LOS PASOS PREVIOS


         

CAPITULO TERCERO

PROLOGO

INTRODUCCION

CAPÍTULO PRIMERO
I Estado de asamblea
II La Paz
III Interferencias
IV Los cómicos y el dinero
V Gauchos y lagunas
VI Las buenas maneras
VII "Sombrero negro y chalina"
VIII Luz y sombra
IX Fábulas, cariños
X Mala suerte

CAPÍTULO SEGUNDO
XI Noticias
XII Las cosas se complican
XIII La conversación
XIV Nueve de cada diez
XV Rabelais
XVI La cucha

CAPÍTULO TERCERO
XVII Esas casualidades
XVIII Linda sorpresa
XIX Mamá
XX La gaviota
XXI En el aire
XXII Un cafrcito
XXIII Funerales
XXIV Técnicas
XXV Testigos
XXVI Picardía y peligros
XXVII La ausente
XXVIII Baldazo de agua fría

CAPÍTULO CUARTO
XXIX El discurso del método
XXX Pena mulata
XXXI El método
XXXII Primera vista
XXXIII Changó
XXXIV Los latidos
XXXV El último amor
XXXVI Fellini
XXXVII "Seco y enfermo"
XXXVIII Memoria

CAPÍTULO QUINTO
XXXIX Frías comunicaciones
XL Pasado y futuro
XLI Un americano en París
XLII El espejo
XLIII Austerlitz
XLIV La última cena
XLV Yunta
XLVI La carta
XLVII Diálogo
XLVIII Dom Perignon

CAPÍTULO SEXTO
XLIX Pianissimo
L Transfiguración
LI Camus
LII Siguen las casualidades
LIII Danubio Azul
LIV Cachondeo
LV No ocurrirá
LVI Adiós

CAPÍTULO SÉPTIMO
LVII Severo se confiesa
LVIII Lagardere
LIX Invasiones inglesas
LX Presumido
LXI Prueba de fuego
LXII Guardaespaldas
LXIII Dulce de leche
LXIV Grandes almacenes
LXV Caída
LXVI Huida

EPILOGO

CONCLUSION

Antes de la siniestra noche del 29 de agosto de 1962, Felipe Vallese era un joven y destacado dirigente gremial de la fábrica TEA, conductor de la juventud era también -por qué no decirlo?- un auténtico muchacho de la barriada de Caballito. De nuestro porteño barrio Caballito, donde nació hace 22 años, allá por Seguí y Galicia, a pocas cuadras de Plaza Irlanda. Caballito es desde entonces testigo insobornable de todos y cada uno de los actos de este muchacho, aunque no pudo prever, sin embargo, el infierno en vida que tendría que soportar más tarde. Por sus reacciones como purrete, por sus rebeldías juveniles, por su liderazgo nato y espontáneamente cedido en los juegos y en los deportes primero, en la barra después; por su relevancia en todos los terrenos en que actuaba, sus vecinos, sus amigos pueden decir ahora, sin temor a caer en formales homenajes circunstanciales, que Felipe llevaba intrínsecamente las condiciones naturales de un auténtico jefe.

En el asilo

Los que, como yo, no conocen a aquel que hoy está prisionero de los torturadores, pensarán, se crearán fantasías sobre su imagen. La mayoría creará fantasías sobre su imagen. La mayoría creará quizás una imagen ideal; los más débiles, siempre propicios a dejarse ganar por la deformación de los hechos, por los dueños del poder, por los que dominan los aparatos de prensa y difusión, se lo imaginarán como un "terrible terrorista" según los hábiles "trascendidos" oficiales.
Por lo que a mí respecta, sin compromisos contraídos con nadie, excepto con la verdad, y con numerosas veladas acumuladas en busca de todos los antecedentes del "caso" Felipe Vallese, descarto la versión oficial por absurda o por idiota.
La imagen "ideal", desde luego tampoco es real. Felipe Vallese, en el momento de su desaparición era solamente un HOMBRE prematuro. Un hombre a pesar de sus escasos 22 años, que había empezado a serlo casi a los 13, cuando se fue del asilo, o a los 16, cuando se fue a Corrientes en busca de trabajo. Su madre tuvo que ser recluida repentinamente en un sanatorio a consecuencias de no haber cumplido con la advertencia médica que le prohibió tener más de dos hijos: tuvo cinco (hasta el día de hoy sigue internada). A Felipe le tocó entonces recorrer el triste camino del internado contando solamente 9 años, en la localidad bonaerense de Mercedes; aunque felizmente los dos primeros años los pudo pasar con el hermano mayor, Ítalo, que le lleva dos de diferencia. Ahí cursó hasta el sexto grado, donde si bien no fue un dechado de virtudes, en lo que a conducta se refiere (un niño triste no tiene "buena conducta" nunca), se destacaba en cambio como brillante por aplicación y por su rapidez mental, especialmente en las matemáticas. Al finalizar el 6 grado, mereció figurar en el cuadro de honor. Como clausura de año tuvo otra recompensa inesperada: el director reunió a todo el colegio para anunciar que en una revista que había caído en sus manos accidentalmente se le otorgaba el primer premio al alumno Felipe Vallese por su poema sobre "El ahorro", escrito en su primer grado.
Luego, Felipe vuelve a su barrio y continúa sus estudios secundarios en el Hipólito Vieytes, en el que participa de las luchas estudiantiles. Pero por poco tiempo, porque en segundo año debe abandonar el curso para dedicarse a trabajar.
En su casa son cinco hermanos y pocas las entradas. A Ítalo y Felipe, hoy 12-2-63 de 24 y 22 años, respectivamente, le siguen Nélida Luisa, de 19; Juan Luis, de 17, y Ricardo Gabriel, de 15. El padre, un robusto italiano que llegó al país durante la crisis del 29 o 30 aproximadamente, trabaja primero como capataz de estancia y poco después pone un puesto de verduras, trabajo que conserva en la actualidad, en Morelos 654, a pocas cuadras de su casa.
Felipe, que comienza a los 14 años como cadete de una editorial, tiene otras experiencias de trabajo: oficia primero de pintor y luego de obrero en una tintorería, hasta que por fin a los 18 años, el 6 de marzo de 1959, entra en la fábrica metalúrgica TEA (Caracas 940), ubicada a pocas cuadras de su casa y del trágico asalto policial.
Este adolescente maduro de 18 años empieza enseguida su experiencia sindical que poco tiempo después lo convertiría en popular e intransigente dirigente metalúrgico. A los cuatro meses de su ingreso es elegido delegado de la comisión interna, cargo que ocupaba hasta el 23 de agosto...
De tez blanca, cabello castaño oscuro, de cuerpo morrudo y bien fornido, 1,78 de estatura, ese joven obrero que lee toda clase de libros sin tabúes ni prejuicios ideológicos; ese pibe que jugó al fútbol a los 13 años en la Plaza Irlanda con su amigo Rearte, no sabe que ese ascenso a dirigente gremial, ese ascendiente que posee sobre sus compañeros le costaría muy caro. Nunca sospechó tampoco que el haber conocido desde la infancia a Rearte sería motivo de "crimen" para la policía; motivo para que desde los organismos del gobierno se le destroce a golpes...
Esta es la historia de FELIPE VALLESE. Pero puede ser la de cualquiera, la de cada uno de los dirigentes de los cuadros sindicales medios, puede ser la historia de todos y en cualquier momento... Es la historia del asco…, la historia de la náusea..., la historia de un sistema que agoniza pero que sigue haciendo daño.
La represión contra el pueblo y el asesinato de sus dirigentes obreros -Mendoza por ejemplo- son la muestra clásica de los métodos que oligarquía e imperialismo aplican cuando sus intereses comienzan a peligrar. Pero también son una etapa más en la lucha del pueblo y ¿quién duda cuál será el vencedor final?
* * *
Conviene recordar esto para dejar en claro que FELIPE VALLESE no está secuestrado, ni brutalmente golpeado, en estado comatoso -o muerto quizá- simplemente por "casualidad". FELIPE VALLESE es... dirigente metalúrgico insobornable, de los que no transaron con el régimen implantado desde setiembre de 1955 ni con los posteriores corruptores de turno. FELIPE VALLESE ES PATRIA O MUERTE. En esto reside la clave, para entender lo demás. Y lo "demás" es monstruoso: simultáneamente a su "misteriosa" desaparición en la noche del 23 de agosto -que resultaría trágica-, también son secuestrados familiares, parientes, amigos y otras personas ajenas por completo a toda militancia política o gremial. El objetivo fundamental es, entre otros, "atrapar" a REARTE. A éste y a otros se los trata de vincular hasta hoy con los episodios de la calle Gascón. La casa de Vallese es allanada esa noche y todos sus habitantes detenidos: mujeres en su gran mayoría. Quedan solamente en el departamento tres niños, uno de los cuales es Eduardo Felipe, de tres años, hijo de Vallese.
Todos -o casi todos- son trasladados a "la primera" de San Martín (provincia de Buenos Aires), seccional policial célebre. Allí son maltratados, golpeados, algunos no pueden escapar al "aparato": la picana eléctrica. 39 días dura la prisión de la mayoría de ellos; algunos salen antes por razones todavía poco claras. En este ínterin, los tres niños que habían quedado solos en la casa, también fueron secuestrados y todavía hasta el día de hoy no se puede hacer que los "jueces" ordenen su devolución, aun cuando tienen conocimiento cabal de su paradero. Mientras tanto, FELIPE VALLESE todavía no ha aparecido...
Esta nota que comenzamos hoy es la primera de la serie con que trataremos de descorrer el velo sobre el destino de FELIPE VALLESE, a quien no conocí personalmente. Continuaré la investigación pese a cualquier amenaza o intimidación y hasta sus últimas consecuencias, ya que es poco todavía lo que se ha hecho por Vallese. "18 de Marzo" me ofreció sus páginas decididamente ante el silencio cómplice de todos los diarios, y la deformación u omisión de hechos fundamentales que rodean todo el proceso. Este proceso que el gobierno "no puede" esclarecer a 133 días de la desaparición del dirigente… Será una tarea difícil; peligrosa quizá; no importa ("Operación Masacre" de Rodolfo Walsh marcó el camino a seguir).
* * *
En el "caso" VALLESE -diría mejor en EL INFIERNO DE FELIPE VALLESE (como titularé esta serie) - están implicados directa e indirectamente desde la policía y servicios de informaciones del Estado hasta los jueces y funcionarios del gobierno. Esta será entonces también la historia de todos ELLOS, el desenmascaramiento de la falacia de la "independencia" de los tres poderes, la historia de los siniestros personajes que hoy gobiernan, sentados sobre sus vocablos preferidos: "DEMOCRACIA, LIBERTAD, PACIFICACIÓN".
Simultáneamente a la "misteriosa" desaparición de Felipe Vallese producida la noche del 23 de agosto del año pasado, cuando se dirigía a trabajar, son secuestrados también familiares, parientes, amigos y otras personas ajenas por completo a toda militancia política o gremial. El objetivo fundamental es, entre otros, atrapar a ALBERTO REARTE, que tiene desde 1958 "captura recomendada", por militar en el movimiento mayoritario proscripto. Y como los ficheros subdesarrollados de la SIDE dan para todo, la "razzia" es general e indiscriminada, como siempre. A Rearte, Vallese y a los otros se los trata de vincular caprichosamente con los episodios de la "calle Gascón", allí donde la policía dijo descubrir actividades terroristas en el año 1961.

Años difíciles

Habíamos dicho que la infancia de Felipe fue triste, muy triste. La madre tuvo que ser internada al nacer el quinto hijo, porque según los médicos sus resistencias no daban más que para dos partos. Entonces Felipe fue a parar al asilo con sus escasos nueve años.
A los 13 vuelve a la casa, aunque su madre sigue internada, y continúa sus estudios secundarios en el Colegio Hipólito Vieytes. Un año más tarde debe abandonarlos: una movilización estudiantil contra la política educacional de Dell’ Oro Maini le cuesta el año: tiene que optar por irse o que "lo vayan". Como él no tiene una recomendación de "arriba" tiene que abandonar el colegio. Se pone a trabajar en distintos oficios y en busca de nuevos rumbos se traslada a la provincia de Corrientes, contando escasamente 16 años, un pequeño capital. Felipe quiere invertir su capital en algo productivo y alterna entonces con toda clase de gente; gente "grande", gente "seria", que termina por estafarlo, naturalmente. No importa, Felipe regresa a Buenos Aires un año más tarde, pero esa experiencia vivida no la paga con nada. Así se fue haciendo, se fue formando... Así se fue formando su recia personalidad. A fuerza de golpes. Esos golpes que más tarde descargaron contra él, en carne propia, gratuitamente, las Brigadas Móviles de la Regional Policial de San Martín.

Nace un dirigente

A mediados de 1958 Felipe consigue entrar a trabajar en la fábrica TEA, a pocas cuadras de la casa paterna, y a los cuatro meses es elegido delegado gremial. ¡Tenía entonces 18 años!
Al poco tiempo consigue para sus compañeros numerosas conquistas que hoy les son arrebatadas. Ropa de trabajo, riguroso cumplimiento del horario y pago de las horas extras, cofres para vestuario, leche por trabajo insalubre, etc. Hasta el momento de su desaparición siguió siendo delegado, cuatro años fue reelegido por unanimidad. Era una garantía. Era un aguerrido antídoto contra el soborno patronal. Cuando la empresa consideró que ya se estaba poniendo demasiado pesado le ofreció 50.000 pesos de coima para que no moleste. Felipe los dejó con la mano extendida. Como se creían que se trataba de una diferencia de "precio" al tiempo duplicaron la "oferta": 100.000 pesos para que renuncie y se vaya. No entendían: miden a todos con su propia vara. ¡Jamás entenderían a Felipe Vallese! Los que algo saben de acción sindical, los de abajo, los que conocen "fábrica", una empresa de señores anónimos asesorados por expertos abogados -expertos en fraudes a las leyes laborales- comprenden lo que quiero decir. Porque la lucha contra la burocracia en sus propias filas la están librando día a día, contra la venalidad y contra los dirigentes proclives al "entendimiento". Felipe tenía cabal conciencia de que ya no se pertenecía; que él se debía a los de su clase; los que tarde o temprano terminarán por imponer la fuerza de sus derechos. Y en esto reside la clave quizá para explicar por qué la conducción de su gremio no movilizó sus cuadros para hacerlo aparecer.

Morelos 628... Caballito

Caballito, dijimos también, era el barrio de Felipe Valiese. En él había nacido, crecido, había dado sus primeros pasos y estudiado las primeras letras.
Ahí nació su amistad con Alberto -Pocho- Rearte con el que integraba el "equipo de fútbol" del barrio, que pateaba pelotas de trapo en Plaza Irlanda. Cuando no se imaginaba que por esa amistad tendría que ofrecer la vida, tal vez, para que su amigo no sufriera lo que él tuvo que sufrir.
En Caballito Felipe desarrollaba su principal actividad política y gremial; la barriada lo conocía desde pibe y - ¡cosa curiosa!- amigos más grandes que él lo reconocían como su dirigente. Es que Felipe fue maduro prematuramente; el 14 de abril cumplía recién 23 años.
Cuando se mudó de su domicilio paterno, en la calle Torrado al 600, a la casa de unos vecinos que casi lo habían visto nacer, no fue más que cumplir un acto formal de independencia real que se manejaba desde los 15 años.
En su nuevo domicilio -Morelos 628- tiene una pieza para él solo; queda a cuatro cuadras de la casa del padre, lo que le permite visitarlo asiduamente y también a pocas cuadras de TEA, la fábrica donde trabajaba.
Hasta la fecha de su desaparición, Morelos 628 era solamente el departamento en cuya planta baja vivían Elbia de la Peña y su madre, la viuda Cristina Ojeda de de la Peña, una anciana de 73 años que vive postrada desde hace algún tiempo, muy enferma y semiparalítica; con ellas vivía un matrimonio del que eran muy amigos desde hace muchos años: Agustín Adaro y Mercedes Cerviño de Adaro y sus dos hijas, Olga y Monina, de 13 y 11 años respectivamente. Por desaveniencias matrimoniales Agustín y Mercedes se habían separado formalmente desde hacía cuatro años y habitaban en dormitorios distintos.
Una piecita más chica del departamento servía de habitación para Felipe y su hijito.
Después del 23 de agosto de 1962, Morelos 628 se convierte en un infierno, en el que sus habitantes fueron presa de la más despiadada saña policial.

23 de agosto... 22 horas... 10 minutos...

Para Felipe "esa" noche era como cualquier otra, sólo que se le había hecho un poco tarde, conversando de política con su hermano Ítalo. Mientras terminaba de vestirse apresuradamente, le decía:
-Mirá, Ítalo, los que emplean la violencia contra el pueblo son ellos. No nos dejan votar y cuando ganamos las elecciones después de siete años de proscripción anulan el comicio. Vamos... la seguimos otro día. -Antes de salir Felipe echó un vistazo a Eduardito, que dormía plácidamente. Eran las 23. Los hermanos Vallese se separaron en Morelos y Canalejas y tomaron caminos opuestos: Ítalo se dirigió a Plaza Irlanda para encontrarse con una amiga, Rosa Salas, y Felipe dobló por Canalejas, hacia Donato Alvarez, rumbo al trabajo.
En el café de Donato Alvarez y Canalejas dos muchachos, Alfredo Coronel y Gabriel Brenna, de 19 y 20 años respectivamente, charlan de "bueyes perdidos". Gritos de desesperación y pedidos de socorro interrumpen la conversación y salen a la calle a ver qué pasa: "Debe ser un asalto…, andan a la orden del día...". Efectivamente, en Canalejas, entre Donato Alvarez y Trelles, varios individuos armados tratan de someter a un hombre, que se abraza a un árbol desesperadamente, como si estuviera clavado a él con las uñas.
Alfredo reconoce a ese hombre:
-¡Pero si es Felipe...!
-No hablés macanas, a Felipe qué le van a robar... ¡Además Felipe ya hace por lo menos media hora que está en TEA...!
-No seas idiota, ese es Felipe.
Pero, ya el hombre abrazado al árbol estaba medio tambaleante. Un culatazo en la cabeza termina con sus últimas resistencias.
Cuando se acercan los muchachos para intervenir, uno de los individuos les dice: "Rajen, muchachos, esto no es para ustedes".
Felipe es introducido en una camioneta que parte velozmente con las puertas abiertas, ante los ojos atónitos del vecindario que en grupo numeroso había presenciado el procedimiento. Manchas de sangre en el árbol del delito que pueden constatarse hasta dos o tres días después, prueban la brutalidad de los golpes recibidos. Los pistoleros en cuestión no son otros que elementos de las Brigadas Móviles de la Policía Regional de San Martín y "el hombre del árbol" es, efectivamente, Felipe Valiese.

Operación simultánea

Mientras tanto, una operación idéntica se realizaba en Plaza Irlanda. Tres autos, un Chevrolet 1947, un Fiat 1100 y otro no identificado, se acercan sigilosamente hasta la altura donde está una pareja.
Tres hombres bajan empuñando fusil, ametralladora y revólveres, disfrazados con gorras y anteojos que evidentemente no les encajan bien. Atropellan a Ítalo y a Rosa, su amiga.
-Vos sos Rearte, vos sos Mercedes... Levantá las manos, pibe, y entregá las armas.
-Yo no tengo ningún arma... ¿Quiénes son ustedes?
-Somos de la Policía...!
-Muéstrenme las credenciales...
-Nosotros no tenemos por qué mostrarte ninguna credencial. ¡Vamos Rearte, subí al coche!
-Yo no soy Rearte...
Pero la negativa de Ítalo no vale de nada. A trompadas le colocan las esposas y lo suben al Chevrolet. Su amiga Rosa es introducida en el Fiat; Ítalo pide socorro, los personajes intentan "tranquilizarlo": "Quedate tranquilo pibe -le dicen-, que estamos buscando un asaltante, si vos no sos te vamos a largar..."

Los torturadores de la noche

Luego de dar unas vueltas a la redonda, seguramente para averiguar cómo había andado la "otra operación", los coches enfilan hacia la casa de donde los hermanos Valiese habían salido rato antes.
Casi todos habían ido a dormir, con excepción de Agustín Adaro que -casualmente- se quedó viendo televisión.
Fuertes golpes, como si estuvieran por echar la puerta abajo, retumban en la casa en el silencio de la noche.
Agustín Adaro va a abrir. Detrás de él va su hijita Olguita que se vuelve corriendo a la cocina donde estaba Elbia terminando de lavar los platos. Con ojos aterrorizados alcanza a balbucear: -¡Madrina... Madrina…, hombres con revólveres!
"Los sabuesos" requisaron todo, no dejaron títere con cabeza ni rincón por revisar. Revolvieron armarios, tiraron colchones al suelo (claro, para mirar debajo de la cama sin agacharse), abrieron todos los cajones desparramando por el suelo cualquier cosa que les viniera a mano. Los "modales" dejaban mucho que desear. El que parecía llevar la batuta, enfiló para la cocina preguntando con insolencia:
-¿Dónde está la Mercedes...? ¿Dónde está Felipe? (Lo de Felipe sería para asegurarse que había ido a trabajar y que los otros pudieran realizar la otra "operación").
El que parecía jefe o algo así, les apuntaba a Elbia y a Olguita con una ametralladora, ordenándoles ponerse cara contra la pared y brazos en alto.
Uno de los tiras, que se había metido como Juan por su casa en el dormitorio de Mercedes Adaro, gritó:
-¡Acá está la Mercedes!... ¡Acá está la Mercedes! El "comandante" en jefe se corrió entonces hasta allí y en tono cínico del "oficio", le dijo a modo de saludo y amenaza:
-Ahhh... con que vos sos Merceditas ¿eh?
Mientras, tres o cuatro individuos continuaban a fondo el revoltorio. En total, sumaban siete u ocho. Aquello era más bien un ejército de ocupación en operaciones que un procedimiento policial, por más que en este país ambas cosas se asemejan siempre.
El cuadro no podía ser más patético: los tipos seguían corriendo muebles, mientras preguntaban con rabia:
-¿Dónde están las armas? ¿Qué hicieron de los uniformes? ¡Será mejor que entreguen los disfraces!
Las chicas, Olguita y Monina, llorisqueaban, implorando que no maltrataran a Elbia:
¡A la madrina no le hagan nada, es enferma del corazón!...
Eduardito Felipe, con sus tres años recién cumplidos, intuía la maldad de esos tipos, berreando desconsoladamente.
Lo infructuoso del trabajo los irritaba más y más, hasta descomponerlos de furia.
-¿Y...? ¿Encontraron algo? -preguntó el "jefe" desde la pieza de Mercedes, a la que continuaba atosigándola con preguntas, insultos y bravuconadas.
-¡Acá no hay nada! - vociferaron desde las otras piezas-. ¿Para qué m... vinimos...?
Dos de ellos se llevaron a Agustín Adaro a los fondos y mantuvieron con él una conversación en tono imperceptible, cuchicheos que nadie pudo oír.
La anciana madre de Elbia sufrió un desmayo que lejos de conmover a los asaltantes les provocó risa, y dirigiéndose a Elbia, que corrió a socorrerla, la apuraron:
-Che, gorda, cambiate que vos también sos de la partida...
Mercedes se vistió sólo cuando consiguió que la dejaran sola. Rato después, el trance de partir era inminente. No hubo forma de que las dejaran hablar por teléfono ni avisar a nadie para que viniera a quedarse con la viejita enferma y los tres chicos ¡Para eso eran policías! ¿O habían ido allí para andar con contemplaciones?
-Vamos, vamos, que allá van a cantar hasta "La cumparsita"!
Y las dos mujeres fueron sacadas a punta de ametralladoras. Agustín Adaro, no se sabía bien por qué, pero era tratado en forma un tanto indiferente. Elbia y Mercedes tenían ya un nudo en la garganta. Partían rumbo a lo desconocido y ahí quedaban una anciana paralítica y tres niños llorando.
Justo en la puerta de la casa está detenida una camioneta color crema. Mercedes se hace la desentendida y cruza hasta el medio de la calle y entonces puede leer en el rodado: POLICÍA REGIONAL DE SAN MARTÍN. Ítalo, desde el Chevrolet donde lo tenían esposado, había observado todo el procedimiento desarrollado en la casa donde rato antes había cenado con Felipe.
Mercedes, Elbia y Agustín fueron desparramados en tres coches distintos. Mercedes iba sentada entre el chofer y el "jefe", un tipo alto, rubio y fornido, según las descripciones.
-¿Dónde vamos? -preguntó.
-Al "Departamento"...
-Por aquí no vamos al "Departamento".
-Vos sabés muy bien adónde vamos... Decime dónde está Rearte... ¿Me vas a decir que no lo conocés a Rearte...?
-Claro que lo conozco.
-Sí, ya sé que lo conocés..., si visitás a la madre y te tratás con toda la parentela... ¿Qué sabés de la calle Gascón?
-Lo que leí en los diarios, y baje el tono…, o no hable más.
-Ya te vas a acordar cuando te hagamos "lavado de cabeza". Te voy a encajar unas inyecciones que te van a hacer decir las cosas que ahora no querés decir. Te vamos a matar.
Como Mercedes no les contesta, los policías (o lo que fueran) optan por callar, y un pesado silencio rodea todo el viaje hasta llegar a "la PRIMERA" de la REGIONAL DE POLICÍA DE SAN MARTÍN.
Cuando llegaron Elbia y Agustín Adaro, un "jeep" se encontraba en los fondos de la comisaría. Los hacen poner espalda contra espalda. Elbia mirando hacia el lado de la calle "para que no vea". ¿Por qué Agustín Adaro "puede" mirar? Del "jeep" están bajando a "alguien", y Elbia puede percibir entonces una repentina rigidez en Agustín, que le resbala por todo el cuerpo. Ese "alguien" podría estar herido y golpeado brutalmente...
Uno a uno van ingresando en calabozos separados una vez que son despojados de los "efectos personales". Los calabozos de "la PRIMERA" de San Martín están en semiconstrucción, son húmedos e inhóspitos; no hay colchones ni frazadas. La madrugada del 24 de agosto es muy fría y para ellos está llena de acechanzas. La noche ha sido muy movida y estaban fuera de sus casas sin saber por qué ni para qué. El frío entonces era lo peor.
Ítalo 0pta por cantar, canta operetas durante un rato largo. Para tranquilizarse, seguramente, porque él sigue creyendo que todo se trata de "una ofuscación". Mercedes, que está calabozo por medio, le reconoce la voz y lo llama. Se ponen a conversar y entonces se sienten menos solos. Ella le explica sus temores. Luego callan. Había pasado poco más de una hora que estaban allí, pero el tiempo se les quintuplicaba. Los minutos eran mucho más largos.
El silencio es quebrado por una voz que parecía venir de lejos. Sin embargo, es un gemido que estaba muy cerca.
-Agua... agua...
Ítalo, por la mirilla de su calabozo, ve cómo dos sujetos arrastran a un muchacho que tiene la cabeza vendada, semihundida en una campera negra. ¡Esa campera la conocía!
A halo le tiembla la voz:
-Felipe... Felipe... ¿sos vos?
-Ítalo... ¿Estás ahí? ¿Estás bien?
-Sí, Felipe... pero no nos pueden hacer nada, nosotros no hicimos nada... (dirigiéndose al cabo de guardia): ¡No ve que le está pidiendo agua! (El cabo de guardia les grita que se callen). ¡Felipe... Felipe! ¿Cómo estás? ¿Qué te hicieron...?
Felipe (casi no puede hablar): -Me han reventado... ¿Por qué? Yo no sé nada... yo no sé nada... yo no sé nada.
Mercedes: -Ítalo, ¿con quién estás hablando?
Ítalo: -Con Felipe.
Felipe: -¿Con quién hablás, Ítalo?
Ítalo: -Con Mercedes.
Felipe: -¿También la trajeron...?
Ítalo: -Sí, Felipe... Estamos todos... Elbia también...
Con desesperación halo pudo ver cómo se llevaban al hermano, sin que él pudiera hacer absolutamente nada.
-. . .Mercedes... Mercedes... ¡Se lo llevan a Felipe! ¡Canallas, canallas, asesinos! ¡No tienen perdón de Dios...! ¡No tienen corazón! ¡Dejen a mi hermano!
Víctima de un ataque de nervios no puede más gritar y sollozar golpeando los barrotes de su calabozo.
Mercedes también les grita desde su celda:
- ¡Déjenlo! ¿No ven que está herido...?
Pero nada hace cambiar los planes de los uniformados.
Tres días pasaron desde entonces. El 27 de agosto a la madrugada, los mismos individuos que allanaron Morelos 628 se hicieron presentes en la celda de Mercedes Adaro. La iban a buscar. Al salir de la comisaría le advierten.
-Subí a ese coche, pero tené cuidado que hay un loco. No te va a hacer nada porque está bien atado.
Mercedes cree reconocer a Ìtalo.
-Este no es ningún loco -dice.
Acostado en el coche, con la cara semicubierta, maniatado con un saco a la manera de chaleco de fuerza yace un cuerpo de hombre en estado de semiasfixia pidiendo que lo destapen. La voz no es otra que la de Osvaldo Abdala, un amigo de Felipe.
Mercedes consiguió destaparlo un poco sin hacer caso de las amenazas pero al salir a la calle le vendaron los ojos. ¿Dónde la llevaban? Cuando otro coche se cruza le bajan la cabeza. El viaje dura escasamente veinte minutos. Cuando el coche se detiene luego de atravesar una barrera los policías bajan primero para sondear el ambiente y asegurarse que "no hay moros en la costa".
Mercedes es introducida en una casa por un pasillo angosto que da a una habitación y al sacarle el vendaje de los ojos le avisan que van a aplicarle la picana. Puede observar las camillas, las sogas y las gomas. Todo eso que forma parte del ritual.
-Ves todo esto -le dicen nervioso-. Es la picana. Con esto vas a hablar. -Ella reconoce la voz del que la llamaba "Merceditas".
Nuevamente vendada la obligan a desvestirse, pero Mercedes sólo se saca el tapado... el resto de la ropa se la arrancan a jirones.
Entre dos la sientan en una camilla sujeta al piso, le colocan las bandas elásticas, la atan de pies y manos y le untan el cuerpo con un pincel empapado en vaselina.
-Mirá esta hija de p... Dieciséis años que vengo haciendo este trabajo y jamás he visto tanta serenidad...
La corriente eléctrica corre entonces por todo el cuerpo de Mercedes. Su cuerpo es quemado por el aparato infernal, mientras le preguntan:
-¿Dónde está Rearte? ¿Qué sabés de la calle Gascón? ¿Dónde están los uniformes? -La quieren convencer-: en tu casa había un bolsón con armas.
Mercedes, con el cuerpo electrizado repetía: -En mi casa había un bolsón con armas...
-¿Por qué lo decís? ¿Por tu propia convicción o porque te lo decimos nosotros?
-Porque lo dicen ustedes... -contesta Mercedes.
Como lo que le están haciendo no da resultado, aumentaron las torturas. Entonces le pasan dos picanas. Mercedes soporta todo en silencio; nadie más que ella sabe cuán pesado fue soportar esa cruz, pero sabía también que el silencio es el mejor antídoto contra esos anormales.
-Son duros ustedes... mueren por la causa, no hablan... Pero te vamos a matar. Primero te vamos a aplicar la picana todas las noches. No vas a poder aguantar estas sesiones. Después te vamos a tirar al mar...
Inventar cualquier cosa hubiera significado su perdición, porque entonces creerían que sabía algo y no hubieran parado de aplicarle el aparato, tratando de sacarle más. Cuando Mercedes se desvanecía, el que la llamaba "Merceditas", de cuclillas sobre la camilla, le daba trompadas en la cara para "hacerla reaccionar". Y vuelta a empezar. Las aplicaciones iban desde la cabeza a los pies. En la cabeza, para que se le "refresque la memoria" y en los pies, "porque es muy bueno para los callos", le decían. Cuando gritaba le ponían picana en la boca y luego por todo el cuerpo. En los lugares más sensibles. La corriente aumentaba y declinaba según convenía para lograr un "shock" mayor. Por ser la primera sesión, dos horas y media bastaba: la visten, le devuelven el reloj (qué delicadeza!) y la tiran a una colchoneta con las manos y pies atados hasta el momento de partir. Varios individuos le preguntan qué hace allí y por qué la llevaron. Otro, que dijo llamarse García, ella no lo pudo ver, le contó que lo habían llevado por lo de la calle Gascón pero que no se iba a dejar pegar. Lo único que tratan es de confundirla. Pocos minutos después la desatan y la llevan a la rastra hasta el coche.
Mercedes se siente deshecha...
Nuevamente en la 1 de San Martín. La tiran otra vez en el calabozo; Mercedes vuela de fiebre, la sed le quema la garganta. El guardiacárcel le alcanza una taza de mate cocido y aprovecha para preguntarle dónde la llevaron y qué le hicieron. Le aconseja no moverse ni hacer ningún esfuerzo por varias horas; tiene experiencia en el asunto. Pero el mate cocido le hace subir más fiebre; Mercedes está bañada en sudor; grita, está aterrada, en estado de psicosis.
Un médico se hace presente en la celda de mujeres: es el doctor Medone, el del policlínico de San Martín.
Le pregunta qué le pasó, mientras le toma el pulso, y Mercedes le explica que le pusieron la picana.
-¿Qué picana?
-Usted sabe bien qué picana -contesta Mercedes.
-Bueno -dice el doctor Medone-, quédese tranquila que eso no va a pasar más. Yo voy a hablar con el comisario para que no permita que se la vuelvan a llevar, pero de cualquier manera, si usted sabe algo, dígalo. Yo tengo madre y esposa... Eso está bien que se la apliquen a los hombres, pero no a las mujeres... -El médico ordena que le pongan frazadas y le prescribe un régimen de puré y caldo, recomendándole que coma para reponerse. Las 48 horas subsiguientes Mercedes las pasa en estado de inconsciencia, presa de terror, con continuas crisis nerviosas... Dos días después, de la "primera sesión", el 29, se la vuelven a llevar..."

XVII Esas casualidades

Cuando lo devolvieron a la celda, se dejó caer sobre un catre en ruinas; se despertó dos horas después y, de inmediato, empuñó la cuchara. Se puso a raspar la base de los barrotes de una ventana que daba sobre un patio interior. De allí pensaba saltar a ese patio, una vez arrancados los barrotes, y luego trepar por el muro y pasar al otro lado y huir como fuera.
Lo había pensado bien: la fuga era la única salida que le quedaba, porque el hecho de que ya lo consideraran trasladado, les allanaba el camino; podían confundir su paradero, darlo por perdido o evadido; matarlo sin que nadie cargara con esa responsabilidad.
Trabajó hasta la madrugada y logró aflojar los barrotes que no sacó del todo porque ya se filtraban las primeras luces; escondió la cuchara y se hizo el dormido. Al día siguiente hubo fiesta: sería Navidad, un buen momento, adecuado, conociendo las inclinaciones por el trago del personal del destacamento. Más tarde se enteró que, en efecto, esa noche estaban de banquete, que las monjitas habían hecho, como era costumbre, platos especiales. Y las comilonas no vienen solas.
Antes de empezar la sobremesa, la conversación y las risas se animaron. Arrancó los barrotes y sacó primero la cabeza y luego el resto del cuerpo; se sentó en el vano de la ventana, dejándose caer al suelo sin que se le escapara el menor ruido. Un soldado pasó, sin verlo, por el pasillo del costado. En el confín de ese pasillo estaba la guardia. De allí también podían verlo perfectamente, si a alguien se le ocurría asomarse.
Pero no se asomó nadie, según pudo constatar desde el lugar en que había caído, en cuclillas, como un gato. Arrimó al tapial una puerta vieja que habían dejado arrumbada en el traspatio, junto a la puerta de la celda; serviría de rampa. Tomó impulso y trepó hasta la cumbre del muro; estaba demasiado alta, no llegó. Miró hacia el otro extremo del pasillo: nadie se había asomado; seguían llegando las risas, las palabrotas. Volvió a tomar impulso, corrió y esta vez pudo llegar hasta arriba.
Caminó por las veredas desiertas y no tropezó con ningún vecino: estaban todos durmiendo ya. Desde lo alto del muro se había dejado deslizar por una especie de talud que le reforzaba y que le había impedido pasar al otro lado con el primer túnel; la cárcel estaba rodeada por un inmenso baldío y, de allí, sin inconveniente había desembocado a una calle. Recién cuando salía de la pequeña ciudad, sintió un escándalo de perros y motores que se ponían en marcha: evidentemente habían advertido la fuga.
Entonces corrió hacia la oscuridad en dirección al campo, dejando atrás las últimas luces de las últimas calles. Corrió sin rumbo, manteniendo primero una cierta compostura, desarmando luego los brazos y abriendo la boca seca para que entrara más aire en los pulmones cerrados como un puño. Comenzó a tropezar y a enderezarse en plena carrera, como hacen los opas. Cuando no pudo más se dejó caer bajo un árbol.
Durante una hora alcanzó a tener un sueño sin sobresaltos, concentrado, hasta que lo despertó el ruido de un motor. Levantó la cabeza, miró y pegó un respingo al advertir que estaba a pocos metros de la ruta; durante toda la noche había estado corriendo paralelamente al camino principal de la zona, mientras creía alejarse de los lugares de mayor circulación.
Ya estaba amaneciendo y se quedó quietito en su puesto. Un coche policial se detenía junto a un grupo de campesinos que, seguramente, esperaban un ómnibus que los llevara hasta la ciudad. Justamente en ese momento uno se arrimaba doblando penosamente en la primera curva que aparecía en el camino por el lado opuesto.
Los policías, después de preguntar algo, siguieron su camino, antes de que llegara el ómnibus. Cuando llegó, esperó que todos subieran y, cuando ya estaba por arrancar, corrió y se trepó al estribo que ya se había puesto en movimiento. El boleto hasta El Salvador costaba pocos centavos, menos que la suma que había obtenido con la venta del reloj.
La ruta estaba muy vigilada, pero en ningún momento hicieron detener ese ómnibus para controlarlo; a otros sí, pero pocos: paraban más bien automóviles particulares; tal vez calculando que había tenido algún apoyo exterior para la fuga; que la cosa estaba planificada de antemano. Finalmente comenzó a desinteresarse por las patrullas, a dejarse ganar por el sueño, a quedarse dormido entre las gallinas, las bolsas, el parloteo de los pasajeros.
Cuando despertó el ómnibus se había detenido; estaban en las puertas de la ciudad. Allí la revisión era estricta para todos los vehículos que venían de afuera o salían de la ciudad. También para los ómnibus que llegaban hasta el límite urbano, aunque en estos casos la revisión era más somera.
Uno se detuvo al lado del suyo. De un salto pasó de ómnibus; se sentó y recién recapacitó que no tenía dinero para pagar el boleto; estaba barbudo, difícil de reconocer: parecía un campesino. Dio vuelta cautelosamente la cabeza para mirar por la ventanilla; su compañero de asiento lo miró y pudo reconocerlo. Era un ex condiscípulo que terminó pagándole el boleto, subiéndolo a un taxi después de hacer un trecho prudente en el ómnibus y lo pondría en contacto con gente amiga que le arreglaría todo, primero para esconderse, después para salir del país.

XVIII Linda sorpresa

"Así que también escribías canciones", le dijo Ega a Enriqueta, cuando ésta lo recibió sonriente al pie de la escalera que descendía hasta el salón. La rodeaban amigos y conocidos; Gaspar estaba muy cerca, como un Consorte, recibiendo a los invitados, radiante como si fuera él quien estrenaba una canción con tanto boato. Cachito conversaba con Perico, Chiqui con Ega que con su sillón de ruedas estorbaba a todo el mundo, especialmente a los fotógrafos, que no daban abasto para sacar tantas caras conocidas.
Era Schneider el que conversaba ahora con Enriqueta; es decir, estaba a su lado mientras las cámaras registraban todo: es que el lanzamiento de su nuevo long-play estaba resultando un suceso. Los mozos de la boite -cerrada en estos casos para el público corriente-, sirvieron los primeros whiskies y, al rato, empezaban a soltarse un poco las lenguas ya parecer hermosas las canciones que todavía no habían sido escuchadas. Las cantaría toda la ciudad -Gardel se vestiría de músico por verla, es decir oírla-, más precisamente, alguna gente de ciertos barrios de la ciudad benévola.
Felizmente, ningún periodista advirtió que Emma y Cándido habían llegado por separado. Tampoco los amigos notaron la ausencia de Mateo, y a los que preguntaban por él se les informaba que estaba engripado; algunos sabían de la detención de Marcos, pero nadie preguntó nada concreto: "todos prefieren seguir en babia"; sostenía Emma refiriéndose a sus allegados.
En un rincón conversaban animadamente Simón y Ega. Seguramente Simón -que no salió de los rincones para ignorar a Severo- le estaba reprochando que hubiese aceptado esa beca; Ega hacía poco había regresado de los Estados Unidos y estaba vestido como un dandy norteamericano: con grandes cuellos, pantalones a rayas y una serie de innovaciones todavía no generalizadas y que le daban un cierto aspecto de payaso.
Un pequeño revuelo anunció el comienzo de la fiesta; Schneider aplaudió, Gaspar se puso nervioso, las luces se atenuaron y Enriqueta subió al pequeño estrado de la boite, seguida por un par de músicos.
Cantó dos canciones que gustaron, hecho que se daba por descontado. Pero la canción que realmente ocasionó una estampida de efusiones, fue la última, que escribiera la misma Enriqueta -tal vez asesorada por Gaspar-; cuando bajó, Albertina la tomó en sus brazos, Schneider la palmeó con cierta reciedumbre germánica y luego se prendieron las luces y Chiqui advirtió la presencia de Sara.
"Viste que no quedó nada bizca", comentó con falso asombro. "Está muy linda", admitió Severo, que se acercó a saludarla; Albertina y Gaspar también se acercaron y después Palenque; se alegró tanto de verla, que no podía hablar y se limitaba a retenerle las manos y a sonreír mientras la miraba afectuosamente a los ojos.
Sara estaba radiante; no sólo parecía repuesta sino contenta. Ega se enteró de que había estado enferma, se lamentó y de inmediato se puso a contar sus últimas dos semanas vividas entre pacifistas, fusiles con flores, beat, un poco de marihuana. Era tanto su fervor, que todos cayeron atrapados por la curiosidad: era un erudito. Palenque le preguntó por los Black Panther, pero realmente Ega no encontró manera de explicar cabalmente este fenómeno y no aportó mayores novedades.
Ya se iba yendo mucha gente y comenzaba la parte más linda de la reunión, con los íntimos. Se empezaría a hablar mal de los demás, salvo de los presentes que se parecen tanto a cada uno. Severo se había sentado por allí evitando a Simón; cuando vio que Sara se acercaba sonriendo le confesó: "qué bien te sientan las enfermedades". Sin contestarle, se dejó caer sobre sus rodillas y recién después aclaró: "no creas, estoy muy triste; sana, pero triste". Severo le preguntó por Marcos y ella mintió que seguía sin noticias; precisamente esa misma tarde le avisaron que había salido -no le aclararon en qué condiciones- de la comisaría de Goya.
"Largala", dijo Ega arrimándose con animación. "Severo hoy es mi papá -aclaró Sara- porque la nena hoy está muy triste". Ega advirtió que no la veía nada triste; un momento después todos -menos Ega- se ponían de pie y, sin excepción, se iban a comer cosas ricas a uno de los lugares más lindos de Buenos Aires.

XIX Mamá

A nadie se le iba a ocurrir ir a buscarlo allí en la casa de esas viejas, medio chifladas y con fama de espiritistas. Descendían de una de las familias más antiguas del país y esto les daba una cierta respetabilidad-el linaje vence- aunque fueran dos pobres mujeres sin mayor destino, aferradas al caserón en el que vivían, suspendidas por una renta estrecha que evitaba el descenso a los infiernos.
Madre e hija reunían casi siglo y medio de vida y no leían diarios ni estaban enteradas de las menudencias políticas. De esta manera no les llegó la noticia de la fuga, que ya comenzaba a comentarse por todas partes; tampoco tenían la menor idea de quién era ese mozo, cuyo apellido reconocían vagamente. De todas formas juraron no decir nada a nadie de su presencia en la casa.
Ese día almorzó como un rey, pero después sintió escalofríos y mareos, las viejitas diagnosticaron que tenía fiebre. Se acostó a dormir y soñó con un gato enorme que le mostraba los dientes sin hacer ruido. Cuando se despertó, eran las once de la noche; tenía ganas de seguir durmiendo, pero se despabiló intrigado por algunos ruidos extraños, movimientos raros en el interior de la casa. Saltó de la cama y, sigilosamente, recorrió los cuartos oscuros, hasta llegar a una puerta iluminada. Detrás de esa puerta estaban los ruidos.
Eran risas que llegaban distorsionadas a través de la puerta de la cocina. La abrió y se encontró con las dos mujeres en plena jarana frente a una botella de aguardiente. Cuando lo vieron entrar, saltaron solícitas sobre él. Una lo arrastró a la cama, la otra sirvió la comida y atravesó los cuartos con tal rapidez, que llegó cuando recién estaban por acostarse. Había cierta euforia alcohólica en todo esto, pero también una afectividad torpe, arrumbada. Rodearon el lecho de comida, bolsas de agua caliente, termómetro, limonadas. La fiebre no había cedido, pero tampoco el hambre, y las mujeres se sentaron a su alrededor, satisfechas de verlo comer como un cachorro, de que le hiciera honor a la comida.
Cuando terminó, ellas se dispusieron a retirarse discretamente, pero las detuvo proponiéndoles que se quedaran un rato más, insinuándoles que trajeran la botella de aguardiente que habían abandonado sobre la mesa de la cocina
Recibieron la propuesta con alborozo recatado. Retiraron los restos y, casi de inmediato, estuvieron de vuelta con la botella y las copas. La menor sirvió la primera vuelta, y luego se fueron alternando desordenadamente, pero sin descuidar que las copas quedaran vacías. Estaban contentos, y ellas reían como locas o como borrachas.
La mayor comenzó a contar la historia de un vecino o familiar -nunca se aclaró del todo- descendiente, como ellas, de una familia patricia. Se llamaba Baltazar, que "era más sordo que una araña". Baltazar tenía un amigo que estaba medio enfermo y al que, durante meses, iba a visitar puntualmente. Una tarde cuando llegó, el hombre acababa de morir. La viuda lo hizo pasar y Batazar se quedó como dos horas junto al cadáver, que era el tiempo mismo que duraban sus visitas cuando el hombre tenía vida. Al verlo salir, la mujer se le echó encima preguntándole cómo lo encontraba, por esas cosas que tienen las viudas, "se piensan que la muerte les va a cambiar a los maridos; y ellos siguen iguales. Muertos, pero iguales. Algunos conservan hasta las mañas, que son inmortales". Por todo esto es que la mujer se abalanzó sobre Baltazar y le preguntó: "¿Cómo lo nota, don Baltazar?" Y el hombre, que de sordo no se había enterado demasiado de lo ocurrido un momento antes de que llegara, le contestó calmándola un poco, pero reconociendo que las cosas no andaban del todo bien: "Lo noto medio tristón".
Después de esta historia, contaron otras. Ya se abrazaban en plena camaradería alcohólica, ellas descuidaban las polleras que volaban en cada despatarro ocasionado por la risa. "Qué contento estoy", dijo de pronto, y las mujeres lo miraron, casi condolidas, hasta que la mayor le acarició la mejilla mientras le decía "por qué no va a estar contento; es joven, tiene una buena botella a su disposición, dos chicas a su disposición: qué más puede pedir".
No pedía más. Se fueron quedando dormidos, hasta que despertaron todos arriba de la cama, la mayor casi cubriéndolo con el cuerpo. Con las primeras luces y los primeros pájaros, saltaron del lecho. Recompusieron sus ropas muy serias y comenzaron enseguida a desplazarse por la casa, a limpiar, a preparar el desayuno. Lo atendían como siempre, pero no era necesario porque había desaparecido todo vestigio de fiebre. La mujer de Aramís lo estaba mirando.

XX La gaviota

Tuvieron lluvia durante gran parte del viaje y, al entrar al camino de tierra, se notaron los efectos del agua. Tanto él como su hijo al despertar vieron el camino incierto por donde se desplazaba el ómnibus patinando peligrosamente; esto divertía al chico y también a Mateo, que comenzó a despabilarse con esos deslizamientos.
Ayudaron a salir a otro ómnibus que se había quedado; luego un tractor debió auxiliarlos, hasta que dejó escapar una rueda sobre la cuneta y fueron necesarios caballos para sacarlo.
Llegaron al pueblo con dos horas de atraso y, antes de buscar hotel, tomaron un buen desayuno. Luego eligieron uno que quedaba a menos de cien metros del mar.
Dejaron las cosas en el hotel y caminaron por la orilla, corriendo a veces porque el frío era intenso y el viento soplaba con mucha fuerza. Esto los estimuló para juguetear un poco, correrse, tirar algunos golpes reír. Un cardumen de toninas comenzó a saltar a menos de trescientos metros de la orilla, y la gracia del salto se perdía entre el siniestro golpe del agua y los colores plomizos del mar y del cielo.
Un chico camina por la playa; se le caían fuegos, otros pedazos dulces desde el hombro, o eran apenas las gaviotas su blancor como un astro de plumas inmóvil, duro, duro. El chico amaba al mar, sus entrañas violentas, su corazón amargo.
Volvieron con hambre y fueron a comer a una fonda donde el patrón los trató con deferencia porque eran pocos los forasteros que caían al pueblo en esas épocas tan inhóspitas del año. Antes de pedir los postres se largó una lluvia que rápidamente anegó todas las calles. Cuando fue aflojando corriendo ya los saltos llegaron al hotel en momentos en que el chaparrón volvió a arreciar, después de la tregua. Desde la ventana del cuarto miraron la lluvia, el mar.
Como viejos ahogados girando en sus naufragios todavía, el chico iba bebiéndolos; así viajaba luego entre las rocas envueltas por el sol, viajes interminables, huesos que iban al Japón, ahora volteando lentos, buscando su memoria en lucha con el mar.
Se acostaron a dormir la siesta. Dos horas después, cuando se despertaron, ya estaba atardeciendo. Fueron a un salón de juegos casi desierto por la época y jugaron al "metegoles", al billar; cuando volvían a comer, su hijo le contó que hasta hacía muy poco tiempo vivía obsesionado por la muerte: tenía miedo de morirse y, prácticamente, no pensaba nada más que en eso. Pero ahora había reaccionado, quería gozar de las cosas como se presentaran, tenerlas aunque después desaparecieran o murieran. En la habitación jugaron un rato a las cartas como dos viejos camaradas y el chico se durmió con una sonrisa, feliz de estar así, mano a mano con su padre. Se había divertido, gozado de la vida, aun hablando de la muerte.
A la mañana seguía la borrasca, pero salieron lo mismo a la playa y algunos muchachos de alrededor de veinte años daban de comer a unos pingüinos. Tal vez habían recalado en la zona por el frío, ya que no era lugar de pingüinos. Los animales no sabían comer de la mano del hombre y había que lanzarlos al mar, atados de una pata. Había un pingüino malo y un pingüino manso que se dejaba agarrar, sin dar picotazos; se quedaron una hora larga entretenidos con los animales, y, cuando se quisieron acordar, la mañana se había ido.
Sus disparos de fósforo debajo de la noche, como las mordeduras del amor sorpresivo; bocas inmensas para el mar, depósito de brazos. El chico esperaba una voz, una mirada impura, es decir, viva aun en el oleaje.
Después del almuerzo salieron con el rifle y caminaron hasta unos médanos alejados del pueblo. Allí le tiraron a unos teros, a un par de liebres que pasaron corriendo y brincando por las lomas. Pero sólo lograron desplumar a unas cotorras que desaparecieron entre los matorrales.
Al volver tropezaron con los cuerpos de los pingüinos: habían muerto un par de horas antes. Uno de los muchachos que vieron esa mañana, les explicó que no sabían por qué se habían muerto; a lo mejor había sido el alquitrán de los barcos que les deja las plumas sin respiración; podía ser, pero no pasaban tantos barcos por allí como para producir semejante desastre. A lo mejor los animales habían pasado en su migración por Mar del Plata, donde sí había algún movimiento de barcos pesqueros eso podía ser. El chico estaba consternado y sólo se limitó a decir "pobrecitos" cuando los vio muertos, pero luego no hizo ningún otro comentario.
Cuando llegaron al hotel, ya era de noche. Estaban extenuados por la caminata y se tiraron un momento, pero al rato se levantaron a jugar al billar, antes de ir a comer. Y luego, la partida de truco y después a dormir. Mateo se quedó leyendo, pero advirtió que el chico no podía conciliar el sueño; entonces le acarició la cabeza y le hizo recordar sus propias consignas: gozar las cosas como fueran viniendo; por más pingüinos muertos que hubiera. Por más que al día siguiente debieran regresar a la ciudad.
-Cuando vuelvas de tu viaje, ¿vamos a venir aquí otra vez?
-Espero que sí, a mí me gustaría.
-A mí también.
Un momento después se quedaba dormido. Mateo se durmió más tarde y soñó con los cuerpos de una infinidad de ponies ahogados, que el mar arrastraba hasta esas playas.
O eran los ecos de hombres y mujeres acosando el amor, los perseguidos, sitiados, solos, bellos, iluminados, sangres. La tarde salpicaba como una gran madre. El chico se inclinaba hacia el mar, a disolver su rostro, como tantos destinos.
A la mañana siguiente, no esperó que su padre estuviera listo para salir, ni siquiera para tomar el desayuno; no desayunó. Mateo lo encontró más tarde en la playa rodeado de una serie de perros vagabundos que lo seguían a todos lados. Antes de partir, se despidió de ellos, uno por uno, y luego subió al ómnibus que los traería de vuelta.
Durante la primera parte del trayecto, no habló. Como a las dos horas admitió que le dolía la cabeza. Después pudieron conversar; Mateo le contó cómo sería su viaje, por qué países andaría. Su hijo lo miraba en silencio, con los ojos grandes y serenos de las primeras tristezas, del dolor.

XXI En el aire

Figuraba como pasajero a Montevideo, pero de allí seguiría viaje a Europa socialista. Recordó los tiempos en que cruzar el Río de la Plata era tomado como la gran aventura, por el solo hecho de que conspiraban allí políticos como Rodríguez Araya, o porque se exhibieran películas como "El Gran Dictador".
Marcos, para esa época, era medio nacionalista, y solía sostener que los gérmenes de las posiciones revolucionarias de hoy estaban prefiguradas en el nacionalismo de ayer, olvidando todos los componentes fascistas de ese nacionalismo, la exasperación que consecuentemente provocaba de los contenidos burgueses más profundos, inconciliables con toda propuesta de revolución. Mateo se explicaba el fenómeno a la inversa: sostenía que Marcos era el que había tenido prefiguraciones revolucionarias, a pesar de las ideas que había profesado, las zonas donde había movilizado su militancia. Pero Marcos rechazaba esa tesis, no podía reconocer pasos en falso y, mucho menos, falta de claridad política. Era tozudo y arrogante, como un gato; cuando se quedaba sin argumento, también se quedaba mudo, encaprichado.
La última vez que estuvo en Montevideo fue, justamente, para entrevistar a un nacionalista que había participado en el asalto a un Policlínico. Luego la gente se iría acostumbrando a este tipo de hechos; resultarían cada vez más familiares, pero entonces fue algo desacostumbrado, importante.
Lo habían agarrado dos años después en plena avenida 18 de Julio y, ahora, estaba incomunicado, no dejaban verlo. De todas formas lo hicieron pasar a unas dependencias interiores y una serie de policías de civil se dedicaron a observarlo silenciosamente. Habían entrado de a poco a la habitación, y se iban acomodando por allí, en los rincones, hasta que fueron muchos. Sus cartucheras emergían de las bocamangas de los chalecos, a veces vacías, otras enfundando. Nadie hablaba, aunque alguno sonreía, como adelantando una complicidad, un secreto común, a punto de ser develado.
De pronto alguien le dijo que se parecía a un conocido dirigente, otro nacionalista, que también había participado en ese asalto al Policlínico. Mateo pidió fotos; se las mostraron: el parecido era dudoso.
La guerra de nervios se prolongó un poco más y había que irse porque las posibilidades de ver al detenido eran inviolables. Se puso de pie, convencido de que no lo dejarían salir, pero se despidió y, en pocos minutos, estaba en la calle, sin que nadie hubiera intentado interceptarlo.
Vio a Sara entrar a la sala de espera del aeropuerto. Traía un regalo para Marcos; ella calculaba que ya hacía dos días que Marcos andaría por La Habana. Estaba bonita, observó los abrigos de riguroso invierno que Mateo llevaba en la mano: "no tenés pinta de viajar a Montevideo". Rieron; realmente no sabían de qué hablar: ella estaba como ansiosa, resignada a no ser pasajera de ese avión. Mateo quería ser llamado cuanto antes y acomodarse de una vez en su asiento. La situación era, en síntesis, embarazosa, hasta que fue quebrada por la irrupción de Gaspar que llegaba agitado y colmado de paquetes, justo en el momento en que anunciaban el embarque. Se despidieron de Sara, e ingresaron a la pista.
Se ajustaron los cinturones de seguridad, no fumaron; se soltaron los cinturones de seguridad, fumaron. Se ajustaron los cinturones de seguridad, no fumaron; habían llegado a Montevideo. Tomando un café en Carrasco se acordaron de Lucas: no, seguramente ya no estaba en Montevideo, sino también en La Habana con Marcos. Al rato se remontaban rumbo a Río de Janeiro y, tres horas después, comenzaban a cruzar el Atlántico.
Mateo pidió un whisky y Gaspar no quiso acompañarlo-abstinencia, economías-, se puso a escribir una carta y más tarde le explicaría vagamente que estaba dirigida a su representante en Madrid. A su regreso de Cuba, daría algunos conciertos en España y, tal vez, en Alemania. Mateo pensó en escribirle a Albertina, pero una carta suya la haría llorar; le escribiría a Palenque. Pero, no; mejor que no, se pondría muy triste, porque él estaba muy triste. Por eso ni siquiera consideró la posibilidad de escribirle a su hijo.
Gaspar escribió hasta que prácticamente le sirvieron la comida. No quiso pedir vino y comieron en silencio. Después Mateo se dispuso a dormir y, en esas andaba, cuando recordó el campamento con el que había soñado: él y su hijo eran sorprendidos por el enemigo; había un tiroteo intenso, pero lograban escapar. Semanas después, cuando vio las fotos del primer campamento descubierto en Bolivia, pegó un salto; era el mismo del sueño. Un sueño premonitorio como tantos, pensó restándole importancia a una experiencia que lo estremecía.
-¿Te acordás cuando Simón estuvo con el Che?
Gaspar no tenía noticias de que lo hubiera conocido. Sin embargo habían estado conversando un rato largo. El Che lo escuchó atentamente y Simón siguió explicando que él escribía para favorecer, en la modesta medida de sus posibilidades, el proceso revolucionario. Cuando terminó, el Che le admitió que él también antes pensaba igual que Simón; que desarrollando una medicina social en todos los planos, favorecia al proceso. Que sólo bastaba hacer las cosas de la manera mejor posible. Pero esto era parcialmente cierto, porque luego se fue dando cuenta que, de la única manera en que se podía realmente aportar al proceso revolucionario, era haciendo la revolución.
-¿Y Simón qué dijo?
-No sé.

XXII Un cafecito

Cuando el avión se perdió entre las nubes, bajó lentamente las escaleras; había quedado melancólica, como si la hubieran olvidado. Tomó un colectivo para volverse a la ciudad. Media hora después estaba tan triste que decidió bajar en pleno campo, tomar el colectivo y regresar a Ezeiza.
El aeropuerto había quedado sin sol; tomó un té en la confitería, subió otra vez a la terraza, se entretuvo con la llegada de otro avión y se divirtió tratando de encontrar caras conocidas entre los pasajeros que iban saliendo de la aduana. Pero no, ni siquiera había caras parecidas. Finalmente llamó un taxi, y volvió a su casa. Allí tomó unas pastillas y se durmió.
Durante toda una semana, no se acordó de los viajeros, ni de los ausentes. Un llamado de Emma la devolvió a esos recuerdos; le contó que Cándido se estaba por casar con Enriqueta: "ha sido un ave de paso para mí", dijo con sorna y Sara prefirió no imaginar la vida que podía esperarle a Enriqueta habiéndose echado un enemigo como Emma: "Estás equivocada, no sabía cómo sacármelo de encima" y habló del narcisismo infantil de Cándido, de su vanidad grosera, de su vedetismo evidente, de su falta de sutileza: "Enriqueta es justo para él", porque hablaba poco, porque necesitaba dar un salto en su carrera; y Cándido era muy conocido, más que ella. Además podía aprovechar también sus dotes de gran mimo, refinar en algo esos gestos groseros que se le escapaban, cuando cantando lograba soltarse.
Cuando terminó con ambos le propuso que la acompañara a un cocktail, con música beat. Invitaba Ismael, que era uno de los socios; el otro era un locutor de radio que andaba vestido con una camisa con gorguera y un medallón enorme, que caía sobre un saco oscuro de pana, color salmón. Ismael tenía aspecto más discreto; apenas se había dejado la barba.
Emma estaba radiante; le sacaban fotografias y era la atracción máxima, salvo dos vedettes opulentas del Maipo que eran una curiosidad mayor que los posters en el salón sucio: tipo hincado en el inodoro, desnudo, leyendo el diario; Frank Sinatra, Camilo Torres, Brigitte Bardot. "Cambalache, siglo veinte", pensó divertida Sara. Pero Emma la sustrajo de biblias y calefones, y le presentó a dos muchachos, indiferenciados, vestidos, peinados de manera semejante.
Un conjunto empezó a tocar a todo volumen, y Sara no tuvo oportunidad de preguntar quiénes eran esos pibes: tenían algunos años menos que ella. A lo mejor no tanto, aunque ése parecía hijo suyo. Se puso colorada y empezó a marcar el ritmo con el pie para distraerse. La música aturdía y finalmente decidieron salir a comer algo por allí. Mientras ellos corrían un taxi, pudo averiguar que eran alumnos de Gaspar. Cuando estuvieron sentados a una mesa, Sara preguntó:
-¿Cómo te llamás?
-Tomás.
-¿Y a qué colegio vas?
-El año pasado terminé la facultad.
-Un niño prodigio.
-A lo mejor usted conoce a mi padre.
-¿Y quién es tu papá?
-El gerente de Gas del Estado.
-Jamás supe quién era el gerente de Gas del Estado.
-Está haciendo un trabajo muy bueno allí.
-Y yo que todavía no pagué el gas, ¿le podés decir a tu papá que no me lo corte?
Volvieron caminando por la calle Corrientes. Sara le preguntó si no le daba vergüenza andar luciéndose con una vieja. Él no la veía nada vieja. Caminaron dos cuadras en silencio, hasta que Sara declaró que tomaría un taxi porque estaba cansada; él quiso acompañarla y ella no encontró inconvenientes.
Durante el viaje le contó que era amigo de Ega; lo había conocido en Nueva York. Llegaron, pagó y despachó al taxi. Ella no había previsto que se quedara, sino que siguiera viaje. Tomás le preguntó si no quería invitarlo a tomar un café; bueno, pero breve: al día siguiente tenía que madrugar. Cuando entró con las tazas, advirtió que estaba mirando los discos; cuando volvió con el café, le preguntó mientras le servía y como quien no quiere la cosa:
-Decime una cosa, ¿vos viniste realmente a tomar un café?

XXIII Funerales

Orly estaba tibio, aunque del otro lado de los vidrios el cielo gris, anunciaba todo el frío de Europa. Estaban en Francia, el país de los quesos y el racionalismo, de la irritación y los olores, como decía siempre Marcos para provocar a Gaspar.
Se alojaron en un hotel próximo al bulevar Saint Michel, de aspecto estrafalario gracias a la clientela rioplatense que circulaba con pavas y mates por las escaleras. O la voz de Carlitos Gardel que, arrancando de una habitación, invadía el resto de la casa. Poco tenía que ver todo esto, a simple vista, con el mucamo chino, con la dueña malhumorada, con la Sorbonne o el Clunny con los que se tropezaba, al salir a la calle.
Dejaron las valijas y corrieron a comprar algunas cosas para comer. Discutieron un poco porque Gaspar se resistía a comprar beaujolais, sino un vino más barato. Mateo se resistía a su vez alegando que el vino común francés era una porquería y que, después de todo, el beaujolais no era tan caro. Luego compraron paté, cammembert -como buenos argentinos-, una baguette. Gaspar regateó precios haciendo gala de su buen francés, de hombre que ya ha vivido en París, aunque fuera estudiando.
Después de comer, durmieron un rato: el viaje había sido largo. Por la noche fueron al cine y, a la tarde siguientes Gaspar se dedicó a comprar cosas en las galerías Lafayette. Por la noche estaban invitados a una reunión en la Embajada de Cuba y, al día siguiente partían alegremente para La Habana.
"La madre patria" dijo Mateo cuando volaban sobre Londres y Gaspar lo miró medio dormido ya. Cuando se despertaron descendían sobre una suerte de crepúsculo boreal sobre los pantanos que rodean el aeropuerto aséptico y estúpido de Gander, en la isla de Terranova. Ocho horas después sobrevolaban La Habana.
Cuando la divisaron, los cubanos que viajaban -incluida la tripulación- estallaron en gritos y ademanes abiertos; eran fuegos artificiales parecidos a los manojos de luces que iluminaban abajo la ciudad y el puerto. Un enjambre de fotógrafos esperaban a los viajeros; tanto Gaspar como Mateo recién se dieron cuenta que habían volado con gente importante; trataron de reconocer rostros, pero fue inútil.
En el hall del aeropuerto esperaba Marcos. Se abrazaron, se rieron como criaturas, mientras unas guitarras y unos cantantes ponían música a todo el jolgorio y la confusión de la llegada.
Cuando iban hacia el centro de la ciudad, Marcos se puso a hablar de Fidel Castro; lo había escuchado veinticuatro horas antes y a su juicio, había cambiado: de la pasión juvenil de hacía unos años, de los impulsos, había pasado a ser un hombre que maneja información; un estadista. De la muerte del Che, no se decía una palabra, salvo el duelo y la tristeza en todas partes. Nunca había visto una consternación parecida, y menos en todo un pueblo.
-¿Hablaste con Federico?
-Todavía no he podido. Lo he visto, pero nunca pudimos conversar tranquilos: esto es un loquero.
-Si la muerte del Che trae cambios en la política cubana, él estará al tanto.
-¿Pensás que puede haber cambios?
Con lo ocurrido en Bolivia era posible, casi inevitable. "¿Un cambio estratégico?", preguntó desconfiado Marcos; llegaban al hotel. Se instalaron en la habitación de Marcos, pidíeron un ron -"Carta Blanca, en la roca"- y hablaron específicamente del Congreso.
Quinientos delegados -"muchos europeos"- vinculados a la cultura, comenzarían a sesionar al día siguiente. Sartre no había podido venir y Mateo pensó, con alguna tristeza, que Sartre ya era un hombre con achaques, un viejo. Había otras primeras figuras que lo sustituían, era un congreso que no podía pasarse por alto, ni en los Estados Unidos. "En nuestro país lo van a ignorar".
El problema, según Marcos, se iba a presentar con los países socialistas europeos. Seguramente iban a tratar de imponer, en el plano cultural, sus viejos criterios de coexistencia pacífica; "toda esa lata reformista", puntualizó.
-¿Hay muchos periodistas?
-Más de doscientos.
Entre ellos estaba la francesa autora de la nota que publicara "Paris-Match" reconstruyendo los últimos momentos del Che. No la había visto nadie, pero estaba. Aunque algunos sostenían que todavía no había llegado.
-¿La línea de los intelectuales latinoamericanos, cuál será?
-No hay una línea; hay dos. Una, encuadrarlos dentro de la lucha revolucionaria.
-¿De qué manera, como combatientes?
-Eso es cosa de cada uno.
-Entonces ¿cómo va a ser ese encuadre?
-Pensamos que se puede proponer la creación de un secretariado permanente del Congreso, que, a su vez, se integre a la OSPAAL. La OSPAAL tiene prevista una acción en el campo cultural, pero nunca fue atendida.
-¿Y qué piensan los cubanos de esto?
-Eso es lo que no sé.
-¿Cuál es la otra línea?
-Declaracionista. Manifestarse revolucionarios, pero defender ideas como libertad de expresión, el sagrado derecho de la negatividad. El deber de la crítica.
-No simplifiques.
-Dejame de jorobar, todos estos tipos parecen intelectuales europeos que ven el peligro del estalinismo por todos lados.
-Con Lucas pensamos...
-…¿Cuándo llegó Lucas?
Tres días, ahora estaba en Oriente, pero regresaba mañana. Había prometido estar para la apertura. Tomaron otro trago; la conversación derivó. Marcos sacó libros, revistas, hablaban del Che, su muerte, su vida. Mateo seleccionó varias publicaciones y se las llevó a su habitación. Comenzó a hojearlas tirado en la cama.
Más de un millón de personas se agolpaban en la Plaza de la Revolución; la enorme figura de piedra de José Martí no era menos silenciosa que la muchedumbre. "Metía miedo: no volaba una mosca. Era de pinga", le comentaría luego Federico. Era muy raro imaginar a todo ese pueblo conversador, jaranero, mantenerse en silencio durante tanto tiempo.
Habló Fidel y nadie aplaudió, por primera vez en diez años. Luego otra vez el silencio y la música fúnebre de Pérez Prado: la fiesta había terminado. Lo velaron durante toda la noche.
Mateo, leyendo, tropezó con aquella frase donde el Che decía que, cuando lo cotidiano se convierte en algo maravilloso, es porque se está viviendo una revolución; la frase lo dejó sin dormir hasta la madrugada. Se levantó con las primeras luces. Abrió los ventanales de su habitación y salió a ver las aguas azules del Caribe. Respiró con devoción. Enseguida se lavó la cara y pidió un café grande, solo y un jugo de toronja.

XXIV Técnicas

-Existe un método por el cual el actor que posee cierta experiencia, puede adquirir lo que se llama un arsenal técnico, es decir, una determinada cantidad de comportamientos, de trucos, de artimañas que le permitan, al combinarlos de distintas maneras para cada papel, lograr un alto grado de expresividad para complacer al público; este arsenal de medios técnicos puede no ser otra cosa que un montón de clisés.
-Claro -dijo Albertina que estaba abiertamente fascinada con la prédica de Ega-, por eso yo nunca hice teatro.
-¿Realmente querés hacer teatro? -preguntó Sara con más indiferencia que malicia.
-Me gustaría mucho.
-Esta clase de trabajo -continuó Ega sin perder el hilo de su exposición- es inseparable del concepto de prostitución; la diferencia entre técnica del actor prostituido y la del actor santo, es prácticamente la misma que la que existe entre el conocimiento del oficio de una buena prostituta y la entrega, la aceptación, que nacen de un amor verdadero, es decir de la ofrenda de sí mismo. En este último caso, lo que importa es saber eliminar lo que obstaculiza para ir más allá de toda frontera imaginable. En el primer caso se trata de acrecentar su habilidad, en el segundo de suprimir la resistencia y las fronteras. En el primer caso se busca la existencia del cuerpo, en el segundo hasta cierto punto su no existencia.
-Me tengo que ir -dijo Sara mirando a Albertina que se había olvidado completamente de la hora que era: antes de encontrarse con Ega habían acordado estar media hora y salir porque Albertina quería hablar algo con Sara. Y no podían dejar la charla para más tarde porque luego, ambas, tenían que hacer.
Tomasito no abrió el pico ni siquiera para despedirse de Sara, pero tampoco hizo ademán de acompañarla: le había prevenido de antemano que tenía que hablar a solas con Albertina.
-Estoy cansada -dijo Albertina una vez que estuvieron solas, caminando rumbo al automóvil.
-¿Pensás estudiar teatro? -le preguntó Sara por toda respuesta.
-No, pero escuchar a Ega hablar de teatro es como estudiarlo.
-O como ir.
-Sabe mucho
- ¿No usa más el sillón de ruedas?
-Hoy no.
Subieron al auto.
- ¿Tuviste algún lío con tu hermano?
-A Midas felizmente no lo veo hace mucho.
Y siguió manejando en silencio. Llegaron a la Costanera Sur; estaba lluvioso y el Río de la Plata se había tragado los barcos que a esa hora suelen andar por allí, listos para remontar el Paraná, o salir a mar abierto.
"Tengo miedo" terminó admitiendo Albertina, después de haber detenido el coche frente a la fuente de Lola Mora. "Se le caen los mechones" observó Sara al ver que, en efecto, el pelo renegrido y lacio de Albertina le caía sobre los ojos, molestándola, provocándole un gesto, casi un tick, "síntoma de conflicto".
Le habían propuesto hacer unos trabajos para la CGT de Paseo Colón. Necesitaban remodelar algunos servicios y buscaban una persona que supiera algo de planeamiento. A Sara le pareció estupendo, y lo era: hacía rato que quería trabajar en una cosa así, darle un sentido a su profesión, dejar de proyectar en serie propiedades horizontales.
- ¿Entonces por qué tenés esa cara?
-Porque tengo miedo, Sara.
Había comenzado a lloviznar; la tarde iba cayendo y las sombras ganaban las glorietas absolutamente vacías, el esplendor de otras épocas. Príncipes y reinas, hábiles diplomáticos husmeaban en esos espacios -levantados para halagarlos- el olor del campo y de los animales.
Albertina era un ribete de ese perfume; su hermano no, se había ido muy chico de la casa cuando consiguió ese empleo de mala muerte en Buenos Aires. Después había muerto papá, lo que iba quedando del campo se fue vendiendo, ella se recibió de arquitecta, murió mamá y ahora, junto a la fuente, el pasado es una alegoría, un macetero enorme sin plantas, sin ganado, sin extranjeros. Un horizonte cerrado, una cerrazón en la que había que internarse a tientas para salir, volver la espalda a las aguas traidoras y subir sumisamente por Paseo Colón, donde van los que tienen perdida la fe, o el pasado.
Estuvieron un rato largo sin hablar, hasta que Sara la miró y haciéndole girar la cabeza la obligó a que la mirara. Sus ojos estaban compungidos; enternecida le acaricié el pelo. "¿Qué vas a hacer cuando seas grande?" y Albertina mezcló su llanto con una especie de risa infantil, agradecida.

XXV Testigos

El recinto estaba pendiente de la palabra del ecuatoriano Alberto Hadad, que había puesto contra las cuerdas al delegado soviético. Cuando terminó, el hombre, que sobre una guayabera flamante exhibía una serie de condecoraciones, se defendió, diciendo, con rudo acento extranjero, que era mentira que su país mantuviera relaciones comerciales con gobiernos gorilas de América Latina. Hadad entonces lo abrumé con datos precisos: productos comprados y vendidos, montos de inversión, fechas de operaciones, etcétera.
Una rumana -con menos acento- pidió la palabra para quejarse de que los europeos fueran tratados de semejante manera. Todos olvidaban que los soviéticos habían instaurado, antes que nadie, el socialismo en el mundo. Que lo habían preservado, protegiendo de paso a toda la humanidad, cuando se batieron contra el nazismo.
La lucha en Europa había sido cruenta y se había necesitado mucho renunciamiento, mucho sacrificio para llevarla adelante. Hadad pidió nuevamente la palabra, pero Mateo no pudo prestar atención a su réplica: alguien le tocó el hombro. Era Federico y, detrás de él, Lucas. Se abrazaron cálidamente, sin decir una palabra, emocionados y alegres. Como fondo se escuchaban las risas que, seguramente, provocaba la intervención del delegado ecuatoriano; sin duda estaba en un momento feliz de la discusión, poniendo nuevamente en retirada a los "camaradas adversarios", como dijo en algún momento de su intervención.
Se retiraron de la sala de sesiones, para poder hablar. Federico estaba de acuerdo con proponer la creación de un secretariado permanente del Congreso; también la anexión de ese secretariado a la OSPAAL. Pero adelantó que, si bien el proyecto era en principio atractivo, podía ser inoportuno. Se hablaba de una importante reunión del Comité Central que se produciría una vez terminado el Congreso. Se pronosticaban, incluso, algunos cambios tácticos. En suma no se sabía muy bien qué pasaría con la OSPAAL y con todas las organizaciones surgidas de la Tricontinental.
Ese mediodía, cuando levantaron la sesión para almorzar, todo el mundo se fue un momento a la piscina, a despabilarse un poco. Algunas personalidades eran filmadas por periodistas de los cuatro extremos del mundo. Manuel prefirió ir a descansar a su habitación, antes de almorzar; se había encontrado con Mateo un momento antes. La gente se reencontraba, se saludaba, se reconocía. Marcos conversaba en inglés con una mujer no demasiado joven, pero muy atractiva.
Cuando Mateo se acercó, Isolda se puso a hablar con él en un español que mezclaba el acento inglés, con el francés, vocablos castellanos, con italianos. Luego se fue a cambiar con la intención de almorzar alguna cosa. Marcos y Mateo se tiraron al agua.
En el comedor no vio a Marcos, pero tropezó con Federico. Un momento después se sentó con ellos un brasileño a quien Federico llamaba Juan. También para Juan la muerte del Che significaba algunos replanteos en la política cubana. Pero no había que descuidar la incidencia que podía tener el petróleo soviético, especialmente ahora que había fracasado una tentativa a la que, precisamente, los soviéticos se habían opuesto tácitamente. Y no era sólo la derrota de Bolivia, sino la cristalización de la guerrilla venezolana, el desbaratamiento dilusivo de la guatemalteca. La política cubana había sido necesaria pero también sería difícil ahora llevarla adelante con las mismas características y, sobre todo, frente al fenómeno global de América Latina.
-Sin embargo, el futuro de Cuba está ligado al destino del continente.
-Es cierto, pero tendrá que esperar: el proceso continental ha empezado, pero es largo.
-¿Y qué pueden hacer los cubanos en tanto?
-Dedicarse a consolidar su país, su revolución; empezar a salir del subdesarrollo. Esto es importante para ellos, pero también para todos.
- ¿Eso los obligará a abandonar la línea de apoyo a la lucha armada?
-No tiene por qué. Lo que no podrán hacer es planificarla y además costearla. La Revolución Latinoamericana es muy grande para un país tan chiquito.
Además era hora de romper el cordón umbilical de una buena vez. Era absurdo que un país tan pobre y aislado, aportara dinero y hombres para todo un continente enorme y rico. En cada banco de cada ciudad importante debe haber más dinero que en toda la isla junta. Y el dinero allí es producto de la usura capitalista y aquí del trabajo. Además la gente: nosotros somos 200 millones y aquí faltan brazos.
La situación era desequilibrada, desproporcionada, y a esto se sumaba la inexperiencia, el desconocimiento del terreno -el caso concreto de cubanos moviéndose en otros países- que agrandaba las dificultades. No era posible seguir ciegamente mandando contingentes a lugares remotos; era cierto que todo es América, pero también es cierto que América es diversa, y si esto no se aceptaba se corría el riesgo de eliminar toda dialéctica, confundir método con estrategia y entrar en callejones sin salida; no sortear peligros salvables, recaer en desastres.
Así la guerrilla urbana se había desechado y Uruguay fue considerado un país donde era imposible operar, ya fuera en el campo o en la ciudad. Sin embargo ahora los tupamaros estaban demostrando que la lucha en la ciudad era eficaz y que la pelea en su país era posible. Y su estilo de trabajo era peculiar, porque había nacido en el terreno. Era propio. Lenin había llegado al poder de manera muy diferente a Mao. Vietnam era otra cosa distinta y así sucesivamente.
"Es cierto", dijo bromeando Lucas que en ese momento pasaba junto a la mesa y había pescado la cola de la conversación. Lo invitaron a sentarse, pero ya había comido y ahora tenía que hacer. Los dejó y alcanzó a escuchar a Mateo sosteniendo que, si bien esta etapa podía favorecer al desarrollo continental de la revolución y aliviar de paso a Cuba de una carga poderosa, por otro lado, establecía el peligro de que Cuba, en virtud de sus apremios económicos, entrara en la égida soviética, como un satélite más, con todo el sometimiento que esto suponía.
A Federico le parecía difícil que ocurriera una cosa semejante. Los cubanos se habían peleado demasiado con los soviéticos como para dar marcha atrás. Lo que sí podía ocurrir es que, con tanta pelea, hubieran creado una base de entendimiento distinto; la posibilidad de una autonomía basada en el propio respeto, y éste en la amenaza del rompimiento: Rusia abandona a Cuba; ésta es invadida y derrotada. Pero en ese caso, también sería derrotada la Unión Soviética, descompensado su equilibrio de fuerzas.
Juan miró a una mujer de pelo castaño, no demasiado joven, pero atractiva, que entraba por donde había desaparecido Lucas. En ese preciso momento, Lucas subía a un automóvil que lo estaba esperando, uno de esos viejos Cadillacs de las épocas de Fulgencio Batista. Al llegar al aeropuerto averiguó entre la gente de seguridad si sabían algo de la periodista francesa que venía de Bolivia. No sabían nada o "se hacen los burros". Era inútil haber ido, así llegara. Antes de hablar con nadie, la pondrían en contacto con Fidel, ella, o sus informantes, habían estado con gente que había visto y hablado con el Che un momento antes de su muerte. A lo mejor con gente que lo había matado.
Sin embargo, se quedó. Por curiosidad. Un momento después, un avión estaba carreteando. No bajó ningún pasajero y un Cadillac negro -otro- se arrimó -cosa inusual- hasta el avión, metiéndose directamente en la pista. Por la escalerilla bajaron una mujer alta y rubia y un hombre moreno de poca estatura. Subieron al auto que, de inmediato, se puso en marcha y desapareció. Recién después, comenzó a descender el resto del pasaje.
XXVI Picardía y peligros
Albertina no estaba cansada esa noche, sino por el contrario, un poco eufórica. Toda la tarde había estado tratando de resolver la planta de un edificio, hasta que, al final, había encontrado la solución, estaba casi orgullosa de su desempeño. Saludó a todos y se puso a charlar animadamente con Severo, mientras los otros se abalanzaban sobre el puchero mixto en los salones legendarios -maderas y espejos- del viejo "Tropezón".
Debajo de los pelos lacios, los ojos de Albertina reían alertas e inteligentes, lanzados a una seducción global e indiscriminada: estaba de buen humor y, en ella, la alegría segregaba inmediatamente los resortes de la conquista. Era hija del dinero y, más que para la batalla, estaba condicionada para el embeleso.
Severo no era insensible a estas inclinaciones, especialmente de algunas mujeres; incluso se dejó enredar en una serie de elogios, aparentemente objetivos y sagaces, que Albertina hacía de su trabajo, en la última película. Todavía no tenía fecha de estreno, pero venían de ver una privada, la primera, "para los amigos".
Sin saber cómo, Severo se lanzó a contar anécdotas de su infancia. Albertina lo escuchaba aparentemente fascinada por esas historias. La vanidad de Severo no salió ilesa de la artimaña. Sin embargo la confidencia provocó alguna complicidad y, de esa situación, se puede pasar al lecho o a la amistad; o a ambas cosas, según calculó ambiciosamente Albertina. De todas formas la complicidad, en el peor de los casos, era divertida, hasta gratificante.
Así descubrieron que, a los dos, les gustaba contar mentiras delante de gente que los conocía y, seguramente -a menos que fueran idiotas-, llegaría a descubrir que estaban mintiendo. Además, qué maravilla era cruzar una calle haciéndose el rengo o el tartamudo o el loco, preguntándole cosas inverosímiles a la gente. Sin embargo, Severo había tenido que resignar estas diversiones porque, en la calle, lo conocían: prácticamente todo el mundo.
Había tenido que suplir aquellos placeres por otros nuevos y adecuados a su celebridad, como besar en la boca a las mujeres conocidas que le ofrecían inocentemente la mejilla a manera de saludo.
-¿Y ellas qué dicen?
-Casi todas se quedan atónitas.
-¿Y los demás no se dan cuenta?
-No; ahí está la gracia: no me ha pescado un solo marido, un solo novio, el menor simpatizante; el amante, el encarnizado, el distraído, el celoso; nadie.
-No te puedo creer.
-¿No me crees? Te voy a hacer una demostración.
-¿Una demostración?
-Sí; te voy a tocar una teta y nadie se va a dar cuenta.
-Dejate de jorobar.
-¿No querés jugar?
No contestó, pero reía para adentro y con picardía; miró hacia todos lados hasta que sintió en el pecho la mano fulminante de Severo que ya se había replegado.
-Me parece que Schneider se dio cuenta.
En realidad Schneider estaba escuchando a Ega que le hablaba de Artemidoro Daldanios, más precisamente de su época, es decir la de Antonino el Piadoso. Severo los observó un instante y luego concluyó:
-Ni por broma.
-¿Cómo sabés?
-Si me hubiese sorprendido, cuando lo miré se hubiera puesto colorado.
-¿Es vergonzoso?
-No sé. Reprimido, más bien. Puritano.
En realidad, era más simple: le faltaba fogueo, quilombo, según reza la sabiduría de barrio. Emma no había venido; Cándido tampoco. Enriqueta empezaba a despedirse y Albertina le pidió que la llevara. Severo le dijo que él podía llevarla en media hora, pero Albertina estaba muy cansada.
Esta vez mentía; en realidad esperaba en su casa un llamado importante. "Habla Víctor", dijo una voz. "Podemos pasar por allí dentro de media hora". No había inconvenientes. Media hora después llegaba Víctor con unos paquetes; los dejó y se fue. Antes le dio algunas explicaciones someras, como que no los dejara en lugares húmedos o calurosos. Un medio inadecuado podía alterar las sustancias y no era conveniente que esto ocurriera.

XXVII La ausente

Con algún mal humor, Lucas llegó al hotel donde ya las sesiones habían comenzado en algunos salones. Mateo estaba terminando en ese momento su moción; no se le escapaba que, tanto la mesa que presidía el debate, como los cien delegados que integraban esa comisión, recibían con cierta frialdad la propuesta.
Se trataba de la creación del secretariado permanente del Congreso, y de su anexión a la OSPAAL. Una intervención disparatada de una de las delegadas, desvió el tema, produciendo una explosión de hilaridad. Cuando amainó, Mateo hizo notar a la mesa que "mi intervención tiene carácter de ponencia". Correspondía entonces votar, para que se determinara si se incluía o no en el informe final que la comisión elevaría a la sesión plenaria.
"No hay clima", comentó Federico; "no", confirmó Lucas. No obstante la moción fue aprobada; cabía esperar ahora la importancia que se fuera a dar al informe de la comisión y qué lugar ocuparía en la declaración final: recomendación o resolución. Marcos fue hasta el bar a tomar un trago y, mientras pedía un daiquiri, alguien lo abrazó: era Carlos. Luego de un momento de silencio, se saludaron a la cubana, como quien cumple con una consigna.
-¿Y qué?
-Aquí.
Carlos, sin su uniforme verde oliva, parecía desnudo; o llevarlo puesto. Con esa misma camisa de mangas cortas que tenía ahora, lo había despedido hacía ya más de un año en el hall principal de ese mismo hotel, diciéndole "te quiero", que es lo que dicen en el Caribe cuando alguien quiere a alguien.
Tácitamente se sabía que la guerra comenzaba; que el Che andaría por allí, en algún paraje de América. Concertaron que alguien lo buscaría en Buenos Aires -"vengo de parte de Carlos, del bar ‘Las Antillas"- y él se pondría a disposición de esa persona para la tarea y en el lugar que le encomendara.
Cuando los diarios dieron la noticia de que un grupo guerrillero había comenzado a operar en Bolivia, Marcos inició los aprestos, veló las armas. Pero pasaron los días y los meses. La ansiedad fue creciendo y la espera y la soledad -no tener nadie con quien hablar ni poder hacerlo- convirtió la expectativa en desesperación. Especialmente cuando llegaron las malas noticias después de las pequeñas victorias iniciales; hasta que la noticia llegó a ser la muerte del Che, y todavía nadie había acudido a la cita, tampoco después. Nunca.
-Esperé alguna noticia de ustedes.
-No pudimos comunicarnos.
-¿Ni una carta?
-La persona que tenía que verte, quedó, viejo.
-¿Dónde?
-En Bolivia.
Tomaron un trago en silencio -"vengo de parte de Carlos, del bar ‘Las Antillas"- aunque hubiese gritado la contraseña, estaba demasiado lejos aquel vado; la emboscada. La voz de Ana se ahogó, con tanta distancia. Él contaría la historia hasta que regresara su voz de aquellos precipicios, a esos oídos que, como los suyos, no habían escuchado las palabras claves de aquel cuerpo rendido y victorioso.
Quiso saber cómo había sido lo del Che, pero mucho más de lo que se conocía no pudo o no quiso decirle. Errores y traiciones. También mala suerte, porque "un revolucionario pelea para ganar o morir y cualquiera puede ser muerto en cualquier momento".
-Pero este no era un cuadro común.
-El Che, viejo, sabía lo que hacía. Lo más importante para él era poner en marcha la revolución en el continente, costara lo que costara.
Isolda pasó cerca de allí pero Marcos no la vio. Tampoco vio a Gaspar que se sentaba a una mesa y se ponía a leer unas cartas, cuyas hojas iba dejando a un costado como si las desechara.
-El asunto es saber si no tenía otros caminos.
-Los había agotado, él era un hombre muy prolijo.
-No sé, pero pienso que además de las traiciones y de la mala suerte, habría que analizar básicamente los errores.
-Es lo que estamos haciendo, compañero.
-Ver si no hubo un mal planteo inicial.
-Puede ser, pero todo planteo inicial tiene que ser deficiente. Para perfeccionarlo, hay que probarlo en la práctica.
-Ya se probó, ya fracasó.
-No del todo. El fracaso ha sido militar, no político.
-¿En qué reside el éxito político?
-Tú me vas a decir.
-¿Hay que esperar los resultados?
-No mucho.
Tomaron un nuevo trago en silencio. Marcos volvió a quejarse: bien, nadie lo fue a buscar porque la persona destinada para hacerlo había sido muerta antes de que cumpliera esa -como seguramente otras- misión. Pero una carta: ¿por qué no mandaron al menos una carta por cualquiera de las vías convenidas? "Es que estos meses han sido del carajo". Y de esta explicación no salió.

XXVIII Baldazo de agua fría

Lucas vio al pasar algunas caras conocidas en las mesas y en la barra, pero prefirió seguir de largo, porque quería dejar algunos papeles en su habitación. No había nadie esperando ascensores, salvo una mujer delgada y elegante. Había visto esa cara.
Cuando entraron al ascensor, esperó que la mujer indicara el piso y, preventivamente, indicó el piso anterior. Hizo memoria y ese rostro figuraba para él en dos planos distintos de tiempo; también en dos calidades, pero no podía descubrir de dónde esos rasgos hacían señales que él registraba.
Bajó, sin poder resolver el enigma y, siempre por instinto, trepó las escaleras hacia el piso superior. Se encontró cara a cara con la mujer; lo miraba inquisitivamente, con mezcla de fastidio y cansancio, hasta que en un acento bastante penoso y en un español con evidente tonada francesa, le propuso que le dijera directamente qué quería de ella, en vez de andar jugando al agente 007. Era la periodista que recién había visto-de lejos- desembarcar de un avión y, antes, sonreír desde las páginas de la revista "Paris-Match".
Se arregló la garganta, salió de su desconcierto y, recompuesto, le confesó sin rodeos que estaba escribiendo un libro sobre el Che. Su ayuda podía resultarle muy valiosa, por ejemplo si le adelantaba más datos sobre la circunstancia de su muerte; cosas que no hubiese podido publicar en su nota, él por supuesto aclararía que esos datos habían sido suministrados por ella.
Al entrar al bar, Mateo se encontró, prácticamente cara a cara, con Gaspar que seguía leyendo sus cartas. "¿De Enriqueta?"; sí, de Enriqueta. La persona que estaba con Marcos se despidió y se fue; Marcos se arrimó a la mesa. Gaspar le contó que, justamente, Enriqueta se había encontrado con Sara. Fue un vernissage; "estaba con Emma y con dos pibes que fueron alumnos míos.
"Lamentablemente", dijo ella con una sinceridad de la que nadie podía dudar, había publicado todo lo que sabía. Es más, sospechaba que su informante hubiese contado más cosas de las que realmente habían ocurrido; en este sentido -lo reconoció- había sido un poco incauta o apresurada. También Lucas le explicó que, otra cosa que le interesaba, era conseguir contactos en Bolivia. Tampoco era posible: su único contacto era el periodista que le había vendido la información publicada y que ni siquiera estaba en Bolivia, sino que había viajado con ella: juntos habían llegado hacía un momento.
Lucas la invitó a tomar una copa en su cuarto; sirvió dos tragos de Añejo sin hielo y conversaron del viaje, de algunos detalles, como la desaparición de la escuela -la habían demolido- en la que fue ejecutado y de la maestra que había hablado con él poco antes de que lo mataran: también había desaparecido del mapa. Lucas comenzaba a entusiasmarse con la conversación y con su "colega" -así la llamaba-, pero ella se puso sorpresivamente de pie y le rogó que la disculpara: quería irse a descansar un rato. Y era razonable; hacía aproximadamente una semana que estaba viajando y, por lo tanto, durmiendo en los asientos de diversos aviones.
Un momento después, llegaron Juan y Federico que se pusieron a charlar animadamente con Mateo. Esto le permitió a Marcos aislarse un poco; se sentía como mareado; también le dolía terriblemente la nuca y tenía ganas de tomarse una botella de ron, o partírsela en la cabeza al primer desgraciado que pasara.


* Estos textos pertenecen a la serie de ocho notas del periodista Pedro Leopoldo Barraza, aparecida la primera de ellas en la revista "18 de Marzo" y las restantes en la revista "Compañero" en el año 1963, bajo los títulos: "39 días de terror", "S.O.S. a Vandor", "Buscado: Alberto Rearte" y "Reconocen a los criminales".

CAPITULO CUARTO

El 1 de mayo de 1968 la CGT de los Argentinos lanzó un "Mensaje a los Trabajadores y al Pueblo", que inmediatamente alcanzó fuerza programática y empezó a llamarse, en efecto, Programa 1 de Mayo.
Este programa iba a presidir en 1968 y 1969 no sólo las luchas propias del movimiento obrero, sino las acciones de amplios sectores convocados para enfrentar a la dictadura, la oligarquía y el imperialismo.
Este es su texto que apareció firmado por el Consejo Directivo de la CGT de los Argentinos:
La situación del país no puede ser otra cosa que un espejo de la nuestra. El índice de la mortalidad infantil es cuatro veces superior al de los países desarrollados, veinte veces superior en zonas de Jujuy donde un niño de cada tres muere antes de cumplir un año de vida. Más de la mitad de la población está parasitada por la anquilostomiasis en el litoral norteño; el cuarenta por ciento de los chicos padecen de bocio en Neuquén; la tuberculosis y el mal de Chagas causan estragos por doquier. La deserción escolar en el ciclo primario llega al sesenta por ciento; al ochenta y tres por ciento en Corrientes, Santiago del Estero y el Chaco; las puertas de los colegios secundarios están entornadas para los hijos de los trabajadores y definitivamente cerradas las de la Universidad.
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No queda ciudad en la República sin su cortejo de villas miseria donde el consumo de agua y energía eléctrica es comparable al de las regiones interiores del África. Un millón de personas se apiñan alrededor de Buenos Aires en condiciones infrahumanas, sometidas a un tratamiento de gueto y a las razzias nocturnas que nunca afectan las zonas residenciales donde algunos "correctos" funcionarios ultiman la venta del país y donde jueces "impecables" exigen coimas de cuarenta millones de pesos.
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La CGT de los Argentinos no se limitó el 1 de mayo de 1968 a proponer un programa. Ese mismo día apareció en cuarenta mil ejemplares el número 1 del periódico CGT. Pero lo más importante fue la decisión de ganar la calle en una serie de actos públicos que no se realizaban desde junio de 1966. Los lugares elegidos revelaban ya cuáles eran, a juicio de la nueva conducción, los puntos débiles del régimen: Tucumán, Rosario y Córdoba. En el Gran Buenos Aires, el acto se hizo en San Justo, contando con la regional de La Matanza.
El acto que Ongaro presidió en Córdoba resultó el más pacífico de todos. Cinco mil espectadores aplaudieron su discurso en el Sport Club. Antes habían ovacionado a Agustín Tosco de Luz y Fuerza, que junto con las bases de SMATA sería un año después la espina dorsal de los acontecimientos que sacudieron a la ciudad.
En las afueras de Tucumán, los obreros de FOTIA hicieron barricadas con troncos, respondieron con piedras a las cargas policiales. En Bella Vista la procesión de San José Obrero fue disuelta a palos y a bayonetazos. Ni la imagen del santo, ni la iglesia se salvaron de las granadas de gases. El padre Amado Dip fue apaleado. Un manifestante cayó herido por una granada en la cabeza.
En Rosario la represión fue brutal. Hubo doscientos detenidos y decenas de golpeados, entre ellos un periodista.
En San Justo seiscientos policías batallaron durante tres horas con diez mil manifestantes que respondieron con piedras a las granadas. A las seis de la tarde había trescientos detenidos.
El gobierno y los diarios del régimen trataron de minimizar estos episodios en que participaron más de treinta mil personas y dejaron setecientos detenidos. Pero el "congelamiento" de que hablaba Ongaro estaba quebrado. Los actos del 1 de mayo de 1968 fueron el primer eslabón del proceso que no han querido ver los que hablan del "cordobazo" como un estallido imprevisto y espontáneo.
Entre tanto el vandorismo se movía, después de impugnar el Congreso Amado Olmos, en perfecto acuerdo con San Sebastián. El 4 de abril reunió en Azopardo a su propio Comité Central Confederal donde dialoguistas y colaboracionistas coincidieron en convocar un nuevo Congreso para el 30 de mayo. Cinco días más tarde y con el fin de presentar un plan de labor, crearon una comisión de 17 integrada por los dialoguistas Vandor, Castillo, Cavalli, Izetta, March, Carrasco, Pomares, Pucciano, Rachini, Alonso, Juan Rodríguez, y los colaboracionistas Coria, Peralta, Félix Pérez, Rosales y Zorila. Esta Comisión designó a su vez una especie de secretariado en que se mezclaban Vandor, Alonso y March, con Félix Pérez y Peralta.
Entre todos elaboraron un documento dado a conocer el 19 de abril en que se afirma: "Existe una sola CGT, la que tradicionalmente respetuosa de las normas orgánicas se vio impedida de realizar un Congreso normalizador en los días 28, 29 y 30 de marzo". Calificaba de "tendencia minoritaria" a la que se había expresado en el Congreso "Amado Olmos" y con lenguaje policial alertaba contra "los extremismos" que allí se habían desatado al mismo tiempo que denunciaba una "conspiración liberal".
Curiosamente los diarios liberales coincidían en esos ataques. El 3 de abril "La Prensa" había calificado de "fracaso total" el Congreso "Amado Olmos"; el 29 "La Nación" tildaba de "subversivo" el Programa del l de Mayo que aún no se había dado a conocer, y el 29 de mayo "Clarín" acusaba a Ongaro de acaudillar un contubernio en que figuraban "nacionalistas reaccionarios, socialistas de Coral, comunistas de la línea Codovilla, radicales del pueblo, extremistas castristas, chinoístas, etc.".
Esta línea burdamente macartista, esgrimida por el vocero del frigerismo y la Standard Oil, coincidía con las intenciones de Vandor de transformar la división de la CGT en un pleito partidario. La maniobra fue momentáneamente desbaratada por Perón, quien ordenó a su delegado Jerónimo Remorino disolver el instrumento político del vandorismo: las 62 Organizaciones. Remorino cumplió la orden el 20 de mayo, pero el intento resurgiría después con renovada fuerza y mejor éxito.
El "congreso" de Azopardo resultó una farsa completa, con quorum rejuntado a último momento. Los delegados no representaban ni a una quinta parte de los trabajadores sindicalizados, ya que ni siquiera asistieron los colaboracionistas declarados, como Coria. El secretariado quedó constituido por ocho figuras menores que presidía el molinero Vicente Roqué. En segunda fila, como simples vocales se alinearon los "elefantes blancos" Vandor, March, Alonso, Fernández, Rosales, Castillo, Cardozo, Norese y Elorza.
Predominaron los vandoristas, pero había un colaboracionista notorio, el aceitero Estanislao Rosales, y otro que no tardaría en pasarse: José Alonso. El frondizismo estaba representado por Eleuterio Cardozo, traidor en 1959 de la huelga de los frigoríficos, y Liberato Fernández, autor en febrero de 1967 de la famosa tesis del "repliegue táctico" que sirvió para levantar el Plan de Lucha de la CGT y dejar abandonados a los portuarios y ferroviarios.
Maximiano Castillo, del Vidrio, compartía con Vandor el dudoso privilegio de haber integrado el grupo atacante en el tiroteo de "La Real" de Avellaneda (mayo de 1966) donde fueron asesinados Rosendo García, Domingo Blajaquis y Juan Salazar. Armando March era ya célebre por sus perros de caza y su colección de cuadros, pero no había alcanzado la apoteosis de la fama que le dio la estafa del Banco Sindical. No faltaba siquiera un representante patronal: Elorza, propietario de "La Posta del Mangrullo".
La exclusión de Coria y otros le permitió a Azopardo renunciar al incómodo mote de colaboracionista y pasar a llamarse "legalista", lo que teniendo en cuenta la absoluta ilegalidad del congreso era por lo menos una ironía.
La postura que asumió la nueva conducción pretendía ser intermedia entre el colaboracionismo y la oposición. Se atacaba la política económica de Krieger Vasena, dejando a salvo el gobierno de Onganía. "Yo tengo fe en su honradez y buenas intenciones", declaraba el ventrílocuo del frigerismo Liberato Fernández.
El gobierno no tenía nada que temer de esta CGT paralela. Los trabajadores, sí. De ella surgieron la Comisión de los 20 y la actual Comisión de los 23.
Entretanto, la rebelión de las bases, impulsada por la CGT de los Argentinos avanzaba rápidamente, sobre todo en el interior. Aún antes del 1 de Mayo se habían adherido a ella las regionales de Salta, Tucumán, Villa Mercedes de San Luis, Santa Fe, Rosario, Rufino, La Matanza, La Plata y Tres Arroyos. El 29 de abril Adolfo Cavalli perdía en elecciones diez de las veintidós filiales de SUPE: tres de ellas protagonizarían más tarde la huelga petrolera. El 11 de mayo, 37 de los 50 gremios cordobeses se pronunciaron por la nueva CGT y constituyeron la regional. Ongaro, presente en el acto, anunció: "Desde Córdoba iniciaremos en profundidad la gran revolución del pueblo".
Días más tarde se pronunciaban Mar del Plata y San Juan. En Buenos Aires, la 53 Asamblea de Delegados de La Fraternidad, se colocaba "del único lado que cabe a una organización gremial... del lado del pueblo", según la declaración de Cesáreo Melgarejo que traicionaría después.
El 3 de junio se normalizaba la regional de Olavarría, el 12 San Martín, el 14 Cañada de Gómez, el 16 Carhué, poco más tarde Villa María. No hubo un sindicato colaboracionista que no sufriera algún desgajamiento en todos los rincones del país.
Con estas sumas de fuerzas, la CGT de los Argentinos se aprestó a librar una segunda batalla. La fecha elegida fue el 28 de junio, segundo aniversario del golpe de Onganía.
Por esos días sesionaba en Suiza la 52’ Asamblea de la Organización Internacional del Trabajo. Ongaro tenía en el bolsillo una invitación y un pasaje. En vez de ir a Ginebra fue a alentar la chispa de la rebelión en los ingenios tucumanos.
La última semana de junio bajó a Córdoba, coordinó con los dirigentes de la regional el acto del 28. En la colonia de vacaciones de los gráficos recibió a los líderes de 14 fracciones estudiantiles. De esa reunión surgió un protagonista importante en las acciones que se avecinaban: El Frente Estudiantil en Lucha. Un periodista del diario "Córdoba" lo entrevistó:
Pregunta: ¿Cómo explica el acercamiento a la CGT de sectores políticos tan disímiles como el peronismo, el radicalismo, la democracia cristiana o los grupos de izquierda?
Ongaro: En 1806 y 1807 sufrimos invasiones y ello convocó a los hombres de nuestro pueblo para enfrentar esa invasión sin diferencias de credos, razas o ideologías. Hoy Argentina es un país invadido y ocupado, y nos hemos convocado nuevamente para desinvadirlo y desintervenir esta tierra.
* * *
-¿Dónde está Ongaro?
Cuando el general Lanusse pronunció estas palabras en el oscurecido Barrio Clínicas de Córdoba, era un hombre menos importante que hoy y tal vez más asustado. Las balas picaban en las inmediaciones y se lo veía pálido en su uniforme de fajina y traje de combate a la luz de las bengalas.
El 28 de junio de 1968, estudiantes y obreros ocuparon treinta manzanas de la ciudad, emplazaron francotiradores y rechazaron a la policía desde las nueve de la noche hasta las tres de la madrugada.
En los alrededores de la CGT cordobesa los choques fueron violentísimos. Nuevamente se vio a la policía retroceder, con fuertes bajas, frente a las piedras de los manifestantes. La cifra de los detenidos -más de ochocientos- probaba el carácter masivo de las demostraciones. Un estudiante resultó herido de bala en la cabeza.
Un año después, cuando de todas las casas llovían piedras sobre las tropas de represión, el general Carcagno también se acordaría de las invasiones inglesas que intencionalmente evocó Ongaro.
Rosario hizo igualmente un ensayo general para los episodios de mayo y setiembre de 1969. Por primera vez desde setiembre de 1955 aparecieron barricadas en las calles y los manifestantes respondieron con bombas Molotov a las balas policiales.
En Buenos Aires, un discurso terrorista pronunciado a última hora del 27 de junio por el ministro Borda precedió a la mayor concentración represiva que se haya visto en la ciudad. Diez mil policías en un perímetro de cuatrocientas cuadras con centro en Plaza Once impidieron manifestaciones masivas. Medio centenar de escaramuzas produjeron 512 detenidos.
Violentos choques en La Plata y Mendoza complementaron el cuadro de este segundo desafío a la dictadura. La huelga estudiantil fue total en el país. El número de detenidos sobrepasó los mil quinientos.
Cuando estas cosas ocurren el régimen tiene dos alternativas: silenciarlas o culpar a los extremistas. El primer cordobazo fue relativamente silenciado. En mayo y setiembre de 1969 ya no habrá lugar para el silencio.
Los sectores del gobierno más ligados al imperialismo advirtieron, sin embargo, el peligro de las movilizaciones populares. El 1° de julio un editorial de "La Prensa" censuraba "los desórdenes, desmanes, atentados y agresiones producidos el 28 de junio", reconocía "la alianza de estudiantes y obreros" y culpaba al gobierno por denunciar solamente al "comunismo" y no al peronismo. Poco después la Voz de la CIA, Juan José Taccone, clamaba contra "el aventurerismo tremendista" de Ongaro, y aprovechaba para señalar desde la revista "Dinamis" que "la de Azopardo sigue siendo la única central obrera".
Entretanto, la maniobra de convertir el proceso de la CGT en un pleito interno del peronismo obtenía su primer triunfo gracias a la acción del delegado Jerónimo Remorino, que cuarenta y ocho horas antes de los actos del 28 de junio, programados en común como parte de un amplio frente político, les retiraba su apoyo argumentando que "agitar extremas banderas revolucionarias sólo servirá para alejar el tiempo de las soluciones". Esta declaración del político vinculado a los monopolios norteamericanos y franceses le valió la felicitación simultánea de Augusto Vandor y Rogelio Frigerio, según la revista oficial "Confirmado" del 15 de agosto.
En combinación con esta maniobra, el vandorismo arrebataba dos gremios: Municipales y Sanidad. La defección de Municipales, encabezada por Néstor Mazza, coincidió con la colocación de la piedra fundamental de un edificio de catorce pisos financiado por la central amarilla norteamericana, AFLCIO y por el IADSL, Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre. El caso de Sanidad era más grave, ya que la escisión promovida por los dirigentes Buezas y Calace afectaba al gremio de Amado Olmos, que había sido vanguardia ideológica en la lucha que precedió al Congreso Normalizador.
A esta ofensiva combinada contra la CGT de los Argentinos, se sumaron una serie de procesos judiciales. Los demandantes eran el jefe de la SIDE, general Seflorans, el dirigente José Alonso y el fiscal Silvano Becerra; los cargos iban desde el desacato hasta la instigación a la rebelión.
La CGT de los Argentinos respondió profundizando la lucha en el interior. En estos meses Ongaro y otros dirigentes recorrieron prácticamente todo el país. El 11 de julio se normalizaba la regional La Plata; el 30, Mendoza.
El 13 de agosto estalla en Córdoba un nuevo anticipo de las luchas de 1969. Tres mil mecánicos de IKA Renault, brutalmente agredidos por la policía cuando pretendían entrar al trabajo en la planta de Santa Isabel, reaccionaron alzando barricadas y rechazaron con piedras los ataques hasta que cayó sobre ellos una lluvia de balas que dejó seis heridos, uno grave.
El 16 de agosto se reúne en Buenos Aires el primer Comité Central Confederal de la CGT opositora. Tiene una característica que en ese momento pasa casi inadvertida, pero que abre una nueva etapa en la historia del parlamento obrero: además de las treinta y siete organizaciones adheridas, participan con voz y voto los delegados de cuarenta y nueve regionales del interior, ya normalizadas o en proceso de normalizarse.
Junto con las primeras críticas a la conducción, asoma el señuelo de la "unidad" que ya entonces agita vigorosamente al vandorismo. A ambos temas se refiere Ongaro en la primera parte del discurso que pronunció esa noche para fundamentar el nuevo plan de acción propuesto por el Consejo Directivo:
"El 27 de marzo, compañeros, estábamos todos jurídica y legalmente en una sola CGT. Estábamos en un edificio, había una comisión delegada, pero no éramos capaces de poner en marcha los reclamos de los trabajadores. Estaban unidos aparentemente los dirigentes, pero allí estaba la 17.224 y no pasaba nada; y estaba la 17.310, y la 17.401, las congelaciones y las prohibiciones, la falta de libertad y la destrucción de la soberanía popular. Quiere decir que, aunque aparentemente no teníamos eso que hoy se llama división, no éramos capaces de congregarnos cincuenta trabajadores para realizar un acto público. El último que se intentó fue el 19 de diciembre de 1967, y ustedes recuerdan que ni oradores se pudo conseguir, ni siquiera un dirigente que tuviera la buena voluntad de poner el nombre. Es cierto que tenemos problemas, pero ¿qué había el 27 de marzo, cuando teníamos esa aparente unidad en un edificio, una comisión delegada, un estatuto? A partir del 28 de marzo tuvimos que improvisar una casa para que se retinan los trabajadores que quieren pelear por los viejos ideales y los viejos principios; no teníamos ni una hoja de papel, no teníamos ni el sello ese que dice CGT. Nosotros nunca hemos sido profesionales del sindicalismo. El 28 de marzo nosotros y ustedes tuvimos el coraje y la dignidad de poner la cara. Sabíamos lo que íbamos a enfrentar, todos los poderes del país contra nosotros. Lo dijimos en el Congreso normalizador: de entrada íbamos a ser comunistas, extremistas, partidarios de ideologías extrañas; después íbamos a tener connivencia con todos los golpes que ha habido y que hay por allí; conspiración que haya, aunque sea esa de los cafés, ahí estamos nosotros; cualquier clase de asociación que pueda irritar al sentimiento argentino, ahí estamos nosotros. ¿Vamos a pasar el tiempo desmintiendo, corrigiendo? No. Esta CGT no tiene medio año de vida todavía. Hemos avanzado a marchas forzadas, superando la inacción y la complicidad de los que todavía siguen implorando entrevistas para pedir derechos, para exigir que nos devuelvan lo que nos han quitado. Nosotros, que salimos de la nada, lógicamente tenemos un montón de dificultades. No podemos ofrecerles resultados brillantes, cuando todo en el país está prohibido y clausurado.
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Esta es la lucha del pueblo argentino. El sindicalismo solo no puede arreglar el problema nacional. La liberación es una tarea que no la puede hacer solo el sindicato, que muchas veces de buena fe ha creído que la exclusiva defensa del interés sindical le garantizaba el bienestar. ¿Cuántos años hace que estamos en eso y adónde hemos llegado con eso? El sindicato tiene que estar al lado de todos los demás sectores nacionales, de todas las organizaciones populares para rescatar a la nación. Si el barco en que vamos está agujereado, no hay primera ni segunda ni sala de máquinas. La CGT pone primero y sobre todas las cosas al país. A nosotros no nos duele sólo el desempleo, el salario congelado, las fábricas que se clausuran; nos duelen también los desalojos, la entrega de la industria y los estudiantes apaleados. Por eso hemos llamado a todos los sectores con vocación nacional y que expresan corrientes populares -no a las minorías entregadoras-. Esto es lo que debe analizar esta noche el Confederal. Esta es una hora de hacedores, una hora de acción. Las recetas, los catálogos y los programas están todos hechos. La liberación nacional y la revolución social, que son sagradas para los trabajadores, también han sido escritas en algunos casos con testimonios de sangre, pero falta hacerlas. Cómo hacerlas, es el problema que se nos plantea a todos".*

XXIX El discurso del método

En el ascensor Lucas se encontró con Marcos y le propuso que fueran juntos a la habitación de Hadad, el delegado ecuatoriano. Cuando entraron, hablaban de mujeres. "Cuando tú te enamoras -aseguraba Hadad- no tendrías por qué estar obligado a prometer que eso va a durar toda la vida". Gaspar le recordó que ya nadie se planteaba las cosas de semejante manera: "Ellas sí, aunque no lo digan; por eso uno tiene un cierto pánico, hasta de enamorarse. Imagínate, después te condenan a hacer el papel de enamorado por el resto de tu vida, como le pasó al pobre príncipe de Gales".
Para Gaspar, Hadad confundía enamoramiento con amor:
"¿Y qué diferencia hay entre una cosa y la otra?" Gaspar le explicó que el enamoramiento era "el narcisismo, el espejo", con algunos síntomas de entusiasmo y hasta de calentura. El amor, en cambio, era lo que se va construyendo día a día; el afecto que se elabora y que, por tanto, puede crecer.
Hadad no entendía y pidió que le explicaran qué diferencia existe entre el amor de Gaspar y el cariño que surge entre dos amigos: "es como un incesto compadrito". Faltaban los elementos pasionales que siempre terminan despatarrando toda tarea ordenada de construcción: "por eso las parejas se encuentran, se aman y después estallan, o se aburren; o se soportan".
Para Manuel el criterio de Hadad estaba impregnado de ideología burguesa: Claro -replico Hadad-, somos burgueses", y había que dejar pasar muchos años antes de pretender la desaparición de los distintos estigmas de clase. Sin embargo, para Manuel, algo se podía ir haciendo.
_¿Qué cosas? ¿Quién puede profetizar qué destino tendrá el matrimonio?
-No hablo del matrimonio.
-Bueno, la pareja o como quieras llamarle. ¿Quién puede profetizar qué será de ella?
-Negás toda posibilidad de cambio; eso no es muy revolucionario que digamos.
-Que uno sea revolucionario, no quiere decir que tenga que ser tonto. Yo no niego los cambios; solamente dudo de que algunos cambios me toquen.
-Sin embargo hay algo que existe; si querés, una forma precaria de amor, pero existe: es una realidad.
-Es lo que vengo diciendo desde el principio, Mateo. Pero si el amor es nada más que eso, yo propongo que se lo tome como lo que es, no como lo que tendría que ser. Y silo admitimos, habrá que empezar a llamar a las cosas por su nombre; a esa larva de amor, enamoramiento, si quiere Gaspar. Y al otro, al duradero, al de los afectos estables y sin sobresaltos, pragmatismo.
-Escepticismo.
-No, Marcos. Todavía no sabemos concertar todas nuestras partes y ponerlas al servicio de ese sentimiento global y enorme que llamamos amor. Y eso es todo, y además me ha salido como un bolero: falta la Burke.
-¿Y por qué vos preferís el enamoramiento al pragmatismo?
-Porque me hace sentir el gusto de lo que debe ser el amor; es como la naturaleza, el instinto de algo más completo.
-¿Y de las pequeñas cosas de la vida de relación, no surge ese gusto?
-No conozco a nadie que lo haya paladeado.
-Eso no es cierto.
-¿Vos lo has sentido? Puede ser: pero cuánto tiempo te lleva tener unos pedacitos, digamos agradables. La empresa te puede tragar toda la vida de uno, que será una cosa muy insignificante, una "vidita", pero es la única que tenemos.
Gaspar se sintió casi derrotado y miró desafiante a los demás. Se detuvo en Marcos y le preguntó su opinión: "Yo estoy de acuerdo con Hadad". Lucas saltó divertido del sillón en el que se había estirado con atención oriental, y miró a Manuel. Gaspar de inmediato le reprochó a Marcos que, teniendo una mujer como la que tenía, estuviera de acuerdo con Hadad: "con Sara se ha dado un problema de afinidades desencontradas". Para Hadad era lo peor, lo más difícil de resolver. Era un problema análogo al de las naturalezas compartimentadas, a las inteligencias dispersas.
-¿Y vos qué opinás de todo esto?
Mateo miró a Manuel.
-Me interesa.
-¿Qué te interesa?
-Este problema.
-Bueno, pero ¿qué opinás?
-No sé, no lo tengo claro.
-Es una costumbre: cuando hay que poner las cartas sobre la mesa, ustedes se van al mazo.
-¿Quiénes son "ustedes": Lucas, Mateo y yo? Yo he dado mi opinión; Mateo duda.
-Y Lucas no ha dicho ni mus.
-Es que nosotros somos hombres de acción, Gaspar, de pocas palabras.
-Yo también, y para no olvidarlo, cada vez que me acuesto, recuerdo esta frase...
Hadad se puso de pie para decirla.
-"Desde que tengo un techo sobre mi cabeza, me parece que cada noche mi cama lanza un llamado hacia un cuerpo de mujer."
-¿De quién es esa frase?
-De Pietro Aretino.
-Literatura.
Manuel también se había puesto de pie con alguna violencia. Todos lo miraron, casi con curiosidad.
-Viven a través de las cosas leídas, escritas. Ustedes no son hombres de acción.
Fue hacia el ventanal y miró largamente la ciudad iluminada.
-Por eso la mujer sigue siendo un adorno, el famoso objeto de placer y nada más. No quiero ni pensar lo que sienten en el fondo de su corazón por la clase obrera.
-Más o menos como vos: no somos tipos tan distintos.
-Yo me he sacado de encima muchas cosas en las cuales ustedes se regodean.
-¿El señor es vanguardia?
-Ojalá. Pero con respecto a ustedes sí.
-Me permito recordarte que quienes van a hacer la revolución son ellos, por más buena letra que nosotros hagamos.
-Tampoco es cuestión de hacer ex profeso mala letra.
-Estamos en vías de caer en algo así como el puritanismo, si no me equivoco. Por casualidad, ¿no te parece un despilfarro este Congreso?
-Sí.
-¿Que es una frivolidad que estemos tomando tragos y conversando?
-Sí.
-¿No te has puesto a pensar que seguramente muchos de nosotros en sus países viven en permanente tensión?
-Sí.
-¿Que ésta es una forma de tomarse unas vacaciones? Pasando a otra cosa: ¿no has pensado que nuestros límites, además de las taras de origen, de clases, son taras generales de una época, marcadas por la clase dominante si querés, pero taras de las que no se escapan los obreros, por ejemplo?
-Para un obrero la Revolución es una cosa de vida o muerte. En cambio ustedes están jugando.
-¿Vos también?
-Creo que no.
-¿Porque te portás bien?
Manuel lo miró con indignación. Iba a contestarle o a pegarle. Pero se fue sin saludar. Hadad se sirvió otra copa.
-Los gérmenes del estalinismo surgen donde uno menos se lo espera.
-Lo que dice Manolo no tiene nada que ver con estalinismo, Gaspar.
-¿Y con el puritanismo?
-Puede ser. Hay momentos en que el puritanismo es necesario.
-Pienso que no. Que nunca es necesario.
-Además, el planteo de Manuel no era puritano. Hablaba de la posibilidad de cambio de la gente, en este caso nosotros. Y tiene razón: yo no sé si nosotros hacemos todo lo necesario para ser otros. Manuel tiene razón.
-Sí, pero yo también.

XXX Pena mulata

Al rato bajaron a tomarse un trago en el bar: la botella que tenían se les había terminado. Estaba cantando Elena Burke-"Luna en la Habana, miliciana"- y todos escucharon sacramentalmente la voz ronca y magnífica de la diva; observaban extasiados el cuerpo voluminoso y lleno de gracia, como el Ave María, como el cuerpo también enorme de Ella Fitzgerald, la otra guardiana de oráculos parecidos y no tan lejanos de ese lugar en el que estaban; Delfos dividido o disperso.
Marcos advirtió que una mulata menuda y espléndida lo miraba; un momento después cambiaban un par de sonrisas. Al rato, juntos tomaban una copa en la barra. La invitó a que fueran al "Gato Tuerto"; ella aceptó. Cuando entraron una mujer cantaba "ponme la mano aquí, Macurina", y después leyó un cuento de Julio Cortázar. Los ojos de ella brillaban en la oscuridad; se besaron: "es una ardillita", pensó él entusiasmado con la primera mulata de su vida.
Después del "Gato Tuerto", fueron al departamento que ella tenía cerca de allí. Se tumbaron en la cama, pero ella se resistía diciendo que no, como un gato de ojos abiertos. Marcos terminó cansándose ante tanta negativa. "Oye, ven aquí", dijo Ingrid todavía tirada en la cama, pero ya Marcos había salido del departamento.
Unos días después la encontró en una reunión que se hacía en casa de unos cubanos amigos. Había muchos delegados que partían pocas horas después, cuando Fidel clausurara el Congreso; entonces, cada cual a su casa. Los europeos, especialmente los franceses, estaban eufóricos con la Revolución Cubana y con el Tercer Mundo; despertaban como niños que comienzan a hablar o caminar. Idealizaban; por supuesto, había reticentes, desconfiados. Pero todo se diluía en la emoción de la partida, en los afectos encontrados y tristemente efímeros.
Ingrid llegó acompañada por un italiano. En un aparte le preguntó a Marcos por qué se había enojado. Marcos le explicó que ya no estaba en edad de andar en esos tironeos. "Pero si era una broma, chico, yo no pensé que tú te ibas a poner tan bravo".
Ya no estaba enojado y ella le sonreía. "¿Qué te parece si nos fugamos?" Se reía escandalizada por las cosas que se le ocurrían a este Marcos: "Yo he venido con ese señor italiano, ¿cómo tú quieres que lo deje embarcado al pobre caballero?" Sin embargo la convenció, o ella estaba decidida de antemano.
Planearon la fuga y se divirtieron apelando a ascensores de servicio, salidas que daban a las cocheras. Cuando entraban al departamento de ella, todavía se estaban riendo, felices con la travesura. Un momento después se desprendió de sus brazos y se metió en el baño diciendo con recato: "me voy a cambiar".
Marcos aprovechó para desvestirse y meterse en la cama. Allí esperó. La sentía abrir canillas y mover frasquitos; la imaginaba vistiéndose con camisones vaporosos, empavesada con plumas fluorescentes, preparando los filtros. Vendría con el cuerpo desnudo, atravesado por signos luminosos que se prenden y se apagan de manera intermitente. De sus labios volarían frutos espumosos como el mamey, de las nalgas aflorarían las llamas, convirtiéndola en un delicioso dragón invertido.
Ya estaban a punto de arrancar los bailes, de reventar los tambores, con los óleos y los vinos que enjuagan los alimentos. Había apagado la luz del baño y una paloma negra-o un tordo- se posaba sobre el picaporte de la habitación. La puerta se abría lentamente.
De la sombra emergió Ingrid, enfundada desde el nacimiento del cuello hasta la arista del tobillo, en un camisón de bombasí. Era de un virginal color celeste y estaba abotonado con pudicia sobre la garganta. Modosamente se deslizó en la cama, apagó las luces y esperó muy quieta, con los ojos abiertos hacia el cielo de Ochum.
Marcos, a su lado, también inmóvil, la miraba decepcionado, divirtiéndose a medias, a medida que caía de los techos de su dudosa imaginación. Simultáneamente se sentía tocado por algo que desconocía, pero que lo inclinaba a proteger ese cuerpo tímido y agraviado por codicias desnaturalizadas como la suya.
Cuidadosamente se acercó a ella, temeroso por esa fragilidad; ella dejó hacer, casi sin intervenir. Y las cosas transcurrieron así, sin demasiados lujos eróticos; cuando terminó todo, seguía quietecita, como para no incomodar a nadie. Entonces Marcos quiso mirar su cuerpo desnudo: prendió la luz y retiró las sábanas.
Intentó taparse, pero Marcos puso las sábanas fuera de su alcance. Ella se cubrió con las manos y con la almohada, mientras comenzaba a repetir como una letanía: "Apaga esa luz por lo que más tú quieras". "Te lo pido grandiosamente". "No te hagas el argentino malo, y apaga esa luz". Marcos la escuchaba sonriente, casi fascinado. Riendo se levantó, envolviéndose con una sábana, mientras le tiraba el camisón celeste de bombasí y le proponía que fueran al otro cuarto a tomar un trago como buenos amigos.
Silenciosamente los sirvió. Luego de un momento ella le preguntó si estaba enojado. El negó con un movimiento de cabeza y la atrajo a su lado; se sentaron, uno muy cerca del otro, abrazándose como si tuvieran frío. Con voz queda, ella comenzó a contarle una historia trivial, con esperanzas y abandonos, amores contrariados, tristezas habituales. Marcos comenzó a acariciarla, buscando disculpas a sus fantasías groseras de hombre y de blanco. Ella ganó confianza, tomó algunas iniciativas, se ofreció, dejándose llevar por los signos del Santo, coronada con el bronce de la diosa.
A la mañana siguiente se levantaron muy tarde. Ninguno de los dos tenía nada que hacer hasta las tres. Caminaron por el malecón y se quedaron mirando el mar extremadamente azul, como el cuerpo de las mujeres serenas; evidentes como el aire que respiraban, como el tiempo difícil y rico y distante que les tocaba vivir. Ella puso fraternalmente una mano sobre el hombro de Marcos y le dijo: "te quiero". Luego le explicó por qué lo quería.
Lo quería porque era un hombre grande, seguro. "A Seguro lo llevaron preso", le dijo sonriendo Marcos. Y ella no entendió la broma, pero pidió que se la explicara; Marcos no tenía muchas ganas de hacerlo y ella le dijo: "te estás burlando de mí", pero sabiendo que él no se burlaba porque la estaba mirando y tenía la mirada muy triste.
Volvió a decirlo: "te quiero", y Marcos no contestó nada, pero la siguió mirando tan fijo que ella al rato tuvo la necesidad de agregar, "ven aquí mi niñito", o algo que Marcos no alcanzó a entender bien, porque escondía la cabeza en su pecho y ella comenzaba a acariciarlo, casi, como si fuera una criatura muy chiquita; más que enferma, azotada.

XXXI El método

Durante la comida comentaron largamente el discurso de la víspera con el que Fidel había clausurado el Congreso. Había anunciado, para quien supiese escucharlo, la imposibilidad de cambios en la estrategia revolucionaria. La lucha seguiría siendo armada, aunque sobrevinieran cambios tácticos.
Era suicida para Cuba seguir abarcando ahora la responsabilidad global de aplicación de su teoría. Por lo menos era innecesario: cada país partirá de su propio terreno, con su gente, con su dinero, con sus armas. Sería necesario nacionalizar cada lucha, para que la gente pudiera identificarla con cada forma de acción política, con cada manera de acción militar.
La Revolución Cubana había barrido con las viejas consignas bolcheviques que, aplicadas mecánicamente, habían producido la cristalización o la parálisis del proceso revolucionario en el continente; era mentira, no había un solo método para formar el partido conductor. Podía hablarse ya de mentalidades prefoquistas.
Pero ahora también aparecerían los foquistas ortodoxos, que del mismo modo serían sobrepasados por los hechos. Como serían rebasadas las instituciones que habían servido al momento de pasaje estratégico de la vieja concepción bolchevique -más precisamente codovilista, haciendo justicia a los héroes soviéticos de 1917-, al foquismo. La OSPAAL, por ejemplo; de allí que el proyecto de Mateo de incorporar el Congreso a esa organización había resultado inoportuna y no había cuajado.
En ese momento se tendería a atenuar la preponderancia de estas organizaciones. Seguramente serían reemplazadas por otras menos continentales, más localizadas. Secretas, no tan institucionales, emergidas de las necesidades reales de la lucha en cada lugar.
Así la determinación de un objetivo militar sería una opción política. Esto conjuraba la desconexión con la clase. Favorecería la coincidencia o la descubriría, ya fuera en el campo, en la ciudad o en la combinación de ambas alternativas. Podrían también así ser superadas las diversas tendencias al ideologismo. Al encorsetamiento de realidades que deben adecuarse a ciertas ideas, previamente concebidas, hijas de otras realidades y circunstancias.
Una vez consolidada esta lucha, podía seguramente pensarse en la posibilidad de expansión, de internacionalización. Al día siguiente comenzaba la esperada reunión del Comité Central, después podría verse si estas conjeturas tenían alguna validez. "Para qué lado van a disparar los cubanos".
No habían visto a Marcos. Tampoco a Gaspar; Lucas recordó que esa noche daría un concierto y salió corriendo a escucharlo, porque le había prometido asistir. Federico también salió, tenía que arreglar algunas cosas en la redacción. Juan acompañó a Lucas. Mateo prefirió quedarse y fumar un cigarrillo de sobremesa antes de ir a dormir. Cuando estaba por tirarlo vio a Isolda que le sonreía y se acercaba con seguridad, avanzando directamente hacia su mesa.

XXXII Primera vista

Al día siguiente, un contingente pequeño de invitados que se había quedado unos días más que la mayoría de los invitados, partió hacia la Isla de Pinos. Isolda estaba en el grupo, entusiasmada por visitar lo que fue La Isla del Tesoro. A Mateo también le hubiese gustado ir, pero, lamentablemente, debía quedarse allí.
Cuando regresara, partiría en pocos días hacia Europa; Mateo en cambio se quedaría dos meses más. Sí, de regreso pasaría por París; iría a visitarla. Había terminado de comer y Mateo le propuso ir al cine. Aceptado. A la salida se encontraron con algunos conocidos que venían del concierto de Gaspar. Les había gustado mucho, aunque no siguieron hablando del tema: todos estaban cansados y, después de tomar un café, se fueron a dormir. Mateo también.
Al día siguiente se levantó temprano, pero ya todo el mundo se había ido; desayunó solo y después tomó una guagua que debía dejarlo en pleno barrio de La Víbora. Hizo a pie el recorrido previsto y se detuvo frente a la plaza del Capitolio, que resultaba extraña, vista así, a la luz del so1.
Del otro lado de la calle, sentada en un banco, estaba la persona que tenía que contactar; se levantó luego de haber permanecido pocos minutos metiendo su libro de tapas rojas bajo el brazo. Lo siguió, perdiéndose por las calles estrechas y pasando muy cerca del Sloppy Joe; el bar estaba vacío, de Errol Flynn sólo quedaban algunas fotografías.
Se acercó a una vidriera donde el otro lo esperaba; ni se miraron, pero pudo advertir que era un muchacho de unos veintitantos años, algo mulato, bajo y fornido. Cruzó y se entretuvo poniendo una carta; allí se dieron las contraseñas y caminaron juntos mientras Mateo transmitía un mensaje convencional. Cuando terminó de decirlo se separaron: el ejercicio había terminado.
Se alejó bamboleándose un poco. Mateo pensó que seguramente no volverían a verse en la vida. Pero lo recordaría. Alguna vez podría aplicar esta enseñanza suya, compañero; a lo mejor servía para salvar una vida, conjurar una situación. Gracias, no olvidaré esa mano, esta hermandad. Gracias, compañero, muchas gracias. Ya había desaparecido en la primera esquina, y el pensamiento de Mateo volaba conmovido en el aire pesado del mediodía.
Por la tarde temprano siguió trabajando, pero esta vez era en una casa situada cerca de La Puntilla. Desde una ventana vecina, unas viejitas lo espiaban con curiosidad; debió cerrar las persianas, porque la ciudad estaba impregnada de agentes; claro que con esas viejitas, pensó, se exageraba. Para hacer tiempo encendió el televisor; pasaban una película de Libertad Lamarque. Ya se estaba adormeciendo entre las madreselvas en flor, cuando llegó una mulata sonriente y de inmediato se pusieron a trabajar. A última hora llegó Carlos, quien preguntó si ya había terminado. Sí, la jornada estaba cumplida. "Vamos, los llevo en el carro".
Dejaron primero a la mulata. Cuando iban hacia el hotel, escuchando la orquesta de Benny Moré a todo volumen, en una emisión de radio Cordón de la Habana, Mateo le preguntó: "Mañana, domingo, ¿trabajamos?""Sólo trabajo voluntario". "Entonces lo voy a hacer en la Isla de Pinos". Carlos le preguntó qué tenía que hacer allí, y Mateo no supo explicar muy bien: tenía ganas. Durante unas cuadras no hablaron mucho; luego Mateo le preguntó si sabía algo de la reunión del Comité Central. No se sabía una palabra de lo que allí se estaba tratando.
Tempranito partió para Isla de Pinos: era un domingo radiante y el avioncito jineteaba entre las rachas de viento; volaban sobre un archipiélago de cayos. Al llegar, le mostraron la cárcel y la celda donde había estado preso Fidel, después del 26 de julio. Apenas habían pasado quince años, no era tanto. Luego lo llevaron al hotel.
Gaspar le contó que todas las noches tocaba alguna cosa para la gente que se quedaba merodeando por los salones, después de la comida. Isolda estaba almorzando cuando entró al comedor y la saludó desde lejos: en su mesa no había lugares disponibles. Después durmió una siesta; y dos horas más tarde se encontró con ella en el hall principal.
Salieron a dar un paseo y caminaron hasta la orilla del mar, sereno y rosado, del crepúsculo. Para ayudarla a caminar por la arena, la tomó de un brazo; ella se dejó conducir, mientras animadamente hacía la crónica de los días que estaban pasando en la isla, los lugares que habían conocido, las cosas que habían hecho. Esa mañana, por ejemplo, anduvieron haciendo trabajo voluntario -Mateo, que finalmente no lo hizo, se sintió ligeramente culpable.
Miró hacia atrás y se encontró con una serie de palmeras recortadas sobre la luna clara que caía sobre un mar preparado para Li-Po: "una tarjeta postal" y en ese momento saltaron de entre los árboles una serie de hombres uniformados: eran guardacostas. Habían olvidado que estaban en un país prácticamente en guerra, con un enemigo poderoso a pocas millas que lo más inofensivo que hacía era meterle gente, hombres ranas que se filtraban por la costa y luego entre la población; espiones, saboteadores. A pesar de las palmeras, de la cartulina del cielo, estaban en guerra.
Después de comer los invitaron a dar una vuelta por el mar abierto en una lancha de pesca. AL abandonar la bahía, la embarcación comenzó a moverse y Hadad descorchó una botella de Bacardi. "Para el mareo", dijo con picardía y pasó la botella a Gaspar, que no quiso probar porque estaba realmente mareado.
Todos tenían que aferrarse con firmeza a cualquier cosa, ya que corrían el riesgo de salir despedidos como jabón, corriendo la suerte de los piratas condenados a la tabla primero, a los tiburones después. Mateo se acordó de su hijo; pero un momento, porque Isolda se agarraba fuertemente a su brazo y reía feliz. Mateo también estaba contento con esa mujer protegiéndose con su brazo.
Enseguida regresaron al puerto, para alivio de muchos; otros se burlaban del machismo cubano, amedrentado por el primer "norte" que sacudía las aguas; "nuestro machismo no llega a la estupidez de que se nos caiga al agua un invitado", dijo riéndose uno de los responsables.
Llegaron a puerto y, cuando la lancha estuvo amarrada, una chica puso un disco en un aparato que había colocado sobre cubierta. Gaspar la observó del otro lado de la botavara; ella le tendió los brazos: "Oye, ven aquí: vamos a bailar, mi viejo". Gaspar, obnubilado por el éxito y medio guarachando, se abalanzó sobre la muchacha, sin ver la botavara que, precisamente, los separaba justo a la altura de la frente.
Golpeó contra la madera y cayó fulminado; todos se burlaron de su atolondramiento, hasta que advirtieron que estaba desmayado y corrieron a auxiliarlo. Al rato reaccionó y, enseguida, lo llevaron al hotel, donde prácticamente lo acostaron entre todos, lo mimaron y, de alguna manera, lo acunaron, hasta que se durmió.
Luego Hadad comenzó a contar chistes. El del judío que sube a la guagua; el del león que se abalanza sobre el coronel inglés; el del ratoncito que ve al murciélago; el del lama y las aguas que fluyen; el del ratoncito que estuvo muy enfermo. De elefantes, de ostras, de nombres de películas, de semejanzas. El del vasco que caza el zorro, el del cubano liberal que acusa de comunistas a los Estados Unidos. De gusanos, del argentino que pide anestesia, del chino que lleva una bomba en épocas de la guerra, de Jaimito, del tipo guarango con las mujeres. De psicoanalistas, de leones, de obsesos.
Mateo contó historias de Paladino y recordó la más sublime tergiversación de refranes que Palenque le había contado la noche antes de salir de Buenos Aires; Paladino había dicho que a alguien "le salió el culo por la tiranta". Isolda no entendió y Hadad pacientemente le explicó que era una mezcla de un refrán que decía "le salió el tiro por la culata" y otro que afirmaba que "salió como rata por tirante". Tampoco entendió y hubo que explicarle palabra por palabra, pero ella misma suspendió las aclaraciones: tenía sueño, ignoraba el idioma.
Días después, le confesaría que, más que sueño, había tenido miedo. Cuando esa tarde la había tomado del brazo para caminar por la arena, ya había sentido algo que la asustó. Una corriente de vida, un estremecimiento de muerte, inevitable.

XXXIII Changó

Lo llevó Ingrid. Marcos no conocía Guanabacoa. Se detuvieron frente a una casa humilde y los atendió un negro joven y esmirriado, vestido con una camiseta muy blanca; sonreía en silencio. Los hizo pasar a un dormitorio anegado de velas y muebles: un toilette, sillas, una mesa, una cama blanca. El muchacho desapareció haciéndoles una seña de que lo esperaran.
Ingrid, bajando la voz respetuosameflte le explicó que la persona que iba a entrar de un momento a otro en la habitación era un tatanganga.
Un momento después apareció haciendo tímidas inclinaciones y sonriendo. Llevaba puesta una camisa amplia para su osamenta reducida y frágil; vestía pobremente y se movía con una agilidad inadecuada para sus años. Después de los saludos, los hizo pasar a un cuarto contiguo casi vacío; sólo estaban allí los elementos para el ritual.
Comenzó a fumar y a cantar. Se detuvo y dibujó los signos en el piso de tierra, luego pasó una botella con un brebaje que arrasó con las entrañas de Marcos, desde la garganta hasta el estómago. "Tiene pólvora" explicó el obispo yoruba; de todas formas la bebida era muy buena para limpiar todo. Fumó el tabaco al revés -con la brasa adentro de la boca-, echó el humo en la botella, y bebió. Espió entonces el porvenir y luego bailó y cantó frente al altar, bordeando los signos que había dibujado.
Siguió con rituales que Marcos no entendía. Aunque no fuera prescindente lo sentía como algo un poco alejado; palabras ahogadas que no alcanzaba a descifrar por la distancia. Recordó las sombras más arcaicas, junto a la cuna; las llamas que recalentaban los barrotes de bronce, el fuego propagándose por los doseles, amenazando con el fragor del infierno al niño, a la estampa del Sagrado Corazón de Jesús, hasta que alguien entraba casualmente, apagaba el conato de incendio, después de rescatar al niño, a él, como a Moisés de las aguas, como a Cristo Redentor, de los fariseos.
El tatanganga se aquietó, dejó bailes y cantos, para sumergir en el agua de una palangana, hierbas ceremoniales. Con esas aguas, Ingrid debía lavarse. Mientras esperaba que lo hiciera en la habitación contigua, el sacerdote dijo a Marcos que su virgen era yemanyá y que él le prepararía un amuleto del cual nunca le convendría separarse; es más, debía impregnarlo con humo todos los viernes.
Marcos le preguntó por qué nunca debía separarse del amuleto: "Lo va a necesitar", y no pudo seguir explicando porque entraba Ingríd purificada por las aguas. Incorporaron a la ceremonia una paloma blanca, que el ayudante había traído desde el fondo de la casa para "limpiar el mal". Los hizo poner de pie, uno por vez. Pasó la paloma por cuerpos y cabezas- "después mueren porque las pobrecicas se llevan el mal que uno les deja, las mata"- mientras cantaba sus oraciones, bailaba la conjuración.
Cuando regresaban hacia La Habana, Marcos le preguntó a Ingrid si entendía yoruba. "Un poco" dijo ella. Quería saber qué había dicho mientras lo limpiaba con la paloma. Ingrid aclaró que era muy difícil determinarlo, porque ellos mezclan palabras yorubas y españolas, "hasta musulmanas". Sin embargo había dicho algo en español, entre una maraña de palabras y cantos. Sí, dijo "cuidalo de las balas".

XXXIV Los latidos

Federico ese mediodía llegó con algunas novedades de la reunión del Comité Central. Ya estaba por terminar y redactaba un documento que harían público. Cuando lo dieron a conocer, todos quedaron bastante sorprendidos, casi insatisfechos, y esto era así aunque se siguiera atacando a la Unión Soviética a través de una antigua querella con un viejo dirigente del PCC que había sido reactualizada. El hombre, al parecer, había llegado a los bordes de la traición, envuelto por agentes de la Unión Soviética, país que era finalmente acusado de espionaje. Cuba no caía bajo la órbita de dominio soviético.
Pero al día siguiente trascendió el primer coletazo de la prolongada reunión del Comité Central; al menos algo que la conectaba con la muerte del Che, y con el fracaso en Bolivia: una reunión entre Fidel y el responsable de la comisión de Relaciones Exteriores del Partido. Después de más de diez horas de conversación, el hombre salió destinado a una nueva tarea; en los hechos había sido relevado de su cargo.
Su función había estado ligada de manera directa con la política exterior llevada adelante por el gobierno. Y esa política se identificaba con la aplicación ortodoxa de la estrategia sostenida por Guevara. Gaspar se enteró casi casualmente de estos detalles, por estar presente en una conversación. Protestó airadamente, defendiendo la tesis de que estos hechos debían ser ventilados públicamente.
Juan le explicó que el asunto era muy delicado y Gaspar rechazó esto diciendo que siempre el silencio y la previa cautela para manejar la información, terminaban desvirtuando todo como con Stalin. Cuando terminó de hablar, Juan trató nuevamente de hacerle entender: el asunto exigía moverse en el mayor secreto: había gente escondida en Bolivia -los hombres del Che todavía andaban por allí-, se comprometían vidas humanas.
Cuando Gaspar se quedó sin argumentos y un poco malhumorado, todos aprovecharon para convenir que el relevo de ese hombre, clave en la política exterior cubana, era el primer síntoma de los cambios que venían comentando desde varios días atrás. "Este país no resiste un conflicto más", habría dicho Fidel. Y era cierto, después de la política que había zozobrado en Higueras; los choques con la Unión Soviética, el consecuente problema económico que estas desavenencias traían aparejado.
En un par de días, Carlos trajo nuevos detalles: no se retiraba el apoyo a los revolucionarios de América Latina. "Nosotros les daremos todo lo que necesiten -había dicho-, tendrán que planificar y solventar su trabajo, llevarlo adelante ustedes". Juan no se había equivocado, tenía razón: empezaba una nueva etapa revolucionaria. Un mes después, Fidel, en la localidad de Sagua la Grande, reivindicaba las posibilidades de la lucha urbana.
Y era esto un nuevo síntoma de reajuste: la ortodoxia foquista que desechaba este tipo de lucha, abría paso a una variable. Infinitos intentos y reacomodaciones se irían dando en un proceso largo como este, difícil y penoso. La cosa se iba aclarando, buscaba un nuevo orden, su forma; hasta que alcanzara características propias y definitivas. Para Juan, con la muerte del Che, la revolución había sufrido una suerte de paro cardíaco; o los ahogos del parto. Pero ahora se escuchaban otra vez las pulsaciones, la cadencia de una respiración.
Caminaron por el malecón y la noche era tibia y equilibrada. Juan partía hacia Brasil a fines de la próxima semana. Antes pasaría por Europa arreglando algunos asuntos de publicaciones; mujer e hijo quedaban allí, a buen recaudo; él entraría con documentación falsa, clandestinamente. Tenía ganas de volver, aunque no era fácil el destino que lo esperaba. Estaba un poco cansado de andar de aquí para allá, siempre lejos de su gente; sin embargo ya no podría cambiar de vida. Y, aunque pudiera, nunca elegiría otra cosa.

XXXV El último amor

Recién se enteró de que los invitados habían regresado de Isla de Pinos, cuando entró al comedor y los vio. Gaspar-que había regresado antes- quiso hacerle lugar en su mesa, pero Mateo le agradeció, ocupando una de las pocas que habían quedado libres; antes de hacerlo tuvo que ir, prácticamente mesa por mesa, saludando a todos. Un momento después de haberse sentado entró Isolda vestida de blanco. Se detuvo, sonrió a todos y miró como si buscara a alguien; cuando divisó a Mateo, se encaminó directamente hacia donde él estaba.
Comieron juntos, luego se acercó Hadad proponiendo ir al cine. Después del cine tomarían algo en "El Gato Tuerto". Con el ruido que había en el lugar no se oía nada y ella le debía acercar su boca para hablarle. A Mateo le gustaba que se dirigiese especialmente a él, sentir el calor de su aliento. Cuando regresaron al hotel, Hadad invitó a tomar un café en su cuarto, pero ella se disculpó; también Mateo. Hadad se quedó charlando con unos amigos que se habían sumado, primero en el cine, luego en el bar y, finalmente, en la puerta del hotel.
Estaban llegando a su piso y Mateo le propuso tomar un trago en su cuarto. Aceptó. Isolda estaba sentada a su lado en un sillón amplio; él llenaba las copas. Hablaban poco; movieron el hielo, miraron la bebida apenas amarilla, hasta que se vieron. Isolda bajó los ojos y mirándolas le dijo: "tienes lindas manos"; las tocó apenas. Un momento después habían comenzado a besarse.
Hicieron el amor, con la serenidad y la armonía de los viejos amantes. Esta confluencia inicial, los sorprendería y terminaría conmoviéndolos. También surgieron los primeros problemas: ella regresaba en pocos días; habían estado juntos una cantidad de semanas y, recién ahora, cuando tenían que separarse -ella no podía postergar ese viaje ni él adelantarlo-, se encontraban. Las cosas eran así, pensó ella; otra vez la escisión, pensó Mateo.
Se verían en París, claro; a lo mejor podían estar juntos un par de semanas y después se iría viendo. Era prematuro hacer planes, aunque cada uno tenía la sensación de nunca haber amado tanto. Se contaron sus vidas; trataban de no omitir defectos, de mostrarse sin artificios; harían todo eso aunque no supieran bien para qué lo hacían, a dónde podían llegar: vivían en países lejanos que, por una razón o por otra, no estaban en condiciones de abandonar.
"Sos el último amor de mi vida", dijo Mateo y ella le preguntó por qué decía semejante cosa; "porque lo dijo Hemingway", aclaró riendo. Isolda insistió un poco insatisfecha con la explicación y él entonces no supo qué decirle. Es que a lo mejor ella era el primer amor de su vida, y por eso le parecía el último. Pero esta interpretación le sonó excesivamente romántica, y no se animó a comentarla.
Esa mañana caminaron por el malecón; por la tarde Mateo tuvo instrucción y, cuando volvió al hotel, ella corrió a sus brazos. Por la noche anduvieron por La Habana Vieja y se sentaron a tomar un trago frente al Capitolio. Mateo recordó al muchacho que lo esperaba sentado en un banco con un libro rojo, durante un ejercicio. Pero el paisaje estaba totalmente cambiado con la noche; los bares pegados, uno al lado del otro, habían entrado en acción y los boleros de cada orquesta se mezclaban con el bolero de la orquesta vecina; también las voces agudas de los cantantes.
Isolda estaba hechizada con esos restos de bajo fondo que iban quedando en la ciudad que se transfiguraba: hilachas de un garito en reversión, de un prostíbulo en desuso, en el que se va quedando la última clientela. A la mañana siguiente, todos salieron hacia Trinidad, Santa Clara, Playa Girón y otros lugares del interior de la isla. Mateo se unió al grupo aunque volvería con ella antes que los demás: Isolda tomaba su avión en tres días y Mateo no podía dejar por más tiempo sus obligaciones en La Habana.
Esa mañana cuando se despertaron, ya todo el mundo estaba en pie; Mateo debió hacer malabares para salir de la habitación de Isolda sin que nadie los viera. Pero los vieron. Durante el viaje siguieron los papelones, porque disimulaban mal y se quedaban mirándose a los ojos, o Isolda lo besaba sin advertir que estaban con otras personas. La cosa fue tomando un paulatino estado público, sin escandalizar a nadie. Sin embargo Isolda sostenía divertida que "nos van a casar", burlándose un poco del puritanismo socialista.
La noche que regresaron de Trinidad, pasando por Santa Clara, la ciudad heroica, durmieron en la habitación de él. Al día siguiente, se quedaron en la cama toda la mañana; Mateo había abierto las grandes ventanas que daban sobre e1 mar. Toda la luz del trópico cayó sobre su cuerpo desnudo. Esa noche era la última.
Se reunieron a la tardecita en la "Bodeguita del medio", después de los ejercicios. Juan Puebla cantó temas que les parecieron muy tristes. Esa noche él la ayudó a hacer las maletas, ya la mañana siguiente la acompañó hasta el automóvil que la llevaría a Rancho Boyeros.
Gaspar subió al mismo vehículo; viajarían juntos. Ella bajó el vidrio de la ventanilla y asomó la cabeza: "te espero en París". Sí, en París. Se quedó solo un largo rato en la puerta del hotel, viendo cómo el automóvil se alejaba por Rampa, incluso no se movió hasta mucho después de que hubiese desaparecido. El resto de invitados que iban quedando, incluido Hadad, se marcharían en menos de una semana.

XXXVI Fellini

Cachito empezó a sentir la sensación de estar molestando. Los mecánicos en ningún momento se lo dieron a entender, pero resultaba obvio que tenían que andar sorteando a cada rato su persona -"su bulto biológico", como llamaba Emma al cuerpo humano. En ese momento le estaban sacando las ruedas porque el Gran Maestro Mecánico quería ver un detalle en el tren delantero; lo observó agachado, hizo rotar una pieza mínima y, con un gesto, dio la orden de armar de nuevo.
Perico miraba la tarea silenciosa de los hombres, como si entendiera algo del asunto; pero, a pesar de su ignorancia técnica, era conveniente estar allí: por un lado era el ojo del amo, por el otro, al mostrarse solidario con su gente, levantaba la moral del equipo, consecuentemente el rendimiento. "Es un problema de utilidades", había aprendido a decir de su hermano.
Chiqui preguntó, primero a Perico, luego a Cachito, si no se aburrían. Ninguno le contestó y ella siguió sentada en la banqueta de los cronometristas, mirando con aire distraído hacia la pista vacía, las tribunas atestadas de gente. Estaba de mal humor, la enervaba una carrera tan larga
Duraba exactamente 24 horas. La primera vez que se hizo había sido ganada de punta a punta precisamente por Perico. Claro que su victoria fue "a la argentina", es decir moral: llegó de cola porque la marcha atrás era la única que le funcionaba; y lo descalificaron. Ya no quedaban corredores de aquella primera carnada; todos fueron dejando (eran mayores que él) y él quedó solo (el único), rodeado por los representantes de las nuevas promociones; "los muchachos".
"La lucha en estas carreras -explicaba con aire doctoral Perico- es contra el sueño". Y no solamente el de los corredores, sino también el sueño de los mecánicos: una tuerca mal ajustada podía ser fatal. Y era absolutamente cierto aunque nadie, con seriedad, pudiera tomar en serio estas afirmaciones. En ese momento lo iban a reportear para la radio; decían cosas como que era el hombre que más prometía en las pistas europeas, el sucesor de Fangio: Y aquí tenemos a Perico Pereyra, que no está solo porque lo acompaña como siempre su encantadora mujercita: Chiqui, ¿se pone muy nerviosa cuando corre su marido?" Le iba a contestar que lo que la ponía nerviosa eran las largas esperas, pero prefirió inventar que estaba nerviosa hasta la largada. Y era cierto.
Y Perico, ¿cómo se sentía Perico ante la perspectiva de andar metiendo pata durante veinticuatro horas seguidas? ¿Feliz, verdad? Bueno, mire, el coche anda bien, Ricordi, usted lo vio; ayer lo estuvimos probando y respondió, así que yo pienso que todo va a caminar, si Dios quiere. Cómo anda con la nueva tapa del carburador. No se imagina, Ricordi. Ahora nos gustaría, antes de terminar, que Perico cuente para nuestros radioescuchas, cómo es su estado físico después del accidente en la "Vuelta de Bragado". Óptimo.
Media hora después montaba a su máquina saludando con un gesto lento de astronauta. Chiqui, sentada siempre en la butaca del cronometrista, sonríe y le tira un besito; incluso piensa: "cuidate querido", pero sin mayor énfasis. Largan y sube acompañada por Cachito a la terraza de los controles; los coches ya andan lejos y toman infinitas curvas, como si enhebraran una aguja. Chiqui distingue con alborozo el coche amarillo de Perico, pero el alborozo se convierte en grito cuando la máquina hace un doble trompo y los que vienen detrás la esquivan a duras penas.
"Perico, Perico", grita Chiqui y todos se dan vuelta a mirarla. Alentada por el éxito -el peligro real ya ha pasado- sigue haciendo aspavientos. Cachito no sabe dónde meterse. "Vamos a tomar algo", balbucea, y cuando están bajando las escaleras todo el mundo corre contra las alambradas opuestas al palco central.
Una columna de humo se eleva a los lejos. "¿Es Perico, es Perico?", pregunta gritando otra vez Chiqui; no es Perico, aclara un experto vestido de mameluco que escucha la radio, y agrega: "el fuego es malo".
Las ambulancias y los bomberos corren de un lado a otro, sin ningún sentido aparente. Las primeras noticias eran en cambio precisas, pero siniestras: el piloto se había quemado piernas y genitales, el acompañante estaba muerto. "Ojalá que Perico no se entere: son muy amigos". Una ambulancia venía del lugar del accidente, pero siguió de largo: llevaba el cuerpo -"el bulto biológico"- del acompañante. Luego pasó otro, con el piloto.
Los corredores que se habían detenido a arreglar algún problema, se fueron juntando con los mecánicos formando un grupo numeroso que cuchicheaba, la carrera se había suspendido momentáneamente y recomenzaría enseguida. Los murmullos se diluyeron, el silencio era impresionante, hasta que uno de los corredores no pudo contener el llanto que saltó como una clarinada. El silencio fue inmediatamente recobrado.
"Vamos, esto es patético". Sí, lo era; ella quería dar una vuelta. Prefería salir de allí, reparar los nervios. La carrera había recomenzado. Subieron al auto de Cachito y dieron una vuelta; luego se detuvieron por allí, por la avenida General Paz y ella lo besó: "¿te parece que es vida ésta que yo hago?". Un rato después estaban en una hostería.
Ella ahora se disfraza con una sábana y se pinta los ojos con lápiz de labios color salmón; se enreda el pelo como una egipcia: "¿a vos no te gustaba disfrazarte cuando eras chico?". Sí, le gustaba. Por qué no jugaban entonces a que él era un viajante y estaba por dormirse en un hotel del interior del país. Debía sorprenderse con su entrada y preguntar quién era.
-¿Quién eres?
-Ya lo sabrás, forastero.
-¿Has venido a matarme?
-Yo no hago la guerra, hago el amor.
-Habías sido una prostituta y yo que pensé que eras una diosa.
-Ermanesa, la cortesana de Corintia, consideraba a la prostitución como una profesión sagrada.
- (¿De dónde sacaste eso?)
-(Me lo contó un pajarito).
-(¿Cómo se llama?)
-(Ega).
-Como puta, has consagrado tu vida a la divinidad.
-Algo así.
-Demuéstramelo.
-Haré milagros.
-Ven aquí.
-Antes deposita cinco mil pesos.
Cachito se levantó, buscó su billetera y sacó un papel de cinco mil pesos; los dejó sobre la mesa de luz. Ella lo guardó en su cartera y dijo: ‘Ahora verás", desapareciendo por la puerta del baño. Al rato entró sigilosamente: había emblanquecido todo su cuerpo con talco y llevaba la sábana envuelta en la cabeza como un descomunal turbante. Sus cabellos le cubrían la totalidad del rostro yen su vientre había pintado un feto, con anteojos de corredor. Cada rodilla se había convertido en la máscara de la tragedia y la comedia y su sexo estaba rodeado de flores carnívoras y aves de rapiña, de allí dentro emanaba una chalina de seda, arrastrándose como una larga cola. Su cuerpo era hermoso todavía; segura de su impacto, levantó un brazo marcando el abismo por el cual rodaba una piedra de fuego, como un sol: su seno. El otro era azul como la bóveda celeste, pero un balazo le hacía manar sangre por un orificio dibujado con perfección.
"Pintás bien", elogió Cachito y ella confesó que era lo que mejor hacía.
-Ahora tenés que pintarte vos, porque si no, la nena no juega más.
-¿Cómo se llama este juego?
-Fellini.
¿Quién te lo enseñó?
-Ega.
Cuando regresaron, todavía faltaban cuatro horas para que terminaran las carreras; recién comenzaba a amanecer. El Gran Maestro Mecánico dormía.

XXXVII "Seco y enfermo"

Esa tarde el dirigente no tuvo mayores razones para quejarse: había ganado. No mucho, pero había ganado. Iba a cobrar a la ventanilla, para después jugarse otros boletitos, a lo mejor toda la ganancia: era la última carrera. Más allá, bramaban, gritan los chicos de la popular; de la "perrera". Conocía eso, después de todo había sido suboficial. Todavía no era obrero, y mucho menos dirigente.
No supo por qué, en ese momento, se le cruzó la frase de Gardel: "No hay que avivar a la gilada".
Cobró los boletos, y se distrajo pensando en la entrevista que tenía que programar con el Presidente de la República. Había conocido a varios, por lo menos a cinco. Finalmente, el más divertido fue el viejito, como le decían. Pobrecito: le atribuían cada historia que eran de novela, algunas ciertas: el Presidente, de espaldas, mirando por la ventana que daba al puerto.
Ellos entran y él siente los pasos que se acercan, pero calcula que es un ordenanza. Mira hacia el puerto, los guinches que dificultosamente enganchan los fardos, metiéndolos en la bodega para que se los lleven. A ellos no iban a llevárselos por delante como al viejito, porque finalmente tenían el apoyo de los militares.
Nosotros no somos ni caudillos, ni tenientes. Somos la clase trabajadora. A su lado pasó una chica que le vio cara conocida y lo miró. A su vez miró a una chica que también tenía cara conocida: alguna revista de esas que compra su mujer. "Enriqueta", es el nombre; y si no es ése será otro parecido.
El Presidente está de espaldas y sigue pendiente, mirando por la ventana que da al puerto; ellos entran y él escucha pasos del presunto ordenanza. "Lo enganchó" comenta refiriéndose al guinche, sin pensar en la delegación que se le acerca, atento a la maniobra más que a los asuntos de Estado. Cuando advierte que son ellos, se recompone.
Qué hubiese sido del sindicalismo sin él. El Presidente no tenía idea de todo esto. Pero sin él se los hubiesen tragado los gorilas; o los bolches, como quisieron hacer con el MUCS. Contó el dinero, y se fue a la ventanilla dos: me gusta el nombre, "Providencia".
Pelear en dos frentes: contra los extremistas y contra los gorilas: siempre en el medio, equilibrando, evitando que todo se vaya al carajo. Y todavía salen con eso de que yo lo maté; cómo lo voy a matar si era como un hermano. A lo mejor se cruzó, pero quién puede saberlo; a veces sueña con esa noche, con la confitería. El revuelo, los tiros; uno, dos cuerpos que se vienen abajo. No puede olvidar esas calles de Avellaneda, cuando viajaban llevando al herido, olvidando al muerto -de los otros- que había quedado allí.
Compró los boletos, pensando en la cara que pusieron los tipos cuando lo vieron entrar con el cuerpo; y ese velorio tan desgraciado, con la mujer del viejo mandando coronas. ¿Quién sería el que las volvía a poner, cuando nosotros las mandábamos sacar? Mala vida le dio esa mujer; pensar en ella, dan ganas de ahorcarla.
No sé qué manía es esa de meter a las mujeres en estos líos: uno no sabe cómo manejarse con ellas. Lo que ganaron es la división del movimiento: romper la unidad. Y unidad es flexibilidad: dos centrales son más peligrosas que una: sin unidad no hay paz social.
El caballo era igualito a Felipe Valiese. Lo miró, eran realmente parecidos.
Mañana: "Señor Presidente". Sería prudente "Mi general": hay que meterle en la cabeza que ya no se aguanta más. ¿Qué pueden hacer los dirigentes? Si organizan otra Resistencia van a tener problemas. El problema es inculcar la paciencia, si no la alternativa será la guerra civil.
Es muy difícil para un general ponerse en el lugar de un obrero: largaron. Que entiendan los riesgos que están corriendo. De ancas parece el mejor, aunque tenga ese parecido y resulte absurdo que un hombre se parezca a un caballo.

XXX VII Memoria

Ingrid fue al aeropuerto, estaba desconsolada. Marcos no quiso seguir mirándola así y se hundió en el asiento sin decir una palabra: recién cuando pasaron dos horas de vuelo comenzó a dar señales de vida. Mateo se había quedado toda la noche charlando con Federico, así que también dormía en los primeros tramos del viaje.
Durante la tarde había estado con Carlos, y a las cinco de la mañana, cuando llegó el momento de hacer las valijas, Federico tuvo que ayudarlo porque no sabía por dónde empezar. Tenía ganas de ver a Isolda, de volver a su país, pero no se decidía a hacer las valijas. Tenía la sensación de ir dejando soles no constituidos, universos en gestación. Con Federico quedaron en verse aunque no supieran precisar en qué momento, en qué lugar. En pocas semanas Federico se instalaría en Argel y esta ciudad "queda un poco a trasmano", dijo Marcos.
Abrió los ojos: no sabía cuánto tiempo había estado así, como aletargado. Muchos pasajeros dormitaban; prendió su luz y sacó otra vez de su bolsillo la carta de Sara. Encontró o buscó el párrafo donde le hablaba del chico que habría sido alumno de Gaspar. Explicitaba lo que Gaspar había insinuado y sintió otra vez un swing de derecha que golpeaba la arista de su pómulo izquierdo. Por instinto, eludió una nueva derecha y cerró los ojos, no quiso ver más mientras caía sobre él una lluvia de golpes, básicamente en los riñones; se encogió cubriendo la cara y el estómago, intentando todavía algún juego de cintura, aprovechar cuerdas, hasta que suene el gong y abra los ojos y se pueda ir al rincón.
Retomó la carta, saltando párrafos confidentes; sinceridades. Buscó noticias de los amigos: Albertina trabajando para la CGT de Paseo Colón. Se la veía con un tal Víctor que nadie sabía bien de qué jugaba. Sara hablaba también de su enfermedad, de su convalecencia: ahora se sentía muy bien. De Palenque nada nuevo -bondades, disposiciones-; travesuras de Emma, impiedades. Ega, sillón de ruedas. Midas y Cachito. Ismael, Simón: impotencias. Amigos lejanos.
Se habían levantado a tomar algo en el bar del avión, y en eso Mateo lo mencionó; se hizo un silencio breve en el que todos se miraron y se arrimaron, formando un pequeño círculo a partir del lugar en que estaba sentado Mateo. El propósito era conocer "la verdad de las cosas". Y terminado el revuelo que hicieron para acomodarse, Mateo miró a Marcos, a Pablo ya Lucas, recordando a Juan. Y Mateo habló. Y dijo que había estado en la isla antes de partir hacia Bolivia; y que estaba alegre de partir, rodeado por sus amigos más íntimos. Y sonreía, como era su costumbre, con su sonrisa, para que no lo confundieran: algunos apenas pudieron reconocerlo, así como estaba: calvo, con los rasgos disimulados para el enemigo. Uno de sus compañeros no pudo verlo de esta manera, tan extraño de aspecto, y tuvo que irse. Luego se despidieron de él, sin pensar en la posibilidad de que nunca más volverían a verlo. Después, recordó Mateo, a partir de ese momento se llegarían "a él todos", para abrir "el sentido, para que entendiesen".
Volaban sobre el Atlántico Norte; el agua seguramente estaría muy fría. Pero dentro de unas horas llegarían a Europa, donde también hacía mucho frío.

*ONGARO, Raimundo "Sólo el pueblo salvará al pueblo" . Edición "Las Bases". 1974. Los textos aclaratorios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

         

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