En la ciudad de Concepción del Uruguay a los diez y siete días del mes de agosto
de mil ochocientos setenta y uno, el señor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de
mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del
Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado
Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir la verdad de todo lo que
supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:
Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes, por eso yo quiero
contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo
que hice. Que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento. Porque
lo que hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace
para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman
este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo
hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros,
que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A
nosotros que estuvimos aquella tarde en Cepeda, cuando el General nos juntó a
todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y
dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. “Porque con la mitad
de mis entrerrianos los espanto”, dijo el General, y el sol le achicaba los
ojos.
En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber
escapado nunca, qué cosa es galopar y galopar, como rebotando y sentir la tierra
abajo, que retumba, y arremeter a los gritos, mientras los otros son una
polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.
En ese entonces pelear era casi una fiesta. Y cuando nos juntábamos era para una
fiesta y no para morir. Se escuchaba el galope, lejos, dele agrandarse y
agrandarse, hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las
mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque
los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con
ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a
la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. El era
el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la
misma razón que nosotros no la necesitábamos.
Todo Entre Ríos se quedaba pelado cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse
nadie por ningún lado, como si fuera de noche o fuera cuando las lluvias que no
se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando.
Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y la
mujer y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso
mienten los porteños cuando dicen que uno de los soldados de la Confederación
era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos
mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no
da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los
bañados nadie la quiere y la otra, entre la que es del General y la que el
General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero
los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que
pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los
entrerrianos en dos días para preguntarle al General a quien había que espantar.
Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay
caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.
Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben las cosas, y seguro son
porteños. No conocen el orgullo que nos daba ser los mejores. No saben que todo
pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las
cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días
enteros. Fue cuando Oribe, y hubo que domar potros en el camino porque la mitad
se nos reventó en la galopada aquella con el sol siempre colgado encima y uno
corría y corría para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que
se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de
cansancio y seguro fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos el
Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos porque ahí el cielo
lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba
tan ancho que no se alcanzaba a ver más que la sombra de los montes, del otro
lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando y cuando no había
troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos
mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que
pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo se lo dijo. El General
galopó, de una punta a otra, y levantaba el sombrero en la mano, como
agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y
era jodido nadar llevando el caballo del cabestro, y el agua estaba tibia y de
golpe cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y
aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada
y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris
porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de
entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el
barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que
manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron
del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos
abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite
tibio del agua revolviéndole las tripas.
¿Quién dice que no es de esto lo que tengo que hablar? Si fue por esto que yo lo
hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros
le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas, y porque
él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes
que lo cambiaran, y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con
nosotros en las cargas, y él también con lanza y al galope y gritando, igual que
cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le
gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía
un modo de mirar con esos ojos amarillos que ya estaba mandando sin decir nada,
a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo
desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco
y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía como si
fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General
era mucho más jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se
lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de
ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso
preguntó el General:
–¿De dónde la sacó, Chávez?, está muy buena su mujer.
Que la quería con él.
Piglia
básico.
Adrogué, 1941. escritor. Descubrió el mundo literario
y el mar a sus catorce años, cuando su familia se mudó a Mar
del Plata. En 1967 publicó su primer libro de relatos, "La invasión".
Le siguió "Nombre falso" (1975), un libro de narraciones cortas
en el que se delinea su interés por el género policial, que
alcanzará su mayor expresión en la novela "Plata quemada" (1997).
"Respiración artificial" (1980), una de sus novelas fundamentales,
es considerada como una de las más representativas de la nueva
literatura argentina. Pasaron doce años hasta que publicó su
siguiente novela, "La ciudad ausente", a partir de la cual,
en 1995, elaboró el texto de una ópera con música de Gerardo Gandini. "Formas breves" y "El último lector" reúnen algunos
de sus agudos ensayos de historia y crítica literaria. Enseñó
literatura en la Universidad de Princeton. Desde hace años padecía una
enfermedad degenerativa llamada Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), que le
impidió en 2016 recibir personalmente el premio Formentor de Literatura. Murió
en Buenos Aires el 6 de enero de 2017.
–Es mucha
mujer para vos –se oyó y dicen que venía medio pasado de caña.
El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: “Usted dice
así, mi general, porque es el que manda”, y entonces le preguntó si tenía algo
que decir.
–¿Tiene algo que decir, Chávez? –y la voz se quedó como colgada en el aire
porque ya no había música, nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz
suya acostumbrada a mandar.
Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:
–Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi General.
–¿Usted cree, Chávez? –y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin
ganas, señalando la oscuridad, a vez cuál de los dos se equivocaba.
Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No
se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado
o a naranjas, y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General
salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.
–No. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba
gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y se lo
hizo todo: los animales y la tierra, hasta llegar adonde llegó sólo con el
coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando
recién andaba cerca de los veinte y ya no se le podían contar ni los hijos, ni
las leguas.
Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiese quedado la envoltura, el cuero
nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo
gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allá empezaron a decirlo,
especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a
un correntino que había dicho que el General estaba viejo.
–Está vendido a Mitre –cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo
salir del boliche y el otro le decía:
–Fue en joda, hermanito, fue en joda –con los ojos grandotes por la falta de
coraje.
Cuando lo dejó tirado a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si
empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como
muerto.
Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era
una luz y se lo mataron por casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que
no era de aflojar, déle mirarlo y le acariciaba el cogote como con asco,
mientras se le moría.
Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.
Cuando se alzó pidiendo “Un caballo que aguante, carajo”, ya era otro y están
los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para
cambiar porque le falta un caballo.
Escenas de la Novela Argentina,
ciclo de cuatro programas especiales de una hora de duración, coproducido por la
Biblioteca Nacional y la TV Pública, emitido en septiembre de 2012 y
conducido por Ricardo Piglia, programas en los que el escritor y crítico expone
su mirada sobre las principales novelas y novelistas argentinos.
VER EL PROGRAMA COMPLETO
Ninguno de
nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían
gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer
llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado
de Mitre. Y eso con los desertores, de hacer que los lanceáramos en seco, igual
que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la
avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a
algunos de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era
feo eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle,
despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran,
hasta meterse abajo del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a
retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa
que partirlos de un lanzazo.
Estuvimos toda la tarde en esas corridas, hasta casi acostumbrarnos a los
gritos. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja
que llegaba cerca de la laguna.
No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón,
que fue como si buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio
escondidos y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte.
Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos
viendo cuando el Coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la
emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:
–¿Por qué la retirada, mi General?
Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hacer meter en el cepo, nada más
que por la pregunta.
Ustedes no saben lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta
entrar en Entre Ríos, como si nos corrieran, igual que si disparáramos de algo,
aunque veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los
porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos la cara.
El galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa
que le borra las arrugas, para explicarnos así, de repente. Pero cuando desmontó
en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al Coronel
Olmos.
De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes que son letrados, aunque se hayan
juntado aquí para que yo sea el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo
que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que
hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos
mandara a vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar
allá, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, déle esperar.
Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse.
Venirnos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado
porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si
con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos
que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban
vestidos y no porque el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a
educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la
ventana se veía luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulado en el
medio, vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban
de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena.
Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.
Al otro día nos hizo desfilar delante de esos sudados que se metían el pañuelo
en la boca cuando levantábamos polvareda al galopar. Y así anduvimos, de un lado
a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos “galerudos a los que vamos a
empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué
cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal”, como nos dijo aquella vez, tan
quieto en el tordillo y antes de entrar a florecernos por Buenos Aires, todos
con la cinta punzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.
Como si no fueran los mismos.
Sí. Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche
aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar
ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a
pelear como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba
ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no
hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ande con voluntad de guerrear y
gritando “Muera Urquiza” cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él,
ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de
tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra
y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque
fue como despedirse.
Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo
la lluvia. Una lluvia fea, media tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos
en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la
lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces,
alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos a Entre Ríos, el General ya no
sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa
voz suya, tan quieta, preguntando.
–Pasa que nos vamos, mi general.
–¿Y quién carajo ordenó que se vayan?
Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el
río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver.
Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos hacía cerrar los ojos y apretarnos
en la montura, como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno
abriera bien los ojos igual no veía más que la lluvia y era como estar solo con
el alma, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago, como una llamarada,
y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve
tan cerca del General pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos
dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que al fin
entramos a ladearnos, despacito, para el lado del estruendo y nos metimos en el
río que empujaba feo, como la vez de Oribe, y en medio de aquella agua que venía
de todos lados, lo escuchábamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con
el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra,
tirado en el medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los
gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y
tuve ganas de pedirle que se viniera con nosotros, para Entre Ríos.
Después, en cuanto nos afirmamos en la tierra empezamos a galopar y lo
escuchábamos atrás, como si nos quisiera arrear, los gritos llegaban medios
deformados por la lluvia y el viento, igual que un aullido mezclado al galope, y
era como si cada vez el General gritara más bajo y más bajo y más bajo, hasta
apagarse. Hasta que no se oyó otra cosa que la lluvia, rebotando en los charcos.
Esa, fue la vez que lo hicimos.
Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres
empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era
la mejor mujer de Entre Ríos y se le escapó con Olmos, sin que él hiciera más
que enterarse.
Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como
ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.
También por eso lo hice. Para ayudarlo.
Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no
estaría metido aquí, parado, hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra
cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que
modificó al General. Y de eso parece que no hay quién conozca. Ni entre ustedes.
Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don López Jordán
cuando me preguntaron si me animaba. “Te animás, Vega”, me preguntaron y yo me
quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a
hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.
Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos
refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando
entramos sin desmontar, como apurados. El apareció de golpe, al fondo del
pasillo, solo y medio desnudo, contra la luz. Nos recibió igual que si nos
esperara y no se defendió. No hacía más que mirarnos con esos ojos amarillos,
como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de aquella
tarde, cuando bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado
ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta
que lo tumbamos.
Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer de Payo Chávez, se le tiró
encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único
que habló esa noche y lo último que habló en su vida. “No llore m’hija, que no
hay razón”, le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me
dejaba el de Matilde y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los
ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la
gente de a caballo, o en la pared media descolorida de tanto poner y sacar la
bandera.
Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde
acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:
–Perdone, mi General –le dije, y me apuré buscándole el medio del pecho para
evitarle el sufrimiento.