El 9 de junio de 1956 los generales Tanco y Valle se sublevaron contra
el gobierno de facto que había destituido a Perón en setiembre de 1955. El
levantamiento fue reprimido brutal e ilegalmente. Hubo muchos muertos, de
los cuales sólo siete cayeron en acción. En los basurales de José León
Suárez, un grupo de civiles –algunos de ellos relacionados vagamente con la
conspiración; el resto, ajeno por completo a ella– fueron masacrados antes
incluso de que fuera dictada la ley marcial. Unos pocos lograron escapar de
la muerte, a duras penas. En 1957, Rodolfo Walsh emprendió la
investigación de estos hechos, cuyos resultados publicó en forma de notas en
el diario "Mayoría" y, poco después, como libro. OPERACIÓN MASACRE, una
de las primeras novelas de "no ficción" escritas en castellano, se anticipó
en nueve años al New Journalism, es decir, la aplicación de procedimientos
propios del género novela al relato de hechos verdaderos.
Rodolfo Walsh nació en 1927 en
la localidad de Choele-Choel, en la provincia de Río Negro. Su nombre
integra desde el 25 de marzo de 1977 la larga lista de desaparecidos durante
la dictadura militar iniciada en 1976. LA CARTA ABIERTA DE UN ESCRITOR A LA
JUNTA MlLITAR –ejemplo de periodismo de investigación y de denuncia–
incluida como apéndice en este libro (fechada un día antes de su
desaparición) fue su última palabra pública, palabra que no pudo ser
silenciada con su secuestro ni con su probable muerte. Otras obras de Walsh
publicadas son: DlEZ CUENTOS POLICIALES, ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO y, en
De la Flor: VARIACIONES EN ROJO, CUENTO PARA TAHÚRES Y OTROS RELATOS
POLICIALES, LOS OFICIOS TERRESTRES, UN KILO de oro, La granada y La batalla
(teatro), ¿Quién mató a Rosendo? y Caso Satanowsky.
Tapa de las primera edición de
Operación Masacre, de Ediciones Sigla, 1957.
No tengo otra forma de definir a
Rodolfo Walsh que tomar la frase de Madame de Staél referida a Schiller: "La
conciencia es su musa". Su conciencia lo seguía a todas partes. ("Me siento
insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador
detrás de la persiana.") Ése es el parámetro de su vida: su conciencia.
Predestinación de mezclarse con la vida, de meterse. No fue consciente, tal
vez, de su predestinación. La sangre que circulaba por sus venas no lo
dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el cerebro. Sus
mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad. (Y precisamente ésas
no son las que hay que tener para ser considerado un creador literario. Los
mandarines oficiales de la cultura del '83 lo quisieron apostrofar con
aquello de "esteta de la muerte". Arrogancia y profundo desconocimiento
humano propios de cierta cultura académica sostenida con papeles de Harvard
y Cambridge.) Sí, porque Rodolfo Walsh era de Choele-Choel y había cabalgado
doscientos kilómetros para salvar el caballo de su padre muerto. Ésa es su
verdadera universidad; esas horas plenas de dolor del chico ante ese mundo
amenazante, ante ese Dios ontológicamente injusto con los débiles, que son
siempre los faltos de malicia. La inspiración de Walsh siempre vino de las
contrapartidas, porque sospechó de la miopía que crece en la rutina de los
claustros. Por eso Walsh se les escapa a los críticos establecidos -los
frígidos y los infibulados- que no lo pueden encasillar. Y no van a poder
nunca. Esos examinadores sinodales no se atreven a aplazarlo pero no le dan
el pase para ser admitido en las órdenes sagradas. Lo califican de
periodista para enviarlo al depósito de mercaderías varias. Walsh -creo-
habría aceptado gustoso la definición de "autor de novelas policiales para
pobres" si hubiera leído el ensayo que le dedicó un buen hombre, tal vez un
tanto confundido por la enorme fuerza de este autor y su obra, por la mezcla
salvaje de ética y rebeldía, con una imaginación donde se notan las precoces
transfusiones de la sangre de Georg Büchner, de Roberto Arlt y de aquel
increíble "reportero frenético" Egon Erich Kisch, el genial cronista de la
república de Weimar que desnudó la falacia de Hitler y sus protectores, y lo
previo todo antes del '33. No sé si Walsh quiso hacer con su máquina de
escribir más pedagogía social que literatura; si se lo propuso o se lo
preguntó a sí mismo. Sus respuestas son irónicas a este respecto. Su idioma
dominaba todos los registros; le interesaba ser breve y claro para que lo
comprendiese el lector pobre de novelas policiales. Esto no se lo van a
perdonar jamás ni la sociedad argentina establecida ni sus acólitos, que
nunca quieren perder el tren del poder y se sienten cómodos en sacralizar a
sus intelectuales octogenarios hundidos en el suave desencanto de la vida
con la metáfora siempre elegante de la duda y el pesimismo. A Walsh no lo
van a perdonar porque él sobrevoló su propio laberinto para acompañar en
calles cuadradas y simétricas, numeradas del uno al cien, al desconocido que
es condenado a muerte todos los días por las circunstancias y sus custodios.
Capítulo 23 en la voz de Rodolfo Walsh
Tabú y mito quedará para siempre
Rodolfo Walsh entre nuestra sociedad argentina y sus mandarines culturales,
por un lado, y los que divagan entre la poesía, el sueño y la justicia con
sol. A Walsh lo han llamado "el anti-Borges". Qué rara coincidencia. Al
joven Büchner (apenas con su magistral fragmento Lenz, con su Woyzeck, su
Leonce y Lena, su Muerte de Dantón) lo califican el "anti-Jünger" (y a éste,
el "Borges alemán"). Büchner era -como Walsh- un agitador. Walsh era, como
Büchner, un contrabandista de la literatura. Büchner era un comunista
precoz; Walsh, un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa.
Ernst Jünger (el Borges alemán -o Borges, el Jünger argentino) ha sido
denominado no sin cierta ternura en un seminario cumbre de Berlín un
fascista noble de frialdad proporcionada, donde el calificativo de fascista
no fue pensado en peyorativo sino como categoría de pensamiento. Tal vez
para evitar confusiones, el sociólogo Oskar Negt se apresuró a corregir
aquel título por el de un antidemócrata constitucional. De cualquier manera,
Jünger (el Borges alemán) ha construido los fuertes pilares del edificio
teórico de la revolución conservadora. Un pionero. ¿Walsh, el anti-Borges?
Tal vez una definición excesivamente ampulosa, un poco para asustar al
descuidado. O más bien una búsqueda desesperada de congruencia entre los
conceptos de moral, estética y política. Walsh es siempre joven, impetuoso.
Vuelo y profundidad. En su conversación con el lector pobre de novelas
policiales hay genio, tragedia, misterio, ansia. (¿Qué es literatura,
acaso?) Nunca le van a perdonar a Walsh eso: que ha quedado siempre
joven. Se les escapa de los moldes y las escuelas. Supo ver y desnudó a toda
la sociedad argentina cuando dejó de jugar al ajedrez y se asomó a ver qué
pasaba. Así nació Operación Masacre. En esas pocas páginas está toda esa
sociedad argentina que no dejó de gobernar nunca. Están los uniformados pero
también la justicia, en esos personajes próceres del derecho: Sebastián
Soler, Alconada Aramburu, Amílcar Mercader. Que van y vienen y cambian de
nombre pero no de rostro y están en todas las épocas, desde 1810.
Operación Masacre es el gran grito de alerta. Nadie como Walsh supo
describir a los verdaderos fundadores de la gran masacre que vendría
después. El teniente coronel Fernández Suárez no es nada más que la
reencarnación del otro teniente coronel Héctor Benigno Várela, fusilador de
las peonadas patagónicas, y el predecesor contemporáneo de esas figuras casi
inverosímiles en su crueldad y su brutal soberbia: Menéndez, Massera, Camps.
El método de Fernández Suárez es el mismo: la bravata, el golpe, la
intimidación, la tortura, el robo de las pertenencias, el asesinato. Walsh
pone una a una las pruebas sobre la mesa. Los Aramburu, Rojas, Manrique
Quaranta recurren a los civiles. Los civiles encuentran siempre la solución.
El discurso de Aguirre Lanari -hombre de todas las dictaduras y de nuestras
pobres democracias- en La Plata, lo dice todo. El asesino será
aplaudido.
Walsh no se queja: demuestra. Cuando uno lee Operación Masacre puede
entender muy bien el porqué de la reacción de la juventud en los sesenta y
setenta. Ahí está la raíz de la violencia. Había que ser muy pequeño, como
joven, para no sentir vergüenza. Vendrá el golpismo como profesión, con
aquellos protagonistas dignos de sainetes y novelones de principios de
siglo, como los Toranzo Montero, Sánchez de Bustamante, López Aufranc. Y
después de ellos aparecerá un Aramburu franquista: el triste Onganía con su
general Fonseca, aquél de los bastones largos. Todo esto y mucho más. Ése
era el ejemplo de democracia que se daba a nuestra juventud. Se sembró
violencia. Y sus obispos representativos fueron generales y almirantes de
gestos mesurados, respaldados por intelectuales afincados en la aristocracia
de la cultura y políticos ansiosos asomados a la puerta de los cuarteles,
mientras se apaleaba y se metía picana al vulgo, a los plebeyos. No había
más censura para las clases lectoras pero se metía bala en los basurales. Un
pueblo, de la mano de la democracia peronista a la nueva década infame de
los cincuenta y sesenta; la primera, de trece años; la segunda, de
dieciocho. Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro,
le basta escribir a Walsh.
Y más adelante: Entonces estamos todos avergonzados. Ahí le
está dictando su conciencia, él se limita a teclear. Él tampoco es un héroe
de película sino solamente un hombre que se anima; sí, al hablar de otro,
Walsh se está describiendo a sí mismo. Y toma contacto con los que van a ser
sus personajes: He hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos,
conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos.
Walsh, como Arlt, no sublimiza a la gente de pueblo. Para Walsh es como es y
en tres líneas la retrata al hablarnos de un vecino, don Pedro: Sus ideas
son enteramente comunes, las ideas de la gente del pueblo; por lo general
acertadas con respecto a las cosas concretas y tangibles, nebulosas o
arbitrarias en otros terrenos. Walsh no se hace ilusiones, los toma como
son, pero no por eso hay que fusilarlos ni picanearlos. Los describe como
Arlt pinta en aguafuerte el fusilamiento de Di Giovanni, cuando ve morir a
un hombre, no al más perseguido de la sociedad. No hay adjetivos ni
metáforas. Es un hombre que muere. Un hombre más que muere: el protagonista
verdadero es toda la sociedad lasciva y soplona que lo fusila. Operación
Masacre es el prólogo de la tragedia que vendrá después. Aramburu y Rojas
serán el prólogo de Videla y Massera. Rodolfo Walsh se convertirá de testigo
en protagonista. Será asesinado a balazos, como sus personajes de José León
Suárez. Nuestra sociedad aplaude frenética a nuestros intelectuales que
cumplen ochenta años y nos han ayudado tanto a tener siempre prestos el
punto final y la obediencia debida. Rodolfo Walsh no existe. Es sólo un
personaje de ficción. El mejor personaje de la literatura argentina. Apenas
un detective de una novela policial para pobres. Que no va a morir nunca.
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OPERACIÓN
MASACRE
A
Enriqueta Muñiz
Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente
ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de
la policía. COMISARIO INSPECTOR RODOLFO RODRÍGUEZ MORENO
La primera noticia sobre los
fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a
fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se
hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única
maniobra militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de
Schlechter en la apertura siciliana. En ese mismo lugar, seis meses
antes, nos había sorprendido una medianoche el cercano tiroteo con que
empezó el asalto al comando de la segunda división y al departamento de
policía, en la fracasada revolución de Valle. Recuerdo cómo salimos en
tropel, los jugadores de ajedrez, los jugadores de codillo y los
parroquianos ocasionales, para ver qué festejo era ése, y cómo a medida que
nos acercábamos a la plaza San Martín nos íbamos poniendo más serios y
éramos cada vez menos, y al fin cuando crucé la plaza, me vi solo, y cuando
entré a la estación de ómnibus ya fuimos de nuevo unos cuantos, inclusive un
negrito con uniforme de vigilante que se había parapetado detrás de unas
gomas y decía que, revolución o no, a él no le iban a quitar el arma, que
era un notable Mauser del año 1901. Recuerdo que después volví a
encontrarme solo, en la oscurecida calle 54, donde tres cuadras más adelante
debía estar mi casa, a la que quería llegar y finalmente llegué dos horas
más tarde, entre el aroma de los tilos que siempre me ponía nervioso, y esa
noche más que otras. Recuerdo la incoercible autonomía de mis piernas, la
preferencia que, en cada bocacalle, demostraban por la estación de ómnibus,
a la que volvieron por su cuenta dos y tres veces, pero cada vez de más
lejos, hasta que la última no tuvieron necesidad de volver porque habíamos
cruzado la línea de fuego y estábamos en mi casa. Mi casa era peor que el
café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas
y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde
entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un
comando o un departamento de policía. Tampoco olvido que, pegado a la
persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: "Viva
la patria" sino que dijo: "No me dejen solo, hijos de puta". Después no
quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que
dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que
anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche.
Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa.
¿Puedo volver al ajedrez?
2006 - Monumento a los caídos en José León Suárez
Puedo. Al ajedrez y a la
literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la
novela "seria" que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que
hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo.
La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de
balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al
aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Pudo
ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba. Seis meses
más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un
hombre me dice: –Hay un fusilado que vive. No sé qué es lo que
consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de
improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy
hablando con Juan Carlos Livraga. Pero
después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande
en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado
flotando una sombra de muerte. Me siento insultado, como me sentí sin
saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana. Livraga
me cuenta su historia increíble; la creo en el acto. Así nace aquella
investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí,
por segunda vez me saca de "las suaves, tranquilas estaciones". Ahora,
durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi
trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese
nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré
en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento
las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre
caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el
otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que
se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron. Porque lo que
sabe Livraga es que eran unos cuantos y los llevaron a fusilar, que eran
como diez y los llevaron, y que él y Giunta estaban vivos. Ésa es la
historia que le oigo repetir ante el juez, una mañana en que soy el primo de
Livraga y por eso puedo entrar en el despacho del juez, donde todo respira
discreción y escepticismo, donde el relato suena un poco más absurdo, un
grado más tropical, y veo que el juez duda, hasta que la voz de Livraga
trepa esa ardua colina detrás de la cual sólo queda el llanto, y hace ademán
de desnudarse para que le vean el otro balazo. Entonces estamos todos
avergonzados, me parece que el juez se conmueve y a mí vuelve a conmoverme
la desgracia de mi primo. Ésa es la historia que escribo en caliente y de
un tirón, para que no me ganen de mano, pero que después se me va arrugando
día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la
quiere publicar, y casi ni enterarse. Es que uno llega a creer en las
novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así,
con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones, piensa que
está corriendo una carrera contra el tiempo, que en cualquier momento un
diario grande va a mandar una docena de reporteros y fotógrafos como en las
películas. En cambio se encuentra con un multitudinario esquive de bulto.
Es cosa de reírse, a doce años de distancia porque se pueden revisar las
colecciones de los diarios, y esta historia no existió ni existe. Así que
ambulo por suburbios cada vez más remotos del periodismo, hasta que al fin
recalo en un sótano de Leandro Alem donde se hace una hojita gremial, y
encuentro un hombre que se anima. Temblando y sudando, porque él tampoco es
un héroe de película, sino simplemente un hombre que se anima, y eso es más
que un héroe de película. Y la historia sale, es un tremolar de hojitas
amarillas en los kioscos, sale sin firma, mal diagramada, con los títulos
cambiados, pero sale. La miro con cariño mientras se esfuma en diez millares
de manos anónimas.
Pero he tenido más suerte
todavía. Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se
llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas
pocas líneas. Simplemente quiero decir que en algún lugar de este libro
escribo "hice", "fui", "descubrí", debe entenderse "hicimos", "fuimos",
"descubrimos". Algunas cosas importantes las consiguió ella sola, como los
testimonios de los exiliados Troxler, Benavídez, Gavino. En esa época el
mundo no se me presentaba como una serie ordenada de garantías y
seguridades, sino más bien como todo lo contrario. En Enriqueta Muñiz
encontré esa seguridad, valor, inteligencia que me parecían tan rarificados
a mi alrededor. Así que una tarde tomamos el tren a José León Suárez,
llevamos una cámara y un pianito a lápiz que nos ha hecho Livraga, un
minucioso plano de colectivero con las rutas y los pasos a nivel, una
arboleda marcada y una (x), que es donde fue la cosa. Caminamos como ocho
cuadras por un camino pavimentado, en el atardecer, divisamos esa alta y
obscura hilera de eucaliptos que al ejecutor Rodríguez Moreno le pareció "un
lugar adecuado al efecto", o sea al efecto de tronarlos, y nos encontramos
frente a un mar de latas y espejismos. No es el menor de esos espejismos la
idea de que un lugar así no puede estar tan tranquilo, tan silencioso y
olvidado bajo el sol que se va a poner, sin que nadie vigile la historia
prisionera en la basura cortada por la falsa marea de metales muertos que
brillan reflexivamente. Pero Enriqueta dice "Aquí fue" y se sienta en la
tierra con naturalidad para que le saque una foto de picnic, porque en ese
momento pasa por el camino un hombre alto y sombrío con un perro grande y
sombrío. No sé por qué uno ve esas cosas. Pero aquí fue, y el relato de
Livraga corre ahora con más fuerza, aquí el camino, allá la zanja y por
todas partes el basural y la noche. Al día siguiente vamos a ver al otro
que se salvó, Miguel Ángel Giunta, que nos recibe con un portazo en las
narices, no nos cree cuando le anunciamos que somos periodistas, nos pide
credenciales que no tenemos, y no sé qué le decimos, a través de la mirilla,
qué promesa de silencio, qué clave oculta, para que vaya abriendo la puerta
de a poco, y vaya saliendo, cosa que le lleva como media hora, y hable, que
le lleva mucho más. Es matador escuchar a Giunta, porque uno tiene la
sensación de estar viendo una película que, desde que se rodó aquella noche,
gira y gira dentro de su cabeza, sin poder parar nunca. Están todos los
detallecitos, las caras, los focos, el campo, los menudos ruidos, el frío y
el calor, la escapada entre las latas, y el olor a pólvora y a pánico, y uno
piensa que cuando termine va a empezar de nuevo, como es seguro que empieza
dentro de su cabeza ese continuado eterno, "Así me fusilaron". Pero lo que
más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro, cómo está lastimado por
ese error que cometieron con él, que es un hombre decente y ni siquiera fue
peronista, "y todo el mundo le puede decir quién soy yo". Aunque eso ya no
es seguro, porque hay dos Giuntas, éste que habla torrencialmente mientras
se pasa la gran película, y otro que a veces se distrae y consigue sonreír y
hacer un chiste como antes. Parece que aquí va terminar el caso, porque
no hay más que contar. Dos sobrevivientes, y los demás están muertos. Uno
puede publicar el reportaje a Giunta y volver a aquella partida que dejó
suspendida en el café hace un mes. Pero no termina. A último momento Giunta
se acuerda de una creencia que él tiene, no de algo que sabe, sino de algo
que ha imaginado o que oyó murmurar, y es que hay un tercer hombre que se
salvó. Entretanto la gran divinidad de la picana y sus metralletas
empieza a tronar desde La Plata. La hojita del reportaje flota en los
pasillos de la Jefatura de Policía, y el teniente coronel Fernández Suárez
quiere saber qué bochinche es ése. El reportaje no estaba firmado, pero al
pie de los originales figuraban mis iniciales. En el diarito trabajaba un
periodista con las mismas iniciales, aunque a él le tocaron en otro orden:
J. W. R. Una madrugada se despierta para contemplar una interesante
concentración de fusiles y otros implementos silogísticos, y su espíritu
experimenta esa gran emoción previa a una verdad por revelarse. Lo sacan en
calzoncillos y lo trasladan en un vuelo a La Plata y a la Jefatura, lo
sientan en un sillón y enfrente está sentado el teniente coronel, que le
dice, "Y ahora por favor, hágame un reportaje a mí. El periodista aclara que
no es a él a quien corresponden esos honores, mientras por lo bajo se
acuerda de mi madre. La rueda sigue girando, hay que ir por esos
andurriales en busca del tercer hombre, Horacio di Chiano, que se ha vuelto
lombriz y vive bajo tierra. Parece que ya nos conocen en muchas partes, los
chicos por lo menos nos siguen, y un día una nena nos para en la calle.
–El señor que ustedes buscan –nos dice–, está en su casa. Les van a decir
que no está, pero está. –¿Y vos sabes por qué venimos? –Sí, yo sé
todo. Bueno, Casandra. Nos dicen que no está, pero está, y hay que ir
venciendo las barreras protectoras, las cautelosas deidades que custodian a
un enterrado vivo, esta pared, esta cara que niega y desconfía. Se pasa del
sol de la calle a la sombra del porch, se pide un vaso de agua y se está
adentro, en la obscuridad, se pronuncian palabras-ganzúa, hasta que la más
oxidada del manojo funciona, y don Horacio di Chiano sube la escalera tomado
de la mano de su mujer, que lo trae como un chico. Así que son tres.
Al día siguiente llega al periódico una carta anónima y dice que "lograron
fugar: Livraga, Giunta y el ex suboficial Gavino". Así que son cuatro. Y
Gavino, dice la carta, "pudo meterse en la embajada de Bolivia y asilarse a
aquel país". En la embajada de Bolivia no encuentro pues a Gavino, pero
encuentro a su amigo Torres, que sonríe, cuenta con los dedos, me dice: "Le
faltan dos", y me habla de Troxler y Benavídez. Así que son seis. Y ya
que estamos, ¿no serán siete? Puede ser, me dice Torres, porque había un
sargento, con un apellido muy común, algo así, como García o Rodríguez, y
nadie sabe qué ha sido de él. A los dos o tres días vuelvo a ver a Torres
y le disparo a quemarropa: –Rogelio Díaz. Se le ilumina la cara.
–¿Cómo hizo? Ya no recuerdo cómo hice. Pero son siete. Entonces puedo
sentarme, porque ya he hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos,
conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. En
el mes de mayo, tengo escrita la mitad de este libro. Otra vez el paseo en
busca de alguien que lo publique. Por esa época los hermanos Jacovella han
sacado una revista. Hablo con Bruno, después con Tulio. Tulio Jacovella lee
el manuscrito, y se ríe, no del manuscrito, sino del lío en que se va a
meter, y se mete. Lo demás es el relato que sigue. Se publicó en
"Mayoría", de mayo a julio de 1957. Después hubo apéndices, corolarios,
desmentidas y réplicas, que prolongaron esa campaña hasta abril de 1958. Los
he suprimido, así como parte de la evidencia que usé entonces y que
reemplazo aquí por otra más categórica. Frente a esta nueva evidencia, creo
que la polémica queda descartada. Agradecimientos: al doctor Jorge
Doglia, ex jefe de la división judicial de la policía de la provincia,
exonerado por sus denuncias sobre este caso; al doctor Máximo von Kotsch,
abogado de Juan C. Livraga y Miguel Giunta; a Leónidas Barletta, director
del periódico "Propósitos", donde se publicó la denuncia inicial de Livraga;
al doctor Cerruti Costa, director del desaparecido periódico "Revolución
Nacional", donde aparecieron los primeros reportajes sobre este caso; a
Bruno y Tulio Jacovella; al doctor Marcelo Sánchez Sorondo, que publicó la
primera edición en libro de este relato; a Edmundo A. Suárez, exonerado de
Radio del Estado por darme una fotocopia del libro de locutores de esa
emisora, que probaba la hora exacta en que se promulgó la ley marcial; al ex
terrorista llamado "Marcelo", que se arriesgó a traerme información, y poco
después fue atrozmente picaneado; al informante anónimo que firmaba
"Atilas"; a la anónima Casandra, que sabía todo; a Horacio Manigua, que me
dio albergue; a los familiares de las víctimas.
Nicolás Carranza no era un hombre feliz, esa noche
del 9 de junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su
casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del
todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba
de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra. Por un momento, sin
embargo, pudo olvidar sus preocupaciones. Tras el azorado silencio inicial,
un coro de voces chillonas se alzó para recibirlo. Seis hijos tenía Nicolás
Carranza. Los más pequeños se habrán prendido a sus rodillas. La mayor,
Elena, habrá puesto la cabeza al alcance de la mano del padre. La ínfima
Julia Renée –cuarenta días apenas– dormitaba en su cuna. Su compañera,
Berta Figueroa, alzó los ojos de la máquina de coser. Le sonrió con mezcla
de pena y alegría. Siempre era igual. Siempre llegaba así su hombre: huido,
nocturno, fugaz. A veces se quedaba una noche, después desaparecía las
semanas. Por ahí le hacía llegar un mensaje: estaba en casa de tal amigo. Y
entonces era ella quien iba a su encuentro, dejando los chicos a alguna
vecina, y pasaba con él unas horas transidas de temor, de zozobra, de la
amargura de tener que dejarlo y esperar el lento paso del tiempo sin
noticias suyas. Era peronista Nicolás Carranza. Y estaba prófugo. Por
eso, cuando en furtivos regresos como éste algún chico del barrio le gritaba
al encontrarlo: "¡Adiós, don Carranza!", él... apresuraba el paso y no
contestaba. –¡Eh, don Carranza! –lo seguía la curiosidad. Pero don
Carranza –silueta baja y maciza en la noche– se alejaba rápidamente por la
calle de tierra, levantando hasta los ojos las solapas del sobretodo. Y
ahora estaba sentado en el sillón del comedor, hamacando en las rodillas a
Berta Josefa, de dos años, y a Carlos Alberto, de tres, y acaso a Juan
Nicolás, de cuatro –toda una escalera de pibes tenía, don Carranza–,
hamacándolos e imitando el fragor y el silbato de los trenes que manejaban
hombres como él, gente de esa barriada ferroviaria. Después conversó con
la preferida, Elena, de once años –alta y espigada para su edad, grandes
ojos pardos–, le contó algo de sus andanzas mezclado con algo de fábula
risueña, y la interrogó con preocupación, con miedo, con ternura, porque, la
verdad, se le hacía un nudo en el corazón cada vez que la miraba, desde que
estuvo presa. Presa durante varias horas, aunque parezca cuento, la
tuvieron en Frías (Santiago del Estero) el 26 de enero de 1956. El padre la
había dejado allí el 25 con familiares de la madre, aprovechando uno de sus
viajes regulares en la línea al Norte del Belgrano, donde trabajaba como
camarero, y había seguido de largo. En Simoca, provincia de Tucumán, lo
detuvieron por una denuncia de distribuir panfletos que nunca llegó a
probarse. A las ocho de la mañana siguiente la sacaron a Elena de la casa
de sus parientes, la llevaron sola a la comisaría y la interrogaron durante
cuatro horas. ¿Llevaba panfletos su padre? ¿Era peronista su padre? ¿Era un
delincuente su padre? Se enloqueció don Carranza cuando supo la noticia.
–A mí, que me hagan cualquier cosa. Pero a una criatura... Rugía y
sollozaba. Se les disparó en Tucumán. Y
seguramente desde entonces asomó un brillo peligroso en la mirada de este
hombre de rostro firme y despejado, que antes era de ánimo alegre,
aficionado a las diversiones y amigo preferido de todos los chicos del
barrio, propios y ajenos. Cenaron todos juntos esta noche del 9 de junio
en esa casa del barrio obrero de Boulogne. Después acostaron los chicos y
quedaron solos, él y Berta. Ella le habló de sus penas, de sus
preocupaciones. ¿El ferrocarril no les quitaría la casa, ahora que él estaba
cesante y prófugo? Era una buena casa, de material, con flores en el jardín,
y allí entraban todos, hasta un par de muchachas fabriqueras que había
tomado como pensionistas para ayudarse. ¿Con qué iban a vivir ella y los
chicos si se la quitaban? Le habló de sus temores. Siempre ese temor de
que lo agarraran una noche cualquiera y lo golpearan en cualquier comisara
hasta dejarlo idiota. Y le repitió el eterno ruego: –Entrégate. Si te
entregas, a lo mejor no te pegan. Y de la cárcel se sale, Nicolás... Él
no quería. Se refugiaba en afirmaciones duras, secas, definitivas: –No he
robado. No he matado. No soy un delincuente. La pequeña radio, sobre la
repisa del aparador, transmitía una música popular. Tras un largo silencio
Nicolás Carranza se levantó, descolgó el sobretodo de la percha y lentamente
se lo puso. Ella volvió a mirarlo con expresión resignada. –¿Dónde
vas? –Tengo que hacer. A lo mejor vuelvo mañana. –No dormís acá.
–No. Esta noche no duermo acá. Entró en el dormitorio y fue besando a
todos los chicos, uno por uno: Elena, María Eva, Juan Nicolás, Carlos
Alberto, Berta Josefa, Julia Renée. Después se despidió de su mujer.
–Hasta mañana. Le dio un beso, salió a la vereda y dobló a la izquierda.
Cruzó la calle B., apenas unos pasos y se detuvo frente a la casa 32.
Llamó a la puerta.
2. GARIBOTTI
Casa de muchachones bravos y ambiente acaso
tempestuoso ésta de los Garibotti, en el Barrio Obrero de Boulogne. El
padre, Francisco, era una estampa de hombre: alto, musculoso, cara cuadrada
y enérgica, de ojos un poco hostiles, bigote fino que rebasa ampliamente las
comisuras de los labios. Hermosa mujer también la madre, aunque de rasgos
duros y plebeyos. Alta, resuelta, de boca algo desdeñosa y ojos que no
sonríen. Los hijos también son seis, como los de Carranza, pero ahí
termina la semejanza. Varones, los cinco mayores, desde Juan Carlos que va a
cumplir dieciocho, hasta Norberto, que tiene once. Delia Beatriz, de
nueve, mitiga un poco ese ambiente cerradamente varonil. Morena, de
flequillo, ojos risueños, el padre se ablanda frente a ella. Una foto en una
vitrina la muestra de guardapolvo blanco, junto al pizarrón escolar. Toda
la familia está representada en las paredes. Pegadas a una gran cartulina y
dentro de un marco amarillean remotas instantáneas de Francisco y Florinda
–son jóvenes y se ríen en un parque–, fotos de carnet del padre y de los
chicos y hasta algunos rostros fugaces de parientes o amigos. También han
estado aquí, como en lo de Carranza, los infaltables "retrateros" y han
dejado, tras un doble marco "bombé", una profusión de azules y dorados que
pretenden representar a dos de los muchachos, no adivinamos cuáles. La
pasión decorativa o recordatoria culmina en la prevista litografía de
Gardel, recortado en negro, el sombrero casi tapándole la cara, el pie
apoyado en una silla, pulsando la guitarra. Pero es una casa limpia,
sólida, discretamente amoblada, una casa donde puede vivir bien un obrero. Y
"la empresa" les cobra menos de cien pesos de alquiler. De ahí tal vez
que Francisco Garibotti no quiera meterse en líos. Sabe que las cosas andan
mal en el gremio –interventores militares y compañeros presos–, pero todo
eso pasará algún día. Hay que tener paciencia y esperar. Treinta y ocho
años tiene Garibotti, y dieciséis de servicio en el Ferrocarril Belgrano.
Ahora trabaja en la línea local. Esa tarde ha dejado el servicio
alrededor de las cinco y se ha venido directamente a casa. De los hijos
varones, a quien prefiere es tal vez al segundo. Se llama como él:
Francisco, con el agregado de Osmar. Tiene dieciséis años este muchacho de
mirada seria, que también está por entrar en el ferrocarril. Hay
verdadera camaradería entre ambos. Al padre le gusta tocar la guitarra y el
muchacho canta. Es lo que hacen esa tarde. Obscurece pronto estos días de
junio, en pleno invierno. Cuando quieren acordar, ya es de noche. La
madre pone la mesa para la cena. En la cocina crepita una sartén. Ya casi
ha terminado de cenar Francisco Garibotti –un bife con huevos fritos comió
esa noche– cuando llaman a la puerta. Es don Carranza. ¿Qué viene a
hacer Nicolás Carranza? –Vino a sacármelo. Para que me lo devolvieran
muerto –recordará Florinda Allende con rencor en la voz. Hablan un rato
los dos hombres. Florinda se ha retirado a la cocina. Presiente que al
marido le ha entrado la comezón de salir esta noche de sábado, y ella va a
pelear su derecho, pero en su dominio, sin la presencia del vecino. No
tarda en entrar Francisco. –Tengo que salir –dice, sin mirarla.
–íbamos al cine –le recuerda ella. –Sí, es cierto. A lo mejor tenemos
tiempo de ir más tarde. –Habías quedado en salir conmigo. –Vuelvo en
seguida. Hago una diligencia y vuelvo. –No sé qué diligencia tendrás que
hacer. –Después te explico. La verdad –aclara anticipándose al reproche–,
a mí también me tiene un poco cansado éste... Con sus cosas ... –No
parece. –Mira, es la última vez que le llevo el apunte. Espérame un rato.
Y como para reafirmar que sale apenas por un momento, que tiene toda la
intención de volver lo antes posible, grita ya desde la puerta mientras
termina de ponerse el sobretodo: –Si llega Vivas, decile que me espere.
Que voy a hacer una diligencia y vuelvo. Salen los dos amigos. Caminan
varias cuadras por la larga calle Guayaquil, doblan a la derecha, rumbo a la
estación. Allí toman el primer local que va a Florida. Son apenas unos
minutos de tren. No hay testigos de lo que hablan. Sólo podemos formular
conjeturas. Es posible que Garibotti vuelva a repetir a su amigo el consejo
de Berta Figueroa: que se entregue. Es posible que Carranza a su vez quiera
hacerle algún encargo para el caso de que él llegue a faltar de su casa.
Quizá esté enterado del motín que se acerca y se lo mencione. O le diga
simplemente: –Vamos a casa de un amigo a escuchar la radio. Van a pasar
una noticia... También caben explicaciones más inocentes. Una partida de
naipes o la pelea de Lausse que se va a transmitir luego por radio. Algo
hubo de todo eso. Lo indudable es que Garibotti ha salido de mala gana y con
el propósito de volver pronto. Si después no lo hace es porque han logrado
conquistar su curiosidad, o su interés, o su inercia. No lleva armas encima
y en ningún momento las tendrá en sus manos. También Carranza va
desarmado. Se dejará arrestar sin resistencia. Se dejará matar como un
chico, sin un solo movimiento de rebeldía. Pidiendo inútilmente clemencia
hasta el balazo final. Bajan en Florida. Doblan a la derecha y cruzan las
vías. Caminan seis cuadras por la calle Hipólito Yrigoyen. Atraviesan
Franklin. Se detienen –Carranza se detiene– ante una finca con dos
portoncitos de madera pintados de celeste que dan a un mismo jardín.
Entran por el de la derecha. Se internan por un largo pasillo. Llaman a una
puerta. De Garibotti no volveremos a tener referencias ciertas. Para que
alguna recojamos de Carranza antes del silencio definitivo, tendrán que
pasar muchas horas. Y muchas cosas incomprensibles.
3. DON HORACIO
Florida , sobre el F. C. Belgrano, está a 24 minutos de Retiro. No es lo
mejor del partido de Vicente López, pero tampoco es lo peor. El municipio
regatea el agua y las obras sanitarias, hay baches en los pavimentos, faltan
letreros indicadores en las esquinas, pero el pueblo vive a pesar de todo.
El barrio en que van a ocurrir tantas cosas imprevistas está a unas seis
cuadras de la estación, yendo al oeste. Ofrece los violentos contrastes de
las zonas en desarrollo, donde confluyen lo residencial y lo escuálido, el
chalet recién terminado junto al baldío de yuyos y de latas. El habitante
medio es un hombre de treinta a cuarenta años que tiene su casa propia, con
un jardín que cultiva en sus momentos de ocio, y que aún no ha terminado de
pagar el crédito bancario que le permitió adquirirla. Vive con una familia
no muy numerosa y trabaja en Buenos Aires como empleado de comercio o como
obrero especializado. Se lleva bien con los vecinos y propone o acepta
iniciativas para el bien común. Practica deportes –por lo general el
fútbol–, conversa los temas habituales de la política, y bajo cualquier
gobierno protesta sin exaltarse contra el alza de la vida y los transportes
imposibles. Sobre este esquema se da una gama no muy amplia de
variaciones. La vida es tranquila, sin altibajos. Aquí, en realidad, nunca
ocurre nada. En invierno las calles quedan semidesiertas a hora temprana.
Las esquinas están mal iluminadas y hay que cruzarlas con precaución para no
enfangarse en los charcos provocados por la falta de desagües. Donde hay un
puentecito o una hilera de piedras para facilitar el cruce, es obra de los
vecinos. A veces el agua obscura llega de un cordón a otro, y más que verse
se adivina por el reflejo de alguna estrella o de los macilentos faroles que
languidecen en los porches hasta altas horas. Sólo en la avenida San Martín
se nota algún movimiento: un colectivo que pasa, un letrero de neón, el frío
resplandor celeste del ventanal de un bar. La casa donde han entrado
Carranza y Garibotti, donde se desarrollará el primer acto del drama y a la
que volverá por último un fantasmal testigo, tiene dos departamentos: uno al
frente y otro al fondo. Para llegar a éste, hay que recorrer un largo
pasillo, limitado a la derecha por una pared medianera y a la izquierda por
un alto cerco de ligustrina. Es tan angosto el corredor, en cuyo extremo se
divisa una puerta metálica de color verde, que sólo se puede caminar en fila
india. Conviene retener el detalle; tiene cierta importancia. El
departamento del fondo está alquilado a un hombre sobre quien volveremos a
último momento. En el del frente vive con su familia el dueño de toda la
finca, don Horacio di Chiano. Don Horacio es un hombre de pequeña
estatura, moreno, de bigotes y anteojos. Tiene alrededor de cincuenta años y
hace diecisiete que está empleado como electricista en la Ítalo. Sus
aspiraciones son simples: jubilarse y luego trabajar un tiempo por cuenta
propia, antes de retirarse definitivamente. Su casa trasciende clase
media apacible y satisfecha. Desde los muebles de serie hasta los platos
ornamentales que en las paredes reiteran distraídas sentencias –"Errar es
humano, perdonar es divino"– o alguna audacia ingenua: "El amor hace pasar
el tiempo, el tiempo hace pasar el amor", hasta la imagen devota que ha
colocado en un rincón la esposa, o la única hija, Nélida, silenciosa
muchacha de veinticuatro años. Lo único notable es cierta abundancia de
cortinados, de almohadones, de alfombras. La señora Pilar –cabellos blancos
y modales apacibles– es tapicera. Este sábado es para don Horacio
idéntico a otros centenares de sábados. Ha permanecido de guardia en su
empleo. Su trabajo consiste en reparar desperfectos en las instalaciones de
los abonados. A las cinco de la tarde recibe el último reclamo, procedente
de Palermo. Sale hacia allá, arregla la instalación y vuelve a Central. Para
entonces ya es de noche. A las 20.45 comunica telefónicamente su salida a la
oficina de Balcarce y emprende el regreso a su casa. Nada hay de nuevo en
esta rutina. Es la misma de años y años. Tampoco el mundo es distinto cuando
él toma el tren en la estación Retiro del Belgrano. Los diarios de la noche
no traen noticias de mayor importancia. En los Estados Unidos han operado al
general Einsenhower. En Londres y Washington se comentan las notas de
Bulganin sobre el desarme. San Lorenzo derrota a Huracán en un encuentro
anticipado del campeonato de fútbol. El general Aramburu realiza uno de sus
periódicos viajes, esta vez a Rosario. El interventor federal lo recibe con
efusiones líricas: "... ha llegado la hora de trabajar en paz, de
fructificar en paz, de soñar en paz y de amar en paz...". El Presidente
responde con una frase que al día siguiente va a repetir, pero en
circunstancias distintas: "No teman los temerosos. La libertad ha ganado la
partida". Más tarde da a los periodistas que lo acompañan paternales
consejos sobre la forma de decir la verdad. Nada nuevo, realmente, sucede en
el mundo. Lo único de algún interés son los cálculos y comentarios previos a
la gran pelea de box que por el título sudamericano se realiza esa noche en
el Luna Park. El arribo de don Horacio a su casa coincide con el de otro
vecino, que vive cincuenta metros más lejos, sobre la misma calle Yrigoyen.
Es Miguel Ángel Giunta. Se detienen un momento a conversar. No hay real
amistad entre ellos –hace menos de un año que se conocen–, pero sí una
relación cordial de vecinos. Por la mañana suelen tomar juntos el mismo
tren. Don Horacio lo ha invitado más de una vez a entrar en su casa. Giunta
no halló hasta ahora la oportunidad de aceptar, pero esta noche se renueva
el ofrecimiento: –¿Por qué no viene a escuchar la pelea después de la
cena? Giunta titubea. –No le prometo nada. Pero puede ser. –Traiga
a su señora –insiste don Horacio. En realidad, ése es el motivo por el
que vacila Giunta. Esa tarde, al salir, ha dejado a su esposa un poco
indispuesta. Si la encuentra mejor, es posible que venga. Quedan en eso los
dos hombres. Después cada uno se apresura a entrar en su casa. Ha empezado a
apretar el frío. El termómetro marca menos de 4 grados y seguirá bajando.
Son las 21.30. En ese momento, a treinta kilómetros de allí, en Campo de
Mayo, un grupo de oficiales y suboficiales al mando de los coroneles
Cortínez e Ibazeta inician el trágico levantamiento de junio. Don Horacio
y Giunta lo ignoran. La mayoría del país también lo ignora y seguirá
ignorándolo hasta después de medianoche. Radio del Estado, la voz oficial
de la Nación, transmite música de Haydn.
4. GIUNTA
Giunta, o don Lito como lo llaman en el barrio, vuelve
de Villa Martelli, donde ha pasado la tarde con los padres. No ha cumplido
treinta años Giunta. Es un hombre alto, atildado, rubio, de mirada clara.
Expansivo, gráfico en los gestos y el lenguaje, tiene una dosis considerable
de humor y aun de ironía escéptica. Pero lo que en el acto se desprende de
él es una impresión de honradez sólida, de sinceridad. De todos los testigos
que sobrevivan al drama, ninguno resultará tan convincente, a ninguno le
resultará tan fácil y natural evidenciar su inocencia, mostrarla concreta y
casi tangible. Bastará hablar una hora con él, oírle recordar, ver la
indignación y el evocado espanto que paulatinamente le brotan de adentro, le
asoman a los ojos y hasta le erizan el cabello, para deponer toda
incredulidad. Hace quince años que trabaja Giunta como vendedor en una
zapatería de Buenos Aires. Importa señalar dos cualidades menores, recogidas
en el oficio. Por un lado, cierta "psicología" práctica que en oportunidades
le permite adivinar deseos e intenciones de sus clientes, no siempre
fáciles, y por extensión, de otras personas. Luego, una envidiable facultad
de fisonomista, adiestrada en el transcurso de los años. No sospecha
–mientras cena en esa casa apacible, adquirida con su esfuerzo, rodeado del
afecto de los suyos–, que esas cualidades le ayudarán horas más tarde a
salir del trance más amargo de su vida.
5. DÍAZ: DOS INSTANTÁNEAS
Al departamento del fondo, entretanto, van llegando algunas personas. En
un momento habrá alrededor de quince hombres jugando a los naipes en torno a
dos mesas, escuchando la radio o conversando. Algunos se irán y vendrán
otros. En ciertos casos será difícil establecer con precisión la cronología
de estos arribos y partidas. Y no sólo la cronología. Hasta la identidad de
uno o dos de los protagonistas quedará finalmente borrosa o ignorada.
Sabemos, por ejemplo, que alrededor de las 21 aparece un hombre llamado
Rogelio Díaz, pero no sabemos con exactitud quién lo trae ni a qué viene.
Sabemos que es un suboficial (sargento sastre, dicen algunos), retirado de
la Marina, pero no sabemos por qué se ha –o lo han– retirado. Sabemos que
vive muy cerca de allí, en Munro, pero ignoramos si es esa simple proximidad
lo que explica su presencia. Sabemos que está casado y tiene dos o tres
chicos, pero más tarde nadie podrá indicarnos el paradero exacto de su
familia. ¿Está comprometido con el movimiento revolucionario? Puede ser.
También puede ser que no. Lo único preciso, lo único en que coinciden
quienes recuerdan haberlo visto, es en su aspecto físico, un hombre
corpulento, provinciano, muy moreno, de edad indefinible ("Usted sabe que a
los negros es difícil conocerles la edad..."), alegre conversador, que en un
momento estará jugando con entusiasmo al chinchón, y en otro momento muy
distinto –cuando ya todos temen– roncará apacible y estruendosamente en un
banco de la Unidad Regional San Martín, como si no tuviera el más leve peso
en su conciencia. En estas dos instantáneas puede resumirse toda la vida de
un hombre.*
* Cuando mencioné por primera vez a Díaz en mis notas
para "Revolución Nacional" su existencia y supervivencia eran más bien una
hipótesis, que afortunadamente pude luego comprobar. La persona que me lo
había nombrado, sólo recordaba su apellido, y aun de eso no estaba seguro.
Interrogando a un número bastante grande de testigos secundarios, deduje que
efectivamente existió un sargento Díaz. Curiosamente, nadie recordaba su
nombre de pila y casi todos lo daban por muerto. Hasta que en un semanario
encontré una lista de presos en Olmos, donde figuraba un tal "Díaz Rogelio".
Mis informantes recordaron entonces que ése –Rogelio– era su nombre de pila.
Mientras se publicaba este libro en la revista "Mayoría", recogí los
siguientes datos adicionales sobre él. Efectivamente era sargento sastre,
santiagueño, estuvo en 1952 en el Batallón 4 de Infantería de Marina (en
Dársena Norte), después pasó a la Escuela Naval de Río Santiago.
6.
LIZASO
Más nítida, más apremiante, más trágica, aparece la imagen de
Carlitos Lizaso. Tiene veintiún años este muchacho alto, delgado, pálido, de
carácter retraído y casi tímido. Pertenece a una familia numerosa de Vicente
López. En su casa la política ha sido siempre un tema dominante. Don
Pedro Lizaso, el padre, fue radical en una época. Luego simpatiza con el
peronismo. En 1947 lo designan comisionado municipal, por poco tiempo. Más
tarde se opera en él una evolución adversa. A partir de 1950 está alejado
del peronismo y ha de irse alejando cada vez más. Es prácticamente un
opositor cuando se produce la revolución de setiembre. –Teníamos la
secreta esperanza de que todo iba a cambiar, de que se conservaría lo bueno
que hubiera quedado y se destruiría lo malo –dirá luego un amigo suyo–. Pero
después... Después ya se sabe lo que ocurre. Una ola revanchista sacude
al país. Don Pedro Lizaso, envejecido, enfermo y desilusionado, vuelve a ser
opositor. Estos cambios se reflejan en sus hijos varones. En setiembre de
1955, cuando la revolución estremece a todos y los que no combaten están
pegados a la radio, escuchando las noticias oficiales y las que se filtran
del otro bando –¡singular recuerdo! nadie los fusilará por eso–, alguien le
pregunta a Carlos: –¿Por quién pelearías? –No sé –responde,
desconcertado–. Por nadie. –Pero si te obligaran, si tuvieras que elegir.
Medita un segundo antes de contestar. –Creo que por ellos –responde al
fin. Ellos son los revolucionarios. Desde entonces ha pasado mucha
agua bajo el puente. Carlos Lizaso parece haber olvidado semejantes
disyuntivas. Lo exterior de su vida es que ha abandonado sus estudios
secundarios para ayudar al padre en su oficina de martillero. Trabaja
duramente, tiene aptitud para ganar dinero, aspira a una posición y está en
camino de lograrla a pesar de su juventud. En sus momentos de descanso, se
distrae para jugar al ajedrez. Es un jugador fuerte, que interviene con
éxito en algunos torneos juveniles. No es difícil reconstruir sus
movimientos esa tarde del 9 de junio. Primero visita a una hermana. Más
tarde se va a casa de su novia, con quien permanece alrededor de una hora.
Son más de las nueve cuando se despide y se marcha. Toma un colectivo y baja
en Florida. Camina un par de cuadras, se detiene ante la casa de portones
celestes, se aventura por el largo corredor... ¿Qué sabe de la revolución
que estalla en ese mismo momento? Una vez más la contradicción, la duda. Por
una parte, es un muchacho tranquilo, reflexivo. No lleva armas encima ni
sabe manejarlas. Se ha exceptuado del servicio militar y nunca ha tenido un
simple revólver en sus manos. Por otra parte, adivinamos su actitud
mental ante el proceso político. Un detalle la confirma. Después que él
se marcha, su novia encuentra en su casa un papel escrito con la letra de
Carlos: "Si todo sale bien esta noche...". Pero todo saldrá mal.
7. ALARMAS Y PRESENTIMIENTOS
Hay un hombre, por lo menos, que
parece presentirlo. Una, dos, tres veces pasará por la casa para buscar a
Lizaso, para llevárselo, para arrancarlo a la muerte, aunque ese extremo no
pase todavía por la mente de nadie. Y será inútil. Este hombre –que más
tarde se volcará al terrorismo y se hará llamar "Marcelo"– representa un
curioso papel en los acontecimientos. Es amigo de la familia Lizaso y de
otros protagonistas. Por Carlitos siente una paternal solicitud, un cariño
que el tiempo y la desgracia tornarán amargo. Este hombre sabe lo que está
ocurriendo. De ahí que tema, que quiera llevarse al muchacho. Pero siempre
lo encontrará entretenido, animado, conversando, y se dejará disuadir por la
repetida promesa: –Dentro de diez minutos voy... "Marcelo" no se queda
conforme. Antes de marcharse por última vez se dirige al hombre a quien
estima responsable de la equívoca situación que parece advertir en el
departamento. Lo conoce. Lo lleva aparte y hablan en voz baja. –¿Sabe
algo toda esta gente? –No. La mayoría no sabe nada. –¿Y qué hacen
aquí? –Qué sé yo... Van a escuchar la pelea. –Pero usted –insiste
"Marcelo" irritado–, ¿por qué los tiene aquí? –¿Quiere que los eche? Yo
no soy el dueño de casa. La discusión llega a ser agria. "Marcelo" la
corta bruscamente: –Haga lo que quiera. Pero a ese muchacho –señala con
la cabeza a Lizaso, que conversa en un grupo alejado– no me lo lleva a
ninguna parte, ¿me oye? El otro se encoge de hombros. –Quédese
tranquilo. No lo llevo a ninguna parte. Además, ya no hay nada esta noche.
8. GAVINO
"Ya no hay nada esta noche", repite Norberto Gavino para
sus adentros. Hace rato que la radio tendría que haber dado la noticia. Por
un momento piensa que "Marcelo" tiene razón. Pero después se olvida. Si no
hay nada, tampoco hay peligro para nadie. Muchos han venido simplemente de
visita, gente a quien él ni conoce, sería ridículo decirles: "Váyanse, estoy
por hacer una revolución". Porque no hay duda de que Gavino, aunque a
estas horas se encuentre desconectado y no sepa a qué atenerse, está en el
levantamiento. Hombre de unos cuarenta años, de estatura mediana pero
atlético, suboficial de gendarmería en una época, más tarde vendedor de
terrenos, temperamento vivo, precipitado, propenso a la jactancia –y a los
peligrosos descuidos que ella acarrea en una existencia como la suya–,
Gavino venía conspirando desde bastante tiempo atrás. Y a comienzos de mayo
un lamentable episodio lo confirmó en ese camino. Su esposa, completamente
ajena a esas actividades, fue encarcelada como rehén. Gavino supo que sólo
cuando él se entregase la dejarían en libertad. Y a partir de ese momento,
sólo pensó en la revolución. Estaba prófugo, desde luego, y se creía
buscado por autoridades militares y policiales. Con sobrada razón. Todo lo
acontecido esa noche, la información periodística aparecida en días
posteriores y otros indicios lo confirman.* No halló nada mejor para eludir
el cerco, que refugiarse en el departamento de su amigo Torres. Y allí
aguardaba ahora, nerviosamente, la noticia que no llegaría a escuchar.
9. EXPLICACIONES EN UNA EMBAJADA
Y así llegamos al personaje que
explica gran parte de la tragedia –Torres, el inquilino del departamento del
fondo. Juan Carlos Torres lleva dos o tres vidas distintas. Para el
dueño de casa, por ejemplo, es el simple inquilino, que paga puntual su
alquiler y no crea problemas, aunque a veces desaparece unos días y cuando
vuelve no dice dónde ha estado. Para el vecindario es un muchacho tranquilo,
bastante popular, que acostumbra organizar en su casa "asados" y reuniones a
las que asiste gente del barrio y en las que no se habla de política. Para
la policía, en la época posterior al levantamiento, es un individuo
peligroso y escurridizo, vana e incansablemente buscado... Yo lo
encontré, por fin, muchos meses más tarde, asilado en una embajada
latinoamericana, caminando de un lado para otro en su forzoso encierro,
fumando y contemplando a través de un ventanal la ciudad tan próxima y tan
inaccesible. Volví a verlo varias veces. Alto y flaco, de abundante
cabellera negra, nariz aguileña, ojos obscuros y penetrantes, me impresionó
aun allí adentro como un hombre decidido, parco y extremadamente cauteloso.
–Yo no tengo por qué mentirle –me dijo–. Cualquier cosa perjudicial que
usted me saque, diré que es falsa, que a usted ni lo conozco. Por eso no me
importa que publique mi nombre verdadero o no. Sonrió sin animosidad. Le
expliqué que comprendía las reglas del juego.
* A mediados de 1958, Gavino me escribió desde Bolivia para
manifestar su disconformidad con el breve retrato que trazo de él, y cuya
fuente son otros testigos. Asimismo rechaza responsabilidad en la muerte de
Lizaso, pero yo nunca le atribuí esa responsabilidad. Parece claro que
Lizaso sabía algo de la revolución de Valle, y fue allí por su propia
voluntad. –A esos muchachos no tenían por qué fusilarlos –prosiguió
entonces–. A mí, vaya y pase, porque yo "estaba" y en mi casa secuestraron
documentación. Nada más que documentación, no armas como dijeron después.
Pero yo me escapé. Y Gavino también se escapó... Hizo una pausa. Quizá
pensaba en los que no se habían escapado. En los que no tenían nada que ver.
Le pregunté si se había hablado de la revolución. –Ni remotamente –dijo–.
A los que en realidad estábamos, que éramos Gavino y yo, nos bastaba una
mirada para entendernos. Pero ni él ni yo sabíamos si íbamos a actuar o
dónde. Esperábamos un contacto que no se produjo. Yo me enteré cuando Gavino
me pidió la llave del departamento, porque lo buscaba la policía. Éramos
amigos, y se la di. Es posible que algún otro haya venido porque estaba en
la onda y quería saber algo más. Su tono se volvió sombrío. –La
desgracia fue que también cayeron otros muchachos del barrio, que vieron
reunión en la casa y entraron a escuchar la pelea o jugar a las cartas, como
de costumbre. En mi casa entraba cualquiera, aun sin conocerme. Hasta dos
"tiras" llegaron esa noche y nadie se dio cuenta. La verdad es que al mismo
Livraga, ése que nombran los diarios, yo no lo conocía ni recuerdo haberlo
visto. La primera vez que lo vi fue en foto. Un interrogante flotaba
pesado entre nosotros. Juan Carlos Torres se adelantó a contestarlo. –No
les dijimos nada –explicó pesarosamente– porque la realidad es que hasta ese
momento no había nada. Mientras no tuviéramos noticias concretas, era una
noche como cualquiera. Yo no podía ponerlos sobre aviso, decirles que se
fueran, porque iba a despertar sospechas, y no acostumbro a hablar más de lo
necesario. "Unos minutos más, y cada uno se habría ido a su casa.
Entonces no habría ocurrido nada." Unos minutos más. En este caso, todo
girará alrededor de unos minutos más.
10. MARIO
En el número 1812 de la calle Franklin vive Mario
Brión. Es un chalet con un jardín, casi en una esquina, a menos de cien
metros de la casa fatídica. Brión tiene treinta y tres años esa tarde del
9 de junio. Es un hombre de estatura mediana, rubio, con una calvicie
incipiente, de bigotes. Cierta expresión melancólica se desprende quizá de
su rostro ovalado. Un muchacho serio y trabajador, dicen los vecinos. Una
vida común, sin relieves brillantes, sin deslumbres de aventura,
reconstruimos nosotros. A los quince años se emplea de oficinista, sin
abandonar sus estudios, sigue cursos de inglés, que llegará a hablar con
cierta soltura, se recibe de perito mercantil. Parece haberse fijado un plan
de vida de etapas precisas y las va cumpliendo. Con sus ahorros compra un
terreno, edifica una casa. Sólo entonces decide casarse, con su primera
novia. Más tarde les nace un hijo: Daniel Mario. Del padre, un español
que supo ganarse la vida en duros oficios, ha heredado un difuso amor a la
lectura. Es una sorpresa encontrar en su biblioteca a Horacio, a Séneca, a
Shakespeare, a Unamuno y Baroja, junto a las frías colecciones contables.
También hay allí esos libros de inevitable procedencia americana y de
títulos diversos, que pueden resolverse en uno –"Cómo triunfar en la vida"–,
y ellos indican, por encima de los dudosos resultados prometidos, cuáles
eran las aspiraciones de Mario: trabajar, progresar, proteger a su familia,
tener amigos, ser estimado. No le hubiera costado trabajo lograrlo. En la
empresa donde estaba se le había ofrecido ya una jefatura de sección. Ganaba
bien: ninguna comodidad faltaba en su casa. Suya era cuanta iniciativa útil
nacía en el vecindario. Un caminito pavimentado que une la esquina de su
casa con la avenida San Martín lo recuerda. Él recolectó el dinero, él
reunió a los vecinos para trabajar domingos y feriados. Mario Brión –dice
la gente– es un muchacho alegre, amable con todos, un poco tímido. No fuma
ni bebe. Sus únicas diversiones consisten en ir al cine con su esposa, o en
jugar al fútbol con sus amigos del barrio. Esa noche ha cenado tarde,
como de costumbre. Después ha salido a comprar el diario. También lo hace
siempre. Le gusta leer el diario, en un sillón, mientras escucha algún disco
o algún programa de radio. En el camino se encuentra con un amigo o con
un conocido. No sabremos con quién. –Quieren que vaya a oír la pelea
–anuncia a su esposa, Adela, cuando vuelve–. No sé si ir... Está
indeciso. Al fin se resuelve. Después de todo, él también pensaba
escucharla. Da un beso a su hijo Danny –que ya tiene cuatro años– y se
despide de su mujer. –Apenas termine, vuelvo. No se pone sobretodo a
pesar del frío. Sólo lleva una gruesa tricota blanca. Camina hasta
Yrigoyen y se adentra por el largo pasillo. Un testigo de último momento lo
verá parado cerca del receptor de radio, sonriente y con las manos en los
bolsillos, un poco aislado, un poco ausente de los otros grupos que charlan
o juegan a las cartas.
11. "EL FUSILADO QUE VIVE"
El número 1624 de la calle Florencio Varela, en Florida, marca un
hermoso chalet de estilo californiano. Podría ser la residencia de un
abogado o de un médico. La ha construido con sus manos don Pedro Livraga,
hombre silencioso, ya entrado en años, que en su juventud ha sido peón de
albañil y que luego, en paulatina maestría del oficio, ha terminado en
constructor. Tres hijos tiene don Pedro. La mayor está casada. Los dos
varones, en cambio, viven con él. Uno de éstos es Juan Carlos. Flaco, de
estatura mediana, tiene rasgos regulares, ojos pardo-verdosos, cabello
castaño, bigote, le faltan unos días para cumplir veinticuatro años. Sus
ideas son enteramente comunes, las ideas de la gente del pueblo, por lo
general acertadas con respecto a las cosas concretas y tangibles, nebulosas
o arbitrarias en otros terrenos. Tiene un temperamento reflexivo y hasta
calculador. Pensará mucho las cosas y no dirá lo que no le convenga.
Esto no excluye una curiosidad instintiva, una impaciencia de fondo, no
manifiesta en los actos menudos pero sí en la forma en que va tratando de
adaptarse al mundo. Ha abandonado sus estudios secundarios al terminar el
primer año. Después, durante varios, ha sido oficinista en la Aeronáutica.
Ahora trabaja de colectivero. Más tarde, ya "resucitado", acompañará a su
padre en trabajos de construcción. Buen observador es, pero acaso confía
demasiado en sí mismo. En el transcurso de la singular aventura que está por
sobrevenirle, algunas cosas las captará con extraordinaria precisión y hasta
será capaz de trazar diagramas y planos muy exactos. En otras, se equivocará
e insistirá terco en el error. Ante el peligro se mostrará lúcido y
sereno. Y pasado el peligro, demostrará un coraje moral que debe señalarse
como su principal virtud. Será el único, entre los sobrevivientes o los
familiares de las víctimas, que se atreva a presentarse para reclamar
justicia. ¿Sabe algo, esa tarde del 9 de junio, de la revolución que
estallará después? Ha llegado a su casa antes de terminar su turno de
trabajo, y esto podría parecer sospechoso. Pero el caso es que se le ha
descompuesto el colectivo que maneja –el número 5 de la línea 10 con
recorrido en Vicente López–, y la empresa confirmará ese detalle. ¿Sabe
algo? Él lo negará terminantemente. Y añadirá que carece de todo antecedente
policial, judicial, gremial o político. Y esa afirmación también será
probada y confirmada. ¿Sabe algo a pesar de todo? Son muchos en el Gran
Buenos Aires los que están en la onda, aunque no piensen intervenir. Sin
embargo, de los numerosos testimonios recogidos, no hay uno solo que indique
a Livraga como comprometido o enterado. Son más de las diez de la noche
cuando Juan Carlos sale de su casa. Dobla a la derecha y luego toma por la
avenida San Martín en dirección a Franklin, donde hay un bar que frecuenta.
Hace frío y las calles están poco transitadas. Cierta indecisión lo
domina. No sabe si quedarse jugando una partida de billar o si ir a un baile
al que ha prometido su asistencia. La casualidad decide por él. La
casualidad que le sale al paso en la persona de su amigo Vicente Rodríguez.
12. "ME VOY A TRABAJAR..."
Es una torre de hombre este Vicente Damián Rodríguez, que tiene 35 años,
que carga bolsas en el puerto, que pesado y todo como es juega al fútbol,
que guarda algo de infantil en su humanidad gritona y descontenta, que
aspira a más de lo que puede, que tiene mala suerte, que terminará mordiendo
el pasto de un potrero y pidiendo desesperado que lo maten, que terminen de
matarlo, sorbiendo a grandes tragos la muerte que no acaba de inundarlo por
los ridículos agujeros que le hacen las balas de los máuseres. Hubiera
querido ser algo en la vida Vicente Rodríguez. Está lleno de grandes ideas,
de grandes ademanes, de grandes palabras. Pero la vida es feroz con gente
como él. Solamente ganarla será un permanente cuesta arriba. Y perderla, un
interminable trámite. Se ha casado, tiene tres chicos y los quiere, pero
es claro, hay que darles de comer y mandarlos al colegio. Y esa casa
pobrísima que alquila, rodeada de ese paredón sucio, con ese terreno inculto
donde picotean las gallinas, no es lo que él imaginaba. Nada es como él
imaginaba. La sensación de poder que le dan sus músculos vigorosos nunca
puede verla cabalmente trasladada al mundo objetivo. En alguna época, es
cierto, actúa en su sindicato y hasta llega a delegado, pero luego todo eso
se derrumba. Ya no hay sindicato ni hay delegado. Entonces comprende que él
es nadie, que el mundo pertenece a los doctores. El signo de su derrota es
muy claro. En su barrio hay un club, en el club una biblioteca. Acudirá
allí, en busca de esa fuente milagrosa –los libros– de donde parece fluir el
poder. No sabemos si alcanza a leerlos, pero del paso de Rodríguez por la
época de canibalismo que vivimos, sólo quedará –aparte de la miseria en que
deje a su mujer y sus chicos– una foto opaca con un sello borroso que dice
precisamente "Biblioteca". Rodríguez ha salido de su casa –Yrigoyen 4545–
alrededor de las nueve. Y ha salido con mal pie. A su mujer le dice: –Me
voy a trabajar. ¿Es una mentira inocente para encubrir una salida más?
¿Oculta algo más serio, es decir su propósito de intervenir en el
movimiento? ¿O realmente va a trabajar? Es cierto que ha transcurrido más de
una hora, pero la calle por donde camina conduce a la estación, y allí puede
tomar un tren que en veinticinco minutos lo conduzca al puerto, donde podría
optar a un turno extraordinario de trabajo. Será difícil determinarlo. En
este caso como en otros. Por un lado, Rodríguez es opositor, peronista. Por
otro, es un hombre comunicativo, locuaz, a quien le resulta muy difícil
callar algo importante. Y a su mujer, con quien lleva trece años de casados,
no le ha dicho nada. Ni siquiera una insinuación. Le ha dicho solamente: "Me
voy a trabajar", y se ha despedido en forma normal, sin ningún signo de
impaciencia o nerviosidad. Por otra parte, conviene observar su actitud
ulterior. Es de absoluta pasividad cuando lo llevan a la muerte en el carro
de asalto. Un sobreviviente que lo conocía bien, observará más tarde: –Si
el Gordo hubiera querido, los desparramaba a trompadas a esos milicos...
Cabe suponer que jamás pensó que lo iban a matar, ni aun a último momento,
cuando eso era evidente. Conversan un momento los dos amigos. Livraga le
ha prestado días antes una valija destinada a llevar los equipos del club de
fútbol en el que ambos juegan. –¿Cuándo pasas a buscarla? –pregunta
Rodríguez. –Si querés, vamos ahora. –De paso, podemos escuchar la
pelea. Son muchos los que hablan de esa pelea. Por el título sudamericano
de los medianos van a combatir a las once el campeón Lausse –que acaba de
cumplir una campaña triunfal en los Estados Unidos– y el chileno Loayza.
Livraga es aficionado al boxeo y no tiene inconveniente en aceptar el
ofrecimiento. Se dirigen pues a la casa de Rodríguez. No sabemos la excusa
que éste piensa dar a su mujer, y de todas maneras no tiene importancia,
porque no llegará a darla. Se detiene cincuenta metros antes, frente a la
finca de portones celestes, observa que hay luz en el departamento del fondo
y dice: –Espérame un momento. Entra, pero no tarda en volver.
–Podemos escuchar la pelea aquí. Tienen la radio prendida. –Y aclara:– Son
unos amigos. Livraga se encoge de hombros. Tanto le da. Se internan
por el largo pasillo.
13. LAS INCÓGNITAS
¿Hay alguien más en el departamento del fondo?
Sin duda están Carranza, Garibotti, Díaz, Lizaso, Gavino, Torres, Brión,
Rodríguez y Livraga. "Marcelo" ha estado tres veces y no volverá. Algunos
amigos de Gavino han venido y también se han retirado temprano. Sabemos por
lo menos de un vecino, conocido de Brión, que como él ha llegado a escuchar
la pelea y que a último momento se siente descompuesto, se va, y se salva.
El desfile no termina allí. Alrededor de las once menos cuarto se presentan
dos desconocidos que –si no fuera tan trágico lo que va a suceder– plantean
una situación de comedia. Torres cree que son amigos de Gavino. Éste, que
son amigos de Torres. Sólo más tarde, comprenderán que son pesquisas.
Permanecen unos momentos, circulando entre los grupos, explorando la
situación. Cuando se hayan alejado, informarán que no hay armas en el local
y que la entrada está expedita. Necesaria precaución. Porque la
configuración del terreno es tal, que desde la puerta metálica que da acceso
al departamento, un hombre armado con un simple revólver dominaría todo el
pasillo y dificultaría durante minutos enteros la entrada de cualquier
enemigo potencial. Si el arma fuese una pistola ametralladora, la posición
podría mantenerse horas. Sin embargo cuando llegue la policía –que en ese
mismo momento está requisando un colectivo en la parada de Puente Saavedra–,
nadie ofrecerá la menor resistencia. No se disparará un solo tiro. Pero,
¿hay alguien más, aparte de los ya mencionados? Será difícil encontrar a un
testigo que recuerde a todos; los que podrían hacerlo están ausentes o
muertos. Sólo podemos guiarnos por indicios. Torres, por ejemplo, afirmará
que había dos hombres más. Del primero supo que era suboficial del ejército.
Del segundo, ni siquiera eso. Otros testimonios indirectos vuelven a
mencionar al suboficial. Y precisan: sargento. Las descripciones son
confusas, divergentes. Parece que llegó a último momento... Nadie sabe quién
lo trajo... Casi nadie lo conocía... Alguien sin embargo, volverá a verlo, o
creerá verlo, horas más tarde, en el momento en que recibe un tiro y se
desploma. ¿Y el otro? Ni siquiera sabemos si existió. Ni cómo se llamaba,
ni quién era. Ni si está vivo o muerto. Con respecto a estos dos hombres,
nuestra búsqueda ha concluido en un callejón sin salida. Faltan pocos
minutos para las once. La radio está transmitiendo los preliminares de la
pelea de box. En el grupo que juega a las cartas hay un silencio cuando el
locutor anuncia la presencia en el cuadrado del campeón Lausse y del chileno
Loayza. Al departamento del frente, entretanto, ha llegado Giunta
alrededor de las diez y media. La tranquilidad que reina en la casa de don
Horacio es perfecta. La señora Pilar conversa unos momentos con ellos antes
de retirarse a descansar. Su hija Nélida prepara unos mates para el
invitado, mientras don Horacio enciende el receptor. Si acaso sintoniza
un instante Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, comprobará que ha
terminado de transmitir un concierto de Bach y a las 22.59 inicia otro con
Ravel... A esa hora, en la Comisaría 2a de Florida, han terminado de
concentrarse veinte hombres, para un misterioso procedimiento. –Algo
gordo –piensa el comisario Pena cuando se entera de quién va a conducir a
los hombres. La palabra revolución no ha sido todavía pronunciada. Y
mucho menos por Radio Splendid, que filtra el rumor de multitud en el Luna
Park y la voz tensa del locutor Fioravanti, transmitiendo las primeras
incidencias del match. Es un combate corto y violento, que desde la
segunda vuelta queda prácticamente definido. En total, dura menos de diez
minutos. Al promediar el tercer round, el campeón derriba a Loayza por toda
la cuenta. El dueño de casa y Giunta se miraron con una sonrisa de
satisfacción. Giunta tomaba una copa de ginebra y se disponía a
marcharse. Desde el dormitorio, la señora Pilar pidió a su esposo una bolsa
de agua caliente. Don Horacio fue a la cocina, llenó la bolsa y regresaba
con ella cuando se oyeron violentos golpes a la puerta. Parecían asestados
con la culata de una pistola o de un fusil. En el silencio nocturno
resonó el grito: –¡La policía!
Tan desconcertado está don Horacio, que no atina a dejar la bolsa.
Corre, hace girar la llave en la cerradura, y antes que termine de sacar la
cadena, la puerta es impulsada con violencia desde afuera, salta el cerrojo
y él se ve impelido, rodeado, desbordado por el tropel de policías y
particulares provistos de armas largas y cortas, que en pocos segundos
inundan todas las dependencias y cuyas voces no tardarán en oírse en el
patio y en el pasillo, que conduce al fondo. Todo sucede con velocidad de
relámpago. Alto, corpulento, moreno, de bigotes, impresionante de
autoridad, es el que manda el grupo. En la mano derecha empuña una pistola
45. Habla a gritos, con voz ronca y pastosa que por momentos parece de
borracho. Viste pantalones claros y chaquetilla corta, color verde oliva: es
el uniforme del Ejército Argentino. Don Horacio ha retrocedido,
espantado. Sólo atina a levantar los brazos, sin soltar todavía la bolsa de
agua caliente que ya le quema los dedos. El jefe del grupo se la arranca de
un manotazo. –¿Dónde está Tanco? –grita. El dueño de casa lo mira sin
comprender. Es la primera vez que oye el nombre del general rebelde, cuya
dramática fuga, escapando al paredón, se conocerá días más tarde. El jefe lo
hace a un lado de un empellón y se encara con el otro, con Giunta. Giunta
está simplemente petrificado. Ha permanecido en su silla, con la boca
abierta, los ojos desmesurados, sin atinar a moverse. El jefe se acerca a él
y deliberadamente, delicadamente, le apoya la pistola en la garganta.
–¡No te hagas el piola! –le dice con voz sorda–. ¡Levanta las manos!
Giunta levanta las manos. Y por segunda vez escucha esa pregunta
indescifrable, que ha de seguir repitiéndose como una pesadilla. Dónde está
Tanco. ¿Dónde está Tanco? Su atónito silencio le gana un puñetazo que
casi lo voltea de la silla. También ese golpe de izquierda –protegido por la
alevosía del arma que esgrime la derecha– volverá a verse. Parece un recurso
preferido del hombre que lo usa. La escena ha sido rápida, electrizante.
Igualmente rápida es la secuela, concretada en un crepitar de órdenes:
–¡A ese viejo y a este otro, sáquenlos y llévenlos al auto! Ni tiempo
tienen de protestar. Los sacan y los introducen en el automóvil Plymouth de
la comisaría de Florida. Estacionados sobre la misma acera se encuentran un
colectivo rojo y una camioneta policial celeste, con radio móvil. Del
patio de la finca, entretanto, ha escapado un hombre –Torres–, y otro
–Lizaso– parece haberlo intentado sin éxito. El patio pertenece al
departamento del frente, pero tiene comunicación indirecta con el fondo, por
una puertita que se abre sobre el pasillo, en el cerco de ligustrina. El
episodio es confuso, no hay dos relatos que coincidan. La síntesis que se
desprende de todos ellos es que Torres, acompañado de Lizaso, se encaminaba
al departamento de don Horacio, por el camino habitual para él, a pedir el
uso del teléfono, lo que también era bastante habitual. Fue entonces cuando
oyeron y acaso vieron la llegada de la policía. Torres no titubea. El
patio tiene una tapia no muy alta. La salva de un salto y huye a través de
las fincas vecinas. En su desesperada carrera, atraviesa cercas y tejados,
se desgarra las ropas, se causa profundas heridas en una mano y en el cuello
–nunca sabrá cómo–, corre cuadras y cuadras en zigzag, toma por fin un
colectivo, hasta que sangrante y exhausto encuentra refugio. En cierto modo,
era el primer sobreviviente. Sobre Carlitos Lizaso hay tres versiones. La
primera dice que logró llegar hasta una fábrica de caños próxima, donde el
sereno no le permitió esconderse, y de ese modo provocó su captura. La
segunda, que fue apresado en el patio mismo al derrumbarse la tapia bajo su
peso. La última, que ni siquiera intentó evadirse. Lo único cierto es que
fue detenido. En el departamento del fondo, mientras tanto, se ha
repetido la escena de sorpresa y brutalidad. La policía entra sin hallar
oposición. Nadie mueve un dedo. Nadie protesta ni se resiste. El vigilante
Ramón Madialdea declarará más tarde que aquí se secuestró "un revólver con
cachas de nácar". Esa arma (si existió) era la única que había en la casa.
Los hacen salir a la calle, de a uno. Y allí los está esperando el jefe, que
no tarda en repartir nuevos gritos, trompadas y culatazos a medida que los
suben en el colectivo. A Livraga le martilla fuertemente el estómago con el
cañón de la pistola, gritando: –¿Así que vos ibas a hacer la revolución?
¿Con esa facha? A Carlitos Lizaso le ha dicho lo mismo. A todos les va
preguntando el nombre. La mayoría no le significan nada, se adivina en el
gesto desdeñoso, en el "¡Anda, seguí!" con que los empuja hacia el
colectivo. Pero el de Gavino parece toda una revelación para él. Se le
ilumina la cara de alegría. Lo sujeta fuertemente por el cuello y de un
golpe le introduce el cañón de la pistola en la boca. –¡Así que vos sos
Gavino! –aulla–. ¡Así que vos...! El dedo le tiembla sobre el gatillo.
Los ojos le resplandecen. –Decime dónde lo tenes –ordena inapelable–.
¡Dónde está Tanco! ¡Pronto, en seguida, porque te mato, aquí mismo te mato!
¡Mira, no me cuesta nada! El cañón de la pistola tabletea entre los
dientes de Gavino. Del labio partido le brota un hilo de sangre. Tiene los
ojos vidriados de miedo. Pero no le dice dónde está Tanco. O es un héroe,
o realmente no tiene la menor idea sobre el paradero del general rebelde...*
A Giunta y Di Chiano los bajan del auto y también los cargan en el
colectivo. A último momento se agregan tres hombres más, detenidos en las
inmediaciones.
* La reconstrucción de esta escena está basada en testimonios
indirectos. Meses más tarde el propio Gavino, en declaración firmada que
obra en mi poder, la confirmó con estas palabras "... siendo en su mayoría
golpeados, especialmente el suscripto, por el señor jefe de Policía, quien
me aplicó varios culatazos en la cabeza, boca y tetilla izquierda, hasta
hacerme caer al suelo, emprendiéndome él y varios vigilantes a puntapiés,
gritando a viva voz, decí dónde está Tanco o te mato. Cuando se cansaron de
golpearme, el señor Jefe me levantó de los cabellos arrancándome gran
cantidad, diciendo: Así que vos sos el famoso Gavino, esta noche te
fusilamos. A continuación me revisó los bolsillos, quitándome mi cédula de
identidad y unos 500 pesos, que nunca me fueron devueltos". Uno es el
sereno de la fábrica de caños. Otro, un chofer que acertaba a pasar por
allí. El tercero, un joven que se despedía de su novia en la puerta de la
casa de ésta... El colectivo, que es el número 40 de la línea 19, se pone
en marcha guiado por su conductor habitual, Pedro Alberto Fernández, a quien
se lo han requisado 45 minutos antes. Los prisioneros no saben dónde van, ni
–salvo uno o dos– por qué los llevan. Pero alguno alcanzará a oír un
revelador fragmento de conversación entre los vigilantes. "Ése", el
hombre que dirigía el procedimiento, el militar vestido de uniforme, el
imparcial dispensador de culatazos y trompadas, a quien todos trataban
respetuosamente de "señor", mientras que a la distancia lo ubican con un
apodo más familiar, ese hombre era el jefe de Policía de la Provincia de
Buenos Aires, teniente coronel (R) Desiderio A. Fernández Suárez.
*
La señora Pilar y su hija creen estar viviendo una pesadilla que no termina.
La casa sigue invadida de hombres que revisan muebles y cajones, que
interrogan, que hablan a gritos. De afuera llegan todavía las órdenes secas
como balazos. Están llamadas, sin embargo, a presenciar un raro
interludio. Es el señor jefe de Policía que vuelve, que toma el teléfono y
que habla con voz cambiada. Son apenas unos fragmentos de conversación y un
nombre de mujer los que alcanzan a escuchar: –... Con todo éxito...
Magnífico... Parece que en el sur también se levantaron... Decile a Cacho
que se cuide... Sí, con todo éxito... Terminada la conversación, colabora
en el registro de la casa. Nélida pretende alejarse del dormitorio donde el
señor jefe de Policía busca entre prendas de ropa interior fabulosos planes
revolucionarios, o quizás al mismo Tanco. Pero él la hace volver, "para que
después no diga que le falta algo". La primera etapa de la "Operación
Masacre" ha sido rápida. Son apenas las 23.30. En ese preciso momento, Radio
del Estado, la voz oficial de la Nación, cesa de transmitir música de Ravel
y comienza a pasar el disco 6489/94 de Igor Stravinsky.
15. LA
REVOLUCIÓN DE VALLE
Lejos de allí, el verdadero alzamiento arde ya
furiosamente. En junio de 1956, el peronismo derrocado nueve meses antes
realizó su primera tentativa seria de retomar el poder mediante un estallido
de base militar con algún apoyo civil activo. La proclama firmada por los
generales Valle y Tanco fundaba el alzamiento en una descripción exacta del
estado de cosas. El país, afirmaba, "vive una cruda y despiadada tiranía";
se persigue, se encarcela, se confina; se excluye de la vida cívica "a la
fuerza mayoritaria"; se incurre en "la monstruosidad totalitaria" del
decreto 4161 (que prohibía siquiera mencionar a Perón); se ha abolido la
Constitución para liquidar el artículo 40 que impedía "la entrega al
capitalismo internacional de los servicios públicos y las riquezas
naturales"; se pretende someter por hambre a los obreros a la "voluntad del
capitalismo" y "retrotraer el país al más crudo coloniaje, mediante la
entrega al capitalismo internacional de los resortes fundamentales de su
economía". Dicho en 1956, esto era no sólo exacto: era profético. La
proclama de Valle estaba singularmente desprovista de hipocresía. No
contenía la habitual invocación a los valores occidentales y cristianos ni
los denuestos contra el comunismo, aunque tampoco pasaba por alto el asalto
a los sindicatos por "elementos reconocidos como agitadores al servicio de
ideologías o intereses internacionales". Frente a este análisis, la parte
programática resultaba endeble. Sacrificaba, quizás inevitablemente, el
contenido ideológico al impacto emocional. Proponía en suma un retorno
crítico al peronismo y a Perón a través de medios transparentes: elecciones
en un plazo no mayor de 180 días, con participación de todos los partidos.
En lo económico el programa contradecía típicamente la crítica previa, al
asegurar "plenas garantías para los capitales foráneos invertidos o a
invertirse", etc. La proclama ilustraba los dos aspectos que en aquellos
tiempos iniciales de la resistencia, caracterizaron al peronismo: una obvia
aptitud para percibir los males que sufre en forma directa en cuanto fuerza
popular mayoritaria; y una notable ambigüedad para diagnosticar las causas,
convertirse en movimiento revolucionario de fondo y abandonar
definitivamente al enemigo las consignas electorales y las bellas palabras.
Por supuesto Valle actuó, y entregó su vida, y eso es mucho más que
cualquier palabra. La comprensión de su actitud es hoy más fácil que hace
diez años; será más fácil aún en el futuro; su figura crecerá
justicieramente en la memoria del pueblo, junto con la convicción de que el
triunfo de su movimiento hubiera ahorrado al país la vergonzosa etapa que le
siguió, esta segunda década infame que estamos viviendo. La historia del
levantamiento es corta. Entre el comienzo de las operaciones y la reducción
del último foco revolucionario transcurren menos de doce horas. En Campo
de Mayo los rebeldes encabezados por los coroneles Cortínez e Ibazeta se han
apoderado de la agrupación infantería de la escuela de suboficiales y la
agrupación servicios de la 1a división blindada; pero la ocupación de la
escuela de suboficiales fracasa después de un corto tiroteo y el grupo
atacante queda aislado.* A las once de la noche un grupo de suboficiales
se sublevan en la Escuela de Mecánica del Ejército, pero deben rendirse
después de un tiroteo. En Avellaneda, en las inmediaciones del Comando de
la Segunda Región Militar, se producen dos o tres escaramuzas entre rebeldes
y policías. Éstos toman algunos prisioneros. Después irrumpen en la Escuela
Industrial y sorprenden al teniente coronel José Irigoyen, con un grupo que
pretendía instalar allí el comando de Valle y una emisora clandestina. La
represión es fulminante. Dieciocho civiles y dos militares son sometidos a
juicio sumario en la Unidad Regional de Lanús. Seis de ellos serán
fusilados: Irigoyen, el capitán Costales, Dante Lugo, Osvaldo Albedro y los
hermanos Clemente y Norberto Ros. Dirige este procedimiento el subjefe de
Policía de la provincia, capitán de corbeta aviador naval Salvador
Ambroggio.
* Puede encontrarse un relato detallado de las
operaciones y de la represión subsiguiente en el libro de Salvador Feria
Mártires y verdugos, publicado en 1964. Los tiros de gracia corren por
cuenta del inspector mayor Daniel Juárez. Con fines intimidatorios, el
gobierno anunció esa madrugada que los fusilados eran dieciocho. En La
Plata, una bomba lanzada contra una zapatería céntrica parece ser la señal
que aguardan los rebeldes para entrar en acción. En el regimiento 7, el
capitán Morganti subleva la compañía bajo su comando. Grupos de civiles
toman las centrales telefónicas. En las calles céntricas, numerosos
transeúntes estupefactos ven pasar varios tanques Sherman, seguidos por
camiones cargados con tropas que a toda velocidad se dirigen al Comando de
la Segunda División y el Departamento de Policía. En éste hay apenas veinte
vigilantes mal armados. Ni el jefe ni el subjefe se encuentran en él. El
primero está revisando los muebles de don Horacio di Chiano, en Florida. El
segundo, dirigiendo la represión en Avellaneda y Lanús. Va a comenzar la
lucha más espectacular de toda la intentona revolucionaria. Se dispararán
alrededor de cien mil tiros, según un cálculo oficioso. Habrá media docena
de muertos y unos veinte heridos. Pero las fuerzas rebeldes, cuya
superioridad material es a primera vista abrumadora en ese momento, no
conseguirían ni el más efímero de los éxitos. Noventa y nueve de cada
cien habitantes del país ignoran lo que está pasando. En la misma ciudad de
La Plata, donde el tiroteo se prolonga incesantemente toda la noche, son
muchos los que duermen y sólo a la mañana siguiente se enteran. A las
23.56 Radio del Estado, la voz oficial de la Nación, deja de ofrecer música
de Stravinsky y pone en el aire la marcha con que cierra habitualmente sus
programas. La voz del "speaker" se despide hasta el día siguiente a la hora
de costumbre. A las 24 se interrumpe la transmisión. Todo ello consta en el
Libro de Locutores de Radio del Estado, en uso entonces, en la página 51,
rubricada por el locutor Gutenberg Pérez. No se ha pronunciado una sola
palabra sobre los acontecimientos subversivos. No se ha hecho la más remota
alusión a la ley marcial, que como toda ley debe ser promulgada, anunciada
públicamente antes de entrar en vigencia. A las 24 horas del 9 de junio
de 1956, pues, no rige la ley marcial en ningún punto del territorio de la
Nación. Pero ya ha sido aplicada. Y se aplicará luego a hombres
capturados antes de su imperio, y sin que exista –como existió, en
Avellaneda– la excusa de haberlos sorprendido con las armas en la mano.
16. "A VER SI TODAVÍA TE FUSILAN..."
El colectivo con los prisioneros de Florida, entretanto, se ha dirigido
al sudoeste. Cruza el límite del partido de Vicente López y entra en el de
San Martín. La actitud de los vigilantes de la custodia es correcta o
despreocupada. Algunos detenidos conversan entre sí. –¿Por qué nos
llevarán? –interroga uno. –Y qué sé yo... –contesta otro–. Será por jugar
a las cartas. –Me huele mal. El grandote dijo algo de una revolución.
Los más desconcertados son don Horacio y Giunta. Porque ellos ni siquiera
jugaban a las cartas. Gavino, que no los conoce pero que podría ilustrarlos,
guarda silencio. Desmelenado y aturdido, enjugándose la sangre del labio, él
sabe por qué los llevan. Llegan a San Martín, dejan atrás la estación y
la plaza y se detienen en la calle 9 de Julio, frente a un edificio con
vigilantes armados en la puerta. Algunos ya se ubican. Están en la Unidad
Regional de Policía. El viaje ha durado menos de veinte minutos. Otros
veinte minutos, acaso media hora, permanecen sentados en el colectivo antes
de que los hagan bajar. Ven salir a la gente del cine más próximo. Los
transeúntes los miran con curiosidad. No hay señales de agitación en ninguna
parte. A las 0.11 del 10 de junio de 1956, Radio del Estado reanuda
sorpresivamente su transmisión, con la cadena oficial. Por espacio de
veintiún minutos propala una selección de música ligera. Es el primer
indicio oficial de que algo serio ocurre en el país. Entretanto, la casa
fatídica de Florida vuelve a cobrarse dos imprevisibles víctimas. Julio
Troxler y Reinaldo Benavídez vienen en busca de algún amigo a quien suponen
allí. No hacen más que recorrer el pasillo y llamar al departamento del
fondo –extrañamente silencioso y obscuro– cuando la puerta se abre de golpe
y aparecen un sargento y dos vigilantes que les apuntan con sus armas.
Julio Troxler apenas se inmuta, a pesar de la sorpresa. Es un hombre alto,
atlético, que en todas las alternativas de esa noche revelará una
extraordinaria serenidad. Veintinueve años tiene Troxler. Dos hermanos
suyos están en el Ejército, uno de ellos con el grado de mayor. Él mismo
siente quizá cierta vocación militar, mal encauzada, porque donde al fin
ingresa como oficial es en la policía bonaerense. Rígido, severo, no
transige sin embargo con los "métodos" –con las brutalidades– que le toca
presenciar y se retira en pleno peronismo. A partir de entonces vuelca su
disciplina y capacidad de trabajo en estudios técnicos. Lee cuanto libro o
revista encuentra sobre las especialidades que le interesan –motores,
electricidad, refrigeración–. Justamente es un taller de equipos de
refrigeración el que instala en Munro y con el que empieza a prosperar.
Troxler es peronista, pero habla poco de política. Cuantos lo trataron lo
describen como un hombre sumamente parco, reflexivo, enemigo de discusiones.
Una cosa es indudable: conoce a la policía y sabe cómo tratar con ella.
La descripción que podemos dar de Reinaldo Benavídez es aun más somera.
Tiene alrededor de treinta años, es de estatura mediana, rostro franco y
agradable. Por esa época es dueño de un almacén en sociedad, en Belgrano, y
vive con los padres. A Benavídez va a sucederle algo increíble, algo que aun
ubicado en esa noche de singulares aventuras y experiencias, parece
arrancado de una exuberante novela. Pero ya volveremos sobre ello. –Por
singular coincidencia –que después va a repetirse– Julio Troxler conoce al
sargento que le ha salido al paso y que le apunta con su arma. Tal vez por
eso han quedado un instante inmóviles los dos, observándose. –¿Qué hubo?
–pregunta Troxler. –No sé. Tengo que llevarlos. –¿Cómo me vas a
llevar? ¿No te acordás de mí? –Sí, señor. Pero tengo que llevarlo. Es una
orden que tengo. Se aleja un instante el sargento. Va al departamento del
frente, para pedir instrucciones por teléfono. Quedan solos los dos
detenidos con los vigilantes. Es cierto que están desarmados, pero si se lo
proponen pueden tal vez reducirlos y escapar. Horas más tarde, en
circunstancias más difíciles, casi imposibles, obrarán ambos con prodigiosa
decisión y sangre fría. Ahora se quedan quietos. Es evidente que no
sospechan nada grave. Y se dejan llevar no más. Los puestos policiales
están en estado de alarma desde temprano. En la segunda de Florida, el
comisario Pena tiene sintonizado un receptor en su despacho. A las 0.32
en punto, Radio del Estado interrumpe la música de cámara y transmitiendo en
cadena nacional anuncia que se va a dar lectura a un comunicado de la
Secretaría de Prensa de la Presidencia de la Nación, promulgando dos
decretos. Dice así el dramático anuncio: "Considerando que la
situación provocada por elementos perturbadores del orden público obliga al
gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para
asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación, así
como el normal cumplimiento de las finalidades de la Revolución Libertadora,
por ello, el presidente provisional de la Nación Argentina, en ejercicio del
Poder Legislativo, decreta con fuerza de ley: "Artículo 1o - Declárase la
vigencia de la ley marcial en todo el territorio de la Nación. "Art. 2o -
El presente decreto-ley será refrendado por el Excelentísimo señor
Vicepresidente Provisional de la Nación, y los señores ministros,
secretarios de Estado, en los departamentos de Aeronáutica, Ejército, Marina
e Interior. "Art.- 3o - De forma. "Fdo.: Aramburu, Rojas, Hartung,
Krause, Ossorio Arana y Landaburu". El segundo decreto, considerando que
la ley marcial "constituye una medida cuya aplicación debe ser reglamentada
para conocimiento de la población" dispone las normas y circunstancias en
que se llevará a la práctica. Recién ha terminado de escuchar el anuncio
el comisario cuando le traen a los dos detenidos. Y lo mismo que el
sargento, tiene un movimiento de sorpresa al ver a Troxler, a quien conoce y
aprecia. –¿Qué haces vos por acá? El otro sonríe, encogiéndose de
hombros, y explica lo sucedido sin darle importancia. Seguramente un
error... Conversan unos momentos. Después el comisario recibe una llamada
telefónica. –Te piden de la Unidad –y agrega–: Che, a ver si todavía te
fusilan... Hace un momentito pasaron la ley marcial. Se ríen los dos.
Pero el comisario se queda preocupado.
17. "PÓNGANSE CONTENTOS"
0.45. En la Unidad Regional han bajado a
los prisioneros del colectivo. Los llevan por una larga galería y los
introducen en una oficina situada a la izquierda, donde hay varios bancos de
plaza, de color verde, en los que van tomando asiento. El edificio parece en
refacciones. Las paredes de esa habitación están recién pintadas, y todavía
quedan por ahí algunos elementos de pintura. Al principio no les ponen
vigilancia a los detenidos, que tejen toda clase de conjeturas. Livraga se
sienta junto a su amigo Rodríguez y lo primero que hace es preguntarle:
–Gordo, ¿estás metido en algo vos? Rodríguez se encoge de hombros. –Sé
tanto como vos. Giunta y don Horacio están perplejos. Lo que más les
intriga es aquella pregunta que han oído varias veces repetida: ¿Dónde está
Tanco? Los tres detenidos fuera de la casa, en los alrededores, se
deshacen en explicaciones y lamentos. Uno repite incansablemente que él fue
a cenar con unos amigos, volvió y al pasar por allí lo agarraron. Otro, que
estaba en la puerta de la casa de su novia, despidiéndose... El sereno de la
fábrica de caños, un viejo que todavía tiene puestas las botas de goma,
farfulla un italiano incomprensible. Mario Brión piensa en su esposa, que
ha de estar esperándolo, sin saber nada: él nunca ha llegado tan tarde.
¿Se acuerda Carlitos Lizaso de aquel mensaje que dejó a su novia? "Si todo
sale bien esta noche..." Garibotti se lamenta de haberle hecho caso a su
amigo Carranza, que está abatido y silencioso a su lado. Vaya a saber ahora
cuándo los van a soltar, tal vez a la madrugada o al mediodía siguiente...
Carranza, a su vez, recuerda las palabras de Berta: "Entrégate,
entrégate...". Bueno, ya está entregado. Los demás puede que salgan, pero
él... Apenas pidan sus antecedentes, está sonado. Tal vez piensa en aquel
día en que se les disparó a los milicos tucumanos. La puerta está sin
custodia y aunque la galería es larga, no hay nadie a la vista. Tal vez con
un poco de suerte... Pero no, Berta tiene razón. Es hora ya de entregarse y
que hagan con él lo que quieran. Matar no lo van a matar, por unos
panfletos y unas conversaciones... Gavino está preocupado. A él tampoco
lo van a soltar, ahora que lo tienen. Y sabe bien por qué lo tienen. Le
tocarán uno o dos años de cárcel, hasta que se vaya el gobierno y den una
amnistía. En una de ésas lo mandan al sur. Bueno, tal vez mejor así... ahora
tal vez suelten a su mujer... y no que lo maten en una noche como ésta.
¿Habrá estallado...? En ese momento se asoma un oficial y dirigiéndose a
los dos o tres que están más cerca, pregunta: –Muchachos, ¿ustedes son
detenidos políticos? Y ante la respuesta dubitativa, agrega: –Pónganse
contentos. Estalló la revolución y ya no tenemos comunicación con La Plata.
La Plata es el único lugar donde se combate en regla. El jefe de la
sublevación, coronel Cogorno, ataca durante toda la noche el Comando de la
Segunda División y la Jefatura de Policía. Las fuerzas atacantes incluyen la
compañía del 7, tres tanques al mando del mayor Pratt y dos o tres
centenares de civiles. Los tanques se emplazan frente a la jefatura, pero
por algún motivo inexplicado sólo consiguen disparar dos cañonazos contra el
edificio. Adentro hay veintitrés hombres: después serán treinta y cinco.
El tiroteo de armas menores, hasta ametralladoras pesadas, es violentísimo,
pero los sitiadores no llegan a lanzar un asalto en regla. A lo mejor
esperan algo que nunca se produce. Lo cierto es que el coronel Piñeiro,
desde adentro, se aguanta toda la noche. El Comando de la Segunda
División, a dos cuadras de la Jefatura, está proporcionalmente mucho más
protegido. Tiene alrededor de cincuenta hombres y una ametralladora pesada
en posición dominante –sobre los fondos de la calle 54, entre 3 y 4– con lo
que se mantiene a raya a la compañía sublevada del 7. Entre esos hombres
que están defendiendo al Gobierno con las armas en la mano, recordaremos a
uno que no figuró en los diarios. Se llama Juan Carlos Longoni. Es (era)
inspector de policía, un tipo flaco, cara de piedra, mirada dura y pocas
palabras. Cesante en el peronismo, lo reincorporan en 1955. Pasa a ser
ayudante del jefe de la División Judicial, que es el doctor Doglia... Esa
noche Longoni está durmiendo en su casa cuando oye los primeros tiros. Se
levanta y sale vistiéndose a la calle. Para un taxi y se hace llevar a la
zona de lucha. En lo más denso del tiroteo, el taxista se desmaya del susto.
Longoni lo deja en la Asistencia, sigue solo, y logra meterse en el Comando.
Pide un arma y un puesto de combate. Le entregan una Halcón y le dan a
elegir el puesto que quiera. Toda la noche pelea. Ése es el hombre a
quien siete meses más tarde el jefe de Policía de la provincia dejará
cesante –¡otra vez cesante!– por secundar a Doglia en sus denuncias sobre
este caso. El caso de los prisioneros que en la Unidad Regional San Martín
seguían aguardando su incierto destino.
18. "CALMA Y CONFIANZA"
1.45. En el despacho del jefe de la Unidad Regional San Martín,
inspector mayor Rodolfo Rodríguez Moreno, también está encendida la radio.
El decreto de ley marcial se ha vuelto a propalar a las 0.45, 0.50, 1.15,
1.35. Ahora lo están pasando nuevamente. Hace alrededor de quince minutos
se ha difundido el Comunicado N° 1 de la Vicepresidencia de la Nación, donde
por primera vez se informa al país con algún detalle sobre lo que está
ocurriendo.
En nombre del señor presidente provisional –reza el
texto– se comunica al pueblo de la República que a las 23 del día sábado se
produjeron levantamientos militares en algunas unidades de la provincia de
Buenos Aires. Inmediatamente el Ejército, la Marina y la Aeronáutica,
apoyados por la Gendarmería Nacional, la Prefectura y la Policía, iniciaron
operaciones para sofocar el intento de rebelión. Se ha decretado el imperio
de la ley marcial en todo el territorio de la República. Se recomienda a
la población tener calma y confianza en la fuerza y consolidación de la
Revolución Libertadora. Firmado: Isaac F. Rojas, contraalmirante,
vicepresidente provisional.
Uno de los prisioneros ha pedido permiso para ir al baño; en el
trayecto, el vigilante que lo acompaña lo entera de lo que está pasando.
Hay consternación en el grupo cuando este hombre vuelve con la noticia que
confirma de manera definitiva todos los indicios, las sospechas, los temores
que han ido creciendo desde las once de la noche anterior, cuando por
primera vez oyeron la palabra "revolución", en boca del propio jefe de
Policía. Gavino se pone pálido. –¿A qué hora? –insiste–. ¿A qué hora?
–Parece que recién no más –le contestan. Gavino lanza un suspiro de
alivio. Sabe que no pueden hacerle nada. Está detenido antes de la ley
marcial y por lo tanto no puede haberla violado. Mario Brión tiene un
presentimiento funesto. –A ver si todavía nos matan... Todos lo miran
de reojo. Hay un silencio. Después hablan varios al mismo tiempo: –Yo fui
a cenar a casa de unos amigos, y cuando volvía..., cuando volvía...
–¿Está prohibido despedirse de la novia? Yo no hice nada, yo no sé nada, a
mí tienen que dejarme salir... En el inextricable italiano del viejo
sereno se destaca ahora una palabra, martillada a intervalos regulares
"revoluzione... revoluzione...". Dos súbitos guardias armados con
carabina imponen silencio desde la puerta. En todo el vasto edificio se ha
producido un cambio apenas perceptible, pero siniestro. La actitud antes
despreocupada de los vigilantes se torna hosca, ceñuda. Voces, repiquetear
de pasos en la galería adquieren singulares resonancias. Después,
prolongados silencios. Ajeno a todo, desparramado sobre un banco, como un
gran Neptuno negro, el sargento Díaz ronca estertorosamente. Su amplio tórax
asciende y desciende con pausado ritmo. El sueño le barniza el rostro con
una máscara impasible. Los demás empiezan a mirarlo con fastidio, con
espanto.
19. QUE NADIE SE EQUIVOQUE...
2.45. Rodríguez Moreno tiene un mal
palpito. ¿Porqué a él, justamente a él, tenían que caerle estos pobres
diablos? Y sin embargo, hay como una misteriosa justificación, una fidelidad
del destino en la misión que le va a tocar. Hombre imponente, duro, de
accidentada y tempestuosa carrera es Rodríguez Moreno. La tragedia lo sigue
como un perro devoto. Ya antes de 1943, estando al frente de una comisaría
de Mar del Plata, aparece complicado, según versiones, en un hecho
escalofriante. Un linyera es golpeado brutalmente en un calabozo y arrojado
luego a una playa, completamente desnudo en una noche de crudo invierno.
Muere de frío. Parece que a Rodríguez Moreno lo procesan y hasta lo
encarcelan en Dolores. Pero después sale en libertad. Porque era inocente,
dicen sus defensores. Por influencias políticas, sostienen sus detractores.
El episodio queda obscuro y olvidado. Y ahora esto. Y más tarde, a fines
de 1956, de nuevo en Mar del Plata, donde lo han trasladado como jefe de la
Unidad Regional, se hablará de un episodio similar. Un carterista chileno
muerto a cachiporrazos en un calabozo. ¿Tiene algo que ver Rodríguez Moreno?
Dicen que no... Pero el desastre lo sigue. A comienzos de 1957, en un
procedimiento dirigido por él, un vigilante cae acribillado a tiros de
ametralladora por sus propios compañeros. Un infortunado accidente, dicen
los diarios. Junto a él, esa noche del 9 de junio, está el segundo jefe
de la Unidad, comisario Cuello. Un hombre bajo, nervioso, sobre quien
circulan también contradictorias versiones. –Vamos a tomarles declaración
–dispone Rodríguez Moreno. Los detenidos empiezan a desfilar
individualmente, en dos tandas. Una va al propio despacho del Jefe. Otra, a
la oficina del oficial sumariante. Juan Carlos Livraga está inquieto. No
quiere creer que su amigo Vicente Rodríguez lo haya engañado, pero una
intolerable sospecha le ronda por la cabeza. Por eso, cuando Rodríguez
vuelve de declarar, se levanta, apresuradamente y pasa antes de que lo
llamen. Quiere ser interrogado por la misma persona, averiguar lo que ha
dicho su amigo, ampararse en el testimonio de éste. El interrogatorio es
largo, minucioso. Le preguntan si sabía algo de la revolución. Contesta que
no. Hace un detallado relato de su llegada a la casa del procedimiento.
Subraya que ha ido sólo a escuchar la pelea. Un empleado condensa todo en un
par de líneas escritas a máquina. Le muestra una pila de brazaletes, de
color celeste y blanco, con dos letras estampadas: P. V. Le preguntan si los
ha visto antes. Contesta que no. El dactilógrafo escribe otro renglón. Le
muestran un revólver. Le preguntan si es suyo. La pregunta asombra a
Livraga. El arma no le pertenece, pero lo raro es que ellos no sepan de
quién es. Dos o tres líneas más se agregan a la declaración. La hoja, una
larga hoja, se curva sobre el rodillo y cae hacia atrás. Livraga observa que
contiene otras declaraciones anteriores a la suya. En la posición que se
halla, frente al dactilógrafo, alcanza sin embargo a descifrar algunos
renglones invertidos. Se tranquiliza cuando ve: "Rodríguez ... casualidad
... amigo ... pelea ... ignora ...". Rodríguez ha declarado lo mismo que él.
Otros testimonios son similares. A Giunta, el fisonomista, lo interroga un
oficial "gordito, de pelo enrulado, de bigote a la americana". Gavino
sabe perfectamente que no le van a creer si dice que él también estaba por
casualidad en el departamento de Torres. Busca alguien que lo secunde. Se
pone de acuerdo con Carranza. Y ambos declaran que son simpatizantes
peronistas, que presumían el estallido del motín y fueron a escuchar la
noticia por radio. –¿Qué hacía usted en esa casa? –le preguntan a Di
Chiano. –Qué iba a hacer... Es mi casa. –¿Qué hacía? –Estaba con mi
familia, escuchando la radio. –¿Nada más? –Nada más. A Troxler y
Benavídez los tienen desde su llegada en otra dependencia, sin mezclarlos
con los primeros. Sus testimonios son los más breves. Al fin y al cabo no
han hecho más que ir y llamar a una puerta. –¿Qué hacen con nosotros?
–pregunta uno de ellos. –Creo que los mandan a La Plata –le responden
ambiguamente. A las 2.53 la cadena nacional de radiodifusión ha conectado
con el despacho del vicepresidente de la Nación, contraalmirante Rojas, y
éste en persona lee el Comunicado N° 2, informando que se ha dominado el
motín en la Escuela de Mecánica del Ejército y que se está retomando la
Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo. "Que nadie se equivoque
–concluye–. La Revolución Libertadora cumplirá inexorablemente sus fines".
3.45. Han terminado los interrogatorios. Dos oficiales se paran a conversar
cerca de la puerta. –A estos cosos –dice uno, volviendo la cabeza–, si el
asunto se da vuelta los largamos en seguida... Pero el asunto no se da
vuelta. Todo lo contrario. En La Plata disminuye el tiroteo. Los rebeldes
comprenden la imposibilidad de tomar la Jefatura o el Comando: la carrera
con el tiempo está perdida. Un avión naval que arroja una bengala provoca
corridas y deserciones. Es apenas un anticipo de lo que va a ocurrir cuando
las primeras luces permitan el vuelo de máquinas gubernamentales. En Río
Santiago se alista la infantería de marina. El propio jefe de Policía se ha
puesto finalmente en camino llevando refuerzos. En la Unidad Regional los
prisioneros, nerviosos y soñolientos, tiritan en los bancos. El frío es
intenso. Desde las 3, el termómetro marca 0 grados. Parece que ya no los van
a mover de aquí esta noche. Algunos tratan de acurrucarse para dormitar.
Es entonces cuando empiezan a llamarlos de nuevo, de a uno. El primero que
vuelve explica que le han sacado todo lo que llevaba encima: dinero, el
reloj, hasta las llaves. Y muestra el recibo que le dieron. Algunos
alcanzan a precaverse. Livraga, por ejemplo, que tiene cuarenta pesos,
esconde treinta en una media. Le entregan recibo por "Un reloj White Star,
llavero, diez pesos y un pañuelo". (Firma el oficial Albarello.) A
Benavídez le reciben "Doscientos diecinueve con cuarenta y cinco, documentos
y elementos varios". A Giunta, quince pesos, un pañuelo y cigarrillos. El
que tiene más dinero es Carlitos Lizaso. Varios testigos lo han visto salir
de Vicente López esa tarde con más de dos mil pesos en la billetera. Incluso
hubo quien le aconsejó no llevar una suma tan grande consigo. En la Unidad
Regional le hacen constar la entrega de sólo setenta y ocho pesos. ¿Acaso
ha imitado la actitud de Livraga? Puede ser. Lo cierto es que esos dos mil
pesos desaparecerán finalmente, en un bolsillo u otro. Y no será el único
caso. Sólo una pequeña parte del botín recogido esa noche –dinero, relojes,
anillos– volverá a poder de sus dueños. La atmósfera se hace cada vez más
pesada entre los detenidos. Una cosa es ya evidente: no piensan soltarlos.
20. ¡FUSILARLOS!
4.45. Parece que Rodríguez Moreno estuviera tratando
de ganar tiempo. No ha de resultarle muy agradable salir con semejante noche
para matar a diez o quince infelices. Personalmente está convencido de que
más de la mitad no tienen nada que ver. Y aun los otros le inspiran dudas.
Nerviosos partes se cambian entre él y el jefe de Policía, que ya ha llegado
a La Plata. Las instrucciones son terminantes: fusilarlos. La alternativa:
quedar incluido él mismo en la ley marcial. Parece que hasta se habla de
mandarle un delegado con tropas. A las 4.47 se difunde el Comunicado N° 3
de la Vicepresidencia de la República: "Campo de Mayo se rindió. La
Plata, prácticamente dominada. En Santa Rosa, el regimiento de caballería se
alista para reducir el último foco. Han sido ejecutados dieciocho rebeldes
civiles que pretendieron asaltar una comisaría en Lanús". La infantería
de Marina y la Escuela de Policía levantan el asedio de la Jefatura. Los
rebeldes se dispersan. Fernández Suárez llega a la Casa de Gobierno, donde
el coronel Bonnecarrere ha tenido que limitarse toda la noche a escuchar el
tiroteo cercano, y se encamina con él a la Jefatura. Están subiendo la
amplia escalinata que da a la plaza Rivadavia cuando Fernández Suárez se
dirige a un subordinado y en voz que todos escuchan da la orden: –¡A esos
detenidos de San Martín, que los lleven a un descampado y los fusilen!
Parece que no basta. Fernández Suárez debe acudir personalmente al
transmisor. Rodríguez Moreno recibe la orden. Inapelable. Y se decide.
21. "LE DABA PECADO..."
A último momento, hay tres que tienen
suerte. El sereno, "el hombre que fue a cenar" y "el hombre que se despedía
de la novia". Los llaman aparte, les devuelven documentos y efectos
personales, los dejan en libertad. Rodríguez Moreno dirá más tarde que
los liberó "por su propia cuenta" y que la orden de fusilamiento los
incluía. A los demás los hacen salir a la calle. Frente a la Unidad hay
estacionado un carro de asalto, uno de esos camiones azules con carrocería
abierta a ambos lados y bancos transversales de madera. Detrás, a algunos
metros de distancia, espera una camioneta policial. Junto a ella un hombre
de baja estatura, enfundado en un impermeable, se restriega nerviosamente
las manos. Es el comisario Cuello. Los prisioneros reciben orden de subir
al camión. Todavía alguno vuelve a preguntar: –¿Adonde nos llevan?
–Quédense tranquilos –llega la artera respuesta–. Los trasladamos a La
Plata. Ya casi han subido todos. En ese momento sucede una escena
curiosa. Es Cuello, que en un brusco impulso grita: –¡Señor Giunta!
Giunta se da vuelta, sorprendido, y camina hacia él. Ahora hay casi un
acento de súplica en la voz baja y reconcentrada de Cuello. –Pero, señor
Giunta... –mueve un poco los brazos, con las manos crispadas–, pero usted
¿estaba en esa casa? ¿Realmente estaba? Giunta comprende en un relámpago
que le está pidiendo que diga que no. Apenas una sílaba para soltarlo, para
arreglar su situación de cualquier manera. La cara de Cuello le sorprende:
tensa, los ojos un poco extraviados, un músculo incontrolable palpitándole
en una mejilla ("Él sabía que yo era inocente. Le daba pecado mandarme a
morir", dirá más tarde Giunta en su gráfico lenguaje). Pero Giunta no
puede mentir. Mejor dicho: no sabe por qué tiene que mentir. –Sí, yo
estaba. El policía se lleva la mano a la cabeza. Es un gesto que dura una
fracción de segundo. Pero es extraño... Después recobra el dominio de sus
nervios. –Está bien –dice secamente–. Vaya. Giunta no olvidará la
escena. A lo largo de minutos y minutos la irá elaborando sin darse cuenta.
Él ya va condicionado, inconscientemente prevenido para lo que pueda
ocurrir. Tiene el hábito profesional de observar caras, estudiar sus
reflejos y reacciones. Y lo que acaba de ver en el rostro de Cuello es
todavía informe, nebuloso, pero inquietante. Ya están todos arriba. Y
otra vez surge el enigma: ¿cuántos eran? Diez, calculó Livraga. Diez,
repetirá don Horacio di Chiano. Pero no los han contado. Once, dirá Gavino.
Once, estimarán también Benavídez y Troxler.* Pero es evidente que son más
de diez y más de once, porque además de ellos cinco, están Carranza,
Garibotti, Díaz, Lizaso, Giunta, Brión y Rodríguez. Doce por lo menos. Doce,
calculará Giunta, y lo confirmará Rodríguez Moreno, quien, sin embargo,
menciona a alguien "con apellido extranjero, parecido a Carnevali, que luego
se asiló en una embajada". Doce o trece, declara Cuello. Pero Juan Carlos
Torres, basándose en testimonios indirectos, hablará de catorce. Y el jefe
de Policía de la provincia, meses más tarde, también hablará de catorce
detenidos en Florida. Si existieron esos dos hombres adicionales, uno de
ellos debió ser el anónimo suboficial que menciona Torres. ¿Y los
vigilantes? Son trece, según un testimonio. Parece que van al mando de un
cabo Albornoz, de la subcomisaría de Villa Ballester, a juzgar por
información obtenida de otra fuente. ¿Es el mismo a quien verá más tarde
Livraga en singulares circunstancias? No lo sabemos. Una cosa llama
fuertemente la atención. Los policías van armados de simples máuseres. Para
la misión que llevan, y en las circunstancias en que la van a cumplir, es
casi incomprensible. ¿Se trata de una oportunidad, una "aliviada" que
consciente o inconscientemente va a darles Rodríguez Moreno a los
prisioneros? ¿O es que no existen fusiles ametralladoras en la Unidad
Regional? Enigma de difícil respuesta. Lo indudable es que gracias a esa
afortunada circunstancia –y a otras igualmente extrañas que veremos luego–
la mitad de los condenados salvarán la vida. Éstos no saben que están
condenados, sin embargo, y esa inaudita crueldad debe subrayarse en la tabla
de agravantes y atenuantes. No se les ha dicho que los van a matar. Más aún,
hasta último momento habrá quien pretenda engañarlos. Los vigilantes
colocan las cortinas de loneta que cierran la carrocería y el vagón
policial, seguido por la camioneta donde viajan Cuello, Rodríguez Moreno y
el oficial Cáceres, se pone en marcha en dirección noroeste, por la calle 9
de Julio y su continuación Balcarce, que a su vez se prolonga en la ruta 8.
Recorre 2100 metros –unas quince cuadras pobladas– antes de salir al primer
descampado, que tiene unos mil metros de largo. Allí la ruta oblicua hacia
el oeste.
*En su declaración, Gavino nombra a los presos,
inclusive a "N. N. un hombre joven, de aproximadamente 35 años, rubio y de
bigotes", que debe ser Giunta. Pero omite a Mario Brión. En cambio, la
declaración conjunta de Troxler y Benavídez (también en mi poder) nombra a
"Mario N.", pero omite a Giunta. La explicación que se me ocurre es ésta:
Gavino, Troxler y Benavídez no conocían con anterioridad a Brión ni a
Giunta. Entre estos dos, hay cierto parecido físico. Al verlos en momentos
sucesivos dentro de la penumbra del camión, llegaron a identificar el uno
con el otro, haciendo de dos personas una sola. Los prisioneros no tienen
oportunidad de observar estos detalles topográficos. Van como en una celda,
en una obscuridad casi completa. Lo único que pueden ver es el rectángulo de
camino pavimentado que allá adelante les permite el parabrisas. Hace un
frío cruel. La temperatura se mantiene en cero grados. Los que más sufren
son Giunta, que lleva una simple campera, y Brión con su tricota blanca.
Están sentados frente a frente, sobre la izquierda, Brión en el primer banco
doble, de espaldas al conductor, y Giunta en el segundo, mirando hacia
adelante. Uno de los broches de la cortina que cierra la puerta está roto, y
la tela flamea con golpes secos, dejando entrar un helado chorro de viento,
cortante como un cuchillo. Se turnan los dos para sujetarla y hablan en voz
baja. –Yo creo que nos matan, don Lito –dice Brión. Giunta va
masticando el incidente con Cuello, pero trata de consolar a su vecino.
–No piense en esas cosas, don Mario. No oyó que nos llevan a La Plata...
Si pudieran ver, se darían cuenta de que se alejan cada vez más de su
presunto destino. Al lado de Giunta va don Horacio. Él también cree que los
llevan a La Plata. Enfrente tiene a Vicente Rodríguez, silencioso y
pensativo. Gavino va junto a Carranza. El primero teme. El segundo está
confiado. Confiado también, seguro, casi optimista dentro de las
circunstancias, parece Juan Carlos Livraga. Él es colectivero, conoce bien
las rutas, tendría que darse cuenta de que no los llevan adonde dicen. Sin
embargo, no observa nada. En los bancos de atrás viajan Lizaso, Díaz,
Benavídez, Troxler... Éste va tenso, alerta, tratando de espiar el mínimo
indicio que le permita ubicarse. Conoce bien a los vigilantes, está
acostumbrado a tratarlos y mandarlos. ¿Por qué ninguno quiere mirarlo de
frente? Algo les habrá visto Julio Troxler para sentirse tan desconfiado.
El camión entra nuevamente en zona poblada. A la izquierda hay casas más o
menos dispersas en un trecho de mil metros. Luego aparecen también a la
derecha. La ruta corta en diagonal lotes y calles a lo largo de mil metros
más. Y de pronto se amplía, se bifurca. Troxler casi da un salto. Acaba de
reconocer el lugar. Están en el cruce de la ruta 8 y el camino de cintura.
Por lo tanto, no sólo no van a La Plata, sino que se dirigen en sentido
contrario. Y la ruta 8 conduce a Campo de Mayo. Y en Campo de Mayo... Un
singular incidente interrumpe sus deducciones. El chófer se ha descompuesto.
Para el camión, baja, parece que devuelve. Hay consultas con los que vienen
en la camioneta. Uno de los prisioneros –es Benavídez– ofrece su
colaboración. –Si quieren, manejo yo –dice con toda inocencia–. Yo sé
manejar. No le hacen caso. Sube el chófer. Vuelven a arrancar. "Y en
Campo de Mayo... ", piensa Troxler. Pero se equivoca. Porque el carro de
asalto dobla a la derecha, en ángulo recto, toma el camino de cintura, ¡va
hacia el norte! Es incomprensible.
22. EL FIN DEL VIAJE
Realmente es incomprensible. ¿Qué piensa Rodríguez Moreno? Siguiendo al
oeste por la ruta 8, a unas diez cuadras de allí empieza un descampado de
cuatro o cinco kilómetros, un verdadero desierto en la noche, que hasta
tiene un puente sobre un río... Un escenario perfecto para lo que se planea.
Y sin embargo, dobla al norte, hacia José León Suárez, se interna en una
zona semipoblada, donde sólo hay baldíos de tres o cuatro cuadras de largo.
¿Es estupidez? ¿Es anticipado remordimiento? ¿Puede ignorar la zona? ¿Es un
inconsciente impulso de buscar testigos para el crimen que va a cometer?
¿Quiere brindar una posibilidad "deportiva" a los condenados, librarlos al
destino, a la suerte, a la astucia de cada uno? ¿Quiere de este modo
absolverse, delegando el fin de cada cual en manos de la fatalidad? ¿O
quiere todo lo contrario: apaciguarlos, para que resulte más fácil darles
muerte? Hay uno por lo menos que no se apacigua. Es Troxler. Y al fin ha
conseguido que uno de los guardianes lo mire y le sostenga la mirada. Pero
hace algo más ese vigilante anónimo. Con la rodilla le da un golpe rápido,
deliberado, inequívoco. Una señal. Troxler, pues, ya sabe. Pero decide
jugar una carta audaz, forzar una decisión o por lo menos poner sobre aviso
a los otros. –¿Qué pasa? –pregunta en voz alta–. ¿Por qué me toca?
Pánico se refleja en la mirada del policía. Ya está arrepentido de lo que
hizo. El cabo lo mira con suspicacia. –Por nada, señor –contesta
atropelladamente–. Fue sin querer.
El camión se ha detenido. –¡Bajen seis! –ordena el cabo. Don
Horacio es el primero en descender, por la derecha del camión. Lo siguen
Rodríguez, Giunta, Brión, Livraga y algún otro, custodiados por igual número
de vigilantes. Por primera vez pueden observar los alrededores. Están sobre
un camino de asfalto. Hay campo a ambos lados. Frente a ellos, del lado en
que bajaron, la cuneta está anegada, y detrás hay un alambrado. El sitio, a
pesar de todo, es casi perfecto. Pero entonces vuelve a surgir una voz de
orden desde la camioneta policial estacionada detrás: –No, aquí no. ¡Más
adelante! Los suben y se reanuda la marcha. Troxler recomienza su
angustioso oficio mudo. Ahora trata de captar la mirada de los otros
detenidos, combinarse con ellos, alertarlos para un desesperado golpe de
mano. Pero es inútil. Los demás parecen aturdidos, resignados, idiotizados.
Todavía no creen, no pueden creer... Sólo Benavídez da la impresión de
responderle. Está alerta como él, tenso y expectante. Trescientos metros
anda el camión antes de pararse por última vez. Y ésta es la definitiva.
Casi treinta minutos ha durado el viaje de siete kilómetros. Bajan los
mismos prisioneros. También Carranza y Gavino. Tal vez Garibotti y Díaz.
Troxler afirmará luego que arriba quedan con él Benavídez, Lizaso y el
suboficial anónimo.* Otros testimonios son confusos, divergentes,
contaminados todavía por el pánico. A la derecha del camino, obscuro y
desierto, nace una callecita pavimentada que conduce a un Club Alemán.
* O acaso "Mario N.", es decir Brión, cuyo apellido ignoraba Troxler. Pero
otros sobrevivientes aseguraron que Mario bajó con ellos. La contradicción
–típica de situaciones semejantes– permanece insoluble hasta ahora. De un
lado la calle tiene una hilera de eucaliptus, que se recortan altos y
tristes contra el cielo estrellado. Del otro, a la izquierda, se extiende un
amplio baldío, un depósito de escorias, el siniestro basural de José León
Suárez, cortado de zanjas anegadas en invierno, pestilente de mosquitos y
bichos insepultos en verano, corroído de latas y chatarra. Por el borde
del baldío hacen caminar a los detenidos. Los vigilantes los empujan con los
cañones de los fusiles. La camioneta entra en la calle y les alumbra las
espaldas con los faros. Ha llegado el momento...
23. LA MATANZA
...Ha llegado el momento. Lo señala un diálogo breve, impresionante.
–¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno. –¡Camine para adelante! –le
responden. –¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios. –No tengan
miedo –les contestan–. No les vamos a hacer nada. ¡NO LES VAMOS A HACER
NADA! Los vigilantes los arrean hacia el basural como a un rebaño
aterrorizado. La camioneta se detiene, alumbrándolos con los faros. Los
prisioneros parecen flotar en un lago vivísimo de luz. Rodríguez Moreno
baja, pistola en mano. A partir de ese instante el relato se fragmenta,
estalla en doce o trece nódulos de pánico. –Disparemos, Carranza –dice
Gavino–. Yo creo que nos matan. Carranza sabe que es cierto. Pero una
remotísima esperanza de estar equivocado lo mantiene caminando.
–Quedémonos... –murmura–. Si disparamos, tiran seguro. Giunta camina a
los tumbos, mirando hacia atrás, un brazo a la altura de la frente para
protegerse del destello que lo encandila. Livraga se va abriendo hacia la
izquierda, sigilosamente. Paso a paso. Viste de negro. De pronto, lo que
parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo
luminoso. Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más
adelante se adivina una zanja. Si puede llegar... La tricota de Brión
brilla, casi incandescente de blanca. En el carro de asalto Troxler está
sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el cuerpo echado hacia
adelante. Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta más
cercana. Va a saltar... Frente a él Benavídez tiene en vista la otra
puerta. Carlitos, azorado, sólo atina a musitar: –Pero, cómo... ¿Así
nos matan? Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno
accidentado y desconocido. Livraga está a cinco metros de la zanja. Don
Horacio, que fue el primero en bajar, también ha logrado abrirse un poco en
la dirección opuesta. –¡Alto! –ordena una voz. Algunos se paran. Otros
avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio, empiezan a
retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.
Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela. Ya no hay
tiempo para llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo. –¡De frente y codo
con codo! –grita Rodríguez Moreno. Carranza se da vuelta, con el rostro
desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón. –Por mis hijos...
–solloza–. Por mis hi... Un vómito violento le corta la súplica. En el
camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con
la mandíbula. –¡Ahora! –aulla y salta hacia los dos vigilantes. Con
una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que
imploran: –¡Las armas no, señor! ¡Las armas no! Benavídez ya está de
pie y toma de la mano a Lizaso. –¡Vamos, Carlitos! Troxler les junta
las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un
salto y se pierde en la noche. El anónimo suboficial (¿o es un fantasma?)
tarda en reaccionar. Se incorpora a medias. Desde la punta del coche un
tercer vigilante lo está cubriendo con el fusil. Se oye el tiro. El
suboficial hace ¡Aaaah!, y vuelve a sentarse, como estaba. Pero muerto.
Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los
suyos. Con desesperada impotencia comprende que el chico se le queda,
sepultado bajo los tres cuerpos que se le echan encima. Abajo, los
policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean.
Algunos se dan vuelta. Giunta no espera más. ¡Corre! Gavino hace lo
mismo. El rebaño empieza a desgranarse. –¡Tírenles! –vocifera
Rodríguez Moreno. Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di
Chiano también se zambulle. La descarga atruena la noche. Giunta
siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el
golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso
instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil. A Carranza, que
sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le
acribillan todo el cuerpo. Brión tiene pocas posibilidades de huir con
esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo
intenta. Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye
los vigilantes que se acercan corriendo. Trata de levantarse, pero no puede.
Se ha cansado en los primeros treinta metros de fuga y no es fácil mover el
centenar de kilos que pesa. Cuando al fin se incorpora, es tarde. La segunda
descarga lo voltea. Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se
quedó inmóvil, como si estuviera muerto. Oye silbar sobre su cabeza los
proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy cerca de su rostro y lo
cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo. Giunta
permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta
como una liebre, zigzagueando. Cuando presiente la descarga, vuelve a
tirarse. Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las
balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni
siquiera lo verán. Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa.* Gavino
corre doscientos o trescientos metros antes de pararse. En ese momento oye
otra serie de detonaciones y un alarido aterrador, que perfora la noche y
parece prolongarse hasta el infinito. –Dios me perdone, Lizaso –dirá más
tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo que era su hermano.
Creo que él vio todo y fue el último en morir. Sobre los cuerpos tendidos
en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la
pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de balazos parece
concluir con ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido
en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez,
que dice: –¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme! Y ahora sí, tienen
piedad de él y lo ultiman.
24. EL TIEMPO SE DETIENE
Horacio di Chiano no se mueve. Está
tendido de boca, los brazos flexionados a los flancos, las manos apoyadas en
el suelo a la altura de los hombros. Por un milagro no se le han roto los
anteojos que lleva puestos. Ha oído todo –los tiros, los gritos– y ya no
piensa. Su cuerpo es territorio del miedo que le penetra hasta los huesos:
todos los tejidos saturados de miedo, en cada célula la gota pesada del
miedo. No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede
atesorar la humanidad. Nada existe fuera de ese instinto ancestral.
¿Cuánto tiempo hace que está así, como muerto? Ya no lo sabe. No lo sabrá
nunca. Sólo recuerda que en cierto momento oyó las campanas de una capilla
próxima. ¿Seis, siete campanadas? Imposible decirlo. Acaso eran soñados
aquellos sones lentos, dulces y tristes que misteriosamente bajaban de las
tinieblas. A su alrededor se dilatan infinitamente los ecos de la
espantosa carnicería, las corridas de los prisioneros y los vigilantes, las
detonaciones que enloquecen el aire y reverberan en los montes y caseríos
más cercanos, el gorgoteo de los moribundos. Por fin, silencio. Luego el
rugido de un motor. La camioneta se pone en marcha. Se para. Un tiro.
Silencio otra vez. Torna a zumbar el motor en una minuciosa pesadilla de
marchas y contramarchas.
* En lo que respecta a Díaz... los
deponentes no recuerdan en qué momento bajó, pero lo cierto es que cuando
ellos lo hicieron, Díaz ya no estaba en el camión; es muy posible que... en
un descuido de los agentes haya bajado..." Declaración conjunta de Benavídez
y Troxler. Don Horacio comprende, en un destello de lucidez. El tiro de
gracia. Están recorriendo cuerpo por cuerpo y ultimando a los que dan
señales de vida. Y ahora... Sí, ahora le toca a él. La camioneta se
acerca. El suelo, bajo los anteojos de don Horacio, desaparece en
incandescencias de tiza. Lo están alumbrando, le están apuntando. No los ve,
pero sabe que le apuntan a la nuca. Esperan un movimiento. Tal vez ni
eso. Tal vez le tiren lo mismo. Tal vez les extrañe justamente que no se
mueva. Tal vez descubran lo que es evidente, que no está herido, que de
ninguna parte le brota sangre. Una náusea espantosa le surge del estómago.
Alcanza a estrangularla en los labios. Quisiera gritar. Una parte de su
cuerpo –las muñecas apoyadas como palancas en el suelo, las rodillas, las
puntas de los pies– quisiera escapar enloquecida. Otra –la cabeza, la nuca–
le repite: no moverse, no respirar. ¿Cómo hace para quedarse quieto, para
contener el aliento, para no toser, para no aullar de miedo? Pero no se
mueve. El reflector tampoco. Lo custodia, lo vigila, como en un juego de
paciencia. Nadie habla en el semicírculo de fusiles que lo rodea. Pero nadie
tira. Y así transcurren segundos, minutos, años... Y el tiro no llega.
Cuando oye nuevamente el motor, cuando desaparece la luz, cuando sabe que se
alejan, don Horacio empieza a respirar, despacio, despacio, como si
estuviera aprendiendo a hacerlo por primera vez.
Más cerca de la ruta
pavimentada, Livraga también se ha quedado quieto, pero infortunadamente
para él, en una posición distinta. Está caído de espaldas, cara al cielo,
con el brazo derecho estirado hacia atrás y la barbilla apoyada en el
hombro... Además de oír, él ve mucho de lo que pasa: los fogonazos de los
tiros, los vigilantes que corren, la exótica contradanza de la camioneta que
ahora retrocede despacio en dirección al camino. Los faros empiezan a virar
a la izquierda, hacia donde él está. Cierra los ojos. De pronto siente un
irresistible escozor en los párpados, un cosquilleo caliente. Una luz
anaranjada en la que bailan fantásticas figuritas violáceas le penetra la
cuenca de los ojos. Por un reflejo que no puede impedir, parpadea bajo
el chorro vivísimo de luz. Fulmínea brota la orden: –¡Dale a ése,
que todavía respira! Oye tres explosiones a quemarropa. Con la primera brota
un surtidor de polvo junto a su cabeza. Luego siente un dolor lacerante en
la cara y la boca se le llena de sangre. Los vigilantes no se agachan
para comprobar su muerte.
Les basta ver ese rostro partido y ensangrentado. Y se van creyendo
que le han dado el tiro de gracia. No saben que ése (y otro que le dio en el
brazo) son los primeros balazos que le aciertan.
El fúnebre carro de asalto y la camioneta de Rodríguez Moreno se alejan por
donde vinieron. La "Operación Masacre" ha concluido.
25. EL FIN DE
UNA LARGA NOCHE
Los fugitivos se desbandaron por el campo nocturno. Gavino no ha
parado de correr. Salta charcos y zanjas, llega a un camino de tierra, ve
casas a lo lejos, se interna por calles que no conoce, tropieza con una vía
férrea, la sigue, llega a las inmediaciones de la estación Chilavert, del
Mitre, milagrosamente encuentra un colectivo, lo toma... Es el primero
que busca asilo en una embajada latinoamericana, en plena vigencia de la ley
marcial. La terrible aventura había terminado para él. No así para
Giunta, a quien le esperaba todavía una pesadilla inagotable. Apenas llegó a
zona poblada, buscó refugio en el jardín de una casa. Adentro había luz
encendida y movimiento. Casi todo el vecindario de José León Suárez estaba
despierto con el tiroteo. No hizo más que entrar el aterrado fugitivo en
el jardín, cuando se abrió una ventana y apareció una mujer gritando:
–¡Ni se atreva, ni se atreva! –y agregó, dando media vuelta y dirigiéndose
al parecer al dueño de casa–: ¡Dale vos, ya que se salvó! Giunta no
espera oír más. El mundo debe parecerle enloquecido esta noche. Todos
quieren matarlo... Franquea la cerca de un salto y reanuda su desesperada
carrera. Ahora elude las zonas transitadas, camina deliberadamente por
calles de tierra. No puede evitar un encuentro, sin embargo. Son tres
muchachos parados en un esquina, que lo miran pasar con curiosidad. Con voz
entrecortada les cuenta algo de lo sucedido y les pide dinero, aunque sea
unas monedas para tomar cualquier medio de transporte y alejarse de ese
infierno. En esos noctámbulos encuentra un corazón menos duro. Uno le da un
peso, otro un billete de diez. Giunta, como Gavino, llega a la estación
Chilavert. Probablemente ninguno de los dos sabía que ése era el nombre de
otro fusilado, el vencido de Caseros... Se dirige a la ventanilla y pide un
boleto. –¿Para dónde? –pregunta el empleado. Giunta lo mira con asombro. No
tiene la menor idea. No sabe siquiera dónde está. Debe ser todo un
espectáculo este hombre de ojos desencajados, pelos de punta y rostro
cubierto de sudor en esta noche helada, que pide un boleto y no sabe con qué
destino. –¿Para dónde? –repite el empleado, mirándolo con curiosidad.
–Para cualquier parte... ¿Adonde va esta línea? –A Retiro. –Eso es. A
Retiro. Déme un boleto para Retiro. Recibe el boleto. Se apoya contra una
pared. Cierra los ojos y respira hondo. Cuando vuelve a abrirlos, hay en la
plataforma tres desconocidos que lo miran, lo miran... Los tres parecen
clavar los ojos en un mismo punto. Giunta baja la cabeza y descubre sus
zapatos embarrados, sus pantalones desgarrados por la fuga. Pero ya llega
el tren. Sube de un salto. Los desconocidos suben tras él. Giunta empieza a
caminar a lo largo de los vagones. Dos de aquellos hombres se han sentado.
Pero el tercero lo sigue, casi pisándole los talones. Giunta obra con
enorme lucidez: aminora el paso, deja que el otro prácticamente lo toque y
de golpe se sienta –más bien se deja caer como una piedra– en el primer
banco que encuentra a la derecha. El desconocido también se sienta. A la
misma altura del coche vacío, en el asiento de la izquierda. Giunta no
mira a su perseguidor. Clava los ojos en la obscura ventanilla, para tratar
de descubrir los movimientos de la imagen reflejada en ella. Casi da un
brinco. Porque el Otro –¿será casualidad?– hace lo mismo, lo está
"relojeando" en su propia ventanilla. ¿No terminará nunca esta noche?
Giunta está desesperado. El tren deja atrás Villa Ballester. El desconocido
sigue observándolo con disimulo. Llegan a Malaver. Unos minutos, y están en
San Andrés. Una vez más el instinto de Giunta acude en su favor. En un
relámpago se decide. Deja que el tren se ponga en marcha, que cobre
velocidad. Entonces se levanta de un salto, corre a la puerta, la abre de un
tirón, baja los escalones de la plataforma y se tira... Es milagroso que
no se mate. Apenas apoya un pie, el suelo le exige brincos gigantescos, que
nunca ha dado en su vida. En su carrera de muñeco dislocado –diez metros,
veinte metros– va rozando una cerca de ligustrina que le deja largos
rasguños en un brazo. Pero el tren ya está lejos, se pierde en la obscuridad
como un gusano luminoso. Y Giunta está –o se cree– a salvo.
* Julio Troxler se ha escondido en una zanja próxima. Espera que pase el
tiroteo. Ve alejarse los vehículos policiales. Entonces hace algo increíble.
¡Vuelve! Vuelve arrastrándose sigilosamente y llamando en voz baja a
Benavídez, que escapara con él del carro de asalto. Ignora si se ha salvado.
Llega junto a los cadáveres y los va dando vuelta uno a uno –Carranza,
Garibotti, Rodríguez–, mirándoles la cara en busca de su amigo. Con dolor
reconoce a Lizaso. Tiene cuatro tiros en el pecho y uno en la mejilla. Pero
no encuentra a Benavídez.* Los cuerpos están tibios todavía. Seguramente
no ve a Horacio di Chiano, que sigue haciéndose el muerto a alguna
distancia. Comprende que ya no tiene qué hacer allí y empieza a caminar en
dirección a José León Suárez. Casi está llegando a la estación, cuando ve
venir a Livraga, tambaleándose y cubierto de sangre. En el mismo instante un
oficial del destacamento de policía próximo iba al encuentro del herido,
gritando: "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?". –Nos fusilaron..., nos pegaron unos
tiros –farfullaba Livraga, entre insultos e incoherencias.
* Troxler
refiere que "... encontró sobre el camino... en el lugar que estaba el
camión, a Carlos Lizaso, que se encontraba de cubito dorsal, con medio
cuerpo sobre la ruta y el resto sobre la banquina ... comprobó que se
encontraba sin vida ... cruzó la ruta, encontrando en el camino que conduce
al Club Alemán, sobre el lado izquierdo, a Rodríguez; en el centro de la
calle, junto a un gran charco de sangre, a Carranza, y sobre el lado derecho
... otro cadáver que no pudo identificar...". El oficial lo sujetó por
las axilas, ayudándolo a caminar hacia el destacamento. En el camino, pasó
junto a Troxler. Y por tercera vez en esta noche, el ex oficial de
policía se vio reconocido por uno de sus antiguos colegas. –¡Hola,
Troxler! ¿Cómo te va? –grita el otro al pasar. –Bien. Ya lo ves...
–contesta. Está por seguir de largo cuando ve que se acerca un camión con
soldados del Ejército. Como siempre, Julio Troxler hace lo más natural: se
dirige a una reducida cola de madrugadores que esperan un ómnibus de la
Costera y se incorpora a ella. No piensa tomar el ómnibus –por otra parte no
tiene ni cinco centavos–, pero sabe que ahí llama menos la atención.
Parece fatalidad. Porque el camión se para justo frente a la cola. Y sin
bajar, un oficial grita: –Muchachos, ¿ustedes no oyeron unos tiros? La
pregunta parece formulada a todos, pero es a Troxler a quien mira el
oficial, es a él a quien se dirige, por un motivo muy sencillo: es el más
alto de la fila. Troxler se encoge de hombros. –Que yo sepa... –dice.
El camión se va. Troxler abandona su puesto en la fila y empieza a caminar.
No tiene con qué tomar un colectivo; un sentido elemental de cautela le
impide pedir dinero a un desconocido, o aun permiso para telefonear a sus
amigos... Está exhausto y aterido. Desde la noche anterior no prueba
bocado. Camina once horas seguidas por el Gran Buenos Aires, convertido en
desierto sin agua ni albergue para él, el sobreviviente de la masacre.
Son las seis de la tarde cuando llega a un refugio seguro.
26. EL MINISTERIO DEL MIEDO
El "tiro de gracia" que le aplicaron
a Livraga le atravesó la cara de parte a parte, destrozándole el tabique
nasal y la dentadura, pero sin interesar ningún órgano vital. Su juventud y
su buen estado atlético le prestaron un servicio incalculable: en ningún
momento perdió el sentido, aunque el rostro se le iba hinchando y le dolía
mucho. El intenso frío de la helada parecía mantenerlo despierto. Oye una
nueva descarga. Probablemente es la ejecución de Lizaso, la única que parece
haber tenido un desarrollo formal. Algunos indicios permiten suponer que los
vigilantes lo sujetaron hasta último momento, formaron el pelotón ante él e
hicieron fuego en la forma reglamentaria. El infortunado muchacho no atinó a
un gesto de fuga. O lo más probable, en el trance decisivo prefirió
enfrentar valerosamente a sus ejecutores. Lo cierto es que recibió la
descarga de frente, en pleno pecho. Cuando escucha los vehículos
policiales que se alejan, Livraga espera. Todavía no se mueve. Sólo cuando
han transcurrido varios minutos trata de incorporarse. Apoya el brazo
derecho en el suelo, tiene otro balazo. A partir de entonces empieza un
calvario infinito en que el miedo y el sufrimiento físico se sucederán y
llegarán a identificarse. Habrá un momento en que Livraga lamentará haberse
salvado. Logra incorporarse. Camina. Se interna en el basural, por donde
viera escapar a Giunta, buscándolo. Hay algo de insensato y de patético
en esta búsqueda. Es como si ya no pudiera creer más en nadie de este mundo,
como si el único en quien pudiese confiar fuera aquel hombre que ha pasado
por la misma experiencia. (Mucho más tarde encontrará por fin a Giunta –en
Olmos.) Después de un largo rodeo a campo traviesa, vuelve a la ruta.
Va dejando un largo reguero de sangre. Se acerca a un poblado. Hay
algunas luces. Ve el letrero de una estación ferroviaria: José León Suárez.
Una persona trata de interrogarlo, pero él sigue, sin responder. Está
exhausto. Va a caer. Alguien alcanza a tomarlo entre sus brazos. Es un
oficial de policía. En ese momento debió pensar Livraga en una pesadilla
infinita donde fuera cíclicamente arrestado, fusilado, arrestado,
fusilado... Sin embargo, se había encontrado al fin con un ser humano.
El oficial –a quien ya hemos visto saludando a Troxler– ni siquiera le
preguntó por qué estaba herido. Lo cargó apresuradamente en un jeep,
puso un vigilante a su lado para que lo cuidase y, colocándose ante el
volante, salió disparando rumbo al hospital más próximo. En la ruta
pasaron ante los cadáveres. El oficial detuvo la marcha y ordenó al
agente que bajara a investigar. –Están muertos –anunció el policía. El
oficial se volvió hacia Livraga. –Decime la verdad, pibe, ¿qué pasó?
En vez de contestar, Livraga vomitó una bocanada de sangre.
El oficial no titubeó más. Dejando al agente parado en la ruta,
apretó el acelerador a fondo.
27. UNA IMAGEN EN LA NOCHE
Don Horacio ignora cuánto tiempo
estuvo haciéndose el muerto. ¿Media hora, una hora? Su noción del tiempo era
definitivamente otra. Sólo sabe que no se movió del sitio donde había
caído hasta que empezó a aclarar. Y para entonces debían ser las siete y
media. El sol del 10 de junio salió a las 7.57. Alzó la cabeza y vio el
campo todo blanco. En el horizonte se divisaba un árbol aislado. Nueve
meses más tarde comprobó con sorpresa que no era un solo árbol, sino el
ramaje de varios, cortado por una ondulación del terreno, que producía esa
ilusión óptica. Incidentalmente, el detalle probó a quien esto escribe –por
si alguna duda me quedaba– que don Horacio había estado allí. El único
sitio desde donde se observa ese extraño espejismo, es el escenario del
fusilamiento.* A un costado del "árbol fantasma", al borde del pueblo de
José León Suárez, vio la capilla cuyas campanadas escuchó cuando le iban a
dar el tiro de gracia... Se puso de pie y echó a correr dificultosamente
en esa dirección. Estaba entumecido. El frío era brutal. A las 8.10 se
registrarían tres décimas bajo cero. En el camino se encontró con una
zanja fangosa, insalvable para él. Tuvo que arrancar una chapa de zinc de
una pila de basura y ponerla sobre el fondo, a modo de puente. Salió del
baldío y se internó en el pueblo. Caminó unas ocho cuadras. Le parecieron
dos. Por una calle transversal vio venir un colectivo. Le pareció rojo. Era
amarillo. Creyó que era el número 4. Era el número 1. Subió. –¿Adonde
va? –preguntó, como Giunta. –A Liniers. En un bolsillo chico del
pantalón había salvado de la voracidad policial una pequeña suma de dinero.
Con ella pudo pagar su boleto. Parece fábula, le dieron un boleto capicúa...
Bajó en Liniers. Entró en un bar. Pidió café. No había, estaban calentando
la máquina. Fue a otro bar. Allí le dieron un café doble y una caña doble.
Sólo entonces le pareció que el alma le volvía al cuerpo.
* ¿Cómo escapó el sargento Díaz? Sólo podemos conjeturarlo. Lo cierto es
que dos meses después de la masacre estaba con vida, escondido en una casa
de Munro. Allí lo detuvo el comisario de Boulogne. Lo mandaron a Olmos. Es
el único sobreviviente con el que nunca pude comunicarme. ¿Y el
"suboficial X"? ¿Existió? ¿Quién era el hombre al que Troxler y Benavídez
vieron balear en el camión? ¿Uno de los doce que ya conocemos, pero
desconocido para ellos? La incógnita subsiste hasta hoy. Cinco muertos
seguro dejó la masacre, un herido grave y seis sobrevivientes.
* Había salido el sol sobre el tétrico escenario del fusilamiento. Los
cadáveres estaban dispersos en las inmediaciones de la ruta. Algunos habían
caído en una zanja, y la sangre
*Me había intrigado mucho ese rasgo
topográfico, que don Horacio mencionaba y que yo nunca lograra observar en
mis tres o cuatro visitas el basural. Hasta que fui un día con él. Y de
pronto, tras buscarlo ambos un buen rato, lo vi. Era fascinante, algo digno
de un cuento de Chesterton. Desplazándose unos cincuenta pasos en cualquier
dirección, el efecto óptico desaparecía, el "árbol" se descomponía en
varios. En ese momento supe –singular demostración– que me encontraba en el
lugar del fusilamiento. que tenía el agua estancada parecía convertirla
en un alucinante río donde flotaban hilachas de masa encefálica. Tiempo
después vaciaron allí un camión de alquitrán y otro de cal... Por todas
partes había cápsulas de máuser. Durante muchos días los chicos de la zona
las vendieron a los visitantes curiosos. En varias casas lejanas quedaron
impactos de balas perdidas. Los primeros en detenerse junto al camino
aquella mañana fueron los desprevenidos pobladores que iban a sus
ocupaciones. Después se corrió la voz por el pueblo y una muchedumbre
espantada y sombría se fue congregando en torno al pavoroso espectáculo.
En voz baja circulaban las más absurdas versiones. –Eran estudiantes
–aseguraba uno. –Sí, iban a asaltar Campo de Mayo... –decía otro. Los
más guardaban silencio. Los hombres se descubrían, alguna mujer se
persignaba. Luego todos vieron acercarse por el camino un automóvil
nuevo, largo y reluciente, que frenó de golpe ante el grupo. Una mujer asomó
la cabeza por la ventanilla. –¿Qué sucede? –preguntó. –Esa gente...
Que la han fusilado –le contestaron. Ella tuvo un gesto irónico. –¡Muy
bien hecho! –comento–. Tendrían que matarlos a todos. Hubo un silencio
estupefacto. Después algo describió una parábola y fue a reventar en una
nubecita de tierra contra la bruñida carrocería. Al primer cascote siguió
otro, y luego un diluvio. Rugiendo enfurecida, la multitud rodeó el
automóvil. El chófer atinó a apretar el acelerador a fondo. Hasta las
diez de la mañana permanecieron los muertos a la intemperie. A esa hora vino
una ambulancia y los llevó al policlínico San Martín, donde fueron arrojados
sin miramientos a un galpón. Rodríguez estaba acribillado, Garibotti tenía
un solo tiro, en la espalda. Carranza, muchos, inclusive en las piernas...
El sereno del depósito estaba acostumbrado a ver cadáveres. Cuando llegó esa
tarde, sin embargo, hubo algo que le impresionó vivamente. Uno de los
fusilados tenía los brazos abiertos a los flancos, y el rostro caído sobre
el hombro. Era un rostro ovalado, de cabello rubio y naciente barba, con una
mueca melancólica y un hilo de sangre en la boca. Tenía una tricota
blanca, era Mario Brión y parecía un Cristo.* El hombre se quedó un
momento atontado. Después, le cruzó los brazos sobre el pecho.
28.
"TE LLEVAN"
El oficial de policía condujo a Livraga al policlínico
San Martín, donde le hicieron las primeras curas. Juan Carlos no perdió el
conocimiento: durante horas, médicos y enfermeras le oyeron repetir su
historia. Después lo llevaron a la Sala de Recuperación, situada en el
tercer piso.
* Textuales palabras del sereno al padre de Mario muchos
meses después. Las enfermeras, arriesgando sus puestos –y acaso más: aún
regía la ley marcial–, protegen al herido en todas las formas imaginables.
Una llama por teléfono, clandestinamente, al padre de Juan Carlos y le dice
que venga a verlo en seguida, porque está "descompuesto". Otra esconde sus
ropas; sabe que Livraga dice la verdad y presume que el suéter perforado de
bala en el brazo puede ser una prueba. Otra oculta el recibo de la Unidad
Regional San Martín, que más tarde iba a servir de cabeza de proceso. La
madre de Juan Carlos está recién operada en un hospital, y no la enteran de
la noticia. Don Pedro Livraga, en cambio, acude en seguida a ver a su hijo,
acompañado de dos primos y del cuñado de éste. Y estas cuatro personas
firman en el libro de entradas foliado del policlínico una declaración en la
que consta que han visto con vida a Juan Carlos y que su estado, aunque de
cierta gravedad, no permite suponer en absoluto un desenlace fatal.
Acertada precaución, porque esa tarde, o esa noche –para Livraga el tiempo
es ya la mera sucesión del dolor– un cabo de la policía provincial viene a
asumir su custodia, y al hallarse frente a él, lo mira y remira fijamente
como si no quisiera creer que está vivo. A Livraga le resulta vagamente
familiar la cara del policía. No podría jurarlo, pero le parece que lo ha
visto antes. ¿Acaso es el cabo Albornoz, que mandaba el pelotón? La pregunta
no tiene mayor importancia. Pero el cabo –un hombre moreno– es lengua
larga. Comenta con las enfermeras: –A éste lo van a llevar de nuevo. No
se lo digan, pobre. Las enfermeras se lo dicen. Y recomienza el suplicio.
El policía, entretanto, busca algo. El recibo. Pide las ropas de Livraga. No
se las dan. Se vuelve fastidioso, exige directamente ese papelito que es la
prueba del crimen. Nadie sabe nada. Nadie, salvo don Pedro Livraga, que
al volver esa noche a su casa lo encuentra misteriosamente en un bolsillo de
su sobretodo. Y lo guarda, hasta que seis meses más tarde llega a manos
del juez. Entretanto, la vida de Juan Carlos está suspendida del más
tenue de los hilos. No hay la menor duda de que la policía provincial quiera
acabar con él, el testigo. Pero antes debe resolver el "pequeño" problema de
los otros sobrevivientes, buscados con encarnizamiento. Si puede capturarlos
a todos, volverá a ejecutarlos, tomando mayores precauciones... Pero si uno
solo escapa a la red, será inútil eliminar a los demás. Livraga ya no
resiste, ya no protesta. Cuando esa noche lo ponen en una camilla y una
enfermera le dice llorando: "Pibe, te llevan", ya está vencido. Tanto penar
para morirse uno. Lo sacan tapado con una sábana, como a un muerto. Lo
suben a un jeep y lo llevan.
* En San Andrés, Giunta tomó un
colectivo que lo condujo a casa de su hermano, en Villa Martelli, donde
encontró refugio y desahogó sus nervios contando la increíble historia.
Por la noche durmió en casa de los padres, y el lunes 11 de junio acudió a
su trabajo. Pensaba que su odisea había terminado. Cuando esa tarde volvió a
Florida, sin embargo, su mujer le informó que había pasado la policía a
buscarlo. Ella les dijo que estaba en casa de sus padres. Giunta, que
hasta ese momento se había portado con toda lucidez, ahora comete una
tontería. Quiere presentarse a aclarar su situación. Fue a entregarse a la
casa paterna. Sabía que allí lo esperaban, y en efecto, no alcanzó a entrar
porque lo detuvieron antes. Lo que ocurrió a partir de entonces es todo
un capítulo en la historia de nuestra barbarie. Primero lo llevaron a la
seccional de Munro, y de ahí a la Unidad Regional. Lo encerraron con llave
en una especie de cocina. Con él entró un guardián armado que lo hizo sentar
en un rincón y lo estuvo apuntando interminablemente con una pistola.
–¡Si avanzas un paso, te levanto la tapa de los sesos! –le informaba a
intervalos regulares–. ¡Si hablas, te levanto la tapa de los sesos! ¡Si
haces un gesto, te levanto la tapa de los sesos! Su vocabulario era más
bien limitado, pero convincente. De a ratos, sin embargo, lo incitaba:
–Anda, movete, así te puedo pegar un tiro. El prisionero no ensayaba el
menor ademán. De tanto en tanto el otro parecía cansarse y enfundaba el
arma. Pero después volvía a su divertido juego. Lo empujaban deliberadamente
a la locura. En los cambios de guardia se producían conversaciones en voz
baja, calculadas para parecer secretas y al mismo tiempo para que el
detenido alcanzara a oírlas: –Esta noche "sale"... –murmuraba uno.
–¿Para dónde! –contestaba otro con una risita. –Dos veces no se salva
ninguno. No le daban de comer, salvo algún sandwich, con intervalos de
horas. Cuando quiso dormir, tuvo que tenderse en las heladas baldosas.
Gritos que llegaban de afuera le cortaban el penoso sueño. –¡Cuidaaado,
que se escaaapa! ¡Cierren todas las ventanas! Parece que lo incitaban a
la fuga. Al fin y al cabo no era tan difícil. No estaba en un verdadero
calabozo. Giunta no se dejó tentar. Acaso lo incitaban al suicidio. En
una oportunidad lo pasaron a otro cuarto del primer piso, con ventanal al
patio. –Y no se le ocurra escaparse por ahí –le dijo un oficial,
señalando la accesible ventana–. Porque si no se mata del golpe... En fin,
es una opinión. Desde el primer momento trataron de recuperar el recibo
que le entregaron en la misma Unidad la madrugada del 10. Cuando fracasaron
las amenazas, apelaron a la seducción. Un oficial joven trataba de
persuadirlo con buenas razones: –Mira, tu situación ya está aclarada,
pero necesitamos ese recibo. No haces más que entregarlo, y salís en
libertad. Giunta negaba tenerlo, y decía la verdad. Había quemado el
recibo. A los dos o tres días de su encierro, fue a verlo Cuello, el
segundo jefe de la Unidad, que realizara una vaga tentativa por salvarlo del
fusilamiento. Ahora no podía dar crédito a sus ojos. Le parecía estar viendo
un fantasma. –Pero, ¿cómo hizo? –repetía–. ¿Cómo hizo? Giunta estaba
tan descentrado, a esa altura de las cosas, que trató de disculparse por
haber huido. Explicó que había sido una reacción instintiva, ésa de escapar
a la muerte; que en realidad, él no había querido... Sí, no había querido
ofenderlos. Cuando el 17 de junio lo trasladaron a la comisaría 1a de San
Martín, era una ruina de hombre, al borde de la demencia. 29. UN MUERTO
PIDE ASILO
¿Había muerto Benavídez? Sus amigos, basados en el relato de Troxler,
tenían esperanzas de encontrarlo con vida. En la mañana del 12 de junio
tales esperanzas se derrumbaron. Todos los diarios publicaban un
comunicado del gobierno con la lista oficial de "fusilados en la zona de San
Martín". Y en ella aparecía Reinaldo Benavídez. El más asombrado debió
ser él mismo, puesto que se había salvado...* Y sin embargo, la
explicación era muy simple. Hay que buscarla en la ciega irresponsabilidad
con que se procedió desde el principio hasta el fin en esa operación
clandestina calificada de fusilamiento. Basta la simple lectura de la
lista de ejecutados en San Martín para comprender que el gobierno no tenía
la menor idea de quiénes eran sus víctimas. A Benavídez, que gozaba de
perfecta salud tras huir del basural de José León Suárez, lo daban por
muerto. A Brión, en cambio, que había caído, no lo mencionaban en absoluto.
A Lizaso lo llamaban "Crizaso"; a Garibotti, "Garibotto". Parece mentira
que se puedan cometer tantos errores en una lista de apenas cinco nombres,
que además correspondían a cinco personas oficialmente ajusticiadas por el
gobierno. Lo curioso es que ninguno de estos macabros errores ha sido
rectificado, aun después de que yo los denunciara. Oficialmente, pues,
Benavídez sigue estando muerto. Oficialmente, el gobierno nunca ha tenido
nada que ver con Mario Brión. Pero el 4 de noviembre de 1956, los diarios
informaban que el día anterior se había exiliado en Bolivia Reinaldo
Benavídez. Sí, el mismo. El "muerto".
* A los familiares de las víctimas no se les ahorró molestia, vejación
ni incertidumbre alguna. Un hermano de Lizaso, que por versiones
sospechaba su trágico fin, estuvo ambulando de comisaría en comisaría en
busca de noticias concretas. A las siete de la mañana del 12 de junio,
cuando ya había salido en los diarios la noticia –adelantada el 11 a la
noche por Radio Mitre– fue a la Unidad Regional San Martín. Allí tuvieron el
sangriento cinismo de decirle que no conocían a Carlitos y mandarlo, en una
búsqueda que de antemano sabían
*...del lugar de los hechos, se dirigió hacia el noroeste y luego de
recorrer unos 500 metros, se apersonó a un colectivero que tiene su parada
en esa zona, solicitándole dinero, ascendiendo al vehículo del mismo ..."
Declaración de Troxler y Benavídez, fechada en La Paz, Bolivia, el 9 de mayo
de 1957, dirigida al autor de este libro. estéril, a la Brigada de
Investigaciones. De ahí lo remitieron al Distrito Militar. De ahí a Campo de
Mayo, donde lo atendió el Jefe del Acantonamiento: –Lo único que puedo
asegurarle –le informó– es que aquí no se ha fusilado a ningún civil. Fue
a la segunda de Florida, luego al ministerio de Ejército. Nadie sabía nada.
En la Casa de Gobierno, el general Quaranta se negó a atenderlo. Por fin se
compadeció de él un oficial de Aeronáutica, el comandante Vales Garbo, que
con un par de fulmíneas órdenes telefónicas consiguió que los esbirros
policiales renunciaran al inocente placer que se estaban proporcionando.
* En Florida, el 11 por la noche, una comisión policial fue a la casa de
Vicente Rodríguez a retirar la libreta de enrolamiento del portuario
asesinado. Su esposa, que ignoraba todo aún, recibió el 12 una citación de
la Unidad, para el día siguiente. En la Unidad Regional la hicieron
esperar una hora antes de que la atendiera un oficial. Ella no había leído
los diarios. Volvió a preguntar por el marido, si estaba preso... El oficial
la miró entonces de arriba abajo. –¿Usted es analfabeta? –preguntó
despectivamente. Conste aquí. Consten las ventajas que da el alfabeto para
martirizar a una pobre mujer. –Hubo muchos fusilados –remató el instruido
oficial–. Entre ellos, su esposo. La condujeron en una camioneta al
policlínico San Martín. Allí estaba el cadáver de Vicente. Preguntó si podía
llevárselo para velarlo. Le dijeron que no. –Vuelva con el cajón. Y de
aquí derecho al cementerio. Ah, y tiene que ser antes del viernes. Si no, no
lo encuentra. Volvió con el ataúd. Y fueron derecho al cementerio. Con
custodia. Sólo cuando cayó el último terrón, se retiró el último policía.
* En Boulogne, donde vivían Carranza y Garibotti, el trámite fue similar,
aunque con una curiosa variante. El encargado de retirar las libretas de
enrolamiento fue un hombre alto, corpulento, moreno, de bigotes, voz ronca y
pastosa. Vestía pantalones claros y chaquetilla corta, color verde oliva: el
uniforme del Ejército Argentino. Ya no empuñaba una pistola 45 en la mano
derecha. Bajó de un jeep a las 19 del lunes 11 frente a la casa de
Garibotti. –Vengo a buscar la libreta de su esposo –dijo a Florinda
Allende, sin presentarse. –Aquí no está –repuso ella. –Búsquela. Tiene
que estar. Y entró en la casa. Un hijo del ferroviario, Raúl Alberto
(13 años), estaba sentado en la cerca. –¿Vos sos hijo de Garibotti? –le
preguntó el chófer del jeep. –Sí. –¿Ése que mataron? El muchacho no
sabía nada... La libreta del muerto no apareció y el hombre alto y
corpulento cruzó la calle y golpeó a la casa de Carranza. Berta Figueroa
ignoraba todavía la suerte de su marido y el paradero de la libreta. –Yo
no sé nada –dijo–. La tiene que tener él. –Búsquela, señora, que acá
está, porque él dice que está acá –insistió el funcionario militar-policial.
Berta lo hizo entrar y fue en busca del documento. Fernández Suárez se
quedó mirando el gran retrato de Nicolás Carranza que colgaba de la pared.
A su alrededor, los chicos lo observaban tímidamente, con sus grandes ojos
llenos de curiosidad. –¿Ése era tu papá? –preguntó a Elena "el señor
alto" por orden de quien la pequeña, aunque lo ignorase, ya no tenía papá.
–Sí –repuso. –¿Cuántos hermanitos son? –Seis –contestó la niña. –¿Y
vos sos la mayor? –Sí.
En ese momento volvía Berta Figueroa con la libreta. –¿Está preso mi
marido? –se atrevió, angustiada, a preguntar. –No sé, señora –contestó
apresuradamente el jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires–. No sé
nada. Y agregó desde el jeep, con voz más ronca que antes: –La libreta
la piden de La Plata. Es por un trámite.
* La tarde del 10 de junio un hombre joven, hondamente preocupado,
caminaba hacia la calle Franklin, de Florida. En el trayecto lo paró una
mujer, a quien no conocía. –¿Usted es algo de Brión? –le preguntó.
–Hermano –repuso. –Quédese tranquilo –dijo ella entonces–. Horacio y
Mario están bien. Y antes que él pudiese preguntar más, la desconocida se
marchó apresuradamente. Era una noticia, la primera, desde la
desaparición de Mario la noche antes. Los hechos posteriores se encargarían
de desmentirla, pero el misterioso incidente iba a despertar –aun frente a
la evidencia– las más crueles e irracionales esperanzas. Un cuñado de
Mario no tardó en averiguar que lo habían detenido y fue a la Unidad
Regional a preguntar por él. Allí –según una versión indirecta– habría
ocurrido un singular episodio. –¿Cómo era su cuñado? –preguntó el oficial
de guardia. –Era... –comenzó el pariente de Mario, y clavando de golpe la
mirada en su interlocutor exclamó asombrado–: Vea, era igual a usted...
Ante esas inesperadas palabras, parece que el oficial fue víctima de una
crisis de nervios y rompió a llorar. El cadáver de Mario estaba en el
policlínico San Martín y de allí fue a retirarlo su padre. Apenas se lo
dejaron ver unos segundos. De un golpe replegaron la sábana que lo cubría,
de otro golpe volvieron a taparlo. Meses más tarde, don Manuel Brión
recibió una misteriosa llamada telefónica. –¿Usted es el padre de Mario?
–preguntó una voz. –Sí... –Quiero hablarle de su hijo. –¿Quién es
usted? –Soy un marinero. Acabo de volver del sur. Lo espero esta noche
junto al paredón de la Escuela de Mecánica... Mencionó la hora y el lugar
exacto. Un temor innombrable impidió al anciano acudir a la cita. Pero desde
entonces empezó a dudar de lo que había visto en la morgue del policlínico,
y sólo las palabras, que ya hemos citado, del sereno del depósito, lo
confirmaron en la cruel realidad.*
30. LA GUERRILLA DE LOS TELEGRAMAS
Entretanto, se estaba librando una sorda batalla por la vida de Juan
Carlos Livraga. Del policlínico un jeep conducido por el comisario
inspector Torres lo lleva a la comisaría 1a de Moreno, donde lo arrojan
desnudo a un calabozo, sin asistencia médica y sin alimentos. No le dan
entrada en los libros. ¿Para qué? Probablemente están esperando capturar a
los otros fugitivos para volver a fusilarlo con más tranquilidad. O quieren
que se muera solo. Pero sus familiares no se quedan quietos. Uno de ellos
consigue llegar hasta el coronel Arribau. Hay fuertes indicios de que la
mediación de este militar impide que se vuelva a ejecutar la pena. Don Pedro
Livraga, por su parte, apela directamente a la Casa Rosada. El 11 de junio a
las 19 horas, despacha desde Florida el siguiente telegrama colacionado,
recibido a las 19.15 horas y dirigido al Excelentísimo Señor Presidente de
la Nación, General Pedro Eugenio Aramburu, Casa de Gobierno, Buenos Aires:
EN MI CARÁCTER PADRE JUAN CARLOS LIVRAGA FUSILADO MADRUGADA DÍA 10 SOBRE
RUTA OCHO PERO QUE SOBREVIVIÓ SIENDO POSTERIORMENTE ASISTIDO POLICLÍNICO SAN
MARTIN DE DONDE FUERA RETIRADO DOMINGO ALREDEDOR 20 HORAS DESCONOCIENDO
NUEVO PARADERO RUEGO ANSIOSAMENTE SU HUMANA INTERVENCIÓN PARA EVITAR SEA
NUEVAMENTE AJUSTICIADO ASEGURÁNDOLE SE TRATA CONFUSIÓN PUES ES AJENO A TODO
MOVIMIENTO. COLACIÓNESE. PEDRO LIVRAGA.
* El asesinato de Mario Brión
fue denunciado por primera vez por mí en "Revolución Nacional" del 19 de
febrero de 1957. Esa denuncia me puso en contacto con sus familiares, que
aún se resistían a creer en lo irreparable. Las averiguaciones realizadas,
infortunadamente, confirmaron su muerte. La respuesta no tarda en llegar.
Es el telegrama N° 1185, despachado de Casa de Gobierno el 12 de junio de
1956 a las 13.23 horas, recibido a las 20.37 horas, y dirigido a don Pedro
Livraga, Florida, que dice:
REFERENTE TELEGRAMA FECHA 11 INFORMO SU
HIJO JUAN CARLOS FUE HERIDO DURANTE TIROTEO ESCAPADO POSTERIORMENTE FUE
DETENIDO Y SE ENCUENTRA ALOJADO COMISARIA MORENO. JEFE CASA MILITAR.
Los familiares de Juan Carlos vuelan a la comisaría de Moreno. Y allí se
repite la vieja artimaña policial. Juan Carlos –aseguran los mismos
empleados que acaban de verlo tirado en un calabozo– no ha estado nunca
allí. Es inútil que don Pedro Livraga muestre el telegrama de la
presidencia: Juan Carlos no está. Ellos no lo conocen. Y hasta ponen un aire
profesional de inocencia en lo que dicen. Más tarde, frente al juez, el
comisario dirá que nadie fue a visitarlo... Su familia remueve cielo y
tierra. Estérilmente. El muchacho no aparece y ya nadie tiene noticias
suyas. Con el lento paso de los días, don Pedro se va haciendo a la dura
idea. En Florida todos dan por muerto a su hijo. Pero Juan Carlos no ha
muerto. Sobrevive prodigiosamente a sus heridas infectadas, a sus dolores
atroces, al hambre, al frío, en la húmeda mazmorra de Moreno. Por las noches
delira. En realidad ya no existen noches y días para él. Todo es un
resplandor incierto donde se mueven los fantasmas de la fiebre que a menudo
asumen las formas indelebles del pelotón. Cuando acaso por piedad le dejan a
la puerta las sobras del rancho, y se arrastra como un animalito hacia
ellas, comprueba que no puede comer, que su destrozada dentadura guarda
todavía lacerantes posibilidades de dolor dentro de esa masa informe y
embotada que es su rostro. Y así pasan los días. La venda que le pusieron
en el hospital se va pudriendo, sola se cae a pedacitos infectos. Juan
Carlos Livraga es el Leproso de la Revolución Libertadora. Nada
tendríamos que decir en defensa del entonces comisario de Moreno, Gregorio
de Paula. Es inútil que un hombre pretenda escudarse en "órdenes superiores"
cuando esas órdenes incluyen el asesinato lento de otro hombre inerme e
inocente. Pero un resto de piedad debía quedarle esa noche en que llegó al
calabozo trayendo con la punta de los dedos una manta usada hasta entonces
para abrigar al perro de la comisaría, la dejó caer sobre Livraga y le dijo:
–Esto no se puede, pibe... Hay órdenes de arriba. Pero te la traigo de
contrabando. Bajo esa manta, Juan Carlos Livraga quedó extrañamente
hermanado con el animal que antes cobijara. Era, más que nunca, el perro
leproso de la Revolución Libertadora.
* En su calabozo de la
comisaría 1a de San Martín, Giunta escucha una risa larga, que parece venir
de lejos, rueda por los pasillos y galerías y de pronto estalla a su lado.
Es él mismo quien se ríe. Él, Miguel Ángel Giunta. Lo comprueba al llevarse
la mano a la boca y sofocar el flujo histérico de la risa que le brota
inadvertido de adentro. Más de una vez ha tenido que reprimirse de este
modo, razonar, decirse en voz alta: –Quieto. Soy yo. No tengo que dejarme
llevar... Pero luego el torbellino lo arrastra nuevamente. Habla solo,
ríe, llora, divaga y explica, y vuelve a caer en el pozo del terror donde
está la silueta de Rodríguez Moreno, alta contra los eucaliptus nocturnos,
en la mano una pistola que brilla fríamente, y hombres que retroceden, uno,
dos, tres pasos, para hacer puntería con los fusiles. Y luego el zumbido
inolvidable y perverso de las balas, el tropel de los fugitivos, el ¡plop!
de un proyectil al penetrar en la carne y el ¡ahhh! desgarrado que suelta un
hombre al caer en plena carrera, dos pasos detrás de él Giunta sacude la
cabeza entre las manos y murmura: –Soy yo, estoy bien, soy yo... Pero
cada rumor que escucha en los pasillos renueva su agonía. "Vienen a
llevarme", piensa. "Ahora me fusilan de nuevo." El sueño, por fin, lo
redime. Hace un frío agudo, mas de algún modo logra dormirse en la cucheta
de madera sin cobijas. A medianoche lo despierta el grito de los torturados,
a quienes les "están dando máquina". De él, sin embargo, nadie se ocupa.
Ni siquiera le hablan. En los ocho días que permanece en el calabozo, no le
llevan un solo plato de comida ni un vaso de agua. Son los presos comunes,
que salen a dar el paseo reglamentario, quienes lo salvan de la muerte por
hambre. A través de la mirilla de la celda le tiran mendrugos de pan y
sobras de alimentos que el prisionero recoge ávidamente del suelo. Para
mitigar su sed, discurren un procedimiento de emergencia. Introducen por el
agujero el pico de una pava y el sobreviviente bebe a tientas el chorro de
agua que cae. Sus familiares, entretanto, carecen de noticias suyas. La
policía practica con ellos el divertido juego de la gallina ciega. De la
Unidad Regional los mandan a la cárcel de Caseros, de Caseros al penal de
Olmos, de Olmos a la Jefatura de La Plata, de La Plata a la comisaría de
Villa Ballester, de Villa Ballester a la Unidad Regional San Martín... es
una semana de angustia, hasta que finalmente averiguan la verdad: Miguel
Ángel está en la 1a de San Martín. Acuden a verlo, pero sólo al día
siguiente les será permitido. Y llegarán a tiempo –su esposa, su anciano
padre, su primo, su cuñado– para presenciar una lastimosa escena. Apenas han
tenido tiempo de abrazarlo, cuando ya se lo llevan. Y lo sacan a la vía
pública, con escolta armada y engrillado, rumbo a la estación ferroviaria.
De nada sirven las súplicas de los suyos, buena gente burguesa para quien la
sola idea de caminar esposado por las calles es peor que la muerte. Allá va
el extraño grupo, a las doce del día, por las arterias céntricas de la
ciudad de San Martín: el "temible" preso, los armados esbirros y los
llorosos familiares que los siguen. La gente contempla asombrada este
espectáculo. Flaco, barbudo, con mirada de extraviado, espectro de sí
mismo, Miguel Ángel Giunta ingresó al penal de Olmos el 25 de junio. Allí la
vida empezaría a cambiar para él.
31. LO DEMÁS ES SILENCIO...
El telegrama dirigido a don Pedro Livraga, Florida, decía:
ESTADO DE SALUD DE SU HIJO BIEN EN OLMOS LA PLATA. PUEDE VISITARSE DÍA
VIERNES DÍA VIERNES 9 A 11 O DE 13 A 17 HS. SOLO PADRES, HIJOS O HERMANOS
MUNIDOS DE SUS CORRESPONDIENTES DOCUMENTOS DE IDENTIDAD. CNEL. VÍCTOR
ARRIBAU.
Llevaba el número 110, había sido despachado de Casa de
Gobierno a las 19.30 horas y recibido a las 20.37. Era el lunes 2 de julio
de 1956.
Juan Carlos aún estaba en Moreno. Pero es evidente que ya
los hilos de su vida pasaban por la Casa Rosada y no por la Jefatura de La
Plata. El martes 3 lo trasladaron a Olmos. Y sus padres –que lo daban por
muerto– descontaron ansiosamente los días que faltaban hasta el viernes.
Por fin lo vieron. Les costó trabajo reconocerlo: había rebajado diez kilos,
los vendajes le borraban la cara. Desde su llegada al penal, sin embargo, se
le brindaba un trato humano y adecuada atención médica. En realidad ya había
mejorado bastante en esos pocos días. Giunta también se recuperaba de su
postración nerviosa. Al principio había sufrido mucho el contacto de los
presos comunes. Decidió entonces hablar con el director del penal y contarle
su extraña odisea. El director –un hombre bondadoso, que más tarde fue
reemplazado– se quedó pensativo. –Muchos han traído historias como ésa
–repuso al fin–. Pero no siempre son ciertas. Si lo que usted dice es
verdad, veremos lo que se puede hacer... Ordenó su traslado al pabellón
de políticos. Allí Giunta se sintió mejor. Los presos eran militantes
comunistas y nacionalistas, dirigentes obreros, hasta algún periodista, y
con ellos por lo menos se podía hablar, aunque a él no le interesaban las
controversias políticas y sindicales. Después llegó Livraga. Giunta no lo
recordaba. Juan Carlos, en cambio, conservaba de él una imagen nítida. La
experiencia común los acercó. Al principio Livraga había preferido
permanecer entre los delincuentes comunes: aún temía por su vida, y pensaba
que allí pasaba más inadvertido. Después sus aprensiones disminuyeron y
pidió pasar al otro pabellón. Entre los presos circulaba con insistencia
el nombre de un letrado platense: el doctor von Kotsch. Se citaban casos de
detenidos puestos en libertad merced a su intervención. El doctor Máximo von
Kotsch, abogado de 32 años, con activa militancia en el radicalismo
intransigente, dedicaba en efecto su notorio dinamismo a la defensa de
presos gremiales. Entre ellos, los numerosos petroleros torturados por la
policía bonaerense. Giunta y Livraga pidieron hablar con él, y el doctor von
Kotsch escuchó con asombro el relato de lo sucedido aquella madrugada del 10
de junio en las afueras de José León Suárez. En el acto asumió la defensa de
los dos sobrevivientes, y vista la falta de proceso judicial –estaban a
disposición del Poder Ejecutivo– y de causas reales que justificaran su
encarcelamiento, solicitó que fueran puestos en libertad. La noche del 16
de agosto de 1956, los presos del pabellón político se disponían a
acostarse, cuando la voz de un guardián reclamó: –¡Población, silencio!
–y luego–: Los que yo vaya nombrando, pasen con todo. Un estremecimiento
corrió por el pabellón. Algunos iban a salir en libertad, otros se
quedarían. Todos escuchaban con avidez, mientras los que eran nombrados
recogían febrilmente sus cosas. –...Miguel Ángel Giunta... –recitaba el
guardián–, Juan Carlos Livraga... Eran los dos últimos de la lista. Se
miraron incrédulos. Se abrazaron. Después se les ocurrió simultáneamente la
misma idea. A lo mejor era una trampa para matarlos. Pero a la salida del
pabellón apoyado en una columna, los esperaba el doctor von Kotsch. Sonreía.
Giunta dice que nunca olvidará ese momento. Esa misma noche el abogado
los llevó a la jefatura de Policía de La Plata para visar sus órdenes de
excarcelación. En la de Giunta, en el rubro "Causa", había una expresiva
línea de guiones escritos a máquina. Sin causa, en efecto, se había
pretendido fusilarlo. Sin causa, se lo había torturado moralmente hasta los
límites de la resistencia humana. Sin causa, se lo había condenado al hambre
y la sed. Sin causa, se lo había engrillado y esposado. Y ahora, sin causa,
en virtud de un simple decreto que llevaba el N° 14.975, se lo restituía al
mundo.
* Giunta y Livraga debían su libertad y aun su vida –amén de
los esfuerzos del doctor von Kotsch– a una circunstancia fortuita. No eran,
como ellos creían, los únicos testigos sobrevivientes de la "Operación
Masacre". La policía bonaerense había tratado de capturar a los demás
fugitivos y recuperar las pruebas, sobre todo los recibos expedidos por la
Unidad Regional San Martín, logrado eso, es probable que todo, personas y
cosas, hubieran desaparecido en una final y silenciosa hecatombe. Pero la
tentativa había fracasado y la "Operación Masacre", aun eliminando a Giunta
y Livraga, iba a ser ampliamente conocida aquí y en el extranjero. Gavino
se había asilado en la embajada de Bolivia antes de que se apagaran los ecos
de los últimos fusilamientos. Cuando viajó a aquel país, llevaba consigo el
recibo. Julio Troxler y Reinaldo Benavídez tampoco pudieron ser
detenidos. A mediados de octubre se refugiaron en la misma embajada y el 3
de noviembre un avión los condujo a La Paz. El 17 de octubre, un hombre alto
y moreno llegaba caminando tranquilamente a la entrada de la sede
diplomática, en la calle Corrientes al 500. En el acto dos pesquisas de
civil se lanzaron sobre él y alcanzaron a manotearlo. Pero ya era tarde:
Juan Carlos Torres, el inquilino del departamento del fondo, acababa de
sustraerse a Fernández Suárez y pisaba suelo extranjero. En junio de 1957,
también viajó a Bolivia. Don Horacio di Chiano estuvo cuatro meses oculto
antes de volver temerosamente a su casa de Florida. La experiencia de terror
había dejado hondas huellas en él. Habían querido matarlo a mansalva.
Durante interminables segundos, había esperado bajo los faros de la
camioneta policial el tiro de gracia que no llegó. Sin haber cometido ningún
delito, estaba prófugo. Había perdido su empleo, después de diecisiete años
de servicio y ahora estaba dilapidando sus ahorros en el sostén de su
familia. Él nunca comprenderá nada de lo ocurrido. Livraga y Giunta
volvieron a trabajar. El primero como albañil, ayudando a su padre; el
segundo en su viejo empleo. El sargento Díaz no escapó del todo a la
furia desencadenada aquella noche de junio. Estuvo largos meses preso en
Olmos. En los cementerios de Boulogne, San Martín, Olivos, Chacarita,
modestas cruces recuerdan a los caídos: Nicolás Carranza, Francisco
Garibotti, Vicente Rodríguez, Carlos Lizaso, Mario Brión. En Montevideo,
poco tiempo después de conocer la noticia, había muerto don Pedro Lizaso, el
padre de Carlitos. En sus últimos días le oyeron repetir incesantemente:
–Yo tengo la culpa... Yo tengo la culpa.. . A fines de 1956, Vicente
Damián Rodríguez hubiera sido padre de su cuarto hijo. Su mujer, desesperada
y roída por la miseria, se resignó a perderlo. Dieciséis huérfanos dejó
la masacre: seis de Carranza, seis de Garibotti, tres de Rodríguez, uno de
Brión. Esas criaturas en su mayor parte prometidas a la pobreza y el
resentimiento, sabrán algún día –saben ya– que la Argentina libertadora y
democrática de junio de 1956 no tuvo nada que envidiar al infierno nazi.
Ése es el saldo. Pero lo que a mi juicio simboliza mejor que nada la
irresponsabilidad, la ceguera, el oprobio de la "Operación Masacre" es un
pedacito de papel. Un rectángulo de papel oficial de 25 centímetros de alto
por 15 de ancho. Tiene fecha varios meses posterior al 9 de junio de 1956 y
está expedido, después del trámite previo en todas las policías
provinciales, incluso la bonaerense, a nombre de Miguel Ángel Giunta, el
fusilado sobreviviente. Sobre el fondo de un escudo celeste y blanco,
constan su nombre y el número de su cédula de identidad. Arriba dice:
República Argentina - Ministerio del Interior - Policía Federal. Y luego, en
letras más grandes, cuatro palabras: "Certificado de Buena Conducta".