LOS PASOS PREVIOS


CAPITULO SEPTIMO

PROLOGO

INTRODUCCION

CAPÍTULO PRIMERO
I Estado de asamblea
II La Paz
III Interferencias
IV Los cómicos y el dinero
V Gauchos y lagunas
VI Las buenas maneras
VII "Sombrero negro y chalina"
VIII Luz y sombra
IX Fábulas, cariños
X Mala suerte

CAPÍTULO SEGUNDO
XI Noticias
XII Las cosas se complican
XIII La conversación
XIV Nueve de cada diez
XV Rabelais
XVI La cucha

CAPÍTULO TERCERO
XVII Esas casualidades
XVIII Linda sorpresa
XIX Mamá
XX La gaviota
XXI En el aire
XXII Un cafrcito
XXIII Funerales
XXIV Técnicas
XXV Testigos
XXVI Picardía y peligros
XXVII La ausente
XXVIII Baldazo de agua fría

CAPÍTULO CUARTO
XXIX El discurso del método
XXX Pena mulata
XXXI El método
XXXII Primera vista
XXXIII Changó
XXXIV Los latidos
XXXV El último amor
XXXVI Fellini
XXXVII "Seco y enfermo"
XXXVIII Memoria

CAPÍTULO QUINTO
XXXIX Frías comunicaciones
XL Pasado y futuro
XLI Un americano en París
XLII El espejo
XLIII Austerlitz
XLIV La última cena
XLV Yunta
XLVI La carta
XLVII Diálogo
XLVIII Dom Perignon

CAPÍTULO SEXTO
XLIX Pianissimo
L Transfiguración
LI Camus
LII Siguen las casualidades
LIII Danubio Azul
LIV Cachondeo
LV No ocurrirá
LVI Adiós

CAPÍTULO SÉPTIMO
LVII Severo se confiesa
LVIII Lagardere
LIX Invasiones inglesas
LX Presumido
LXI Prueba de fuego
LXII Guardaespaldas
LXIII Dulce de leche
LXIV Grandes almacenes
LXV Caída
LXVI Huida

EPILOGO

CONCLUSION

En octubre de 1968, la huelga petrolera estuvo a punto de ser detonante de la gran explosión popular que sólo estalló siete meses más tarde. Casi simultáneamente se desataba en la provincia de Santa Fe el largo y virulento conflicto de Electrocolor, que empezó con el despido de 450 obreros y terminó con tiroteos en que varios trabajadores cayeron heridos por la policía.
La dictadura movilizó todas sus fuerzas en este mes crítico. El 10, un acto en apoyo de los jubilados fue violentamente reprimido por la policía de la Capital; hubo cien detenidos. La Jornada en Defensa del Petróleo, realizada el 15, provocó actos- relámpago en Capital, La Plata y Rosario, con treinta detenidos. El 17 de octubre Jerónimo Remorino decidió a último momento suspender los actos programados, que la CGT rebelde realizó de todos modos en Plaza Once, La Plata, Rosario y Tucumán; hubo más de un centenar de detenidos.
Entretanto el secretario general de la Federación del SUPE, Adolfo Cavalli, elegía al "Reporter Esso" para exhortar a los petroleros en huelga a que volvieran al trabajo, y el 22 de octubre publicaba una solicitada que ha quedado como el paradigma de la traición sindical. En ella califica a los huelguistas de "caprichosos", "irresponsables" y, finalmente, de "comunistas".
El mismo Raimundo Ongaro asistía en Mendoza a la reunión del secretariado del SUPE que declaró la huelga en apoyo de los trabajadores de Ensenada. Apenas Ongaro emprendió viaje a Comodoro Rivadavia, el paro fue levantado a cambio de un plan de viviendas por 680 millones de pesos apresuradamente adjudicado al gremio por el gobierno provincial. Puede afirmarse que en ese momento se perdió la huelga petrolera y el responsable de aquella defección, Juan Carlos Zamora, tiene un lugar ganado junto a Cavalli.
Comodoro cumplió su compromiso realizando el paro de 72 horas decretado en asamblea por tres mil votos contra dos. Pero no bastó. La defección de Mendoza arrastró a los indecisos de otras seccionales y la huelga petrolera entró en esa etapa heroica y desesperada en que sus hombres se mantuvieron sin ninguna esperanza de vencer. Esto mismo, sin embargo, ya era un anticipo de lo que más tarde ocurriría en otros lugares del país.
Por esos días el escritor Norberto Habegger publicó en la revista "Víspera" un reportaje en que Ongaro expone su fe revolucionaria. Este es el texto, ligeramente resumido:
-¿Quiere decir que la CGT no plantea meramente un programa de reivindicaciones salariales?
-Así es. Hemos levantado un programa común a todos los hombres que luchan por la liberación. Además, si nunca una organización sindical debió ser puramente profesional y limitarse a las necesidades del oficio o de las obras sociales, en momentos como éste, se hace más imperativo romper la vieja estructura en que la quisieron encadenar los sindicalistas reformistas y conformistas y darle a la organización sindical su verdadero sentido: luchar por todos los problemas que afectan al hombre y al país y no simplemente por aquellos que satisfacen a una parte del país.
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-¿Hay que utilizar entonces todas las formas de lucha, incluso las ilegales?
-En estos momentos no hay lucha legal, pues la única manera de transformar todo el armazón en el cual nos tienen sometidos, es utilizar todas las formas de lucha, sin que ninguna sea mejor ni peor; todas son buenas, cuando son eficaces; es decir, nosotros no le damos en este momento una categoría de mejor o peor a una u otra forma de acción, más bien todas son buenas, no hay que descartar ninguna, prepararse para todas. Además no hay que engañarse, hace mucho que sufrimos la violencia en forma sistemática. Los pueblos no son mansos ni pacíficos, aunque hoy no dispongan de los mismos medios contundentes que usan las minorías, pero tarde o temprano, la ira y la indignación popular, contenidas obligadamente de una u otra forma, van a estallar. De manera que el problema de la violencia o no violencia no es un problema filosófico, sino la respuesta angustiada que hoy tienen las mayorías populares.
-Su planteo evidentemente es claro. Sin embargo, la CGT de los Argentinos, aunque significa un hecho político muy importante, en sí misma no es una organización revolucionaria. ¿Entonces...?
-Por cierto que no. Lo hemos repetido muchas veces y también en el periódico, que la CGT no pretende ser una organización revolucionaria, porque incluso las formas superiores de organización revolucionaria nunca pasaron por el sindicato y en estos momentos la más auténtica de las formas de lucha revolucionaria no se está cumpliendo en ningún lugar de nuestro país, es decir, la existencia del brazo armado. Además, sería una actitud un poco pedante que algunas de las organizaciones que tienen voluntad y aspiraciones revolucionarias creyeran que por este simple hecho son revolucionarias. Asimismo, en la presente etapa, las distintas instituciones son políticas, aunque puedan tender a lo otro... Tenemos que tener claro, compañero, que la nuestra es una época de hacedores, sin despreciar a los teóricos. Es también una época de búsqueda. La revolución hay que buscarla y hacerla. En esa tarea estamos nosotros, llamando barrio por barrio, pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, junto a la juventud, los sindicatos, los estudiantes, los hombres de pensamiento, los artistas, los intelectuales, preparando las condiciones para que surja entonces la forma argentina de hacer la revolución. Hay que superar para ello las parcialidades y los sectarismos, buscar el encuentro de todos en la lucha.
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-Según hemos charlado hasta ahora coincidimos en que es imperativo un cambio de estructuras. Pero este proceso, ¿significa también nuevos valores, nueva cultura, el hombre nuevo, por ejemplo?
-No puede haber nada que merezca el nombre de revolución que no empiece por cambiar al hombre, que ha sido educado para formas de apropiación de sus semejantes, para formas de egoísmo exclusivista, y ha sido injertado en una sociedad donde el mercado, la concentración, la acumulación de bienes, el negocio de los mismos, en todos los niveles, incluso continentales, ha sido el objetivo fundamental. Por eso pensamos que debemos cambiar al hombre, los bienes deben ser comunes, sobre todo los de producción social; los hombres debemos ser administradores de los mismos, no propietarios, salvo de aquellos bienes de uso personal y familiar. La creación de nuevas estructuras permitirá ir creando nuevas y más auténticas formas de relación, para que los hombres vivamos como hermanos.
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Mientras la huelga petrolera se desgastaba sin apoyo, la secretaría de Trabajo y el vandorismo seguían arrebatando gremios a la CGT.A fines de octubre el secretario general de la Unión Personal Civil de la Nación, Saturnino Soto, hizo una última tentativa por salvar su sillón, retirando a su representante en Paseo Colón. No le sirvió de nada, porque igual fue intervenido. Entre tanto un golpe interno desalojaba al secretario general de Empleados Textiles y pasaba el gremio al colaboracionismo, cuando ya estaba redactado e1 decreto de intervención.
El daño mayor, sin embargo, fue realizado por las 62 Organizaciones, que lejos de enfrentar al gobierno empleaban la totalidad de sus energías para diezmar y hostigar a los que luchaban. Ceramistas, Obras Sanitarias, Calzado y Sanidad se alejaron invocando una disciplina partidaria cuyo verdadero sentido se conoció un año más tarde, cuando sus dirigentes postrados a los pies de Onganía contribuyeron a levantar el paro del 1 y 2 de octubre.
La consigna esgrimida era la famosa "unidad". La CGT de los Argentinos realizó entonces un supremo esfuerzo por orientar la resistencia contra la dictadura, aceptando conversaciones de unidad siempre que comenzaran con un plan escalonado de lucha que desembocara en un paro general por tiempo indeterminado. A los motivos existentes para ese plan de lucha, acababa de sumarse una nueva congelación de salarios impuesta por Krieger Vasena. Pero no era esa la unidad que buscaba el vandorismo y la propuesta no fue escuchada. A comienzos de diciembre, la heroica huelga petrolera estaba vencida. La CGT de los Argentinos realizó todavía un esfuerzo para movilizar al pueblo decretando para el 10 de diciembre un Día de Protesta, que no fue más allá de algunos actos-relámpago en el Gran Buenos Aires y Rosario. El 19 de diciembre, admitía el periódico "CGT": "El año 1968 termina con un país sepultado en el silencio y la derrota".
El 1 de Enero de 1969, Raimundo Ongaro y Ricardo De Luca suscribieron el siguiente texto:
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El año que acaba de transcurrir deja en nosotros y en ustedes un sabor amargo. Durante 1968 el imperialismo aumentó su penetración, la oligarquía consolidó su poder, las fuerzas armadas acentuaron su papel de custodia de una minoría rapaz adueñada por la fuerza de las riquezas y los derechos.
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Durante el año que termina, la CGT de los Argentinos llevó casi todo el peso de la lucha contra el régimen. Con mayor o menor fortuna, encabezó todas las movilizaciones populares, alentó la protesta estudiantil, convocó a su alrededor a las tendencias políticas revolucionarias, apoyó los conflictos de fábricas, publicó el periódico del movimiento obrero.
El precio que pagamos por estas actividades ha sido duro. En teoría el gobierno no intervino la CGT, pero en la práctica lo hizo. Nuestras organizaciones más numerosas están clausuradas: ferroviarios, portuarios, personal civil, petroleros de Ensenada y Comodoro, más de quinientos mil trabajadores carecen de sindicato. Otras se encuentran sometidas a un chantaje permanente, a la amenaza y la extorsión.
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En medio de circunstancias tan adversas no pretendemos dirigirnos a los trabajadores para desearles felicidad en el año nuevo. Esa felicidad es imposible mientras el sistema explotador capitalista no sea destruido hasta sus cimientos.
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A los cinco mil compañeros que cayeron detenidos en los actos gremiales organizados por la CGT, a los que fueron golpeados, desalojados, humillados, a las víctimas de la Ley 17.401, a los que padecen torturas en los calabozos del régimen les decimos: el sacrificio no será en vano, ustedes encarnan la dignidad nacional.
A los siete mil petroleros de Ensenada, a sus heroicos dirigentes, a los dos mil cesantes, a los que asumieron el papel más ingrato y peligroso les decimos: sentimos como propia esa derrota, pero estamos seguros que llegará la hora de convertirla en triunfo.
A los centenares de miles de desocupados, los millares de racionalizados y despedidos, a los que perciben el salario del hambre o no perciben ninguno, los que ven morir a sus hijos por falta de asistencia médica, los que no pueden mandarlos a la escuela, les recordamos: en este sufrimiento injusto se está amasando la liberación.
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"El silencio y la derrota" con que había concluido 1968, eran más aparentes que reales. En enero de ese año, un congreso de dirigentes políticos y gremiales peronistas reunido en Córdoba resolvía seguir luchando contra el colaboracionismo y el dialoguismo, encaramados en la dirección de Paladino (Remorino había fallecido) y en las 62. De Córdoba llegó Ongaro el día 14, rumbo a Bella Vista, donde debía asistir a un acto popular contra el cierre del ingenio que se realizó el 16. Secuestrado en el camino por policías tucumanos, fue depositado por avión en Bahía Blanca. Entre tanto el mismo 14 de enero empezaba en Buenos Aires la más larga y sacrificada de las huelgas. Provocada por Fabril mediante el despido de 47 trabajadores gráficos que luego serían centenares, su objetivo transparente era minar la propia base de sustentación de la CGT de los Argentinos. La huelga fue derrotada al cabo de varios meses, pero nunca se levantó. Ese extraordinario espíritu de lucha anunciaba lo que iba a producirse en todo el país a partir de mayo.
La CGT rebelde creció en esos enfrentamientos. Del mismo modo creció la campaña de desprestigio que se llevaba contra ella. El 28 de marzo, al cumplirse el primer aniversario del Congreso Normalizador, Raimundo Ongaro dirigió a los trabajadores un mensaje que respondía a las campañas calumniosas y constituía un paso adelante en el desarrollo del Programa del 1 de Mayo:
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2. El gobierno del general Onganía es la expresión acabada de ese sistema explotador. Dictatorial en su forma, gorila en su tradición, entreguista en su contenido, está más allá de las posibilidades de redención que algunos soñaron. Los trabajadores no olvidaremos ni perdonaremos el silencio a que ha querido reducirnos, la humillación de nuestras cosas más queridas, el odio que nos profesó.
La facilidad con que algunos hombres cambian de posición, los juramentos traicionados, el tacticaje funesto en que se diluyen indefinidamente las esperanzas del pueblo, obligan a repetir lo que ya debería ser conocido por todos:
Entre el general Ongania y la clase trabajadora no habrá pacto, no habrá acuerdo, no habrá reconocimiento, porque semejante pacto sólo podría celebrarse traicionando el sentimiento unánime de las masas en olvido de nuestros ideales, de nuestros muertos y de los que aún padecen la cárcel.
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No habrá pactos con los señores Aramburu y Alsogaray, no habrá trabajadores a espaldas de ningún cuartelazo de los que engañaron con bonos el hambre del pueblo y pusieron contra el paredón la dignidad nacional.
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Convocamos a la unión de todos los oprimidos para luchar contra la oligarquía, contra el imperialismo por la liberación nacional.
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"En la medida exacta en que nuestros cuadros directivos parecían desintegrarse, en que vacilaban las organizaciones visibles, en que huían los jerarcas notorios, recrudecían las luchas populares a que convocábamos", pudo sostener en agosto de 1969 el periódico "CGT".
Esta verdad incomprensible para el periodismo del régimen era la Rebelión de las Bases, que cobraba mayor vuelo a medida que la CGT de los Argentinos se desintegraba en su estructura formal. La ofensiva de las 62 Organizaciones para restar sindicatos a la central rebelde tuvo éxito. Al éxodo de Ceramistas, Calzado, Sanidad, Obras Sanitarias, Empleados Textiles, se sumó el de Portuarios, Telefónicos, ATE y La Fraternidad. El 4 de marzo el telefónico Julio Guillán era separado de su cargo de secretario gremial. El 19 de marzo, el dirigente portuario Eustaquio Tolosa, oportunamente indultado por la dictadura, visita a Ongaro en la CGT de los Argentinos, procurando una "unidad" que los hechos hacían imposible.
Entre tanto las bases obreras habían iniciado la formidable embestida que haría tambalear al régimen. El 9 de abril, la policía tucumana ejercía una sangrienta represión contra los pobladores de Villa Quinteros. Dos días más tarde, con la presencia de Ongaro, el pueblo de Villa Ocampo, en el Norte santafesino, desafiaba las balas y tomaba la Municipalidad obligando al intendente a renunciar.
El 12 de Mayo hubo actos populares en Avellaneda, Salta, Tucumán, Córdoba, Rosario, Santa Fe y La Plata. Ongaro habla en Paraná y a su regreso es detenido por dos días. La huelga de Fabril cumple cuatro meses.
El 13 de mayo, en Resistencia, la policía disuelve con gases y palos una asamblea estudiantil. El mismo día es ocupado en Tucumán el ingenio Amalia. El 14, en Córdoba, la policía ataca a los trabajadores de SMATA: hay cinco heridos de bala. El 15 es asesinado en Corrientes el estudiante Juan José Cabral y se desencadena la gloriosa insurrección popular que dura hasta hoy. El 17 cae en Rosario Adolfo Bello. El país entra en un estado de convulsión: centenares de actos desgarran la famosa paz de Onganía. El 21, setenta mil personas ocupan Rosario y derrotan a la policía. Interviene el Ejército implantando la ley marcial. Un obrero de 15 años, Luis Alberto Blanco, es asesinado. Paro total en Rosario el 23. El 27 y 28 el pueblo de Tucumán se adueña de la ciudad: hay cuarenta heridos. El 30, paro general en todo el país. El 29 y el 30 el pueblo de Córdoba derrota a la policía, incendia edificios y vehículos de los monopolios extranjeros, resiste incluso al Ejército. Veinte muertos. Tribunales militares condenan a dirigentes obreros, entre ellos Agustín Tosco, secretario general de Luz y Fuerza de Córdoba. En Buenos Aires, Raimundo Ongaro es detenido junto con otros miembros del secretariado de la CGT de los Argentinos. Luego se lo pone en libertad.
La CGT de los Argentinos y las regionales del interior decretan un nuevo paro de 24 horas. Se procura la adhesión de los dirigentes de Azopardo, y llega a crearse una comisión de enlace. Los jerarcas dialoguistas y colaboracionistas dilatan las tratativas enfriando el partido. De este modo salvan la dictadura de Onganía, cuya caída era inminente a pesar de la liquidación de su gabinete. El 27 de junio cae asesinado por la policía el secretario de la Federación de Trabajadores de Prensa, Emilio Jáuregui, en un acto convocado en Plaza Once por la CGT de los Argentinos. El 30 muere Augusto Vandor, luchando contra el paro hasta último momento en complicidad con la secretaría de Trabajo. Se decreta el estado de sitio. Los últimos sindicatos de la CGT de los Argentinos son intervenidos y su sede es allanada. Raimundo Ongaro, Jorge Di Pascuale, Enrique Coronel y centenares de dirigentes obreros y estudiantiles son encarcelados.
El paro del 1 de julio realizado contra las direcciones de los sindicatos azopardistas, se cumple masivamente en el Gran Buenos Aires, así como en Córdoba y otras ciudades del interior, textiles, metalúrgicos, obreros de la construcción y de la carne -entre otros- han parado contra las direcciones de sus gremios, consolidando así la línea de Rebelión de las Bases, una de las principales banderas de la CGT aparentemente disuelta.
Entre tanto Ongaro escribe desde la cárcel:
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Tengo fe en que no durarán mucho las bofetadas, el cáliz amargo que llena de lágrimas la existencia de mis compañeros y hermanos los pobres. Ellos son los primeros llamados a sostener una revolución de amor, que lo será de cada hombre y de todos los hombres, la que nadie derrotará jamás.
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La liberación es una semilla de larga gestación en los siglos. Pero sus plantas, que ya comienzan a crecer, durarán muchos, muchos más centenios que los que tardaron para vencer las malezas.
-Por eso hay quienes estando muertos resplandecen en vida. Y también esos otros que han llegado muy alto en sus vivezas y usurpaciones pero que están insalvablemente muertos en nuestro corazón.
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-Estas cosas he querido decirles; pero todo lo que es mucho más importante falta. Porque si pongo todos mis saludos no llegarían. Pero todo tiene su curso. A la historia no la para nadie.
-Lo que me sobra es fe. Ansias de estar, junto al sudor de la conciencia, hermanado con los humildes. Ya fue dicho: los soberbios serán humillados y los humildes serán ensalzados.
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-Lo que me hace llorar es saber que son muchos los que llegaron a mi casa con su voz de aliento y viendo que faltaba el pan de cada día lo multiplicaron con su solidaridad. A todos ellos va mi criollo reconocimiento y a los que visitan el hogar de mis compañeras y hermanos presos.
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El 2 de julio, el Consejo Directivo de Emergencia de la CGT de los Argentinos afirmaba a través de un comunicado:
"Reafirmamos desde la clandestinidad nuestra decisión de continuar la lucha hasta lograr la ansiada finalidad que persigue el pueblo: la liberación nacional".
El periódico "CGT" afirmaba el 23 de julio:
"Libre de ataduras legales, la CGT de los Argentinos declara ante el país su decisión de ejercer hasta sus últimas consecuencias esa clandestinidad; de fomentar, de promover y ejecutar todas las formas de resistencia que aparezcan justificadas por el natural derecho de los pueblos a la libertad y la justicia: de derrocar en fin junto con sus aliados naturales, a la dictadura rapaz y corrompida, como etapa necesaria en la liquidación del régimen."
"El gobierno ha declarado fuera de su ley el movimiento obrero. El movimiento obrero responde declarando fuera de la ley al gobierno, pasibles de cárcel a los encarceladores, de represalia a los torturadores, de ejecución a los ejecutores» de destrucción a los bienes del monopolio extranjero, auténtico mandante de la dictadura".
Mientras tanto los últimos traidores saltaban el cerco. Cesáreo Melgarejo, presidente de la Fraternidad, alineaba a la dirección de su gremio en la Comisión de los 20 de Azopardo, primer paso para la CGT domesticada y oficialista. Otros dirigentes, sin llegar a ese extremo, se retraían de la lucha y salvaban sus sillones. Los límites del sindicalismo del régimen quedaban a la vista. Frente a eso la CGT de los Argentinos enarbolaba un Sindicalismo de Liberación, integrado en las luchas revolucionarias del pueblo. Raimundo Ongaro se refería al tema en este mensaje publicado por "Cristianismo y Revolución".
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Yo creo que en la segunda etapa de la CGT, como lo manifestara anteriormente, se van a tener que crear los cuadros militantes, donde lo mejor de cada pueblo, lo mejor de cada localidad» de cada fábrica, de cada empresa, pueda tener la movilidad suficiente» la capacidad de acción suficiente» el entendimiento suficiente como para poder operar en todos los terrenos porque hoy, cuando se está en época de resistencia, cierto tipo de acciones de masa, cierto tipo de acciones de protesta y manifestación (con la limitación que ello pudiera tener) se pueden hacer desde organizaciones como organizaciones sindicales, pero las organizaciones que puedan ser las capaces de tirar el sistema, que puedan ser las que dan el knock-out, que no ganan la pelea por puntos, sino que debe ser total, no pueden estar dentro del sindicalismo, porque si no prácticamente estaríamos encarcelando a las propias organizaciones. Por eso, esta segunda etapa, creo yo, que todos estos grupos revolucionarios, y los hombres, porque esta es una cosa de hombres, todos hombres revolucionarios, estén en el sindicalismo, en el estudiantado, en la juventud, en agrupaciones, tendencias, tendrán que encontrarse zonalmente, para desde allí crear las organizaciones de impacto, de respuesta, de acción, que puedan disponer de los medios y elementos necesarios para lo que significa en definitiva la toma del poder.
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El 8 de setiembre estalló en Rosario la huelga del ferrocarril Mitre, una de las más violentas en la historia del gremio. Provocada por el apercibimiento a un delegado, vengó de un solo golpe las humillaciones experimentadas durante dos años y medio de intervención militar, los once mil despidos y decenas de millares de sanciones y rebajas de categoría. A los huelguistas de la Unión Ferroviaria se sumaron todas las seccionales de La Fraternidad desoyendo las intimidaciones de Melgarejo que resulté pisoteado por las bases del gremio. Los trabajadores demostraron que eran los auténticos dueños del ferrocarril. Una ola sin precedentes de atentados -sin víctimas- contribuyó a paralizar el servicio disuadiendo a los funcionarios que pretendían correr algunos trenes.
Sobre esta huelga y respondiendo también a una provocación de Fiat Concord que pretendía despedir a 109 trabajadores, las regionales de Rosario y Córdoba declararon un nuevo paro de 38 horas.
En Rosario el paro del 16 y 17 de setiembre igualó, y en muchos aspectos superó, a las jornadas más combativas de mayo. Abandonando las fábricas en gruesas columnas los trabajadores ocuparon toda la ciudad, alzaron barricadas y derrotaron por segunda vez a la policía en violentísimos choques que se prolongaron tres días. El régimen estimé en cinco mil millones de pesos los daños sufridos por empresas monopolistas extranjeras. Volvió a intervenir el Ejército como último recurso para mantener el "orden" de la dictadura.
Desde una semana antes del "rosariazo" circulaba un nuevo mensaje de Raimundo Ongaro, dirigido a quienes en ese momento encabezaban las luchas populares, los trabajadores del interior. Este es el texto.
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Pero la liberación nacional no se hace en el papel ni en los estrados. Desde adentro de la tierra y desde abajo de las organizaciones, la está ganando el pueblo.
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El formidable sacudimiento que recorre todo el país no podrá ser detenido por la astucia, por la traición ni por la fuerza. Sobre la sangre de los muertos de Corrientes, Rosario, Tucumán y Córdoba, sobre la resistencia de petroleros, gráficos, ferroviarios, trabajadores de la carne, metalúrgicos, mecánicos del interior, unidos con los estudiantes, los movimientos populares y la Iglesia de los pobres, con los argentinos que sienten y viven el dolor de nuestra tierra se está constituyendo la unidad en la lucha.*

LVII Severo se confiesa

Estaba molesto, no porque no estuviese acostumbrado a los fotógrafos buscando siempre ángulos novedosos o ambientaciones "distintas"; ni porque las preguntas fueran sorprendentes, sino porque tenía ganas de hablar de otras cosas y con otra gente. "Bueno, no sé si usted querrá contestar a esta pregunta, pero realmente se ha producido una verdadera polémica con respecto a su edad".
-Año 1932, en Suipacha.
-¿Y no extraña el campo?
-No. Y no lo extraño por la sencilla razón de que yo no me he criado en el campo: Suipacha es una ciudad chica, un pueblo grande si quiere. No es campo.
-Claro, yo me refería precisamente a eso: a si no extrañaba la vida de pueblo.
-Para nada: la vida de pueblo es una cosa atroz.
-¿Por qué?
-Imagínese; primero que no hay mucho que hacer, aparte de enriquecerse, jugar a las cartas, acostarse con la mujer del prójimo, o que el prójimo se acueste con la mujer de uno.
-Es decir que nunca pasa nada.
-No, pasa; el problema es que pasa siempre lo mismo.
-¿Y aquí, en la Capital, sí pasa algo?
-Bueno, algo más. Mejor dicho, parece que pasa. En realidad tampoco pasa nada.
-Sin embargo, Buenos Aires es considerada una de las ciudades más grandes del mundo, un centro importante: algo debería pasar.
-Debería.
-¿No es que seremos muy poco nacionalistas? ¿Que no sabemos apreciar las cosas que tenemos?
-Mire, yo soy nacionalista, pero eso no quiere decir que me tenga que engañar. Por ejemplo en mi profesión ¿qué cosas se pueden hacer que no sean porquerías? Uno aquí está condenado al fracaso o a la mediocridad, como en Suipacha.
-No obstante, usted ha triunfado y ahora está en condiciones de elegir lo que quiere hacer.
-Hasta cierto punto: lo que realmente habría que decir en este momento, no me lo dejarían decir ni a mí, ni a nadie.
-¿Y qué es lo que quiere decir?
-Decime una cosa, ¿vos sos un periodista de "Radiolandia", o sos sencillamente un periodista de la cana?
-Si quiere, esto no lo publico.
-Entonces apagá el grabador. Ahora borrá desde el momento en que empezamos con el tema. ¿Realmente querés que te diga lo que hay que decir, vos no lo sabés?
-Sí.
-Entonces por qué querés que te lo repita.
-Porque me interesa su versión. Siempre se dijo que usted era un actor comprometido, un tipo lúcido. Tenía incluso una trayectoria. Me parece lógico que la gente joven, como yo, tenga interés en saber qué pasó, por qué cambió.
-Está bien. Es cierto, yo era un actor comprometido, pero me cansé. Me cansé de vivir como un muerto de hambre, por eso empecé a hacer cualquier cosa por televisión. Porque mientras yo me moría de hambre, cualquiera que tuviera una carita más o menos linda, se llenaba de guita.
-Yo lo conocí a usted en esa época y lo admiraba y ahora, discúlpeme.
-Cuando me admirabas, ¿se puede saber qué hacías?
-Quería escribir teatro.
-¿Y terminaste escribiendo para "Radiolandia"? Quien se vino abajo no he sido solamente yo; vos también te has venido abajo, me parece, y en menos tiempo.
-Algo de eso hay. Pero yo con "Radiolandia" me gano la vida, mientras tanto sigo escribiendo.
-Cuando me moría de hambre, era sincero, creía en lo que estaba haciendo. Cuando me cansé, también tuve la sinceridad conmigo mismo, de admitírmelo, ¿entendés?
-Entiendo.
-No entendés nada. Vos no podés entender lo que es cansarse; no quiero ofenderte, pero te quiero ver cuando tengas unos años más. Y especialmente si tenés talento, y ves cómo una manga de mediocres ocupan el lugar que te correspondería. Te quiero ver cuando empezás a sentir que los años te pasan por encima; cuando lo que tenés ganas de hacer, tenés que metértelo donde vos sabés.
-Así que para usted los únicos caminos que quedan son la frustración o la...
-. . .dale, decílo. Te lo digo yo, entonces: el otro camino que queda es la adecuación, es decir la claudicación, es decir, la alcahuetería.
Cuando se fue el periodista quedó muy nervioso; no entendía bien para qué se ponía a discutir esas cosas con desconocidos. Incluso, al final se impacientó con el fotógrafo: "a ver si terminás con las fotitos". Salió a caminar. Al rato andaba por Palermo, rodeado de gente; era domingo, además había un lindo solcito. Pero el día hermoso, los chicos y sus parientes, lo hicieron sentir más molesto. Es más, tenía frío; o ganas de hablar con alguien.
Cuando su padre cerraba el negocio, él se quedaba entre las paredes blancas, los azulejos brillosos de la carnicería. Y todo estaba frío, como si se convirtiera en carne muerta. La sangre helada que él podía palpar, comprobar su viscosidad sobre el mármol del mostrador; lo han limpiado mal, para irse a comer de una buena vez y dormir la siesta, dejándolo solito entre los ganchos, mirando ese chivito desollado, con aspecto de perro, que siempre dejaban afuera, olvidándose del pobrecito.
Tenía ganas de contarle todo esto a alguien; las épocas en que salía al campo; la bicicleta. Dios mío, andar en bicicleta; alquilaría una ahora mismo. Llegó hasta la puerta de un garaje donde había bicicletas amontonadas de todo tipo:
-¿Necesita algo señor?
-No, estaba mirando: gracias.
-¿Usted es e1 actor?
-No, soy parecido: siempre me confunden.
Se alejó; no tenían punto de comparación esas bicicletas mercenarias con las grandes bicicletas de la infancia; una Raleight, que le había regalado ese estanciero que, con los años, vino a enterarse que era pariente de Mateo. Y después la Bianchi -italiana, de media carrera-, con cambio de velocidad.
Hasta San Antonio de Areco se había ido con la Bianchi; antes había leído el libro de Güiraldes, pero lo que había sido el casco de la estancia donde sucedía la novela, era un museo con gauchos de cera, acodados por ahí, como en el teatro; tomando una ginebra, jugando al truco; un asco. "¿Qu’est que c’est ça, mamá?", había dicho don Ricardo Güiraldes cuando vino de Francia y vio la pampa por primera vez.
Era un chico y había vivido casi toda su infancia fuera del país aprendiendo a hablar en el extranjero. Pero estas intimidades las supo después, cuando hacía sus incursiones en bicicleta. En Buenos Aires, se había enterado, en Buenos Aires, la ciudad en donde todo empezó a cambiar para él; las bicicletas eran distintas, ensayaban catorce horas diarias durante meses hasta estrenar y hacer unas pocas representaciones, vivían prácticamente como monjes, hasta que todos terminaron hartos y dejaron de ilusionarse.
Tendría que volver al pago: era un extranjero en esa ciudad y, cuando volviera, a lo mejor ya sería demasiado tarde y en una de esas terminaba haciendo comentarios en otro idioma: "¿Qu’est que c’est ça, mamá?". Sí, se iba a mandar a mudar de allí, a Suipacha o cualquier otra ciudad: París, Madrid, total iba a ser tan ajeno en cualquiera de ellas como en Buenos Aires. Entró a un bar y cambió monedas para hablar por teléfono. Albertina no contestaba. Insistió, pero nada: seguramente había salido.

LVIII Lagardere

Lucas llegó inesperadamente; en Bolivia supo cómo había muerto el Inti. Se hizo entonces un silencio breve en el que se miraron y se arrimaron formando un pequeño círculo a partir del lugar en el que estaba sentado Lucas; querían conocer "la verdad de las cosas". Terminando el momentáneo revuelo que hicieron al acomodarse, miró Lucas a Mateo mientras ambos recordaban a Juan y a Marcos; y Lucas habló. Y dijo que no había muerto en combate, como hicieron creer, a consecuencia del estallido de una granada que él mismo había lanzado. Que la granada había rebotado sobre la pared de la casa en la que estaba escondido, explotando en el interior. Que todo eso era mentira, ya que la espoleta había sido encontrada en la calle, a quince metros de la habitación.
Que, entonces, sólo cabía una posibilidad: el asesinato. En efecto, dijo Lucas que lo habían capturado y que luego lo torturaron durante cinco días hasta que, al final, por impaciencia alguien le dio un culatazo, hundiéndole la base del cráneo. Y que así había muerto.
Recordó Lucas que, a partir de ese momento, se llegarían "a él todos", para abrir "el sentido, para que se entendieran". Y que así en vano no serían los martirios de "los que habían sido atormentados de espíritus inmundos: y estaban curados".
Rinaldi los encontró por casualidad una tarde en que tomaban una cerveza; pasaba, los vio y entró al bar en que estaban. Quería saber de Bolivia, mejor dicho verificar que los grupos de lucha habían sido desbaratados: "están mal", se Iimitó a decir Lucas. Cuando Rinaldi iba a insistir, entró Víctor.
Mateo se puso de pie y conversaron cerca de la mesa. Se fue enseguida y volvió a la mesa. "¿De dónde lo conocés?" preguntó Rinaldi, y Mateo le contó que se lo había presentado una amiga: Albertina, pero no la nombró.
-Tené cuidado.
-¿Por qué? ¿Es cana?
-No, pero la cana lo va a utilizar en cualquier momento.
Según Rinaldi -y dio datos precisos- el tipo era un loco que estaba desesperado por ser líder de algo, básicamente un jefe revolucionario: "Me pareció un tipo equilibrado". Lo era, con una buena formación política, incluso inteligente, pero loco. "Es un mitómano: se ha inventado una organización y hasta llega a enganchar gente; luego tiene que desaparecer porque no da abasto: la organización es él solo".
Mateo se sintió la persona más imbécil que haya producido la historia. Habló con Albertina: "Víctor jefe y único miembro de un movimiento fantasma", musitó. Sara, enterada, la miró con rabia. Todos habían sido estafados, la versión de Rinaldi fue verificada; lo que convenía era quedarse tranquilos por un tiempo, por si Víctor hubiese estado vigilando; luego buscar nuevas conexiones, pero más serias. "Las dos personalidades del jorobado Enrique de Lagardere", dijo Sara. "Folklore", dijo Mateo.

LIX Invasiones inglesas

Ese mediodía Mateo se levantó tarde y, cuando llegó a la agencia, se encontró con las novedades. El paro activo -con abandono de las fábricas- que se iba a realizar a partir de las diez, se había cumplido totalmente. Los obreros, a quienes se habían plegado los estudiantes, avanzaron sobre el centro de la ciudad de Córdoba y dominaron la situación; serían unos cincuenta mil hombres sobre una población de un millón de habitantes. Pero actuaban con el casi total apoyo de esa población que tiraba cosas a la policía, refugiaba gente, gritaba desde ventanas y balcones.
Se hablaba de una inminente intervención del ejército que iba a reemplazar a la policía impotente para controlar a la ciudad. El centro o "casco chico" como le llamaban, había caído, literalmente, en manos de los rebeldes que incendiaban un número elevado de negocios y oficinas, como así también automóviles y vehículos de todo tipo. Por todas partes había francotiradores -"francojodedores" como ellos mismos se autodenominaban-, provistos con resabios de los armamentos distribuidos en el año 1955, cuando el alzamiento victorioso contra Perón; ahora esas armas eran usadas contra quienes las habían repartido. También él había usado armas personales, de tiro o de caza. O simplemente piedras, escombros.
Después de las diez de la mañana, los grupos se iban concentrando de manera, se diría, armoniosa; como luciérnagas diurnas, atraídas por la luz que les proporcionaba cohesión. Tal vez el estallido de esa luz fuera por la acción inminente, o por la rabia acumulada en tantos intentos frustrados, en tanta pasividad maltratada que había culminado en esos años con la mediocre arrogancia del general Onganía. Alguien gritó algo precisamente sobre él y todos se rieron, aunque no prosperó la cosa de los gritos porque todo venía de otra manera: venía de caminar juntos hacia el centro. De avanzar.
La columna tenía ya varios miles de personas; un taxi pasó al lado de ellos bastante rápido. Sin embargo, algunos vieron en el interior del coche al secretario general. El vehículo se detuvo a unos doscientos metros, y de inmediato bajó el hombre a conversar con la gente que estaba ubicada en la cabecera; la columna también se detuvo. Discutían, hasta que, finalmente, el hombre pagó y despachó el taxi. La columna se puso otra vez en movimiento.
"¿Quién es?", preguntó uno y le explicaron quién era. Alguien agregó: "ese cabrón", pero otro dijo que no dijera eso: "Como no lo voy a decir si primero nos quiso parar a la salida de la fábrica y ahora de nuevo". Ahora marcha a la cabeza: "¿qué otro remedio le queda?", y la discusión quedó allí.
Del otro lado de La Cañada, comenzaba prácticamente el centro de la ciudad; allí los esperaba la policía bien pertrechada. Pero no estaban solos: otras columnas convergían de otras calles engrosando la que ya avanzaba sobre el puente. La policía, en cambio, retrocedía unos metros, abriéndose en abanico y preparándose para el ataque.
Un oficial los detuvo y se adelantó a parlamentar con alguien de la cabecera. No hubo acuerdo tampoco esta vez, y la columna siguió avanzando; cuando sonaron los primeros disparos de armas largas, la gente corrió hacia todos lados, pero avanzando y diseminándose por la ciudad. Algunos cortaron directamente la barrera policial; otros volvieron sobre sus pasos, para cruzar por otros puentes, rompiendo cordones policiales, dando rodeos, como fuera.
El ingreso al centro de la ciudad fue así diverso, pero poco después del mediodía ya estaban todos adentro. Distintos objetivos comenzaron a ser atacados; no se equivocaban en la elección, tampoco se molestaban en la tarea, como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo.
Algunos locales pertenecientes a empresas norteamericanas humeaban. También el casino de suboficiales del ejército. Los automóviles eran volcados y convertidos en antorchas que, a su vez, entorpecían el desplazamiento de patrulleros y carros de asalto de la policía.
Los amotinados no necesitaban vehículos, porque tenían las piernas para correr y para patear con rabia esa bomba lacrimógena que cae justamente a los pies de quienes la lanzaron obligándolos a desplazarse un poco para no caer bajo sus efectos.
Dos cuadras más allá, un pelotón de la policía montada desenfunda sus pistolas y carga contra un grupo que los acosa a pedradas desde una esquina; al ver el avance, nadie defecciona; por el contrario, llegan refuerzos -no muchos-, los suficientes como para no abandonar sus posiciones; arrecian las pedradas y la carga de caballería va perdiendo impulso. Los caballos son finalmente frenados, algunos vuelven sus grupas y huyen por primera vez en la historia represiva del país. Una muchacha que no tiene más de veinte años, salta de alegría y su camisa se le sale de los pantalones y flamea y brilla a la luz intensa de las primeras horas de la tarde.
En el casino de suboficiales, la fiesta declina. Ha sido invadida por la gente: la conduce alguien a quien pocos conocen y que, en pocos minutos, gana el nombre de Capitán Banderas. Ha entrado a la cabeza de su gente y, al rato, sale feliz, vestido con una chaquetilla grande para sus huesos mal alimentados desde varias generaciones atrás.
El Capitán Banderas vuelve a entrar y sale nuevamente luciendo otro uniforme; otros le imitan. Ríen, bailan hasta que la luz comienza a extinguirse. Los grupos se han ido enterando milagrosamente de las acciones de los otros grupos; la gente de los balcones -señoras y señores- siguen tirando agua hirviendo como hace más de siglo y medio, cuando las invasiones inglesas. Cualquier cosa tiran, hasta colchones que se enredan en las patas de los caballos, incordian a la policía.
Pero esta vez la cosa no es como aquella con los ingleses, contra extranjeros: aunque se portan como invasores, son compatriotas. Parecen extranjeros, eso es todo. Los bomberos, en tanto están sitiados en su propio cuartel; no pueden apagar así los incendios que se multiplican en las calles. Como hace horas que están encerrados, los estudiantes -fair play- les traen comida. Son masas muy finas y champagne confiscado en "La Oriental", la confitería más tradicional de la ciudad.
Hay un poco de pillaje, eso es cierto, pero no mucho y a nadie le importa y a casi todos les parece un acto de justicia. Pero de ese presunto pillaje, también surge la solidaridad: alguien ha quemado todos los pagarés archivados por una agencia de ventas de automóviles: han convertido a muchos deudores en pequeños propietarios de un solo golpe.
Un señor grueso pasa cerca de una vidriera; tiene un aspecto de funcionario y advierte que la vidriera está semidestruida, aunque todo un enorme trozo, merced a esos milagros del equilibrio, permanece aún en pie. Sin dudar y casi sin cambiar de actitud, la toca apenas con el talón y todo se derrumba sin que el hombre se inmute.
Las luces se aquietan y la ciudad entra en las penumbras; es el crepúsculo. El "angelus", pero nadie tañe hoy las campanas ni reza las oraciones en la ciudad originariamente clerical. Han aparecido los francotiradores por todas partes, dispersando los restos policiales que todavía se atreven por las calles: un hombre se parapeta correctamente y comienza a tirar contra las ventanas iluminadas de la Jefatura de Policía; en el edificio se ven obligados a apagar las luces; el hombre se va, se ha quedado sin balas, pero nadie se entera: toda la noche esperan que reaparezca.
En el comando del ejército, hay bastante indecisión. Su jefe se niega a actuar porque teme pasar a la historia con una mala imagen -opinión de un estudiante de sociología-, pero no hay otro remedio. El segundo jefe, con serenidad, como un torero, viste su uniforme de campaña y da las primeras órdenes: básicamente hay que retomar el control de la ciudad, producir el menor número de víctimas posibles, no irritar a la gente, reducirla sin escándalo.
Las primeras tropas ingresaron a la zona comprometida con las últimas horas de la tarde. Un par de secretarios generales de los gremios más poderosos de la ciudad buscan refugio en alguna casa. Consiguen la más segura, donde no irán jamás a buscarlos: el prostíbulo de mejor rango. El dueño de casa se porta como un verdadero anfitrión: ha desalojado previamente a las putas, sirve un trago, ofrece comida.
La zona del centro se convierte en tarea relativamente fácil para el ejército: está vacía. Pero los francotiradores -los "francojodedores"- tienen en jaque a los soldados que se sienten progresivamente inermes y atemorizados. Algunos oficiales dan muestra de heroísmo y se pasean, garbosos como deidades, entre los tiros.
Y esto les da animo a "los muchachos" ,soldados accidentales, chicos que sólo cumplen con el servicio militar; claro que una cosa es estar bajo bandera y otra es estar bajo los tiros imprevistos de algunos que por allí andan, encaramados a las terrazas, y abren fuego sorpresivamente.
Algunos cuerpos caen entre los techos, otros se escurren con toda impunidad para reaparecer en otra parte o irse tranquilamente a dormir. Un grupo llega hasta la terraza del prostíbulo y comienzan los tiros; un hombre se asoma y sigilosamente les dice: "Macho, están locos" y les explica que tienen que salir de allí porque en esa casa "los tengo a fulano y a mengano". Lo dice con tal convicción que la gente les cree; y realmente no miente; en realidad nunca miente, tiene fama de hombre derecho con sus pupilas, con sus amigos.
Después de las diez de la noche los tiros se van silenciando; "parece Vietnam" dice un periodista y exagera un poco. Todavía se siguen quemando edificios y carbonizando automóviles. Las operaciones de limpieza ya habían comenzado, aunque todavía quedaba normalizar el barrio "clínicas", donde vive la gran población estudiantil de la ciudad.
Han apagado las luces y todo el barrio es una boca de lobo; "Santiago Pampillón" grita una voz y de la sombra acuden voces rindiéndole homenaje al mártir caído en la misma ciudad tres años antes.
Había que tomar el barrio casa por casa, y e1 tiroteo seguía siendo allí tupido; entonces no había más remedio que entrar sin mayores escrúpulos. De esta manera una pareja de jubilados es arrancada de la cama y también esos dos muchachos desnudos que juraban ser marido y mujer.
Se tapaban como podían delante de ese oficial evidentemente puritano. Pero eran marido y mujer, además empleados civiles del comando de ejército. Amantes de la paz, conformes con el orden establecido, hasta ese día.

LX Presumido

Mateo se quedó toda la noche trabajando; tampoco durmió Lucas, que apareció eufórico y barbudo a las seis de la mañana en la agencia. Gritó algo desde la puerta y de inmediato comenzaron a intercambiar noticias o detalles que ya ambos conocían, pero que los regocijaban y les hacían reír y saltar como adolescentes.
Para Lucas una vanguardia que en ese momento se lanzara a la lucha, tenía todas las posibilidades de identificarse con el grueso de la clase obrera: "están en lo mismo". Rinaldi más tarde desaprobaría esas afirmaciones que Lucas no se cansaba de reiterar: tampoco había dormido y esto agudizaba su habitual reticencia.
Rinaldi calificaba de espontaneísmo lo que había ocurrido en la víspera. Finalmente admitió que servía al proceso, pero sostuvo que no tenía prosecución: cualquiera coyuntura que abriera la posibilidad de repetir estos hechos, sería neutralizada. No importa, opinaba Lucas: cuando un pueblo sale, como salieron en Córdoba, es irreversible. "Mientras nosotros discutíamos si era mejor formar primero el partido y luego iniciar la lucha, o al revés, la cosa andaba solita por otro lado".
-¿La cosa, es la clase, la clase obrera?
-Claro.
-Y la clase, como dice Rinaldi, resulta que estaba en una etapa de desarrollo mucho más avanzada de lo que nosotros suponíamos.
-Nos olvidamos que la masa nunca se equivoca.
-Eso es populismo. La clase se equivoca; se han equivocado tantas veces como nosotros o más. Y se seguirán equivocando y nos seguiremos equivocando, hasta que demos en el clavo. Por el momento sería bueno que cometiéramos los mismos errores y, mucho mejor, los mismos aciertos.
-Falta claridad, siempre faltó claridad.
-Nadie tiene las cosas claras de entrada. Ni un hombre solo, ni toda una clase junta. La claridad viene de a poco. El asunto es saber convertir los fracasos en victorias.
-Mirá: la clase, como vos decís, votó a Frondizi y eso no le sirvió para nada.
-Rinaldi, estamos hablando de cosas serias.
-Sirvió, Frondizi sirvió. Sin él estaríamos buscando todavía la salida integracionista, cagándonos en la lucha de clases. Esta también fue una victoria que podemos unos y otros, el pueblo y nosotros, pequeños burgueses venidos de la izquierda, convertir en una victoria.
-Eso es ingenuo, es un optimismo ingenuo. Frondizi nos hizo perder muchos años, como ahora el foquismo hace perder vidas inútiles.
-El foquismo también sirve. Pero ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?
-¿Para qué nos ha servido hasta ahora el foquismo?
-Para constatar que la lucha armada era verosímil; que el régimen era vulnerable. Fue el motorcito.
-Eso lo hizo Cuba.
-Sí, Cuba: ¿te olvidas cuando todos decían que el triunfo de la lucha armada se podía haber dado sólo en Cuba, porque Cuba era una excepción? Los foquistas diseminaron esa lucha.
-Y fracasaron.
-Perdieron batallas y luego crecieron; los foquistas iniciales se transformaron en otra cosa, van a una etapa más desarrollada de la lucha.
-Son macanas. El desarrollo de la lucha se da a pesar de los foquistas. Con el foquismo vino a imperar el reino de las improvisaciones, como si no fuera bastante con lo que teníamos: éramos muchos y parió la abuela. Se ha llenado de tipos que lo único que saben hacer es jugar a la revolución y terminar en cana o muertos, con la convicción de que son mártires o semidioses. Eso trajo.
-Respeto por los caídos.
-No hablo de Marcos.
-Hablés de quien hablés.
-Che, termínenla.
-¿Córdoba qué demuestra?
-Para vos qué demuestra?
-Que la gente estalla.
-Nada más. ¿No te parece que es un buen apronte?
-Ojalá.
-Y es más que un apronte: con lo de Córdoba comienza toda una nueva etapa.
-Puede ser.
-Vos no creés en nada.
-¿Es una cuestión de fe?
-No, de convicciones. Pero vos no tenés convicciones; hasta despreciás a los que han muerto.
-Eso no es cierto.
-Es lo que has dicho.
-¿La muerte de alguna gente, excluye el análisis de lo que hicieron?
Mateo se puso de pie y caminó hasta una pizarra que colgaba en la pared opuesta de la redacción. Tomó una tiza y escribió: "El foquismo puede habilitar la vanguardia en el peronismo, en la clase trabajadora argentina". Volvió a sentarse. Todos lo miraron.
-¿De dónde sacaste eso?
-Manolo me convenció: el peronismo, los trabajadores, necesitan de esa herramienta para pasar a otra cosa.
-¿Desde cuándo sos peronista?
-Me parece que mucho antes de que yo mismo me lo imaginara.

LXI Prueba de fuego

Era muy raro que el famoso Schneider la hubiese llamado y mucho más raro que le hubiese dado una cita. Generalmente a Schneider había que llamarlo primero y perseguirlo después: suerte que no soy actriz, pensó Albertina. Las pobres tenían que trotar detrás de él o resignarse a no trabajar con él. Y trabajar con él era importante, porque Schneider era un buen director y tenía éxito. Y el éxito hasta nuevo aviso, es dinero.
Es simpático Schneider. Seductor, a pesar de que Severo le haga fama de puritano. Severo no conoce bien a la gente, es como yo. Cuando Schneider pregunta, mirando a los ojos, amplia sonrisa: "¿como estás?", demuestra tal interés que uno realmente cree que Schneider está interesado. Es un seductor; un poquito solemne si se quiere, observando al mundo a través de su prestigio cristalino de gran director en un país donde no hay grandes directores.
De todas formas se pondría bien linda para deslumbrarlo. Le demostraría lo que es elegancia, pero no ese relumbre de actriz elegante, sino ese equilibrio arquitectónico sobrio que hay que saber descubrir. Se pondría ese traje sastre azul, con blusa blanca, como el uniforme del colegio de las Hermanas Adoratrices. Ese conjunto que le daba aspecto de ingenua corrompida, como le había dicho alguna vez el podrido de Palenque.
Entró a la "Richmond" de Florida, segura y majestuosa. Se sintió más alta de lo que era, espigada. Desde una mesa Schneider sonreía. Como una dama que no tiene mayores expectativas por lo que le van a decir, no averiguó de qué quería hablar Schneider con ella. Pidió té, sándwiches, mermelada, leche fría, tostadas y nada más; no se olvidaba de nada.
Schneider se quejó un poco por el exceso de trabajo y ella lo escuchó con aire distraído. "Yo también estoy muy cansada" concluyó. Schneider entonces habló de proyectos. No harían la obra de Simón, harían una película. Justamente de eso quería hablarle, pero cambió de tema y teorizó un poco sobre la responsabilidad que les cabía a ellos, como grupo: mantener la continuidad del trabajo iniciado por los teatros independientes y, simultáneamente, ir creando las bases de un nuevo teatro nacional. "Renovar sobre las tradiciones" dijo, y Albertina no soportó más su curiosidad y le preguntó, abandonando su táctica de dejarlo hablar primero, para qué la había llamado.
Se trataba nada menos que de la primera película del grupo: esperaban que fuera un éxito de público, pero también un éxito artístico. Básicamente había que largarse a decir una serie de cosas: "¿cuáles?" Ya le contaría, pero antes quería ofrecerle un papel en esa película, saber si ella estaría dispuesta a aceptar.
-Pero yo no soy actriz.
-Y eso qué tiene que ver.
-Pero, ¿por qué me llamás a mí?
-Das el tipo exacto del personaje.
Albertina no supo qué decir: estaba totalmente desconcertada. Schneider, seguramente para entusiasmarla, empezó a contarle pormenores; todos habían elaborado el libro sobre la idea de Severo; "Simón nos dio una manito". La historia era la de un tipo que se va a vivir a Europa y allí le pasan una serie de cosas, hasta que, finalmente, vuelve.
Se ha dado cuenta que la verdad está aquí: su gente, su idioma. El asunto es que regresa y quiere hacer cosas, pero no lo dejan. Entonces comienza a frustrarse y decide volver a Europa, pero antes se enferma. Lo cuida una vecina de la cual se enamora, pero no mucho, porque ha dejado un amor en Londres -no quisimos París, porque está muy gastado-, el asunto es que se va... con la vecina, para que, entre los tres decidan qué deben hacer, enfrentar juntos la realidad. A la inglesa la haría Vanesa Redgrave, si no está muy cara; o Leslie Caron. Este personaje también es importante en la medida en que un poco representaría la madre patria, como la vecina sería, de alguna manera, la Tierra Donde se ha Nacido.
-Y el muchacho, ¿con cuál de las dos se queda?
-No se sabe, lo dejaríamos así: el hombre actual frente al gran dilema contemporáneo: la opción. Aquí y ahora.
-El personaje es un poco como Mateo.
-Sí, un muchacho así, con conflictos. ¿Nunca oíste hablar de su teoría del dualismo y de la esquizofrenia?
-No, nunca.
-Es fantástica. A mí me parece un disparate, pero vale la pena hablar del asunto con él.
-Y la película.
-¿La película qué?
-¿Vale la pena, te gustó?
-Muchísimo.
-A mí me parece que puede ser muy importante. Pienso que hay que terminar con las películas que tratan de imitar la línea Godard, y ver qué pasa con nosotros.
-Claro.
-Y terminar también con esas otras, las históricas.
-Que son tan aburridas.
-Correcto.
-Aburridísimas.
-Además la idea es hacer una experiencia nueva: que los actores improvisen y que los diálogos vayan saliendo de esas improvisaciones. Fijamos el tema y que el actor hable, busque sus palabras, sus acciones. Luego que el autor trabaje sobre ese material.
-Fantástico.
-Es fascinante.
-¿Y yo qué papel haría?
-Una vecina.
-¿La Tierra Donde se ha Nacido? Vos estás loco.
-No, no te asustes: otra vecina, que viviera con La Tierra, la que le da fuerzas para pelear. Pero hay un problema que yo quería conversar con vos. Según el guión, o el esquema del film, la amiga de la vecina tiene una escena erótica.
-¿Con un tipo?
-Sin tipos. La amiga de la vecina es la chica sola que se realiza a través de los otros.
-¿Y es una escena imprescindible?
-Absolutamente. Por lo menos hasta ahora. Si luego, una vez filmada la película, vemos que la escena es innecesaria, por supuesto la volamos. Te quiero decir con esto, que la escena no fue incluida para enganchar a la gente; es una necesidad de fondo, por lo que significa.
-¿Y cómo sería esa escena?
-Tendrías que aparecer completamente desnuda, excitada, luchando contra tus propios instintos.
Albertina tomó un sorbo de té, y sintió una especie de temblor que le corría por la espalda. Bueno, dijo al rato tímidamente, mientras Schneider le sonreía comprensivo, paternal ante sus pudores y temores.
Pero había otro problemita: Schneider pensaba a "ojo de buen cubero" (sonrió, casi guiñando un ojo), calculaba que, en fin. En suma, si ella no tenía inconvenientes necesitaba verla desnuda. No porque dudara de las cualidades de su cuerpo, sino por el tipo de cualidades que específicamente se necesitaban.
Otro sorbo y se quedó mirando largamente la azucarera. Cuándo sería; cuando ella quisiera. Dónde. Donde se sintiera más cómoda. "En casa". Acordaron en encontrarse dos días después. Antes de irse, sonrisa, palmotazo suave y fraterno en la mano de ella, para calmarla.
Esa noche no pudo dormir y al día siguiente pudo hacerlo, pastilla mediante. Pensó en hablar con Palenque, pero calculó que podía tomarle el pelo. Entonces se metió en un cine. Antes había tenido un poco de diarrea y no pudo almorzar nada, ni siquiera desayunar.
Schneider, para colmo, llegó media hora tarde. Cuando escuchó e1 timbre, pensó que iba a desmayarse, pero le abrió la puerta con una serenidad de almirante. Calentó café, lo tomaron y, en un momento dado, él le hizo un gesto -sonriendo- para averiguar cómo andaban las cosas, si no se había arrepentido. Albertina hizo un gesto ambiguo.
Entonces Schneider habló con palabras amables y le propuso que, para terminar de una vez con tanta ansiedad, si le parecía desnudarse de una buena vez, y chau. Albertina le pidió que la esperara un segundo. Fue a la habitación contigua y comenzó a desnudarse mirándose con sentido crítico en un espejo. Tan flaca, después de todo, no estaba. ¿Pechos muy caídos?, no. Lindos se diría, grandes, casi opulentos, pero en escala. ¿Nalgas? correctas, como diría Midas; un poco sumidas, eso sí, pero nalgas. Los muslos eran francamente flacos y los tobillos gruesos. Espalda tersa, "strawberry field"; partida al medio, como toda gran espalda.
Se puso una bata de seda china y una bombacha nueva y discreta. Se arregló el pelo y, ya iba a salir, cuando la detuvo un tremendo retortijón; se sentó al borde de la cama y esperó que pasara, acurrucada como un nonato. Finalmente, cuando pasó, entró decididamente al living donde Schneider la esperaba tranquilamente. ¿Listo? Listo.
Se dirigió a las persianas entornándolas: "así no se me ven los defectos", dijo tratando de hacer un chiste, pero con la voz tan estrangulada que el pretendido chiste se convirtió en algo lamentable. Schneider se sentó y ella se colocó en el centro de la habitación; enseguida abandonó el lugar: "mejor que haya luz" aclaró dirigiéndose hacia las ventanas. "Como quieras", opinó Schneider.
Cumplido el trámite, Albertina retomó el centro de la habitación; descorrió el lazo de la bata que resbaló hasta el suelo, quedando sostenido por una presilla ubicada en el flanco izquierdo. Desprendió los dos botones que cerraban la prenda y se la quitó de un golpe, en un gesto de renunciamiento.
Schneider observó científicamente los pechos ampulosos, pero hermosamente modelados -tal vez los pezones un poco erizados: el frío o los nervios-; vientre casi perfecto, creciendo lentamente después del esternón. Rodillas huesudas, piernas muy talladas, tobillos anchos. "¿Podés darte vuelta?"; se dio vuelta. Espalda magnífica. "¿Podés sacarte todo?" Nalgas magras. "¿Podés darte vuelta?", mejillas sonrosadas como las de un adolescente.
Le pidió que se olvidara de él; luego que comenzara a tocarse el cuerpo, a acariciarlo. Ella cerró los ojos y se abrazó: primero fueron los brazos, luego las caderas y, como Schneider no decía nada, siguió. Comenzó a ablandarse, a olvidarlo. Se tocó los hombros y luego el pecho, hasta el borde de los pezones. Dejó caer una mano sobre el vientre y saltó a la cintura y, de allí, hacia atrás, llegando casi a las nalgas, sin presionar con sus dedos, sobrevolándose.
"Correcto", sintió que le decía el rostro impenetrable de Schneider, que ahora no sonreía. Cuando se fue, ella comenzó a reírse. Se tiraba en los sillones, abría las piernas, volaban las polleras. Sonó el teléfono y no lo atendió -no podía-; finalmente se fue calmando y se quedó tirada de boca, con los últimos estertores de la risa, como si fueran las primeras muecas del llanto. "Qué discreto", dijo en voz alta.

LXII Guardaespaldas

Esa mañana el dirigente se levantó un poco tarde, así que tuvo que bañarse un poco rápido y no con esa cachaza que a él le gustaba tanto, cuando se dedicaba a los aseos personales. Tomó el café bebido y de pie, mientras su mujer le decía que se sentara, que le iba a caer mal, que no estaba bien que lo tomara bebido, que jugaba con su salud, que tenía que darse un poco de tranquilidad si es que quería llegar a viejo. "Está un poco gorda", pensó, pero no tuvo siquiera tiempo de contestarle sus reproches, sus palabras maternales: desde abajo, con un par de cornetazos le anunciaban que era tarde.
Se despidió de su mujer, y, mientras esperaba el ascensor, se dio cuenta de que estaba tremendamente cansado. Una sombra cruzó a su lado y se diluyó en el vacío: era el rostro de Felipe Vallese; no, era el flaco: ¿se parecían? Nunca lo hubiese supuesto; sin embargo, los dos rostros fueron uno que saltó, escondiéndose en el vacío, como los murciélagos.
Las reuniones no debían prolongarse tanto, especialmente cuando al otro día era necesario seguir dándole. Y esa fue una semana agitada, sin contar todo lo que estaba pasando en el país; el murciélago volvió a pasar en un vuelo rasante. Además necesitaba tiempo para pensar con tranquilidad lo que iba a decir en su entrevista con Rockefeller.
Con el Presidente la cosa había ido bastante bien, aunque era mañero y desconfiado, piensa que uno no conoce su negocio, que todo es cuestión de dar una orden, como en un desfile. El yanki no es idiota, según dicen. Debe ser más político, seguramente. En fin, habrá que ver cómo se arreglan las cosas, de todas formas el juego se empieza a dar en las altas esferas. "Los tres grandes", pensó, sonriendo con alguna satisfacción.
Con la misma sonrisa, saludó al compañero que estaba al volante. Era nuevo, "de confianza", le habían dicho los muchachos. Lo que no le previnieron, es que le gustaba conversar: todo el viaje hablándole de un caballo que no podía perder ese domingo en Palermo. Pero él ya no andaba con la cabeza para esas cosas, incluso era bastante improbable que pudiera ir ese domingo al hipódromo: ya no contaba siquiera con su propio tiempo.
A veces extrañaba la soledad de aquellas guardias a bordo de la chatarra de turno. Todo había cambiado; para bien y para mal: se acabaron los momentos de soledad, pero, por otra parte, los Menéndez Behety tienen que venir a conversar con él, de igual a igual, si se presenta. Y se presenta.
Hablando de entrevistas, tenía que volver a Madrid; seguramente la semana próxima: con todos estos líos, era conveniente ver para qué lado disparaba el viejo: "se ha quedado en el medio", había dicho la última vez, "tenga cuidado": se estaba poniendo viejo.
En la puerta lo esperaba Tito, como siempre; ah Tito si te habrás librado de años de cana por estar cerca mío; timbero viejo, linda pasta para ir de cabeza a "la tierra" como decían los muchachos de antes. "La tengo con la Patagonia", pensó y abrió la puerta mirando al hombre que lo saludaba y, sin decir una palabra, palmeándole dos veces el brazo a la altura del codo.
Adentro estaban los muchachos diseminados por allí; algunos charlando, otros sacándose de encima el embotamiento de cigarrillos de la noche anterior y algunos pares de whiskies que, seguro, "estos malandrines" -como los llamaba cariñosamente- se habrán zampado. Subió las escaleras y, sin cerrarla, entornó la puerta blindada de su despacho; de inmediato se puso a revisar los apuntes tomados en la noche anterior, antes de dormirse.
Pasó dos horas concentrado en el trabajo y, en las ideas que se le iban ocurriendo y de las que iba tomando nota en papelitos sueltos. Integración normal del peronismo a la vida electoral del país; un peronismo civilizado, se entiende, más institucional, menos clasista. Y, si no hay elecciones, que el presidente termine con su unicato, que abra el juego a los que tenemos poder real: porque si bien él tiene atrás al ejército-si lo tiene-, yo tengo a toda la clase productiva, como se dice. Y esto dicho con lindas palabras, dando a entender, preguntando qué haría el Departamento de Estado, sin insinuar la menor exigencia, por supuesto, pero recordándole cómo está la situación, que hay que aplacar los ánimos, si no quieren que pasen cosas raras. Ni siquiera oyó el timbre.
Al sentirlo el hombre que estaba de guardia en la puerta, abrió la mirilla y preguntó quién era. "Gas del Estado", dijeron y les abrió; no pudo creer que, sin darle tiempo a nada, le hubieran puesto el revólver -treinta y ocho largo, caño recortado- en la cabeza. Cuando reaccionó, pudo ver que dos hombres corrían escaleras arriba y que, en un santiamén, se los traían a todos los muchachos arriados como corderitos, con los ojos casi en blanco por el desconcierto, rígidos de estupor. Tuvieron que tirarse al suelo con los brazos y las piernas estiradas, como si estuvieran saltando o dando las hurras. "Andá buscalo", dijo uno de ellos que parecía mayor que los otros, eran jóvenes aunque no tenían pinta de estudiantes.
El dirigente si bien no oyó el timbre, sintió vagamente ruidos y movimientos que lo fueron sacando de su concentración; en principio lo pusieron de un súbito mal humor, como cuando llora el nene y la señora no sabe hacerlo callar. Se levantó irritado y fue a la puerta dispuesto a rajarles un par de puteadas que pusiera las cosas en vereda, pero se encontró con un desconocido que lo apuntaba y, casi simultáneamente, le tiraba con una metralleta; quiso manotear el treinta y ocho que llevaba normalmente en la cintura, pero, al llegar, lo había dejado en el cajón del escritorio.
Arrastraron el cuerpo hasta el despacho y le colocaron dos bombas precarias entre las piernas. Corrieron escaleras abajo y uno se quedó cubriendo la retaguardia. Antes de salir les gritó: "Arriba van a explotar dos bombas, tienen el tiempo justo para salir", y trepó a un auto. Antes de doblar en la esquina inmediata, vio por la ventanilla de atrás cómo un grupo -"los muchachos"- salían atropellándose en la puerta. Un momento después, Tito arrastrando el cadáver, pero el hombre no lo vio porque ya habían tomado por la transversal. Sólo sintió la explosión.
La viuda lloró durante todo el torbellino que produjeron después los periodistas, dirigentes, pompas fúnebres, saludos a personalidades. Ni veía a la gente concentrada en su dolor. A veces escuchaba palabras sueltas, como "brutalidad" o "venganza" que la mujer no registraba. Dos hombres de bigotes con aspecto de jerarcas sindicales, comentaban algo en cierto momento; uno dijo con cierto temblor ridículo, con algún patetismo cobarde: "cuándo nos tocará a nosotros, mengano", pero la viuda felizmente no escuchó eso.
Apenas vio a la mujer del flaco, que no veía desde hacía muchos meses. Se abrazaron y la mujer siguió llorando como un murciélago junto a la otra viuda.
Cuando estaban por cerrar el cajón, desalojaron a todos y quedaron sólo ella, dos o tres dirigentes y "los muchachos"; entonces dejó de llorar y comenzó a pasearse sin decir una palabra; luego se dio vuelta, los miró y les preguntó a todos "y ustedes qué hicieron". Y repitió la pregunta, mirando furiosamente a los ojos, uno por uno, como un coronel que pasa revista, después de una derrota vergonzosa o inútil.

LXIII Dulce de leche

Paladino ratificó que a Rockefeller le estaba yendo efectivamente mal en su gira latinoamericana; hasta llegó a sostener que, en Buenos Aires, nadie le llevaría el apunte: "lo mataremos con la displicencia", dijo. Midas no lo escuchaba porque estaba pensando obsesivamente en sus ejecutivos alemanes. De ellos saltó a sus competidores norteamericanos, sus colegas máximos; aunque la gente los odiara, como a Rockefeller.
Como si despertara, abiertamente provocador, sostuvo que si le hacían lío a Rockefeller, serían "grupitos insignificantes". Insignificantes, serían, pero "tanto va el tártaro a la fuente". De qué se reía Palenque; de nada, de la salida de Paladino. Menos risita y contestá: son grupos insignificantes, sí o no. Por las fotos, no.
-No hay cosa más fácil que trucar una foto.
-Las agencias norteamericanas trucando sus propias fotos para quedar mal delante de todo el mundo. No se me ocurren cuáles pueden ser las razones para hacer semejante cosa.
-No ves más allá de tus narices: acaso no sabés que las agencias son todas demócratas y que Nixon es republicano, ¿no? Convencete, son grupitos: en Lima, en Santiago; grupitos, los de siempre: esos izquierdistas de mierda.
-En la izquierda hay de todo, como en todas partes: gente de mierda, gente macanuda, y entre una cosa y la otra...
-. . .mierda. En la izquierda no hay nada más que gente de mierda.
-Muchas gracias.
-De nada.
-No vayas a decir que no lo decías por mí, porque no te lo voy a creer.
-Perdé cuidado.
-Mirá Midas, lo mejor que podrías hacer de vez en cuando, es callarte un poco la boca.
-¿No veo por qué?
-Porque sos un boca abierta, un charlatán.
-No te gusta que te critiquen a tu gente.
-Sabés muy bien que soy el primero en criticarlos, o criticarnos.
-¿Entonces?
-Entonces eso, que sos un charlatán. No reconocés que nadie pueda servir, despreciás a todo el mundo, porque no querés a nadie.
-No me levantés la voz.
-Y no querés a nadie, porque al primero que despreciás es a vos mismo. Sos un existencialista, todo el día angustiado, pero cagando a media humanidad.
Midas se puso de pie mudo de ira; nadie de las otras mesas había escuchado la discusión porque ésta había sido sostenida en un tono muy bajo, prácticamente sordo. Paladino estaba estupefacto y el Ruso Baltiérrez no entendió nada, cuando un momento después le quiso explicar lo ocurrido y, consecuentemente, las razones de su cara demudada.
Al rato llamó Albertina por teléfono: Midas a su vez la había llamado pero ella se negó a interceder. Ahora quería saber qué pensaba Palenque de todo esto, cuáles eran sus planes: "Tu hermano me tiene podrido". ¿Entonces? "si no me voy lo mato, mejor me voy". Luego se sintió como vacío: "yo también soy un existencialista".
Pero no tanto; cuando iba para el centro, se fue reanimando; al pasar por la Jabonería de Vieytes, sintió una nostalgia buena. "Eso era la vida", pensó. ¿Por qué razón había dejado todo eso que tanto le gustaba? Había que retornarlo, hacer algo que sirviera, algo humildemente útil. Tenía posibilidades con las que Midas no podía contar, por existencialista.
Estaba entrando en pleno centro, parando cada dos metros en el tráfico saturado de esa hora. ¿Hacer política?: era fácil decirlo; lo complicado resultaba recordar por qué había dejado de hacerla, reuniones interminables, discusiones bizantinas. Inoperancia, parálisis. Y esa era la política que él sabía hacer; ahora se necesitaban guerreros, samurais, y él ya no estaba en edad; aunque tal vez pudiera afilar la espada del gladiador, lustrar el yelmo del combatiente.
Sonrió ante sus fantasías, estacionó el coche y entró al banco cinco minutos antes de que cerraran. Desde ese momento no pensó más en el asunto: no tuvo tiempo. Llegó tarde esa noche y su mujer dormía; se deslizó hasta la heladera y la abrió: tenía ganas de comer dulce de leche. Pero en la heladera no estaba, tampoco en los estantes. Finalmente lo descubrió sobre la mesa de la cocina: estaba abierto y raspado por las cucharitas de las nenas; con rabia empuñó el frasco y lo reventó contra la pared. Cuando sintió el ruido, le dio vergüenza; luego comenzó a reírse de su estupidez, pero no se asusten nenas, no es con ustedes la cosa, la cosa es con un hombre malo que se llama Midas. Un momento después su mujer apareció desgreñada y con los ojos cargados de sueño; estaba prácticamente dormida.
-¿Qué pasó?
-Nada, se me cayó un frasco. ¿Te desperté?
-Un poco. ¿Frasco de qué?
-De dulce de leche.
LXIV Grandes almacenes

El sentido de la operación era simple: con todo lo que había pasado en el interior del país -Corrientes, Salta, especialmente Córdoba-, era intolerable que la Capital Federal no diera una respuesta satisfactoria. Tampoco podía ser que el señor Nelson Rockefeller pasara impunemente por nuestra ciudad. Tiene que producirse un operativo que coincida con su llegada y que, además de expresar nuestro rechazo, se conecte con la actitud de otros movimientos del continente que ya han logrado convertir la gira del imperialismo norteamericano en un fracaso.
-¿Cuál sería ese operativo?
Tenemos un objetivo perfecto en cuanto reúne todas las condiciones necesarias para cumplir con nuestros fines: Minimax. Hay quince de estos supermercados en la Capital Federal y Gran Buenos Aires; la empresa es propiedad de los Rockefeller, y todo el mundo lo sabe. Se trataría entonces de hacerlos volar al filo de la medianoche, cuando comienza el día en que llega el enviado especial de Nixon. Esa hora resultaría la más adecuada para no ocasionar heridos.
Los explosivos tendrán que ser colocados a última hora de la tarde, pocos minutos antes de que los negocios cierren; de esta manera se producirá al máximo la posibilidad de que alguien se lleve por error una carga embutida. Además los explosivos hay que colocarlos en lugares altos y muy atrás, lejos del alcance de la mano de los clientes.
"Vamos a tener a los pequeños almaceneros de nuestra parte", bromeé.
En cuanto a la carga hemos optado por utilizar un sistema de relojería embutido en objetos de uso común: latas de aceite, dentífricos; para dejarlos hay que buscar lugares próximos a elementos inflamables.
En cada supermercado intervendrán seis personas: dos parejas y dos compañeros de apoyo, hasta ese momento, o hasta que las parejas se vayan, actuarán como maridos que esperan a sus esposas. Una vez que las parejas se han retirado, subirán al coche más veloz; recién cuando hayan desaparecido, los otros dos compañeros harán lo mismo: primero uno, luego el otro.
Los coches serán abandonados preferentemente cerca de estaciones ferroviarias; allí se tomarán diversos trenes que converjan hacia el centro de la ciudad. Antes se fijarán puntos, donde parejas de enamorados se harán cargo del armamento.
Cuando se encontraron, todos advirtieron en los otros movimientos más lentos y cierta palidez en el rostro: "debe ser el miedo", pensaron sin comunicar a nadie la presunción. La entrega de armas se había hecho en los lugares precisos, luego siguieron hasta estacionar frente al enorme local. En un coche quedó un compañero de apoyo y el otro bajó para pararse en la puerta.
Las parejas pasaron entre dos policías armados de metralletas, que inesperadamente habían puesto de guardia por esos días. Conversando, cada uno por su lado, se perdieron entre los estantes. Había poca gente a esa hora, pero las parejas se movían con naturalidad; en un momento dado, las mujeres se quitaron los tapados y de allí fueron sacando los productos que colocaban disimuladamente después de revolver un poco los estantes.
Todo se estaba cumpliendo normalmente, hasta que el que estaba en la puerta vio que del auto salía el otro, metiéndose en el edificio. Expectante, quitó el seguro de su pistola, y esperó. Un segundo después volvía a salir, diciéndole al pasar y entre dientes: "se olvidaron los fósforos".
La caja grande de fósforos también contenía explosivos y se la habían dejado en el coche. El compañero se volvió a sentar en el automóvil, la tensión bajó. Al rato salieron las parejas, después de haber colocado los embutidos en seis lugares estratégicos, y se retiraron tranquilamente. Seis horas después, volaban trece supermercados de varios pisos cada uno.
Esa noche, a las dos de la mañana, se acercó al edificio en llamas. Mucha gente observaba el espectáculo con cierta distancia. Se quedó largo rato viendo cómo actuaban los bomberos, las fuerzas del orden; cómo se convertían en cenizas, estos nuevos palacios de estos nuevos imperios.

LXV Caída

Cuando salió del cine, Ismael advirtió enseguida que algo raro estaba pasando en la calle; no sólo había mucha policía, sino que, al pasar cerca de un carro de asalto, escuchó algo referido a un incendio en la calle Callao, por allí había un Minimax. La calle Corrientes se había deshabitado más rápido que de costumbre y ese síntoma de huida, le daba un aspecto extraño. Buenos Aires parecía una ciudad sitiada; había miedo y los colectivos y ómnibus desaparecieron, quedando solamente en las calles, algunos taxis y los patrulleros policiales. Todos esperaban lo peor, aunque nadie sabía en qué consistía lo peor.
Al día siguiente supieron de qué se trataba, pero esto no aflojó la tensión. Los homenajes a los caídos en Córdoba y otras ciudades del interior del país no menguaron. Por otra parte, también había sido enterrado el dirigente. Los distintos bandos -no había bajas policiales ni militares todavía- enterraban a sus muertos y cada cortejo era una columna de lucha.
Ese día a la tarde se realizaba una concentración frente a la Facultad de Ciencias Económicas, en memoria de los caídos. Ismael buscó a Mateo durante toda esa tarde, pero no lo encontró: había estado en el cine con su hijo. Vagamente comentaron los últimos acontecimientos, hasta que llegó Manuel que tampoco habló mucho.
Ismael estaba impaciente por este laconismo, "¿no les interesa hablar del asunto?" Era tan poco lo que se podía decir, tan vertiginosa la sucesión de hechos. "¿Qué mirás?" Nada, un auto; le había parecido verlo esa mañana, cuando salía de su casa. Era uno de esos coches sin lujos que se venden a los taxistas, pero que no son taxis; tripulados por tres hombres, dos adelante y uno atrás.
Los que estaban adentro del coche, ni los miraron; "anda medio paranoico" comentó Ismael cuando Manolo desapareció en un taxi que tomó a la vuelta de la esquina regresando a su casa. Nadie lo siguió, ni notó nada sospechoso.
En su casa leyó un rato, escuchó música, dormitó unos minutos. Luego tomó café bien cargado, un "buchito" como dicen allá. Me gusta quedarme con la cabeza entre las piernas de Isolda; lejos, en el horizonte, están los pechos saciados, la cabeza volcada hacia un costado. Me pierdo entre sus muslos y, desde allí, la observo. No se me escapa ningún detalle: la cabeza inclinada, la botella de eaux minéraux, el reloj, la pulsera de "tarro", como dicen allá.
Nada pierdo desde mi posición; emboscado entre los juncos veo pasar el tiempo y el tiempo es dorado como el sol de su sexo y los trigos trasparentes hacen una realidad, un soplo que no puedo dejar, agazapado entre las matas perfumadas que todavía huelo a muchas millas de distancia, "cómo me hubiese gustado vivir mundos sutiles" pensó Mateo, "soñar con la joven iluminada de Alejandría". Había que despabilarse, echarse un poco de agua en la cara, si no quería llegar tarde.
En la agencia trabajó hasta las siete y, a esa hora, salió para encontrarse con Ismael y Manuel; a Ismael lo encontró, pero a Manuel no. Lo vio de lejos, en un grupo, pero no pudo acercarse. Mateo estaba contento, tenía ganas de gambetear un poco a la policía, como cuando era estudiante secundario: los caballos, las municiones, las rodadas, la alegría de pelear. Manuel se mezcló sin querer en un grupo que, a su vez se había formado espontáneamente; cuando lo detectaron hubo un avance frontal que los arrió hacia la otra esquina por donde avanzaba sorpresivamente -contramano- un carro de asalto a toda velocidad. Todos cruzaron la esquina eludiendo los primeros bastonazos, menos él que dobló; corrió unos metros hasta aflojar el ritmo, porque consideraba que ya había eludido la persecución.
Pero en ese momento vio que un auto se le venía encima, entonces reinició su carrera, cuando otro coche entra también a contramano y avanza hacia él a toda velocidad. Trata de meterse en una casa de departamentos; el portero, del otro lado del vidrio, niega despectivamente el acceso con un obvio movimiento de su mano. Sigue la carrera, pero un agente uniformado se abalanza sobre él, sacando su pistola. Manuel manotea la suya y va a tirar, pero un latigazo en la espalda le hace dar media vuelta en el aire y caer a tierra; el arma se le ha volado de las manos. Intenta pararse, pero las piernas no le responden, ve una luz fuerte y la cara de alguien que lo observa asustado. Mira hacia el otro lado y alcanza a ver a dos hombres vestidos de civil que avanzan hacia él, ametralladora en mano; a corta distancia, disparan sin cambiar la expresión.
"De este cuerpo de asco y rabia -pensaba Mateo- algún día saldrá un nuevo hombre"; luego salió del velorio y llamó a Lucas a Bolivia. Lucas hizo un largo silencio después de conocer la noticia, hasta pidió algunos detalles. "Hablaré con Juan, si vive", dijo y luego agregó: "hay que contar su historia, porque de la abundancia del corazón hablaba su boca".
-¿Cómo decís?
-Nada, nada.
Más de cinco mil personas formaron el cortejo, flanqueado por la policía que vigilaba a distancia, sin intervenir. En el cementerio Palenque e Ismael perdieron de vista a Sara y Albertina. Vieron en cambio de lejos a Cachito y a Severo que andaban por allí, entre las tumbas. Mateo no vio a nadie, salvo a Rinaldi y Aramís, que había bajado de su provincia. Nadie gritó nada, dentro del Campo Santo, pero cuando terminó la ceremonia, Simón trepó al mausoleo de Federico Lacroze, arrancó su busto del pedestal y lo tiró con rabia gritando algo que nadie pudo entender bien; de inmediato miró a todas partes, como si estuviera a punto de ser acorralado y huyó entre las lápidas.
Afuera ya había comenzado el griterío y Palenque vio cómo la policía descendió apresuradamente de los carros de asalto, antes de haber detenido la marcha; arremetieron contra los grupos. Ismael y Palenque han quedado del otro lado de la línea de fuego y no llegaron a tener problemas. Además, sus aspectos no eran de jóvenes revoltosos; cuanto más, padres que tienen algún hijo metido en el lío y vienen a cuidarlos. Al llegar a una esquina, Palenque le preguntó, después de un momento de silencio, qué pensaba hacer. Ismael le contestó que pensaba irse de su casa, sin entender, aparentemente, el sentido de la pregunta.

LXVI Huída

Cuando Palenque llegó, su mujer andaba por allí lidiando con las nenas; no obstante alcanzó a decirle que Simón estaba desde hacía más de una hora. Tendría que esperarlo un poquito porque quería saludar y juguetear con sus hijas. Su mujer lo apuraba, alegando que era una desconsideración hacerlo esperar todavía más tiempo.
Como en un canturreo, Palenque le replicó, aunque no se dirigiera directamente a ella, como si pensara en voz alta: "Los hombres de bien son impacientes, porque están apremiados por las falsas responsabilidades", dijo y le sonrió satisfecho del aforismo: "Las responsabilidades serias cuentan con todo el tiempo, tienen toda la historia por delante".
Los hombres de bien eran egoístas, y Simón no tenía por qué caer en eso. Se puso de pie y besó nuevamente a las nenas que le iban alzando las trompitas. Su mujer también lo besó aunque sabía que no se movería de la casa. Cuando lo vio desaparecer por una puerta, pensó que era extraño que volviera tan sereno del entierro de Manuel.
"Me voy", dijo Simón cuando ingresaba en el living. "¿Adónde te vas?" A Europa, a Cuba; a cualquier parte, menos quedarse aquí.
Simón siempre habló de compromiso y mal de los escritores que no vivían en su país. Palenque se limitó a mirarlo; Simón no se conturbó: que dijeran de él lo que quisieran. ¿Por qué se iba?, "porque nos van a matar a todos".
Sabía que no se puede detener la historia y que nosotros estamos de su lado, pero a veces tocándola, viéndola de cerca, la historia, o al menos "ese pedacito que podemos ver de la historia, parece una cosa de locos, un imposible", ¿te das cuenta?
Sí, se daba cuenta; también se daba cuenta de que todos ellos se habían acostumbrado a verla de lejos, a ser espectadores, y ahora: "Decime una cosa, Simón: ¿a vos te gusta la gente?" No, así como estaban, no. A él le pasaba lo mismo; a Mateo también. A Marcos, seguramente, quién sabe, al mismo Che: "sin embargo se arriesgaron por esa gente, por esos hombres insatisfactorios; murieron por ellos".
Y él no era muy distinto a esos "prototipos"; protohombres, Simón tampoco, por eso "no me aguanto".
-¿Cuándo te vas?
-Pasado mañana sale mi barco, ya hice la reserva.
-Hacés bien en irte.
-¿Vos te irías también?
-Difícil. No, no me voy a ir. Pero vos sí, y hacés bien en irte. Aquí nadie te necesita; hasta hace pocos días, sí eras necesario, hasta terminar esta última etapa; ella necesitaba víctimas, vociferaciones.
-Y yo era candidato a mártir.
-A vociferador. Ahora, la nueva época que acaba de empezar, necesitará de guerreros profesionales. O, por lo menos, de cabezas serenas.
- ¿Pensás que yo no tengo una cabeza serena?
-Fuera del país, sí. Aquí, no.
-Y vos qué sos, cabeza serena o aspirante a guerrero profesional.
-Ninguna de las dos cosas.
-¿Y por qué te quedás entonces?
-No tengo nada que hacer afuera, en cambio vos sí.
-No tengo la menor idea de lo que voy a hacer.
-Contá: hacé lo que hacían Marcos y Juan, lo que hacen Lucas y Mateo: contá.
-¿Qué querés que cuente?
-Lo que pasa, lo que te pasa. Por qué te has ido de tu país, eso vas a saber hacerlo, y será necesario.

*ONGARO, Raimundo "Sólo el pueblo salvará al pueblo" Edición "Las Bases". 1974. Los textos aclaratorios del mismo pertenecen a Rodolfo Walsh.

EPILOGO

Con desaliento se dejó caer en la litera del camarote; miró la valija un poco desfondada que todavía no había abierto. Los amigos -Palenque- seguramente ya se han ido; ya deben haber retirado la planchada. Y si todavía estaban, prefería no verlos. Sin embargo salta de la cama, trepa escaleras, da vuelta por pasillos interminables, se mete en puertas indebidas, no da con la salida a cubierta, consulta a camareros -"¿hablarán en piamontés? "- hasta que, sorpresivamente, sale a cubierta.
La maniobra está mucho más adelantada de lo que suponía: la ciudad es ya una silueta y el muelle un pequeño guión en el horizonte cubierto de humo. Seguramente se ha demorado mucho más tiempo del imaginado, mirando su valija; los amigos ya han sido tragados por la distancia, pero se quedará un rato tomando aire, viendo cómo el crepúsculo se convierte en una especie de agua que todo lo envuelve.
Cuando no hay más luz, baja al bar a tomarse una copa; le llama la atención que la gente esté contenta, hablando de otros viajes, de miserias ajenas. Porque de eso se trata siempre, de los otros. Luego come y se acuesta a dormir temprano porque quiere quebrar lo más pronto posible cualquier continuidad con la partida.
Al día siguiente se levanta tarde y ya hay mucha gente en la pileta del barco; vuelve a su camarote, a colocarse el traje de baño. Cuando regresa, todo el mundo escucha atentamente las palabras que dice un señor alto y barrigón, coronado con un sombrerito de marinero. No se trata de una arenga, como sospechó al principio, sino de una explicación minuciosa de algo.
Cuando termina, se inicia lo que el señor del gorrito-luego será informado de que se trata del señor Comisario de a Bordo- llamará "giocco di salone".
Lo inicia una mujer de poco más de cuarenta años, vestida con un mediocre traje de baño. Deberá trepar a toda velocidad por dos escaleras ascendentes y dos descendentes, moviendo inevitablemente un poco las carnes. Cuando esté en el segundo puente, gritará "estoy libre", mirando al cielo. Bajará otra vez corriendo y, al llegar a la última cubierta, se tirará al suelo y comenzará a reptar, pasando penosamente debajo de las sillas, mientras la gente comienza a untarla con diversas mermeladas donde luego pega algodones.
Cuando dé la segunda vuelta le colgarán carteles, apenas obscenos pero, casi al final, alguien alcanzará a escribirle una grosería enorme en el muslo derecho. Después de la tercera vuelta, la mujer comenzará a comer un poco de mermelada con algodón, cosa que, si bien a ella le producirá poco regocijo, ocasionará el deleite general.
Asqueado, se refugia en su camarote; horas después baja y ya todos han almorzado y se reinicia el "giocco di salone". Esta vez consiste en una carrera de caballos: los animales son de madera y los jinetes pasajeros que, en su mayoría, han sobrepasado los setenta años de edad. Se trasladan de un casillero a otro, empujados por los camareros y según los números que unos enormes dados van determinando.
Un anciano rueda peligrosamente, pero de inmediato un grupo de enfermeros, encabezado por un estudiante adelantado de medicina, le brindan asistencia cubriéndolo con una piadosa carpa de oxígeno.
Lamentablemente, a pesar de todos los esfuerzos realizados, y previa extremaunción, el anciano muere. Para evitar imprevistos de este tipo, el Comisario de a Bordo propone que se prescinda de las cabalgaduras. Así comienzan una serie de carreras mixtas en las cuales tanto hombres como mujeres correrán en cuatro patas a lo largo del gran salón.
Siempre gana una mujer que se le importa un pito mostrar un poco los calzones rosados como nubes y realmente limpios. Al pasar la línea del ecuador, será elegida reina. La ungirá, como es costumbre, un fraile agustino, colocándole un largo palo empenachado entre las piernas, antes de suministrarle los óleos.
Cuando entre en trance, lanzará dolorosos aullidos de despojada, hasta que sale de su boca el enorme coágulo que se remonta por los aires abiertos de la alta mar.
Porque los dos ángeles están en el Paraíso Celestial y no pueden tocarse; se inclinan: eso sí. El uno sobre el otro se inc1inan, sin aludirse, más bien ofreciéndose con la melosidad de los querubines. Nunca logran tocarse, cosa que tampoco les preocupa mucho porque, seguramente, este desfasaje ya se ha convertido en una rutina incontrovertida.
"El cielo terrenal -explicará uno de los querubines a quien quiera oírlo- y el terreno celestial, no son otra cosa que el recuerdo del pasado, y el pasado no es tan interesante como muchos suponen; sino algo más aburrido que marchito, más sonoro que opaco".
Los violines arrancan a todo vapor y humean las maderas prolijamente alboradas y sensibles, precisamente, a la sonoridad. Las mujeres visten de organdí blanco, a lo sumo rosado, y los hombres lucen hermosos uniformes aunque algunos se atreven -muy pocos- con austeras levitas.
Hasta ese momento el único que viste de frac es el Comisario de a Bordo, que se pasea gozoso entre la gente que conversa acodada en la borda. "Giocco di salone, giocco di salone", dice a manera de saludo y discreto calla, mira hacia otro lado, cuando advierte que algunos ya han tomado las manos trémulas de las mujeres, mientras estas miran el vacío del mar.
Suspiran apenas para evitar que se arruguen sus cuellos de porcelana pálida. Una llegará a decir: "Lo tengo todo: hijos, dinero, esposo adorable, enfermedades, amante joven, vicios y no sé qué hacer con mi espíritu que me abandona; se esconde y se escurre y me paso todo el santo día buscando por allí".
Su accidental enamorado, la mira con enternecimiento propio y deja correr alguna lágrima y rompe finalmente la copa de champagne contra la baranda de cubierta. Todos lo miran sorprendidos y, en pocos segundos, comienzan a imitarlo, mientras ríen discretamente.
En ese momento un publicano dice al oído del Comisario de a Bordo:
-Señor Comisario de a Bordo, me parece haber advertido alguna contradicción que descompensa sus afirmaciones.
-¿Cuáles Son?
-Usted, durante el día, prohíbe que la gente se asome a la cubierta y durante la noche lo autoriza.
-Usted es un hombre de izquierda, no me lo niegue, porque se nota a la legua. De todas formas, le contestaré.
-Gracias.
-No dejo que se asomen a la cubierta durante el día, por la luz: durante la noche no se ve demasiado lejos.
-¿Y cuando hay luna?
-Bueno, usted sabe: se mira la luna. Además no se piensa, sino que se recuerdan finales de películas, acuarelas.
-¿Y qué verían de no ser así, o siendo de día?
-El mar.
-¿Y qué tiene de malo el mar?
-Produce ansiedad, especialmente cuando es posible imaginar la totalidad de su tamaño. El mar empequeñece y tiene movimiento, no es un "giocco di salone", como usted podrá imaginar.
-Y qué tiene de malo que esté en movimiento, que sea más grande que un hombre.
-Estos izquierdistas; para ellos todo es fácil, natural. En la vida todo tiene que estar muy quietecito, para evitar alarmas, sorpresas; las sorpresas son desagradables casi siempre.
-Sin embargo, por más que usted opine lo contrario o trate de evitarlo, las cosas se mueven como el mar, como los sistemas solares sorprenden. Todo es un gran plato, señor Comisario de a Bordo, colmado de sopa azul.
-No me entiende, yo no pretendo detener esa armonía en movimiento, sino dar la sensación de que es al revés, lograr que todos imaginen que solamente uno es el que se mueve, mientras lo demás permanece en la más absoluta quietud. La gente no tiene capacidad para sentir la sensación de prisión, debe evitar el sentido de la distancia. Si esto se logra, hemos entrado en el camino de la felicidad.
-Ese es un concepto desgastado.
-Podemos hablar de seguridad, si prefiere. De la quietud del movimiento, de la pasividad de los otros, de la velocidad exclusivamente mía: de seguridad. Por eso hemos llenado el barco de automóviles de carrera, de caballos árabes, de gamos, de galgos, de avestruces y lanchitas crif-craf, entre otros aparatos.
La conversación se diluye para dejar paso a Gardel. Ya sube majestuosamente las escaleras que lo sustraen de las garras de la tercera clase donde ha estado cantando canzonettas italianas a los pobres inmigrantes que son devueltos a sus países de origen, después de haber hecho la América. También ha entonado jotas aragonesas -para no quedar mal con nadie- y no ha podido recordar una bella canción de África meridional. En el puente de primera, saluda a todo el mundo y le besa la mano a una señorita muy delgadita y ojerosa con la cabeza plagada de rulitos; ondulación permanente, croquignol, por lo visto sabrosa, ya que Gardel comenzará a devorar los diminutos bucles con verdadero apetito. Cuando ya no da más, siempre sonriente le dirá al Comisario de a Bordo, quitándose de una buena vez el cilindro y el largo echarpe blanco de seda natural:
-Mire.
Y el Comisario de a Bordo, que está ahora distraído, lo mira complaciente y puede ver cómo Carlos Gardel toma el aspecto de Arcadio Ivanovich Svidrigailoff. Enseguida extrae del bolsillo derecho de su chaleco de piqué color crema, una pistolita con cachas de nácar del tamaño de un dedo tártaro, descerrajándose un tiro en la zona augusta de la sien: sangra por el orificio un chorrito de agua cantarina como su sonrisa que se irá extenuando después de la caída y de los funerales solemnes a los cuales asistirán sus santidades, sus coroneles, algunos desnudos -desde luego-, por la brisa y las viudas de Gardel, todas vestidas de un negro pálido, cubiertas con tules insanos -tirando a violeta-, enlutadas hasta el sonrojo.
Cuando la sala del teatro se coima, la orquesta arranca con un preludio. Todos aplauden cuando finaliza y Schneider sonríe entre bambalinas y el público comienza a reconocer los rostros maquillados de Cachito y Chiqui, de Enriqueta, de Emma; Severo y Cándido han constituido un simpático caballito de utilería, que retoza entre las plateas; las luces de sala se apagan, el telón asciende lentamente, descubriendo un escenario único que servirá para el desarrollo de toda la obra.

ACTO PRIMERO

Escena I

Una mujer se pasea con aires de pizpireta y un hombre la observa sensibilizado con su presencia: son Cleopompo y Eliodemo.
Cleopompo:
Ah mi dulce cancerbera
la más tiple,
la del gusto aquilatado:
tu ventisca, tu costado
tu quejar
que como pienso se espuma.
Eliodemo:
No miréis el vado alado
el afeite rezagado
totoral
como trinar del ferviente
como la fétida cuenca
del dogal
no a la querella ataviada
no a la zarza imponderada
sí a deidades apaisadas
sí al Adán.

Escena II

Cleopompo:
A la trompa blanquecina
al almizcle de la espita
al parpadear de la clama
el jergón del mal verdián.
Eliodemo:
Testa sierpe, trota calas
bellón de felón de escamas
cisne, pluma, pecho, gama,
bautismal.

ACTO SEGUNDO

Escena III

Cleopompo:
Ave canora, detempladora
bendita fibra del albardear
ajamonada por la alcarría
abocarada por aburar.
Eliodemo:
Pecho, despecho, la belfa
izada, bendita rueca
ínclita, umbría, trupita
enteca, la del solar.
Cleopompo:
(Indignado) Harapiento menesteroso, temprano
alterca
vila de rueca de zinc.

Escena IV

Cleopompo:
A la vera del crespón
vaya clamando supino
su bidón.
Eliodemo:
Al arrebol, al giraldo
hipoteco del primor.

ACTO TERCERO

Escena V

Cleopompo:
¿Cómo habéis sabido ver
virando la veleidad?

Escena VI

Eliodemo:
Aplaudid, apostrofad
las peticiones de cal.

(En ese momento, todo se ilumina de dorado y entra un cóndor anunciando el advenimiento. La mujer se mira el vientre extasiada; el vientre crece, hasta que revienta).

Escena VII

Cleopompo:
Abacería luciente
albo esquife encenagado
abantado del afeite
que cae sobre el mar vilente
aburado del Tirol.
Coro:
Cipientes
ovillados y ticosos
perca incierta
amado vilo de aire.
Aticoro:
Culantros de agorería
perdigones remoquetes
esmaltes de quiromancia
numen distancia imbuida.

Escena VIII

(Entran los faunos y las ninfas, encabezados por Dionisio; se confunden con el coro y los actores: corre el whisky. Dionisio deberá ser representado por una señora de edad).

Eliodemo:
Garbado mango del prado
bifocada florecilla
del contrito despertar.
Oh campos de malta ciega.
Oh silicios oh doncellas
del tazar.
Cleopompo:
(antes del
trasquilado)
Adiós ventura del friso
corola de los pidientes
peristilos penitentes
nenúfares, entredientes
dinastías y ventiscas.
Adiós nidos, putas flores
espejos y fruslerías.

Eliodemo:
(sumergiendo)
Adiós albornoz de veda
señor de la tecla pía
estrías bien merendadas
pringosidades manías
desvelos y seriedades.

FIN DEL TERCERO Y ÚLTIMO ACTO

La gente abandona la sala discutiendo el sentido de la pieza; todos convienen en que ha faltado remate y lo afirman airadamente. De todas formas la tensión ha crecido dejando a muchos silenciosos y culpables. Los últimos comentarios se van desvaneciendo junto a las mesas esperando que el Comisario de a Bordo comience a cantar los números de la descomunal lotería que se anota en cartones enormes como los bostezos de los caballeros del ludo, que no se conforman con nada.
Un grupo de asaltantes, con medias en la cabeza a la manera de antifaces, hacen poner a todo el mundo contra la pared, aclarando previamente que esto es un asalto. Se trata de delincuentes comunes, y uno de ellos, grita, sin que nadie se lo haya pedido, "yo quiero tener mi casita propia" y luego conturbado aclara que ellos son muchos de familia y no se pueden arreglar en un solo cuarto.
El vigía grita: "barco a la vista", todos aplauden porque, en efecto, un barco se perfila en el horizonte; cuando se coloca a tiro de espingarda, recién enarbola la bandera pirata. "Al abordaje" ordena el Comisario de a Bordo y todos, prendidos de lianas, saltan sobre el barco enemigo, pasando a degüello a la tripulación. Luego hunden la nave que desaparece entre gemidos.
A partir de ese momento, ninguno puede dormir porque los ahogados pasan el día golpeando el casco de la nave, pero nadie les abre. El Comisario de a Bordo es nombrado virrey con poderes extraordinarios y pasa revista a los heridos que colman los pequeños hospitales de campaña. También visita colegios, maestras siamesas y las galerías vaciadas para la mudanza.
Luego hablará por la red de radios y televisión, anunciando que ha decidido levantar el estado de cosas, inaugurar el estilo de vida, lustrar las alégoras públicas, después de pasar un día de descanso en el sur ominoso del país.
Al salir tropieza con una extraña pasajera que lo mira tornasoladamente. El Comisario de a Bordo se quita la máscara descubriendo su verdadera identidad: El Monje. Luego la encara.
-¿Usted es la persona que quiere tener una aventura conmigo?
-E vero.
-No perdamos tiempo entonces: cuando una mujer ha llegado a cierto límite, es inútil negarse.

CONCLUSION

Palenque se quedó mucho tiempo en el muelle; ya hacía rato que el barco había desaparecido en el horizonte y él seguía quedándose. Le llamó la atención que no se hubiera asomado ni una sola vez antes de zarpar o de alejarse del muelle, pero supuso razones inconfortables, como "estaría muy triste, problemas con el equipaje".
Sí, él sabía cómo era Simón, a quien difícilmente volvería a ver. Caminó por los muelles obsedido por esta certeza y, caminando, llegó a Retiro como una hora después. Estaba cansado y tomó un taxi, pero no volvió a buscar su coche: "mañana", pensó, indicándole al chofer la dirección de su casa.
Un momento después pasaban por la Jabonería de Vieytes; saludó con un gesto casi imperceptible. Luego se distrajo, divagó, se fue quedando dormido hasta despertar bruscamente treinta cuadras más allá, cerca de Palermo.
Un coche había entrado de contramano y casi choca con el taxi en el que iba; detrás un patrullero con el que también están a punto de estrellarse. De inmediato los automóviles desaparecen en la esquina siguiente ante el estupor de los pocos vecinos. El chofer que alcanza a frenar a tiempo, comenta.
_¿Qué me dice?
_¿Qué quiere que le diga?
-O yo estoy completamente loco, o en este país están pasando cosas muy raras.
-Algo de eso debe ser.
-¿Serían ladrones?
-Serían.
-Lo que pasa es que en esta ciudad, todo el mundo le agarró el gustito.
-¿El gustito a qué?
-El gustito. Se pasan el día jugando y le agarraron el gustito.
-¿Y cuál es el asunto? ¿A qué juegan?
-Al Vigilante y al Ladrón. A la Guerra. ¿Sabe lo que pasa?
-No.
-La gente ve mucha película.
-¿Y qué quiere? ¿Qué otra cosa quiere que haga?

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