atrevió a entrar, picado por la curiosidad: buscó la carta para ver finalmente qué le había dicho Albertina, de qué manera se había encarnizado con su pobre hermano. Pero la carta no estaba; quiere decir que la había hecho un bollo y la había tirado a la basura para impresionarlo; había sido un gesto teatral, ya que después pensaba rescatarla. Correcto.

XLVII Diálogo

Lo subieron a un automóvil y lo marearon dando vueltas por ahí. Entraron a tres casas distintas y de tres casas salieron para retornar finalmente a la primera. Cuando abandonaban la segunda, se zafó de un tirón y pudo correr unos metros, pero lo pararon de un balazo en la pierna, cerca de la ingle; no obstante quiso seguir, pero le hicieron un tackle cinco metros más allá: estaban bien entrenados. Después le abrieron cinco veces la cabeza con otros tantos golpes de culata, en el auto comenzó a vomitar, después que le pegaron la primera patada en el hígado y la segunda en los riñones. Además perdía mucha sangre por la herida de la pierna.
Cuando reaccionó lo estaban curando en un hospital; le dio al médico su nombre y el teléfono de Hadad en la Unesco, pero el hombre se limitó a mirarlo con extrañeza, sin contestarle una palabra; un momento después lo sacaban por una puerta lateral, donde vio a algunos policías franceses; ya iba a gritarles cuando sintió que el enfermero le decía a uno de los hombres de Cabrera "Le voici; si vous voulez, vous pouvez l’emporter avec brancard et tout". Los flics comenzaron a reírse con las palabras del hombre y, algunos, se acercaron por curiosidad a mirarle la cara; ya estaba por decirles algo, pero el policía que estaba más cerca lo cortó sin mayor énfasis, adivinando sus intenciones: "silence", dijo, llevándose un dedo a los labios.
En la casa lo ataron a una silla y Cabrera se acercó para decirle que realmente sentía mucho todo lo ocurrido, "pero usted por la buenas no entiende, Poletti". Era como con Roque Dalton, peor. Marcos recordó a Ingrid, a Guanabacoa; al tatangana diciendo: "cuidalo de las balas". El amuleto había quedado en el hotel.
-¿Buscándome se vino tan lejos?
-Nuestra profesión es así: tenemos que andar de aquí para allá. Como el de ustedes, es un apostolado.
-Se supone que nosotros tenemos que decir la verdad, en cambio ustedes tratan de ocultarla, o descubrirla para que sea eliminada o ahogada.
-Es muy interesante charlar con usted. Fíjense que está lastimado y sin embargo, aquí lo tienen, conversando como si nada.
Y siguió explicándole a su gente, peculiaridades de la personalidad de Marcos; luego se hizo un extremado silencio. Cabrera prendió un cigarrillo y avanzó hacia el lugar en que se encontraba Marcos. Quedó a sus espaldas y Marcos no hizo el menor movimiento para averiguar qué estaba por pasar; esto seguramente irritó a Cabrera, quien, defraudado, apagó el cigarrillo en su nuca. Marcos sintió el olor a quemado y el dolor, pero no dijo una sola palabra.
-Este camino no es agradable para nadie, Poletti.
-No lo elegí yo.
-Necesito averiguar algunas cositas.
-¿Por ejemplo?
-Dónde está Manuel.
-No tengo la menor idea.
-Estuvieron juntos en Cuba.
-Lo perdí de vista.
-¿Y Mateo Giménez?
-También lo perdí de vista.
-Estaban juntos en el hotel.
-Sí, el primer día: después creo que conoció a una chica y desapareció.
-¿Y dónde vive esa señorita?
-No la conozco.
-¿Qué se hizo de Aguirre?
-Lucas debe estar en Montevideo, supongo.
-¿Y un tal Joao da Silva?
-No sé quién es.
-Se pasó días enteros, en La Habana, hablando con ese brasileño.
-¿Usted se refiere a Juan?: no sabía que se llamaba así. Debe estar en Brasil.
-¿De qué hablaron tanto?
-De muchas cosas, de mujeres.
-¿Qué planes tienen?
-¿Planes?
-Mire, Poletti, usted sabe mucho. Cuanto más pronto hable, será mejor para todos.
-No tengo nada que contarles.
-Es su última palabra.
Marcos asintió. Cabrera se quedó mirándolo largo rato, luego hizo una seña casi imperceptible a sus hombres. Éstos se abalanzaron y con pocos movimientos lo trasladaron a un cuarto contiguo. Allí lo tendieron sobre una mesa de portland, como esas que suelen tener en las morgues; lo desnudaron, atándole las muñecas y los tobillos con trapos húmedos. Marcos lo miró a los ojos y le dijo: "Cabrera, usted debe tener familia, y estas cosas, a la larga, se pagan". El hombre le dio un cachetazo y luego sonrió con gesto teatral: "No tengo familia, soy soltero".
De inmediato chasqueó los dedos y Marcos sintió la primera descarga en los tobillos que lo hizo saltar con el vientre hacia adelante. Después sintió un acercamiento casi sensual a la altura de las tetillas y, enseguida, una descarga que le encogió el sexo. Como si hubiesen observado esta reacción, se dedicaron largamente a repasar testículos, pene, ingles, muy cerca de la herida.
Recordó que la electricidad, en un cuerpo herido, produce gangrena: sí, sí, ya lo sabían; que no se preocupara y volvieron a la carga: todo se puso muy confuso entonces; no tenía noción, por ejemplo, si se había cagado o no. Pero no le importaba; escuchó algunas palabras sueltas, insulsas; o frases nítidas, pero aisladas: "¿no le parece que jugaron bastante con este asunto de la revolución?".
Marcos solamente contaba con algo para hacer pie: su odio. A esto se aferraba con desesperación; pero ni siquiera insultó o gritó: una palabra trae la otra, uno abre la boca y no sabe si va a gritar o va a contar todo. Cuando no pudo más, empezó a mentir: dijo que en La Habana lo habían tratado de enganchar en una tarea menor, de contacto, pero que él la había rechazado porque le pareció poco serio el procedimiento.
"¿Contacto para qué?" Para servir de puente en la información. "¿Quién manejaba la información?" No alcanzaron a decirme, porque no acepté de entrada. "¿Cómo era la persona que lo habló?", y describió físicamente a Cachito, cuya imagen se le presentó inesperadamente. "¿Cómo se llama?" Jorge. "¿Cuál era el procedimiento?" No lo recordaba bien en ese momento, pero le resultó endeble. Hubo un momento de expectativa hasta que Cabrera dijo "miente", y recomenzó todo con más furia.
Pero duró poco tiempo: Marcos había perdido el sentido. Cuando lo fue recuperando se encontró en el fondo de un sótano; pero no era eso. Poco a poco fue tomando conciencia del lugar en que estaba: el piso de un automóvil, con los pies de ellos sobre su cuerpo. Le dolía la espalda terriblemente, pero era de todas formas un dolor distante, como si su cuerpo estuviera en otro lado. La cabeza también le dolía mucho; ella sí está dentro del cuerpo: seguramente se había golpeado como la vez en que se cayó desde lo alto de la mesa y tuvo conmoción cerebral.
Había caído de espaldas y no le dio importancia; salió con su padre y, ya en la calle, esperándolo en el coche, comenzó a notar un brillo extraño, un deslumbramiento, hasta que se desmayó. Cuando volvió a despertar habían pasado tres días y sentía un gusto espantoso en la boca -como ahora, casi treinta años después- y vomitó un liquido negro. Los médicos dijeron que el vómito lo había salvado. Vomitó de nuevo, como si todavía tuviera ocho años y pudiera salvarse, pero sintió que le decían asqueroso, y le pateaban la cabeza.
En la nueva casa, lo ataron a un elástico; no sabía bien si era una de las casas en las que había estado, o una nueva; tampoco le importaba demasiado. Esta vez le ataron las manos y los tobillos con gomas; sintió que le conectaban un cable al dedo gordo del pie derecho y alcanzó a ver que alguien prendía la radio, a todo volumen; un minuto antes Cabrera se le había acercado:
"¿Vas a hablar, o no?" Marcos lo había mirado y, sin pensarlo mucho, le contestó: "Para qué, si igual me van a matar".
Qué otra cosa podían hacer, de todas formas; ya deberían afrontar el pequeño escándalo internacional que se iba a organizar cuando trascendiera la noticia del rapto. Y después de eso, no lo iban a dejar reaparecer en el mundo de los vivos, para que él viniera, cómodamente, y señalara a los responsables. Más cómodo era liquidarlo y santas pascuas. "Se equivoca, si habla le podemos salvar la vida; y ¿qué vale más, su vida o la de los otros?" Marcos juntó saliva y le escupió la cara.
Pusieron la radio a todo volumen y empezaron de nuevo. Una música absurda y los gritos con los que ellos se daban ánimos -se azuzaban, se enardecían entre sí-, pero todo esto vivido cada vez a mayor distancia, guarecido siempre en su odio. Miraba como un espectador su propio sufrimiento, pero sentía que la vida se le iba y esto le daba todavía más rabia.
Sintió como si lo estuvieran cuereando; hasta dejarle el cuerpo en carne viva, como una antorcha. Una frase: "ya no está en la facultad para andar metido en estas pendejadas" y al rato "ya es hora de que empecés a portarte como una persona adulta", lo colocaron al borde del vacío; incluso la última frase fue tapada por su propio grito que inundó la habitación y salió corriendo por plena calle, cruzando el mar, llegando hasta las orillas de su país; algunos pescadores se alarmaron con esa presencia inusitada y corrieron a recoger su grito exhausto en la playa, como un bonito, transido y gallardo aún, varado en un puerto seguro.
La oscuridad comenzó a envolverlo. Cuando despertó, pudo sentir claramente que una jauría le andaba mordiendo los hombros, las nalgas, una pantorrilla; prácticamente no quedaba un lugar en todo el cuerpo que no mordieran estos animales empecinados, que ni siquiera perdían el tiempo gruñendo. Abrió los ojos para sacárselos de encima y se encontró con la cara solitaria y beatífica de Cabrera. "¿No le da vergüenza andar en esto?", alcanzó a decirle, pero Cabrera fue chupado hacia atrás por una especie de enorme extractor que se lo llevaba muy lejos, flotando en el espacio abierto y sin referencias.
Un latigazo lo hizo saltar y sintió que la espalda se le había partido. "Esperen un momento, se quedó sin pulso", escuchó claramente que alguien decía; abrió los ojos y los vio a todos, que también estaban mirando. No se escuchaba ningún ruido y estaban quietos como estatuas; un momento después empezaron a moverse; lo desataron, lo pusieron de pie y, cuando lo soltaron, cayó de boca; "debo tener una vértebra rota", alcanzó a decir porque no sentía las piernas y no podía enderezar el tronco; Sara corrió a su lado: había estado acostada con alguien y, cuando vio que él estaba durmiendo en la pieza contigua, corrió a su lado y lo acarició; siempre iba a estar al lado de él, juntos, pasara lo que pasara; ahora lo arrastraban y Sara había desaparecido: que no vayan a torturarla; a lo mejor intentaban vejarla, pasar ese aparato infame por esos pechos que amaba y había besado tantas veces: "No te voy a traicionar, Sara; podés estar tranquila. Vos también, Mateo; Aramís, amigos: confianza".
-¿Qué dice este imbécil?
Lo arrastraron y sintió el piso sobre el cuerpo llagado y distante; lo dejaron en algún rincón, la escoba detrás de la puerta (para que se vayan las visitas); las visitas vuelven, pero ha pasado muchísimo tiempo; he dormido como una bestia, pero todavía estoy cansado. Cabrera lo agarró de los testículos y le dijo: "te los voy a cortar" y pasaba un cuchillo de contrafilo por el nacimiento del escroto.
Marcos lo miró con ojos vacíos y la boca yerta; Cabrera tuvo que retirar la mano, porque comenzó a orinarse, sin ver nada, sin importarle nada, aparentemente. Le dio una tremenda patada en los testículos y apenas lo movió, sin arrancar la menor expresión en su rostro: sin embargo vivía.
"Un poco de agua" pidió, y Cabrera dio orden de que le dieran agua con sal. Estaba descartado que no hablaría; o se estaba muriendo, o se había vuelto loco. Tal vez ambas cosas, muchas veces pasaba: "lo que diga ahora no tiene mucho valor", comentó con despecho. Además, era fuerte como un toro, por eso no había podido doblegarlo. Otro cualquiera ya estaría muerto. Lo metieron en un coche y lo tiraron sobre el piso de atrás.
Marcos sintió otra vez el peso de los pies y miró hacia arriba por la ventanilla trasera. Era de día; era un día de sol, sin duda. El cielo tenía un color azul intenso, como el mar:
"¿a dónde me llevan?", preguntó y Cabrera le puso un pie en la cara; luego lo retiró. Otra vez el cielo, el mar azul, algunas ramas, árboles; pajaritos, tal vez: era el Paraíso.
Le pareció reconocer algo que pasó fugazmente por el marco de la ventanilla; algo familiar, conocido. Pudo haber sido un trozo del Arco de Triunfo. Pudo haber sido, pero no era.

XLVIII Dom Perignon

"Hace dos días que no lo veo", dijo la francesa, que estaba increiblemente amable. Pero, cuando Mateo insistió en que subieran a la habitación, comenzó a perder afabilidad. Arriba, varios ceniceros repletos le dieron la pauta de que había estado con varias personas; no, ella no vio subir a nadie.
Era evidente que había salido precipitadamente de la habitación: no había tenido tiempo de tirar los puchos y Marcos dormiría de cualquier manera, pero menos con olor a puchos. Dedujo, mientras la dueña del hotel perdía la paciencia, que había salido la misma noche en que habían cenado juntos por última vez: la camisa -inconfundible- que tenía puesta esa noche, no estaba allí; y sí había otras camisas que había usado antes, como una a cuadros que era la única que Marcos tenía con esas características.
Miró a la mujer, y ésta pasó de la irritación al furor. Desistió de su empeño: sacar de ella algo más de lo que había sacado era imposible; sí, sabía más, pero no lo diría. Salió de allí y habló con Hadad: a través de la Unesco trató de localizarlo oficiosamente; también hablaron con la embajada de Cuba. Pero, ¿en carácter de qué los cubanos podían reclamar a un ciudadano argentino? ¿En su carácter de revolucionario?
Cuando pudieron salir de la obsesión de la búsqueda, concluyeron que Marcos había sido raptado, seguramente por la CIA. Lo que era más angustioso es que nada podían hacer por su rescate. A la Embajada Argentina, no podían acudir. Tampoco se podía hacer pública la desaparición, podían comprometer inútilmente a más gente: no se podía hacer nada.
Además, era prudente que Mateo abandonara París: podía correr la misma suerte que Marcos. Quiso volver para apretar a la hotelera; le preguntaron si estaba loco. Furioso se puso a caminar por las Tullerías: había tomado unas copas y, cuando se hizo de noche, empezó a gritar que ahí estaba, que lo vinieran a buscar, que le devolvieran a su amigo que valía cien veces más que él. Increpó a un "flic" que no entendió bien lo que le decía y aceptó las explicaciones de Hadad, quien, con Isolda, a duras penas lograron ir convenciendo a Mateo que fueran a una casa.
Se pasó la noche aullando sordamente como un perro, mientras ella lloraba y Hadad trataba de calmarlos: la partida de Mateo estaba prevista para dentro de dos días. Viajaría a Argel, donde se encontraría con Federico; a lo mejor con Juan; allí iría viendo qué pasaba. El día antes, Isolda llegó al departamento con una botella de Dom Perignon. Se sentaron en el suelo para tomarla, pero uno de sus hijos se acurrucó en los brazos de Mateo; al verlos así, ella los abrazó en silencio, para que no les hicieran daño, para que no se los robaran. No podía rugir como hacían las leonas, ni soplar su cólera, como las onzas; por eso se mantuvo en silencio, predestinada.
Bebieron los primeros sorbos, cuando el chico se fue a dormir. Se abrazaron entonces, acunándose el uno en el otro durante mucho rato. Cubrían con su tristeza el tiempo que los rodeaba; su queja era lenta y monocorde. Sin arranques, resignada al sacrificio. Sabían que allí terminaba todo, que era difícil, imposible, el reencuentro: ninguno de los dos quiso hacer el amor, así, como estaban, desgastados por la tristeza, por la muerte que apretaba esas horas y apenas los dejaba respirar. Toda la noche pasaron de esta manera, aliviándose el dolor con caricias, que, a su vez, volvían a desencadenar la tristeza.
Hadad había preparado un pequeño banquete de despedida y almorzaron en silencio, hasta que fue la hora de subir al auto y partir rumbo a Orly. No dejaron de mirarse durante todo el trayecto; ella, de vez en cuando, negaba con la cabeza, como hacen las desdichadas en los novelones del cine mexicano, cuando algo trágico les parece mentira.
El vuelo a Argel se había atrasado y debieron esperar en el aeropuerto más de dos horas. Tomaron café sin hablar: todo estaba dicho. Finalmente el avión partió: los hombres se abrazaron en silencio; enseguida la tomó por los hombros y la miró a distancia, como para no olvidar los rasgos. Ella tenía los ojos anegados y rojos, como la piel ahora manchada y maltratada por el dolor.
La soltó con energía, alejándose entre los molinetes de la aduana. Dos horas después caminaba por los jardines del aeropuerto de Dar-el-beida.

*ONGARO, Raimundo "Sólo el pueblo salvará al pueblo" Edición "Las Bases". 1974. Los textos aclaratorios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

CAPITULO SEXTO

Después de la primera sesión de picana con Mercedes, los criminales estaban "entusiasmados" y probaron con Ítalo Valiese y Rosa Salas.
Aquello era un "juego de niños"; jugaban con los shocks emocionales que produce el aparato eléctrico en el cuerpo humano y por otra parte tenían todo el "apoyo moral" de los resortes oficiales. ¿Quién les iba a hacer nada?
A Rosa Salas, en la misma camilla que pusieron a Mercedes le quemaron también las partes más sensibles del cuerpo. Ellos sabían que Rosa era una chica humilde, que no sabía nada de los andares políticos ni gremiales y que su vida era trabajar como doméstica en una casa de familia, pero de todas maneras, como "conejito de la India" no dejaba de ser una experiencia interesante. Las resistencias de Rosa sonmucho menores que las de Mercedes y la corriente le produce un desmayo muy largo, del que no consiguen hacerla reaccionar. A Ítalo se conforman entonces con golpearlo a trompadas y patadas. Al fin de cuentas para ellos eso también tenía su gracia:
-¿Cómo te llamás? le preguntaban.
-Ítalo Vallese... -Cuando Ítalo respondía, entre dos o tres le pegaban trompadas en el estómago y en la cara; cuando caía al suelo, las reemplazaban por pateaduras. La operación se repitió varias veces. Lo levantaban y lo tiraban haciéndole la misma pregunta.
Todo ensangrentado Ítalo les preguntó, con voz jadeante, casi en un gemido:
-¿Qué tengo que decirles para que no me peguen, un nombre falso?
Los dos fueron sacados de la "Casa de las Torturas" y devueltos a la 1º de San Martín pero Rosa, que seguía en estado de inconsciencia, fue llevada primero a la residencia particular del facultativo "amigo de la policía". El doctor Medone le aplicó una de sus famosas "inyecciones" y a los pocos minutos Rosa volvió en sí y escuchó como en sueños la voz del médico:
-Si no reacciona con la inyección habrá que hacerle un "lavado de cabeza"...
Al día siguiente que torturaron a Ítalo y Rosa, Mercedes fue sacada por segunda vez de su celda; todavía no estaba repuesta de la primera sesión. Al reconocer los pasos que se acercaban a su calabozo estalló en un ataque de histeria:
- ¡Asesinos...! ¡Asesinos...! Me llevan para matarme... ¡Son siempre los mismos...!
El guardiacárcel se anima a interceder por ella:
-Cómo se la van a llevar en estas condiciones...?
-No... Si "Merceditas" está bien -dice socarronamente el jefe de la banda.
- ¿No es cierto, "Merceditas", que nosotros te tratamos bien? La llevamos únicamente para "preguntar" las últimas cositas...
Cuando llegan a la famosa "Casa de las Torturas" Mercedes está agotada. Pretende ir al baño pero no sabe cómo llegar porque tiene los ojos vendados. Ellos se encargan de llevarla a la rastra y sentarla en el inodoro, permaneciendo a su lado constantemente. Acostada en un rincón de la habitación Mercedes puede oír los gritos de Osvaldo Abdala que es torturado en la otra pieza con "el aparato". Algunos merodeaban de un lado a1 otro tomando mate, otros cerca de ella, tocaban la guitarra y le preguntaban qué canción le gustaba; la radio también estaba puesta a toda potencia. Había que "tapar" a Osvaldo Abdala, que gritaba muy fuerte. Uno se sentó al lado y le dijo que quería ayudarla.
-Lo único que quiero es que dejen de tocar la guitarra porque me siento muy mal y me duele la cabeza.
-Si me decís la verdad yo te voy a ayudar. ¿Querés saber quiénes te torturan?
- ¿Para qué quiero saber, si son tantos? ¿Qué puedo hacer yo?
-A mí no me gusta que torturen a las mujeres. Los que te torturan son militares. Estamos en un cuartel rodeados de soldados. Son militares de los gordos... Si me decís dónde está Rearte te voy a ayudar.
Todo era guerra de nervios (ahora le llaman "acción psicológica") y el que la "cuidaba", efectivamente la "ayudó"... pero a "sacarse" la ropa a jirones, para torturarla por segunda vez.
Mientras le quemaban el cuerpo Mercedes les gritaba:
- ¿Qué hicieron con Felipe... qué hicieron con Felipe...?
- ¿Qué sabés vos de Felipe?
-Que ustedes lo golpearon... Yo hablé con Felipe...
-Dejate de hinchar con ese hijo de...!
Mercedes ya no puede más. La fiebre sigue en aumento. Uno de los torturadores que recién entraba comentó:
-Qué resistencia tiene...!
-Esto no es nada -le dice el otro-, ¡la hubieras visto la primera vez!
-Bueno, basta ya -ordena el que se había asombrado.
Y semivestida, con las manos atadas y los ojos vendados, es llevada nuevamente en coche hasta la célebre seccional policial.
Al otro día Medone la visita otra vez en su celda. El estado de Mercedes era realmente calamitoso. Totalmente destrozada, con los nervios en tensión, reacciona únicamente cuando escucha ruido de pasos. Cada vez que cree que alguien se acerca grita aterrorizada: ¡Asesinos, asesinos, déjenme, vienen a llevarme...! El doctor Medone le aplica una inyección y le da unas pastillas calmantes. Otros presos políticos, que están cerca de su celda, le hacen llegar sedantes para aplacar los nervios.
Todo aquello fue terrible; cuando los protagonistas lo narran se preguntan cómo pudieron resistir tanta crueldad.
Siete días habían transcurrido desde que fueron sacados de su casa y la opinión pública ya estaba en conocimiento de los hechos generales: el secuestro de Felipe Valiese y sus familiares. La Unión Obrera Metalúrgica había comenzado a movilizarse.
El 25 de agosto de 1962 -la fecha tiene suma importancia- el diario "El Mundo" publicaba un artículo titulado "Como en Chicago", dando cuenta de las detenciones producidas.
No se sabía sin embargo que en esos mismos momentos los detenidos eran brutalmente torturados.
La nota de la sección policiales de "El Mundo" decía textualmente:
"Rarísimo suceso en Flores Norte, que la policía dice ignorar. Frente al 1776 de Canalejas, a las 23,30 del jueves, un hombre fue secuestrado. Desde hacía varios días había autos ‘sospechosos’ en las inmediaciones. Una estanciera gris frente a aquel número; un Chevrolet verde en Canalejas y Donato Alvarez; y un Fiat 1100, color claro, en Trelles y Canalejas. Dentro de ellos, varios hombres. Y otros en las inmediaciones de los coches. A la hora citada, el automóvil de Donato Alvarez hizo guiño con los focos señalando el avance del ‘hombre’. Le respondieron y todos convergieron sobre él. Se le echaron encima y lo golpearon. Y, pese a que se aferró con manos y uñas al árbol que está frente al número señalado, lo llevaron a la estanciera gris, que partió velozmente con las puertas abiertas. Los gritos de desesperación del secuestrado, que habían comenzado con la agresión, poblaban la noche y atrajeron a todos los vecinos, que alarmados dieron otro tono a la cuadra. Todos corrieron. Algunos quisieron acercarse. Un hombre armado -pistola 45 en la mano- los detuvo. ‘Esto no es para ustedes. Píquenselas si no quieren ligarla’. Y se tuvieron que ir, viendo inermes cómo, en plena ciudad, se raptaba a un hombre. Luego avisaron a la policía. Una hora después llegó un oficial. Recogió información. Advirtió los rastros de sangre. No dijo nada. Cuando ayer preguntamos en la 50 por el suceso, nos respondieron: ‘Es la primera noticia que tenemos’. Pero no era...".
Evidentemente "El Mundo" informó bien. Lástima que no se siguió ocupando del caso porque es un tema que le hubiera dado tela para cortar. Claro, un poco peligroso, quizás... Porque los asesinos no son otros que la misma policía, viene al caso por lo que ocurrió después...
El 1° de setiembre, siete días después de la nota periodística a la que hacemos referencia, los presos son distribuidos por distintas comisarías pertenecientes a la REGIONAL DE POLICÍA DE SAN MARTÍN. Mercedes Cervíño de Adaro y Rosa Salas van a parar a la localidad de Caseros; Elbia de la Peña, a Villa Lynch; Italo, a Santos Lugares; Raúl Sánchez -que también fue quemado con la picana (de él nos ocuparemos más tarde)-, a Sáenz Peña, y Osvaldo Abdala queda en la "1º".
¿Por qué esta "Operación desparramo"? Para FRAGUAR EL SUMARIO. En las distintas comisarías son asentados como si hubieran sido detenidos ese día, 1 de setiembre. La novela policial sobre cómo fueron detenidos es harto repetida; porque usan la misma para todos estos casos: "Los ciudadanos presos portaban armas y volantes peronistas y comunistas". Le agregan algo sabroso: Tenían algunos uniformes (no se sabe si puestos o envueltos) y se encontraban en Ciudadela.
Pero la mentira tiene patas cortas. Si fueron detenidos el 1° de setiembre, como la policía hizo constar en el sumario, hay que pensar entonces que "El Mundo" tiene poderes de pitonisa, porque dio a conocer la detención, como transcribimos más arriba, seis días antes: e1 25 de agosto.
"La Razón" de dos o tres días después también "adivinó" la noticia de la "Operación Vallese".
El 8 de setiembre vuelven a verse todas las caras: Elbia, Mercedes, Ítalo y Osvaldo Abdala (el amigo de Felipe) se encuentran en el Juzgado Federal del doctor Jorge Luque, de San Martín, para ser interrogados. Fueron llevados por el expediente Felipe Valiese.
Fernando Torres, abogado del gremio metalúrgico y de las 62 Organizaciones Gremiales (actualmente también lo es de la CGT), había presentado días atrás un recurso de habeas corpus por la desaparición del dirigente gremial. En el Juzgado conocen a Raúl Sánchez, al que ninguno de ellos había visto jamás. El cuerpo de Raúl Sánchez muestra evidentes huellas de quemaduras: él también había sufrido los efectos del "aparato".
Sin embargo, para el juez eso es "lo de menos"; más importante era averiguar, en cambio, pormenores de la vida de Felipe, como buscando encontrar alguna justificación del vandálico proceso policial. No era cuestión de andar con "sensiblerías" por algunos torturados y un desaparecido. El juez Luque los bombardea a preguntas: dónde vivía Felipe, cuándo lo habían visto por última vez, de qué trabajaba... Algunas preguntas son un tanto significativas, otras bastante extrañas: "¿qué carácter tenía?, ¿qué leía?, ¿de qué filiación política era?, ¿militaba sindicalmente?, ¿era activista?, ¿era amigo de Alberto Rearte?, ¿iba Rearte a la casa?, ¿se encontraban Rearte y Felipe a menudo?"
Para Elbia, Mercedes e Ítalo, las preguntas fueron fáciles de contestar: Felipe leía bastante, cualquier libro que él considerara interesante, sin hacer discriminación de la posición política del autor; Felipe era P…… ; sí, era delegado de fábrica, se descartaba que tenía que actuar sindicalmente y ser activista; de Alberto Rearte era muy amigo desde niño; Rearte no iba a la casa desde 1960 para no comprometerlos (tenía la "captura recomendada" por el frondizismo por razones políticas) y si se encontraban o no fuera de la casa, era cuestión de ellos, que Felipe no comentaba.
¿Pero no era más importante encontrar a Felipe, movilizando todos los resortes oficiales -que son muchos, por cierto- hasta dar con él, que "entrar" en la variante de interminables interrogatorios judiciales, suspendidos y vueltos a empezar, con los que se conseguía únicamente perder tiempo y darles tiempo a los secuestradores? El juez Luque no lo entendió así, desgraciadamente; quizá porque vivía demasiado cerca de ellos y de su sede de operaciones. Tampoco parecieron importarle mucho los cuerpos quemados que tenía delante de él. Las preguntas de cómo habían sido torturados, las hizo en forma extraoficial, al solo efecto de informarse personalmente, pero sin hacerlas constar en el sumario. Ni para darles estado público, como hubiera correspondido, si se pensara seriamente terminar con ellas. Porque nuestra justicia es así, occidental, cristiana, burocrática y encubridora del sistema, por sobre todas las cosas.
Elbia de la Peña, Mercedes de Adaro, Ítalo Vallese, Rosa Salas, Osvaldo Abdala y Raúl Sánchez fueron llevados nuevamente a sus respectivas comisarías de la Regional San Martín. Allí vivían las horas, los minutos y los segundos víctimas del pánico, esperando que de un momento a otro vinieran a buscarlos para torturarlos como lo habían hecho antes. El bondadoso comisario de la localidad de Caseros llegó a decirle a Mercedes que no se explicaba cómo la habían quemado tanto. "Yo de una sola aplicación te hubiera hecho cantar todo".
El martes 11 de setiembre son llevados otra vez ante el juez Luque, que entonces sí cree conveniente interrogarlos sobre cómo y por qué razón fueron detenidos. Ese día decreta, sin mayor trámite, la libertad de Osvaldo Abdala. Osvaldo Abdala no quiso más complicaciones de las que ya había tenido gratuitamente (incluyendo la picana eléctrica) y negó en el sumario que hubiera sido torturado. Mercedes había viajado con él hasta la "Casa de las Torturas", desde la 1º de San Martín; había escuchado su voz, sus gritos, mientras lo picaneaban, todos lo habían visto quemado, pero esas quemaduras ya habían desaparecido ahora, y Osvaldo Abdala negaba todo. Estaba atemorizado. La familia también, y hay quien le escuchó decir a un familiar que ellos conseguirían la libertad de Osvaldo, "como se hace en estos casos, arreglando al juez". Y con cigarrillos "Chesterfield" y whisky importado bastaba.
Dos días después, el jueves 13, el doctor Luque continuó con sus caprichosos interrogatorios, que se prolongaron hasta el día siguiente. Le hizo distintas preguntas a cada uno. Elbia, Mercedes, Ítalo, Rosa y Raúl vieron estimulada su imaginación: desfilaron ante su estupor armas, chaquetillas y panfletos de distinta índole. El examen era individual y, en general, se les preguntaba lo mismo, pero con variantes, como tratando de que "se pisen". Unos volantes decían "Por una Patria Libre, Justa y Soberana", y los firmaba la "Juventud P..."; otros, con distintos slogans, tenían inscripciones del Partido Comunista. Todo aquello parecía una gran novela policial, aunque muy mal escrita porque los personajes estaban invertidos: los "reos" eran inocentes y las "fuerzas del orden" eran los culpables, los asesinos, los torturadores. Era imposible acusar a ninguno de ellos con nada, ni mezclarlos capciosamente en ningún hecho político. Saltaba a la vista que los vejámenes de la policía habían sido gratuitos. Y como la cosa ya se estaba poniendo demasiado seria, el doctor Luque decide "sacarse el fardo de encima", y el viernes 14, después de otra audiencia judicial con los "reos", decide decretar su libertad. Pero al llegar cada uno a su comisaría para buscar sus "efectos personales", quedan retenidos por orden del juez Néstor Cáceres. ¿Qué habían hecho ahora para seguir detenidos? ¿Qué nuevo delito se les había "descubierto"? ¿De qué se los acusaba? PORTACION DE LIBROS, dice la papeleta judicial. Aquello hubiera resultado gracioso, si no fuera que el ánimo de ellos los invitaba a llorar. El juez Cáceres les inicia un nuevo proceso. Pero en él quedan al descubierto las torturas a Mercedes Cerviño de Adaro y Raúl Sánchez. Las marcas físicas en sus cuerpos seguían acusando a las hordas policiales de San Martín. En el servicio médico de los Tribunales de La Plata son revisados Raúl Sánchez y Mercedes, y los profesionales no tienen ninguna duda; ambos habían sido salvajemente picaneados. El relato de todo el proceso criminal que hace Mercedes, es presenciado y escuchado por el director del diario "El Día" de La Plata. El 28 de setiembre -39 días duró esa pesadilla- fueron dejados todos en libertad.
Mientras tanto, Felipe Vallese, obrero de la fábrica metalúrgica TEA y dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica, seguía secuestrado. Se estaba demostrando que en nuestro país un hombre puede desaparecer, pueden conocerse sus secuestradores, con nombres y apellidos, y no pasar absolutamente nada. El Poder Ejecutivo, el ministro del Interior, los innumerables organismos de "inteligencia" de las fuerzas armadas (SIE, SIDE, SIA, SIN), la Justicia y, por descontado, el alto comando de la Policía Federal, permanecieron, y permanecen imperturbables. Parece ocioso aclararlo, a esta altura de las cosas, pero no está de más señalar para los ingenuos que, además de los criminales que pusieron la "mano de obra", los organismos que nombramos recién son los principales responsables, directos o indirectos, de este horroroso crimen policial. El 28 de agosto, es decir, antes de la "operación desparramo", en la que fueron distribuidos por distintas comisarías, Ítalo, Rosa, Mercedes, Raúl Sánchez y Osvaldo Abdala, Felipe "pasa" por la comisaría de Villa Lynch, a la que días después es llevada Elbia. Lo llevaron a las cuatro de la madrugada y lo sacaron a la misma hora del día siguiente. Veinticuatro horas apenas duró su estadía en esa comisaría, la última en que el dirigente sindical pudo ser reconocido en plena facultad de sus poderes mentales, o quizá la última de su vida. Después, nadie supo más de él.
Solamente Felipe pudo saber cuánto significaron para él esas 24 horas, las primeras en que puede intercambiar una conversación, después de 96 horas continuadas en poder de esos seres anormales. Por eso se sentía bien a pesar del estado en que se encontraba; porque pudo hablar con otros presos políticos y contarles de su situación. Mostraba las muñecas llagadas en carne viva y los pies dijo tenerlos igual; la cabeza llena de hematomas, la sentía como si le estuviera a punto de estallar; el pantalón roto de la pierna izquierda hacía ver su rodilla amoratada, muy hinchada y sanguinolenta. Sin embargo, conversaba animadamente y expresó tener un hambre atroz. Hacía cuatro días que no probaba bocado. La última vez que había comido era la noche del secuestro, con su hermano, Elbia, Mercedes y los chicos...
La oportunidad de estar con otros presos le abre enormes esperanzas de que su sindicato se ocupe de él y pueda rescatarlo. En un papelito sacado de una etiqueta de cigarrillos, Felipe le manda un mensaje al dirigente gremial Augusto Vandor, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica, le dice dónde está y que movilice al gremio para sacarlo. Un S.O.S. a la vida. Ese mensaje fue entregado en propias manos por el compañero de cárcel de Felipe. Pero el papelito, muy chico, se perdió por algún resquicio del traje; el que usaba e1 señor Augusto Vandor en ese momento. Felipe, mientras tanto, sigue esperando que lo vayan a sacar.
¡Mala suerte la de Felipe! Todo lo que le hicieron (les dijo a los compañeros circunstanciales de Villa Lynch) fue para que delatara dónde estaba su amigo Rearte. El no lo sabía y, aunque lo hubiera sabido, tampoco lo hubiera entregado.
Pero. .. ¿Quién es Rearte?
El 8 de julio de 1962, una noticia de carácter policial, pero de consecuencias netamente políticas, se extendió por todo el país: en la calle Gascón 257, de esta capital, se había producido un tiroteo entre una brigada de la Regional Policial de San Martín y personas no identificadas, del que resultaron muertos los sargentos José Lezcano y José Ignacio Sagasti. En grandes titulares, a tres columnas, "La Razón" decía que, "pese al hermetismo que mantuvieron las autoridades policiales sobre el particular, ha trascendido en esos círculos que se estaría frente a una organización ‘extremista’ que financia sus campañas mediante la venta de armas a bandas delictivas" ("El tiroteo de la calle Gascón", 8/7/62). Durante varias semanas los "grandes
diarios" jugaron una carrera competitiva simulando descubrir mayores detalles de los sucesos ocurridos, pero "La Razón" fue, sin lugar a dudas, quien llevó la delantera: una semana correlativa -8, 9, 10, 11, 12, 13, 15 de julio- se pasó "informando" sobre el asunto y dedicándole cada vez mayor espacio. Pero, para ser más exactos con "La Razón", digamos también que fue el diario que cargó con mayores contradicciones inclusive con su propia información en lo que iba de un día al otro. Seguramente porque los cronistas de "policiales" son siempre más policiales que cronistas.
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La primera información de "La Razón" sobre el hecho (8! 7/1962) consignó que una comisión policial compuesta por cinco hombres vestidos de civil llegó a la finca de la calle Gascón 257 siguiendo la pista de una banda de delincuentes que se presumía se reunían en ese lugar. En razón de que nadie respondía a los llamados (dice "La Razón"), los representantes del orden optaron por introducirse en el local (era una fábrica de separadores para baterías, en cuyo frente rezaba la inscripción "Masilbyrena S.R.L.") por los techos de un depósito de madera lindero, ubicado en Gascón 251.
Una vez en el local de la fábrica fueron recibidos a balazos por cuatro ocupantes, que anteriormente se habían negado a responder al llamado policial. Fue así como se entabló el abundante cambio de proyectiles. El sargento José Lezcano fue el primero en resultar blanco de las balas. Cuatro proyectiles se incrustaron en su cuerpo y falleció. Otro sargento, José Sagasti, que junto con su colega fueron los dos únicos policías que lograron introducirse en la fábrica, se escudó detrás de un tacho de basura, pero igualmente varios proyectiles atravesaron el metal y se alojaron en su cuerpo. Los maleantes se dieron a la fuga aprovechando la tregua forzada. Un vecino que oyó los pedidos de auxilio del sargento Sagasti violentó la puerta de la fábrica y condujo al policía al Hospital Italiano, donde falleció poco más tarde. La seccional policial 9", en cuya jurisdicción ocurrió el hecho, desconocía el procedimiento que realizaba la unidad de San Martín. Los delincuentes -agregaba "La Razón"- habrían entrado a la fábrica por los fondos al tener conocimiento de que una comisión policial vestida de civil los esperaba en la puerta del establecimiento. Cabe señalar finalmente que en fuentes p... se dijo que el tiroteo se produjo al intentarse la detención de José María Aponte y René Bertelli. Esas fuentes manifestaron que los nombrados se hallaban detenidos en la brigada policial de San Martín.
Las autoridades de la comisaría 9" y de la unidad regional de San Martín registraron el local, donde encontraron 47 kilogramos de gelinita y material de propaganda comunista.
Esta fue la primera información textual de "La Razón", las posteriores serán las novelas más absurdas salidas de la imaginación y conveniencia policial, con la unánime complicidad periodística. Por ejemplo: los 47 kilos de gelinita y el material de propaganda comunista se convirtieron en montones de armas y numerosas "células operativas" que desarrollaban "actividades subversivas" en todo el país. La trama policial fue más allá: "La Razón" del 12 de julio (tres días después que publicara su primera información) decía: "Cuando la célula de la calle Gascón -cuyo jefe era Marino Massi- lograba reunir un grupo de aspirantes a guerrilleros, se los hacía viajar a Montevideo y en la república hermana se entrevistaban con un abogado (cuyo nombre no se dio a conocer) que se encargaba de conseguir pasaportes fraguados...". Por último se llegó a decir que la célula de la calle Gascón tenía ramificaciones hasta en el Uruguay.
Por nuestra parte, señalamos algunas contradicciones elementales que surgen a primera vista (¡lástima que no nos podamos extender por falta de espacio!). Si fueron cinco (5) los policías de San Martín que hicieron el procedimiento en la calle Gascón, ¿qué hicieron los tres que quedaron afuera cuando se entabló el tiroteo entre los "maleantes" y los dos sargentos Sagasti y Lezcano?¿Por qué no acudieron en su ayuda? ¿Cómo fue que el vecino Francisco Raúl Sánchez escuchó los pedidos de auxilio de Sagasti y no los escucharon los tres que aparentemente quedaron afuera? ¿Por qué se dice que los delincuentes aprovecharon la "tregua forzosa" (la muerte de los dos policías) para fugarse (en la mitad de la nota de "La Razón" del 8/7/1962) y en la misma información, al finalizar la crónica, se afirma que Aponte y Bertelli fueron detenidos? ¿Cuándo cómo y por quién (o quiénes) fueron detenidos? ¿Desde cuándo "maleantes o terroristas", sabiendo que policías se encuentran en su madriguera, toman la iniciativa de enfrentarlos (sin saber cuántos pueden ser), en vez de fugarse, como es harto común en todos estos casos? El vecino que concurrió a ayudar al policía herido -Francisco Raúl Sánchez, repetimos-y estuvo varios días detenido porque se consideraba que podía ser cómplice. En ese lapso, "La Razón", que lo daba primero como un bondadoso vecino, lo hace aparecer como complicado. Luego la policía lo declara limpio de culpa y cargo y "La Razón" también lo absuelve. ¿Por qué entonces se lo secuestra la misma noche que a Felipe Vallese -dos meses y medio después-, queriéndolo mezclar nuevamente con los sucesos de la calle Gascón y se le quema todo el cuerpo con la picana...?
¿Por qué "La Razón" le cambia el nombre alternativamente a José María Aponte y lo nombra a veces por su nombre real y otras como "Ricardo Daponte"? (el que siguió diariamente la información se da cuenta que se trata del mismo). ¿No sería para ayudar a la policía a despistar las denuncias que se hacían de que Aponte era torturado con la picana y pateado salvajemente por los policías de San Martín?
¿De dónde sacan la policía y "La Razón" que Alberto Rearte podía estar metido en el asunto de la calle Gascón? ¿Qué elementos de juicio tienen? Jamás los dieron. Ni la policía ni "La Razón". Aunque para el caso es lo mismo. Sin embargo cinco días después del suceso, "La Razón" publicaba en su edición del 12/7/1962: "Ahora se ha podido determinar que después que la policía allanó el establecimiento de los hermanos Massi (en la calle Gascón) y detuvo a Mario Massi y Aponte dejando en el lugar a los sargentos Sagasti y Lezcano, dos individuos que serían Marino Massi y Alberto Rearte pasaron frente a la fábrica en compañía de otro sujeto, que fueron informados, al parecer por Sánchez, sobre el allanamiento y la presencia de la policía en el lugar". Como dijimos antes, posteriormente Sánchez fue absuelto por la policía, pero "La Razón" insistía en acusarlo.
Mientras tanto, Alberto Rearte sigue prófugo hasta el día de hoy. Su nombre está estrechamente vinculado al crimen de Felipe Vallese. Integrante o no, Felipe Vallese fue asesinado únicamente por ser amigo de él.
Rearte quiere aclarar su situación y algunos aspectos ligados al "Caso Valiese". El se arriesgó a venir hasta nosotros y nosotros publicamos sus palabras, afrontando todas las circunstancias. Según Alberto Rearte, la orden que tienen los elementos de Coordinación Federal con respecto a él es: TIRAR A MATAR.
-¿Cuá1 es el motivo por el que se lo mezcla a usted con los sucesos de la calle Gascón?
-No sé. Para mí todavía constituye un misterio. Me enteré del asunto por los diarios.
-¿Por qué no se presentó a aclarar su situación ante las autoridades?
-Porque el régimen no ofrece ningún tipo de garantías.
-¿Usted no conocía a las personas acusadas de participar en aquellos hechos?
-No las conozco. Yo milito en la juventud p...
-Concretamente: ¿cuáles son los cargos específicos contra usted con referencia a aquellos sucesos?
-Haber matado a dos funcionarios policiales. Desde luego, se trata de un invento completo.
-¿Frecuentaba usted a Felipe Valiese antes de su desaparición?
-Era amigo de él.
-¿Miiitaba Felipe Vallese en la J. P.?
-Sí.
-¿Tuvo algo que ver con "la calle Gascón"?
-Absolutamente, ¡no!
-¿Por qué cree que fue secuestrado?
-Por ser amigo mío.
-¿Por ninguna razón más?
-Para mí este atentado es de lo más misterioso.
-¿Misterioso...?
-Bueno... hay cosas no aclaradas todavía, aunque yo tengo hecha mi composición de lugar... Pero señalo un hecho de suma importancia: la libertad casi inmediata de Agustín Adaro...
-¿Usted cree que Agustín Adaro tuvo complicidad con la policía?
-Evidentemente algo tuvo que ver...
-Perdón por el carácter íntimo de la pregunta que le voy a formular, pero es muy valiosa como información. Relaciono su última respuesta con la pregunta que le hacían constantemente los torturadores a Mercedes mientras la picaneaban: "¿Dónde está Rearte?"... ¿Qué relación existía entre usted y Mercedes Cerviño de Adaro?
-Es íntima amiga de toda mi familia desde hace muchos años.
- ¿Qué cree que pasó con Felipe a esta altura de las cosas?
-. . . Que lo mataron...
- ¿Puede individualizar a algún o algunos responsables?
-De eso se encargó la Unión Obrera Metalúrgica. Ellos los denunciaron públicamente y de eso me interesa conversar.
-¿...?
-A veces me detengo a pensar cuál es el destino que tiene reservado cada hombre de nuestro Movimiento...
- ¿Por qué?
-Porque pienso que los "dirigentes" ("dirigentes" quiero que vaya entre comillas) no han hecho lo que tenían que hacer dadas las posibilidades que tiene dicha organización sindical...
- ¿Por ejemplo?
-Porque Vandor no cumplió...
- ¿En qué?
-Bueno, en una conferencia de prensa se comprometió a movilizar al gremio para que aparezca Felipe Vallese. Todavía el pueblo y sus familiares esperan...
- ¿Usted cree que era posible?
-Desde luego. Teniendo en cuenta por encima de todo la combatividad del glorioso gremio metalúrgico y el prestigio de que gozaba Felipe Vallese.
- ¿Qué hubiera hecho usted en lugar de Vandor?
-¡Pero señor!... ¿Usted nunca vio movilizar un gremio? ¿Usted cree que con pegar murales se recuperará a Felipe Vallese?... ¡Esto es un crimen! Y el que calla otorga y se convierte en CÓMPLICE...
- ¿Cuál es su situación personal en la actualidad...?
-La de todo el Movimiento P...; salvo que a mí me quieren pegar un tiro y al resto del país se lo quiere matar por hambre...
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De acuerdo con versiones que hemos recogido de diversas fuentes los sucesos de la calle Gascón se habrían desarrollado así:
Descubierta la "célula subversiva" de la calle Gascón por parte de los policías de la unidad de San Martín, fueron dejados los sargentos Lezcano y Sagasti de guardia, esperando que "cayeran" los supuestos terroristas. La Policía Federal se entera del suceso y manda algunos de sus hombres de urgencia para no quedar relegada como organización. Es muy común en la institución este sentido de competencia, sobre todo cuando de "cazar" p... se trata.
Cuando llegan al local los miembros de la Policía Federal balean a los dos sargentos de San Martín creyendo que se trataba de los "terroristas"...
Esta sería la verdadera historia. Pero cuando estas paradojas se producen en los aparatos represivos del sistema, ellos buscan un chivo emisario (sic) a quien echarle la culpa... Y en este caso nadie mejor que ALBERTO REARTE, con captura recomendada desde 1959...
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El miércoles 10 del corriente, cuando nuestra edición anterior ya había entrado en máquina, el juez en lo penal de La Plata, doctor Arturo Madina, disponía la detención de 33 policías -entre oficiales y tropa- de San Martín, acusados de tener responsabilidad directa en los secuestros y torturas de Mercedes de Adaro, Elbia de la Peña, Ítalo Vallese, Osvaldo Abdala, Rosa Salas y Raúl Sánchez. Por descontado que estos elementos son también los responsables de la desaparición y presunto crimen del dirigente metalúrgico FELIPE VALLESE, producida la noche del 23 de agosto de 1962.
El juez Madina confirmaba así la exactitud de las denuncias que venimos publicando y despejaba el camino para que nadie pueda negar ahora los vandálicos actos criminales protagonizados por personal de la Policía Federal. Pero simultáneamente con su decreto de arresto, el doctor Madina se excusa de continuar la causa "por razones de fecha" y pasa los antecedentes del caso al juez doctor Celso Rodríguez Lagares, también de La Plata, quien se encontraba de turno cuando ocurrieron los hechos. Este magistrado, como su antecesor, dispuso el secreto del sumario, por lo que nos fue imposible conseguir ninguna información oficial.
La denuncia de nombres y responsabilidades que publicamos en esta última nota de la serie, son entonces producto de nuestra propia investigación, para descorrer ante la opinión pública el velo con que se trata de tapar este monstruoso "affaire" policial. Contribuiremos también -así lo esperamos- a empujar y dar ánimo a jueces que quieren romper la complicidad general de la "Justicia" y continuar, como es obligación, las investigaciones hasta el final. El pueblo y sus familiares exigen una reparación: VALLESE O SUS ASESINOS.
En las siete notas anteriores insistimos hasta el cansancio sobre la participación directa de la REGIONAL POLICIAL DE SAN MARTÍN en los sucesos que denominamos sintéticamente "Caso Vallese". Las pruebas sobre su culpabilidad son más que evidentes y entonces se hace más claro y más indignante el silencio cómplice de la "Justicia" a casi un año del secuestro del delegado metalúrgico. Los torturadores y asesinos policiales se ampararon y se amparan siempre en la impunidad y la complicidad de la "Justicia" -corrupta y encubridora de todo este sistema- que permitió en este caso la consumación del crimen y la fuga de algunos de los principales responsables. La valiosa decisión de último momento del juez Madina, que lo honra a él personalmente, aunque no alcanza a descargar la responsabilidad del aparato judicial, nos allana el camino en nuestra investigación. Quiere decir esto que nos hace sentir con un mínimo respaldo, ante la soledad absoluta con que "Compañero" y el responsable de estas notas tomamos esta empresa.
Treinta y tres fueron los policías arrestados, muchos de los cuales ya están en libertad. Dos de ellos son comisarios: Indalecio López y Alberto Colacilli, de la comisaría 1º y Villa Lynch, respectivamente, ambos dependientes de la Regional San Martín. Los dos son absolutamente culpables, aunque ambos, conjuntamente con los otros policías, se nieguen al careo y a reconocer a las víctimas torturadas.
A la 1º de San Martín llevaron a Felipe e Ítalo Vallese, Mercedes de Adaro, Elbia Raquel de la Peña, y Rosa Salas en la trágica noche del 23 de agosto del año pasado. Al día siguiente se le agregaron Osvaldo Abdala (Raúl Sánchez fue llevado a la comisaría de Caseros, también dependiente de la unidad regional de San Martín).
De la 1º llevaban y traían a los que torturaban, con el beneplácito y el visto bueno del comisario Indalecio López.
Por la comisaria de Villa Lynch pasó Felipe el 28 de agosto, que estuvo en ella 24 horas, y días más tarde, el 3 de setiembre, fue trasladada allí desde la 1º Elbia Raquel de la Peña. El entonces comisario de Villa Lynch, Alberto Colacilli, actualmente a cargo de la 1º de San Isidro, no podrá negar entonces su participación.
El doctor Medone y el oficial Juan Fiorillo fueron también detenidos por orden del juez Madina. Medone está en libertad bajo juramento. Fiorillo permanece incomunicado. En el careo realizado el sábado 13 con Ítalo, Mercedes y Elbia, el doctor Medone negaba conocerlos, con la vista al suelo. Cualquier comentario sobre la responsabilidad del doctor Medone es obvio. Ya relatamos cómo este canalla con título de médico, que tiene como trabajo permanente reanimar a las víctimas de turno -¡y vaya si las hay en la Regional San Martín y sus seccionales!-, atendió a Mercedes y Rosa Salas, para "reacondicionarlas" y entregarlas nuevamente a nuevas sesiones de torturas. Es fácil suponer que también lo habrá atendido a Felipe cuando los criminales se dieron cuenta que se les había ido la mano, ya para tratar de curarlo o para terminar de liquidarlo, cuando el miedo se apoderó de todos ellos.
En cuanto al oficial Juan Fiorillo, jefe de la Brigada de Servicios Externos de la Regional Policial de San Martín, se lo sindica, de acuerdo con múltiples datos, descripciones y testimonios, como la mano ejecutora de la picana y de los golpes asesinos. Mercedes de Adaro, Rosa Salas, Osvaldo Abdala, Ítalo Vallese y Raúl Sánchez pasaron por sus manos y por descontado también que el propio Felipe Vallese. Fiorillo fue el jefe de la banda en las "Operaciones Secuestro" la siniestra noche del 23 de agosto: fue él quien realizó y dirigió personalmente el allanamiento a Morelos 628 -el domicilio de Vallese- y el mismo que cuando se dirigía a Mercedes lo hacía en tono cínico y amenazante, llamándola "Merceditas". "Merceditas" le decía cuando la sacó de la cama para llevarla a la 1º, y así la llamaba constantemente durante las sesiones de tortura. La participación de Fiorilio es múltiple y de primerísimo orden:
1) Como jefe de las Brigadas Móviles; 2) por haber secuestrado un sinnúmero de personas; 3) allanamiento de domicilios sin orden judicial; 4) fraguar (con otros) un sumario; 5) instigación al delito; 6) por torturador; 7) por ASESINO... Sobre él debe caer la ley con todo su rigor...
Tenemos conocimiento también que algunos cabecillas no se presentaron ante el juez Madina, a pesar de haber sido citados para declarar; en estos momentos son considerados "prófugos de la justicia", aunque la alcahuetería consuetudinaria de los diarios haya dicho que no fueron a declarar porque "se encuentran de licencia". Los prófugos no son otros que ARMANDOO SARLENGA, subjefe de la Regional Policial de San Martín; HORACIO NARDONE, subjefe de las Brigadas Móviles (segundón de Fiorillo), y los oficiales SANABRIA PEREDO Y PATA. La situación de Horacio Nardone estaría agravada por tener en su haber tres procesos anteriores (también por torturas). La última vez tuvo que pagar 10.000 pesos en efectivo como fianza.
El oficial sumariante PEDRO NOGUEIRA no figura en la nómina de los que fueron detenidos ni entre los que se encuentran prófugos. Sin embargo, PEDRO NOGUEIRA es el responsable de haber fraguado el sumario en el que se hace aparecer a Mercedes de Adaro, Ítalo Vallese, Rosa Salas, Osvaldo Abdala, Elbia Raquel de la Peña y Raúl Sánchez como detenidos en la localidad de José Ingenieros, portando armas y volantes p... (4161) y uniformes militares, el 1 de setiembre del año pasado, cuando la verdad es -según informamos en nuestras notas anteriores y como pudo comprobarlo el juez Madina- que fueron secuestrados la misma noche que FELIPE VALLESE, el 23 de agosto de 1962, es decir, 7 días antes. La impunidad de PEDRO NOGUEIRA estaría respaldada, según versión llevada a nosotros, en la vinculación que tendría el mencionado policía con el actual Ministro del Interior general OSIRIS VILLEGAS. Conviene insistir asimismo que el inspector mayor CARLOS ALBERTO JARAMILLO, jefe de la REGIONAL POLICIAL DE SAN MARTÍN cuando los secuestros del 23 de agosto y MÁXIMO RESPONSABLE de los crímenes policiales, no ha sido detenido ni citado judicialmente y por el contrario ejerce como comisario en la localidad bonaerense de Junín. CARLOS ALBERTO JARAMILLO ES UN CRIMINAL y como tal debe ser juzgado. Su comisariato actual pone en peligro la tranquilidad y la vida de los habitantes de Junín. ¿Quién ordenó su traslado allí? ¿Con qué fines? ¿Para salvarlo?
Pero que la REGIONAL POLICIAL DE SAN MARTÍN haya sido alma y motor de la desaparición de Felipe Vallese, de sus familiares, amigos y de otras personas ajenas por completo al militante metalúrgico, no excluye que otras organizaciones de la Institución Policial hayan participado también directamente.
El comisario de la sección 9 de la Capital Federal, Carlos Vergez, es otro policía que está estrechamente vinculado al "Crimen Vallese". Numerosas averiguaciones oficiales y extraoficiales -que actualmente obran en poder de la justicia- permiten afirmar el decidido apoyo que dicho funcionario policial prestó a la Brigada de la Regional de San Martín la noche del secuestro de Felipe y de las demás personas.
El rodado chapa 345.457 en el que fuera secuestrado Felipe Vallese, según declaración de los testigos presenciales, estaba en poder de la seccional 9" de la Policía Federal, de acuerdo también con el testimonio prestado por el dueño del vehículo, señor Carlos Osvaldo Ibáñez.
Efectivamente, Ibáñez declaró ante las autoridades que en agosto de 1962 había sido detenido, acusado de contrabando por las autoridades de la seccional 9, y las mismas habían secuestrado el coche. Ibáñez manifestó asimismo que, según había podido comprobar, su automóvil había sido usado abusivamente por el personal de la comisaría 9". Además de los coches robados que el comisario Vergez puso a disposición de la Policía de San Martín para perpetrar la "Operación Valiese", ese funcionario habría facilitado una comisión policial de la seccional 9" al oficial Fiorillo para la realización de los secuestros que, como ya explicamos, se produjeron en forma casi simultánea.
El comisario inspector ANÍBAL ALFARO, actualmente jefe de la División Delitos Federales, de la POLICÍA FEDERAL, es otro funcionario que también sería protagonista principalísimo del Caso Valiese, según diversos testimonios.
Hemos dado ya una larga nómina de altísimos funcionarios policiales, a quienes ACUSAMOS de estar COMPLICADOS, directa e indirectamente, en la "OPERACIÓN Felipe Valiese". Si agregamos los empleados de menor jerarquía, la lista queda integrada así: CARLOS ALBERTO JARAMILLO, ARMANDO SARLENGA, JUAN FIORILLO, HORACIO NARDONE, RICARDO LACHIMIA, INDALECIO LÓPEZ, ANÍBAL ALFARO, CARLOS VERGEZ, DOCTOR MEDONE, SANABRIA, PEREDO, OFICIAL FERNÁNDEZ, CABO SÁNCHEZ y AGENTES PATA, BUSTAMANTE y RUEDA.
Esta investigación quiso tener como objetivo fundamental la acción inmediata de las autoridades y de la justicia, si es que todavía algo queda de ella. La damos, pues, por terminada, aunque no por ello dejaremos de seguir paso a paso los movimientos de la investigación oficial y de insistir incansablemente para que TODOS Y CADA UNO DE LOS CULPABLES SEAN CONDENADOS CON EL MÁXIMO RIGOR Y para que FELIPE VALLESE, VIVO O MUERTO, SEA RESTITUIDO A SUS FAMILIARES.
Hemos conseguido quebrar -¡por fin!- el silencio oficial sobre el monstruoso "Caso Vallese". Hace pocos días un juez de La Plata tuvo la osadía de decretar el arresto de 33 policías de la Unidad Regional de San Martín, implicados en los criminales sucesos que se iniciaron la noche del 23 de agosto de 1962, con el secuestro del delegado metalúrgico y dirigente de la J. P. Felipe Valiese, sus familiares, parientes y amigos y otras personas que nada tenían que ver con la militancia política y gremial. Esas detenciones de los policías no tuvieron otra intención que la de interrogarlos, pero a once meses de su desaparición es el primer acto realmente de alguna trascendencia que adopta la justicia.
Desde "18 de marzo" primero y desde "Compañero" después, denunciamos las torturas de que fueron objeto las personas detenidas y el ataque brutal -tal vez asesinato- de FELIPE VALLESE, por el único delito de ser amigo de Alberto Rearte.
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Dimos nombres y apellidos de muchos de los responsables; mencionamos los organismos policiales complicados directamente en el crimen; soportamos toda clase de intimidaciones, de críticas, sobre la "innecesaria" insistencia de ocuparnos del asunto, en fin solos, absolutamente solos, emprendimos esta investigación sin medir las posibles consecuencias que se nos "insinuaban" constantemente. En esta última nota de la serie "El Infierno de Felipe Valiese" damos la nómina de los principales delincuentes policiales implicados. De ninguna manera quiere decir que no volvamos sobre el asunto cuando nuevos elementos de juicio nos obliguen a retomar el tema.
Dos son las teorías que se esbozan sobre la posible suerte que corre el compañero desaparecido: 1) Si estuviera vivo, estaría en estado de parálisis (según lo denunció reiteradamente un grupo de oficiales jóvenes -no comprometidos- de la policía bonaerense); 2) De lo contrario, silos funcionarios policiales hubieran consumado el asesinato, habrían cremado su cuerpo para no dejar rastro del crimen. Por nuestra parte no nos aventuramos a hacernos eco de ninguna de las dos posibilidades hasta no tener mayores datos y continuar las investigaciones que seguiremos realizando.
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Sin jactancia pero con orgullo afirmamos que fuimos factor desencadenante de la investigación que obligó a la justicia a que comience a destapar el "Crimen Valiese"; que también tuvimos algo que ver con la renuncia recientemente presentada por el subjefe de Policía de Buenos Aires, inspector Arturo Zabaleta, uno de los funcionarios que mayores trabas puso a la presente investigación. Y esto nos confirma que solamente una poderosa movilización popular podrá vencer a los aparatos represivos del SISTEMA, que cuanto más próximo intuye su derrumbe con más saña persigue y asesina a los dirigentes obreros que representan el sentir revolucionario de los pueblos. Y esta enseñanza es válida también para la burocracia sindical que supo callar ante la desaparición del inolvidable Felipe Valiese. *

XLIX Pianíssimo

Era su primer concierto en Europa. Había estudiado empecinadamente las últimas semanas, incluso había ensayado los saludos delante de espejos que lo mostraban de cuerpo entero o permitían observar el detalle de la sonrisa discreta y agradecida. Había grabado y regrabado las distintas obras que componían el recital; había incluso hecho modificaciones de último momento, reemplazando unas por otras, o cambiado el orden. Pero cuando llegó a Burdeos esa mañana (debió, para colmo, viajar a París por dos días y sobre la fecha del concierto) vio que algunos profesores del Departamento de Música lo esperaban en la estación con un gesto de cordialidad que consideró más bien ceremonioso. Entonces sintió francamente una cierta inquietud.
Los profesores lo arrastraron hasta la casa de uno de ellos, donde le tenían preparado un cocktail; se resistió vanamente, pero tuvo que ir, aunque logró que lo dejaran regresar temprano a su casa, para descansar, cambiar de ropa, a lo mejor ablandar un poco los dedos y, finalmente, partir hacia la sala de conciertos.
Había comido frugalmente y, apenas, había bebido una copa de cocktail; sin embargo, tuvo el presagio de que algo le había caído mal. De inmediato comenzó a eructar de una manera incontrolable e irritante. Contuvo la respiración, tomó un vaso de agua tapándose la nariz, y nada. Optó por meterse en la cama; no pudo dormir. Se levantó y salió a caminar: tuvo frío y volvió. Quiso ensayar algunas escalas en el piano: tenía los dedos paralizados.
Finalmente se dejó caer en un sillón y pensó en Erik Satie para serenarse; se quedó dormido con sentimiento de desdicha, de incomprensión.
Se despertó sobresaltado y se vistió apresuradamente; aún no había terminado, cuando lo pasó a buscar un colega que venía con su automóvil; lo acompañaba su mujer, vestida con un traje deslumbrante que lo empequeñeció; se sintió una poca cosa y recomenzó su hipo que lo ponía evidentemente en ridículo.
El profesor y su mujer trataron de reanimarlo durante el viaje, logrando que se sintiera un poco más seguro. No dijo nada, había enmudecido durante todo el trayecto. Al llegar, cuando vio a la gente que entraba a la sala de conciertos, sintió que se desvanecía; pero reaccionó como un estoico, a su debido tiempo.
Lo hicieron pasar a una salita contigua al pequeño escenario. Allí lo saludaron con circunspección campechana personas que apenas conocía; "notables de provincia", pensó para refirmarse y, sin saber por qué, recordó al hermano de Albertina. ¿Qué hacía ese hombre ahí?: había visto a Midas cuatro veces en su vida. ¿Por qué se acordaba ahora de ese tipo?
Este recuerdo lo conturbó más de lo que estaba: ¿qué tenía que ver él con todo esto? ¿su concierto, esta circunstancia difícil y angustiosa, con la de ese hombre casi desconocido?
Borró el fantasma y sonrió con afabilidad; conversó con buen ánimo y, los notables, fueron rápidamente ganados por su simpatía. Miró el reloj, advirtiendo que ya era hora de empezar; le pidieron que esperara la llegada de M. Coty Cuando sintió ese nombre, quiso que se lo tragara la tierra, pero sonrió.
M. Coty era uno de los más temibles maestros de la Francia toda; debía tener actualmente cerca de noventa años, pero su autoridad era aún incorruptible. Se había arrimado a Toulouse a dar una clase magistral, y luego había decidido llegar hasta Burdeos, donde tenía amigos. Enterado de que había un concierto, decidió concurrir, como era su costumbre. Cuando supo que el concertista era un argentino, se animó más su interés, su irónica curiosidad.
M. Coty entró prácticamente transportado por los profesores que lo movían con las precauciones que merecen los recién operados. Estaba muy viejito, pero se mantenía dicharachero, cáustico; saludó al indiano, sin darle mucha importancia. Minutos después, uno de los organizadores sugirió que fueran pasando a la sala para poder comenzar; Gaspar quedó solo.
Cuando ingresó al escenario y agradeció los aplausos, lo primero que vio, en cuanto pudo acostumbrarse a las luces, fue el rostro sonriente y cadavérico de M. Coty.
Se sentó en su butaca, la acomodó bien y sintió un malestar: "gases", pensó, pero trató rápidamente de olvidarse de todo, para concentrar toda su atención en el Mozart del que debía hacerse cargo en pocos instantes; no obstante una frase pasó por su cabeza: "qué hago aquí": era el único concertista de izquierda de todo el mundo occidental y había recaído en esas convencionalidades de los conciertos: "qué hago" y se lanzó sobre los primeros acordes, olvidándolo todo.
Cuando terminó, sin mirar, escuchó los aplausos: había gustado. Entonces se levantó y saludó: M. Coty aplaudía. Nuevamente al banquillo: Bach, mientras sentía un creciente y ostensible ruido en sus tripas; luego una puntada que le obligó a esperar. Sin embargo pudo arrancar con los primeros acordes y seguir adelante hasta el final.
Nuevos aplausos, aunque advirtió una sonrisa más que beatífica, socarrona en M. Coty. Los compositores románticos, que siguieron en orden las distintas etapas del programa, fueron acompañados por una seguidilla de retortijones que casi le obligan a interrumpir un adagio de Schumann. Luego el gong, el intervalo salvador.
Lo dejaron discretamente solo, previo entusiasmo de uno de los organizadores que le ratificó que el concierto era un éxito, dándole ánimos; tembloroso reingresó al escenario y fue recibido con un aplauso cerrado; no se animó a mirar a M. Coty. Lo hizo entre las piezas de Béla Bartok y notó un gesto raro en el viejo. Tanto fue así que, durante la ejecución de una sinfonía breve de Weber, lo volvió a mirar y notó que M. Coty negaba rotundamente con la cabeza, mientras sonreía con su maldito gesto diabólico. Gaspar inició su agonía.
Sintió ahogados los sonidos que pudo ir obteniendo; ajenos los aplausos. Avasallantes los aprontes dolorosos de una incontenible diarrea. ¿Por qué tenía que habérsele ocurrido venir? ¿Para burlarse abiertamente de él? ¿Para darle vuelta el público, que casi no aplaudía o lo hacía por mera conmiseración?
Derrotado como Midas por la competencia desleal del extranjero (Albertina le había hablado de esto en su última carta). Gaspar apenas podía mover las piernas, evitando dolores y una deposición infausta. Ultrajado, malévolamente recibido, volvería a su país del que nunca debió haber salido; aceptaría su fracaso, se dedicaría a otra cosa.
Al comercio, a mercar con los más bastos productos: fiambrero. O cualquier otra cosa, en algún pueblito de Santiago del Estero, donde nadie pudiera reconocerlo, ni pedirle explicaciones por su fracaso. "¿Por qué habría venido de ultramar tan desprovisto ante estos aguerridos concertistas que me toleran para escarnecerme?"
Saludó por última vez, sin acceder al bis que le pedían: un nuevo coletazo de sus tripas le anunció que estaba al borde del desastre. Vinieron a felicitarle calurosamente, pero él trataba de escurrirse a un baño o a su casa; alguien se excusó en nombre de M. Coty que le dejaba sus congratulaciones: farsante. Quisieron pagarle los honorarios y él los contuvo: "en otro momento, en otro momento", para poder escurrirse cuanto antes entre el pequeño tumulto. Tomó un taxi que lo llevó a su casa.
Luego el alivio y la soledad, el vacío; salió del baño, pero debió volver a entrar inmediatamente. Cuando lo hacía por cuarta vez comenzó a sonar el teléfono: seguramente lo reclamaban para la cena que estaba lista para después del concierto. La sola idea de comer en el estado gástrico en que se encontraba, lo hizo entrar con más premura que nunca al baño.
Cuando salió llamó por teléfono: en efecto, lo estaban esperando. El concierto había sido el mayor éxito de los últimos dos años. Hasta M. Coty había quedado impactado:
"lo que escuchó le había parecido maravilloso, según sus propias palabras". No sabía que se hubiera ido antes de que terminara: no se había ido antes, se había quedado dormido: estaba un poco viejo ya. Por esa razón hacía así con la cabeza, como si negara. Era un tic.
Cuando colgó, comenzó a recomponer su ropa y su peinado; se lavó la cara; se frotó con agua de colonia. Había sido un estúpido; siempre le pasaba lo mismo y no siempre los otros estaban contra él. Se miró al espejo y sonrió radiante; sin embargo la diarrea le duró tres días.

L La Transfiguración

El teléfono volvió a sonar, y esta vez se dedicó a atenderlo; la tarde caía y el cuarto se iba oscureciendo lentamente. Era Tomasito: hacía semanas que no lo veía, que no daba señales de vida. Había desaparecido de golpe y, cuando Sara tomó conciencia, también advirtió que no se había hecho demasiados problemas con esta ausencia. "Los jóvenes son así", conjeturó, olvidándose del asunto.
En verdad fue un alivio, porque le daba mucha vergüenza lucirse por la calle con ese chico; debía parecer, en el mejor de los casos, una especie de sobrino. Ahora reaparecía misterioso, casi conspirativo, averiguando si podía pasar un momento: quería verla.
Media hora después tocaba el timbre de la casa; se besaron en la mejilla -"madre e hijo"- y, luego de algunos merodeos, él empezó a explicar los motivos de la visita; el asunto era que un amigo había llegado de México con una marihuana macanuda. Después de un momento de silencio en el que Sara no le decía nada, porque sencillamente no entendía nada, Tomasito le aclaró que habían estado pensando con Ega en venir a fumar con ella, si no tenía inconvenientes.
Podían avisar a alguien más, a Enriqueta, por ejemplo. Imposible, había viajado a Mar del Plata. ¿Y Emma? Estaba en España. A las diez de la noche llegó Ega y, diez minutos después, Tomasito que había salido en busca del "producto". Mientras armaban los cigarrillos, ella abría algunas latas de berberechos y cortaba una torta de chocolate, bañada con una crema espumosa y blanca: nada de bebidas alcohólicas.
Pasaron el primer cigarrillo y pusieron un disco de Johnny Rivers; estaban sentados en el suelo, formando un pequeño círculo. Casi sigilosamente, Ega prendió unas velas especiales que Tomasito había traído para ambientar. Los diablos comenzaron a salir, tomando formas reales y un poco estúpidas: perfiles claros que se iban abriendo sobre la pantalla de una lámpara, sobre la luz roja del tocadiscos; lenguas diabólicas e inofensivas que subían por la comisura de las paredes y caían derrotadas como blasones. Tizonas rotas, sin vuelo: las imágenes no saben volar.
"Quiero perderme", había gritado Ega diez años -cien años- atrás, mientras entraba borracho a un cabaret infame de la calle Viamonte; quisieron echarlo, pero él esgrimió un manojo de billetes que había ganado a los dados; no era mucho, pero lo suficiente como para que dos o tres señoras lo rodearan.
"Mamá", gritó Ega, lanzándose al redoble de los pechos para caer después en una banqueta, gritando entre polleras abiertas: "y ustedes son las que ofrecen la perdición"; y ese nido de grillos se abría para dejar paso a la imagen de su madre dormida y él sonámbulo, a punto de orinarle la cara. Se despertaba a tiempo, corría a vomitar, pero allí estaba el charco de sangre, también de su madre que había menstruado a deshora.
El aire se va asomando como los dátiles y llena los paladares de espuma rabiosa. ¿Por qué no me dejaron ser como Dios y gobernar la paz eterna desde la silla alta? Estoy comiendo y desarmo a la vez las piezas de un enorme mecano.
Ay qué melancolía furiosa salta con la música -Johnny Rivers- y el ocaso; nos caemos en el medio del campo con las estrellas de la noche; no esas blancas, fornicaciones del amanecer. Pasó otro cigarrillo, y todos dijeron estar bien para fumar un tercero; porque en el trópico es así.
Ega quiere ir a las Antillas para su cumpleaños, pero no alcanza a ver nada del mar venidero, sino la arpillera de su cumpleaños: "Vos cada vez estás más joven, cada vez entendés menos", le había dicho el último amigo con el que se había peleado. No había sido Ismael. Había sido Palenque y él quiso reaccionar, pero no pudo por esas cosas del cariño que le tenía a la gente, o del miedo a la destrucción total; su trompada podía ser un golpe nuclear, y toda persona es desarmable, como un mecano. Y así era él, igual que una flor; una inteligencia desarmada y gruesa que vuela con esa llamita indemne de la vela roja y blanca, como los campos del dolor.
No puede soportar la urdimbre y se pone de pie y abre el balcón y allí se queda largamente esperando que alguien lo vaya a rescatar. Sara advierte que está rodeada de hombres; los hombres la flanquean y justamente a ella le viene a pasar, ella que siempre ha sido tan esquemática, como una monja saludable que arregla las camas, que maneja el arado y cubre de rocío los aires de La Huerta de Nuestro Señor; estoy arrepentida porque no supe que era Cristo, mi hijo, porque no supe sacarlo de la cruz, me comporté como una judía silvestre, sin ninguna proyección. Pero ahora la llama -roja y blanca- ilumina mi horizonte y nada puedo blandir sino la luz en estas tinieblas. No hay nada, sólo la clausura otra vez y quiero prender las velas, pero no hay fósforos, ni lámparas y, cuando me dispongo a morir con los ojos cerrados, salta una estrella, estalla en colores verdes como las amapolas desconocidas.
Y los cristales vuelven a juntarse para dar la imagen del caleidoscopio de la noche del baile, esa mame que no pudo volar: mamá, dame la mano y volemos juntas como los arpegios inexpresables que saltan del fuego; rompamos esta oscuridad sagrada, veamos cómo viene el viento del tiempo. Mamá, mamita, estoy sola en medio de la habitación y ya es todo sombra como la muerte, ese espanto que no me gusta. Y no puedo dar luz y tropiezo con los objetos más reconocibles, como Tomasito, el almohadón.
De pie, la luz me sale por la boca: estoy viva como los arcángeles: cuánta vergüenza agitada, mamá, papá querido: Marcos, estoy desnuda y voy a reírme y bailar de alegría, porque ocurre una cosa tan sencilla como las arvejas que la abuela pelaba sobre la lápida triste: estoy viva como las vociferaciones: Tomasito, escuchá este largo soplo matrizador y arrinconado que empuja por saltar y volar; nadie ha oído el vuelo de una mujer, no lo han visto; las plumas se erizan, las alas se mueven, Tomasito. Ya está todo el espacio a su disposición, es cuestión de tragarlo para refrescarse, para saltar. Tomasito, escuchá este largo soplo que no podés entender, pedacito de carne, cielito de mi corazón que sueña con la bolsa de agua caliente, con los pezones de la hermana mayor, rosados como las vacas.
Se los muestra un poquito no más, hasta que un día consiga rodearlo con su boca, como si la hermanita fuera realmente la mamá. Pero la hermanita se escandaliza y dice que le va a contar, que una cosa es mostrar y otra tocar, que se toca y no se muerde. Los pezones eran salados como caramelos todavía con vida; como Ega suelto por los balcones, abandonándose también a la buena de Dios: tiene ocho años y se disfraza para hacer una función de teatro.
Cobra un peso la entrada a los chicos vecinos de esa cuadra, de los alrededores. A ninguno le gustará la función, pero todos se quedan porque ya han apagado las velas -roja y blanca- que se han apagado con el aire que entra por los balcones abiertos.
Todos reaccionan y lo miran y vuelven a sentarse en un circulo pequeño: "He llegado a la conclusión de que soy una inteligencia desarmada". Sara recordó que alguien había dicho algo parecido en Cuba o en París; Marcos se lo había contado por carta y todos se rieron sin hablar; había sido un tal Hadad, pero nadie la escuchaba.
De la risa pasaron a la sonrisa y a las inclinaciones de cabeza, maneras cortesanas, rigodón. Se reconocían como si estuviesen en una fiesta en Palacio. Apenas llegaban a saludarse al bajar de los carruajes y a darse las manos, a entrelazarlas y formar con los dedos bonitos ramos de flores con pétalos que sobrevolaban, deslizándose por el brazo de uno y de otro, porque la sensualidad es equívoca y envolvente.
Se besaban las manos y sonreían para el saludo, de transatlántico a transatlántico. Las familias estaban muy bien de salud, cambiaban el disco -"muy bien, gracias"- y comenzaba a girar el trópico a todo volumen: libertad, libertad, libertad.
Los tambores son para bailar, y bailaron. Hasta agotarse bailaron. Y el baile es calor; sudaban, pero seguían bailando, entrelazándose con los brazos y piernas en la maraña. Sara se reía como si la estuvieran vistiendo; la tocaban levemente y ella también los reconocía con la punta de sus dedos: había nuevos elementos de curiosidad y prevención. Se rozaban porque la sensualidad es equívoca; hasta que terminó el disco.
Ega se dejó caer exhausto en un diván y a su lado se desplomó Tomás; Sara en tanto cambiaba el disco y un saxo atronaba las velas: los comienzos de la tormenta. Luego ella también se dejó caer entre ellos, cansada y feliz. Ambos apoyaron amorosamente sus cabezas y luego, con el tiempo, fueron resbalando por los hombros de la loba que los iría alimentando. Y cada mano de ella voló, como pétalos de flores carnívoras. Y la boca en cada tallo, y la sangre y la miel en cada reino. En cada riesgo aparente.
Luego se envolvieron en las sábanas y comenzaron a comer, hundiendo los dedos en la crema, aventurándolos en los pliegues. "Sus ojos -leyó Ega- son negros y rasgados como una noche de voluptuosidad; pero yo amo, sobre todo, el perfume de sus axilas. Nada hay tan carnoso y fragante como la pulpa de sus labios, pero yo prefiero, sobre todas las cosas, el perfume de sus axilas. Sus cabellos son la estela de su andar majestuoso y el tupido velo de sus rubores, de tan negros como son ofuscan con sus relumbres de azul metálico; pero yo prefiero el perfume de sus axilas. Una vez me fue dado desunir sus muslos febriles y aspirar el aroma escondido de sus más secretas intimidades, pero a despecho de esa nostalgia sin nombre, me enerva el perfume de sus axilas".
Las velas se desplegaron como sábanas y otra vez esos hombres rondaban dentro de ella por todas partes con las aguas que flotan. Su cuerpo temblaba como los barcos y se perdía ahora entre ellos maternal como las abejas, uniéndolos en un solo cáliz. Sin nombre, sin rasgos. A la mañana siguiente se levantó alegre: la urdimbre había desaparecido.
Ega no estaba: se habría ido con su silla de ruedas; Tomasito dormía el sueño de los zánganos justos, desnudo y joven. No lo despertó. Arregló un poco el cuarto contiguo y no sintió ninguna culpa; ni siquiera se vio en ridículo. "Qué lindo", dijo en voz alta, y salió.
Tomó un taxi, pero se bajó antes de llegar a lo de Albertina porque tenía ganas de caminar. El día era espléndido y ella sentía una paz inevitable. Albertina la recibió circunspecta, y con las llaves del automóvil en la mano. Bajaron de inmediato y la dejó en un café, sin darle mayores explicaciones; adentro estaba Víctor tomando un vaso de leche.
Sara pidió un café y no supieron de qué hablar, apenas se habían visto una vez y era engorroso explicarle por qué se había finalmente decidido. Un momento después salieron juntos y caminaron hasta un rastrojero; luego cruzaron la ciudad en dirección a la Boca. Entraron a un conventillo y una señora saludó: "¿Cómo le va, Víctor?"
- ¿Parece que lo conocen?
-Sí, pero no saben quién soy.
-Conocen su nombre.
-Mi nombre no es Víctor.
Abrió un cajón de la cómoda y sacó una pistola calibre 22. La puso sobre la mesa y, de inmediato, empezó su explicación. Una vez terminada la hizo poner de pie y, con el arma descargada, le recomendó: "Apóyese bien, extienda bien el brazo. Esté cómoda y apunte". Su sombra voló, el soplo era su aire y su cuerpo; había sido finalmente liberada la mujer en el parto: tendría un hombre, un hijo sin privilegios de hembra, sin condenas.

LI Camus

Los trámites fueron lentos y corteses en el aeropuerto. Finalmente tomó un taxi que lo acercó a un hotel de la calle Smail Kerrar, dejándolo a pocos metros, sobre la avenida Che Guevara. Mientras el chofer abría el baúl para sacar la valija, una musulmana pasó a su lado, rodeada de chiquitos, cubierta con su hábito blanco, media cara tapada.
Subió por el ascensor lento y abierto y descendió en un pasillo ancho que daba sobre el patio central, flanqueado de pórticos: parecía una mezquita. Entró en su habitación y un musulmán, de ojos pícaros, le agradeció la propina. En el cuarto había un sobrecama de color lila con cortinas de la misma tela y del mismo color; miró un poco, dejó las cosas y llamó por teléfono a Federico.
Pasaría enseguida por su oficina; previamente se daría un baño; hacía calor. Abrió las ventanas y, frente a él, del otro lado de la calle angosta, una muchacha sentada sobre una manta daba de mamar a su hijito. Después de bañarse, salió a la calle estrecha, cruzando enseguida la plaza colmada de musulmanes cubiertos con hábitos blancos. Un taxi lo llevó a la rue Claude Debussy.
Federico lo esperaba en la puerta y entraron en un enorme caserón que también parecía una mezquita. El tema inmediato fue Marcos, aunque no llegaron a ninguna conclusión y luego se quedaron un rato en silencio, impotentes: era ya demasiado tarde; cuando actúan de esa manera siempre es demasiado tarde.
A la mañana siguiente caminando desembocó en la calle Ben M’hidi, encontrándose cara a cara con Juan; se abrazaron en silencio: también estaba enterado de todo. Tomaron un café y, un rato después, se encontraban con Federico.
Esa noche fueron a lo de un angolés; al rato estaban discutiendo sobre Boumedienne. Nadie hablaba de Ben Bella y, mucho menos, de los nueve históricos; la discusión se diluyó: Mateo se puso a conversar con una mulata de la Isla de Cabo Verde; se llamaba Louisitte y le atraía extrañamente. Federico se lo aclaró: "es igual a Isolda". A la mañana siguiente le hablaría, pero no consiguió la comunicación en toda la mañana.
Durmió un poco la siesta y lo despertó el teléfono: era Federico que quería encontrarse con él esa noche. Antes pasaría por el correo para despachar un cable: el servicio estaba cerrado. Ante su consternación, un hombre se acercó explicándole que los domingos el correo estaba cerrado; habría que esperar hasta el lunes. Lo invitó a tomar una cerveza. Cuando terminaron la primera botella Mateo intentó despedirse, pero el hombre lo invitó a recorrer la Casbah; pagó y salieron.
Seguramente había nacido en el barrio porque alguna gente lo saludaba; cuando llegaron a lo alto, entraron a un bar prácticamente colgado sobre la ladera de casas abigarradas; de ahí podían verse los torreones de los templos, la ciudad entera y más allá el mar. Del otro lado, a menos de dos horas de vuelo, estaba Isolda.
Caminaron por las calles más altas y, finalmente, se deslizaron por la puerta custodiada por una musulmana gorda y cubierta hasta las narices; adentro, en el patio cuadrangular y también ceñido por los pórticos, una veintena de hombres esperaban apoyados contra la pared; algunos bajaban acompañados por las mujeres que descendían de los cuartos por escaleras suspendidas en el aire.
Bajaban volando envueltas en gasas de colores lilas pálidos que transparentaban sus cuerpos feos y sus caras extremadamente blancas. Se iría de allí cuanto antes, no tenía nada que hacer en esa ciudad, en este país; no esperaría comunicaciones remotas, con quedarse no garantizaba nada, por más precauciones que se tomaran. Marcos también se había demorado en París, esperando el momento oportuno para regresar.
Los amigos no se opusieron a su decisión; tampoco la aprobaron: nadie podía asegurar nada y las intuiciones -en momentos como estos- podían contar más que el análisis de una situación. No existían, por otra parte, posibilidades de decidir de otra manera. Luego Juan contó cómo lo habían matado.
Se hizo un breve silencio y todos se arrimaron formando un pequeño círculo, a partir del lugar en que estaba Juan; la intención era conocer la verdad de las cosas . Terminado el momentáneo revuelo que hicieron para acomodarse, miró Juan a Mateo, pensó en Lucas y recordó a Marcos.
Recién entonces Juan habló y dijo que últimamente descuidaba toda medida de seguridad, cosa que sus compañeros le reprochaban; así bajó solo de su Volkswagen, con un portafolio en la mano, encaminándose hacia un baldío que estaba frente a una obra en construcción.
Cuando llegó le gritaron: "levanta las manos, estás rodeado, sabemos quién eres". Y él levantó las manos dejando caer su portafolio. Instintivamente se agachó a recogerlo y, entonces, le tiraron de todos los ángulos; tanto fue así, que se hirieron entre ellos.
Pero él también murió en el acto y luego pudieron determinar quién lo había matado de todos los que tiraron: más adelante el asesino sería castrado por una ráfaga de ametralladora, muriendo también en el acto. Y esto era todo lo que sabía, aunque después recordó Juan que, a partir de ese momento, se llegarían "a él todos", para abrir "el sentido, para que entendieran". Porque, "aunque a mí no me creáis, creed a las obras".
Juan también quería regresar a su país y lo haría, aunque todos lo consideraran un disparate; al día siguiente tenía un vuelo y ya había reservado los pasajes. Mateo en cambio podría conseguir recién en un par de días, en la semana seguramente; cuando llegó al cuarto de su hotel, se tiró en una cama y se durmió.
A la mañana siguiente lo despertó el teléfono: parecía que finalmente le iban a dar la llamada. La voz de Isolda se escuchó desdibujada en la línea. Protestó, pidió con la telefonista, pero fue imposible mejorar la comunicación, imposible hablar.
No pudo dormir en toda la noche y esperó el alba: Federico lo vendría a buscar temprano para acompañar a Juan hasta el aeropuerto. Para entretenerse, comenzó a jugar con su grabador. "Es a tu costado que recuerdo", dijo y volvió atrás la cinta y escuchó: "es a tu costado que recuerdo". Luego siguió grabando.
No sé si estoy aquí o en otra parte. Parece que Marcos está muerto y que yo estoy solo, tirado sobre un cubrecama color lila, grabando algo, como aquella vez en La Habana cuando recordé en voz alta -también con un grabador- otros recuerdos, otras palabras de amor, otras sombras de carne calcinada.
Aquel día, en La Habana, pasé revista a todas las mujeres que había amado: Fulana un paso al frente y aquella frase o gesto o cualquier otra cosa que la identificara. Grabé en este mismo aparato, como hago ahora, tirado sobre otra cama, en Argel. Más tarde vino Federico a visitarme con dos botellas de ron: era mi cumpleaños y nos emborrachamos un poco, creo.
Lo que ahora no sé bien, lo que no recuerdo bien, es si aquella noche en La Habana es lo mismo que este amanecer en Argel, porque también vendrá Federico a buscarme y también habré borrado esto que ahora estoy grabando; el tiempo es distinto para estas cosas de la memoria, lo engloba todo indiscriminadamente, como en los sueños.
Aquella vez no te mencioné, porque todavía no te conocía; hoy quiero reparar ese daño. Todo empezó anoche, cuando vine a dormir; eran las dos de la mañana y en Buenos Aires, desde un patrullero tiraron sobre un automóvil: no hubo víctimas. Si hubiese pasado un minuto antes, una bala fatal, en una de ésas, me impedía recordarte.
No pienso dar detalles de tu presencia en mi memoria, apenas voy a decir que veo algunas pecas en tus piernas y el sol anegando con su barro perecedero esos poros que miro de cerca. La conversación giraba -como en una novela de Lezama Lima- sobre la escuela austríaca de equitación; estamos juntos, cerca de la piscina, y la noche en que te había omitido en mi retrospectiva, no era en Argel.
En Argel quisimos hablar por teléfono y no pudimos, tan cerca como estábamos, apenas el Mediterráneo de por medio y sin sentir tu voz, sólo las letanías de un cantante beduino, los visajes de una musulmana muy joven que amamanta del otro lado de la calle Smail Kerrar; pero no es mi hijo el que está prendido al pecho.
La musulmana se había quitado el velo y luego se asomó al balcón y al verme, casi cara a cara, se escondió porque yo sólo tenía recuerdos que te pertenecían: no estaba en África, sino en el Caribe, oliendo tu piel de naranja; individualizo una peca, hago puntería y disparo. No hice centro, no me acerco al blanco: no vale la pena. Arranco el magazine de mi pistola, soplo el caño y me retiro avergonzado, dolorido, dejándome caer en la cama, esperando no soñar más con muertas o lejanas.
Por teléfono el anunciaron que Federico lo estaba esperando abajo. Borró la grabación y bajó. Viajaron en silencio hasta el aeropuerto; sabían de alguna manera que era difícil que volvieran a verse, al menos con Juan: en Brasil la represión era implacable y minuciosa; además la derecha había ganado esa etapa de la guerra.
Cuando volvieron días después al mismo aeropuerto, Federico comentó: "Bueno, esto se está poniendo cada vez peor, nos iremos quedando sin amigos". Se abrazaron; durante el vuelo se adormeció para recién despertarse cuando sobrevolaban Palma de Mallorca.
Un par de horas después ingresaba a un hotel de la Gran Vía. De ahí era difícil que lo raptaran como a Marcos, si es que lo andaban buscando. Dejó sus valijas y luego salió a caminar unas cuadras hasta que tropezó con "La Batela"; se quedó un rato en el mostrador tomando chacolí bien fresco y comiendo angulas fritas. "Me gusta comer, me gustaría estar aquí con Isolda, con Marcos, tomando un chacolí". Pagó y se fue a dormir la siesta.

LII Siguen las casualidades

Después de dar algunas vueltas por diversas compañías aéreas -desde Argel no había podido hacerla reserva-, terminó recalando en Aerolíneas Argentinas. Ya estaban marcando su pasaje, cuando entró Lucas; viajarían obviamente juntos y Lucas se quedaría en Buenos Aires: no podía entrar a Montevideo abiertamente, según le habían alertado algunos amigos.
En Madrid le había ido bien; había trabajado mucho y, por supuesto, había entrevistado a Perón: "me dijo muchas cosas y después me dirá que no las dijo, es un viejo zorro".
-¿Está muy viejo?
-Está mejor que nunca.
-Cuando muera, con él morirá una política, una historia.
-Una historia que ha retardado bastante.
-O que ha preservado.
-¿Vos no eras antiperonista?
-Era.
Y no siguieron hablando del tema: todavía era irritante. Hablaron de trivialidades, de amigos; justamente, Lucas se había encontrado con Emma que andaba por allí, de paso para San Sebastián: una película en la que trabajaban iba al festival cinematográfico. Traía noticias buenas, pero insustanciales, de los amigos que habían quedado. Emma había preguntado por él, por Marcos, Lucas le había dicho que todos estaban bien.
- ¿Lo torturaron?
-No lo sabemos, no sabemos nada.
-Seguramente lo han torturado.
-Seguramente.
Caminaban por la Gran Vía y no hablaron hasta llegar al hotel de Mateo. En el avión tampoco hablaron mucho, salvo de un vago proyecto que Lucas tenía de viajar a Bolivia. Ya había andado por allí, antes de ir a La Habana, pero ahora quería completar algunos datos sobre la columna guerrillera que había operado con el Che.
No siguieron hablando del asunto, por discreción -la consigna era el silencio, la soledad-y porque comenzaron a proyectar una película con Omar Sharif que los fue adormeciendo. Sin dificultades pasaron la aduana de Buenos Aires; cuando aterrizaron, dispuestos al aterrizaje final, se habían puesto de acuerdo en que entrarían por puertas distintas: si uno caía, el otro avisaba.
Al bajar del avión, miró hacia la terraza por si distinguía a algún amigo; no distinguió a nadie y pensó que era difícil que hubiesen podido correrse hasta el aeropuerto. Sin embargo, no lo conformó la explicación y empezó a sentirse triste.
A medida que avanzaba y distinguía más a la gente, más se iba convenciendo de que no conocía a nadie. Un chico bailoteaba del otro lado de la baranda, sobre el alero de la terraza. Era su hijo; se miraron al borde del grito o del salto: "no te tires", le recomendó con la garganta trabada; el chico le hizo señas de que no, de que no se iba a tirar, pero sin hablar, porque no podía.
Adentro, una vez pasada la aduana, se abrazaron. El chico había venido con Palenque; nadie hablaba, se limitaban a mirarse. Recién en el auto, después de un rato comenzaron las primeras preguntas, los comentarios. "¿Vas a hablar con Sara?" Hoy no, mañana.
Palenque les tenía habitaciones preparadas en su casa, pero Lucas fue a lo de unos amigos y Mateo instaló a su hijo en la cama que habían destinado a Lucas: quería quedarse esa noche con él. Tardó en dormirse. Cuando lo vio bien dormido, se puso a escribir una carta para Isolda; al terminarla la releyó minuciosamente, corrigió algunos errores y, luego, la metió en un sobre. Allí escribió su nombre, su dirección y, cuando todo estaba en orden, estrujó el papel en su puño y tiró el bollo por una ventana. Su hijo seguía durmiendo; se sentó al borde de la cama y lo miró largamente, durante muchas horas.

LIII Danubio Azul

Como sabía conducir automóviles, aprendió enseguida el manejo de la lancha; además Perico dominaba el tema y fue un buen maestro; además el día era espléndido y esto facilita las cosas; además todos estaban hermosos y reunidos.
"Parece un Corot", pensó Cachito mirando el paisaje y sin atender a la luminosidad de la mañana: esa zona del Tigre, lejos de recreos y aglomeraciones, era realmente hermosa. Reunía el equilibrio y el imprevisto, era como la naturaleza.
Chiqui se había sentado en la popa, junto a Cachito, en toda la primera parte del viaje, dejando que Perico se entretuviera esquivando troncos y otras suciedades, del primer tramo del trayecto, como también canoas, botes de paseo y hasta algunos nadadores. Cachito miró la barriguita de Chiqui y no pudo dejar de paladearla, jugosa como estaba, a pesar de los años. Sin advertirlo Chiqui le preguntó distraídamente qué era de la vida de ese amigo suyo que había conocido el verano anterior en la quinta de Schneider.
-¿Mateo?
-No sé cómo se llamaba.
-Está de viaje.
-¿Vuelve?
-¿Lo querés enganchar?
-No seas grosero.
-Hablando de eso, recién te estaba mirando la pancita.
-Perico, miralo a Cachito.
-No te oye.
-Para una chica de mi edad, no está mal, ¿verdad?
-Para una chica de tu edad, no.
-Guarango: tenés que decir "¿cómo de tu edad, si sos una piba?"
-Chiqui, ¿qué vas a ser cuando seas grande?
-Puta.
-Te pregunto en serio.
-Ya soy grande, Cachito.
-¿Cuántos años tenés?
-Me preguntás en serio?
-En serio.
-Eso no se pregunta.
-¿Cuántos cumplís?
-Es una crueldad.
-Dale, decime.
-Perico, Cachito me molesta. Cuarenta.
-La mejor edad.
-Sí, la mejor, pero la última.
-¿Por eso te la quitás?
-Sí.
-¿Tenés miedo de que sea la última?
-¿Vos querés hacerme llorar?
-¿Cuándo vamos a salir solos otra vez?
-¿Para qué?
-¿Ya no te gusta más jugar al Fellini?
-No.
-¿Por qué?
-Por Perico.
-Mirá que estás en la mejor edad, en la última.
-Cachito, me tenés podrida.
Perico lo miró; estaba deteniendo la marcha y le hizo señas de que se acercara. Cachito se sentó a su lado y entonces Perico le enseñó el manejo. Luego se calzó los esquíes con la ayuda de Chiqui y saltó al agua. Cachito puso en marcha el motor y Chiqui volvió a la popa; luego se acercó y se sentó al lado de Cachito, pero mirando hacia atrás; cada vez que Perico se caía, Chiqui pegaba el grito y Cachito aminoraba la marcha y volvía sobre sus pasos. Perico entonces se erguía y recomenzaba.
-¿Emma sigue en Madrid?
-Recién debe haber llegado.
-Me hubiese gustado ir con ella.
-No me llama la atención.
-¿Por qué?
-Porque cada vez que uno de nosotros hace algo, todos quieren hacer lo mismo.
-No es cierto.
-Sí es cierto. Yo creo que si alguna vez alguien nos juntara a todos, haría con todos nosotros una persona. O un hombre y una mujer.
-Perico es un hombre íntegro.
-Perico es igual que todos. Todos somos cachos del otro, cachitos: si hasta hablamos iguales, como en las malas novelas.
-Eso no sé, yo leo y me olvido. Se cayó.
Cachito aminoró la marcha y dio la vuelta. Sonreía aunque estaba harto de andar recogiendo toda la tarde a este zanguango que se caía y había que andar buscando. Le sonrió a Chiqui, apuntó con sus ojos miopes hacia el puntito al que había quedado reducido Perico y volvió la cabeza hacia Chiqui que le decía algo que no había entendido bien.
-No digas nada de eso que te dije.
-¿Qué es eso?
-Vos sabés.
-No sé: hablamos de muchas cosas.
-De la edad.
La siguió mirando casi embelesado: era impecable con su pequeño temperamento, su mentalidad nonata, su vientrecito, sus labios gruesos, sus primeras arrugas tardías. Por mirarla, no vio la derivación que había tomado su rumbo, el muelle, la lancha de pasajeros que se desplazaba de costado, tratando de atracar colmada de gente. No vio nada y Chiqui tampoco, porque seguía de espaldas, como un mascarón de popa. Sólo sintió el ruido. Despertó dos días después en la cama de un hospital. Había tenido una "conmoción cerebral benigna", según él mismo explicaba con jovialidad. Sin embargo no le debía hacer tanta gracia el episodio porque no volvió más por esos parajes. Le tomó aprensión a esas aguas aluvionales, esa metáfora del tiempo y del río. Todo un espectro de tierras huidizas, de material inconsistente.





LIV Cachondeo

Cuando Enriqueta se enteró de que Emma estaba en Madrid, no supo por qué, pero no descansó hasta encontrarla. Ella también iba al festival de cine, pero no tenía la menor idea de que Emma también viajaría, cuando salió de Buenos Aires. Estaba excitada porque era la primera vez que viajaba a Europa.
Finalmente la encontró en el preciso momento en que Emma salía de su hotel, rumbo a una juerga. Emma se extrañó pero aceptó el encuentro. Entonces le contó que irían un par de empresarios, sus mujeres, algún escritor, dos pintores, un intelectual que tocaba la guitarra como si no lo fuera.
Se fueron reuniendo en el salón de adelante de "Los Garbieles" y, cuando estuvieron todos, bajaron al reservado "de Manolete". Allí pidieron la primera ronda de "vino de quinta" y en eso estaban, paladeando, cuando entró el rengo seguido de un muchacho morrudo que resulté ser el cantaor.
Empezó muy alto y, cuando todos pensaron que iba a quebrarse, subió más todavía el tono que arrancó un "olé" ronco, de barriles, de la garganta del rengo, que así coronó la copla. Cuando terminó comenzó a bailar sobre la misma siguiriya. Apenas movía las manos, apoyándose, de tanto en tanto, en un redoble: un taconeo escueto como su figura.
La renguera había desaparecido y la dignidad era tal que parecía volar, más que andar entreverado en esos negocios del baile. Dos palmas, como dos latigazos, lo cerraron y recomenzó el morrudo a cantar una copla, según Perico el del Lunar, y luego aquella otra que habla de la portuguesa que usa "el pelito p’atrás". Una copla tan maja, según decían las mujeres.
Emma y Enriqueta estaban deslumbradas. Enriqueta lo demostraba más y lo sentía menos. Un hombre muy delgado y con ostensible aspecto de torturado -de pintor-, les empezó a explicar esas cosas de Perico el del Lunar, y cómo el baile del rengo era lo más grande que había en España: apenas levantaba las manos y no hacía los remolinos que se hacen por ahí ahora con tanta galería y jiripoya; era como comparar El Viti con El Cordobés.
Irían a verlos, justamente al día siguiente tenían un mano a mano en Toledo y él podía conseguir localidades. Todos hablaban y el pintor comenzó a describir sus visiones, sus "fantasmas", decía, y Emma comenté por lo bajo, "parece Sábato", pero Enriqueta no sabía quién era Sábato.
Siguió una segunda ronda y alguien dijo que el vino era curioso; lo paladearon y, en efecto, lo era. La guitarra retomé un tema y el clima renacía. El morrudo saltó como una luz de bengala, que los faraones y los parecitos de las cárceles conservan en relicarios como esas voces impensadas. Cantó grande, dejando unos silencios abiertos como los templos, que cerraban un par de taconeos del rengo, subiendo las manos -excepcionalmente- hasta la cabeza.
La voz se partía como un proyectil en pleno vuelo y Emma quería que eso no terminara nunca, mientras Enriqueta comenzaba a aburrirse. Luego de la juerga, fueron a comer. El morrudo desapareció: lo esperaban en Zambra. El rengo se quedó y habló acaloradamente con el guitarrista durante toda la comida. El pintor se instaló entre las dos argentinas; insinuante, les hablaba, mirándolas al fondo de los ojos. Después de la comida quiso comprometerlas a tomar una copa, pero ellas se negaron.
Las acompañó hasta el hotel y quiso subir a las habitaciones, pero ni ellas ni los ascensoristas lo autorizaron. Enriqueta se quedó a dormir con Emma; "es simpático", comentó Enriqueta. "Majo", agregó Emma burlándose, y prometió vengarse de todos los españoles que no saben hacer otra cosa. Que no saben cantar o bailar, o ser rengos como Dios manda. Enriqueta se acostó sin entender.
A la mañana siguiente vino temprano y fresco como un canario. Almorzaron en Toledo y, luego, fueron a la plaza. Llegaron pocos minutos antes de que empezara la fiesta. El pintor consiguió almohadones que no pudieron usar demasiado porque la plaza era chica y estaba colmada.
Cuando comenzó la corrida, les explicó discretamente las alternativas: no quería pasar como guía de turistas, pero también trataba de evitar que esas pobres mujeres se aburrieran como niñeras. Así les hizo notar cómo El Viti había parado de entrada al toro de dos capotazos y, luego, El Cordobés no podía dominarlo por más capotazos que diera. Tenía coraje, pero carecía de destreza, de arte.
La plaza se había dividido en detractores y fanáticos, de uno y otro torero. Sin embargo El Viti mató con una maestría y un orgullo que pudieron ver hasta los ciegos. Cuando terminó El Viti con el primer toro, Emma dijo sibilinamente: "Qué suerte venir a ver toros con una persona que sepa tanto". El pintor estaba gozoso, a duras penas podía contener su vanidad.
Se habían sentado un momento para esperar el segundo toro también de pie. Después de ese comentario breve y zalamero, Emma dejó caer su mano sobre la bragueta del hombre, que tuvo la sensación de sufrir un paro cardíaco. Después de unos instantes angustiosos su corazón penosamente reanudó la marcha. Emma seguía sonriendo en dirección a la arena, como si nada pasara; en tanto, el pintor no sabía qué hacer.
Emma comenzó a apretar y soltar, como si accionara un aparato para medir la presión arterial: el coeficiente entre la alta y la baja, tenía márgenes alarmantes. No obstante el pintor pudo mirar con desesperación hacia todos lados; la gente no se había dado cuenta o disimulaba. Finalmente tomó una decisión y, en un improntus, tapó la mano de Emma con el almohadón. Púdicamente, ella la retiró.
Enriqueta había observado la maniobra y, al principio, también estaba atónita, aunque tratara de sostener cierta naturalidad. Luego tuvo ganas de reírse, nerviosamente, sin fijar límites, morir riendo.
Cuando Emma retiró su mano, el hombre respiró, pero no tuvo ya talentos para explicar las peculiaridades de la fiesta. Es más: poco fue lo que vio a partir de ese momento. "¿Después de la corrida tiene algo que hacer?", preguntó distraídamente Emma. Nada, sólo una llamada telefónica.
Fueron al hotel "a tomar el té", según precisó Emma. Ya en las habitaciones de la suite, Enriqueta se retiró, dejándolos solos. El hombre se acercó como un villano y Emma rió como una libertina.
Sin embargo, no pudo darle caza, perdiendo en la agitación compostura y aliento. Enriqueta llamó a Emma desde un cuarto contiguo. Acudió y, luego de unos minutos, salió circunspecta y completamente desnuda. Dijo que iba a tener que disculparla: Enriqueta estaba un poco descompuesta. Los toros, sin duda, la habían impresionado; era muy sensible. Si él quería esperar, ella se lo agradecería; si no, sabría entenderlo. El pintor estaba dispuesto a esperar.
Dijo todo esto rápidamente, al pasar y sin detener la marcha; hasta que desapareció en el baño. Mas no bien hubo cerrado la puerta, comenzó a desnudarse precipitadamente. Cuando ya estaba también él completamente desnudo, Emma salió envuelta en una recatada salida de baño de toalla blanca. Al pasar le dijo, restándole importancia: "Vístase, puede tomar frío". El hombre se vistió.
Emma desapareció nuevamente de la habitación y, después de un momento, el pintor advirtió que la puerta del cuarto estaba semiabierta. Superados algunos titubeos, decidió espiar. Por la rendija vio a Enriqueta sentada en una escupidera; estaba desnuda, pero totalmente cubierta con una manta. Emma le hacía masajes en el vientre y, de tanto en tanto, Enriqueta lanzaba pedorretas con la boca.
Finalmente la hizo poner de pie, cortó un larguísimo trozo de papel higiénico, la ayudó a incorporarse primero y agacharse después y comenzó a limpiarla. Cuando terminó, con toda naturalidad le alcanzó la escupidera al pintor: "vaya y enjuáguela".
El pintor fue al baño y la enjuagó. Cuando regresó a la habitación se encontró con la puerta cerrada con llave. No se atrevió a golpear. Recién media hora después salió Emma y lo besó lascivamente; pero se deshizo de él con el pretexto de que enseguida venía. Esperó cerca de una hora y salió pidiendo nueva prórroga: el pintor volvió a aceptar y Emma esta vez no permitió que la besara.
Ya había pasado más de una hora y, cuando el pintor se estaba quedando dormido, se abrieron violentamente las puertas del cuarto, pero nadie salió de allí. Avanzó unos pasos sigilosamente para desentrañar ese misterio: no había nadie.

LV No ocurrirá

Dos semanas después Mateo empezó a trabajar en una agencia de noticias. Había conseguido el empleo a través de Rinaldi; le interesó reencontrarlo, ver en qué andaba la gente. Palenque ya le había criticado toda la política llevada adelante en el sindicato: "hacer un paro simbólico, era hacer la revolución", dijo sin resentimiento. Todo era ingenuo, juvenil, en el peor sentido de la palabra. Se había hecho lo que se había podido, o lo que se podía hacer.
Palenque se reía de todo esto; no era cinismo, pero no quería saber nada con volver a vivir ese tipo de experiencias. Rinaldi también las consideraba superadas, aunque sus razones fueron diversas. Política -al menos como se la entendía antes- ya no se podía hacer; todos los caminos de acercamiento estaban copados. Los sindicatos que no habían sido neutralizados por dirigentes amarillos, fueron intervenidos. Los partidos políticos, suponiendo que hubiesen servido para algo, habían sido disueltos.
"En este país se acabó el meloneo", sentenció Rinaldi, que no vislumbraba alternativas. Discutieron largamente; Rinaldi no aceptaba la actividad militar como una nueva forma de acción política; "por ese camino la desconexión con la clase es inevitable"; primero había que dar una base política a esa acción, evitar el aislamiento. "Depende de los objetivos militares que se elijan". Para Rinaldi era muy improbable que esos objetivos coincidieran siempre con los intereses populares. Podía darse, pero aleatoriamente.
-¿Tenés otra alternativa?
-No.
-¿Y si fuera la única?
-Nunca hay un solo camino.
-Si no aparece otro, es el único.
-En política hay que saber esperar; lo dicen los radicales, pero esta vez tienen razón.
No se pusieron de acuerdo, la nueva política aún estaba desdibujada. Rinaldi caía en la conjeturación tal vez por su experiencia; los que no la tenían, en la irracionalidad o en algo muy parecido. Cuando Mateo llegó a su casa -ya había alquilado un departamento-, se encontró con una carta de Isolda: había llegado a casa de Albertina y ésta, seguramente, la había tirado debajo de la puerta.
Mateo miró la carta, la olió. Acarició el sobre y, sin abrirlo, lo quemó con el encendedor. Al rato llamó Albertina: sí, había recibido la carta. Sí, buenas noticias. No, no le había hablado todavía a Sara. Todos los intelectuales eran iguales. Mateo le pidió que no esquematizara; además, ella también era una intelectual. Ya no.
-¿En qué andas?
No andaba en nada; le tiró la lengua cinco minutos. Al rato estaba en el departamento contándole todo: Víctor. Luego nuevamente atacó a los intelectuales, como si ella fuera una flor del proletariado: "Han engañado a mucha gente, son desconfiables". Algunos sí, otros no. Otros, todo lo contrario; otros fueron engañados: "ellos estaban en condiciones de no dejarse engañar". La clase obrera es también la llamada a hacer la revolución y, después de todo, todavía no la hizo.
En los próximos días se verían con Víctor. También en los próximos días Lucas viajaba a Bolivia. Miró las cenizas del sobre, miró a Albertina: estaba cansada. El tiempo del amor, o de los enamoramientos, había pasado. Otro fervor más seco volaba por el aire, dispersándose; el humo que cubre el cielo. Fue hasta el teléfono y habló con Sara.

LVI Adiós

No reprochó nada. Él tampoco explicó por qué no había ido antes. Se sentaron y ella sirvió una taza de café. Después de un silencio, Mateo contó todo lo que sabía. Ella estaba al tanto de casi todo, pero desconocía algunos detalles, menudencias.
Cuando no hubo más nada que agregar, ella dejó la taza de café sobre la mesa ratona; se tapó la cara con las manos y, recién entonces, se puso a llorar. Durante largo rato lo hizo silenciosamente; Mateo sólo atinaba a acariciarle la cabeza, mientras miraba las paredes del cuarto, unas velas a medio prender, la biblioteca desordenada, el tocadiscos. No quería pensar en el sujeto del llanto.
Yo te daré paz en la tierra, yo he de encontrar sepultura para tu dolor todavía sin respuestas. No quedará impune tu cuerpo en pena, por más que me impidan encontrarlo.
Antígona crece en mi sangre y arrasa las fortificaciones, las orillas del temor; porque tu esperanza alzará vuelo: brilla como la espada del sol en el confín de la tierra, en sus profundidades más agudas donde te sepultaremos para que la fertilices.
Guardo el aire de tu corazón desplomado que ya no escucharé: porque serás el sonido que a todos acompaña, la rabia silenciosa que derrota la muerte, que empuja al tiempo sin que nadie lo sepa.
Tampoco podrán verte los otros: solamente yo reconoceré tu perfil cabalgando anónimamente por la historia; tomando aire, con la humildad de los héroes, de los revolucionarios. Con esa grandeza que todo lo acaricia, sin buscar gratitudes. Que es para todos, menos para él, fundido como está en el aire de su tiempo.
Yo te reconoceré en esos renunciamientos que no especulan con la eternidad, ni con el dominio, ni con la gloria, ni siquiera con el deslumbramiento de los otros: sabías que no hay amor, porque el amor ha sido convertido en una parodia monstruosa donde nadie puede identificarse, porque el amor es para nosotros una necesidad carente, un bien perdido.
Por eso yo te doy mi bendición, cierro tus ojos y te deseo que descanses en paz, querido mío.
Retiró las manos de la cara, se secó los ojos y guardó un largo silencio. Dijo después que debían escribirle a Aramís y a partir de ese momento no habló más.

* Estos textos pertenecen a la serie de ocho notas del periodista Pedro Leopoldo Barraza, aparecida la primera de ellas en la revista "18 de Marzo" y las restantes en la revista "Compañero" en el año 1963, bajo los títulos: "39 días de terror", "S.O.S. a Vandor", "Buscado: Alberto Rearte" y "Reconocen a los criminales".

         

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