Álvaro
Yunque (Arístides Gandolfi Herrero), escritor argentino nacido en la ciudad de
La Plata el 20 de junio de 1889. Fue una figura representativa de las letras
argentinas a partir de la década del 20, cuando comenzó a colaborar en revistas
de la época y publicó sus primeros libros.
Cuentista, dramaturgo, historiador, ensayista y fundamentalmente poeta, como a
él le gustaba denominarse, su obra literaria abarca más de cincuenta títulos
publicados y otros tantos inéditos. Encabezó, junto con Leónidas Barletta, Elías
Castelnuovo, Cesar Tiempo y Roberto Mariani entre otros, el grupo de los
denominados escritores sociales, integrando con ellos el Grupo de Boedo.
Álvaro Yunque cultivó una literatura realista plena de inquietudes sociales,
defendiendo siempre a los trabajadores, a los desposeídos y a los niños. De
extracción anarquista ingresó posteriormente con muchos de sus camaradas al
Partido Comunista de la Argentina en medio del debate que la revolución de
octubre introdujo en el movimiento anarquista.
Su primer libro se
publicó en 1924: Versos de la calle y La O es redonda, de poesía y le siguieron
cuentos en los cuales sus personajes son niños o adolescentes en su mayoría no
comprendidos o relegados por los adultos: Barcos de papel, Zancadillas, Los
animales hablan, Jauja, Muchachos del Sur, La barra de Siete Ombúes, Ta-Te-Ti;
Mocho y el espantapájaros; Nuestros muchachos; Niños de hoy; El amor sigue
siendo niño; Laberinto Infantil; Las alas de la mariposa; Animalía; Cuentos con
chicos y otros.
También su inquietud
social se reveló en la poesía y en ensayos históricos, productos de un trabajo
literario y de investigación rigurosa: España 1936; Poetas sociales de la
Argentina; Breve historia de los argentinos; Alem, el hombre de la multitud;
Calfucurá, la conquista de las pampas; Aníbal Ponce o los deberes de la
inteligencia. Se destacan también sus estudios preliminares a: Instrucción del
Estanciero, de José Hernández; Teatro Completo de Máximo Gorki; Don Pedro y
Almafuerte; Rosas visto por un diplomático francés de A. de Brossard; Fronteras
y Territorios de las Pampas del sur de Álvaro Barros. Escribió obras de teatro
para adultos y también para niños, muchas de las cuales fueron publicadas y/o
estrenadas.
En 1975 recibió de la Sociedad Argentina de Escritores el premio Aníbal Ponce
por su ensayo crítico sobre este pensador argentino y esa misma Sociedad lo
galardonó con el Gran Premio de Honor en 1979, cuando ya estaba silenciado por
la dictadura militar desde 1976. Murió el 8 de enero de 1982 sin llegar a
vislumbrar siquiera el advenimiento de la democracia.
Obra Publicada
Alvaro Yunque, su voz: "Carro celular"
-Versos de la calle
-Los Cínicos
-Barcos de papel (1926)
-Zancadillas (1926)
-Tatetí . Otros barcos de papel. Cuentos de niños
-Barrett. Ensayo sobre su vida y su obra
-Jauja . Otros barcos de papel (1928)
-Descubrimiento del hijo (1931)
-Poemas gringos (1932)
-13 años. El andador (1935)
-Bichofeo. Escenas para la vida de una sirvienta de 10 años
-Nudo corredizo
-Poncho (1938)
-La literatura social en la Argentina (1941)
-Poetas sociales en la Argentina (1943)
-Ta-te-ti. Antología poética (1924-1949) (1949)
-Poesía gauchesca y nativista rioplatense (selección y notas) (1952)
-Bichofeo; muchachos pobres (1957)
-Los muchachos del sur (1957)
-La barra de siete ombúes (1959)
-Breve historia de los argentinos (1960)
-Ondulante y diverso (1967)
Hoy se cumplen 123 años del nacimiento de
Alvaro Yunque, uno de los escritores más
representativos de la literatura argentina del siglo XX.
Desde ya que no son esos números los que inspiran esta nota, sino el olvido en
que hoy parece sumido, injusto por donde se lo mire. Porque Yunque (nacido en
1889 en La Plata como Arístides Gandolfi Herrero) se crió en una familia de
inmigrantes italianos de buena posición y temperamento artístico y llegó a ser
protagonista fundamental de la vida cultural argentina, pero por causas bastante
inexplicables es hoy casi un desconocido para las nuevas generaciones.
Su padre, milanés, fue el constructor, entre otras obras, de la catedral de Mar
del Plata, entonces llamada iglesia parroquial de San Pedro. Y él, de muchacho,
se trasladó a la Capital y estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, y
luego en la Facultad de Arquitectura, carrera que abandonó apenas antes de
recibirse para dedicarse al periodismo y la literatura.
De ideas anarquistas en su juventud, marxista después, practicó siempre una
literatura realista plena de inquietudes sociales y reconocimiento a los
trabajadores, los desposeídos y los niños, y seguramente por eso adoptó ese
férreo seudónimo, que registró como propiedad intelectual en 1934. Fundador del
Grupo Boedo junto a Elías Castelnuovo, Roberto Mariani, Nicolás Olivari,
Leónidas Barletta y otros escritores nucleados en la revista Claridad, su obra,
tanto poética como narrativa, sobresalía porque no sólo practicaba la literatura
social sino que también hacía gala de una imaginación notable y sus cuentos
fantásticos delataban la influencia de Chéjov, Tolstoi y Gorki a la vez que de
poetas como Baudelaire y el intransigente y polémico Almafuerte, asimismo
radicado en La Plata.
Exposición
"Claridad" en el Museo Nacional de Bellas Artes
En las páginas de la revista Claridad, fundada por Antonio
Zamora, se agruparon los vanguardistas convencidos de que el
arte no debía ser ajeno a las necesidades del pueblo, que la
literatura y las artes plásticas poseían la capacidad de
hacer consciente la realidad y de mejorarla.
Los escritores que formaron parte del Grupo de Boedo -como
Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta, Alvaro Yunque-
redactaron las páginas de la revista mientras que los
Artistas del Pueblo --José Arato, Adolfo Bellocq, Guillermo
Facio Hebequer y Agustín Riganelli- las ilustraron.
También
dramaturgo, historiador y ensayista, Alvaro Yunque dejó un centenar de
títulos, sólo la mitad de ellos publicados, que hoy atesora su hija
Alba.
Su labor periodística, combativa y militante quedó plasmada en medios
que en estos tiempos se llamarían alternativos pero que tuvieron fuerte
influencia por décadas: La Protesta, La Vanguardia, Rumbo, Campana de
palo, Los pensadores. Y llegaron a ser tan grandes su fama y
predicamento, que también lo invitaron a escribir los grandes medios de
su época, como La Nación, Crítica y Caras y Caretas.
La vasta cultura, elegancia textual y honestidad intelectual de Alvaro
Yunque llegaron a ser paradigmáticas, y entre los años ’20 y ’50 fue un
activo protagonista de múltiples peñas, cafés y encuentros literarios
porteños, donde frecuentó a colegas como Horacio Quiroga, Roberto Arlt,
César Tiempo, Alfonsina Storni y Cátulo Castillo, entre otros. Su
popularidad llegó a ser emblemática de la ciudad, tanto por sus obras
como por su figura, su melena y la bicicleta negra en la que se
desplazaba por todo Buenos Aires.
En mi opinión, algunos de sus libros deberían ser hoy de lectura
obligatoria para chicos y jóvenes. No sé qué pasa que cuesta tanto
encontrar sus Versos de la calle (1924), o Zancadillas, su primer libro
de cuentos (1925), o Barcos de papel (1926), con el que obtuvo el Premio
Municipal y llegó a ser el más popular autor de libros infantiles y
juveniles de su tiempo, con sus personajes dickensnianos, muchas veces
niños humildes, hijos de obreros, sujetos a las vicisitudes de la
explotación y la marginación.
Después del golpe nacionalista de 1943, claramente simpatizante del
llamado Eje Berlín-Roma-Tokio, debió exiliarse en Montevideo, donde fue
docente de matemáticas y escribió ensayos notables, como Alem, el hombre
de la multitud (1946), Calfucurá. La conquista de las pampas (1956);
Síntesis histórica de la literatura argentina (1957) y hasta una
Historia de los argentinos (1968).
Multipremiado en sus años veteranos, fue sin embargo nuevamente
prohibido y censurado en 1976, y la saña de la dictadura hizo que
incluso se prohibiera su participación en la Feria del Libro de 1977,
cuando Yunque tenía ya 88 años.
Murió en Tandil en enero de 1982, a la edad de 93 años, y después de su
muerte se publicaron Laberinto Infantil, Las Alas de la Mariposa,
Animalía, Cuentos con chicos y otros.
El 8 de Enero de 1982, a los 92 años de edad, muere en la ciudad de Tandil,
Provincia de Buenos Aires, el cuentista, dramaturgo, historiador, ensayista,
periodista pero preponderantemente poeta (como a él le gustaba llamarse) Álvaro
Yunque.
Silenciado por la dictadura del Proceso de Destrucción Nacional desde 1976.
Prohibido y con libros quemados como tantos otros escritores y pensadores
argentinos. La Parca, esa deidad que corta el hilo de la vida del hombre, lo
arranca de entre nosotros cuando comenzaba la agonía del gobierno genocida.
Álvaro Yunque, seudónimo de Arístides Gandolfi Herrero, nació el 20 de junio de
1889, en la ciudad de La Plata.
Sus padres fueron Adán Gandolfi, nacido en Milán - Italia, y Angelina Herrero,
argentina.
Por una suerte de capricho paterno o materno (o de ambos) o por espíritu lúdico,
todos los hijos de este matrimonio (9 en total) llevan nombres (como sus padres)
que comienzan con la letra A: Álvaro (el mayor), Arístides, Ángel, Adrián,
Angelina, Augusto, Ada, Alejandro y Alcides.
Si bien su hermano Ángel adoptó el seudónimo de Ángel Walk y fue pionero, junto
con su esposa, Olga Casares Pearson, del radioteatro argentino, la estrella de
la familia siempre fue Álvaro, quien a partir de 1922 se convierte en uno de los
grandes animadores de las letras argentinas; definiendo y otorgándole a su
literatura un sentido popular.
Alvaro Yunque -
Calfucurá, Ed. Biblioteca Nacional. Clic para descargar
En 1896 sus padres
se trasladan a Buenos Aires, y se radican hasta 1928 en la casa de la calle
Estados Unidos 1822.
En 1901 ingresa al Colegio Nacional Central (ex Colegio San Carlos que fuera
fundado por el Virrey Vértiz).
Terminado sus estudios secundarios, en 1908 ingresa a la Facultad de Ciencias
Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires donde cursa Arquitectura y
poco tiempo antes de graduarse abandona los estudios y desde ese momento su
vocación se vuelca a las letras y al periodismo.
Fue decisiva su participación para la constitución del llamado grupo Boedo,
entre los que se encontraban Nicolás Olivari, Leónidas Barletta, Elías
Castelnuovo, César Tiempo y Roberto Mariano todos escritores de "intención
social"; aquellos que sus detractores (grupo Florida: Conrado Nalé Roxlo,
Horacio Rega Molina, Oliverio Girondo, Ricardo Molinari, Jorge Luis Borges,
Francisco Luis Bernárdez, Raúl Gonzalez Tuñón, Eduardo González Lanuza, Norah
Lange y Ricardo Güiraldes.) les acusaban de tener escaso talento literario. Es
que los del grupo Boedo eran simpatizantes y promotores de las expresiones de la
cultura urbana popular
Los de Florida, dirigían su preocupación hacia una nueva vanguardia estética,
sin ingredientes ideológicos.
Los de Boedo, inclinando su interés a una literatura que refleje los problemas
sociales, inspirados en el mundo del trabajo y la ciudad. En definitiva el arte
puro confrontado con el arte comprometido.
No obstante, las diferencias conceptuales artísticas y el pensamiento social
estaban inmersos en ambos grupos; Raúl Gonzalez Tuñón (grupo Florida) abordaba
temáticas sociales en su poesía y su ideología revolucionaria lo relacionaba
estrechamente con los bodeistas. Por otro lado, Nicolás Olivari, habiendo sido
uno de los fundadores del grupo de Boedo, es uno de los primeros en abandonarlo
para pasarse al de Florida.
Algunos integrantes de Florida manifiestan preocupaciones por los problemas
sociales y algunos de Boedo se interesan por las nuevas técnicas literarias
Leónidas Barletta afirmó que los dos grupos desaparecen definitivamente cuando
encuentran un enemigo en común: la dictadura militar del 6 de septiembre de
1930.
De todas maneras vale la pena reconocer el talento, el ingenio y el compromiso
de Álvaro Yunque, en un poema en que se refiere, justamente, a los del otro
grupo:
Retruque
a un poeta de Florida
¿Pa' vos es una blasfemia
que yo afile versos rantes?
Seguí vos con tu Academia,
yo me junto con Cervantes.
¿Vos le negás tu versada
a las chusmas del suburbio;
vos sos agua filtrada
y ellos son arroyo turbio?
No esperaré que apadrines
nuestro canyengue, es bastardo;
vos seguí con tus latines,
yo me quedo en mi lunfardo.
Veremos, a fin de cuentas,
quién de los dos era el turro,
si vos con tus ornamentas
o si yo con mi champurro*.
Ya alumbraremos la vida
si nos da fósforo el genio;
vos, poeta de Florida,
yo del arrabal porteño.
*champurrear: hacer algo con descuido,
expresarse mal en una lengua extranjera
por no dominarla suficientemente.
Yunque colabora en el diario anarquista La Protesta y dirige el suplemento
literario del periódico socialista La Vanguardia en sus primeros tiempos. Dirige
la Revista Rumbo y es asiduo colaborador de las revistas Campana de Palo,
Claridad y Los Pensadores desde las que ejerce un periodismo militante.
Publica su primer libro Versos de la calle, en 1924. Roberto Payró le hace una
crítica elogiosa en La Nación y Yunque lo visita y comienza una amistad que se
prolonga hasta la muerte de Payró en 1928. Colabora en diarios de la época:
Crítica, La Nación, La Prensa y en algunos de Montevideo (Uruguay), Rosario y La
Plata. Se publican sus cuentos en los cuales los personajes son animales. Muchos
de esos cuentos integran hoy el libro Animalía de la Editorial Alfaguara
publicado en el año 2000.
En 1925 aparecen sus primeros libros de cuentos: Zancadillas y Barcos de Papel.
Acentúa, desde 1930, con el Golpe de Estado y durante toda la Década Infame, su
crítica y denuncia. Publica Nudo Corredizo, La O es Redonda y Poemas Gringos.
La
polémica Boedo contra Florida
Por Mario Goloboff
En los tempranos años 20, la polémica Boedo-Florida configuró una importante
muestra del debate entre “contenidistas” y “formalistas”, que con ligeras
variantes siguió cruzando el siglo XX en Europa, durante la Guea Civil española,
la Segunda Guerra Mundial y décadas posteriores, y en América latina, antes y
después de la Revolución cubana. Tanto por su precocidad como por los argumentos
intercambiados, influyó de modo determinante en buena parte de las reflexiones
culturales y estéticas del continente hasta hoy.
El barrio de Boedo albergaba familias proletarias y artesanas inmigrantes, cuyos
recuerdos, pasado de lucha e intereses las acercaban a la Revolución rusa y a
las manifestaciones progresistas de la época.
Barletta, Castelnuovo, Olivari, Yunque, poetas y cuentistas nucleados alrededor
de sucesivas revistas (Los Pensadores –su redacción estaba en la calle Boedo–
Claridad, Izquierda, Extrema Izquierda, Dínamo) y de la biblioteca Los Nuevos,
defendían los conceptos del arte comprometido, la búsqueda de un mensaje directo
que representara los dolores y esperanzas populares por medio de un lenguaje
sencillo, coloquial, cotidiano.
En una carta que le publican en el Nº 7 de Martín Fierro (24/7/ 1924), Roberto
Mariani acusa al grupo de Florida –por la calle de Buenos Aires en uno de cuyos
locales se reunían– de ser artepuristas, reaccionarios en política y aún en
estética, ya que se desinteresan del contenido de su literatura y la ejercen más
como juego que como actividad seria y responsable.
Les critica, además, haber puesto a la revista “bajo la advocación” del poema de
José Hernández, “símbolo de criollismo por el sentimiento, el lenguaje y la
filoso-ía”, cuando los miembros de Florida (Borges, Girondo, Güiraldes,
Marechal) “precisamente tienen todos una cultura europea, un lenguaje literario
complicado y sutil, y una elegancia francesa”.
Martín Fierro replicó que los miembros de Boedo eran “conservadores en materia
de arte” y que se nutrían del “naturalismo zoliano” (por Émile Zola). En cuanto
a las acusaciones de reaccionarismo político (basadas en su “pecado capital”:
“el escandaloso respeto”, “la admiración sin reservas” al vate consagrado y
oficializado), respondían que el “Lugones político no nos interesa, como tampoco
nos interesan sus demás actividades ajenas a la literatura”. Y agregaban: “Todos
respetamos nuestro arte y no consentiríamos nunca en hacer de él un instrumento
de propaganda”.
La polémica tuvo consecuencias extremadamente ricas no solo para la producción
literaria de aquel momento sino también para toda la posterior y para la
reflexión ideológica sobre la literatura. Se comprueba una vez más que el
tradicional desajuste entre vanguardias políticas y vanguardias estéticas tuvo
lugar entre nosotros, y fuertemente: la primera no se reconocía en la segunda
(la rechazaba como decadente y hasta nefasta para el progreso histórico),
mientras la vanguardia estética tampoco se reconocía en la primera (la juzgaba
esclerosada y opresiva para la práctica artística).
Los hombres de Florida, al asumir las complejidades e interrogaciones del mundo
circundante (y también las del arte circundante), al privilegiar su trabajo
específico, abrieron perspectivas inéditas para espectadores y lectores
hispanoamericanos. Se subraya, empero, el desapego conservador de esta
vanguardia a la política, su acantonamiento en la estética, y su negativa a
relacionar los cambios artísticos con los cambios sociales, habida cuenta de que
este vínculo fue uno de los rasgos dominantes en el resto de las vanguardias
históricas en Europa y América latina.
Suplemento Literario Télam Nº 26, 31 de mayo de 2012
Colabora en la
revista Caras y Caretas y por su intermedio se vincula con Viana, Francisco
Grandmontagne, Charles de Soussens, Leopoldo Lugones, Manuel Ugarte, Horacio
Quiroga, José Ingenieros, Correa Luna, Ricardo Rojas, Florencio Sánchez,
Evaristo Carriego y otros.
Durante la segunda guerra mundial (1939/1945) se define como antifascista
militante. Comienza su investigación histórica sobre el pasado argentino,
publicando Alem, el Hombre de la Multitud; Breve Historia de los Argentinos,
Calfucurá: El Cacique de las Pampas y otros ensayos históricos.
En el año 1960 la Academia Nacional del Lunfardo lo designa Académico de Número
por sus estudios e investigaciones. Publica La Poesía Dialectal Porteña.
Entre 1961 y 1975 se publican y reeditan muchos de sus libros de poesía, cuentos
y estudios históricos. Esta es la etapa de mayor difusión de su obra. Sus libros
de cuentos se agotan rápidamente y llegan a superar las veinte ediciones, y en
1975 la Sociedad Argentina de Escritores le otorga el premio Aníbal Ponce por su
ensayo crítico Aníbal Ponce o los Deberes de la Inteligencia.
En 1979 fue galardonado con el Gran Premio de Honor por La Sociedad Argentina de
Escritores.
Álvaro Yunque, de extracción anarquista tolstoiano, al decir de Raúl Larra, “se
declaraba ciudadano del mundo”, pero devino “en un escritor de profundo acento
argentino. Su idioma tiene connotaciones coloquiales típicamente nuestras,
registra los significantes y significados de la rica habla popular”.
La producción literaria de Yunque, cuentística, ensayística, periodística y su
poética, nos muestra un mundo en el que conviven dos grupos humanos: los
explotados y los explotadores.
En toda su obra se acentúan las injusticias que rompen con la armonía, la paz y
la igualdad a las que aspiraba el autor.
Los conflictos
sociales y culturales que Yunque conoció a lo largo de toda su vida; con toda
seguridad como Manzi, o como Discépolo o como Cátulo Castillo “atorranteando
atardeceres” por los suburbios y en un momento histórico determinado; le hacen
sentir, con mayor dolor, la violencia, la injusticia y la desigualdad a las que
se ven sometidos aquellos “integrantes más bajos del escalafón social, las
víctimas más inocentes, y las que sufren en mayor grado los efectos de los
explotadores: los chicos de los barrios”; esos niños de la calle que se
convierten en protagonistas de sus historias.
Álvaro Yunque en su condición de poeta del pueblo, escribió para chicos y
grandes, y recorrió los registros coloquiales del habla argentina para convertir
en lenguaje poético los giros populares de nuestro país.
Es el tema de la condición humana el que está presente en toda su producción
literaria.
En su producción de obras teatrales, él mismo clasificó sus obras: teatro para
la imaginación, para la revolución, para sonreír y pensar, para que el
espectador se reconozca, para la emoción, y para reírse de uno mismo.
Así cultivó desde la farsa hasta el drama, pasando por el teatro del absurdo, la
comedia y el teatro infantil y juvenil. Muchos de sus relatos fueron
dramatizados y puestos en escena por parte de algunos de los grupos
independientes con los que Yunque mantuvo, siempre, una fructífera relación.
En su faceta de ensayista mostró la amplia variedad de sus conocimientos e
inquietudes: pedagogía, historia de la literatura argentina, denuncias
político-sociales y aquellos sobre historia argentina “concebidos como un
intento exigente y riguroso de interpretar la historia de la Nación a través de
un prisma sociológico”.
Muchos argentinos hemos leído a Älvaro Yunque; muchos argentinos quisiéramos ver
a nuestros nietos leyéndolo y saber que también los nietos de ellos lo harán,
porque él mismo nos lo dice cuando dice:
“Niños, el mundo no es perfecto, niños.
Y por eso vosotros habéis nacido.
¡Nacisteis, niños,
para hacer lo que nosotros
Hombres, no hicimos”.
Osvaldo Vergara Bertiche
Rosario, Provincia de Santa Fe, Argentina
8 de Enero de 2008
Estuve pensando en las malas señalizaciones urbanas y en la cantidad de detalles
interesantes que nos perdemos porque las flechas no apuntan lo suficientemente
bien hacia donde deberían hacerlo. Si bien las malas señalizaciones provocan
accidentes de tránsito, muertes, heridos y toda clase de fatalidades en la vía
pública, también tienen consecuencias menos graves y por ende más
desapercibidas: son capaces de hacer la vida mucho menos interesante de lo que
podría haberlo sido de otro modo.
Pensaba en todo esto ayer a la mañana, bien temprano, cuando una mujer que
baldeaba la vereda de la otra cuadra torció el curso de los acontecimientos. O
algo así, tampoco hay que ser tan melodramáticos.
Vivo en el cruce de Estados Unidos y Entre Ríos, en el barrio de San Cristóbal,
en el sur de la ciudad de Buenos Aires. Camino las mismas calles todos los días,
y en ese sentido me gustan los recorridos urbanos bien aprendidos: doblar en las
mismas esquinas, caminar por las mismas veredas, cruzar en los mismos semáforos,
sentarme en los mismos bancos de plaza, todo eso.
Subía por Estados Unidos al 1800, por la misma vereda de siempre, que es la de
los números pares, pues me gusta mirar un edificio viejísimo y clausurado que
está en la vereda impar y que parece ser ideal para comprar y reciclar, pues uno
ya no tiene edad para jugarla de okupa anarquista. Era temprano y había una
mujer limpiando la vereda de la pensión que está en el 1824. Bajé hacia la calle
para rodear a la mujer y su manguera, no entorpeciendo así su faena de limpieza,
y entonces lo vi: un letrero enorme pero pésimamente ubicado, casi sobre el
cordón, de espaldas a los transeúntes, señalando que en el 1822 de Estados
Unidos había vivido durante más de treinta años el escritor Álvaro Yunque.
Nada mal. Sólo tardé un par de años en enterarme de que Álvaro Yunque vivía en
la otra cuadra. No es tan terrible, pero insisto: las malas señalizaciones hacen
la vida menos interesante.
Según el letrero, responsabilidad de una misteriosa “Junta de Estudios
Históricos de San Cristóbal”, emplazado el 20 de junio de 2002, Yunque, nacido
en 1889 y fallecido en 1982, vivió “en este solar de Estados Unidos 1822” entre
1896 y 1929. Hace un siglo, en la Buenos Aires del Centenario, Yunque se sentaba
en la misma esquina en la que yo me siento para mirar cómo pasa la vida. Lo deja
a uno pensando. O no, pero la expresión es linda.
Aunque escribió cuentos, tratados de historia, artículos periodísticos, ensayos,
obras de teatro y demás, Yunque fue sobre todo un poeta. Ganó relevancia en la
década de 1920, al formar parte del grupo de Boedo.
Es uno de los hechos fundacionales de la literatura argentina del siglo XX, y
como todo hecho fundacional que se precie de serlo, su eficacia es simbólica
antes que empírica. Las letras de la ciudad de Buenos Aires se agruparon
―idealmente, esquemáticamente, binariamente, y muchos otros “-mente” que
expresan algo que en la práctica empírica sólo sucedió de manera velada,
tangencial, apenas percibida― bajo los nombres de dos calles: Boedo y Florida.
Hay que insistir en que la dicotomía es terriblemente maniquea, y acaso de allí
su eficacia simbólica: Boedo era el barrio periférico; Florida era el barrio
céntrico. Boedo era el realismo social de ecos rusos; Florida era la vanguardia
de ecos franceses. Boedo era cultura obrera; Florida era cultura aristócrata.
Boedo eran César Tiempo, Leónidas Barletta, Raúl González Tuñón, Adolfo Bellocq,
Nicolás Olivari, Antonio Zamora, quizás Roberto Arlt; Florida eran Jorge Luis
Borges, Oliverio Girondo, Xul Solar, Leopoldo Macheral, Antonio Berni, Ricardo
Guiraldes, Lino Enea Spilimbergo.
Ya ven. Ferdinand de Saussure básico.
Avenida Entre Ríos al 1500, San Cristóbal: Paisaje intrascendente, ningún cartel
visible. Sin embargo, si siguen leyendo, cuando pasen por allí podrán hacer un
comentario astuto que los dejará parados como grandes conocedores del mapa
literario porteño. (Foto: M. Pisarro)
Mi antiguo vecino, Yunque, estaba con el grupo de Boedo, y acaso el
descubrimiento de una mala señalización es capaz de hacer una mala
interpretación de un texto, que no por mala deja de ser interesante.
Un poema de Versos de la calle, su primer libro, publicado en 1924 por editorial
Claridad, lleva el título de “Imprenta” y dice así:
En
el vasto salón flota un murmullo
Cual si una abeja colosal, zumbando,
Trabajara su miel, hermosa y útil.
Máquinas de filosas dentaduras
Y máquinas de brazos incansables:
Monstruos esclavos de la inteligencia,
Papeles tragan, papeles arrojan.
Giran rodajes y poleas huyen:
Son nervios conductores de energía.
En luengos delantales enfundados,
Unos hombres se inclinan silenciosos:
Son los tipógrafos, los que hacen libros,
Eso así pequeñín tan importante
Que puede unir o separar los hombres,
Porque llevarles puede la mentira
Que los separa o la verdad que únelos.
Tipógrafos, obreros silenciosos,
Frente al cajón de letras; sois sagrados:
En vosotros está el unir los hombres; ah, tipógrafos,
El odio y el amor, el bien y el mal,
Pasan por vuestras manos, se hacen libros
Y la mentira o la verdad conducen.
Ah, si de vuestras manos laboriosas
Sólo libros de amor y bien surgiesen;
Si todos los tipógrafos del mundo
Se negasen a hacer los libros de odio
Y los libros del mal. ¡Si se negasen!
Desconozco los méritos literarios del poema, pero empiezo a preguntarme por la
imprenta. ¿Se referiría a la imprenta de los hermanos Porter? En todo caso, y
como quien dice, los intersticios de la verdad siempre pueden ser llenados con
mentiras útiles.
La imprenta y librería de los hermanos Porter ―emigrados de la aldea de
Ekaterinoslav, hoy Dnipropetrovsk, en Ucrania― estaba en la calle Entre Ríos al
1585, también en el barrio de San Cristóbal, a seis cuadras de la esquina que
ignoraba compartir con Yunque, pasando la sede del Partido Comunista, la
sucursal del Banco Nación, la autopista, a un par de metros de Garay, ahora
avenida, antaño una calle con el sótano más famoso de la literatura argentina.
La imprenta y librería se fundó a comienzos del decenio de 1910 y no sé cuándo
dejó de existir, aunque revisando libros con la inscripción “Imprenta Porter
Hnos.” es fácil afirmar que fue unas cuantas décadas después. Los hermanos
Porter vivían en el 1583, sólo una puerta que iba hacia los fondos y hacia las
escaleras del primer piso, cuyo frente estaba coronado por tres grandes ventanas
que daban a un balcón corrido (debajo de estas tres grandes ventanas y del
balcón corrido estaban la tienda del 1585 y la puerta familiar del 1583).
Israel Zeitlin era hijo de la única mujer entre los hermanos Porter. Había
nacido en 1906 y en 1918 comenzó a trabajar en la imprenta que regenteaba su
tío, Mauricio Porter, como precoz tipógrafo y minervista. Pasados los años, el
muchacho Zeitlin cambiaría su nombre por el de César Tiempo y formaría parte de
la escudería literaria Boedo. Es improbable que Yunque no conociera la imprenta,
o que no haya desperdiciado allí una buena parte de su tiempo.
Y aunque no haya sido así, me gustaría pensar que el poema habla sobre esa
imprenta en particular. Especialmente si no es así.
Aunque retocada y afeada, la construcción de Entre Ríos al 1500 se mantiene en
pie. La puerta del 1583 es pequeña y tacaña en relación a la fachada, y en el
1585 funciona una modesta tienda de colchones, sábanas y almohadas. Nada que
llame la atención, nada que despierte interés.
No han colocado, todavía, ninguna mala señalización en la vereda.
"Caminar por el mundo de las cosas concretas
y tener los deseos de las cosas abstractas" - A. Y.
Mi hermano Enrique y yo conocimos a Alvaro Yunque en los primeros años de la
memorable década del 20. Habíamos leído ya tres o cuatro poemas suyos que poco
después, en 1924, integraron su libro Versos de la calle. Le visitamos en su
casa, la casa grande, familiar, de la calle Estados Unidos. Estábamos
identificados con él en el profundo amor por Buenos Aires, sus barrios, sus
cosas, y porque, como él, también nosotros ya tratábamos el tema de la ciudad
entrañable, aunque desde ángulos distintos. Todos sentíamos la calle, la
vivíamos. En otra oportunidad, en un triste día de duelo, fuimos por segunda vez
a verlo juntos. Allí estaban los otros hermanos: el actor teatral, el
médico-poeta (Juan Guilarro) , el campeón de boxeo (autor de poemas lunfardos),
pues los Gandolfi Herrero constituyen una familia ciertamente singular.
Llegaron los días de la guerrilla literaria que alborotó Buenos Aires. Enrique,
Santiago Ganduglia y yo, y casi enseguida Nicolás Olivari y Roberto Arlt, nos
enrolamos en el movimiento martinfierrista, pero continuamos siendo amigos de
varios del grupo de Boedo, aunque nos veíamos poco o nada. Florida - así llamado
porque la redacción del periódico Martín Fierro estaba situada en un caserón de
la calle Tucumán, esquina Florida - me atrajo, entre otras cosas, y como poeta,
por el sentido de la libertad de las formas y cierta audacia en la búsqueda
expresiva que ese movimiento configuraba, por el rescate de la metáfora como
lenguaje fundamental del verso, la metáfora con valor funcional, claro está,
opuesta a la imagen lugoniana meramente descriptiva. Con el tiempo, cuando ambos
grupos desaparecieron y cada cual tomó por su lado, establecimos nuevamente
contacto con Yunque, más estrecho, sobretodo en la incidencia política. No
siempre coincidíamos, especialmente en el plano estético. El era, y es, por
ejemplo, partidario de la rima y el ritmo estrictos, y en nosotros se acentuaba
cada vez más la tendencia al versolibrismo. Diría que desde aquellos días, hasta
hoy yo creo que en arte y literatura todas las formas son válidas cuando hay
autenticidad; interesa principalmente lo que se pone adentro, la intención
moderna. Y por cierto lo mismo que nosotros, Alvaro Yunque suele contradecirse
ligeramente en determinados aspectos; él mismo señalaba en el poema antes citado
una suerte de desencuentro, caminando entre las cosas concretas y deseando las
abstractas...
No
se trata de invalidar el tono fraternal de estas lineas con ráfagas de intención
polémica. Además, pasada la guerrilla literaria, pienso que las diferencias
entre Boedo y Florida no eran tan profundas como se creyó, y como aún creen
algunos. A propósito, no carecía de sentido aquella salida de Arturo Cancela,
sugiriendo que ambos grupos se unieran bajo un denominador común: FLOREDO. Y lo
que importa, en nosotros, es la conducta, la actitud inconformista, algo
insobornable que nos ha sostenido siempre.
Poeta con algo de filósófo - hay una marcada tendencia a filosofar en su obra
poética , y ahí están sus incontables hai-kays -comediógrafo, historiador,
biógrafo, se le considera sin embargo consagrado fundamentalmente como
cuentista. Y bien, resulta que en el cuentista palpita el poeta o subsiste la
actitud poética ante la vida, ante el mundo, ese aliento lírico que se ha dado
en otros autores de cuentos, y baste con citar a Chejov, a Catherine Mansfield,
a O. Henry en cierta parte de su obra, a Enrique González Tuñón, cada cual en lo
suyo. Su gran acierto es haber logrado llegar, en general, tanto a la inocente
comprensión del niño como a la más adivinadora y captadora de matices de la
adolescencia, con esos relatos suyos que enlazan la realidad y la fantasía
trascendiendo una grave y honda ternura. Esa grave ternura ya estaba implícita
en uno de los breves poemas de Versos de la calle ("El murallón de la
penitenciaría"): "Tan monótono, triste y frío/ es una hoja de la ley/ lo vi que,
compasivamente/ le escribí un nombre de mujer". Y a esta altura interviene un
admirador de Yunque cuentista, mi hijo Adolfo Enrique, quien acaba de cumplir 14
años.
Cuando nació Adolfo la familia Yunque vivía en una luminosa casa de la calle
Conesa, en Colegiales, y nosotros en un departamento situado a pocas cuadras de
allí. Algunas mañanas, temprano, el siempre juvenil Alvaro venía, en su
bicicleta, a charlar con nosotros y hacerle cariñosas bromas a Adolfito. Este
creció (¡y en qué forma!, es casi tan alto como el maestro de La barra de siete
ombúes). A los 8 años leyó por primera vez ese libro, precisamente, y todos los
demás. Y los releyó, más tarde. No sólo eso; prestó los libros a más de un
compañero de la escuela primaria y luego a más de uno del Colegio Nacional
Avellaneda, donde ingresara el pasado año. Alvaro sabía algo de ésto, vagamente,
pero hace unos meses tuvo ocasión de oirlo por boca de mi hijo, con todo
detalle. Fue cuando en el departamento que ahora viven los Yunque solos - los
hijos se casaron - comimos y brindamos, cordialmente invitados por ellos,
festejando el premio que acababa de concederme la Fundación Argentina para la
Poesía. Adolfo Enrique le habló de esas obras que había leído y releído, y que
calaron hondo en su sensibilidad. Nuestro viejo Yunque, aunque a veces lo
disimule, contiene en su espíritu un enorme caudal de bondad y simpatía hacia
los niños, y sin duda ya estaba acostumbrado a encontrarse con admiradores como
mi hijo, al filo de la adolescencia, pero yo creo que la fidelidad de mi hijo,
la reiterada solidaridad con el mensaje humanista de la cuentística yunqueana,
le conmovieron. En un momento dado los dos conversaron tete a tete. Yo hubiera
querido fotografiar ese instante, la imagen de serena plata de un invierno
florido, y el perfil alborotado de una primavera en flor. Pienso que ésto
significa la verdadera consagración de un escritor.
Adolfo Enrique pertenece a ese rostro innumerable constituído por los lectores
juveniles del autor de Poncho, que se van sucediendo. Ellos están por encima de
los críticos y de los historiadores de la literatura. Ellos tienen los ojos
limpios; ellos saben. Me gustaría mucho que un muchacho así, hijo de un amigo,
conservara en su casa libros míos, releídos, manoseados, prestados a los
camaradas de la primaria y del Nacional. Y que viniera a mi casa, y me lo
dijera.
[Cuadernos de
cultura Nº 95, mayo-junio 1965, número dedicado a Yunque con motivo de sus 80
años]
Claro que sí. Con ganas. Con alegría. Sin perder un minuto en consultar libros
ni revisar papeles. Agradeciendo el haberme invitado a este número-fiesta de
cumpleaños. Contentísimo y creyéndome con un millón de cosas por decir.
Esto por ejemplo. Que a Yunque lo tenemos. Que es nuestro. Que está junto a
nosotros, apoyándonos, hablándonos, señalándonos el camino. Que no estamos ni
tan solos ni tan inermes por lo tanto, frente a tanta cosa agazapada y sucia que
este bendito oficio de escritor (o de mirar, o de juzgar o de vivir simplemente)
nos hace ver a diario en Buenos Aires. Y que las cosas, pienso yo, no deben
andar del todo mal en el país o en el mundo, mientras con sólo tocar un timbre
de la calle Coronel Díaz se puede uno encontrar con una rebelde cabellera
blanca, con unos ojos dulcísimos, y con una boca que entre tironeos algo
compadres, se larga a hablar de Barret, de Di Giovanni, de Cristo, de Lenin, de
las maravilas boxísticas de Gandolfi Herrero, del placer que, a pesar de todo,
siente al leer a Borges, o de los fideos al pesto que dentro de cinco minutos va
a preparar. Y claro, de pronto el mundo tiene otro color, y las gentes tienen
otra dignidad, y los fideos al pesto y Borges son importantes, y la vida es
importante porque él nos habla de ella, así como al pasar, sonriendo, haciendo
chistes, o preguntándonos por nuestra compañera; es un cacho de hombre y un
luchador, y un constructor de almas, y de yapa, el más maravilloso, fecundo y
querido de nuestros escritores.
O esto otro: que todavía no se ha dicho todo lo que hay que decir acerca del
sentido heroico de la obra de Yunque. Y que ahora, que parece ser moda entre
muchos escritores, junto a cierta insufrible coquetería formal, una especie de
regodeo en inventar sólo personajes frustrados, neuróticos, cobardes,
engunfiados o traidores, vale la pena pensar en todo lo que ese sentido heroico
y esa exaltación casi épica de la dignidad humana, significó y significa, no ya
como formador de hombres sino desde el más estricto punto de vista literario.
Sencillamente la posibilidad y el punto de partida de una verdadera gran
literatura argentina. Gran literatura que tiene su mejor modelo en Martín Fierro
y hacia la cual tienden sin duda los ejemplos más vivos y recordables de
nuestras obras de ficción. No me refiero naturalmente - entendámonos - al poema
o la novela más o menos pedagógicos sino a aquellas obras en que el amor al
hombre y una fe poderosa en los valores rescatables del hombre, están presentes,
iluminando, exaltando, dándole un sentido épico a la prodigiosa aventura de la
humanidad (para no pecar de abstracto cito dos ejemplos entre los últimos dos
best- sellers americanos: La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, como muestra
de literatura apitucada, negra y gratuita; Cien años de soledad, de García
Márquez, como ejemplo de literatura épica, vital y exaltadora del hombre).
Y que en Yunque eso, el amor, la fe en el hombre, el sentido de la grandeza,
vertebran, dan coherencia y "justifican" cada una de sus obras. Sus cuentos, por
ejemplo, en donde prodigiosamente una pelea callejera, una aventura, un gesto
inesperado o un partido de ta-te-tí, asumen de pronto categoría de epopeya, al
mostrar lisa y llanamente la presencia del héroe, del hombre engrandecido, (tal
vez pasajeramente, sí, pero magníficamente) por el coraje, por la rebeldía, por
el amor. O si Alem o su Calfucurá, dos grandes frescos históricos, iluminados y
vitalizados no sólo por su visión enjuiciadora y revolucionaria de los hechos,
sino además, y esto es lo maravilloso, por una actitud receptora y comunicadora
del tamaño humano de los protagonistas. Hasta el punto que los libros que
podrían haber sido simplemente libros acusadores y de combate, se convierten
además, por virtud del amor y del sentido épico del narrador - del aeda estaba
por decir -, en el relato de una pelea de titanes, en la cual los enemigos de
Alem (los enemigos de Yunque, al fin de cuentas) tienen a veces como en La
Ilíada, tamaño y actitudes de héroes. No son esquemas inventados para vapulear,
son hombres vivos, con su complejidad, sus miedos, sus abismos y sus alturas,
padeciendo a su modo los designios de un dios llamado devenir histórico.
Todo eso. Y además, las deudas que tenemos con Yunque. Por varios motivos. Fue a
través de sus cuentos que muchos de nosotros nos enfrentamos por primera vez con
cosas importantes. Con la literatura en serio, en primer lugar; con ese mundo de
la palabra auténtica, vívida, cotidiana, que nos conmovió hasta lo hondo, y nos
asombró, y nos mostró caminos nuevos, y que ya a los ocho años nos hizo saber
que existían libros tan apasionantes como un partido de futbol o una rabona.
Pero también con una ética, viril, desprejuiciada, renovadora, vital y
revolucionaria, tan distinta a la ética del señor vicedirector o a las de las
lecturas más o menos morales con que se nos aburría, que muy pronto la sentimos
manifestación de toda una nueva, profética, renovadora, vital y revolucionaria
visión del mundo.
Otras deudas las contrajimos más tarde, cuando conocimos a Yunque. Cuando lo
vimos vivir, y lo supimos a nuestro lado, entero, luchador, valiente, sabio y
niño. Cuando sin admoniciones y sin aspavientos, con sólo el ejemplo de su
conducta, nos enseñó cómo debe ser el camino de un intelectual en el país del
acomodo, del autobombo y de las agachadas.
Muchas otras cosas podría decir pero como ya lo estoy oyendo a Yunque bufando de
aburrimiento y diciéndome que me deje de macanas, sólo me queda desearle un
feliz cumpleaños y con la voz y el gesto de toda una generación, darle un abrazo
y decirle gracias.
[Cuadernos de
cultura Nº 95, mayo-junio 1965, número dedicado a Yunque con motivo de sus 80
años]
En 1969, Carlos Pérez editor, me encargó le hiciese un reportaje a Yunque. Pensé
insertar en éste, a manera de prólogo, un trabajo mío intitulado Boedo-Florida y
los niños, donde demuestro que la generación del 22, a través de sus dos grupos
más representativos incorporó al niño a nuestra literatura con dimensiones
desconocidas. En este sentido Alvaro Yunque descubrió todo un mundo de chicos
porteños e inició una etapa activa; opuesta a la de Vigil.
El reportaje estaba por mí planeado. Es decir, se ajustaba a un plan de
preguntas que giraban alrededor de sus cuentos; pero de pronto el diálogo tomó
carriles inesperados y me encontré ante un material vivo, diverso, evocativo.
Ahora me parece natural ese resultado. AlvaroYunque no es solamente el autor de
Ta-te-tí, Jauja o Barcos de Papel, sino también de Calfucurá, Além, Versos de la
calle, Ondulante y diverso. Además, como boedista significó un impulsor, un
descubridor de valores. Dante Lynyera es un ejemplo. Pero quien desee conocerlo
a fondo, debe leer Palabras con Alvaro Yunque, donde se muestra de cuerpo
entero.
Alto, flaco, de abundante cabello cano; ágil, caminador, siempre anda
descubriendo cafés, bares, rincones legendarios, cuando no visitando librerías
por la calle Corrientes. Ultimamente dio con el boliche de Coronel Díaz y
Charcas, donde Juan Pedro Calou, maestro de Leónidas Barletta, jugaba a las
cartas. De vez en cuando nos citamos allí. Yo lo llamo "el cafe de Calou".
Yunque anduvo mucho. Tiene algo que ver con todo el mundo, del cual ha extraído
mil anécdotas. Días pasados, en el café de París, hablando sobre Horacio
Quiroga, me refirió que en cierta ocasión llevó a Bellocq y a Facio Hebecquer a
casa del escritor y que éstos quedaron perplejos ante su habilidad manual.
Quiroga era dueño del barro. Le daba formas originales, monstruosas. Yunque fue
amigo de Quiroga. Este siempre lo animó para que lo acompañara con Carlos
Giambiaggi a Misiones, donde el notable narrador rioplatense permanecía ocupado
permanentemente, como Orgaz, el protagonista de El techo de incienzo. Hasta
construía sus canoas. Me decía Yunque: le bastó observar solo una vez cómo
fabricaban un telar para que en seguida pusiese manos a la obra.
Algunos me preguntan cuándo y cómo conocí al autor de Calfucurá. Personalmente
en 1947, en la editorial Problemas, sede de Expresión, revista dirigida por
Hector Agosti, donde colaboré junto a Raúl González Tuñón, Enrique Amorín,
Ulises Petit de Murá, Samuel Eichelbaum, Córdoba Iturburu, Amaro Villanueva,
Gerardo Pisarello, José Portogalo, Alfredo Varela y el mismo Alvaro Yunque.
Recuerdo que éste, en el tomo primero, publicó su relato El pistolero y Raúl su
poema de Valparaiso. Por entonces, yo era un muchacho. Pero verdaderamente
conocí a Yunque en Rosario de Santa Fe, dónde leía sus narraciones y su
literatura social. El me enseñó a amar a Riccio, a Juan Palazzo, sobre quienes
escribí tiempo después. Cuando Yunque leyó mi inédita biografía de Gustavo
Riccio, me contó anécdotas, me alcanzó cartas y elementos que la enriquecieron.
"Me hizo sufrir mucho tu libro - me dijo -. Lo leí detenidamente porque vos sos
mi amigo y él también lo era". Así es Yunque. Me enorgullece y conmueve su
amistad. Siempre me digo: "Desearía serle útil en algo" Son cosas que uno piensa
cuando ama a otro, porque como decía Oscar Wilde, la amistad es un pétalo de
raro color.
Durante años viví en una casona de la calle Belgrano, donde subalquilaba dos
modestas habitaciones. El inquilino principal ra un gallego avaro y ridículo con
quien discutía a diario. Tratarlo enfermaba. Yunque comenzó a escribirme con
cierta asiduidad. El sobre venía dirigido al "Profesor Lubrano Zas, miembro de
número de la Academia de Boedo", y el remitente rezaba: "Refugio Pecatorum".
Desde entonces mis relaciones con el encargado se suavizaron milagrosamente,
aunque más tarde, al dejar Yunque de enviarme cartas, recomenzaron a
deteriorarse. Entonces tuve una idea victoriosa: decidí autoescribirme. Una
mañana leí en el rostro del gallego la guerra declarada. Comprendí que mi
correspondencia había sido violada. Después supe que a Enrique González Tuñón,
el de Camas desde un peso, le había sucedido con las cartas de Yunque una cosa
parecida.
"Para escribir hay que estar poseído y obsesionado", dice Henry Miller en Los
libros. Si esto es verdad, Yunque es un obsesionado. A la edad de ochenta años
se levanta muchas veces a la madrugada para trabajar. Da la sensación de haber
redescubierto su vocación. La unidad existente entre su vida y su obra hace de
él un fragmento sólido de nuestra cultura. La digna ternura que envuelve a los
chicos en sus narraciones es la suya. No tiene otra.
El día que le envié Mi casa está lejos, mi libro de cuentos, recibí unas lineas
conmovedoras. Me decía: "Me place mucho, y muy mucho, que usted, a quien
considero un amigo, haya escrito un libro así, sensible, lo abrazo
fuertemente".Anduve algún tiempo con su carta en el bolsillo deseando
mostrársela a todo el mundo; pero temí que al hacerlo se rompiera el equilibrio
establecido entre la carta y yo.
Existe otro Alvaro Yunque. Se llama Enrique Herrero (su segundo nombre y
apellido que utilizó durante una etapa de censura hacia su nombre): traductor,
seleccionador, prologuista. Debemos agradecerle el habernos dado a conocer el
Diario de Jules Renard (1944), que tradujo del francés,verdadero aporte. Siempre
que hablo de Yunque recuerdo al francés Eliseo Reclus, y viceversa. Quizá
influya el haber leído a éste por primera vez en Los Pensadores, órgano del
grupo de Boedo.
Me gustaría que alguna vez un crítico literario se refiriera al estilo de
Yunque: económico, claro, directo. Conservo varios trabajos suyos publicados en
Orientación . Todos, pese a su brevedad, resuman necesidad. Ahora cumple ochenta
años. En cada barrio porteño un hombre soñará su infancia: Ha llovido a baldes,
los "barcos de papel" navegan junto al cordón de la vereda, y donde vive
"Poncho" los "muchachos del sur" se han reunido y cantan desafinando:
"Felicidad, Yunque".
[Cuadernos de
cultura Nº 95, mayo-junio 1965, número dedicado a Yunque con motivo de sus 80
años]
De los escasos diez tomos de la colección Los Nuevos, publicados por la
Editorial Claridad entre 1924 y 1928, sólo dos estaban dedicados a la poesía:
Versos de la calle de Alvaro Yunque y Versos de una... de César Tiempo. Versos
de la calle fue publicado en 1924 y tuvo una tirada inicial de 20.000
ejemplares. ¡Otros tiempos y otras metas! Un libro que caminó a sus anchas
haciéndole honor al título. Un libro que inauguró una nueva forma de concebir la
poesía en un medio deslumbrado por la suntuosidad modernista.
La poesía de Yunque, síntesis interpretativa de los conflictos y tensiones de
los que laburan, de los postergados y humillados, es comprensión. Y tal
comprensión es infrecuente. Su lectura consiste en hacernos reparar en todo
aquello que nos afecta y que no tiene condición manifiesta para la inmensa
minoría, para los que siguen de largo.
Lo que se denomina espíritu burgués, con todas sus normas y principios
inamovibles, con la supervaloración de la hipocresía como norma de convivencia,
ha sido siempre el blanco predilecto de toda su obra. En sus poemas y en sus
cuentos encontraremos siempre su verdad, que era la verdad de quien quería para
sus semejantes, ante todo y sobre todo, un mundo mejor.
Ni el materialismo dialéctico, ni su predilección por los pensadores rusos, le
impidieron a Yunque tener preocupaciones estéticas y sentirse, y ser, un
auténtico poeta del pueblo antes que un militante político.
Aunque perteneció a una familia católica y en su casa paterna había un altar en
el que se rezaban novenas a San Roque con asistencia de vecinos, él prefirió
después la religión de la justicia a la de los dogmas.
En su auténtica condición de lírico, Alvaro Yunque fue siempre el feliz
habitante de una zona humana y geográfica abierta a la poesía.
Como escritor, supo calar hondo en el alma de nuestra ciudad, la que no siempre
es esencialmente amiga de los sueños, ni demasiado proclive a dar albergue
cálido a las ilusiones, al menos en sus sectores fenicios que hoy
lamentablemente son los más.
Su obra, seriamente estudiada en universidades extranjeras, nos habla de alguien
que supo ser un clásico en vida sin que se le piye la musa.
Abarcó todos los géneros, desde la poesía hasta el cuento, desde la historia
hasta la novela, desde el teatro hasta la crítica y el ensayo, en una vasta obra
que fluyó como copioso río, hasta sus últimos días, en los que tuvo el único
contratiempo que habría de impedirle seguir escribiendo.
Una de las constantes que hallamos en sus cuentos es que la trama nunca es
artificiosa ni arreglada y las cosas suceden como en la vida real. Yunque no
usurpa su papel al destino, y deja que a los personajes les sucedan los hechos
como en la vida misma. Es en los diálogos donde, con frecuencia, emergen sus
propias creencias y opiniones.
Siente que la sociedad es injusta y está asentada sobre leyes e instituciones
inmorales. El triunfador es el audaz y el astuto. Por eso su simpatía está con
los débiles y con los que sufren, y los protagonistas de sus cuentos son los
enfermos y los heridos por la sociedad. Su ideario es doloroso pero esperanzado.
Con ojos piadosos, sensibles, se aproxima a las penas, a las tragedias
familiares de seres sencillos, compenetrados de una esencial mansedumbre que los
hace mirar el dolor frecuente y la dicha fortuita con resignada indiferencia. Su
modo de decir y callar lo cercano, lo que envuelve a las costumbres y a las
miradas, perdura en sus relatos con un temblor, tenso o apacible, de
comunicativa ternura. Yunque conocía y amaba la ciudad, sus gentes, sus barrios,
las casas modestas, los personajes del sainete y del grotesco.
El arte no es un “juguete divino”, solía decir. “El arte es acción y es
herramienta”. Y agregaba: “El arte, si no está humanizado por una fe, sólo es
una copia de la naturaleza. El “arte puro”, el “arte por el arte”, repite lo que
en la naturaleza ya está hecho, y bien”. “El artista no ha venido a contemplar
sino a vivir”. Y él no ha sido precisamente un contemplador, sino un hombre de
acción en su oficio literario, entendido como incesante trabajo sin pausa y a
veces, sí, con prisa.
A lo largo de toda su vida encarnó como pocos el sentimiento profesional del
escritor que no aspiraba a otra cosa que a la poesía.
Pero volvamos a lo que decíamos más arriba: el poeta refleja un hecho de su
época –hasta podría decirse “cotidiano”– y le da una validez universal, ya que
en todo tiempo y en todo lugar hemos visto, vemos y veremos, ese nefasto aspecto
de nuestra naturaleza, que consiste en hacer leña del árbol caído (aun
injustamente caído, mientras la palabra “piedad” suena anacrónica.
Yunque, laureado oficialmente en 1926 por Barcos de papel, recibió cincuenta
años después, el premio Aníbal Ponce. Era como si con ello se lo estuviese
recompensando por un injusto silencio que no impedía la admiración y el respeto,
aún de aquellos que no ocupaban sus trincheras estéticas o políticas, lo que
igualmente ocurrió al serle otorgado el Gran Premio de Honor de la Sociedad
Argentina de Escritores en 1979.
Gran parte de la crítica, interesada principalmente por las ideas que Alvaro
Yunque expresa en toda su obra, ha pretendido sacar de ella una concepción
filosófica del mundo como si se tratase de un escritor meramente activista.
Toda obra poética se apoya en una visión de la realidad –ya sea ésta interior o
exterior– que contiene más o menos expresa una “filosofía”. En el caso de la de
Yunque, el hecho resulta más que evidente. Pero esos intentos de descubrir en
sus poemas y en sus cuentos lo que éstos pueden tener de filosóficos nunca deben
llegar, en mi opinión, al extremo de bandearse y hacernos perder de vista al
lírico que fue.
El amor sigue siendo niño, un libro prohibido en 1978, al que la Junta de
Estudios Históricos de Boedo volvió a dar luz verde, con el agregado de una yapa
de dos cuentos inéditos, no es otra cosa que un canto al despertar del amor, a
los primeros brotes, en un período de la vida, a menudo repleto de tribulaciones
y bienaventuranzas, que llamamos adolescencia. En él, Yunque nos dice que Eros
sigue siendo cándido, sigue siendo niño y sigue creyendo que belleza es sinónimo
de perfección. Y podemos agregar, después de su lectura, que Eros, hijo de la
abundancia y la pobreza, no sólo despliega su juego sublime y alegre a favor de
la vida, sino que, también, le confiere al hombre el privilegio de contar con
otras realidades surgidas de su corazón y de su espíritu.
Alvaro Yunque, nacido en la ciudad de las diagonales el día de la Bandera de
1889, perteneció a la generación literaria del 22 y fue uno de los integrantes
más representativos del grupo de Boedo. Fue, también, uno de los primeros poetas
de la calle, un maestro de cuentos para niños, un defensor consecuente y fiel de
sus ideas sobre política y sociedad que proclaman –por encima de todo– la
dignidad del hombre, la libertad de pensar, el derecho de soñar, el privilegio
de vivir. Escritor fecundo, de sólidos y consecuentes principios éticos sobre
los que sustentó su largo itinerario de hombre y de ciudadano.
Nada hay en su literatura que no haya sido tomado de la realidad y que no haya
conmovido su corazón. Razón y sentimiento, lucha y amor, estoicismo y dignidad.
Ese fue Alvaro Yunque. Un maestro forjado en la vida, un poeta, un sereno
patriarca de blanca melena, al decir de Marcela Ciruzzi. Un querido y recordado
amigo al que he tenido la suerte de conocer siendo muy pibe (no él, sino yo: me
llevaba toda una vida y muchos libros publicados). Tendría once o doce años (yo,
no él) cuando leí “El árbol de Navidad”, un cuento en el que su protagonista,
Quico, me abrazó el alma de tal modo, que ya el espíritu y el nombre del autor
habrían de serme familiares. Después el destino, que fue bueno conmigo, me hizo
darle la mano por primera vez en la Academia Porteña del Lunfardo. Fue en 1963 y
desde entonces fuimos amigos y cofrades para siempre, como que los últimos
versos rantes que escribió están en los tres sonetos que le pedí para incluirlos
en una antología.
Cuando me los entregó me hizo esta confidencia: “De lo escrito por mí, lo que
más quiero está escrito en lunfardo”.
En aquellos días, en compañía de los suyos y de algunos amigos, le festejamos
los noventa años. Supe entonces que su gran secreto para combatir la vejez era
muy simple: no pensar en ella, pues era de los que creía que el mejor tiempo es
el que se vive.
Una de las facultades humanas que más nos condiciona e inquieta suele ser la
memoria. Y él la tenía intacta. Solía recordar a todos sus amigos, entre los que
Gustavo Riccio y Dante A. Linyera eran los más conspicuos.
Yunque vivía en el 8ª B (B de bueno) de Coronel Díaz 1782, rodeado de libros y
de cuadros, entre los que recuerdo un Bruzzone y un Alonso que lo retrataban
fielmente (ambos, poco después de su muerte, se perdieron en un incendio).
A ese domicilio concurrí, más de una vez, invitado por el autor de Barcos de
papel, a comer “tallarines a la lunfarda” que él mismo cocinaba. Cuando le pedí
la receta, se limitó a decirme que el secreto consistía en recitar “determinados
versos rantifusos” durante la preparación de la salsa. Lo creí entonces, y aún
hoy lo sigo creyendo.
Ahora, desde que cambió de barrio, Alvaro Yunque pasea por calles más altas que
las de Boedo.
Fuente: www.nuevociclo.com.ar
El
libro robado (cuento)
Por Alvaro Yunque
Tener en cuenta las necesidades del
niño y satisfacerlas para que su vida
pueda desenvolverse plenamente, es el
fundamento de la nueva educación.
María Montessori
Para la clase de lectura, el maestro había llevado un libro que llenaba de
admiración a los alumnos con sus historias y sus láminas; no sólo los
maravillaba y entretenía, sino que muchas veces los obligaba a ocultarse bajo el
banco con cualquier pretexto, a enjugar, rápidamente, la lágrima que uno de sus
cuentos les arrancara. Todos codiciaban el libro; pero el maestro ya lo había
anunciado; ' fin de año se lo daré al más estudioso".
Cuatro o cinco se ahincaban en superarse mutuamente; otros, nada hacían,
considerándolo perdido. Entre éstos, Godofredo Suárez, un muchacho ya de catorce
años, sumamente perezoso. No pudiendo alentar esperanza alguna por el libro,
decidió robarlo. Y lo robó. Una tarde, pasada la hora de lectura, se deslizó a
la clase durante el recreo, sacó el libro del cajón donde el maestro lo
guardaba, y lo metió en su pupitre. Satisfechísimo, pensaba:
- Me lo escabullo en el chaleco, al salir; ¡y adiós, el libro es mío!
Mas en el otro recreo, oyó que el maestro, de cuyo alrededor no se apartaba, sin
saber por qué, como necesitando espiarle, le decía a otro maestro:
- ¿Se acuerda del libro aquel que traje para lectura, el que pensaba dar de
premio a fin de año? Me lo han robado. No sé cómo me he dado cuenta, porque
nunca abro ese cajón; por casualidad, buscando un cuaderno, lo abrí y noté su
falta.
- ¿Y qué piensa hacer?
- No diré nada, haré como que no me he enterado; y esta tarde, antes de salir,
los registro a todos. Por fuerza, el ladrón es uno de los muchachos.
Godofredo Suárez, con el corazón que le golpeaba duro en el pecho, quedó blanco,
sin poderse mover; y llevó a él una mano como temiendo que sus golpes los oyera
el maestro. En seguida lo poseyó un miedo espantoso, un deseo imperante de
hacer, ¿qué?, ¡cualquier cosa! En su angustia por salvarse, echó a correr al
aula, entró furtivamente, cogió el libro de su pupitre, iba a meterlo otra vez
en el cajón de donde lo sacara; pero oyó pasos y, no sabiendo qué hacer,
trémulo, con la cabeza que le daba vueltas, abrió otro pupitre, no hubiese
podido decir de cuál de sus compañeros era, tal confusión lo poseía, metió el
libro en él, y salió a la disparada por la puerta de atrás, a tiempo que un
celador entraba por la otra. ¡No había sido visto! ¡Qué alegría! Pero necesitó
un buen rato antes de reponerse del todo y adquirir su absoluta tranquilidad. Se
puso a correr, a saltar por el patio, desenfrenadamente, necesitando fatigarse,
dar salida a la fuerza nerviosa que se le había acumulado. Sonó la campana y
Godofredo Suárez, alegre, no pensando sobre cuál de sus compañeros iba a caer la
acusación infamante, se puso en las filas. El sólo pensaba:
- ¡Me he salvado, me he salvado!
Comenzó la clase, que era la última de ese día, y Godofredo Suárez, lo primero
que hizo, fue mirar a ver quién se sentaba en el pupitre. ¡Oh, quedó disgustado!
Era Fernando Leal, uno de los más estudiosos, de los que más probabilidades
tenían de ganar el libro. ¡Si él hubiese podido sacarlo de su pupitre y meterlo
en el de otro muchacho que no fuera Fernando Leal, tan bueno! Triste, con
amargura verdadera, Godofredo Suárez, de vez en vez, quedábase mirando al otro y
recordaba que él le había enseñado los problemas en los exámenes, pasándole un
papelito con las soluciones, aun exponiéndose a ser visto. Y otra vez, para que
él pudiese ir a ver un partido de fútbol, Fernando Leal le hizo el mapa. Había
trabajado dos horas de más, sólo para que él se divirtiera; y él, ahora... ¿Lo
haría? ¡No! Inútil era pensarlo. No, no lo haría, su valor no era de tal
naturaleza. El era capaz de cogerse a puñetazos con cualquiera, pero confesar
eso, no era capaz, no tenía tal valor. Y este valor lo tenía Fernando Leal;
Fernando Leal hubiera sido capaz de hacer esto, si en un momento de debilidad
pudiese haber robado. ¡Ah, pero Fernando Leal nunca hubiese robado el libro,
jamás! Godofredo Suárez tenía admiración por el otro niño, una admiración que
databa desde los primeros días que se conocieron. Godofredo Suárez, mayor dos
años que Fernando Leal, y uno de los mayores y más fuertes de la clase,
prevalecía sobre los demás por su fuerza. Sin embargo, con Fernando Leal no
pudo. Intentó cierta vez permutar su puesto con él, hasta se sentó en su banco,
porque como estaba junto a la ventana, en él corría más fresco. Fernando Leal no
quiso. Godofredo Suárez lo amenazó.
- ¡Si no cambiás de banco, verás en la calle! ¿eh?
- ¡No cambio! - respondió el chico, sereno; e hizo valer sus derechos ante el
profesor.
Godofredo Suárez lo amenazó con abofetearlo a la salida. Todos los niños
pensaban que Fernando Leal, temeroso, no saldría; pero salió, y cuando el otro,
seguido de algunos curiosos, se le acercó, amenazante:
- ¿Y ahora? ¿Y ahora?
- ¿Qué? - respondió él, tranquilo. Tan tranquilo que el grandote se inmutó.
- ¿Qué? ¡Que si quiero te rompo la nariz!
- ¡No me pegués, porque me voy a defender! - dijo el chico, y dio un paso atrás,
enarbolando la pesada regla. El grande se adelantó, pero dudando, impuesto por
la serenidad del otro.
- ¡Te voy a romper...! - lo amenazó de nuevo.
- Me romperás - respondió Fernando Leal - pero yo te puedo abrir la cabeza con
esta regla.
Intervinieron otros niños y Godofredo se dejó separar. Desde entonces intentó
hacerse amigo de Fernando, y éste no se rehusó y le prestó su ayuda en todo lo
que necesitara... ¿Y ahora?... Pensaba Godofredo Suárez...
-¡Pobre!... ¿Y ahora?... Va a aparecer como ladrón, él que es tan incapaz... Y
él sí tendría valor para denunciarse al maestro y no dejar que culparan a un
compañero inocente. El sí tendría ese valor, ese valor que no era el suyo, valor
de cogerse a puñetazos con cualquiera. Fernando Leal nunca peleaba con ninguno,
pero no era un cobarde. Y él, Godofredo Suárez, tan peleador y tan fuerte, ¿era
un cobarde? ¡Cobarde!... ¿Era un cobarde él? ¡Cobarde!...
No escuchaba lo que se decía, atontado, como si toda la sangre la tuviese en la
cabeza. Godofredo Suárez miraba todo sin ver, estaba en clase, sentado en un
banco, y como si en realidad no fuese él quién estuviera allí. Oyó, por Ultimo,
la campana anunciadora del fin de la clase, y al maestro que decía:
- ¡No se levanta ninguno, no se levante ninguno!
Y lo vio llegarse a un pupitre, levantarlo, revisar. Y revisar uno, otro, otro:
llegar al suyo, revisarlo, pasar a otro, a otro... Los niños le miraban
asombrados, presintiendo... Y de pronto, no bien abrió el pupitre de Fernando
Leal, lo vio enrojecer de cólera y, como mascando las palabras, rugirle a éste:
- ¡Usted es un ladrón!
En su mano derecha alzaba el libro, y le repitió
-¡Ladrón! ¡Usted es un ladrón!
Todos miraban a Fernando Leal: se hallaba pálido, sin hablar, no comprendía. Lo
insultaban, el maestro le decía una palabra horrible, espantosa, algo que él
nunca creyó que se la pudieran decir, y balbuceó:
- ¿Qué?... ¿Ladrón?... ¿Ladrón yo?
-¡Sí usted, usted, usted!... ¡Ladrón! - volvió a gritar el maestro, torpe, rojo
de cólera, y enarbolando el libro.
- ¿Yo? ¡yo, ladrón! - gritó a su vez, el niño
- ¿Qué, lo niega? ¿Lo niega y acabo de sacar el libro de su pupitre?
- ¡Yo no lo he robado! ¡Yo no lo he puesto en mi pupitre!
- ¡Ah!, ¿todavía tiene el cinismo de acusar a otro?
El chico se defendía con lógica, que el maestro, iracundo, necesitando haber
hallado al culpable, no podía comprender.
- ¿Y cómo cree usted que si yo hubiese robado el libro lo hubiese dejado aquí,
en mi pupitre?
- Porque supondría que yo no me daría cuenta de su falta. ¡Y se acabó! ¡No me
explique más! ¡Cállese! - le gritó autoritariamente.
Pero Fernando Leal no calló, ¡no!; por el contrario, alzó más la voz, con la
cabeza bien alta, pálido hasta la muerte, las venas de la frente hinchadas;
(¡qué hermoso y qué valiente!, pensaba Godofredo Suárez, y él se apelotonaba,
cobarde, en su banco, a la expectativa). Gritó el chico:
- ¡No, no., no! ¡Yo no soy ladrón! ¡Yo no he robado el libro!
-¡Lo he encontrado en su pupitre!
- ¡Porque otro que lo ha robado lo puso allí para salvarse él! ¡Yo no he sido,
yo no soy ladrón!
- ¿Qué? - habló el maestro ya sin cólera y con voz más baja -. Tiene miedo a una
penitencia y por eso sigue negando, ¿no? ¡No tendrá penitencia! Pero confiese
que es usted, no niegue lo que todos hemos visto.
Fernando Leal habló también más bajo, y con seguro acento. Tenía la boca reseca,
parecíale que iba a ahogarse, pero no le temblaba la voz. - Yo no tengo miedo a
la penitencia, yo no niego por miedo a la penitencia, yo niego porque no quiero
aparecer como un ladrón cuando yo no soy ladrón. ¡Por eso niego!
Volvió a gritar el maestro, torpe, sintiéndose lesionado en su omnipotente
autoridad por la firmeza de aquel niño que negaba un delito para él evidente.
- ¡Usted puede negarlo; pero usted es un ladrón!
-¡No!, ¡no!, ¡no!
-¡Usted es un ladrón!
- ¡Y usted es injusto!
- ¡Y usted se quedará sin recreo hasta que confiese, sin recreo hasta que
confiese!
Fernando Leal no habló. Sintiose laxo de pronto, sin fuerzas para gritar, sin
energía para seguir defendiendo su inocencia; y se dobló sobre el pupitre,
sollozando a gritos, ¡tanta era su pena!, mordiéndose los puños, ¡tanta era su
humillación!
- ¡A las filas! - ordenó el maestro. Y los demás, sin decir nada, confusos, se
pusieron en fila, en el patio. Godofredo Suárez, el último, antes de salir a la
calle, arrojó una mirada al ovillo convulso que era su compañero Fernando Leal,
sollozando sobre el pupitre. ¡De buena gana hubiese corrido a él, le hubiese
confesado todo, llorando, porque él también, Godofredo Suárez, el muchachote de
catorce años, el que se creía un hombre, él también sentía una angustia terrible
y deseos de llorar, de llorar mucho! ¡Ah, pero él era un cobarde, y no era capaz
de hacer eso, de confesar su delito!
Desde el día siguiente, Fernando Leal comenzó a cumplir la penitencia: a
quedarse sin recreo hasta confesar que era culpable. ¿Cómo confesar lo que no
había hecho? ¡Bien! Se quedaría sin recreo todo el año. Pasó un día, dos días,
tres sin recreo... Pensó contar a su madre lo ocurrido. Desistió. ¿Para qué
angustiarla? ¡Pobre su madre! Ella, que se desvelaba por hacerlo feliz, ella que
sólo para él, su hijo único, vivía. ¿Con qué derecho iba a angustiarla? Pero él
necesitaba decir a alguno la injusticia que pesaba sobre él... ¿Sus compañeros?
En unos sí leyó que creían en su inocencia, en otros presintió dudas. La prueba
era evidente para los más: el libro había sido hallado en su pupitre.
Decidió confiar a su padre la injusticia que lo atribulaba. Su padre, Evaristo
Leal, era un artista, era músico. Fernando sentía por él admiración y cariño.
¿Sólo cariño y admiración? No. Lo veneraba también. Sabía que era un hombre
justo y que todo el que se allegaba a él salía como purificado por su contacto,
ennoblecido por sus palabras. Vagamente, había oído hablar a algunos viejos
amigos de su vida consagrada al bien y al arte, y no por eso exenta de la
injusticia de los hombres. ¿El había padecido injusticias? Lo comprendería mejor
aún. Y un domingo que salieron juntos a caminar, aprovechando que no estaba su
madre, se lo dijo todo. Y terminó:
- ¿Me crees, papá? ¿Crees que yo soy inocente, que yo no he robado el libro
aunque lo hayan encontrado en mi pupitre?
Y el padre mirando a las pupilas claras de su hijo:
- ¡Te creo, hijo, sí te creo! ¿Cómo vas a mentir? ¿Cómo puedo creer que robes?
¡Si antes creería que el sol se apagara, hijo!
Fernando hubiese querido abrazarse a su padre, llorar. Estas palabras de él sí
lo confortaban, si daba gusto ser bueno con este padre que le tenía fe. Pero
Evaristo Leal no calló. Por el contrario, habló de nuevo:
- Soporta la injusticia, hijo. ¿Acaso es la única vez que has de soportarla en
tu vida si la consagras al bien? ¿Crees que quienes crucificaron a ese hombre
que predicaba la fraternidad entre los hombres, a Jesús, fueron sólo los
escribas y doctores de la Ley; los que, llenos de privilegios, no deseaban que
todos los hombres fuesen hermanos y se amasen, ya que ellos vivían del odio que
separaba a todos los hombres? ¡No! Quienes lo crucificaron, también fueron los
desarrapados, los pobres a quienes él quería hacer hermanos de sus señores, los
soldados que jugaban sus vidas para defender lo que no era de ellos, las
propiedades de sus jefes y gobernadores. Es fatal y es triste, pero es así:
ningún bien, ninguna verdad son comprendidos por los hombres si por esa verdad o
ese bien ellos no hacen un mártir. Soporta la injusticia, hijo, aunque te
produzca dolor; y ya verás cómo de ese dolor sales distinto y mejor que antes. Y
ya verás también cómo desaparecerá esta injusticia que hoy te oprime, porque la
mentira y el mal, ¡siempre!, temprano o tarde, ¡pero siempre!, son vencidos por
el bien y la verdad.
El niño salió confortado después de oír a su padre, confortado y decidido a
soportar la injusticia. Y pasó, una, dos, tres semanas sin recreo. A veces, el
maestro le preguntaba:
- ¿No confiesa que es usted quien robó el libro?
- ¡Yo no fui! - respondía él, simplemente, sin inmutarse.
-¡Mire que se va a quedar sin recreo todo el año! - amenaza el hombre.
- ¡No importa! - respondía el niño -. Me quedaré sin recreo, aunque sea una
injusticia.
Tal entereza encolerizaba al maestro torpe y autoritario, porque no era esto lo
que veía en la generalidad de los niños hipócritas y cobardes, acostumbrados a
combatir la autoridad omnipotente de sus padres y maestros con el disimulo; pero
Fernando Leal, a quien sus padres jamás habían castigado, no sabía de disimulos.
Más de un chico ya le había aconsejado:
- ¿Y por qué no decís que robaste el libro? De ese modo saldrías al recreo.
- ¡No! - había respondido él, secamente, sin comprender a aquel niño que lo
impulsaba a confesar un delito no cometido sólo para poder gozar del recreo. Sin
comprenderlo, como éste tampoco comprendía su obstinación.
Otra vez, una mañana en que el maestro se hallaba, contra su costumbre, de muy
buen humor, le dijo:
- Fernando Leal, puede salir al recreo. Lo perdono. - ¿Qué me perdona? - dijo él
- ¡Si yo no he hecho nada, si yo estoy en penitencia injustamente!
El maestro se encolerizó de nuevo, y gritóle:
-¡Soberbio! ¡Por soberbio se quedará sin recreo otra vez!
Y Fernando Leal volvió a quedarse sin recreo, y no disgustado, pues esa misma
tarde se lo contó a su padre, y éste le dijo:
- ¡Has hecho bien! - y no dijo más.
Pero su padre se lo dijo con una voz extraña y le pasó una mano por la cabeza,
acariciándola.
"Y ya verás también cómo desaparecerá esta injusticia que hoy te oprime, porque
la mentira y el mal, ¡siempre!, temprano o tarde, ¡pero siempre!, son vencidos
por el bien y la verdad..." Fernando no había olvidado estas palabras de su
padre. Una mañana llegó temprano al colegio, se dirigió a la clase y, al ir a
entrar, vio a Godofredo Suárez, muy afanoso, y con un clavo, abriendo uno de los
cajones del escritorio del maestro. Hizo algún ruido y el otro levantó la
cabeza, espantado. Los dos niños miráronse, y Godofredo Suárez intentó balbucear
una excusa:
- Iba a ver... estaba viendo...qué guardaba... quería ver qué había en ese
cajón.
Fernando Leal comprendió que mentía:
- No - le dijo -, estabas robando, en ese cajón el maestro guarda los útiles,
ibas a sacarle...
- Quería sacarle una pluma - se apresuró a decir el otro -, sólo una pluma. Me
había olvidado de traer, iba a sacar una, nada más que una... Calló; los ojos
del otro niño lo observaban de una rara manera. Se miraron unos instantes, sin
hablar, ambos pensaban lo mismo, exactamente lo mismo. Y Fernando, señalándole
con el índice:
-¡Ya sé quién robó el libro!
Había tal firmeza en sus palabras, que Godofredo no pudo negar, le fue imposible
mentir. Como lo cogiera robando, ahora que éste lo acusaba... Pero reaccionó
aún, y gritó, descompuesto:
- ¿Y me vas a acusar? ¿Me vas a acusar?
Respondió Fernando Leal:
-¡No!
- ¿Y vas a seguir quedándote sin recreo?
- ¡Sí!
Godofredo Suárez sintió que su antigua admiración por aquel niño que no era el
de cogerse a puñetazos con cualquiera, como era el suyo, de un valor tan
distinto, pero que él intuía tan superior al suyo, crecía, crecía... Y se
excusó:
- Yo no hubiese puesto el libro en tu pupitre, yo quería meterlo otra vez en el
escritorio del profesor, no tuve tiempo, oí pasos y tuve miedo que me pillaran,
lo metí en el primer pupitre que encontré, resultó el tuyo...¡Yo te voy a
acompañar en clase, en los recreos, me voy a quedar yo también!
Fue inútil que Fernando Leal protestara. Godofredo Suárez salía con los demás y
volvía a los pocos segundos a hacerle compañía en la clase, para salir unos
segundos antes de que tocara la campana. En su modo de ser, niño educado en la
hipocresía y el miedo, educado en el disimulo, no sabía que su deber era
confesar al maestro la verdad de lo ocurrido, no tenía valor para hacerlo. No
sólo lo acompañaba en los recreos, sino que a la salida del colegio iba con él
hasta la puerta de la casa; y una vez que un changador, pasando con un bulto,
dio a Fernando en un hombro, sin querer, Godofredo Suárez lo insultó rudamente,
tan rudamente que el changador dejó el bulto dispuesto a pelear. Y el chico se
le fue encima, inopinadamente, a puñetazos y mordiscos. Algunos paseantes
intervinieron, los separaron. Godofredo y Fernando siguieron su camino. Aquel
iba alegre, muy alegre de haber demostrado a su amigo que también era capaz de
hacer algo por él, aunque no fuese capaz de confesar al maestro su delito.
Godofredo Suárez hubiese deseado que el otro niño se hallara a punto de ahogarse
o en un incendio, para correr y él exponer su vida y salvarlo...
Transcurrieron uno y dos meses. Ambos niños acabaron por hacerse inseparables.
Godofredo no dejaba de acompañarlo todos los recreos en la penitencia, como
tampoco de ir con él hasta la puerta de la casa, todos los días. Una tarde,
Fernando lo invitó a entrar; Godofredo dudó:
- ¿Saben tus padres que yo?...
- ¡Papá, sí!... A mamá no le quise decir nada, porque hubiera sufrido mucho
sabiendo que me acusaban de ladrón.
- Y tu papá... tu papá... ¿Qué dijo al saber que sabías que yo... que yo era...
y que no me acusabas?
- Me dijo que hacía bien, que yo no tenía derecho de acusarte, que si vos...
- ¿Si yo qué, qué?...
- Nada, nada; entrá...
- ¡Ya sé que te ha dicho! Te ha dicho que yo debía confesarle al maestro...
Fernando lo interrumpió:
- Vamos, entrá, vas a conocer a papá; voy a hacer que toque el piano.
- ¡No, no entro, no entro! - se obstinó Godofredo Suárez - ¡No entro! ¡Me voy!
¡Hasta mañana!
Y se fue, bruscamente, como si necesitara huir de aquella casa de su amigo que
tenía un padre tan extraño. El suyo, su padre, ese hombrachote brutal que a
veces gritaba como un loco, no le hubiese aconsejado que callara, no. Ya lo veía
él: rojo y enorme, ya lo oía:
-¡Estúpido! ¿Y vas a seguir cumpliendo la penitencia de otro? ¡Estúpido! Si
mañana mismo no lo acusás, te rompo a patadas. ¡Estúpido!
A la mañana siguiente, estaban en la clase de lectura, cuando Godofredo Suárez,
metiendo la cabeza entre los brazos y caído sobre su pupitre, echó a llorar. El
maestro se llegó a él, y le alzó la cabeza:
- ¿Por qué llora?
Godofredo Suárez lo miró a la cara, erizada de pelos, miró los ojillos verdes y
fríos del maestro, y dijo, entre sollozos siempre:
- Me duele... me duele el oído...
- Vaya a la Dirección, vaya a pedir permiso, váyase a su casa, pues. ¿A qué
meter este escándalo? ¡Vaya!
Lentamente, Godofredo cogió su gorra, sus útiles, y salió con la cabeza gacha...
El maestro continuó la clase de lectura. Pasó un rato, y se presentó un celador
en la clase
- Señor, lo llaman de la Dirección.
El celador continuó la clase de lectura. Pasó otro buen rato y volvió el
maestro. Godofredo Suárez lo seguía, llorando siempre, y ocultando su rostro en
la gorra, fue a sentarse.
- Fernando Leal - dijo el maestro, y su voz cálida de emoción no era su voz
agria de todos los días-. Fernando Leal, su compañero Godofredo Suárez me lo ha
confesado todo. El sacó el libro y lo metió en su pupitre para que no lo
sorprendieran, él...
- ¡Ya lo sabía! - respondió Fernando Leal.
El maestro lo miró largo rato esta vez, largo y hondo, casi sin comprender bien
lo que oía. ¿Acaso él había comprendido alguna vez a ese alumno? Por primera vez
en su vida, después de tantos años de maestro, se encontraba con una criatura
así. Se hallaba asombrado de tal encuentro, asombrado y arrepentido de su
actitud tan torpe para con él; balbuceó:
- ¡Usted!... ¿Usted lo sabía?
-¡Sí!
- ¡Lo sabía!
- ¿Y por qué no lo acusó?
- ¿Cómo por qué no lo acusé?
De tan sencillo modo hizo esta pregunta, que el maestro comprendió que, para el
niño, él había dicho una monstruosidad. Lo contempló unos segundos más; la clase
en silencio, porque Godofredo Suárez ya había dejado de llorar, aunque seguía
oculto entre los brazos, la cara contra el pupitre. Habló el maestro,
deteniéndose, sin seguridad en los que decía, como si él fuese un escolar
sorprendido en falta y aquel niño de ojos claros, ¡no un maestro, no el
director!, como si fuese un juez inapelable:
- Usted me va a disculpar, Fernando, la penitencia: pero... usted comprende...
yo encontré el libro en su pupitre... que podía imaginar... le pido que me
disculpe...
Habló el niño:
- Y yo le pido también que no lo castigue - y señaló al bulto sin cabeza que era
Godofredo Suárez, agachado sobre el pupitre -. No lo castigue, de todas maneras
la penitencia de él ya la he cumplido yo...
- ¡Siga leyendo! - ordenó el maestro al niño que leía antes de que ocurriera
todo esto -. ¡Siga! - volvió a gritar con voz debilísima, quebrada.
El otro alumno continuó leyendo y el maestro comenzó a pasearse. De pronto se
detuvo frente a Fernando Leal, le levantó la cabeza y se le quedó mirando, fijo,
muy fijo, como si intentase leer lo incomprensible en aquellas dos pupilas
claras y bellas de niño. Lo miró mucho, como si hubiese querido hablarlo; y
luego se bajó hasta él y lo besó en la frente. Fue un beso efusivo y sonoro. El
niño que leía se detuvo, asombrado como todos los demás, hasta Godofredo Suárez
había levantado la cabeza y miraba. El maestro volvió a gritar, imperioso en el
gesto, aunque con voz más débil, más quebrada que antes:
- ¡Siga leyendo!
Tenía una cara rarísima el maestro, una cara que nunca habían visto los
muchachos en aquel hombre tan frío y duro. Daba la sensación de que se la
hubieran encendido por dentro y que irradiara...
(De Barcos de papel)
Achacao
"La vida es lucha. Al hombre de rodillas nadie lo empuja"
Estás medio achacao y andas con chucho
¿Chucho de qué pedazo de vichenso?
¿Te envenenás porque te ves flacucho?
Cuando más llores más indefenso.
Vos que pa la milonga fuiste ducho
ahora hasta tenés olor a incienso.
¿La vida te ha fumao y sos un pucho?
Si de verte tan maula me avergüenzo.
Morfá y chupá del bueno
y si la vida quiere espiantar
¡que espiante la perdida!
(y cuánto se la quiere, sin embargo.)
Aunque seas coyón mostrate fuerte
basuriá tus pavuras a la muerte...
porque la muerte es solamente
un apoliyo largo.
Fondín
Olor a grasa, a grasa refreída,
se juna laburar a las mandíbulas.
Olores, ruidos, todo se soporta,
¡pero che, en el puchero, cuánta mosca!
Mercachifles
Les propuse cambiar mis rosas rojas
por sus lechugas o por sus patatas.
Me las dieron podridas... ¡Malandrines!
¿No los voy a rajar de una puteada?
Novela
moral
Esgunfia de tanto engorro
dijo a las costuras: ¡Alto!
un día se apretó el gorro
y raió para el asfalto.
Se la engrupió un cajetiya
puro vulevú con soda,
después formó en la gaviya
que toma a la vida en xoda.
De un bulín en otro anduvo,
de venus la laburaba
y entre que bajo y que subo
el tiempo le dio la biaba.
En el arrabal de vuelta,
Flor a punto de ser fruta,
más redondeada que esbelta
se ayuntó con un goruta.
Le llegó su cuarto de hora
como bolichera en Flores;
hoy la oficia de señora:
Tiene tres hijos dotores.
Retruque a un poeta
de Florida
¿Pa' vos es una blasfemia
que yo afile versos rantes?
Seguí vos con tu Academia,
yo me junto con Cervantes.
¿Vos le negás tu versada
a las chusmas del suburbio;
vos sos un agua filtrada
y ellos son arroyo turbio?
No esperaré que apadrines
nuestro canyengue, es bastardo;
vos seguí con tus latines,
yo me quedo en mi lunfardo.
Veremos, a fin de cuentas,
quién de los dos era el turro,
si vos con tus ornamentas
o si yo con mi champurro.
Ya alumbraremos la vida
si nos da fósforo el genio;
vos, poeta de Florida,
yo del arrabal porteño.
Vejentud
Aquí estoy, derramao en la catrera
con una fiaca de la madona.
Me he dejado crecer la pelambrera
porque la vejentud, amigos, arrincona.
Con el coco aún purrete, en primavera,
con el cuore, ¡chambón! que no funciona
me rezongo: ¿La vida? ¡cosa fiera!
¡Muy fiera! Porque el tiempo desmorona.
Ver a algunos besándose en las rúas
ver a otros en morfis y mamúas
y uno decirse: Yo también he sido...
También he sido un jaife y hoy me veo
cachuzo y amurao, broncudo y feo
porque la vejentud, amigo, es algo muy jodido.
Versículos a un líder
obrero desterrado
En mi mano fina y larga, mano nerviosa, habituada al salto y al vuelo de la
pluma, sentí caer tu ancha mano, tu mano callosa y fuerte, tu mano de cortos y
cuadrados dedos, entre las cuales el martillo o el hacha o el serrucho se mueven
con tanta levedad como en mi mano se mueve una lapicera.
Nos dimos las manos y nos miramos en los ojos.
Vos eras un obrero; yo, un intelectual.
Y nos comprendimos.
Y nos amamos.
Tu instinto te dijo que yo era uno de los tuyos. Mi inteligencia me dijo que vos
eras uno de los míos.
Me dijiste:
¡Compañero!, en idioma internacional.
Yo, descendiente de europeos, mirándote la cara de indio bravo - Lautaro, Oberá
o Yamandú - te dije, en criollo: ¡Aparcero!
Sonreímos.
Vos venías de la cárcel. Yo también venía de la cárcel. Y los dos estábamos
fuera de la querida tierra natal, porque de ella nos habían echado. (Desterrar
es una palabra heroica, exiliar es una palabra poética; los empleados policiales
no las usan. Ellos dicen echar o expulsar, cuando mucho).
En nuestra querida tierra natal, sobraban tus encendidos discursos, aparcero,
sobraban tus directivas, hermano, sobraba tu ímpetu huelguista, compañero, o
sobraba tu conciencia de clase, camarada.
Igualmente sobraban los versos de mis poemas insurrectos y las prosas de mis
artículos exaltadores de la dignidad cívica.
Ellos, es decir, los amos de unos seres con brazos y piernas como los hombres,
seres vestidos de vigilantes y soldados, que saben manejar sables, fusiles,
ametralladoras y cañones; ellos opinaron que nuestra querida tierra natal no te
precisaba, líder obrero.
Ni me precisaba a mí, escritor con ideas.
Bien, aparcero. Nosotros no opinamos como opinan los patrones de esos uniformes
oscuros adentro de los cuales un ser que podría parecer un hombre, se eriza de
cañones, fusiles, sables y ametralladoras.
Nosotros, aparcero, opinamos que nuestra querida tierra natal nos necesita
mucho.
Opinamos que en ella no abundan los obreros como vos, concientes. Ni abundan los
escritores concientes, como yo, hermano.
Por eso vos continuás hablando y yo continúo escribiendo.
Tu voz y mi pluma se complementan. Vos encendés corazones, yo enciendo cerebros,
camarada.
Tu causa es la mía, hermano. Lo ves? Tu ideal es el mío, aparcero. Lo sentís? Ni
vos ni yo, querido, nos vamos por las ramas.
Los utopistas nos vienen hablando hace siglos de fraternidad humana y de otros
macaneos lindos, Hermanos nosotros de ellos, los que llevan botas con espuelas,
arrastran una cola que suena como un sable y piensan como sus tatarabuelos?...
¡Sonreíte, camarada!
Fraternidad? ¡Grupo! Ni vos ni yo, camarada, nos chupamos el dedo, hermano.
Nuestro ideal no anda por los aires. Nuestro ideal se bajó de la nube de
Jesucristo y de la nube de Tolstoi. (Ya lo ves a Gandhi con sus ayunos y su
pasividad. Qué hizo ese hombre todo espíritu?...) Nuestro ideal no vuela.
Camina. Nuestro ideal es ideal para hombres y es ideal de nuestra época. Es un
ideal concreto, realizable, práctico. No es ideal religioso ni filosófico. No
vive de quimeras. Vive de pan, como vivís vos, como vivo yo, como vive el bobo
idealista que nos viene a hablar de fraternidad humana o de no resistencia al
mal, y como viven ellos, los que manejan cañones, fusiles, sables y
ametralladoras (Aunque a su pan, ellos, lo precedan de whisky y lo terminen con
champagna).
Nuestro ideal es éste: liberación económica del proletariado.
Este ideal sí se comprende. ¡Lo demás son musas! Este es el ideal posible que
podemos llegar a ver nosotros, vos, obrero, y yo, escritor, dos hombres sin
nébulas en el mate, dos hombres con los pies en la tierra y la cabeza - aunque
cargada de ensueños y de pensamientos - no más arriba de la estatura normal de
un hombre. Nuestro ideal no alcanza el metro y ochenta centímetros. Es un ideal
bajo... (¡Puf!, hace un ultraidealista contrarevolucionario). Y nuestro ideal,
aparcero, sin nimbo religioso ni alas filosóficas, lo comprenden todos los
hombres.
Todos los hombres que trabajan.
Todos los hombres que trabajan y quieren trabajar, y viven mal - siete, diez,
quince, en una pieza de conventillo o una tapera - y comen mal, se enferman y
son mal atendidos, se mueren y hasta son mal enterrados.
Nosotros no luchamos para fantasmas.
Nosotros luchamos para hombres que necesitan comer bien, vestir bien, tener
horas de ocio para poder instruirse y soñar...
Vos hablás así? Yo te comprendo.
Todos te comprenden, aparcero líder.
Por eso vos, hermano, seguís en la brecha. Por eso vos, aparcero, no dudás, como
el ultraidealista.
Te sentís escuchado. De tu boca no salen tropos: salen verdades. A vos nadie ha
necesitado gritarte: ¡Valor! Todos saben que sos valiente. Se le ocurriría a
alguien gritarle a la montaña: roca? La montaña, si no es roca, no es montaña.
Vos, si no fueses valor, no serías líder obrero. Lo saben todos. Lo sabés vos
sin haberte parado nunca a reflexionar sobre esto, tan natural. Lo saben los
mismos torturadores - prefiero no clavarles adjetivos - de la sección Especial.
Nunca a ellos se les ocurrió que podrían torturarte para que "cantaras". Ya
sabían que hombres como vos no cantan. Y te hundían en un calabozo húmedo, en un
sótano con rejas, entre sombras, solo, a que te pudrieses, en silencio, ¡a
juntar rabia!
Pero tu ideal, aparcero, tu ideal no cabía en un calabozo.
Ni en una tumba.
Jamás pensaste en morir.
Siempre pensaste: ya saldré de aquí yo, ¡y entonces!...
Entonces seguís peleando, es decir, hablando y huelgueando. Y seguís con tanta
naturalidad como el árbol al que, por un tiempo, se le impidiera recibir sol y
agua. No bien los recibe de nuevo, continúa su trabajo de siempre, su trabajo de
convertir el ácido carbónico en oxígeno.
Vos, igual.
Y si alguien te preguntara: Vas a seguir?... Responderías: Pero puedo hacer otra
cosa, che?...
Aquel alguien te preguntaba eso por ignorancia, nada más. Ignoraba que esa
fuerza, ese ímpetu que te hace lider obrero, te llega desde muy abajo, desde el
fondo de los siglos terribles. Porque tu causa, aparcero, es la vieja causa. Es
la causa de la libertad humana que ahora concretamos nosotros: liberación
económica del proletariado.
La causa que, encendida de indignación, inculpa a Caín su crimen. Vos no sos
Abel, lider obrero. Vos sos esa voz que le grita al asesino: Caín, qué has hecho
de tu hermano? Y lo persigue. Y lucha.
La causa que, encendida de heroísmo, se llama Agis o Cleómenes en Grecia, y
lucha.
O se llama Graco o Catilina - el calumniado por Cicerón -, y lucha.
O se llama Enno, Cleón, Salvio o Artenión - caudillos de esclavos -, y lucha.
O se llama Espartacus, que llena de espanto a la soberbia Roma, y lucha.
O se llama Jesús, terror de filisteos en Palestina y de sacerdotes en el mundo
entero, y lucha.
O se llama Valdenses y Albigenses, herejes de la Edad Media, y lucha.
o se llama Etienne Marcel y sus Santiagos, o los aldeanos de la Jacquerie, o
Juan Wiclef y John Ball o Juan Huss o Jerónimo de Praga, o Tomas Munser y los
anabaptistas, o Dolcino y los "hermanos de los Apóstoles", y lucha.
o se llama Stenka Razin y Pugatchev - ajusticiadores de boyardos rusos -, y
lucha.
O se llama los comuneros de Castilla, y lucha. O se llama, en la revolución de
1789, Felipe Buonarroti y Marat y Gracus Babeuf y Darthé, y lucha.
O se llama "los cartistas ingleses", y lucha.
o se llama Augusto Blanqui en la revolución de 1848, y lucha.
O se llama la Comuna de París en 1871, y lucha.
O se llama los ahorcados de Chicago, a raíz del día Internacional, y lucha.
O se llama los espartaquistas alemanes sacrificados, y lucha.
O se llama los mineros asturianos o los republicanos españoles, y lucha.
o se llama los bolcheviques rusos, y lucha.
O se llama en América Juan Calchaquí o Yamandú, u Oberá, o Tupac-Amarú, o
Lautaro o Caupolicán, o todos los anónimos que, desde el frío Canadá a la fría
Tierra del Fuego, victimas o héroes de la libertad, lucharon por la vieja causa.
La vieja causa por la que vos peleas ahora, líder obrero.
Ellos decían palabras misteriosas, frases vagas. La misma palabra "libertad",
así, en abstracto, qué dice?...
Catilina - el calumniado por Cicerón, sabueso retórico de los poseedores-
clamaba: "Pedimos sencillamente libertad".
Vos sabés mejor lo que exigís, aparcero. No es o mismo decir: "Pido libertad",
que decir: "Quiero la liberación económica del proletariado".
Liberación económica.
¡Esto sí se comprende!
Ya verás, cuando los proletarios sean económicamente libres, si ellos, los amos
de seres parecidos a hombres, los dueños de sables, cañones, fusiles y
ametralladoras, van a encontrar manos que se los manejen.
Esto lo presienten ellos, camarada. Por eso te encarcelan a vos, que hablás. Y
me encarcelan a mí, que escribo. Y por eso nos echan de la querida tierra natal.
Porque nosotros no soñamos, utopistas, nosotros no divagamos, quimeristas.
Nosotros somos concretos y prácticos. Sabemos que podemos conseguir hoy aquí,
inmediatamente.
Ellos presienten que lo conseguiremos.
¡Nosotros sabemos que lo conseguiremos, hermano!
Vos con tu mano ruda, hecha a la acción y al trabajo de todos los días.
Yo con mi mano nerviosa, que si tiene alas para escalar estrellas, prefiere
andar volando a la altura de los hombres que trabajan y son explotados...
En tu manaza dejo estos versículos, aparcero líder.
Montevideo, 1945
Versículos a los
salvadores
Hombres que esperáis al Salvador del mundo, niños-hombres:
El mundo va a salvarse por nosotros.
El mundo no va a salvarse por cualquier hombre superior y divino.
El mundo va a salvarse por nosotros, y por nadie más que nosotros.
El mundo va a salvarse por los hombres vulgares, débiles, intranquilos., pobres,
tristes, defectusos y mortales.
¡Por nosotros! Por nuestro esfuerzo de todos los días el mundo va a salvarse.
No va a salvarse el mundo por la heroicidad y el martirio de un hombre único.
Por nosotros, los que trabajamos, los que sufrimos, los que luchamos, los que
hoy somos un poco mejor que ayer, el mundo vaa salvarse.
Entonces:
Trabajad sin dudas, trabajad perezosos, trabajad sin descanso; trabajad,
ignorantes.
Trabajad siempre.
Es el secreto de nuestra salvación, hombres.
A nuestro dolor lo vencerá el trabajo.
Trabajar es erguir las frentes, no postrarlas en la oración: Sed altivos,
hombres.
Trabajar es enfrentar el destino, no implorarle: Sed valientes, hombres.
Os humilláis?:¡Erguíos!
Os detenéis?: ¡Adelante!
La salvación del mundo será obra de la realidad del mundo, niños-hombres.
Esperáis el milagro de un Salvador como el niño espera un juguete?
Nada se nos regalará, hombres.
Nunca se nos ha regalado nada, hombres.
Todo lo hemos conquistado, hombres.
Todo debemos conquistarlo, hombres.
Tal es el mandato esencial de la Vida, hombres.
Algunos nombres de
América
ALBERDI
Nadie más pacifista que este guerrero
ECHEVERRIA
Meditar y sufrir la vida brava.
(Es cierto que te has ido, juventud?)
¡Pero subiendo siempre los caminos
en marcha hacia el azul!:
Heroísmo de antorcha que, humeando,
no deja de dar luz.
JOSE HERNANDEZ
No canta sólo por oir sus sones.
Su canto no es de ave, todo música.
Su canto es reflexivo canto de hombre.
MOSCONI O EL "GENERAL DEL PETROLEO"
De frente al imperialismo,-¡uñas largas del yanquismo!-
defendió con valentía,
la riqueza nacional...
Mosconi no parecía
ser general.
FLORENCIO
El es Florencio en el amor de todos
No necesita de apellido (Sánchez).
No fue a la escuela, sí a revoluciones.
Viviendo en el teatro de las calles,
solo, aprendió a escribir para el teatro.
(Tuvo la misma escuela de Cervantes).
Aprendió en fríos, aprendió en dolores,
frío, dolores, hambres...
MARTI
"A las alturas no se sube a saltos" - José Martí
Las alturas se alcanzan lentamente,
con los pies desangrándose en las breñas,
asiéndose a las plantas espinosas
para no quebrantarse entre las piedras.
Subir a las alturas no es deporte.
Subir a las alturas es la guerra.
ANIBAL PONCE
Quién era el presidente entrega -patria,
quién el "dotor" que hacía de ministro
que expulsaron a Ponce de sus cátedras?
Cuántos recuerdan hoy sus mudos nombres?...
Y cuando éstos no existan ni en sus tumbas,
los libros se leerán de Anibal Ponce.
Desde México y Cuba a la Argentina,
brioso corazón, palabra bella,
su voz sigue en los pechos encendida
LINCOLN
Lincoln está en el cielo,
único blanco de este cielo triste.
Todos allí son negros.
Los inocentes negros
que pelearon por el sur... Ahora
Lincoln está en su cielo.
El asesino
Quién mató al Ché Guevara?
Su nombre nada importa.
Sabemos que es el mismo,
ese a quien nadie nombra,
porque nombrarlo mancha
feroz pitecántropus,
asesino de King y de García Lorca.
Reflexiones
no mansas
Ser pobre es vivir de su trabajo, ser miserable es no tener trabajo. La pobreza
fortifica, la miseria corrompe.
***
Se sonríe con algo, se sonríe por algo, se sonríe contra algo. Sonrío al ver
jugar unos pibes, sonrío cuando oigo a un escritor alabarse a sí mismo y sonrío
al escuchar a un viejo político conservador hablar de libertad y democracia.
***
En el fondo de las grandes fortunas hay lo que en el fondo de los grandes ríos:
barro.
***
"Dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar"?... El Cesar no
espera que le den: se lo toma.
***
A los tiranos, a los locos y a los ebrios se los trata de la misma manera: Se
los oye hablar sin refutarles sus sinrazones.
***
El Capital se sobrestima. Esta es su fuerza. El Trabajo aún desconoce su valor.
Esta ha sido su debilidad hasta ahora.
***
Si te humillas, no sólo van a pisarte, se limpiarán en tí las suelas de los
botines.
***
Los errores de la democracia son debidos a que no existe democracia.
***
Todo gobierno opresor cuenta con dos armas: el sable y la cruz. El sable que
asesina y la cruz que adormece. Y de las dos armas, la más eficaz para el
gobierno opresor es la cruz. La usa cotidianamente. El sable es para los días de
excepción. Los días en que el adormecido despierta.
***
La diplomacia, un árbol que da frutos venenosos, aunque sus flores destilen
miel.
***
El filántropo es un hombre que desprecia a los hombres. Para él, ellos sólo
merecen caridad, no justicia.
***
Las ideas rebeldes son luces. Si alguien las sopla, no se apagan, se van de
nosotros a encender un cerebro apagado.
***
Antes se abandonaba en el "padre" confesor la tarea de pensar; ahora se la deja
al editorialista a sueldo del diario que se lee todas las mañanas.
***
Aún la humanidad presenta una lista de mártires por fanatismo mucho más extensa
que la de sus mártires por idealismo. La humanidad se halla en déficit.
***
Muchos árboles genealógicos tienen las ramas floridas; pero sus raíces se hunden
en un montón de basura.
***
Solo demuestra que sabe nadar quien nada contra la corriente; a favor de la
corriente, hasta los literatos conservadores - los corchos - nadan.
***
El soñador siembra y cosecha el revolucionario. Los Rousseau y los Diderot hacen
los Robespierre y los Saint-Just; los Marx-Engels hacen los Lenin; los Martí
hacen los Castro.
***
El hombre aún no sabe qué es la paz. Porque la recelosa calma entre guerras no
es la paz: no sería dormir, un cabecear con el arma en la mano, semi en vigilia,
a la espera de que el compañero de pieza nos ataque nos bien nos durmiéramos, o
para atacarle no bien él se duerma. Este recelosos descanso lleno de inquietud
es la paz que hasta ahora hemos conocido los hombres.
***
Si hoy te vendes por diez, mañana te venderás por cinco y pasado mañana por un
puntapié en el culo.
***
Un tonto viejo es peor que un tonto joven. El tonto joven dice una vulgaridad y
huye a jugar al fútbol; el tonto viejo, por culpa de la gota se queda sentado a
decir muchas vulgaridades que ya ha dicho muchas veces.
***
Los reaccionarios, los conservadores, entran en el futuro de espaldas. Entran a
empujones. A pesar de ellos, los reaccionarios, los conservadores, también
entran en el futuro.
***
Cuándo el uniforme de un general no es una librea?
***
En muchos hombres, aparentemente infelices, duerme un dictador. Cuando aparece
una dictadura, ese dictador despierta y se coloca al servicio de la dictadura.
Así, porque son dictadores, se convierten en esclavos.
***
La razón - luz humana - pasó de la clase que se autollamaba noble a la burguesía
y de la burguesía a la clase obrera; pero toda la clase obrera no sabe aún que
posee la razón. El día que lo sepa...
***
En la alta sociedad, a un hombre o mujer se le considera instruído porque habla
varios idiomas, aunque no lea en ninguno.
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De un tonto, si es un hombre del pueblo, se dice que posee un alma gris; pero si
el tonto es un potentado, se dice que su alma es gris-perla.
***
Hay quién piensa sobre los problemas sociales después de haber leído los
diarios, y hay quien piensa sobre los problemas sociales sin haber leído nada,
porque no sabe leer. Lo curioso está en que ambos coinciden. Para qué, entonces,
tomarse el trabajo de leer los diarios?
***
Un mundo de hombres que viviera sólo de su trabajo, sería un mundo de héroes.