Historia de perros (fragmento)

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Historia de perros


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Pequeña cronistoria de la generación literaria de Boedo

Por César Tiempo [1953]

Hubo una época en que el meridiano de la literatura nacional pasó por Boedo. Boedo es una calle y un barrio. Una calle que nace en Almagro y termina en el Parque de los Patricios y un barrio que crece hacia arriba y no se detiene jamás. De pronto, mediante no sabemos qué misteriosos ardides, aparece en Avellaneda, en Lanús, en Lomas de Zamora, después de haber cruzado por el convés de hierro y cal hidráulica del Puente Valentín Alsina que permite a la provincia codearse con la ciudad. Pero además de ser una calle y un barrio, Boedo fue una divisa.

Toda capital - dijo alguna vez Balzac - tiene su poema, en que se expresa, en que se resume, en que es más particularmente ella misma. Boedo fue ese poema. Conflagrado de clamores e impaciencias, impetuoso, tumultuoso, ardido, rebelde, pero encendido de humana y celosa poesía. De haberse comprendido mejor a sí mismo, de haber prolongado y renovado las inquietudes y los deseos de superación de un cuarto de siglo atrás, de no haber ahuyentado a sus soñadores, Boedo habría sido a Buenos Aires lo que Saint - Germain des-Prés a París.

Como Saint-Germain-des-Prés
Es evidente que nuestro barrio no puede estar colmado de recuerdos revolucionarios y artísticos del quartier parisiense en el que vivió y murió asesinado Marat, en el que escribiera sus brulotes Camilio Desmoulins, en el que tuvieron sus ateliers los pintores Courbet y Delacroix, su refugio el comediante Mounnet-Sully, su imprenta Honorato de Balzac y en una de cuyas calles - la de Beaux-Arts, N° 13 - se extinguió la existencia latitudinaria de Oscar Wilde, y en el que podemos encontrar hoy la sede del Sindicato de Libreros, los despachos de los anticuarios más importantes de Francia y el café Deux-Magots, cuartel general de la nueva literatura. Boedo también tuvo lo suyo. Por allí pasó Darwin, el famoso naturalista, rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya, por aquí anduvieron prohombres y ex hombres de la política local e internacional, ases del futbol, glorias del teatro, cancionistas y estrellas que conocieron en su hora el trueno de la notoriedad. Pero nosotros queremos hablar de los escritores llamados de Boedo.

Personajes de Boedo

¿Porqué precisamente de Boedo?. Ninguno de sus integrantes vivía en el barrio, el director de la revista que daría nacimiento a la empresa editorial llamada a difundir la labor de sus conmilitones, se domiciliaba en Wilde, un pueblito de línea del sur. Elías Castelnuovo era inquilino de un zaquizami enclavado a cinco pisos sobre el nivel de la calle Sadi Carnot. Álvaro Yunque compartía con su madre y sus hermanos una antigua casa porteña de la calle Estados Unidos 1824, en cuya cuadra tenía de vecinos a tres notabilidades a las que hay que referirse con la melancolía del aoristo: Juan B. Justo, Jaime Yankelevich y Ernesto Morales. Gustavo Riccio vivía en la calle Rivadavia 2014, Roberto Mariani en la Boca, cerca de la casa de Pedro Juan Vignale, que no tardaría en trasladarse de la calle Lamadrid a Villa Ballester y de Villa Ballester a Río de Janeiro, Luis Emilio Soto en las inmediaciones de 15 de Noviembre y Solís, Leónidas Barletta en Nazarre y Bolivia, Roberto Arlt en Flores, Lorenzo Stanchina en Villa Devoto, Nicolás Olivari en Villa Crespo, Enrique Amorín en su Salto natal, con recaladas en Montevideo y Buenos Aires. José Salas Subirat en el taller de afilación de Garay y Solís, Aristóbulo Echegaray en Monroe, un pueblo de la línea del ferrocarril Pacífico. Abel Rodriguez en Rosario, Juan I. Cendoya en La Plata. Antonio Alejandro Gil en la calle Santiago del Estero y Pedro Echague. José Sebastián Tallón en un caserón de la calle Brasil 1388, y Clara Beter en las nubes. Hablo de los boedistas de la primera época, de las etapas fundamentales. Y no solo no eran vecinos de Boedo, sino que ni siquiera se reunían en algunos de los innumerables cafés de la calle epónima.


Cuento del zapatero Artidoro, en la voz de Miguel Angel González (Radio Nacional)

"Claridad" y "Los Pensadores"

Por otra parte conviene recordar que la editorial que luego los prohijaría no nació en Boedo, sino en un tabuco de la calle Entre Ríos 126. Más tarde Lorenzo Rañó les concedió un espacio en su imprenta de la calle Independencia 3531, y cuando la revista cambió el nombre fachendoso de "Los Pensadores" por el de "Claridad", el grupo constituyó su sede definitiva en la calle San José 1641, a pocas cuadras de la plaza Constitución. En Boedo 837 tuvo asiento nominal la redacción de "Los Pensadores" en sus salidas iniciales cuando era una publicación destinada exclusivamente a difundir las grandes obras de la literatura clásica y moderna, mucho antes de convertirse en el órgano de combate de aquellos jóvenes de la generación del 22 a quienes el éxtasis y los sentimientos ciegos del arte por el arte fueron siempre extraños.

Leónidas Barletta. La ficha

Nació el 30 de agosto de 1902.
Narrador, periodista y dramaturgo, entusiasta animador del grupo literario de Boedo, promotor del movimiento de teatros independientes, director del Teatro del Pueblo y del periódico cultural Propósitos, fue secretario de redacción de la revista Claridad.
Autor de una considerable obra escrita en la que destacan "Vidas perdidas", "Vientos trágicos", "La ciudad de un hombre", "Royal circo", "El barco en la botella", "Historia de perros", "Un señor de levita (novela de Barrio Norte)".
Murió el 15 de marzo de 1975.

¿A qué venía, pues, la etiqueta de marras? La intención del bautista - en quien algunos creyeron reconocer a Enrique Gonzalez Tuñón , cuya dicacidad era inagotable como su talento - fue evidentemente burlona, despectiva. Al subrayar la procedencia de los integrantes del grupo quiso decir que venían de extramuros, de la suburra, que pertenecían al populacho. Lo notable del caso era que el único habitante auténtico de Boedo era Gonzalez Tuñón, que vivía en la calle Yapeyú, a dos cuadras de la popular arteria de cuyos cafés era además uno de los más empedernidos habitués. Por su parte los de Boedo trataban no menos peyorativamente a sus impugnadores, los escritores agrupados alrededor del periódico "Martín Fierro" llamándolos "los de Florida", transfiriendo al plano literario, quizá sin proponérselo, el duelo histórico de la antigua Roma entre patricios y plebeyos.

Feria y Torre de Marfil

Mientras Florida implicaba el centro con todas sus ventajas: comodidad, lujo, refinamiento, señoritismo, etcétera, etcétera, Boedo venía a representar - para los de Florida - la periferia, el arrabal con todas sus consecuencias: vulgaridad, sordidez, grosería, limitaciones, etcétera. Florida, la obra; Boedo, la mano de obra. Para sus detractores, por otra parte, la literatura de Boedo era ancillar, estercórea, verrionda, palurda, subalterna, inflicionada de compromisos políticos; y la de Florida: paramental, agenésica, decorativa, delicuescente, anfibológica e inútil. Excesos verbales estos que correspondían a las naturalezas ricas en fosfatos de los jóvenes beligerantes que se resistían a reconocer afinidades y simpatías, pero cuyo encono no hizo llegar nunca la sangre al río. (El enconamiento se debe siempre a la falta de asepsia). Con el andar del tiempo, Enrique González Tuñón y su hermano Raúl impregnarían su obra de un noble y solevantado acento social, exaltarían el suburbio, pondrían su obra bajo la advocación de Carriego, y ante la iniquidad desatada por el nazifascismo se alinearían valientemente en las filas de los escritores de Boedo, claramente definidos frente a las tiranías como fraguas de servidumbre y barbarie que era necesario apagar y aplastar. Y como dato curioso para los historiadores de mañana, conviene anotar que, Evar Méndez, el fundador de "Martín Fierro" pronunciaría una conferencia en nuestra Facultad de Filosofía y Letras celebrando, entre otras cosas, la jerarquización operada en las masas obreras y campesinas por obra de la estructura social vigente, en tanto Elías Castelnuovo, uno de los hermes de Boedo, hablaría en 1952 en un salón de la calle Florida, frente a un público de profesores eméritos y señoritas beneméritas, presentado por un ex redactor de revistas ultramontanas ad usum Delphini, con palabras en las que cabrilleaba la felicidad sibilina de poder exhibir al gran novelista que ayer nomás contrariaba a los concilios empeñado, a pesar suyo, en conciliar los contrarios...



"GUERRA" ENTRE GRUPOS LITERARIOS: No era infrecuente la crítica mordaz (en cierto sentido lo que los argentinos acertamos en llamar "cargada") entre los grupos Boedo y Florida a través de sus publicaciones. En este caso se trata de una viñeta de la revista Martín Fierro, del grupo Florida del 6 de mayo de 1924, de Nito. Para entender el mordaz humor es necesario conocer que Tinieblas es un libro de relatos de
Elías Castelnuovo, uno de los escritores más destacados del grupo Boedo, Dínamo era la revista del mismo grupo, en el que estaban involucrados, entre otros, el menos conocido Lorenzo Stanchina y Leónidas Barletta, personificados cruelmente como burros que se halagan mutuamente.

Pero si hubo contusos, desertores e hijos pródigos en ambos bandos, es indiscutible que fue esa generación polarizada por Boedo y Florida la que anticipó el renacimiento argentino sacudiendo de su marasmo la vida intelectual del país. Pero vayamos por partes.

Se anticipan a Florida

Cronológicamente, el grupo literario de Boedo apareció antes que el de Florida. El primer número de "Martín Fierro" sale a la calle en febrero de 1924; el primero de "Los Pensadores", en febrero de 1922. Conviene aclarar antes de seguir adelante que el nombre de la revista no implicaba un rasgo de petulante autosobrevaloración de sus colaboradores. Se llamó así porque se limitaba, como ya los señalamos, a publicar en cada número una obra maestra de la literatura universal poniéndola al alcance de los lectores más modestos. El ejemplar se vendía a veinte centavos.

Los pensadores no eran, pues, los muchachos de Boedo sino los maestros del pensamiento nacional e internacional popularizados por la revista. El primer número incluía un relato de Anatole France, "Crainquebille", que ya había sido teatralizado por Samuel Eichelbaum y llevado a un escenario criollo por Elías Alippi.

Los fundadores de la publicación fueron Antonio Zamora, un joven español que cumplía su aprendizaje de andinista en la falda de "La Montaña", y llegó a ocupar más tarde una banca en el Senado de la provincia de Buenos Aires y a controlar un frigorífico en la provincia de Córdoba, y Daniel C. de Rosa, encargado a la sazón de la reventa de "Crítica". Un año después de Rosa se separaba de la empresa y Zamora se convertía en deus ex machina de la misma asesorado por el poeta Gustavo Riccio.

Riccio era un muchacho poseedor de una notable cultura general, un poeta inclinado a la caricatura sin deformaciones ni crueldad, dueño de una simpatía afectuosa que sabía dar a los transportes de la poesía y aún de la amistad una cadencia entre nostálgica y desilusionada. Melómano fervoroso, lector de varios idiomas vivos, se defendía económicamente ayudando a su padre en la relojería de la calle Rivadavia o llevando los libros de contabilidad de la Confitería del Molino. Fue Riccio quien recomendó la mayor parte de los títulos lanzados por "Claridad" hasta 1925 y fueron de su pluma los prólogos y las presentaciones de los autores. También se debió a él la iniciativa de la colección "Los Poetas" y la publicación del primer libro de Álvaro Yunque, ese generoso y genesíaco "Versos de la calle" que su autor había presentado con anterioridad a un concurso de la Editorial Babel y cuyo jurado, compuesto por Leopoldo Lugones, Rafael Alberto Arrieta y Arturo Capdevila, desestimó inclinando sus preferencias por "El Grillo" de Conrado Nalé Roxlo. Riccio, empero, no llegó a integrar prácticamente el grupo de Boedo y ni siquiera fue "Claridad" sino "Campana de Palo" quien publicó su primer libro. Minado por un mal incurable, el autor de "Un poeta en la ciudad" realizó en 1925 un viaje al Paraguay, de donde trajo los originales de otra colección de poemas "Gringo Puraghei", la salud más socavada y un deseo de soledad que se proponía dedicar a la ordenación de sus papeles y sus sueños, melancólicamente persuadido de que debía partir en plena juventud. Así fue. La vida de Riccio se extinguió en la puerta misma de su casa el 6 de enero de 1927. Tenía apenas 26 años. Una calle de Flores recuerda hoy su nombre. En ella vive el actor Roberto Escalada.



Exposición "Claridad" en el Museo Nacional de Bellas Artes

En las páginas de la revista Claridad, fundada por Antonio Zamora, se agruparon los vanguardistas convencidos de que el arte no debía ser ajeno a las necesidades del pueblo, que la literatura y las artes plásticas poseían la capacidad de hacer consciente la realidad y de mejorarla.
Los escritores que formaron parte del Grupo de Boedo -como Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta, Alvaro Yunque- redactaron las páginas de la revista mientras que los Artistas del Pueblo --José Arato, Adolfo Bellocq, Guillermo Facio Hebequer y Agustín Riganelli- las ilustraron.

Premios literarios

A fines de 1924 "Claridad" incorporó a sus colecciones una más: la biblioteca "Los Nuevos". El primer título lo constituyó una re edición de "Tinieblas", el vigoroso libro de cuentos de Elías Castelnuovo, que había merecido el espaldarazo de Roberto J. Payró y un premio municipal, cuando los premios municipales de literatura significaban un galardón y no un escarnio. (El camarada Juan Unamuno debe recordar que fuimos él y yo, cuando integramos los jurados, quienes concedimos las codiciadas distinciones de entonces a poetas de la envergadura de José Portogalo y a los prosistas de la intensidad de Fernando Gilardi, amén de otras personalidades, a la sazón en barbecho, confiadas en la humana sinceridad de su mensaje, temeridad que no volvió a repetirse, pues últimamente el concurso se había convertido en una repartija de cheques entre compañeros de pic nic o de sacristía ...)

Castelnuovo no tardaría en ponerse a la cabeza del grupo que se fue formando aluvionalmente como una provincia holandesa. ¿De dónde había salido el autor de "Tinieblas" promovido de un modo fulminante a la notoriedad apenas publicado su primer libro? Por de pronto, se sabía que era uruguayo, como Lucio V. López, como Horacio Quiroga, como no pocos escritores argentinos representativos. Hijo de padre danés y madre italiana, corre por sus venas sangre de ahasvero, el judío errante. También él se sintió impelido desde muchacho a la existencia errante y difícil, a esos viajes a pie que recomendaba Fernando González, el gran colombiano, a los escritores que algún día utilizarían la pluma para contar lo que vieron con sus propios ojos y no a transcribir experiencias ajenas. A los catorce años tenía recorrido el Uruguay de extremo a extremo, a los veinte la Argentina, a los veinticinco el Brasil. Conoció los oficios más inverosímiles , durmió en el tálamo de la miseria sin redención en la selva, en la pampa, en la soledad más espantosa, allí donde la muerte es una cosa blanca y sin color. Y pudo, como pocos, levantar el acta de acusación a la sociedad, obstinada en aniquilar a los mejores. Antes de ponerse a escribir se había llenado el alma de hechos, de imágenes y de llagas. A los doce años vendía huevos por las calles de Montevideo. Luego fue linyera, peón de albañil, mozo de cuadra, peón de saladero, aprendiz de constructor, tipógrafo, linotipista. Este hermoso ejemplar humano, a quien la vida no logró doblegar ni envilecer, se convierte, por propia gravitación, en líder del movimiento de Boedo.

La influencia rusa

En las colecciones de "Los Pensadores" y "Claridad" pueden rastrearse las centenares de páginas que escribió para ubicar su verdad, que era la verdad de quien quería para sus semejantes, ante todo y sobre todo, un mundo mejor. "El pueblo, la carne viva del pueblo, solo figura en las estadísticas y en las crónicas policiales, escribirá en un suelto anónimo que serviría de declaración de propósitos de la Biblioteca "Los Nuevos". Salvo las excepciones que apuntamos - Mariani, Yunque, Barletta, Amorim, Abel Rodríguez - , nuestra literatura va de la calle Florida al Royal Keller, pasa por el rosedal de Palermo y se acuesta en el Plaza Hotel. Con ventilador en verano; en invierno con estufa. Es una elucubración de frigorífico, producto de la poltronería chorotega. Nuestra literatura no camina de a pie como la de Máximo Gorki; va en automóvil. Ella no va: la llevan como a un paralítico. Es una literatura sin sangre. Por ningún lado se le ven callos o deformidades propias del esfuerzo y la contracción. Jamás se metió en las minas del interior o se ensució de grasa en los ingenios o se desgarró la piel en las cosechas. Jamás entró en un sindicato o en una fábrica. Jamás estuvo encarcelada por revolucionaria. Tras de ser pomposa y vacía, fue siempre parcial y conservadora. Nuestra literatura no vio jamás la tierra donde pisa. Si hay quienes ignoran la vida nuestra, son, precisamente, aquellos que escriben la historia de nuestra vida".

A Castelnuovo y a su grupo se les acusó de estar influídos por la literatura rusa. Es curioso señalar que Raúl Scalabrini Ortiz, que estaba entonces en la vereda de enfrente y fue uno de los corifeos del nacionalismo " a rebrouse-poil", escribió en una autobiografía que reputó una de las páginas más lúcidas de su tiempo, estas afirmaciones que no pueden considerarse como ejercicios sobre el alambre, sino arraigadas convicciones de un hombre de pensamiento: " Yo creo que Buenos Aires tiene algo de ruso, en resultados, con causas distintas, muy distintas. "Yama", por ejemplo, es una novela argentina y lo son, asimismo, algunos pasajes de "Humillados y ofendidos". Esa similitud es en dirección de susceptibilidades, en recelo. Aunque no me gustan los cientificismos, diría que el alma argentina es un producto químico no físico de sus componentes. No ha conservado ninguna de las características de sus progenitores".

Fuente: wwww.desmemoria.com.ar


Biografías argentinas -  Leónidas Barletta


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El arte como campana

Por Angel Berlanga

Escritor, periodista y dramaturgo, figura central del Grupo Boedo y creador del Teatro del Pueblo, su personalidad resulta clave a la hora de analizar la historia cultural argentina del siglo pasado.

“El teatro es la más alta escuela de la humanidad”, dijo Leónidas Barletta en 1964, en el marco del Festival Nacional de Teatros Independientes. Otra frase dimensiona todavía mejor su pasión, su aspiración, su pretensión: “Nos sentimos responsables, dentro de la formidable transformación que se opera, en la liquidación de viejos y carcomidos conceptos y en la constante renovación de valores. Queremos llevar el arte puro al corazón del pueblo, ser rectores de su comportamiento, inspirarlo en el bien, en la justicia, en la generosidad, encendiendo en su alma ansias de superación moral.” Muchos años atrás, el 30 de noviembre de 1930, a pocos días del golpe de estado contra Hipólito Yrigoyen, Barletta, nacido hace hoy exactos cien años, fundó el Teatro del Pueblo y asumió su dirección. La primera sede fue en la todavía angosta calle Corrientes, en el 465, un local que había sido una lechería. Y las primeras intenciones fueron enfrentar artísticamente al “teatro comercial”, cobrar poco y nada, poner en escena obras de autores nacionales y, de acuerdo al acta fundacional, “llevar a las masas el arte en general, con el objeto de propender a la elevación espiritual de nuestro pueblo”.

La distancia temporal entre los pronunciamientos del ‘30 y del ‘64 son apenas una señal de una perseverancia que lo acompañó hasta el final. Una voluntad que observó Roberto Arlt entre dos notas que publicó en el diario El Mundo. En la primera, a poco de la apertura del Teatro del Pueblo, anotó que se había llevado una pésima impresión, describió una sala destartalada y vaticinó un fracaso rotundo. Un año después escribió: “Aquí se está preparando el teatro del futuro, para que cuando esa gente se harte de películas malas, tenga dónde entrar. Estamos en los comienzos de la lucha. La situación creada a los autores sinceros en este país es fantástica. Los empresarios teatrales rechazaban la obra de las generaciones innovadoras. Sin embargo el público tenía curiosidad de conocer autores nacionales, quería ver lo que daba la generación del 900. Esto es lo que ha hecho Barletta. Ha creado un teatro jugándose su prestigio de escritor”.

El Teatro del Pueblo fue escenario para grandes autores extranjeros (Shakespeare, Gogol, Tolstoi, Cervantes, Lope de Vega, Moliere) y también para estrenos de contemporáneos argentinos como Raúl González Tuñón, Nicolás Olivari, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo González Lanuza y Roberto Arlt, entre tantos. Barletta estimuló mucho a Arlt para que escribiera teatro y casi todas sus obras se estrenaron allí. Antes de cumplir los 30, Barletta ya tenía una nutrida trayectoria como periodista y escritor, con cuatro novelas, tres volúmenes de cuentos, uno de poemas y una obra de teatro. Junto a Elías Castelnuovo, Alvaro Yunque y Roberto Mariani gestaron el legendario Grupo Boedo: autores provenientes de ámbitos de pocos recursos, trabajadores, influidos por los novelistas rusos, simpatizantes con la revolución del ‘17, enfrentados con la otra mitad de la leyenda, el Grupo Florida. Barletta publicó en 1967 un ensayo llamado Boedo y Florida, una versión distinta, donde sostuvo que mientras sus viejos rivales querían “la revolución del arte”, él y los suyos buscaban “el arte para la revolución”. La virulencia de los enfrentamientos varía según las versiones, que son muchas. “De la disputa surgieron innegables beneficios”, escribió Barletta. “Los de Boedo se aplicaron a escribir cada vez mejor y los de Florida fueron comprendiendo que no podían permanecer ajenos a la política. Pero el beneficio más importante fue que la querella llegó a apasionar a la gente y surgió una literatura argentina y una masa de lectores hasta entonces inexistentes”.

Según escribió Raúl Larra en la biografía Leónidas Barletta, el hombre de la campana, a los siete años quedó huérfano de madre y su padre, que ya no aportaba demasiado por el conventillo donde vivían, decidió dejarlo al cuidado rotativo de tías y demás parentela. Salgari, Dumas y Verne estuvieron entre sus primeras lecturas. Cuando terminó la escuela primaria decidió no estudiar más y empezó a ganarse la vida trabajando. Entre 1924 y 1937, en paralelo con sus actividades literarias y teatrales, fue despachante de aduana en el puerto. Tras unos años como presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, en 1952 fundó Propósitos, un periódico político-cultural en el que acaso desarrolló su máxima lucidez como periodista e intelectual. Desde allí se opuso a los golpes militares, criticó ácidamente a Juan Perón (durante y tras sus dos primeras presidencias) y rescató a Evita, denunció las maniobras para privatizar la producción y explotación del petróleo y defendió el rol de YPF, rechazó la requisitoria de EE.UU. para que la Argentina se sumara a la guerra de Vietnam. Ese abanico de posturas le significaron persecuciones y clausuras varias. Propósitos, que llegó a tener una tirada de 100.000 ejemplares, apareció hasta 1975, el año en que Barletta murió.

Los temas centrales de su vasta producción literaria son la pobreza y las diferencias sociales. Sus personajes son, en general, hombres y mujeres pobres, y sus circunstancias, sentimientos e historias son narrados desde una óptica solidaria y comprensiva. Le molestaba que lo tildaran de “escritor realista”. “En todo caso, sólo soy un inventor de supuestas realidades”, argumentaba. No se advierten reclamos contra el olvido en el que parecen haber caído sus novelas y sus poemas. Sus libros, 37 en total (Royal circo, Historia de Perros, La felicidad gris, De espaldas a la luna, Pájaros negros, entre ellos), no se consiguen. Hay apenas algún que otro volumen perdido en librerías de antigüedades. En la Biblioteca del Gobierno de la Ciudad no hay un solo ejemplar de su obra. En la Nacional, unos pocos. Es en el Teatro del Pueblo, hoy ubicado en Diagonal Norte 943, donde mantiene su presencia y donde su idea del teatro como “instrumento de acción política y cultural” (al decir de Roberto Cossa, uno de sus actuales directores), persevera. Allí sigue la campana con la que Barletta, en la vereda de una todavía angosta calle Corrientes, le advertía a la gente que estaba por comenzar otra función.

www.rodelu.net - 2002


Reseña de Caras y Caretas del 23/3 1929, Nº 1590

Mural de homenaje a Alvaro Yunque y texto realizado por el Grupo Artístico de Boedo. "Álvaro Yunque, fue un escritor argentino, figura representativa de las letras argentinas a partir de la década del 20, cuando comenzó a colaborar en revistas de la época y publicó sus primeros libros. Cuentista, dramaturgo, historiador, ensayista y preponderantemente poeta, como a él le gustaba autodenominarse, su obra literaria abarca más de cincuenta títulos publicados. Encabezó, junto con Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo, César Tiempo y Roberto Mariani, entre otros, el grupo de los denominados escritores sociales, integrando con ellos el Grupo de Boedo. En 1977 la dictadura militar quemó y prohibió sus libros. Homenaje dentro de la semana de Boedo en conjunto con el Centro cultural El Surco de Boedo. dentro de la temática de este año "la memoria" - Colombres Y pasaje San Ignacio.

Breve historia del Teatro del Pueblo

Por Camila Mansilla

El Teatro del Pueblo es uno de los primeros teatros independientes de Argentina y América latina.
Nace a fines de noviembre de 1930, en un contexto socio-cultural donde la crítica al teatro comercial se evidenciaba mediante la propagación de grupos de teatro independiente. Pero no todos esos grupos tuvieron la eficacia y la constancia en su lucha como la del Teatro del Pueblo. Sin duda Leónidas Barletta -el promotor del grupo- tuvo mucho que ver con este hecho.

A partir de 1931 -precisamente el 20 de marzo que es la fecha del acta oficial de fundación-, Barletta se convierte en el director del Teatro del Pueblo y hasta su muerte alterna su actividad teatral con su trabajo como comprometido periodista.

El Teatro del Pueblo surge con la finalidad de "realizar experiencias de teatro moderno para salvar el envilecido arte teatral y llevar a las masas el arte general, con el objeto de propender a la salvación espiritual de nuestro pueblo".
Durante varios años el Teatro del Pueblo carece de lugar propio y estable, por lo tanto se ve obligado a recorrer distintos edificios que le concede la Municipalidad de Buenos Aires. En 1943 las nuevas autoridades municipales del gobierno militar de turno lo expulsan violentamente del edificio de Corrientes 1530 que ocupaba desde 1937. A partir de ese momento ocupa en forma definitiva el subsuelo que alquila en Diagonal Norte 943.

El grupo de trabajo que constituye el Teatro del Pueblo tiene su período más fructífero entre 1937 y 1943 llevando a escena obras de la dramática universal de todas las épocas sin descuidar la producción nacional. Barletta invita a poetas y narradores argentinos a incorporarse a la actividad dramática; así es que logra que se pongan en escena textos de Alvaro Yunque, Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón y Roberto Arlt, entre otros. Artistas plásticos y músicos argentinos de reconocido prestigio participan de las distintas actividades que promueve el Teatro del Pueblo, muchas de éstas fuera del edificio teatral con el fin de llevar el teatro a la gente.

Desde 1943 transita un largo período crítico que culmina en 1975, año en que fallece Leónidas Barletta y con él cesa la actividad teatral del grupo. El espacio antes ocupado por el Teatro del Pueblo pasa a ser un centro de exposiciones plásticas.

Recién en 1987 un grupo prestigioso de teatristas lo recupera bautizándolo con el nombre de Teatro de la Campana, y en 1996, por fin, el Teatro del Pueblo abrió nuevamente sus puertas recuperando su nombre mediante un convenio que suscriben el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos y la Fundación Carlos Somigliana (SOMI), que desde entonces tiene a su cargo la dirección artística, técnica y ejecutiva. El Teatro del Pueblo forma parte de la mejor historia cultural de los argentinos.

www.teatrodelpueblo.org.ar


Reseña de Caras y Caretas del 12/09 1925, Nº 1406

Cuentos del zapatero Artidoro

Por Leónidas Barletta

1 Dilema

A las seis de la mañana Artidoro dejaba el catre y ponía en acción sus sentidos en la piecita oscura que un tabique de tablas formaba al dividir el pasillo abandonado en local del tallercito de composturas de calzado.

El lugar era tan estrecho que al pasar delante de la mesita del zapatero había que ponerse de costado.

Se llegaba a él desde la calle bajando ocho o diez escalones de mármol agrietados y sucios, los primeros cua­tro o cinco en línea recta desde la vereda, los siguientes, doblando bruscamente hacia el pasillo que recibía un poco de aire y luz de un ventanuco a ras de la vereda. Pero si el lugar no era ancho, en cambio tenía el largo suficiente para ubicar el catre, una silla de paja, una mesita de madera, el tabique con una abertura sin puerta, una pileta con su canilla de agua, la banqueta de trabajo, una silla de paja con las patas cortadas y trapos en el asiento que se amoldaban a la forma del cuerpo, y hacían menos penosa la posición. Al lado estaba la horma alta, el trespié, el tacho del agua para mojar la suela, las herramientas y un centenar de zapatos viejos que colgaban de las paredes, sujetos por pares, de los cordones enganchados a un clavo.

Los inventarios son engorrosos y es posible que me olvide de muchas cosas que merecen ser anotadas. Pero es tan poco lo que tengo que decir de Artidoro, que si no enumero las cosas que formaban su mundo, lo poco que diga de él no tiene sentido.

Los momentos siguientes al despertar eran, sin embargo, los más agradables para el zapatero. No era gordo, ni flaco, ni alto, ni bajo, ni calvo, ni melenudo, ni blanco, ni trigueño, era. . . Artidoro. Oía cómo se detenía el carro del lechero y la puntualidad pétrea del marchante le servía de reloj.

No se lavaba por falta de hábito, porque sus manos estaban tan percudidas y con una costra tan gruesa de tinta, cera, betún y cola que el agua y el jabón no penetraban. Se pasaba un trapo húmedo por los ojos, se sonaba, se peinaba con los dedos, se enjuagaba la boca con ­un sorbo de agua que echaba en el tacho donde remojaba la suela y pasando sobre los zapatos esparcidos por el suelo, a riesgo de perder el equilibrio, llegaba hasta su sillita, se colgaba del cuello el delantal increíblemente sucio y se ponía a trabajar.

Un calorcito tenue subía por su cuerpo. La luz que entraba era todavía incierta. Si tenía hambre abría el cajón de la mesita y buscaba hasta encontrar envuelto en el mismo papel de la despensa un pedazo de queso duro. En una bolsita que pendía de uno de los palos del respaldo de la silla había galletas marineras.

Masticaba durante un rato (rusicaba decía él en su endiablado dialecto) sin dejar de trabajar y no siempre, en la misma lamparita de alcohol donde se calentaba el fierro para extender la cera, se hacía un jarro de café o de mate.

Esto no ocurría durante las fiestas del Centenario, sino en los días que corren. Y a pesar de la puerta clausurada del fondo del pasillo, junto al catre, puerta de hierro que daba al patio del conventillo, muchas cosas del mundo se colaban en el agujero del taller de composturas.

Sin embargo, lo que más angustiaba a Artidoro era el precio de las cosas. No hablemos de la suela, de los clavos, del cemento, todo subía. La gente se miraba azorada. El pan a tres pesos con ochenta. Y el pan, ya se sabe, sólo a los ricos puede prohibírseles que coman pan y lo sustituyan con grisines.

Pero la angustia casi llega a la desesperación el día que Antonio, el verdulero, que se ponía el sombrero a la montañesa, asomó la cabeza en el cuchitril y gritó:

—¿Querés algo, vó?

—Dame una manzana (bueno: dijo mensana) y una cabeza de ajo.



La República de Boedo, nota de Juan José de Soiza Reilly en la revista Caras y Caretas Nº 1671 del 11 de octubre de 1931. Clic para descargar.

—La manzana hoy te sale tres pesos y el ajo uniochenta…

Artidoro se quedó con el martillo en el aire. Se sacó los clavitos de la boca y con los ojos grandes fijos en el verdulero, murmuró:

—¿Te volviste loco, Antonio?

—¿Loco yo? Vamo, Artidoro, despertate un poco…

El zapatero musitó:

—No preciso nada, dejalo por hoy, no preciso nada…

—Ahora el loco sos vo… algo tenés que comer si no te querés enfermar... Sacá de la ollita... private de todo, pero de comer no, que te vas a arruinar.

Y cuando le trajo la cabeza de ajo y la manzana y de cinco pesos le dió veinte centavos de vuelto, le hizo, con un chiquito de burla:

—Total. .. a vo trabajo no te falta. En ve de cobrar diez y ocho la media suela, la cobrás veinticinco. ¿Estamos?

Bruscamente, Artidoro, se irguió con los ojos llenos de fuego, crispado. El martillo cayó al suelo, la banquilla se tambaleó.

—¡Ma qué estamos, ni estamos... —gritó—. ¿Quieren hacer volver loca a la gente? Primero el viaje estaba a mil y quinientos y la media suela clavada a seis pesos… y junta y junta; después vino a tres mil y la media suela a nueve... y junta y junta: ahora el viaje está, a ocho mil y quinientos y la media suela a diez y ocho, y siempre te falta, y aquella pobre espera que te espera Y no la puedo hacer venir.

Y se le ahogó un sollozo en la garganta.

El verdulero se detuvo con el pie en el primer escalón y le reprochó seriamente:

—Miralo al grandote, llorando como una criatura por una mujer.

El zapatero se había vuelto a sentar y se llenaba la boca de clavos.

Sentía cómo las lágrimas calientes corrían por la piel dura de su cara. Puso una fila de clavitos, se detuvo y sacó de la bolsa la cabeza de ajo. Entre sus dedos negros era como una joya recubierta de seda. La abrió delicadamente. Eran diez dientes rosados, apretados, brillantes. Sacó uno, lo picó con la trincheta usando la galleta como platillo y empezó a comer. El ajo con su olor picante le comunicaba cierto vigor. Se reprochaba: ¿Sabroso, eh? (Saporito). Por cada diente de ajo que comés, son diez y ocho centavos que le sacás al viaje de Estela. Pero tampoco voy a juntar la plata para que venga a ver a un muerto.

Siguió trabajando y con cada golpe de martillo, pensaba: Si me gasto la plata en la comida, no la puedo hacer venir; si no como me arruino y si no viene, seguro que me voy a morir.
 

Un prócer del teatro popular

La obra El Cerco de Leningrado [de José Sanchís Sinisterra] se inspira en la figura del fundador del Teatro del Pueblo. Escritor, editor, periodista y director teatral, Barletta fue el primero en llevar a escena a autores nacionales.

Por Laura Haimovichi

Monaguillo de la Iglesia del Pilar, trabajador portuario, boxeador, escritor, editor, periodista, director teatral, Leónidas Barletta fue el fundador del primer grupo independiente de la escena nacional. Y además de un hombre de múltiples actividades, fue un militante romántico de la izquierda de las décadas del 30, 40 y 50. Además, alguien que creyó en el buen trato y en la razón como motores imprescindibles de la convivencia social.

La obra El cerco de Leningrado está lejanamente inspirada en su figura. La pieza escrita por el español José Sanchís Sinisterra, que protagonizan Alejandra Boero y María Rosa Gallo [2001], evoca a un tal Néstor, director que amó con ardorosa pasión el teatro, sus dos actrices favoritas y la militancia comunista. Pero, ¿por qué se erigió en una especie de prócer del teatro nacional y popular a este porteño que nació en Buenos Aires en 1902 y murió en marzo de 1975?

Su Teatro del Pueblo, al que invitaba a ingresar haciendo sonar una campana, surgió en 1930 como un gesto de protesta: fue el primero en llevar a un escenario a los escritores argentinos, que no tenían cabida en el teatro comercial.

De hecho, Roberto Arlt empezó a escribir piezas dramáticas alentado por Barletta. Saverio el cruel, Trescientos millones y La isla desierta se estrenaron en el Teatro del Pueblo. Con él, el hecho escénico se escindió de todo afán de lucro. De hecho, Barletta cobraba 10 centavos la entrada y nadie en su teatro percibía honorarios por su trabajo.

Hombre de su tiempo al fin y al cabo, su pasión por la belleza y el reino del progreso en el mundo —esas utopías hoy tan en desuso— también lo encerraron en cierto dogmatismo.

"Yo no quiero ser histrión de esa clase que puede pagarse el teatro, y a eso yo lo llamo independencia", sostenía para dejar en claro lo que hoy se definiría como su target. "El arte está en todos los seres humanos, el artista no viene con una estrella en la frente", argumentaba para marcar la diferencia entre ser un profesional del teatro (a lo que se oponía) y profesar el teatro (algo que defendía).

De rostro ancho, tenía siempre a flor de labios una sonrisa entre burlona y reconfortada y una suspicaz mirada de reojo. Estuvo casado con la actriz Josefa Pepa Goldar y se enroló desde el comienzo en el grupo literario de Boedo. Allí, junto a Alvaro Yunque y Roberto Arlt, e influenciados por la narrativa rusa, mostraban en sus textos serias preocupaciones por lo social. Eran antagonistas del grupo de Florida, que integraron Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges y Raúl González Tuñón, a quienes acusaban de escribir desde una torre de marfil.

Barletta publicó cerca de cuarenta libros, Canciones Agrias, Royal Circo y Historias de Perros, entre ellos, y fue el fundador de la mítica editorial Claridad, cuyos ejemplares se imprimían en un galpón lleno de latas y tablones que era la imprenta de Lorenzo Rañó. Pero fue dirigiendo donde sus pies se ponían más inquietos, aunque su lema era aquella frase de Goethe: "Avanzar sin prisa pero sin pausa, como la estrella."

Sus montajes —"que no tenían nada de Stanislavsky porque él quería algo propio, nacional", explica Rosa Eresky— se hicieron también bajo los árboles, en las Plazas del Congreso y San Martín, en una isla y en sótanos diversos.

"Yo no quisiera extralimitarme en los juicios", escribió Arlt en 1932, "pero me agradaría que ustedes recordaran este panorama que actualmente ven. Un pequeño escenario, bancos rústicos, iluminación a la buena de Dios. Y quisiera que lo recordarán, porque dentro de algunos años, el Teatro del Pueblo será una empresa montada con todas las exigencias del arte moderno, y muchos dirán: ¡En lo que se ha convertido el Teatro del Pueblo!". Y otros, los tránsfugas, dirán: ¡Qué suerte ha tenido Barletta! Y nadie se acordará que él y sus camaradas han hecho aquí el trabajo de peones de limpieza, albañiles, carpinteros, pintores, electricistas, apuntadores, decoradores. Nadie recordará que esta gente vive como en una isla, combatiendo contra toda clase de dificultades".

Clarín, Domingo 3 de junio de 2001

2 Soledad

—…Beniamino… Michelino... Rocco... Felisa… Guiseppina… Fabrizio... Carlino... Mariannina...

Y con cada clavito que hundía en la suela de un martillazo, Artidoro pronunciaba un nombre, con la boca llena de diminutos clavos.

Para cada cosa tenía su modo. Si machacaba suela, cantaba una especie de stornelli, pero no finos y llenos de arabescos musicales como los que se cantan en Florencia, sino rústicos como los que entonan los cafones de los montes del mediodía de Italia:

Como t'vogli' amare
Si si n'a pazza
Disera t'a bacciato
U Martinese

Cuando cortaba suela, agarrando la trincheta como si fuera a cortar pan casero, poniéndose la suela debajo del brazo, solía decir invariablemente:

—Genariello, va te fa lu pilo e lascete quatro pili c'a manza.

Y como si esa fuera la señal de comenzar a dar tajos: Genarito, andá a cortarte el pelo y dejate el flequillo: tiraba tremendas cuchilladas a la suela de afuera hacia adentro sin desviarse de la línea marcada.

En vez, cuando raspaba los bordes con la escofina canturreaba:

—...per mé pare un sogno... tarará...rá...rá­rararára...

Los perros metían brevemente la cabeza por el ventanito de la vereda y se retiraban visiblemente disgustados, sin desear otra cosa, porque es sabido que los perros tienen sus propios olores, oyen algo más que nosotros y ven lo que no hemos alcanzado a materializar en el ambiente.

El olor a cuero sucio, a suela mojada y a cola no parecía ser de la preferencia de los perros. Pero los chicos del conventillo de al lado se sentían atraídos por el entresuelo y echándose a lo largo espiaban por el agujero del taller del zapatero.

Fué así como descubrieron que Artidoro hablaba solo y en ocasiones, la horma de hierro alta le servía de interlocutora. O se ponía el martillo delante de la cara para increparlo:

—Este es el cuento de Fausto y Mefistófeles. Lo que el hombre busca para hacer feliz, lo paga con pedazos de su vida. ¿Entiendes?

Como hablaba al uso de su pueblito parecía más misterioso.

A veces completaba su pensamiento con unas palabras en voz alta o terminaba un discurso dando un mordisco a un lechoso hinojo crudo que sacaba, con toda su fina cola verde, de la bolsa que pendía del respaldo de su silla.

Los chicos primero se lo dijeron a las mujeres, que son más atentas a las confidencias de los niños. Y las mujeres se lo confiaron a los hombres, que hacen como que escuchan a las mujeres nada más que para complacerlas, mientras piensan en lo suyo y mordisquean su cigarro.

Los hombres se pusieron al acecho y se persuadieron de que Artidoro no estaba sano.

No salía ni los domingos, ni de noche. Era hosco con los que le llevaban sus botines a componer, especialmente si eran mujeres.

No miraba a la cara. Era torpe para envolver en una hoja de diario la compostura y torpe para hacer la cuenta. Nunca se lo había visto cocinar. Bebía un trago a escondidas. Y ahora los chicos habían visto que sacaba un clavito de la boca, lo hincaba con el dedo en la suela y le daba un nombre antes de hundirlo con aquel martillo ondulado que hacía recordar a un tacón de mujer.

Deliberaron en la puerta del conventillo y decidieron que Filomena fuese a tirarle de la lengua a ver cómo andaba de la cabeza. Y ya se sabe, sobre este particular la humanidad no se ha puesto de acuerdo todavía.

Filomena bajó al taller de Artidoro y dándole unos zapatos le dijo:

—Las tapitas...

Artidoro revisó los zapatos tomándolos con una sola mano y los devolvió, diciendo:

—Estas tapitas pueden tirar tres o cuatro semanas más... yo no las pongo...

—Y a usted qué le importa que yo las quiera cambiar ahora —le dijo Filomena—. Yo se las pago y usted no tiene nada que ver.

El zapatero movió tercamente la cabeza:

—Yo no las pongo...

—Usted —espetó Filomena sin preámbulos— tiene que hacerse ver. Me parece que anda mal de la azotea. Dígame zapatero, ¿es cierto que cada uno de los clavitos que usted pone tiene nombre?

—Tiene nombre y apellido —respondió Artidoro sin inmutarse.

A Filo se le escapó una risita.

El zapatero dejó de trabajar, se limpió la boca con el dorso de la mano y mirándola a la cara, cosa rara en él, dijo:

—No estoy loco, no. Vine a Buenos Aires, porque allá no alcanzaba para todos.

Es feo ver que lo que uno come, se lo saca a otro de la boca. Y más cuando son mujeres y chicos.

Hace quince años que trabajo de la mañana a la noche, sin moverme de esta banquilla y no puedo juntar la plata para pagar el viaje de la que iba a ser mi mujer. ¿Sabe... uno empieza a trabajar y la cabeza vuela... uno se acuerda de todo... de las noches frías y de los mediodías de sol, de la olla de coles negros y de los limones que se van dorando y si cada clavito no fuera Beniamino, Nicola, Felisa, Estela, María, la zoppa o Fabrizio, el calzolaio, no podría estar aquí remendando zapatos porque la guerra, ¡maldita sea!, me obligó a mí como a tantos a rellenar el mundo para repartir la miseria.

Es curioso el mundo, bella mía. Lo ponen a uno dentro de una jaulita sucia o dentro de una jaula dorada, es lo mismo, y le dicen: Usted es libre. ¿Me comprende? Yo soy libre... Pero yo quiero ser libre abrazado a los niños: Beniamino. .. Estela... Nicola... Están aquí... ¿ve?... me los saco de la boca... uno a uno y me siento más acompañado...

Y siguió martillando.

Filomena salió del cuchitril y les dijo a los que esperaban su vuelta:



Caricatura de Caras y Caretas del 22/11 de 1930, Nº 1590

—No hay nada que hacer... está listo...


3 Conflicto

Un día apareció en el tragaluz del tallercito de compostura, un papel que decía:

UN DIA A LA SEMANA, TRABAJO GRATIS. SI USTED ACIERTA QUÉ DIA ES SE LLEVA SIN PAGAR LA COMPOSTURA. ARTIDORO.

Se levantó un gran revuelo en la cuadra, no tanto por el beneficio sino porque la gente de ese barrio sentía una fuerte inclinación por el juego. Y no era fácil adivinar, porque Artidoro cambiaba el día todas las semanas.

Los que se sentían contrariados eran los que tenían el calzado sano o los que no lo tenían y usaban zapatillas.

El primer encontronazo lo tuvo con Antonio, el verdulero:

—Che, Artidoro, ¿qué te agarró?... ¿Lo pusiste vo, ese papel en la ventana? ¿Te alimentás a finucho y por otro lado tirás la plata?

—Algo hay que hacer para ayudar a la gente.

—y so vo que vas a arreglar él mundo, melón...—rugió el verdulero.

—Yo pongo mi parte...

—Vos te crées que un hombre puede hacer algo, él solo, estúpido... Claro, un estúpido paternal.

—Cada uno que haga lo que puede...

—¿Así que yo un día a la semana, lleno el carrito de verdura y despacho gratis?

—Uno sabe dónde le duele...

—Mirá. .. dejame ir porque sino vamo a terminar peleando...

—Yo no te tengo agarrado de la cola...

La primera semana resultaron favorecidas cuatro composturas. Artidoro eligió el día viernes. Colgó un cartelito que decía:

LAS COMPOSTURAS QUE SE RETIRAN HOY, NO SE COBRAN.

Estaba contento. Se sentía aligerado y satisfecho. Era agradable ver la cara de asombro que ponían los clientes.

—¿De veras no cobra?

El señalaba con la cuchilla o el martillo el cartelito de la pared.

—¿Qué mosca le ha picado?

—Hay que abaratar la vida. Ya no se puede vivir. Un par de medias cuesta treinta pesos —decía Artidoro.

Había algunos que llevaban los zapatos a arreglar, porque eran jugadores y si no acertaban, no pasaban a retirarlos. De modo que las paredes se cubrieron cada vez más de viejos zapatos arreglados.

Fué por esos días que ocurrió un episodio insignificante, pero que conmovió al zapatero. Bajó una muchacha descolorida, flaca. Se había recogido el cabello rubio sobre la nuca. Era un cabello hermoso que se ondulaba en pesadas matas de oro limpio. Mirándola uno sentía el disgusto de que un cabello tan fino y atrayente adornase un rostro sin gracia, chato, de ojitos redondos y enrojecidos, de nariz ancha en la base, de agujeros grandes, de boca gruesa y mentón aplastado.

Desenvolvió el paquete que traía y mostró un par de zapatos en sus manos de uñas descuidadas.

—Esto no vale la pena arreglarlo... están muy gastados... no sirven más que para tirarlos... —dijo Artidoro mientras los examinaba.

—¡Están tan caros ahora los zapatos! –murmuró ella con una mezcla de súplica, protesta y desesperación.

Artidoro movía la cabeza negativamente.

—Son para ir al trabajo, porque en la fábrica me pongo las zapatillas.

Artidoro miró impensadamente los pies de la muchacha y vió que llevaba unos zapatos de lona, de hombre, demasiado grandes para su medida.

Ella insistía débilmente:

—Todavía pueden tirar un poco. Es que una se acostumbra tanto a los zapatos, que prefiere los viejos a los nuevos...

Sin replicar, Artidoro, los puso en el suelo, junto a la silla y barbotó:

—Para el jueves a la tarde...

—¿Cuánto me va a salir? —preguntó la rubia conteniendo cierta ansiedad.

Artidoro volvió a tomar los zapatos, los examinó nuevamente, luego con un tono ligeramente irritado, exclamó

—Estos... es mejor tirarlos a la basura... éstos salen... media suela clavada... taco... a éste hay que cambiarle el cambrillón... hay que coser el escote... por menos de veintiocho pesos no se pueden arreglar y bien no van a quedar...

Ella quedó un instante alelada, después fue saliendo lentamente. Desde el primer escalón volvió la cabeza:

—¿Para el jueves, sin falta?

—Sí —respondió Artidoro con una voz dura—, pero hay que dejar seña.

Y con el martillo que tenía en la mano señaló los zapatos que colgaban de la pared.

—Hago la compostura y después no vienen a retirarla —murmuró para justificarse.

La muchacha retrocedió sobre sus pasos, mientras abría el pellizco que cabía dentro de su mano cerrada.

—¿Tres pesos está bien?

Artidoro tomó el dinero sin contestar, tanta rabia le daba tener que conmoverse.

La muchacha salió y Artidoro se puso a comer una manzana, pelándola cuidadosamente con su cuchilla de zapatero. Comía un trocito de manzana saboreándolo concienzudamente y tomaba un traguito de vino.

Después siguió el trabajo que tenía entre manos. Pero tuvo que dejarlo porque no podía quitarse de la cabeza los zapatos torcidos de la muchacha.

Y toda esa tarde y hasta las diez de la noche y toda la mañana siguiente y parte de la tarde, se puso con ardor a componer aquellos zapatos.

Con la boca llena de clavitos, cantaba:

—...Mariannina... mamma mía... Angiolina...sorella mía... Teresina, sorella cara... Estela, cuore mío...

Y volvía a empezar. Y recordaba los zapatones de cuero rústico, duro, que llevaban su madre, sus hermanas, su novia lejana…

El jueves a la tarde apareció la rubia y empezó a desenrollar despacio unos billetes.

Artidoro tomó el par de zapatos resplandecientes, los envolvió en una hoja de papel de diario y se los dio. A la muchacha se le iluminó el rostro. Parecía contenta y más digna de aquella exuberante cabellera de oro.

—¿Veintiocho... me dijo...?

Artidoro se levantó de su sillita desvencijada, contó tres pesos de a uno y se los dio.

Después sacó de debajo de la banquilla el cartelito y lo colgó en la pared.

La rubia perpleja leyó:

LAS COMPOSTURAS QUE SE RETIRAN HOY, NO SE COBRAN.

 

 

Historia de perros (fragmento)

©CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA S. A., 1972
Cangallo 1228 - Buenos Aires
Hecho el depósito de ley
IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA
impreso en los talleres gráficos recali s.a.c.i.f.e.i
av. a. alcorta 2532. buenos aires. junio 1972

INDICE
1. Fidel
2. La noche
3. El libro de los sueños
4. El traje nuevo
5. El pan dulce
6. La calesita
7. La novia
8. Valentina
9. El médico
10. La gallina decapitada
11. La cría

12. Lotería
13. Delirio materno
14. Corbata
15. Ladrones
16. Conversación con doña María
17. La perrera
18. Reunión de madres
19. El reparto
20. Fatalidad
21. Primer adiós
22. Segundo adiós
23. Adiós para siempre

Nada educa tanto a los hombres
como ver el destino de los hombres


GUSTAVO FRENSSEN-JÜRN UHL

1

FIDEL

La casa era de madera, pintada de rojo. Un cuadrado de tierra con algunas plantas y después la habitación, con su ventana. Detrás, con materiales diversos se había construido la cocina; pero el pasillo de la galería estaba hecho de mosaico con guardas y debajo de la bomba-sapo había una tina y una tabla sobre dos ladrillos para no encharcarse los pies.
En los fondos se alzaba el gallinero y parte de su cerco había sido sustituido por un viejo elástico de cama.
En esa casa el destino había congregado a cinco seres que resbalaban sobre la superficie de la vida. Tres eran los hijos: Alberto (a éste costó más trabajo ponerle nombre), Mario y Pedrito. Este último había sido el más solicitado por la Muerte; al fin, tanto había suplicado la pobre mujer, que se lo había dejado, junto con dos arrugas en la frente.
La madre era fuerte y sanota. Pero después que vino el primero la llamaron doña. (Y usted sabe, el empacho se cura tirando de la piel de la espalda de la criatura y viene el sarampión y la escarlatina y todos los días la muerte nos acosa para mantenernos vivos.)
Después llegaron los otros y donde más señales deja si tiempo es en la piel de las manos.
(Lo más extraño de todo esto es que la madre también crece, como los niños.)
A él (al marido, doña María lo nombra “él”) nunca le falta su camisa limpia y a veces fuma durante la noche sentado en la cama porque le duelen las muelas. Pero, con todo, pudo comprar un terreno y levantar esa casita de madera. Quería poner un gallito de lata en el techo y valen más que una pileta de tierra romana. Hay que seguir pagando, es cierto; pero, después, la casa es de uno. Y ya están todos dentro y doña María es la única que no deja su casa. Su marido va a trabajar todo el día, sus hijos van a la escuela; pero ella no pasa del portoncito del alambrado. A veces, deja de lavar, se seca las manos apurada, en el delantal, y sale a la puerta, con las narices estremecidas, como si olisqueara algún suceso en el aire. Sí; ella espera siempre que suceda algo. De pronto (¡qué sé yo!, un personaje extraño va a venir por el medio de la calle, con pasos lentos, como el judío de las colchas, y va a repartir la felicidad para todos, como reparten las muestras gratis de cacao. O llegará una paloma blanca, o una nube con un gran arcoiris (¡qué sé yo!); pero algo tiene que suceder.
Los días se disuelven en el crepúsculo impreciso y no pasa nada. Y se está solo y el pobre marido está solo, y los chicos están solos, por más que no se separen ni un memento. La única forma de encontrarse es siempre fuera de sí mismos en la alta noche, cuando el espíritu se remonta y los ojos buscan el fulgor de una misma estrella. Y entonces los hijos ya no tienen madre.
Pero los chicos no pueden saber nada de todo esto. Ellos miran sus narices reflejadas dentro del tazón de café con leche y no sospechan que advienen a un mundo que debía ser nuevo con cada uno que nace, que debía ofrecerle a cada recién nacido la posibilidad de crearlo todo, en vez de darle a uno lo que han hecho los demás y de obligarle a mirarlo como propio.
Y esa tarde, una tarde en que el humo de las chimeneas de las fábricas quedaba fijo en el espacio, doña María oyó una alegre gritería.
Se limpió las manos en el delantal y salió a la puerta, arrastrando las chancletas.
Los chicos estaban en la calle y Alberto llevaba un perrito atado por el cuello con un piolín. El animal trotaba a gusto, y a cada trecho se detenía, con una pata en el aire, y miraba a un lado y a otro sin comprender probablemente la causa de tanto alboroto.
-Mama -gritó Alberto (Dijo mama, no mamá. ¿Y qué? Es mejor que digan mama y no mami). -Mama, míralo; lo encontramos en el potrero.
Los chicos quedaron pendientes de la respuesta y hasta el perro pareció comprender la importancia decisiva de ese al momento, levantando unos ojos suplicantes hacia la mujer. Pero doña María no hizo esperar mucho su juicio. La contestación en esos casos es siempre la misma:
-Yo no quiero perros en mi casa -dijo, aparentando enojo-; bastante tengo que limpiar todo el día. Un animal que no se sabe ni de dónde viene...
Ahora hablaba para la vecina, que sonreía lánguidamente, cruzada de brazos, recostada en el poste de la puerta de alambre, que daba al jardincito de la casa.
(Claro, no se sabe cómo hacer. Uno quisiera contar todo. Es tan agradable para los que se acostumbran a los cuentos. Porque la vereda es de cascotes, piedras, ladrillos, un poco de todo. Y el alambrado casi siempre está cubierto por una enredadera sufrida y a pesar de los perros, las gallinas, los caballos sueltos, alguna oveja, las vacas del lechero don Gaitán, que hacen sonar el cencerro a cada mordisco, viene la primavera y da flores, se cubre de campanillas azules, moradas. ¡Qué lección!)
Doña María todavía no ha mirado hacia su vecina, pero habla para ella. Habla sin convicción, levantando el tono para que se crea que lo que dice es terminante. Pero nadie le cree. Pedrito, mirándola en los ojos, dice: -Mama, es mansito.
-Yo no quiero perros, he dicho -grita-. Tengo tres bocas para llenar y con lo que tu padre me deja, no puedo hacer milagros.
Por supuesto, esto es lo que debe decirse en esos casos. El perrito se le acercó, sacudiendo la cola. Doña María lo rechazó, agitando el delantal.
-¡Fuera! ¡No faltaba más! ¡Cualquier animal que encuentran en la calle, lo traen a casa! ¡Como si la casa fuera un chiquero!
-Nos seguía desde el puente, mama -prorrumpió Mario. -A mí no me importa -replicó doña María. Y dando vuelta la cabeza, se encaró al fin con la vecina-. ¿Se da cuenta, doña Matilde? Un perro que encontraron en el potrero, un perro vagabundo. ¡Quién sabe de dónde viene! ¿Para qué lo quiero? ¿Para andar corriendo detrás de él todo el santo día? No, no, yo no quiero perros en mi casa. Mi hermana, que es loca por los animales, tenía uno que era una maravilla. Bueno; ése no era un perro, era igual que una persona, solo le faltaba hablar. Iba a buscar al marido a la estación y una vez que él le quiso levantar la mano a ella, porque es algo mano larga, le enseñó los colmillos.
La vecina pareció animarse un poco, adelantó un pie y dijo:
-Yo tenía uno... Pero los chicos no la dejaron continuar:
-Mama, ¿lo dejas entrar? ¿Sí o no? -He dicho que no.
Los chicos empezaban a impacientarse. Pensaban: Mamá; está bien, mamá, ya has dejado a salvo tu autoridad. Déjanos entrar para que podamos soltarlo y darle agua. ¿No ves que quiere quedarse con nosotros? Como se ve hay una forma de pensar, con palabras sin sonido que es tan fina y elegante como la misma forma literaria. Alberto insistió:
-Andaba perdido.. . pobre; si llueve, de noche. .. -He dicho que no y basta.
Los tres hermanos se entendieron con una mirada y tirando del perrito, seguidos por los otros muchachos, se dirigieron hacia la esquina.
-¿Adónde van ahora? -tronó doña María, exasperada. -A soltarlo, al potrero... -gritó Alberto. Doña María levantó los brazos en un gesto de desesperación:
- ¡Cómo van a soltar a ese pobre perro en el potrero! Malvados. ¡Se da cuenta doña, doña Matilde! Traigan ese animal adentro. ¡Pronto! Debe estar muerto de hambre. Llévenlo al fondo, hasta que llegue Pedro.
Los chicos volvieron a mirarse, sonriendo, y entraron. Doña María todavía tuvo tiempo de decir, gesticulando: -¡Qué chicos estos, son capaces de hacerla enloquecer a una!
Y entró en su casa detrás de sus hijos. Sí; había un arbusto de cedrón junto a la ventana y cuando el viento soplaba contra las persianas, como una boca sopla en los agujeros de una armónica, entraba en la pieza una musical fragancia.
Doña María hubiera querido tener una hija. Una mujercita es más compañía. Porque hay cosas de las que es inútil hablar con los varones. Pero el destino quiso que fueran tres muchachos.
Nunca han tenido perros. Gallinas, sí; pero el mundo de las gallinas es tan limitado. ¡Son tan torpes para volar! Y a causa de esto están siempre encolerizadas y dispuestas a llevar la contraria. Y siempre hay una que corre como si hubiera descubierto una lombriz y es para hacer chasquear a las otras. Los perros, en cambio, ven más que los hombres y reconocen a las sombras y son los únicos que ven a la muerte merodear por los barrios, trazando enigmáticos signos en las puertas a tablero de las casitas. Sí; los perros huelen más, oyen más, ven más que los hombres. A ellos les ha sido concedido el don de comprender más la vida, por eso no se les deja hablar. Y si viven tan poco tiempo es para que no puedan acompañarnos en la vejez y que, por su lealtad, se viesen comprometidos a enseñarnos el camino.
Ni aun a los perros sabios, tan tristes bajo las lamparitas del circo, con su collar de pelo y su cola rematada en un pompón, les está permitido más que contar, bailar o imitar a un centinela. Pero ellos están conformes y de pronto, con un ladrido saturado de angustia, nos quieren prevenir.
Alberto soltó al perrito que miró sin desconfianza a los tres chicos y luego fue a husmear un rincón, una pata del sillón de mimbre y, finalmente, se sentó sobre sus patas traseras, con una oreja caída y otra alerta, al parecer satisfecho de su primera exploración.
Era un Derrito flaco, de pelo blanco con manchas de color canela. Su mirada era humana y su hocico sensible. No demostraba temor y miraba a los chicos como si se hubiera criado con ellos. Y ahí estaban los cuatro, mirándolo, como se mira el brote de una rama, con miradas que son un poco para el recién nacido.
Porque la casa estaba ya formada, y a la mañana, antes de que saliera el sol, se oían concertados, el canto del gallo y el carraspeo del padre, que salía pesadamente de su sueño y el soplido persistente del calentador y alguna palabra suelta, impregnada del sopor de la madrugada. Y después, con la suavidad con que avanza la niebla, iban creciendo los ruidos. Las gallinas iniciaban sus voraces secreteos y es casi seguro que hablaban de su tarea de abastecer de huevos, o conspiraban para pasear por el mosaico del corredor, y no podían comprender por qué doña María se empecinaba en limpiar las manchas que ellas ponían con toda dedicación y que tan bien quedaban en el mosaico lustroso. Un balido llegaba de la casa de al lado, una hoja caía balanceándose en el aire y las hormigas negras suspendían su afanosa labor nocturna, las puertas estaban francas y cada uno de los habitantes de la casa tenía la suya: a los ratones se les respetaban les agujeros en las tablas y a las gallinas, las excavaciones debajo del alambrado, que les servían para salir al baldío. Los gorriones chillaban desesperadamente, persiguiéndose y cuando se cansaban se daban chapuzones de tierra molida. Las moscas se entrecruzaban en desordenado vuelo y cada cosa, cada ser, encontraba de nuevo su exacta ubicación en la casa, la tabla de lavar en la tina, la olla en el fuego, los mosquitos en el cielorraso y el sillón de mimbre donde la madre canturreaba, recosiendo la ropa y donde el padre balanceándose comprobaba, después del trabajo, que la casa era propia.
Los chicos volvían de la escuela (al menos, que ellos sepan leer; siempre es útil), con cierta ansiedad de verificar que todo estaba como lo habían dejado y no se tranquilizaban hasta que retornaban los olores y los ruidos familiares. Y cuando el cielo se quedaba sin su azul y empezaba el cristalino alternar de las ranas, regresaba el padre y reñía a su mujer para estar seguro de que una vez más era ella misma, y ponía un rostro grave y meditativo que no era de él y quería saber si sus hijos habían repasado la tabla y si la maestra había advertido que también ellos estaban en la clase.
De todas las cosas había que darle cuenta mientras comían: de las diabluras de Mario, de la rebeldía de una planta que quería pasarse a la casa vecina por encima de la tapia, de la tardanza en volver de la gallina colorada; entonces, poco a poco, iba apareciendo en los cansados ojos del obrero una lumbre de satisfacción y la botella ya estaba casi vacía.
Todo esto iba a ser ahora trastornado por la presencia de un ser extraño. El perro estaba allí, sentado sobre sus patas traseras, tranquilo, y los cuatro sabían que los habitantes de la casa iban a estar sobresaltados hasta que entendieran que él quería compartir sus vidas y que se iba a quedar allí, quieras que no, volviendo por supuesto, cuando todos durmiesen, si lo echaban.
Lo habían traído atado con un piolín, pero la verdad es que él había trotado siempre adelante, como si conociese el camino. Con su hocico lustroso había reconocido inmediatamente lo que estaba a su alrededor. Alberto le dio agua de la bomba en una taza y bebió a lengua suelta, con mucho ruido; le alcanzaron unas sobras de puchero y las engulló, atragantándose. Entre todos lo llevaron a dar una vuelta por la casa y él fue identificando cada lugar, como si en ellos hubiera vivido. Aquí parecía que iba a detenerse, como si hiciera esfuerzos por recordar, como si volviese a él un olor antiguo, pero arrugaba el hocico y seguía andando con su mirada indiferente. Delante del gallinero se detuvo y las gallinas se enderezaron en sus perchas con cuchicheos y aspavientos de muchachas sorprendidas en ropas de entrecasa y el gallo protestó con engolada indignación. Luego encontraron un sapo y el perro se detuvo a husmearlo pasando su nariz sobre su lomo rugoso, pues solo los perros están avisados del mágico poder de los sapos.
Después volvieron a la galería y el perro se sentó otra vez sobre sus cuartos traseros y esperó, resignado como un aspirante que se somete a todas las pruebas.
-Habrá que ver si “él” lo deja -dijo la madre sonándose con el delantal, para disimular su simpatía. (No hay por qué escandalizarse. El delantal a estas mujeres les sirve de toalla, repasador, pañuelo; con él se protegen del sol y la lluvia, recogen la fruta, espantan las moscas y por eso no son ni peores ni mejores que las otras mujeres.)
Entonces chirrió la puerta del alambrado y entró el padre. Los chicos se alinearon junto a la madre y aguardaron la acometida. Sucedió, luego, una cosa increíble. El hombre recorrió el pasillo lentamente, se detuvo frente al grupo, echó una mirada tranquila al perro, se quitó el saco y se sentó, con un resuello, en el viejo sillón de mimbre. Nadie dijo una palabra. Y antes de que alguien pudiera pronunciarla, el perrito se acercó a los pies del hombre, se echó en el suelo, todo a lo largo, y apoyó su hocico húmedo en uno de sus botines.
Los chicos instintivamente se apretaron alrededor de la madre. Pero el hombre, se inclinó suavemente y con su mano tosca le rascó la cabeza.
El perro dejó oír un gruñido gozoso.
Uno no acaba nunca de entender á la gente. Lo que correspondía al padre, según todas las leyes que rigen los actos de estos hombres, era darle una patada por atrevido. Y él, en cambio, lo había acariciado, como no lo había hecho nunca con ninguno de sus hijos.
(Dije patada y dije bien. El pie del hombre cuando hiere es pata. Pero la gente cree que es fina con solo observar ciertas reglas y alguna vez sé ha oído amenazar a un chico, con darle un “estirón de oídos”.)
Los tres muchachos estaban tan contentos como si hubiesen recibido ellos una muestra de afecto. Se sentían más cerca del padre, cuya hosquedad no habían podido disolver ni cuando todos rodeaban silenciosos la cama de Pedrito, consumido por la fiebre, ni cuando él vino del trabajo con un brazo fuera de la manga del saco, envuelto en una venda ensangrentada y todos se pusieron a llorar.
-¿Qué nombre le pones, papá? -preguntó, de pronto, Pedrito, que podía usar su debilidad como una fuerza.
El padre inclinó la cabeza para mirar al perro que dormitaba con absoluta confianza y dijo con pesada sensatez:
-Tendría que llamarse Fidel.
Entonces Mario corrió hasta la entrada del corredor y gritó tres veces, para probarlo:
- ¡Fidel! ¡Fidel! ¡Fidel!
Y Fidel se enderezó con un ladrido pueril y a saltos grotescos se acercó al chico y alzándose sobre sus patas jadeando, trataba de alcanzar a lametearle la cara.
Así fue como la familia sintió asombro de no haberse dado cuenta antes de que para ser todos más felices, a la casa le faltaba un perro.

2

LA NOCHE

Los tres hermanos dormían en una sola cama, dos a la cabecera y el más chico a los pies como suele decirse. Esto también tiene sus inconvenientes porque de un lado y de otro empiezan a tirar de las cobijas y casi siempre la disputa termina con unos coscorrones. Pero esa noche, ni se buscaban los pies para empujarse ni tironeaban la manta. Y tampoco podían dormirse pensando en Fidel que había quedado en la cocina, con un plato de sopa de pan, que no se había dignado tocar.
Después que el perro fue admitido en la casa, cuando todos entendieron que también él había tomado su decisión de quedarse, empezaron a tratarlo sin miramientos. Doña María se secó una lágrima con el delantal y para disimular su emoción empezó a gritar:
-Mario, mira cómo te pone el delantal limpio. Espera no más, que mañana vas a tener otro lavado y planchado para ir al colegio.
Y dijo esto, no porque le importara mucho fregar con sus brazos vigorosos toda la ropa de la familia (aunque hay que renegar porque el agua es, buena para tomar, pero corta el jabón), sino porque nunca está de más que “él” se entere de que mientras trabaja para mantener la familia, ella no se está cruzada de brazos.
Porque (no se impacienten, por favor) si una mujer no dice ella misma lo que hace, el trabajo no se ve. Y si hay una discusión cualquiera, en seguida los maridos quieren afirmar su autoridad porque Yo trabajo, yo me deslomo para mantenerlos.
-Bueno; ¿y yo no trabajo? A Dios gracias (nombrar a Dios da cierta finura a la frase), andan todos limpitos y remendados. La ropa no será nueva, pero no le falta agua y jabón, ni aguja y hilo. ¿Y no es trabajar baldear el corredor que esas cochinas gallinas ponen a la miseria en cuanto pueden pasar? ¿Y no es trabajo lavar el piso? Porque yo no soy de esas que le pasan un trapito sin enjuagar y no cambian nunca el agua del balde. ¿Y no es trabajo hacer la comida y dar de comer a estos tres lobos? Porque tus hijos parece que no hubieran comido nunca; no comen, devoran ...
Aquí, él, contestaba invariablemente:
-Mejor; señal que tienen el estómago sano. Mientras el padre se pueda ganar el puchero, que coman hasta reventar.
(No son expresiones elegantes; pero son claras. Benot, a quien don Pedro y doña María no conocen ni de nombre, ha dicho que el lenguaje “es la colección de herramientas y mecanismos con que trabaja el entendimiento. Y naturalmente, los que tienen poco entendimiento, usan herramientas toscas; pero no menos eficaces.)
A veces los chicos, entre sueños, oían decir al padre:
-Toma, para parar la olla.
A los chicos les gustaba esa imagen de parar la olla. No les costaba imaginar a la olla vacía y mustia, con la cinta de un puerro flotando en un caldo flaco, ni a la olla como erguida, rebosante, con la tapa retemblando, la olla parada.
Doña María protestó porque Fidel le ponía las patas encima a Mario, pero Fidel era un perro comprensivo. Se quedó quieto y hasta agachó la cabeza como avergonzado. Pedrito le ofreció un trozo de pan que sacó del bolsillo y Fidel lo rehusó después de acercarle el hocico.
-Vayan a lavarse ... -gritó doña María, y como había comenzado en un tono de indignación, se vio obligada a agregar, sin motivo- ... sucios, que siempre andan con las manos sucias, lávensen siquiera una vez.
(Dijo “lávensen”, es cierto; pero hay que tener en cuenta que no fue más que hasta cuarto grado. Cuando se llega a cuarto año, entonces se le puede decir jofaina a la palangana.) Por otra parte, siempre que doña María estaba delante de su marido hacía demostraciones de su oficio de madre. Que no se fuera a creer él que se había casado con una mujer que no servía para nada. Y para que no fuese a olvidar que también su opinión pesaba en la casa, agregó:
-Y dejen a ese perro tranquilo, porque en cuanto me fastidien, le doy un escobazo y lo echo.
El padre, como siempre, ni pestañeaba. Lo que ocurría no tenía sentido para él. Hacía ya mucho tiempo que no comprendía. Y su temor de que alguien advirtiese que no podía comprender lo había hecho hosco. Intuía que todo era más sencillo y que habían complicado las cosas inútilmente. Como si viviesen vidas superpuestas, vidas que no eran las de cada uno. Como si hubiesen acumulado, capa sobre capa, formas absurdas de vivir y ahora no se podía horadar la gruesa costra, debajo de la que estaba la vida esplendente y sencilla. Entonces se abandonaba uno como la hoja a la corriente. Y casi siempre ocurría esto en la buena época de los sueños. En el tiempo en que las madres se resignan a la separación, porque se ha rebasado su mundo. Y todo es tan razonable, sin embargo, que, en vez de salir por esos caminos a gritar la alegría de sentirse libre, arrancando puñados de pasto y refregándolo por la cara para sentir el campo, se presenta uno en el portón gris de una fábrica y con una voz sorda que hace achicar los ojos de los capataces, pide trabajo.
Es tan razonable; pero no se puede comprender. En vez de tomar contacto con él mundo y gozar sus maravillas, resulta que uno ha nacido para fabricar tapitas de lata, para las botellas de cerveza. Las poleas y los volantes giran como en una pesadilla. Y no se acaba nunca. Todos destapan botellas de cerveza y luego la tapita rueda debajo de las sillas. La máquina sigue acuñando millones y millones de tapitas. Y en vez de sentir uno que el aire celeste le acaricia la boca con un susurro de beso, siente el aliento de la máquina en los ojos quemados de cansancio. Y todo es tan razonable. Por ejemplo: si uno sigue su impulso y se va por esos caminos de Dios, ya se sabe, necesita una barba de carpincho, una bolsa y un palo. Entonces se le deja seguir y los perros y los pájaros, los pachorrientos sapos y las fulmíneas lagartijas lo reconocen. Y hay que andar, con los pies doloridos y un tallo fresco de hinojo en la boca, indiferentes a los que en toda clase de vehículos disparan frenéticos de la soledad y se detienen en los pueblos, en las calles más transitadas, a tomar un respiro, y descubren que lo mismo están solos. Los perros de las chacras se largan contra uno a grandes saltos, ladrando furiosamente; pero es para engañar a los de la casa, para que sigan ignorando que pasa aquel a quien solo los perros reconocen.
Y un día, hacia el crepúsculo, el espacio se ahueca como si nos fuese a tragar. Un gran árbol señala el límite preciso y Arturo, el boyero, inicia sus celestes guiñadas. Y ya lo sabemos todo y podemos entrar sin temor en la tierra.
Y no como los que van en furtivas vacaciones a robar trocitos de naturaleza para encerrarlos en sus herméticas habitaciones de la ciudad. Con gestos ridículos hinchan el pecho y quieren llevar los bolsillos llenos de piedritas, hojas y ráfagas de aire limpio y vuelven a la ciudad neblinosa, sonrojados como si hubiesen cometido un hurto.
En cambio, siempre se encuentra una muchacha que está dispuesta a aceptar, porque uno no ha dejado de acuñar tapitas de lata, ano tras año. Y en seguida uno encuentra por todas partes escarpines y pañoletas de lana como si los recién nacidos de ahora tuvieran más frío que los de antes y se es padre de familia y se puede usar una cara seria para esperar los otros hijos, las gallinas, el perro, que constituyen la casita. Nadie sabe quién enseña a jugar al truco, y a las bochas se aprende mirando arrimar a los viejos. Y de pronto, uno se pregunta: ¿se podría saber para qué hago todo esto? Naturalmente, es muy razonable; pero no se puede comprender. Uno tiene hogar y esposa honesta y trabajadora y los chicos son buenos y obedientes y en el almacén le dicen a uno: buenas noches, don Pedro, y no se debe Dada. Pero es duro de comprender que uno haya venido al mundo para hacer tapitas de lata para las botellas de cerveza.
Ahora correspondería decir: durante la comida no ocurrió nada digno de mención. ¡Qué dulce es la rutina! Uno dice: “nada digno de mención” y no dice nada. Y entonces, usted que está leyendo, tiene libertad para suponer lo que quiera. Al fin, el que escribe, humilde o soberbio, es como un ratón que recorre enloquecido todo el largo del zócalo sin encontrar la hendija donde meterse. A veces, cuando está más desesperado, suele dar con el agujero y se mete en él temblando y esto vuelve a darle alguna confianza en su oficio. Pero siempre es más lo que se corretea por fuera que lo que se alcanza a hurgar por dentro.)
La madre, que piensa en todo, mandó a Alberto a echar las sobras a las gallinas, por encima del cerco.
Pero el padre extendió la mano y apartó dos trozos de carne con los dedos y se los dio a Fidel, que esperaba inmóvil. Sí; ya estaba convenido: hasta que Fidel muriera, el padre iba a mirar en el plato de las sobras, que pertenecía a las gallinas, y separando dos trozos de carne se los iba a echar al perro, que los engullía sin masticarlos, con un quejido ahogado. Justo es consignar que este hábito le había sido respetado al padre, sin protestas. Quizás convendría añadir que doña María se encargaba de dejar en su plato la parte de Fidel. Y así todos estaban servidos como por la mano de Dios. Y era Dios mismo quien les servía, pues que los había proveído de la bondad y la maldad de que disponen todas las criaturas.
Aquella noche, los tres muchachos fueron a la cama, después de acariciar la cabeza de Fidel, y el perro quedó en la cocina, dispuesto a enfrentar, por primera vez, a los habitantes nocturnos de su nueva casa. Y ya se sabe, el perro busca un rincón, da una vuelta en redondo y se echa, apoya el morro en las patas delanteras, sacude las orejas y se dispone a dormir con un ojo abierto. Oye todos los ruidos y los clasifica cuidadosamente, pues ha de hacer amistad con ellos. Y también los ruidos tienen su naturaleza y si no se les estima lo suficiente, se irritan y alteran, avanzan deformados y estallan y uno los desconoce y producen sobresalto. Son crueles y vengativos. Una simple gotera o el pulso del reloj o la madera del ropero que restalla, bastan para ahuyentar el sueño, según es sabido.
Esta vez, una cama crujió pesadamente y después golpearon el piso los seis botines de los chicos. Más tarde un grillo empezó a ensayar su chirrido. Fidel lo reconoció en seguida. Primero fue un ruidito sordo, aislado; luego tres seguidos y una pausa, como la de quien pone la mano en la oreja, para cerciorarse de que lo han oído; en seguida una serie, como si quisiese atornillar cada chirrido con media vuelta más de la rosca sonora. Fidel fingió que dormía plácidamente y entonces el grillito suavizó su estridor y siguió cantando para la noche. Una araña desenvolviendo velozmente su hilo de plata se descolgó sobre su hocico; pero Fidel sabía que nada malo debía temer de ella, como no fuese alguna cosquilla de sus ocho patas peludas. El fuego mortecino le disparó una pavesa encendida con un chasquido de látigo. Se levantó y cambió de sitio. El fuego era cordial, pero peligroso. Una vez había querido sacar un pedazo de asado y un tizón le había mordido el hocico. Muchas cosas son incomprensibles para los perros. Un perro nunca podrá comprender por qué siempre que hay un buen trozo de carne asada alguien blande un palo para impedir que lo coma. Un perro nunca comprenderá por qué están las despensas abarrotadas de provisiones que no pueden tomar los seres famélicos que arrastran los pies por esas calles. Un perro no puede comprender para qué los hombres han inventado la tortura del vidrio que no deja pasar ni el olor de las ricas cosas que se ven al través.
Inició un leve temblor para que todos supieran que sentía un poco de frío y se dispuso a dormir. Se hizo un ovillo, metiendo la nariz en las gamuzadas verijas y quizás empezó a soñar, como un ser humano, en deliciosos lugares abrigados.
Y en la habitación, el padre, la madre y los tres chicos no podían atrapar el sueño que planeaba sobre sus cabezas, pensando en el perro que había quedado solo. Si al menos se decidiese él a empujar la puerta y a entrar sin ruido, todos dormirían tranquilos. ¿Acaso la madre no hacia entrar a la clueca con su racimo vivo de pollitos? ¿No ponía entre sus pechos a los pollitos tristes?
Era extraño y había ocurrido muchas veces: la familia se entendía mejor cuando no se hablaban y no se podían ver las caras. En la obscuridad todos sacaban a relucir sus propias caras; pero con la luz cada uno tenía que ser como el mundo lo había dispuesto y no como eran. El padre no podía, de ningún modo, tener una expresión de niño y a los niños se les amenazaba con purgarlos si querían estar tristes. Al fin, Alberto comprendió que todos estaban de acuerdo y se deslizó de la cama, abrió con cuidado la puerta y salió descalzo a la galería. Se acercó a Fidel en la obscuridad y le palmeó suavemente la cabeza. El perro se incorporó, moviendo la cola y siguió al muchacho, cautelosamente.
Entraron sin ruido en el cuarto. Todos suspendieron la respiración. De un salto, Fidel se instalo en la cama de los chicos, al lado de Alberto. Entonces volvieron a respirar, aliviados, y durmieron un solo sueño como si se sumergieran en el agua tranquila de un estanque.

3

EL LIBRO DE LOS SUEÑOS

Doña María tomó un pan y lo cortó en tres rebanadas, a lo largo. Las puso sobre el fuego y en seguida se expandió por la cocina un rico olor a miga chamuscada. Alberto, Mario y Pedrito aguardaban pacientes. El perrito, Fidel, miraba a los chicos, miraba a la madre, tratando de adivinar sí también a él le darían algo de comer. ? Doña María rezongaba, sin volver la cabeza:
- La leche no la quieren tomar los niños. Quieren cosas sabrosas. La leche, que hace bien, no la quieren.
Raspó el pan tostado con un cuchillo y luego le frotó un diente de ajo y le echó por encima un poco de aceite. -Tomen y no se ensucien -dijo, y añadió con grandes aspavientos, enderezando un pan que había quedado vuelta abajo en la mesa-. ¿No ven el pan, no ven el pan dado vuelta? ¿No les han enseñado a poner el pan derecho? Cuando el pan está con la cara para abajo se ofende a Dios y le duele la barriga al panadero.
Inesperadamente cambió de expresión y se rió, satisfecha de lo que había dicho, con una risa pueril, impropia, mientras le echaba un trozo de pan a Fidel. (Al perro no le gustaba el pan; vero todo tiene que ser compartido en una casa pobre.)
Doña María prosiguió, como para justificarse:
-Cuando yo era chica, mi madre, que jamás me había levantado la mano, porque una vez tiré un pedazo de pan, me dio una cachetada.
Aspiró aire para hablar con solemnidad y agregó:
-El pan es sagrado.
(Es curioso, todos los chicos a quienes sus padres no les han pegado nunca, tienen el recuerdo de esa cachetada única que les ha de servir de ejemplo para toda la vida.) Alberto, Mario y Pedrito y el mismo Fidel, no se interesaron por el sermón del Dan y se alejaron en fila, con cierta prudencia, como si estuvieran desganados y sin saber qué hacer. Pero la madre, que conocía estas argucias, los detuvo en seco, gritando:
-¿Dónde van ahora? Vienen de la escuela y se van a la calle. ¿No pueden comer el pan en casa? ¿Todos los vecinos tienen que saber que comen pan con ajo, en vez de tomar la leche?
-Vamos un rato al puente -dijo Alberto, arrastrando las sílabas.
- ¡Ay! ese puente. ¿Por qué habré merecido el castigo de vivir cerca de un puente? El día menos pensado se va a ahogar uno de mis hijos en ese río bendito. Tanto trabajo para criarlos y después, en un momento se lo lleva la corriente, como al hijo de doña Azea.
Esta filípica significaba que la madre no se oponía realmente y los chicos siguieron andando y mordisqueando el pan crujiente, untado con aceite y ajo. Fidel ensayó una carrerita rematada con un salto y miró a los chicos con ojos desorbitados de alegría. Pero Alberto le echó una mirada furiosa y el perro volvió a quedarse quieto. Doña María se limpió el contorno de la boca con una punta del delantal y mirando al grupo que se alejaba, murmuró: -El perro los cuidará, como el ángel custodio. Dicen que a veces toman formas de animales para cuidar a los chicos. Dios me perdone ...
Era un día suave. En el débil celeste del cielo se desflecaban algunas nubecitas. Una brisa alegre estremecía las hojitas y levantaba las crenchas de los chicos. Sin volver la cabeza, llegaron a la esquina, donde el alambrado del lote estaba caído y se veían las huellas del carro que había tumbado dos postes. Pasando entre los alambrados flojos entraron en el descampado.
Por bueno que fuese el alambrado de los baldíos la gente se abría paso para acortar camino o salvar un charco.
Apenas estuvieron ocultos por la última casa de la cuadra, Mario estalló en una especie de frenesí y le dio un empujón a Alberto que le hizo caer el pan al suelo y levantando las rodillas como un caballo, salió corriendo y riendo a gritos, seguido del perro. Alberto recogió su pan con una lentitud que indicaba la gran velocidad de su ira y soplándole algunos granitos de tierra, gritó con rabia comprimida: -Si te agarro, te rompo la cara. Y como Fidel ladraba, agregó: -Chúmbale, Fidel, rómpele los pantalones. -Bueno; ¡basta! -gritó Mario, jadeante-, si me pegas se lo digo a mama.
Caminaban por un senderito pelado, bordeado de manzanilla y cicuta, coloreado por el pompón violeta del cardo. Una cabra ramoneaba las hojitas de un arbusto, mirando de reojo al grupo que pasaba. Pedrito dijo, señalándola con el dedo:
-El chivo de Tristifuque.
Los tres hermanos se rieron, porque el dicho era del padre, y la cabra se libró de ser molestada, por la altura de los yuyos. Andaban descalzos; pero los tres pisaban con soltura, retozando un trecho, saltando aquí, sosteniéndose en un pie para quitarse un pincho clavado en la planta, arrancando, al pasar, un tallo sobresaliente.
Fidel trotaba adelante y de tanto en tanto se detenía de golpe para olfatear minuciosamente una planta, con el aire de quien hace memoria.
(Todos podían olvidar; pero los perros y las plantas, no. Los niños nada saben y en la vacuidad de sus miradas residen las únicas posibilidades de superar el mal. Los hombres se lo pasan inventando cosas para olvidar y todos los días aparecen nuevas bebidas para embriagarse o vara endulzar la boca. Pero los perros tienen que mantenerse lúcidos y sobrios y desde cachorros respiran un aire amargo de ponzoña.)
Fidel corría por el caminito, de mata en mata o con el hocico pegado al suelo como si siguiese un rastro. Alberto avanzaba, distraído, con la mirada errabunda sobre el pasto. Pero cuando tuvo a Mario cerca se transformó bruscamente y gesticulando como un loco lo agarró por el cuello y lo tiró al suelo. El juego se hacía violento. Fidel miraba a los muchachos que se revolcaban en la tierra sin saber si debía intervenir. Al fin, indeciso, lanzó un ladrido ahogado. Pedrito, aterrado, gritó: -¡Déjalo, Alberto!
Pero Alberto, enrojecido, poseído de toda la furia por la resistencia de Mario, comprimiendo su cara contra el suelo, le retorció una oreja hasta que el dolor se hizo insoportable y aparecieron unas lágrimas en sus ojos. Al verlo llorar el odio se trocó en amor. Dio un respingo y se incorporó, vigilando, con rápidas miradas, listo para huir, si Mario lo corría. Pero la furia de su hermano se había diluido en un llanto cálido y Pedrito y Fidel se habían colocado a su lado, mientras él se restregaba la oreja dolorida.
-Vas a ver con mama -intercedió Pedrito, apiadado.
-Y él, ¿por qué empuja? -dijo Alberto, y en son de burla empezó a cantar-: Si te agarro, te hago barro, si te piso, te hago guiso ...
De pronto los cuatro olvidaron la rencilla, porque una lagartija cruzó velozmente el caminito. Fidel dio un salto, sacó las uñas, enderezó las orejas y empezó a husmear las matas. Con la voz sofocada dijo Mario:
-Por aquí... espera ... dame un palito...
Pero ya la lagartija se había precipitado en un agujero. Siguieron caminando, dejando que Fidel escarbara un poco para demostrar su buena voluntad.
-Bueno -manifestó Alberto mirando por encima del hombro-; no pegues a traición si no querés que te haga saltar un diente.
Mario vaciló un momento y miró en derredor buscando una solución. En el suelo había un cascote. Lo agarró y se fue amenazante sobre su hermano.
-A ver, pega. Sácamelo el diente. ¿A ver?
- ¡Maaario! -expresó Alberto en tono de reconvención.
Fidel estaba ahora de parte suya, miraba el trozo de ladrillo en la mano de Mario y gruñía, replegando el hocico y enseñando los dientes.
-¿Por qué no pegas ahora, aprovechador?
-Bueno; soltá la piedra y se acabó la pelea. Corta mano.
(Une pone el dorso de la mano y el otro simula un corte, como de cuchillo, con el perfil de la suya y el pacto queda, sellado.)
El viento les azotaba suavemente las mejillas. Ahora caminaban Mario y Pedrito abrazados por el cuello, empinándose a cada paso en el sendero angosto. Detrás venía Alberto bordeando los yuyos, levantando las piernas para no pincharse. Delante iba Fidel, acechando. Su lengua roja se doblaba hacia un costado agitada por el aliento. A Fidel le convenía ir el primero, con el cogote torcido, para verles las caras a los chicos y adivinarles las intenciones. Solo cuando volvían a casa, Fidel iba detrás, con la mirada puesta en el suelo, trotando sobre las sombras alargadas que se pegaban a los talones de los chicos.
Más adelante, un perro enorme, de ojos duros y gruñido sordo, se acercó amenazante. Fidel vaciló, con una pata en el aire. Los tres chicos rodearon al animal empobrecido y haciéndole cerco pasaron cautelosos.
De pronto, Alberto exhaló un grito que les puso frío en la espalda, porque en ellos todo era así, imprevisto, escalofriante. Una suma de pequeños terrores componía su día y aún los mantenía sobresaltados durante el sueño. Estos sacudimientos nerviosos eran su vida y les compensaban de la tediosa tiesura que les imponían sus maestros y sus padres. Aquellos inacabables: “caminen bien”, “siéntense derechos”, “no griten”, “coman despacio”, “quédense quietos”, necesitaban una compensación.
La resignación a ser dóciles, silenciosos, tranquilos a que los obligaba la tenacidad de la prédica, aderezada de restallantes cachetazos, buscaba salida al instinto irrefrenable y se desahogaba en torrentes de travesuras, de gritos, de amores y odios, de simpatías y repulsiones.
(“Quédense quietos” -qué me dicen- uno acaba de nacer, puede decirse, y ya quieren que se quede quieto. Ya llegará, inexorablemente, el momento de quedarse quietos, dejen ahora que los chicos corran, salten, griten, lo resuelvan todo, minuciosamente. Ésa es la ley, aunque no sea cómoda para los adultos domesticados.) Alberto dio un grito terrible y dijo atropellando: -El último es un pavote.
(Los últimos, los últimos... Querido, no, los últimos no son unos pavotes: son los bienaventurados de que habla el texto bíblico, pues el mundo es por la invencible fuerza y permanencia de los débiles, de los humildes. Algún día comprenderás que el poderoso es un accidente y que el único poder que realmente existe es el que no puede ejercerse contra nadie, ni contra nada.)
Ahí, a la vista, estaba el río y los tres chicos y el perro se largaron por La pendiente en desenfrenada carrera. Y cuando llegaron a la orilla, se echaron de boca en el suelo y metieron las manos en el agua, con una expresión de delicia en los ojos como si se hubiesen quemado los dedos, como si ofreciesen sus dedos a la voracidad de los peces para pagar una culpa y sintiesen en éxtasis el martirio de que se los están royendo.
El agua corría undosa, charolada. Los tallos henchidos, aguanosos, remedaban el vientre liso de los pescados. Siempre había un hombre de piel rugosa y tostada, que sostenía una caña oblicua sobre el agua en la que repesaban sus ojos. Y cuando miraba a los chicos era como si la corriente le hubiese vaciado las pupilas y tenía que mirar un rato largo para volver a llenarlas con las imágenes del mundo. A un costado había dos o tres mojarras obligadas a morir de esa torpe muerte convulsiva de los peces, sin piernas, ni brazos, y, lo que es más duro aún, sin párpados.
Fidel lameteó el agua ruidosamente y se desperezó estirando las patas y bostezando.
La luz se recostaba en los pastos con mansedumbre vesperal y la activa fragancia del poleo estimulaba la respiración. El corcho de la caña de Desear saltó en el agua y el hombre, despaciosamente, retiró el anzuelo para ponerle una nueva carnada.
-Debe ser un sábalo -dijo Alberto, pero el hombre no contestó.
(Se ha llegado a tal grado de hosquedad que ni a los niños contestan los pescadores de caña que siempre fueron los hombres más buenos del mundo, acaso porque tienen siempre las dos manos ocupadas.)
Los chicos, sin embargo, estaban cómodos en el silencio que siguió . . .
(Un momento. Permítanme este desahogo aunque no venga al caso. Lector: cada vez que usted sospeche que mi sinceridad flaquea, por favor, no me acuse; comprenda que nos ha tocado vivir en una tremenda época de mentiras, donde el ejercicio de la verdad es, en cierto modo, algo sumamente heroico. ¿Dónde iba ...?)
... y echados en si suelo, a lo largo, apoyando la cabeza sobre los codos, vieron sumergir nuevamente el anzuelo, mientras Fidel se lamía tenazmente una pata.
Alberto mordisqueaba un tallito agrio de trébol (¿se acuerdan? vinagrillo). Por el puente de viejas vigas de madera, blanqueadas a la cal, pasaba un carro, una mujer vestida de negro... Los seres y las cosas parecían hallarse lejanos, como si la atmósfera fuese una cúpula de cristal y todo ocurriese en la superficie externa de ese casco transparente y luminoso.
El hombre seguía vaciando sus ojos mortecinos en el agua fluente, y no se movía a no ser para rascarse. No tiene, al parecer, otra intención en esta clara tarde: pescar y rascarse. La incesante corriente lo ha lavado de otras intenciones.
El perro deja de lamer su pata, estornuda, se sienta sobre su cola y pasa de su expresión grave a una cariñosa y alegre. Y se acerca al pescador bamboleando la cabeza y meneando la cola.
- ¡Fidel! -llama Alberto, pero ya el perro le ha lamido la mano grande y dura que él apoya en el pasto y el hombre absorto ha hecho como que no lo ha advertido. Y en cierto momento es seguro que la amistad se ha estrechado entre ellos dos porque Fidel, aguijado por el ejemplo, con la pata trasera, se ha rascado vigorosamente una oreja.
(Si doña María lo hubiese visto, lo hubiera reprendido: ¡No toques la guitarra, Fidel!)
Pedrito mira el sauce y la parte del puente que se refleja en el río. Mario está esperando el momento de hacer una de las suyas; Alberto quiere saber si el presunto sábalo volverá a burlarse del pescador comiéndose la carnada.
El sol es anaranjado y los pájaros vuelan en el aire blando, con perezosos giros.
(Es seguro que alguien está haciendo una poesía.) Por cuarta vez el corcho se hunde y salta sobre el agua bailoteando.
El pescador de caña, impasible, levanta el sedal, pone un gusano de blancos anillos gordos, que se rasga con un ruidito de seda al ser atravesado por el anzuelo. Ahora el piolín da dos vueltas sobre su cabeza, como la cola de un látigo, y cae en el agua y solamente el corcho sale a flote. Pero el pez no quiere picar y ronda burlón alrededor del garfio encarnado. Los tres chicos han clavado los ojos en el corcho, pero dentro del agua nada se ve. El río asume una coloración gris aventada por los aletazos de los negros biguás.
Y el pescador retira su caña, recoge el tarrito de las lombrices, se sacude los pantalones y se va sin pronunciar palabra, sin mirarlos. Fidel lo sigue unos pasos, luego tuerce la cabeza con una mirada interrogante y finalmente vuelve al lado de los chicos que miran alejarse al pescador con su caña al hombro.
Por un instante han quedado solos. Nadie pasa por el puente. Grandes oleadas de fresco silencio llegan del bosquecito de álamos de la otra orilla. De pronto, con un alarido de los que dan espanto a Pedrito, Mario salta dislocado y con una mueca horrible alza los brazos y empuja y derriba a Alberto en si agua.
-Me la pagaste, me la pagaste -vocifera como enloquecido.
Alberto manotea desesperado, asiéndose de las matas de la orilla, barbotando:
-El barro... no puedo salir del barro... ay... mama... .
Fidel ha prendido los dientes en una manga de la blusa de Alberto y tira con denuedo, gruñendo. Pedrito llora de terror. Mario lo echa al suelo y agarrando a su hermano por la ropa tironea con el perro, hasta que Alberto consigue poner una rodilla en el borde de tierra y sube penosamente.
Hay una leve pausa. Mario se ha puesto a unos pasos de distancia en actitud de escapar y mira desconfiado a su hermano, chorreando, sofocado. Alberto se da un respiro y en seguida, con un quejido, se levanta y lo corre, pero las ropas mojadas y Fidel, excitado, que se le mete entre las piernas, ladrando, traban sus movimientos. Entonces vuelve a echarse en el suelo y llora y Fidel le lame la cara salada.
Después vuelven a casa porque ya se ha puesto el sol, dejando apenas un suave rubor en el horizonte, entré; los árboles desmelenados, obscuros. Mario va adelante, pronto para correr, a la primera señal de que quieran agarrarlo. Fidel trota cavilando y Alberto y Pedrito van juntos, sumidos en sus pensamientos.
Cuando entran en la cocina, Mario se pone del otro lado de la mesa para defenderse. -Mama.
De pronto, descubren que la madre está en un rincón, con ojos de haber llorado y la frente y las sienes cubiertas de rodajas de papas, como una gran corona que agobia su cabeza.
(Todavía hay quienes prefieren pegarse a las sienes unas rodajas de papas o unos porotos partidos, antes que tragar una cafiaspirina. Dicen “tintura de odio” y se pasan la barrita de azufre por el cuello, pero no es culpa de ellos... ¡Es que se sabe tanto! Los médicos hablan con calculada superioridad y con palabras indescifrables que nos anonadan y todo lo más que se les ha pedido es que nos curen.)
Doña María mira a sus hijos uno por uno, como si los contase, como si los viese por primera vez y sonríe con el belfo blando, a punto de iniciar otra vez el llanto.
- ¿Qué tenés, mama? -pregunta Alberto, y Pedrito y el perro se le ponen al flanco. Unos pasos en la galería apenas si dan tiempo al perro a enderezarse y ya está el padre en la puerta de la cocina.
Se deja caer en una silla y pasea una mirada circular, que se detiene en doña María con su cabeza coronada de medallones de papa.
-¿Qué te pasa -le dice- que tenés esa cara toda llovida?
Bueno; usted, lector, que considera distraídamente todas las cosas, hágame el favor, deténgase a analizar esta expresión. Pero... ¿Se da cuenta? ¿De dónde pudo sacar este hombre rudo, que no ha leído a Proust, esa imagen tan fina? La cara toda llovida ... llovida. ¿Se da cuenta?
Doña María, levantando ¡a punta de su delantal, se dio unos toquecitos en la comisura de los labios y masculló:
-Los chicos se habían ido al puente con el Fidel y yo me fui a recostar un rato. Y empecé a soñar que me había puesto a jugar en la galería con el perro. Daba unos saltos y se revolcaba en una forma que yo no podía aguantar la risa. Entonces yo le pregunté al perro: ¿Cómo, dejaste ir solos a los chicos al puente? Y él salió corriendo, como loco... Entonces me desperté y fui a lo de doña Matilde, que tiene el libro de los sueños y le cuento lo que me había soñado y abre el libro y me dice: Ay, doña María, ojalá que no le pase nada, mire lo que dice el libro: Perro: jugar en sueños con un perro... anuncia desgracia en la familia. Y estos cuatro desfachatados, que habían ido al río y no volvían y no volvían ...

4

EL TRAJE NUEVO

A la mañana, el padre faltó al trabajo y fue con su mujer a comprar un traje de confección en La llave del Buen vestir, frente a la estación. Doña María iba un poco sofocada por su estrecho vestido de salir. Hasta la tienda había unas ocho o diez cuadras largas, con pasos de piedra y senderitos bordeados de ramitos de manzanilla florecida, donde acechaba el cáustico bicho colorado. Pero más que el vestido, a la mujer la mortifican los zapatos de taco alto, bajos de escote y la pungente decisión de sacar del escondite del ropero los sesenta pesos que llevaba en la cartera. El empeine de su pie era tan grueso que a las zapatillas de entrecasa, para calzarlas, tenía que hacerles un tajo y los pesos los había juntado, moneda a moneda, con paciente obstinación, porque una nunca sabe qué puede pasar.
El padre iba unos pasos adelante, ensimismado, sin saco, con su camisa planchada, pañuelo blanco, en vez de cuello y el chambergo viejo mal puesto sobre su cabello descuidado. Pero lo que le daba carácter, conservando un resto de gracia juvenil y de simpatía en su rostro duro, era un mechón de pelo que le hacía una onda en la frente y el cigarro, girando en la comisura de la boca.
El jamás se miraba en la luna del ropero y es posible que se peinara con los dedos y de pronto, no se sabe cómo, la onda volvía a colocarse sobre su frente. Cuando lo observaban, él la levantaba, con un gesto severo, como quien entiende que ha renunciado a toda presunción, pero la matita de pelo caía irreductible.
Jadeaba doña María, y no podía soportar el sufrimiento de los pies. Cuando sus hijos descalzos chapaleaban en el barro, ella sonreía con deleite. Hubiera querido ella misma entrar en el charco, pero qué pensarían los chicos, a quienes, por principio, tenía que reprender con energía: -¡Otra vez en el barro, como los cerdos!
(A doña María le gustaba intercalar en su lenguaje algunos vocablos finos, cuando se trataba de educar: -No se dice mentiroso, sino embustero; digan: usted dispense, recuerdos a su mamá... se le han dado. ..)
Cuando doña María se calzaba los zapatos, los mismos que se había puesto el día de su casamiento, Alberto, arrodillado, empuñaba un calzador de metal, empujando y resoplando, con la punta de la lengua afuera, mientras Fidel gruñía. Y después era la risa, viendo cómo la madre se ponía de pie, tambaleándose, avanzaba ahogando un quejido y haciendo unos visajes medio de dolor, medio de risa. Pero un rato después, con la caminata, los dedos de los pies empezaban a hincharse y a repujarse en el cuero y la abertura del zapato se ceñía como estrangulando el tobillo deforme.
Doña María odiaba los zapatos tanto como su marido el cuello. (Don Pedro, al cuello, le llamaba el yuguillo. ¿Saben? Esos fierros que van sobre las pecheras de los caballos, donde se prenden los tiros.)
Para entrar en la tienda, doña María compuso una cara agresiva. El tendero era de cráneo chato con una escobilla de pelo descolorido, que extendía de parte a parte para disimular la calvicie; todo lo demás no importaba, exceptuando sus ojitos astutos de ratón. Dijo, frotándose las manos:
-¿Alguna cosita para la señora o para el señor, un parcito de medias, una camisita?
Y se dirigía a la mujer. (Este sí que sabe cuántas púas tiene el peine.) Ninguno de los dos contestó, pero los ojos de doña María relampaguearon con un seco: ¡Es inútil; a mí no me va a engañar!
Y empezó la esgrima:
-Le doy algo de primera, un traje sufrido, de buen paño...
(¿Y qué? El que vende no puede decir que la mercadería es mala, pero todos se han empeñado en que debe pasar por ese trance de clausurar su conciencia si quiere recibirse de comerciante y lo obligan a repetir en voz alta que la mercadería es excelente. Luego toman aliento e insisten en que lo que no sirve debe guardarlo para los otros. Entonces, el buen hombre se ve obligado a decir: ¡Se lo ofrezco porque es usted! Y cosas por el estilo. Y qué sucedería si al entrar en la tienda uno dijera: déme una camisa o una corbata de las peores que tenga, quiero que los que lleguen después no encuentren más que lo mejor. ¿Qué sucedería si consumiésemos todo lo feo del mundo? Podría ser que se agotasen todas las cosas de mala calidad y mal gusto y que, al fin, también nosotros pudiésemos comprar una camisa buena alguna vez.)
El tendero decía:
- ¡Vea, señora, qué paño y qué hechura! y miraba a don Pedro como a un “esqueleto capaz de envejecer los trajes recién estrenados, como una vez dijo Oliverio Girondo.
Don Pedro miró impaciente a un lado y a otro y finalmente se dirigió a la puerta, a grandes pasos.
-¡Cómo! ¿Se va el señor? ¿No le gusta el género? Puedo mostrarle otros -dijo el tendero, agitado.
Doña María, reposada, contestó:
-No; no se va; va a escupir, a la calle, con perdón de su cara. Con esos cigarros que fuma, tiene que escupir a cada momento para poder hablar.
Don Pedro era ancho de hombros y el tendero tuvo que despojar de su traje al maniquí que estaba a un costado de la entrada. Lo trajo en brazos y la mirada estúpida del muñeco no variaba aun cuando lo habían acostado sobre el mostrador para sacarle los pantalones. Doña María dio vuelta la cara. El vendedor empujó a don Pedro hacia un cuchitril detrás de una cortina y por la abertura de la tela le iba alcanzando las prendas para probar. La cortina se abrió luego para dejar pasar a cien Pedro con el traje nuevo. El vendedor dijo, con cierta exaltación profesional.
-Le queda pintado. Mire la espalda, señora, ni una arruga.
(Todo lo decía él y había que admitirlo, aunque fuese verdad.)
-Las mangas, sí, son un poco cortas, pero se le puede dar un centímetro más.
Don Pedro miró a su mujer, y hablando por primera vez, farfulló:
-Mejor que sean cortas, así no se ensucian tanto.
El tendero insinuó una sonrisa irónica.
(¡Cuánto cuesta mantenerse en la ignorancia! Todos han aprendido algo y quieren probar su saber sin pensar en las perturbaciones que causan. Se empieza a comprender que no es elegante apoyar el escarbadientes o el pucho del cigarro en la oreja y que no está bien soplar el hueso para que salga el caracú, como la arveja de la cerbatana, o meterse en la boca la hoja del cuchillo con los garbanzos en fila y al final -a la fin- uno piensa tanto que pierde el sueño y termina por “marearse de la cabeza”. ¿Por qué no lo dejan a uno ser feliz a su modo? ¡Ah!, no, querido: la sociedad tiene sus derechos. Si se pone de moda comer una presita con los dedos, resulta distinguidísimo; pero si se come con los dedos antes de que sea moda, resulta bochornoso.)
¡Es lindo entender, pero tan difícil! Al fin de cuentas, como decía el lavandinero, a todos hay que hacerles la barba cuando mueren.
Tímidamente se resolvieron a comprar el traje y dejaron el maniquí desnudo sobre el mostrador. Y regresaron, él adelante, ella retrasada, sin poder alcanzarlo a causa de los zapatos y pensando: Avenas llegué a casa, empiezo a gritar: “Nene, tráeme las zapatillas”. Y el primero que corre a buscarlas es Fidel y me traen, una el perro y la otra el muchacho.
El padre entró en la casa con cara hosca para disimular su pudor. Los tres chicos lo rodearon curiosos y Fidel empezó a oler con desconfianza las botamangas del pantalón nuevo. Y de pronto, el hombre, inquieto, vio llegar el momento en que iba a tener que mostrar a sus hijos y al perro una cara adaptada a un traje que todavía no quería ser suyo, un traje que caía sobre su cuerpo sin obedecerle, con esa inestabilidad de las pelucas. Gesticulando gritó:
-Salgan del paso, ¡carajo! ¡dejen caminar a la gente! ¡No han visto nunca un traje!
Y volviéndose a su mujer:
-Y usted también, déjese de mirar con esa cara... ¡Y no hablen más del traje porque me lo saco y lo pongo en el fuego!
(Sí; la psicología de los pobres es realmente complicada. Y esta aparente explosión de grosería, no es sino la defensa torpe de un alma tímida y delicada.)
Todos sonreían, divertidos por la turbación y el enojo del padre y hasta Fidel ensayó una carrerita para probar su alegría; pero doña María contenía trombonazos de risa, con lágrimas en los oíos.
- ¡Ay! Dios mío, si lo hubiesen visto salir de atrás de la cortina, con el traje nuevo: parecía el maniquí de la puerta de la tienda.
Los chicos aprovecharon para reír fuerte, pero como Alberto lo hizo en son de burla, doña María, instantáneamente seria, le sacudió un coscorrón:
-¡Qué te has creído, che, que te vas a reír de tu padre? ¿No te han enseñado educación todavía? ¡No faltaba más!
Y así pudo salir el padre de aquella situación lastimosa. (Es complicado, ¿verdad? Sin embargo, ellos se entienden.)
Don Pedro, que había perdido medio día de trabajo, para ir a comprarse el traje, ahora no sabía qué hacer y fue a mirar las gallinas. Doña María, a sus anchas, feliz con sus chancletas, entró en la cocina a preparar el almuerzo. Al ver al padre, las gallinas corrieron creyendo que les iba a echar algo y Fidel aprovechó la ocasión para amagar un golpe con el hocico, a través del alambre, al gallo engolado que hizo girar sus ojitos iracundos, cloqueando.
El padre abrió la portezuela del gallinero y tendiendo suavemente la mano hacia una tabla donde se alineaban unas palomas, agarró una, en tanto las otras huían batiendo las alas despavoridas.
-¿Qué vas a hacer, papá?
El padre dijo con el tono de quien se ve obligado a hacer algo a disgusto:
-Trae el piolín del barrilete.
Alberto fue a la carrera a buscar el piolín y salieron al potrero de al lado.
Doña María gritó:
-Eso es, ponete la ropa a la miseria ahora. Ya te arruinaste un saco, ahora arruina el otro. ¿Todavía no tenés bastante?...
(La ropa, la ropa. .. Mirando bien dan lástima esos que son capaces de dejarse basurear por no estropearse la ropa en una pelea.
El padre ató las dos patas de la paloma y pasó una vuelta de piolín por su cuello, de modo que hizo tres tiros, como en los barriletes. Luego la soltó al aire, aflojando el hilo y la paloma, asustada, empezó a volar en círculo sobre sus cabezas.
Fidel saltaba y ladraba enloquecido. -Papá -preguntó Mario-, ¿te obligan a ir a trabajar con el traje nuevo?
Sin contestar, a cada uno, empezando por el más chico, el padre dio a tener el piolín del barrilete vivo y finalmente fue recogiendo el hilo hasta que la paloma, palpitante, con el pico abierto, estuvo en sus manos y fue libertada. Pero estaba tan agotada y aturdida que cayó al suelo como un trapo y Fidel se le echó encima y de un bocado la apresó entre los dientes.
- ¡Fidel! -gritó Alberto con ansiedad y al querer correr tropezó y se derrumbó largo a largo; pero intervino el padre:
-Déjasela, no le hace nada. No la agarras vos mejor con la mano, que el perro son los dientes.
Y a Fidel:
-Anda, llévala adentro.
Y una reflexión que nadie entendió:
-Ojalá el hombre tuviera la mano blanda como la beca del perro.
Y Fidel iba adelante, orgulloso, con la paloma en la boca.
Sí; el padre sabía muchas cosas; pero no estaba casi nunca en casa. Los domingos, después de almorzar llegaban el lavandinero, a quien apodaban Gracias-por-todo, un compañero del taller, Remigio, que estaba en el torno de la otra cuadra y un viejo, don Serafín, que se había jubilado como señalero del ferrocarril. Se jugaba al truco y se bebía vino.
Las voces iban creciendo y retumbaban los puñetazos en la mesa mientras los chicos se desgañitaban cantando la Marcha de San Lorenzo y diciendo: oír se deja de corcer el cilacero, en vez de: oír se deja de corceles y de aceros. Al anochecer iban a terminar la partida en el despacho de bebidas de la esquina y no siempre amistosamente.
Don Pedro tomó un plato de sopa, sin ganas, le dio un pedazo de carne al perro, pues por el perro y no por otra cosa se sentía dueño de la casa, y se fue al taller, con el traje nuevo.
Los chicos comieron algo, se peinaron propinándose uno que otro puñetazo, se pusieron el guardapolvo y salieron para la escuela, escoltados hasta la esquina por Fidel.
Cuando el perro volvió y fue a olfatear el tacho donde estaba el saco viejo en lavandina, doña María se secó las manos en el delantal y salió a explorar la calle. Como siempre, estaba doña Matilde, recostada en el poste de la puerta de alambre del terrenito de su casa, con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿No fue a trabajar don Pedro, esta mañana?
-No -respondió doña María y añadió, tiesa de miedo-: anoche me parece que tomó un vasito de más y trajo todo el saco roto y manchado de vino. Se lo lavé antes de acostarme; pero no sale del todo. Entonces fuimos a la tienda y le compré otro esta mañana, con una plata que estaba juntando.
-Sí; lo vi con el traje nuevo, remontando una paloma en el potrero. Nunca había visto hacer esto -recitó doña Matilde mirando lánguidamente al cielo.
¡Dios mío, ésta sabe algo! -pensó doña María y chapurreó:
-Para entretener a los chicos. ¡Las quiere, a las criaturas! (Y bueno; si no lo hubiesen buscado, no se hubiera metido). El tiene esa cara seria, que parece que siempre está enojado, pero ¡qué esperanza!, es un hombre de su casa, trabajador, que nunca le ha hecho faltar el pan a sus hijos... al que hablara mal de mi marido le sacaría los OÍOS. .. (¡Dios mío!... si el otro llegara a morir.) Se lo digo yo, doña Matilde, es un hombre al que hay que sacarle el sombrero...
-Y no como esos sinvergüenzas -le interrumpió doña Matilde, acentuando su sonrisa-, que porque el contrario dice turco en vez de truco, son capaces de abrirle la barriga de una puñalada. Pero, aunque todos se callen después, los agarran lo mismo, por las manchas de sangre del traje.
Adentro, en la casa, por primera vez aulló el perro.

5

EL PAN DULCE

Tenia razón doña Matilde.
A don Pedro lo pusieron preso y el disgusto (doña María decía: la mala sangre) no era por tener que ir a visitarlo a la cárcel, con el hijo mayor, mientras los otros dos y el perro cuidaban la casa, sino por lo que se murmuraba en el barrio.
Los chicos, a decir verdad, sentían cierto secreto orgullo de que el padre se hubiese hecho valer amagando una puñalada con un cuchillo de mesa. Pobrecitos, ¡qué saben ellos de estas cosas! (Este pensamiento debe ir acompañado de un suspiro.)
La gente de buen juicio había dicho sencillamente: -No se debe provocar a un padre de familia. Pero la herida no había tenido consecuencias y Fantasía ya andaba otra vez apoyando el codo en el mostrador de estaño del almacén con su vaso semillón dorado.
El mismo almacenero, don José, había salido de testigo. (No se alboroten: está bien dicho; no hay por qué complicar el idioma.) Pero don Pedro estaba adentro y no lo soltaban.
Doña María lo contaba de este modo:
-Como ser, aquí hay una reja; bueno, enfrente hay otra reja alambrada. Y entonces él viene y a veces no se puede acercar de tantos que hay detrás de los barrotes de hierro y no se puede oír lo que dicen, porque hablan todos juntos, gritando. Entonces, claro, usted comprende, a una le vienen las lágrimas a los ojos y un nudo en la garganta que no puede hablar. Y él, con toda la barba, como si no pasara nada; ¿se da cuenta? María, no te hagas mala sangre y ándate para casa. Al pobre Alberto lo miró y nada más. ¿Los chicos, están bien? Y el Fidel, ¿no me busca a la noche? ¿Se da cuenta, señora? En esa situación y acordándose del perro.
El perro era el que hacía más sensible la ausencia del padre. Cuando llegaba la hora en que volvía del trabajo, Fidel iba a la puerta, miraba inquieto hacia la esquina y volvía caviloso, con un trotecito cansino. Se echaba en cualquier lado, con la cabeza apoyada sobre una pata como si dormitase. Pero afinaba su oído y al menor ruido de pasos se enderezaba súbitamente y corría a la puerta.
Pero los días pasaban y don Pedro no volvía. Gracias-por-todo dijo que un amigo le había anunciado que pronto iba a estar en libertad, que estaba todo arreglado. Y a doña María, en la guardia, le habían asegurado: ¡Váyase tranquila, señora, mañana lo tiene en su casa!
Doña María salía de mañana a buscar ropa para lavar y volvía con un gran atado sobre la cabeza. El resto del día fregaba furiosamente sobre la tabla hasta quedarse sin aliento; después cocinaba y mientras los chicos comían, sentados a la mesa, ella tomaba un bocado de pie, sin ganas, tanto para no debilitarse.
Fidel husmeaba los rincones una vez más, buscando el olor que completaba a la familia, porque los perros sienten hasta el olor de los pensamientos.
Luego los varones lavaban los platos y todos se iban a acostar. Fidel hacía su última recorrida y se metía debajo de la cama de los chicos, desde donde podía proteger a la familia. Doña María caía en la cama tundida; pero el sueño no se dejaba atrapar ni boca arriba, ni de costado, mientras en la obscuridad el universo reproducía su hervidero de estrellas titilantes, Y ya sabemos, la obscuridad se hace más tensa y se acumula sobre el pecho y hay que derrumbarla con un gran suspiro y ese momento es el que le sirve al perro para entrometerse en cosas particulares, con cierto decoro.
Doña María siente en la mano abandonada el aliento húmedo y cálido de Fidel y luego su lengua tibia y le dice en voz baja, para que no oigan los chicos:
-No está, no; no está. Todavía no volvió. Ándate a la cucha.
Pero Fidel seguía lamiéndole la mano, porque doña María estaba pensando: ¿Y si no volviera? ¿Qué hago yo con los chicos? Porque sin padre ¿cómo puede haber educación en una casa? Una madre puede tener limpios a los chicos y darles un moquete a tiempo, una madre puede darles de comer bien y cuidarlos si se enferman, una madre es menos austera que un padre y no tiene vergüenza de suplicar y aun de arrastrarse por el suelo para pedir a la muerte que le deje a su hijo. Una madre conoce todas las posturas y los grandes gestos de los trágicos griegos y ha aprendido secretamente a torcer la boca, a desencajarse los ojos, a llorar lágrimas que saltan, gordas como piñones, por el costado de los ojos, y con gracia inimitable se cierran sobre la comisura de la boca; ha aprendido a bramar como ninguna actriz lo haría; y a pesar de que casi todas saben a conciencia su oficio de madres, a menudo son derrotadas y les queda la angustia de no haber sido del todo convincentes. Una madre puede estrujar contra su pecho a su hijo, con cualquier motivo, y traspasarle ese caudal de ternura, que un día hay que volcar en el sucesor; una madre puede enseñar a querer y siempre sabe las fechas de los cumpleaños. Pero un padre puede enseñar a dar la cara, a tender una mano lisa, a afrontar la contraria y a que no se debe tener deudas.
(Para todo esto no se necesita más que vivir como los demás: salir de mañana para el trabajo y regresar con un paso recio y ese olor a sudor sano que se escapa por las aberturas del saco.)
Sin padre no puede haber educación en una casa; pero las madres lo saben todo. Y saben esos miles de pequeños secretos sin los cuales no podríamos vivir, como soplar en un ojo para sacar un granito de tierra o golpear en la espalda para aliviar el ahogo de un ataque de tos.
Y también son las madres las que ennoblecen las cosas feas del mundo. Las tocan con sus propias manos y sus manos siguen siendo hermosas. Y si están encallecidas y cuarteadas son más maternales y no se comprende cómo el niño puede saberlo. Por eso las madres de manos pulidas dan a criar a sus hijos y el crío tiene que aprender a reconocer otro olor de madre. Y luego es tan difícil recuperar a la madre, aunque una tenga las manos cuidadas.
Después llegaba el día y doña María se ponía a fregar en el tacho, tanto más furiosamente cuanto más injusto le parecía lo que estaba ocurriendo.
A veces iba Alberto a entregar la ropa fresquita, bien doblada, y volvía con algún dinero. La madre había dicho:
-Vamos a juntar, para darle una buena comida a tu padre, cuando vuelva.
Y como estaba próximo el Año Nuevo, quiso que el muchacho trajera una hoja de panel y lápiz y anotara:
1 pan dulce
1 paquete de fruta seca
1 turrón

¿Y qué más? Bueno; se mata una gallina y se hace el estofado.
(-Doña Matilde, dice mi mama que tenga feliz Año Nuevo y que le mate esta gallina, porque si la mata ella después no la puede comer.
Y un buen plato de fideos. (Sin fideos no parece día de fiesta.)
-¡Ah!... pone... una botella de sidra... y diez de hielo...
-Mama... ¿por qué no compras un ananás”?
-Ponélo al ananás. Se pela, se corta en tajadas redondas y se le pone un vasito de vino seco.
Doña María había colocado moneda sobre moneda y llegó a reunir diez pesos, que le cambiaron a don José, el almacenero.
La víspera de Año Nuevo, vino Gracias-por-todo bien temprano y le gritó desde la puerta:
-Doña María, parece que hoy lo largan a don Pedro.
Ella se detuvo un poco asustada, porque primero había ido todo tan lentamente, que era una desesperación y ahora las cosas se precipitaban de tal manera que no había tiempo de pensar qué había que hacer, qué cara había que llevar... ¿Tendría que besarlo? Pero no tenía costumbre y era como desbaratar delante de extraños la seriedad que él se había impuesto y que tanto le costaba conservar.
Al mediodía empezaron a salir los presos perdonados en vísperas de las fiestas. Y ella estaba en la vereda de enfrente, en la sombra, sintiendo un temblor por dentro y cada vez que alguien trasponía el portón y se detenía un instante, parpadeando, como si por primera vez se asomara al mundo, ella sentía una flojera, como si toda la emoción hubiese bajado a sus piernas.
Una mujer escuchimizada, pasó a su lado y le dijo casi sin mover los labios:
-¿El suyo no salió, señora? Allá va el mío.
(Doña María: ya sé que a usted no le importa; pero quizá le resulte interesante saber que el Cap. VI de la Gramática castellana, dice: Pronombres posesivos son aquellos que significan posesión o pertenencia de alguna cosa o persona. ¿Comprende por qué a usted le agradó lo que le dijo la pobre mujer?)
El primer indicio que tuvo ella de que el suyo no salía, fue un copioso sudor que le bajaba desde la nuca por el cuello. Cosa rara, primero fue el sudor y después el pensamiento. Entonces comprendió que había esperado hasta ahora sin pensar que esperaba y que su capacidad de paciencia se había agotado frente a aquellos muros amarillos de la prisión. Tuvo la sospecha de que no quedaba otra cosa por hacer que gritar y desplomarse en la vereda teniendo por único testigo al vendedor de masitas, que movía su plumero de tiras de papel con esa parsimonia con que las vacas mueven distraídamente la cola. Pero en ese momento apareció él en el portón. Pareció indeciso, como si no supiese claramente hacía qué lado tomar. No la vio y parecía que no esperaba a nadie. Se dirigió con cierto esfuerzo a pasos pesados hacia la esquina, como si fuese para el lado opuesto al que había resuelto ir. Ella quiso gritar y no pudo. Su chistido cayó al suelo antes de llegar a él. Entonces reunió todas sus fuerzas y empezó a correr detrás de su marido. Tenia miedo de no llegar a alcanzarlo y que él hubiese perdido la costumbre de volver a casa, después de tantos días de encierro, y que siguiese por esas calles, tantas que no se sabía cómo hacer para recordarlas y que, entrampado en ellas, no pudiese volver nunca más. El la presintió detrás suyo y se dio vuelta en el preciso momento en que una baldosa más alta que otra se propuso ayudarla y la hizo caer, de rodillas. Entonces vino hacia ella, a grandes pasos y la alzó con sus nervudos brazos. Y en esta forma se cumplió el abrazo. Y se sentía tan feliz así sostenida.
-¿Te hiciste mal?
-No; no me hice nada, es que estos malditos zapatos, pía... pía... pía...
(Ya todos saben que cuanto más se habla más se disimula. ¿Para qué copiar lo que dijo doña María? Cuando se adquiere una conciencia de escritor, este oficio es doloroso. Cada uno ponga allí lo que le parezca.)
Pero él no la escuchaba y a la luz plena del mediodía su humillación se acentuaba. Nadie había comprendido nada. Se le había tratado como a un irresponsable, que no sabe lo que ha hecho. El había arriesgado su vida para imponer un respeto y se le había dado el tratamiento de un niño que ha cometido una falta. No era posible entenderse y habían concluido por dejarlo en el cuadro.
(¿Por qué tutear a los presos? Cuanto más bajo cae un hombre más cuidado hay que tener con la dignidad que ha podido salvar.)
El caminaba sombrío y ella trotaba a su lado, rengueando y como él se enjugó la frente con la mano, ella quiso llevarle el sombrero, para que él supiera cuánto lo quería. Pero ya no era el mismo don Pedro. Su importancia de vecino respetado se había desmoronado. Mejor era que pensara en su mujer y en sus hilos también los domingos, en vez de ir a jugar a la baraja y a tomar vino.
-Yo sé que hice mal; pero uno tiene la sangre calienta y no va a dejar que se le rían en la cara.
-Tenés que pensar en tus hijos.
-Sí; pero tampoco sería un buen ejemplo que los hijos supieran que uno se dejó basurear por un compadrito.
-A vos qué te importa... vos tenés a tu mujer y a tus hijos...
¿Acaso no le hablan dicho que Fantasía le había puesto pimienta en los ojos al perro del guardabarreras? El no se metía con nadie; pero odiaba a los que maltrataban a los animales. Los perros y los gorriones le daban más lástima todavía.)
Cuando llegaron a la casa, desde el fondo vinieron corriendo los tres chicos y al llegar junto al padre se quedaron mudos, revisándolo por la espalda, por los costados, como si esperaran que trajera algo escondido. Doña María los apartó rudamente:
-Ya están... ya están con la boca abierta. Dejen pasar... ¡malcriados!
Pero los tres chicos se reían y Fidel, después de cerciorarse que el patrón había llegado, empezó a correr, frenéticamente, desde la puerta al gallinero, de la cocina a la pieza, llevándose todo por delante, golpeando las puertas, empujando las sillas...
-Míralo -dijo doña María-. Se volvió loco.
Don Pedro fue derecho a su sillón de mimbre y sus manos parecían acariciar los brazos del viejo sillón.
-¿Por qué no te haces una siesta? -dijo doña María, que ya se había puesto de entrecasa y se sentía, más tranquila escondiendo las manos debajo del delantal.
Para olvidar aquel mal momento de su vida tenia él que tomar contacto con las cosas familiares. Pero don Pedro no quería hacer la siesta.
-¿Querés comer alguna cosa? ¿Querés tomar algo?
No: don Pedro no quería ni comer, ni beber.
(A medida que avanzamos en la vida nuestros ojos parece que se corrieran hacia la nuca y miramos hacia atrás. Lo que queda al frente cada vez es menos y el presente en realidad no existe. El presente es como un muro divisorio. Lo que vivimos lo arrojamos por encima del muro y pertenece al pasado. Recuerdos y presentimientos, eso es nuestra vida.)
El perro estaba tan contento que había entrado en la pieza y tironeaba de un zapato viejo. De pronto el animal se levantó sobre sus patas traseras y revisó el antiguo tocador de nogal. El cepillo de la ropa le tentaba con su pelo ríspido, pero estaba lejos de su hocico; la jabonera tenía un olor que le disgustaba, aunque su color y su brillo le atraían; el juego de copitas de licor, con su arco dorado, también estaba fuera de su alcance. No había otra cosa a su disposición más que el arrugado papel verde de diez pesos que doña María acababa de sacar de su escondrijo. Dio un saltito sobre las dos patas y lo alcanzó. Tenía un olor tan particular, un olor mezclado de hombres y de azufre que lo excitaba. Lo dejó en el suelo, lo volvió a oler, remangando el hocico; se echó atrás, agachándose sobre sus patas delanteras hasta apoyar la cabeza en el suelo, y lanzó un ladrido infantil (¿puede decirse?), batiendo la cola. Después se echó sobre el papel de diez pesos como sobre una laucha, con las dos patas a la vez y sacando las uñas bruscamente. En seguida, gruñendo y sacudiendo con furia la cabeza y con ayuda de las patas, empezó a mordisquear y a romper el billete de diez pesos hasta que no quedaron más que unas tiras de papel esparcidas por el suelo.
Y en ese momento, doña María le decía a Alberto, en la cocina:
-Agarra la plata que está sobre el tocador y anda a comprar las cosas. Y no vayas a perder los diez pesos.
(Bueno; casi no tengo ganas de seguir contando. ¿Se imaginan? Sí; ya sé: esto fracasa como drama para los que pueden asistir a una exposición de abanicos fin de siglo; pero les juro que es un drama tremendo para más de cuatro y sospecho que en junto deben ser algo más de cinco.)
Alberto se quedó inmóvil en la puerta de la pieza, helado de terror. El perro fue hacia él moviendo las orejas. Pero el chico retrocedió y dio un grito espantoso:
- ¡Mama!... ¡mama!...
Corrió la madre, corrió don Pedro, corrieron los otros dos chicos. Alberto tartamudeaba:
-Mama. .. el Fidel... se comió la plata...
Hubo un momento de consternación. Fidel lentamente, mirando de reojo, se escurrió bajo la cama. De pronto, doña María se sacó una zapatilla y quiso correr detrás del perro; pero don Pedro la retuvo por un brazo. Sus ojos eran mansos y suaves, el mechón de la frente caía sobre una ligera sonrisa.
-¿Qué vas a hacer?, déjalo.
-Era la plata para la comida de Año Nuevo... -murmuró ella, apuntando un sollozo-. Queríamos darte una buena comida y comprar un pan dulce.
-Un hombre que le da a otro un cuchillazo no puede comer el pan dulce de Año Nuevo -dijo don Pedro sentenciosamente.
-Pero... -preguntó perpleja doña María, mirándolo en los ojos-. ¿A vos te parece que el animal comprende?
- ¡Claro que comprende! -dijo él levantándose el mechón de pelo de la frente- ¡mejor que vos y yo, comprende!
Y así fue como Fidel no les dejó comer el pan dulce de Año Nuevo.
(Y, claro, uno se olvida casi siempre de que aun cuando lo pierda todo, absolutamente todo, no ha perdido nada, si no se ha perdido uno mismo.)

6

LA CALESITA

Los ojos del perro se iluminaron. Mario golpeándose con la mano en el muslo, lo llamó con un tono que Fidel ya conocía. Porque aun cuando el perro no hacía preferencias con los chicos, a cada uno le reservaba una parte de intimidad no compartida con los otros dos.
(Ya intuía él, siendo perro, antes que el filósofo, que las vidas no son más que un íntimo acontecer.)
Así, acompañaba a Pedrito, el melindroso, a dormir y se anticipaba a poner el hocico sobre las patas, para que doña María pudiese decir, con el aire distraído de quien sigue el vuelo de una mosca:
-Dormite, pichón; ¿no ves a Fidel, que es buenito, cómo se durmió en seguida?
Y en cuanto el chico se quedaba dormido, Fidel sacudía una oreja, olfateaba el aire y salía con suavidad de gato, dejando al niño dormido con su soledad. Afuera, en la galería, se sacudía erizando los pelos, o bostezaba estirando las patas traseras. Y moviendo la cola con discreta alegría, iba al encuentro de Alberto, que estaba casi siempre sentado en el suelo, recontando las cosas que atesoraba en sus bolsillos.
Si estaban solos, casi siempre se entregaban al juego tácitamente convenido. Pero tenían que estar solos para que todo saliese bien. Alberto se echaba de espaldas sobre las baldosas y Fidel lo embestía, saltando sobre él, haciendo locas cabriolas y mordisqueándole suavemente los brazos. Cuando, pasado el primer ímpetu, Alberto quería agarrarlo, Fidel se escurría de las manos y si se dejaba atrapar era para fingir una gran desesperación por desasirse, con inverosímiles contorsiones, mordiscos que no alcanzaban a apretar los dientes y grititos ahogados de impotencia. Y todo esto sin más ruido que el del resuello y uno que otro falso gruñido. A veces, una oreja torcida en tirabuzón o la filosa punta de un colmillo, les recordaba, después del inesperado gemido, que se habían excedido en la simulación. Entonces doña María, sin asomarse siquiera, ponía una tregua en la contienda.
-Alberto, deja ese perro, no lo cargosiés. El día que te muerda vas a venir llorando.
El perro aprovechaba para tomar un respiro y luego volvía a la carga. Pero cuando se fatigaba de esta lucha, iba a dar unos lametazos en el tacho del agua y se echaba a dormir, gruñendo si Alberto lo molestaba.
Otro de los juegos que preferían, era el siguiente: Alberto ponía en el suelo, al lado suyo, como al descuido, cualquiera de las cosas que guardaba en sus bolsillos, una perilla, una arandela de goma, un piolín, una tapita de lata, y Fidel la tomaba entre sus dientes y salía a todo correr.
-Trae eso acá -decía Alberto con voz de enojo. Y empezaba la persecución.
A Mario, en cambio, le servía de cómplice en sus travesuras. Fidel siempre acompañó a los chicos a todas partes y hasta tuvieron que echarlo del patio de la escuela; pero cuando Mario lo llamaba, con un silbido corto, golpeándose con la mano en la pierna, ya sabía el perro que debía prepararse para sobresaltos y locas carreras.
Primero se iniciaba una corta disputa:
-¿Por qué no va Alberto? ¿Siempre yo... tengo que ir?
- ¡Mario -decía doña María, con un dejo de distinción-, anda pronto, no me quiebres la cabeza!
Entonces Mario hacía la señal convenida y salía con el perro. El chico se transformaba apenas pisaba los ladrillos de la vereda. Su semblante adquiría una expresión hosca y meditativa, como la del explorador de una selva. El perro lo seguía, atento a sus indicaciones. Tenia que ladrar cuando Mario se lo ordenaba y escabullirse cuando se peleaba con otros chicos a cascotazos, con esas corriditas en las que las patas traseras parecen pasar a las de adelante, con la cola escondida. Y tenía que hacer frente a los perros del barrio, al Negro, que era fino y nervioso; al Yacaré, que tenía un ojo menos; al Jazmín, que era corto de patas, pero poderoso. Todos, al verlo escoltando al muchacho, querían humillarlo en su presencia y lo olían desconsideradamente; pero Fidel se sentía valeroso junto a Mario. El chico le echaba una ojeada al perro que les salía al paso, valorándolo y seguía su camino, con un rápido gesto de desprecio. Si el contrario gruñía, provocando, le sacudía un puntapié, mientras Fidel erizaba la pelambre y tomaba posiciones. Pero si el perro seguía husmeando atrevidamente, de pronto, Mario se volvía hacia él y señalándolo, con un gesto de ferocidad ordenaba:
-¡Chúmbale, Fidel!
Y Fidel, ceñudo, se abalanzaba, ríspido, frunciendo el hocico para que se le viesen los colmillos y se iniciaba un conato de pelea.
El otro perro decía retrocediendo: -¡No te hagas el malo!- Y Fidel contestaba: -¡Cuando voy con él, no me gusta que se tomen confianza!
Y cuando acobardado y aturdido por el sorpresivo ataque, el otro perro quedaba arrinconado, Mario ordenaba:
-¡Basta... déjalo... vamos!
Con Jazmín no ocurría esto y casi siempre le daba unos revolcones a Fidel. Entonces Mario lo espantaba a pedradas y Fidel, temblando y sacudiéndose la tierra del lomo, con una pata levantada, lo interrogaba con los ojos. ¿Estuve bien?
Bueno; llegó el lechero, apurado como siempre:
- ¡Lechero, patrona!
Fidel lo dejó pasar, indiferente, como todas las tardes. Siempre era lo mismo: el ruido que hacia al destapar el tarro; si ruido de la leche que llenaba la medida; el que hacía al volcar la medida en la ollita y otra vez el sonido a hueco de la tapa del tarro.
- ¡Hasta mañana, patrona!
Y Fidel que se incorporaba bruscamente y corría detrás del lechero, buscándole los calcañares y ladrando como un descosido.
(Los lecheros siempre andan apurados como si temiesen no alcanzar a distribuir toda la leche que dan las pachorrientas vacas.
Ahora, doña María le da un peso a Mario (¡No lo pierdas!) para que vaya a comprar yerba al almacén y empieza la parte dramática del relato.
(¿No puede ir él? ¿Siempre yo... etc., etc. Bueno; esto ya lo saben.
Eran las cuatro y media; pero el sol estaba alto y las moscas vibrantes. (También el día y la noche ahora los señalan los economistas en vez de los astrónomos.)
Mario salió seguido por Fidel. Caminaba mirando al suelo y un mechón de pelo le caía sobre la frente como a su padre. Pero pasó delante del almacén “Vita Nova” y no se detuvo, ni vaciló siquiera.
En la otra esquina, en un potrero triangular, habían instalado una calesita y Mario iba hacia allá, atraído por las lejanas notas del elemental organito.
La cúpula anaranjada del toldo era vieja; pero los caballitos habían sido repintados y lucían gallardos entre los barrotes bronceados. Sí; toda la calesita era triste y giraba como cansada, con leves chirridos de vejez. Cansado el organito desparejo, vencidas las tablas onduladas del piso circular; exhausta la cúpula de lona raída, con flecos sucios; agotado el hombre que daba vueltas a la pera de la sortija; derrengado el matungo. Solamente los caballitos de madera se mantenían enhiestos. El caballo de verdad, sin arrogancia, huesudo, con los ojos tapados con un trozo de arpillera, estaba atento a su trabajo y no podía evitar una sacudida de orejas, cuando oía la voz del patrón. Los caballitos de madera, tan soberbios y coloridos, estaban en cambio, casi todos desorejados; pero ejercían tal atracción que Mario traspuso el alambrado sin poder pensar lo que hacía. Le dio el peso al hombre y pagó dos vueltas. Se guardó en el bolsillo del pantalón el resto de las monedas y esperó, con tres o cuatro chicos más, a que la calesita se detuviera, para subir. Luego, excitado, fue probando todos los caballitos, y desechándolos, a uno por el color, a otros por la dureza del asiento, a éstos por las cortas riendas. Solamente cuando si viejo caballo -¡Arriba, Pimpollo!- hizo andar la calesita se acordó de Fidel. Pero ya era tarde y el perro corría detrás suyo, todo alrededor, con un aire alegre, de cachorro.
Y se pretende que el chico levantaba las narices, como los caballitos, y que sentía al girar como una extraña embriaguez que lo impulsaba a dar otra vuelta y otra, y otra más...
(Si; era preferible dar hoy mismo todas las vueltas necesarias para agotar ese deseo, aturdido por la música del organito falto de aliento. Después se forzaría a llorar para simular que había perdido el peso.)
Mientras tanto, a su casa había llegado el mercero, con su canasta de baratijas al brazo y su fardito de telas sobre la espalda. Los chicos le habían puesto de sobrenombre Sopadoble, por su corpulencia. Era un sefardita acriollado y alegre, con una alegría un poco puesta, que no podía comunicar a los demás. Entraba en casa de sus marchantes, como Pedro por la suya, cantando:
-Lori-bilori Vicente colorí...
Remataba su canturria con un potente: -¡Merceroo! y empezaba a charlar con vivacidad profesional:
- ¡Dichosos los ojos que la ven, marchante! ¡Cómo le va, doña María! El marido y los hijos, ¿están bien? Eso es todo. La salud, primero. Déjeme poner el atado en el suelo... Le voy a mostrar un género floreado que es un primor...
-¿Y qué quiere que haga una vieja como yo, con un género floreado...?
Y pensaba: Bueno, tan vieja no sos...
-Doña María... viejos son los trapos... pero una mujer como usted... que Dios la conserve por muchos años, usted... usted todavía tiene que ir vestida a la inglesa...
(¡Qué me dicen: para Marcial, el ser inglés era el colmo de la perfección! ¡Y los pobres ingleses son tan desdichados como todos!)
-¡Déjese de, embromar, mercero! -dijo doña María. Todavía le debo doce pesos y hoy no le puedo dar nada...
- ¡Marchante! ¿Marcial le ha pedido plata alguna vez...? Cuando hay, hay; y cuando no puede, no paga. La plata no es todo en el mundo... Si hoy no tiene... algún día tendrá.
A esa confianza, doña María correspondió, yendo a la cocina a poner sobre el fuego la olla, para recalentar algún resto de la sopa del mediodía, que era lo que más apetecía Marcial. El aflojaba las correas del fardito y ponía en fila los cortes del género.
-Hay que aprovechar ahora, marchante, después de la guerra, no va a haber género... El mundo va a cambiar mucho, doña María.
-Sí -dijo ella, sentenciosamente-; quién sabe cómo van a ser las cosas... pero la ropa de mi marido y de mis hijos, tendré que refregarla como ahora...
(¡Vaya a saber qué quiso decir con eso doña María!)
Marcial se echó en el piso fresco del corredor y puso sobre las piernas el plato honda que le trajo doña María. Y mientras ella y los chicos miraban las cosas, el mercero, con un pedazo de pan, tomaba cucharadas de sopa recalentada y decía con la boca llena:
-Dios se lo pague, doña María... ya me empezaba a doler la cabeza del hambre.
-Un ciato de sopa no se le niega a nadie -refunfuñó con cierto pudor doña María, extendiendo algunos géneros y esperando que un sentido oculto le señalase imperativamente cuál era el de su conveniencia.
De pronto se acordó que había mandado a Mario al almacén hacia ya mucho tiempo y que aún no había vuelto. Le dijo a Alberto que miraba, de rodillas, con Pedrito, la abigarrada canasta del mercero:
-¡Anda a ver dónde está tu hermano! ¡Hace una hora que lo mandé al almacén, a comprar yerba y todavía no ha vuelto. ¡Dios bendito! ¡Con tal de que no haya perdido la plata!
Y dirigiéndose al mercero:
-Y este marroncito, ¿a cuánto sale?
(Lo más pesado para doña María era tener que decidir. ¿Por qué no lo daban todo hecho y elegido en el mundo? Para elegir había que saber qué era lo que aprobaban los otros y simular que se coincidía por casualidad. Pero nunca se podía hacer lo que uno quería y uno mismo tenía que elegirse una forma de ser para tratar a la gente y después que le aceptaban ya no se podía cambiar ni con los seres más queridos, porque en seguida se alarmaban y lo llevaban a uno a casa de un especialista con ojos desvariados, que se empeñaba en saber lo que se oculta toda la vida.)
Alberto se levantó sin ganas y salió a la calle. Para justificarse, doña María le gritó:
- ¡Va a venir tu padre y no tengo yerba para el mate! -Y pensaba: este generito me vendría bien para hacerme otro batán.
Y aquí empezó una colorida conversación, con palabras que conservaban una antiquísima dignidad, pues pertenecían a etapas maravillosas de la civilización. Había que pronunciarlas con cierto empaque, como si los dos quisiesen dejar bien establecido que las conocían: envés, Grillo, retazo. Y salieron a relucir los percales, cretonas y bramantes; el antiguo muletón, el familiar bombasí, el íntimo madapolán. (Y todos estos nombres saltaban sonoros en el aire y después se golpeaban contra el centímetro del mercero y caían desvanecidos.)
Cuando iba a guardar el corte de género en el ropero, de pronto se sintió abochornada. ¡Ella comprándose generitos para un batón y los chicos nada! ¡Mario no tenía pantalón y el que llevaba puesto tenía ya dos remiendos!
Doña María volvió con el corte de género:
-Mercero... mire, otro día... mejor... ahora preferiría comprarle unos pantalones a Mario... después, otra vez...
Marcial volvió a desempaquetar su mercancía y hubo que empezar de nuevo a elegir.
Cuando terminó de revisar el fardito, dijo doña María:
-¿Por qué no se compra un coche para ir vendiendo de puerta en puerta?
-Marchante, usted lo sabe, el único coche que me voy a comprar -enjaretó el mercero- será un coche con cuatro caballos, cuando me ponga el sobretodo de madera.
Y salió, con la canasta al brazo y el fardito sobre la espalda -¡Adiós, doña María!-, canturreando: Lori, bilori... Tropezó con Alberto que volvía corriendo y tronó, con descompuesta mímica:
- ¡Sos el último melón de la bolsa! Casi me haces caer la canasta...
Alberto retrocedió, enconado:
- ¡Cállese... Sopadoble... a usted le zumba el balero!
- ¡Alberto! -gritó doña María-. Ya te voy a dar, lengua de trapo.
-Mama... Mario no está... ¿voy hasta la otra esquina?
-Sí; a ver si lo ves a ese sabandija.
Alberto volvió a salir a la carrera, seguido de Pedrito. Y no habían pasado cinco minutos, cuando oyó a Gracias-por-todo que se despedía de su marido en la puerta. Don Pedro entró pausadamente y ella tuvo un ligero sobresalto y empezó a secarse la frente con el delantal.
(No tenía nada que temer, por supuesto, y acaso físicamente fuese tan fuerte como él; pero, ¡es tan lindo sentirse débil y protegida!)
El se sacó el saco, se sentó en el sillón de mimbra y preguntó:
-¿Y los chicos... y el perro... ?
-Lo mandé a Mario, a comprar yerba, para hacer el mate... (¡Ay... lo mataría!) y ahora fueron los otros a buscarlo porque desapareció.
Entonces entró Pedrito, muy agitado:
- ¡Mama... mama... Alberto le sacó la chicha a Mario!
Se cortó al encontrar al padre; pero ya entraba Mario llorando y la sangre que le corría de las narices le había manchado la camiseta, en el pecho. La madre corrió con grandes aspavientos:
-Pero, ¿qué le has hecho a esa criatura? ¡Dios bendito! ¿Quién te dijo que tenías que pegarle?
Fidel se puso al lado de don Pedro, indiferente y lo miraba y movía la cola.
Doña María gritaba amenazante:
-¿Por qué le pegaste?... ¿Y la yerba? ¿Dónde está la yerba?...
Alberto contestó, alejándose unos pasos:
-Se gastó toda la plata... en la calesita...
Hubo un instante de estupefacción general durante el cual solamente el perro pareció no comprender la gravedad de la falta.
(Siempre pasa lo mismo, siempre son los perros los que están fuera de la realidad.)
Al fin, doña María se puso roja, presa de incontenible furia, se sacó la zapatilla y abalanzándose sobre el aterrorizado Mario, con cada golpe iba diciendo:
-¡Yo - te - man - dé - a - com - prar - yerba. - Te - voy - a - dar - ca - le - si -ta...!
Fidel ladraba como enloquecido, con los ojos afuera. Entonces ella sintió en su brazo la mano grandota de su marido y su voz rotunda, que decía:
-Déjalo al chico... no lo castigues... no se gana nada con pegarles... salen peores...
Y ocurrió algo terriblemente doloroso. Doña María se apaciguó, soltó a Mario, dejó caer al suelo la zapatilla y mientras la buscaba con el pie, para calzarla, se deshizo en lágrimas. Lloraba como una chica, sin cuidarse de que le viesen las muecas, apoyada en la pared y decía, con la voz entrecortada:
-¡Mis hijos... mis hijos queridos, tienen que ser unos malvados... y cuando sean grandes yo no sé qué será de ellos... antes no eran así... y tampoco el Fidel me había hecho frente... y la culpa... la culpa de todo... la tiene el padre... lindo ejemplo le ha dado a sus hijos... desde que estuvo preso....
(Pero en verdad lloraba por todo lo que había soñado en algún momento de su pasado, tan diferente de lo que la realidad era. Ahí estaban lo que había deseado; pero sentía que no era todo, que cada vez la vida se los iba arrebatando)
El no perdió la cabeza y encontró, por suerte, el tono y las palabras justas para ese mal momento. Y hasta probó sonreír.
-¡No llores, sonsa! Vos “te creías que vivir era más fácil, que era como pasear, chupando caramelos... ¡Anda, anda a llorar adentro!
(Claro, el filósofo lo hubiese expresado con más elegancia; pero, en definitiva, es lo mismo.)
Pero a ella la afligía sobremanera la sospecha de que cuando ocurría una cosa de éstas todo se derrumbaba y había que empezar de nuevo. Entró gimiendo: ¡pobres hijos míos... pobrecitos!... -porque ya no podía sostener más tiempo una representación tan dramática y él les dijo a los tres chicos:
-Vengan... vamos al potrero... hasta que se le pase.
Caminaba adelante, ensimismado y los chicos lo seguían con un silencio torvo. Fidel iba el último, trotando tristemente. Llegaron a un lugar donde hay una especie de zanja, recubierta de pasto limpio y sombreada por grandes ramas de cina-cina.
Obscurecía. El aire se había detenido. El padre se sentó en el pasto y a su cara había bajado una sombra de tristeza tan honda, que los chicos y el perro, abandonando todo recelo, lo rodearon. El no tenía costumbre de hablar y menos con sus hijos y hasta sentía cierta vergüenza de mostrarse tierno. Sentía los labios gruesos y torpes.
-Miren -farfulló, haciendo un esfuerzo para arrancar-. Si algún día pierden a la madre, se van a dar cuenta de lo que vale. Yo mismo no le llego ni a la suela de los zapatos. No hay que hacerla rabiar a la pobre...
(De pronto pensó que los chicos podían verle las uñas negras y escondió las manos entre las piernas.)
- ...Yo tuve esa desgracia, ¿saben?, de que me llevaran preso por la pelea con Fantasía.
(¡Ah, don Pedro... si yo pudiese ayudarle a explicarse lo que le vaso en aquel mal momento! ¿Sabe... ? usted tuvo que dar esa cuchillada, a pesar suyo, porque era una forma de tener la certeza de que no habían muerto del todo las vidas que tuvo que desechar cada vez para hacerse dueño de una casita y padre de familia.)
- ...y ella quiere olvidarlo; pero no puede... y con cualquier motivo me lo echa en cara... y cualquier cosa mala que ustedes hagan va a decir que llevan mi sangre ... y va a salir con esa del mal ejemplo y qué se yo cuántas cosas... Por eso tienen que portarse bien... ¿Comprenden?...
Y todos, hasta el perro, vieron cómo el hombrón lloraba. Entonces los tres chicos, apretando las bocas, lo miraron a Fidel y el perro comprendió y se acercó al padre y le lamió una mano.

7

LA NOVIA

Al mediodía los chicos notaron la falta de Fidel.
-Mama, ¿lo viste al Fidel?
-Debe estar en el potrero.
-No está...
-Bueno; a mí no me quiebren la cabeza. Yo no voy a andar todo el día a la cola del perro. Si no está en ninguna parte, se lo habrá tragado la tierra.
Esto fue lo que dijo doña María, mientras rasqueteaba con el cuchillo, en la pileta, unas raíces de radicha. A “él” le gusta la radicha. No se cansa de comerla. Pero cuando la quiso plantar en casa, salían unas raíces flacas y fibrosas. En cambio, la radicheta salió tiernita y amarga y cuando la cortaren por primera vez fue para comer el estofado, un buen pedazo de carnaza mechada con ajo, perejil y tocino, y habían invitado a Gracias-por-todo. ¡Cómo sería de rica la ensalada que Gracias-por-todo dijo: -Es un verdadero manjar! Y los chicos se rieron hasta saltárseles las lágrimas. Sí; hasta saltárseles las lágrimas, porque doña María le arrimó un moquete a Alberto que le hizo cambiar de golpe tres muecas. En cuanto a Mario, se echó rápidamente debajo de la mesa con plato y todo y allí intentó hacerle probar unas hojitas de radicheta al perro. Pero Fidel no participaba de la opinión de Gracias-por-todo y dio vuelta la cabeza. Bueno; no me apuren, déjenme contar a mi modo. Ese día fue cuando Gracias-por-todo dijo: -Quiero morir después de haber saboreado el mundo. ¿Se dan cuenta? Esto lo dijo Gracias-por-todo con una gran sonrisa que le hubiera envidiado Nietzsche.)
Pero doña María se asustó de sus propias palabras. ¡Se lo habrá tragado la tierra! Sí; la tierra se ha tragado ciudades enteras, cómo no va a poder tragarse a un pobre perrito que siempre la mira a una como quien está condenado a perpetua mudez.
- ¡Miren abajo de la cama!
-No está.
-¿Y en el cajón de la clueca?
Ya fuimos a ver; ¡no está!
Entonces doña María se enfureció repentinamente:
-No está... no está... ¿y yo qué tengo que ver con el perro?... ¿Es mío? Ojalá que se vaya por ahí y no pueda volver... así va a probar sí le dan de comer como aquí... y el agua.. cambiada dos veces por día y si tiene frío... a ver si lo dejan subir a la cama... el señor el príncipe... el dueño de la casa... ¡Y váyanse al colegio antes de que agarre un palo y les muela los huesos! Y que no me venga la maestra con que quiere más libros... porque yo tuve uno solo para todos los grados y sirvió para todos mis hermanos y nunca...
(Bueno; no hace falta poner todo lo que dijo porque no todo lo que se dice es tal cual, sino que sirve justamente para ocultar lo que se siente y se piensa para disimular humillaciones, derrotas y dolores. Desde que el hombre organizó su conciencia y quiere pensar la vida, la naturaleza no hace más que humillarlo.)
Los chicos salieron de uno en fondo, para el colegio, y doña María acabó de rasquetear las raíces de radicha y las echó en la olla. Después se asomó a la puerta de la cocina y vociferó:
- ¡Fidel!.. . ¡Fidel!. . .
Y esperó, con el oído tendido; pero el perro no apareció, ni contestó al llamado.
Doña María hizo una última prueba. Como si Fidel estuviese escondido en un lugar invisible, salió al corredor con un trozo de carne y volvió a gritar: . -¡Fidel!... ¡Fidel!...
Y se quedó con la mano extendida en el aire. Sólo acudieron dos viejas gallinas, la Catalana y la Pelada, que se pasaban el día espiando con sus miraditas laterales y, empinándose, cloquearon. Doña María no les hizo caso. Volvió a la cocina y luego salió a la puerta, secándose las manos en el delantal.
Doña Matilde, la vecina, estaba en su puerta, con un hombro contra el poste y un pie cruzado sobre el otro y las manos dentro de los pliegues de una pañoleta verde-botella. (¡Qué raro! ¡Siempre que doña María sale a la puerta, la encuentra a doña Matilde recostada en el poste! Y una vez, cuando se pelearon porque Pedrito rompió al vasar un gajo de malvón, doña María le dijo: ... porque usted se pasa todo el día en la puerta, por eso... Y doña Matilde le contestó sin alterarse, sonriente: -¿Y usted cómo lo sabe?)
-No; doña María, no lo vi... este... bueno, a decir verdad lo vi hoy, temprano... iba para la esquina... ahora que me acuerdo... me pareció medio caído... medio enfermo...
-¿Quién, Fidel? -gritó doña María-. Usted ve visiones, doña Matilde... disculpe que se lo diga... el Fidel nunca tuvo nada, ni cuando se peleó con el sapo y lo mordió y se le llenó la boca de espuma... Los perros no son como nosotros que a cada momento vamos a la botica; un perro, cuando tiene la trompa caliente, come un poco de pasto y ya se curó todo...
-Qué quiere que le diga... a mí me pareció que andaba caído...
Doña María dio media vuelta y se metió en su casa. (Bueno, lector; yo comprendo que usted se escandalice por la sencillez de mi prosa; pero qué quiere, yo me he pasado veinte años ejercitándome para escribir como se habla, cuando no se pone cuidado en el hablar, y todo mi arte consiste en fingir esta naturalidad y sencillez, porque ni siquiera es del todo sincera, tanto nos pervirtió lo que llamamos literatura.)
La tarde se demoraba. Y... claro... ¡no es por nada!... pero ¿cómo se pone una a zurcir las medias, si el perro no está tendido al lado, con la cabeza sobre los pies? Pueden haberlo matado por ahí, en cualquier potrero y ahora estará debajo de una mata de margaritas, tieso, sin espantarse las moscas, como si lo hubiesen rellenado con paja y le hubieran puesto ojos de vidrio. Y si no llueve hoy, llueve mañana y ni siquiera puede cerrar los ojos.
(Como decía el lavandinero con distintas palabras y algunas más gordas que otras: Hablando mal y poco, ta... ta... ta... ta... A nadie se le puede desear tan horrible destino como el de morir sin que nadie lo vea, sin que lo entierren. Siempre es más decente que lo vean muerto a uno, aunque sea en una plaza, cabeza abajo, colgado dé las patas.)
Entonces pensó en voz alta:
-Y me tiene que pasar esto justo hoy que hice las lentejas.
(Los pobres hablan de los frutos del mundo con el respeto de quienes saben que unas chupadas de mate contienen el sufrimiento de muchos seres humanos.)
Se le soltaron unas lágrimas y para fortalecerse buscó unos trapos y los metió en la tina para lavarlos. (El mundo es una caja de sorpresas: hay quien trata de no llorar para que no se le corra el negro de las pestañas y quien se pone a fregar con furia en la tabla de lavar para frenar las lágrimas.)
De vez en vez, se enjugaba los brazos y salía a la puerta a dar un vistazo. Después entró en la cocina y arrimó la olla de las lentejas al fuego y puso a escurrir las radichas para hacer la ensalada.
(Es difícil entender cómo puede existir gente indiferente en el mundo. Seres que no pueden sacudir su aburrimiento, que solamente despiertan cuando alguna chispa de ingenio alumbra sus cerebros entenebrecidos. Los otros, con los sentidos sanos, aprecian por igual el estimulante hedor de los pesebres y la fragancia de la madreselva; el violonchelo del sapo y los chillidos de las tijeretas que tijeretean el aire con sus afiladas colas, haciendo equilibrios en los alambres. ¡Y saben cuando es el tiempo de las habas!)
Fue en el momento en que doña María tapaba la olla, cuando oyó el ruido que hacía Fidel, empujando con la patita el pasador de la puerta de fierro. Ella sabia distinguir por el ruido, si eran los chicos, si era “él” o si era el perro. Pero estaba tan inquieta, que esta vez salió al corredor secándose las manos en el delantal.
Sí; era Fidel y parecía contento de haber probado La libertad.
(Qué linda época. Millones y millones de seres luchando cada uno a su modo por la libertad. Equivocados o no, en la forma, ¡qué impulso tan noble, qué ideal precioso!)
-¿Qué te pasó a vos? ¿De dónde venís con esa facha?
El perro se fue acercando lentamente, moviendo la cola despacito y mirándola con ojitos melancólicos.
-Todo el día yirando, ¿en? Creí que te habías muerto.
(Doña María: no nombre tanto a la muerte. Nacemos para crear la muerte, que es la verdadera naturaleza del cosmos.)
Ella sintió que su corazón estaba agitado de contento.
- ¡Dios mío y cómo se ha puesto...!
Aquí creyó oportuno intercalar una risotada.
- ...Bueno; querido... aunque no te guste... te voy a dar un bañito... no te creas que vas a andar por esos andurriales y después, revoleándote con los chicos.
Fidel levantó una pata para defenderse y dejó escapar un gemido cuando doña María lo agarró por la piel del cuello y lo zambulló en la tina de agua jabonosa. Pero no se rebeló y temblando de frío trataba de apoyar las patas delanteras en la tabla de fregar y la miraba con ojos suplicantes.
Doña María le echó un balde de agua por la cabeza para enjuagarlo y se apartó esperando que se sacudiese. Después lo sacó del tacho y lo envolvió en unos trapos viejos, teniéndolo sobre las rodillas. Entonces lo apreté contra su pecho, meciéndolo y sintiendo que otra vez era su perro.
Después lo dejó saltar al suelo y se puso a mirar cómo corría enloquecido hasta la puerta y volvía y saltaba a su regazo y quería lamerle la cara y volvía a correr frenéticamente.
-Bueno; bueno... -dijo doña María poniéndose seria-, basta de correr...
Y no había terminado de hablar y entraron atropellándose los chicos que venían de la escuela.
-Mama... un pedazo de pan...
- ¡Un momento... un momento... lobos hambrientos... peor que lobos... no hay pan... en cuanto venga vuestro padre, comemos. ¿No saben que hoy hice las lentejas?
¡Claro, al perro no le importaban las lentejas! y seguía yendo hasta la puerta y volvía, con la cabeza alta, la mirada viva, el rabo tieso y vibrante.
Y cuando entró el padre, con su semblante hosco y sobre la frente aquel mechón rebelde que le aniñaba el gesto, Fidel volvió a repetir sus carreras hasta la puerta.
Don Pedro se quitó el saco y el pañuelo, se levantó los puños de la camisa y bombeó agua para lavarse. Y mientras miraba al perro, doña María pensaba: ¡Pobrecito, si le digo a “él” que faltó todo el día, es capaz de castigarlo! Pero, don Pedro le estaba preguntando al perro, que lo miraba fijamente:
-¿Qué le pasa a usted, se volvió chiflado?
Entonces, ante el asombro de todos, Fidel fue hasta la puerta, se alzó sobre sus patas para correr el pasador, abrió y dejó pasar a una Derrita negra que esperaba en la vereda.
Los dos entraron trotando, sin desconfianza y se detuvieron frente a la familia azorada. Los ojos de los chicos se dirigieron al padre. Don Pedro miró a doña María. Doña María dijo enternecida:
- ¡Se trajo la novia, el pobre!

8

VALENTINA

La perrita era más chica que Fidel, alargada de cuerpo, de patas cortas y rabo derecho. Las orejas” eran grandes y blandas y cuando las enderezaba siempre les quedaba una punta floja.
Tenía el pelo negro, con las patas manchadas de amarillo y una estrella del mismo color en la frente. El hocico, largo, trémulo. Los ojos vivaces. Y algo de cómico en la expresión como la cara de esas muchachas que se hacen cuernitos, anudándose el pelo con cintas.
Albertito, el más chico, la llamó Valentina, por azar. Lo cierto es que Valentina entendió este nombre, como si no hubiese conocido otro. Acaso fuese porque se la llamaba para ofrecerle un poco de guiso en el mismo plato de lata de Fidel. La familia inmóvil, miraba a la perrita. Ella hizo cimbrar su cola por cada uno. Fidel quiso reconocer la comida que le ofrecían y fue a olfatearla y retrocedió, a tiempo que Valentina, con su aire de entrecasa, se acercaba al plato. Pero lo que llenó de asombro a todos fue el ver cómo Valentina, con el mismo trotecito alegre, después de comer, llegó hasta el tacho, al pie de la bomba, y empezó a dar sonoros lametazos en el agua.
Y luego, con natural confianza, dio unas vueltas en círculo buscando el lugar apropiado; pero doña María, con fingida severidad, gritó:
- ¡No, ahí no!
Y Valentina comprendió en seguida que el mosaico de la galería era nuevo y no hubo que decírselo dos veces.
Después -¡igualito que Fidel!- recorrió la casa, reconociendo con finísimo olfato todos los rincones y saludando a los seres que pululan por una casa y que nuestra, limitada vista no alcanza a distinguir. Y Fidel correteaba detrás de ella, atento, como si requiriese su aprobación.
Entonces, ya no hubo dificultades y no se le preste más atención que al resto de la familia. Pero doña María estaba contenta porque presentía que con Valentina podía entenderse mejor que con Fidel.
Una tiene las manos duras y agrietadas de tanto andar con ellas en si agua y casi siempre esto también pone esponjosa el alma. Un perro puede oír hablar mientras se jadea, hundiendo los brazos en la tina de lavar, pero pondrá un gesto de indiferencia y tratará de dormir, con el hocico sobre una pata, sin importársele lo que se diga; pero una perrita es distinto. Una porrita... ¡miren!... la primera vez que doña María empezó a hablar mientras lavaba, Valentina la miró con la expresión risueña, sentada sobre sus cuartos traseros, con ese aire de chica desfachatada. Y en seguida empezó a ladrarle y como doña Maria siguiera con su soliloquio, gruñendo, le tironeaba la pollera con sus dientes, hasta que ella volvió la cabeza y dijo: -Che... che... no te tomes tanta confianza.
Y pensó: No quiere que tenga malas ideas. Si por ella fuese siempre habría que estar bailando en una pata.
Pero cuando Fidel salía con los chicos o se iba a tomar sol a la vereda de enfrente, si estaban seguras de no ser vistas, doña María se sentaba y Valentina saltaba a su regazo y se ovillaba y se dejaba acunar en sus rodillas mientras sentía correr los dedos ásperos por su oreja sedosa. Y de vez en vez, Valentina salía de la modorra que le producía la caricia y levantaba la cabeza para asegurarse de que doña María seguía cavilando y le lamía dos veces la mano y volvía a hundirse en si hueco de la falda.
Y apenas se oía el ruidito del pasador de la puerta, Valentina saltaba y se iba a tender en el suelo, contra la pared, porque habían establecido que nadie debía participar de esa intimidad. ¡Y había tanto que hablar de cesas que los hombres no van a entender nunca y era can cómodo conversar con Valentina! Una podía decir algunas palabras en voz alta o ninguna y lo demás pencarlo y la perrita entendía lo mismo.
Y de pronto saltaron muchos días y sucesos, tantos que no había modo de retenerlos en la memoria. Mario se cayó y se clavó en la rodilla un vidrio de botella y hubo que llevarlo a la botica de don Fabricio y la venda era demasiado nueva y el olor a ácido fénico hacía estornudar a Fidel. Luego, él pintó la cocina y nadie podía habituarse al color amarillo que había puesto en las paredes y había dejado el piso a la miseria. Y después, un día la bataraza sacó catorce pollitos y tres patitos y los huevos eran del almacén. Don Pedro les hizo un charco, enterrando una lata vacía de dulce de membrillo y a ninguno le hizo gracia el padre, cuando dijo que era una rica comida, patito con arroz.
Toda la casa se llenó de un cristalino pío-pío, punzante y frecuente como un latido y siempre había un atolondrado que se metía entre los pies, para poder piar como un mártir, mientras doña María, encerrándolo en el puño, le soplaba el dolor. Y a la tardecita, cuando la clueca se ahuecaba para hacerles sitio, el aire mismo parecía sosegarse.
Y el día en que un cura andaba repartiendo medallitas a los chicos y doña Matilde, sonriendo con media boca, le dijo:
-¿Qué me cuenta, vecina? Nos quieren hacer santos. ¡Pero cada uno sabe sus pecados!
-A Dios gracias -respondió doña Maria- mi conciencia no tiene de qué acusarme. Aunque le seré franca, vecina, yo por mis hijos sería capaz de robar, si les faltara el principal.
-Yo no le digo que se acuse -replicó doña Matilde, pero, a lo mejor, el día menos pensado, viene el dueño de la Valentina y... si te he visto no me acuerdo! -¡Que se le haga la boca a un lado! -exclamó doña María y sintió que le corría un frío por la espalda y no tuvo tiempo de atajar un sacudimiento nervioso. En seguida se puso colorada de rabia y gritó:
-Si viene el dueño de la Valentina tendrá que pagarme, primero la mantención de este tiempo...
-Y... se la paga...
-Mire, doña Matilde, mejor... Mejor que se meta en sus cosas, si no quiere que le haga ver cómo dos más dos son cuatro...
Y entró agitada, y como Valentina saltaba y ladraba, dijo bruscamente:
- ¡Oh!, déjame, también vos, que podías haberte quedado donde estabas.
Y cuando los chicos entraron a la carrera, gritando: -Mama... un pedazo de pan... mama... -doña María tenía los ojos enrojecidos y repitió una vez más, por rutina:
-¿No pueden esperar a la hora de la comida? ¿Se tienen que llenar la barriga de pan apenas llegan del colegio? Lobos feroces.... peor que lobos...
(¡Ahí doña Mana... ¡Lobos feroces los pobres chicos! ¡Lobos feroces, porque les cantan las tripas! Los lobos, al fin de cuentas, no son tan malos. Alguna vez han comido un par de corderitos para que alguien “pudiese componer una fábula; pero el hombre no sólo devora corderitos, y toda clase de bichos, sino que: los cría y los ceba para mandarlos al matadero. Y esto forma parte del misterio de la vida, porque, finalmente, también es horroroso tronchar una lechuga.)
Ocurrió al día siguiente. (Todas las malas cosas acaecen al día siguiente de la víspera.) Don Pedro se había ido a trabajar y los chicos andaban callejeando. De pronto, doña María vio que el vigilante (¿por qué lo habían apodado Miseria al vigilante?) desmontaba frente a la puerta y se sobresaltó. Y cuando golpeó las manos, vio que no estaba solo. Se acercó presurosa, con el corazón saltándole dentro del pecho. Las cosas se precipitaban locamente como si rodaran por una pendiente abrupta.
-¿Qué desea? -preguntó con la garganta reseca.
(¡Virgen Santa! ¡Qué habrán hecho esos tres forajidos! ¿Otra vez el farol?) (Cómo es de limitado el mundo. Para probar que no se ha sido niño una vez no se ha inventado nada mejor que apedrear un farol.) (O le pasó algo a alguno de ellos... pero no...)
-¿Qué desea?
-Buen día, señora... Acá el señor reclama una perrita negra...
-La perrita está aquí; sí, señor... pero la perrita es mía...
-No, señora, la Derrita es mía -dijo el hombre de bigotes canosos.
-Sí; pero yo la he cuidado y alimentado...
- ¡Qué le va a hacer!
- ¡Cómo qué le voy a hacer!
-Señora -dijo el vigilante-, vamos a evitar un altercado. Si la perrita no es suya, devuélvasela a su dueño.
-¡Qué dueño, ni qué diablo a cuatro! -exclamó hirviendo de cólera doña María, al advertir que en la puerta estaba doña Matilde, sonriendo.
-Vea, señora, no perdamos tiempo...
-Bueno... ¿Cómo sé yo que el señor es el dueño de la perrita? -dijo doña María.
-Tengo testigos.
-¿Y cómo se llama el animalito?
-Negra.
- ¡Ah... la...! Ahí la tiene, llámela, si se va con usted... ¡que se vaya! ¡Que se vaya... yo no la voy a atajar...!
Hubo un momento de vacilación. El vigilante entreabrió la boca. Doña Matilde avanzó un pie. Valentina se había acercado y miraba con su aire de chica con bigudines. El hombre se inclinó hacia ella, con la mano extendida frotándose las yemas del índice y el pulgar y llamó dos veces:
- ¡Negra! ¡Negrita!
Valentina levantó su hocico fino y sorbió un poco de aire. Después recogió la nariz y se dio vuelta. Doña María dijo, con una calma que le dio miedo: -Ya ve... el animalito ni lo conoce... Miseria, el vigilante, empezó a impacientarse, tironeándose el bigote:
-Vea, señora, la orden que yo tengo es de hacerle entregar la perrita al señor o llevarla a la comisaría.
El hombre de los bigotes canosos, dijo con una voz lejana:
-Proceda, agente.
-Bueno -dijo doña María derrotada-; ahí la tienen... Hagan lo que quieran.
El hombre dio un paso hacia Valentina, la levantó por la piel del pescuezo y se la llevó.
Miseria montaba de nuevo a caballo y doña Matilde sonreía, recostada en el poste de la puerta.
-¿Se da cuenta, doña Matilde? El pobre animalito no se quería ir. Aquí no estaba tan mal eme digamos. Pero por un lado es mejor que se la hayan llevado. No se pueden tener en la casa tantos animales. Una se mata fregando...
Iba a repetir: es mejor que se la hayan llevado, y de golpe se le llenaron los ojos de lágrimas y se le anudó la garganta. No pudo hacer otra cosa eme entrar y como no tenía costumbre, primero se sentó en una silla para llorar, pero no estaba a gusto. Se sentó entonces en el borde de la cama y el llanto le brotaba incontenible. Y a través de las lágrimas vio a Fidel que la miraba inquieto. Pero tampoco así podía llorar a gusto y se levantó y probó de hacerlo junto a la hornalla de la cocina, mirando el fuego. Pero tampoco era así como quería saborear su pena. Entonces, de pronto recordó y fue a buscar alguna ropa para lavar. Recién cuando empezó a fregar la ropa en la tabla, sintió que su dolorido corazón se licuaba.
Cuando los chicos volvieron de la escuela, Fidel saltaba delante de ellos y era evidente que quería avisarles lo que acababa de ocurrir. -Mama... dame un pedazo de pan... -A mí también... mama... -¿Qué tenés, mama? -dijo ella con una voz.
-Se llevaron la Valentina obscura.
Los tres chicos comprendieron que el dolor de la madre era cierto. Pocas veces la habían visto tan serenamente triste y les daba un poco de miedo. De modo que fue un alivio que el portoncito hiciera ruido y entrara el padre, levantándose el mechón de la frente y diciendo con voz ronca y cierto pudor de ser amable, que le hacía desviar los ojos:
-¡Buenas tardes!
-Papá... -dijo el más chico-, se llevaron la Valentina.
Y en ese momento Fidel, como si entendiera, lanzó una especie de gemido.
Doña María contó cómo había llegado Miseria, con un hombre, con una cara que no me gustó nada.
(Es curioso, el que hace daño tiene que hacerlo con cara de malo.)
Los chicos se sintieron aliviados cuando el padre dijo:
-Tuvo suerte de que yo no estuviera, si no... lo rompía todo...
Ahora adivinaban el hueco que quedaba sin llenar en el regazo de la madre y no sabían qué hacer. Ninguno pensaba en Fidel, que esperaba que alguien se acordase de que estaba allí sin comprender.
Entonces, doña María, dijo estas palabras que llenaron de consternación a la familia:
-Y se la vienen a llevar ahora que iba a tener hijitos.
Y no había terminado de decir estas palabras, rebordeadas de angustia, cuando se oyó el ruido del portoncito y por la galería vieron avanzar a Valentina, con la lengua afuera, fatigada, pero mirando a todos, contenta, con su cara cómica de chica con rulitos.
- ¡Vieja!... ¿Viniste? -resolló doña María. Un aire de asombro aureolaba las caras.
Y ya todos eran felices cuando el padre mascó:
-Decíle a ése que te venga a buscar otra vez, si quiere que le caliente el lomo.

9

EL MÉDICO

Recién se había ido el lechero, con su carrito que parecía un jardín sobre ruedas. (Aquí, a estos carritos los llaman jardineras.)
-¿Vio, doña? Todo el fondo blanco con guardas azules y claveles rojos.
-¿Y vio lo que le hizo poner en la baranda? “El picaflor del oeste”. Y atrás: Con flores se doblan los corazones. ¡Ay, qué risa, qué hombre más enamorado!
Doña Matilde secreteó, para justificar al lecherito:
-Cuando mi marido se puso de novio conmigo, pegaba calcamonías con mariposas y pensamientos en cuanto vidrio encontraba.
-Sí -dijo doña María sin amargura-; es lindo estar de novia. El viene siempre lavado y peinado y con el traje nuevo.
-... Y no le sacan a una los ojos de encima...
-Y después que están casados... ¡Si te he visto... no me acuerdo...!
-Bueno; del mío no me puedo quejar.. . -afirmó doña Matilde- usted sabe cómo es.. .
-Del mío tampoco, doña Matilde. Es un hombre que sabe respetar. Y en mi casa, nunca ha faltado el pan, a Dios gracias. Y eso que, contando los perros, que comen más que las criaturas, son siete bocas para llenar.
Doña Matilde se recostó en el poste y por primera vez su dura sonrisa se suavizó y todo su rostro se afinó en una expresión sincera. Con una entonación grave susurró:
-Yo estoy sola, ni tan siquiera tengo perro que me ladre.
Doña María pensó: por eso siempre tenés esa boca de malvada. Suspiró tratando de cambiar de conversación: . -¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Eso digo yo. El tiempo pasa... y después viene el reumatismo... Tengo este brazo que no lo puedo mover. Le doy mi palabra, vecina, a veces me pondría a llorar como una criatura.
-¿No probó de frotarse con vela de baño y querosén?
-Mire, doña, probé de todo. Me puse la bolsita con la papa, me até un piolín a la cintura, me puse unto sin sal con azufre, que le hizo tanto bien a Gracias-por-todo, el lavandinero ¿sabe?; me castigué el brazo con ortigas, tomé el té de alpiste... ¡Ay! doña Matilde... ¡qué no le habré hecho yo a este bendito brazo!
(Esta era la gran lucha. De pronto, por decirlo así, una parte del cuerpo se rebelaba y no quería seguir. En unos era una pierna o un brazo, en otros un ojo o una muela o una uña. Y se hacían enormes esfuerzos por convencerlos de que no debían desertar, de que aún no era el tiempo. Un dio, cuando menos se lo esperaba, el hígado lanzaba un alarido y se enfurecía como un perro rabioso.
Y había que alcalizarle, con manos precivitadas, el té de boldo y se empecinaba y no quería admitir que se alimentara a las otras partes leales y le obligaba a uno a no comer lo que le gustaba y a componer una cara encogida y terrosa. Cada una de las partecitas que se irritaba y quería despedirse, exigía que todas las demás la acompañasen. Unas veces se aplacaban a fuerza de hacerles el gusto, otras había que ir a casa del médico para que expulsase con su navaja a los insurrectos; vero no se podía evitar que se fueran yendo, empezando por los cabellos, hasta que sólo quedaban unos pocos fieles exhaustos. Un ojo, una mano, el corazón, bastaban para asistir a la ceremonia final, y los médicos, con lo que habían conseguido salvar de ellos mismos, apenas si servían para repartir las culpas. Con disimulado despecho decían: fue el corazón, el hígado, los riñones... ¡Qué lucha!
Doña María dijo, barrenándose la oreja con el dedo meñique:
-El va a trabajar medio día para llevarme del doctor Cucaracha.
-Si no la cura Cucaracha no la cura nadie.
En ese momento salió Fidel y olió el aire. Y detrás de él apareció Valentina, con sus ojitos risueños, meneando la cola.
-Bueno, vecina, me voy para adentro, porque debe estar por llegar mi marido, si éstos vienen a la puerta.
Y entró presurosa seguida de Valentina, porque de golpe se acordó que había dejado la comida en el fuego.
Al rato llegó él, escoltado por el perro y se saludaron con un gesto, sin hablar, mirándose, como si quisiesen cerciorarse de que eran los mismos de siempre.
Mientras don Pedro se lavaba, levantándose el mechón que le caía sobre la frente, doña María ponía la mesa.
Y después que él tomó la sopa, bebiendo el resto del caldo con el plato, como para dar a entender que estaba satisfecho de la menestra, preguntó:
-¿Y los chicos?
-¿Y... dónde van a estar? -contestó doña María poniéndole un plato de alcauciles sancochados y una taza con aceite y vinagre-. En la escuela -y añadió-: Estarán tomando el vasito de leche cruda, porque ahora, en vez de enseñarles bien la cartilla, les dan un vaso de leche, como si los padres fueran unos mendigos.
(No se alarmen ustedes. Doña María estaba satisfecha de que a sus hijos les dieran leche en la escuela; pero para eludir cualquier conato de ternura, la táctica era protestar.)
Entonces él, mientras iba poniendo las hojas de alcaucil que mordía, encimadas sobre la mesa, como las cartas de un mazo de naipes, chapurreó:
-¿Te duele el brazo?
Ella comprendió que no iba a saber qué hacer si él se ponía afectuoso y volvió a enojarse:
- ¡Come, mejor... que te hace bien!... así te callas un poco... Me parece que a vos te arrancaron verde... ¿no sabes acaso que no puedo ni agarrar la plancha, ni peinarme... ?
Y era tal el miedo que tenía de que él abriese su corazón y desbaratase el orden que habían creado entre ellos durante tantos años, que se apartó de la mesa y rompió a llorar junto al fogón. Cuando se sentó en la silla de paja, Valentina saltó y se acurrucó en su falda... El sabía bien qué quería decir eso. Bebió un vaso de vino y siguió haciendo montoncitos parejos de hojas de alcaucil.
- ¡Cuando venga el tiempo de la berenjena, me las vas a hacer como a mí me gusta, con tomate!...
Y pensó: El día que María, se muera, ¿quién me va a entender como me entiende ella?
-Están tan caras... -dijo ella sonándose.
Al fin doña María enjuagó los platos, se lavó y peinó y entró en la pieza. Cuando salió, calzada y vestida con aquel traje que le quedaba estrecho, don Pedro estaba sentado en la galería y se dejaba mordisquear una mano por Fidel, con la mirada errabunda.
-¿Vamos? -insinuó ella.
-Vamos.
Y salieron, sin responder a los ojos interrogantes de los perros.
- ¡¡Doña Matilde!! -gritó ella al pasar por el portoncito de la vecina-, Voy del médico. ¿Me mira un poco la casa?
Había que caminar unas seis cuadras para llegar al consultorio del doctor Cucaracha y, como siempre, él iba adelante y ella lo seguía haciendo equilibrios sobre sus antiguos zapatos de taco alto.
El aire era nuevo y las cosas que encontraban al paso, una vaca bermeja en la zanja, los cercos cubiertos de enredaderas, unas gallinas cautelosas, unos gorriones aliviando el infierno de sus piojitos con baños de tierra molida, todo era como recién hecho para los ojos de doña María.
(Una sale tan poco que cuando va a visitar al médico parece que va de paseo.)
Llegaron a la casa del doctor y ya estaba la chapa colgada. (Cuando abría su consultorio el doctor Cucarese salía a la puerta y colgaba la chapa.)
El timbre no sonaba y don Pedro golpeó en la puerta con timidez.
Pasó un rato largo y el propio doctor abrió la puerta y los hizo pasar al vestíbulo.
Entonces sintieron que algo se escurría por entre las piernas y era Valentina, que los había seguido y se acomodó debajo de un sofá desvencijado.
No supieron qué hacer, ni qué decir de azorados. Había allí otras tres personas sentadas, esperando pacientemente. El médico vestía una especie» de levita descolorida y manchada y tenía la galera puesta. Al verlo se explicaba por qué en el barrio lo habían apodado el doctor Cucaracha. Los anteojos de alambre se deslizaban sobre su gruesa nariz. Hizo un ademán con la mano indicándoles que se sentaran y entró en una de las piezas.
El vestíbulo era obscuro y de las viejas paredes pendía un termómetro con el tubo roto y un almanaque en colores, con el aviso de cierto linimento. En una mesita sin carpeta había dos o tres revistas ajadas. Flotaba un indefinible olor a humedad, a cuero viejo de los sillones, a ropa sucia y a untura blanca.
Ninguno se movía y Valentina había empezado a jadear debajo del sillón, haciendo enrojecer a doña María, empaquetada en su traje y casi a punto de perder la respiración.
La puerta se abrió y el médico, con un delantal blanco, salió, se quitó la galera, de la que cayó un jazmín marchito, y la colgó de la percha. Después masculló, distraídamente:
-Pase el primero.
Y entró el hombrecito de rostro chupado y boca desarticulada, como si le faltaran los dientes.
Doña María empezó a sentirse mal. De cualquier lugar llegaba una lejana pitada de locomotora. Pero ahora todo transcurría vertiginosamente. El hombrecito salió y se dirigió a la calle sin mirar a nadie y entraron la mujer gruesa y la muchacha de cabellos amarillos. Doña María quería decirle a su marido algo sobre Valentina, pero estaba sin voz. Don Pedro no se movía. Un hombre canoso abrió la puerta del vestíbulo, miró en semicírculo y se adelantó con aire de desconfianza. Tomó una revista y se sentó en una de las sillas. Al fin la puerta volvió a abrirse y salieron las mujeres y detrás de ellas asomó el médico y les hizo unas señas. Doña María y don Pedro se levantaron y se acercaron a la puerta. Les preguntó con una voz agria: -¿Quién es el enfermo?
Los dos vacilaron, mirándose, hasta que doña María explicó casi silbando: -Yo, doctor.
Entonces el médico ordenó: -Entonces, pase usted sola.
Pero detrás de ella, rápidamente, entró Valentina. A doña María se le hizo un nudo en la garganta y quiso echarla, moviendo las manos en el aire. El médico miró a la perrita y preguntó desabridamente: -¿Es suya?
Doña María movió la cabeza negando y afirmando. El médico quiso sonreír y rezongó: -Déjela, a mí no me molesta. Después se frotó las manos y expresó, afablemente: -A ver... ¡qué le pasa a usted! Muéstreme la mano. El viejo doctor juntó las cejas y miró con minuciosa atención la palma de aquella mano agrietada y dura y pasó sobre ella la yema de sus dedos.
-¿Así que tenemos reumatismo? -farfulló con displicencia.
-Y, doctor -dijo ella, tartamudeando- la pobreza, ¿sabe? (El corazón le latía tan fuerte que sentía su golpe en la garganta.) Una se casa con un hombre bueno y trabajador, pero no alcanza. Vienen los hijos y hay que lavar la ropa de los de casa y también ropa de afuera. Mucha gente da a lavar y pagan poco. ¡Y la plancha, y la cocina, y la limpieza de la casa! Porque si el hombre trabaja es justo que encuentre todo limpia y la comida a punto. Usted lo sabe mejor que yo. Y cuando viene el invierno, con el agua fría y los años viene el reumatismo. Me duele mucho este brazo, pero yo creo que con otro poco de unto sin sal se me va a pasar, ¡Es bueno!, ¿sabe?
El médico hizo un diestro visaje y cambió su rostro por otro. Los bigotes amarillentos le temblaban. Ahora doña María estaba tranquila y hablaba a destajo con el doctor Cucaracha como si lo hiciera con el lavandinero.
También Valentina miraba al médico, con su cara cómica, sin temor ninguno.
El semblante del médico rezumaba simpatía. Se veía que trataba de precisar su pensamiento.
-¿Cuántos hijos tiene? -preguntó con una voz amistosa.
-Yo, tres. ¿Y usted?
-¿Yo?... soy viudo... hace ya doce años... era una muchacha que valía, pero no me dejó hijos... Tenia un perro... Colita... ¡Qué animal inteligente y cariñoso! ¿Quiere creer que yo le hablaba y me entendía? ¡También se murió!
(¡Ay! doña María, no vaya a abrir la boca... ¡por favor! Séquese esas lágrimas, pero no hable, porque si no tengo que escribir lo que usted diga y creo que a nadie le va a convenir. Porque ya hay sospechas de que los perros sen mejores que los hombres y también se sabe que no hay ciencia capaz de disputarle a la muerte ni un perro siguiera, aunque uno sea médico y no tenga otra cosa en el mundo.
Por suerte ella buscó con la mirada su delantal y como no lo llevaba puesto, se secó los ojos y las narices con el pañuelo que llevaba embutido en la manga.
- ¡Tres hijos! ¡Tres varones que me hacen renegar del día a la noche! ¡Me hubiera gustado tanto tener una mujercita! Pero... ¡tres ya es bastante! Y encima los dos perros, que son como de la familia.
Entonces el doctor le pidió que se quitara el vestido y doña María, que nunca se había visto sin viso delante de nadie, enrojeció abundantemente.
-La gente me llama el doctor Cucaracha y tienen razón -murmuró el viejo con una especie de sonrisa corta. Luego puso el oído sobre el corazón y la espalda y anduvo golpeando un dedo sobre otro, aquí y allá. Después le examinó los ojos y mientras ella se volvía a vestir el médico se sentó junto a la mesa y mascó pesadamente estas palabras:
-Tiene un poco de reumatismo, pero está mejor que yo.
Ella preguntó con un tono afectuoso:
- ¿Qué se siente?
-Acá... -dijo él y se tocaba la nuca- ...es como si llevara una plancha de plomo...
-Tiene que cuidarse. .. -murmuró ella e impensadamente se aproximó y le palpó el cuello, donde le dolía. Y movía la cabeza con pena y le decía-: ¿No probó, doctor, el té de salvia? Tómelo y me lo va a agradecer...
A su vez el viejo médico le indicó con simpatía:
-Y usted cómprele al yuyero un poco de barba de choclo. Con diez centavos tiene para tres veces. Haga la infusión y fíltrela bien con un trapito, póngale unas gotas de limón para sacarle ese gusto a pasto que queda y tome dos o tres vasos grandes por día... Y coma cosas sanas... y tome poco vino...
-¿Yo?... ni lo pruebo... a veces un dedo... ¡y el vaso lleno, hasta arriba, de soda!...
-. .. ¡y cuídese!
- ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! doctor... ¡cómo se ve que usted es viudo y sin hijos... y no lave, ni planche, ni corra todo el día detrás de los chicos... ¿No?...
Doña María suspiró con exageración y empezó a desanudar con los dientes el pañuelo donde guardaba el dinero.
-¿Qué va a hacer, señora?
-Bueno, doctor, ¿cuánto tengo que abonar?
(Dijo “abonar” con cierto orgullo. A un médico era una falta de educación decirle: ¿Cuánto tengo que pagar? Así Cucaracha se daría cuenta de que no era tan atrasada.)
- ¡Guarde, señora, guarde! A usted le hacen más falta que a mí esos pesos.
Doña María dijo: -¡Gracias! -sencillamente. Y pensó: Le tendré que mandar una gallina. Y bueno, le mando con Alberto la colorada, que se enganchó y se quedó media renga. Y estaba contenta, no por el dinero, sino porque lo entendía como una distinción. No sabía qué decir y pensó si no debía tomarle la mano para agradecerle. (¿Acaso vale más o vale menos todo lo que se puede hacer por aliviar al que sufre? De pronto miró a Valentina y preguntó, con el tono de quien está seguro de lo que hace:
-Doctor... y a esta pobre ¿cómo me la encuentra? Encargó familia, ¿sabe?
El doctor volvió a su expresión seria, levantó con suavidad a Valentina, la puso sobre la camilla. Luego la palpó con cuidado, le hizo una caricia y sentenció:
-Está... está mejor que usted y que yo. ¡Vaya tranquila!
(El médico había acariciado a la perrita como si acariciara a la vez a todos los seres que había perdido.)
Y mientras ella salía al vestíbulo con Valentina en los brazos, el viejo doctor le daba familiarmente unas palmaditas en el hombro.
-Véngame a ver de cuando en cuando, así charlamos.
-Gracias por todo, doctor. ¡Que se mejore!
(¿No es maravilloso?)
Con Pedro se levantó y salieron del consultorio.
Y en la calle, él se detuvo y preguntó: -¿Qué te dijo?
-¿Qué me dijo? ¿Qué me va a decir? Total en la Chacarita hay sitio para todos. Es un hombre sabio y bueno, y no anda con farolerías. Fijáte que no me quiso cobrar, por nada del mundo. Como traje el pañuelo, así me lo llevo. A mí me revisó y me mandó la barba de choclo y a esta pobre no le dio nada. ¡Cuándo tenga los perritos, le voy a regalar uno!

10

LA GALLINA DECAPITADA

Después vino el cumpleaños de Pedrito y don Pedro quiso festejarlo porque caía en domingo. Y fue un día de imprevistos sucesos.
-¡Claro, porque no sos vos el que está en la cocina -rezongó doña María. Pero se sentía contenta con la decisión del padre.
Mario fue a comprar cinco de papel y sobres al almacén.
-¿Qué pongo? -preguntaba Alberto con los dedos sucios de tinta. De un lado de la silla estaba don Pedro y del otro doña María. Una hoja de diario doblada servía de carpeta.
-Arriba se pone la fecha -afirmó severamente el padre y miró a doña María de reojo, buscando su aprobación.
-Y en el otro renglón: el nombre, y más abajo: Apreciada hermana...
Cuando la pluma dejó de chirriar sobre el papel, marido y mujer volvieron a mirarse, y ella dictó:
-La presente... es...
- ...para desearte buena salud... -prosiguió don Pedro.
-... Con tu esposo y sobrina Queca... -agregó doña María.
-Nosotros por ahora vamos tirando... -siguió don Pedro.
-Si, sí; especialmente yo, con este brazo que no lo puedo mover... -comentó en voz baja la mujer. Y espantando a los dos perros, gritó:
- ¡Váyanse afuera ustedes...! ¡Qué tienen que estar escuchando!
-¿Qué te hacen los pobres animalitos? -intervino don Pedro, con forzada severidad.
-Bueno; yo sé lo que hago -replicó doña María-, No vamos a empezar ahora... ¿eh?
-Seguí... El motivo de la presente...
-Ya puse presente -advirtió Alberto, sin levantar los ojos del papel.
Doña María se encolerizó.
-Usted ponga lo que le dice, su padre. ¡Oh! no faltaba más con estos monosabios.
Don Pedro se sintió agradado, pero creyó oportuno decir:
-Déjalo, el chico tiene más escuela que yo... pero antes se ponía así...
-Bueno, ¿qué pongo?
-El motivo de... bueno, eso ya está... es para avisarte que el domingo festejamos... el cumpleaños de nuestro hijo Pedrito...
Doña María agregó:
-Si Dios quiere. ..
-Si Dios quiere... -repitió don Pedro. (Esto era un poco vago, vero de ritual.) Y de pronto, con una cara que no era de entrecasa, el padre añadió de un tirón- y haremos una raviolada...
Alberto tiró la lapicera sobre la mesa, trató de levantarse de la silla y protestó:
-Yo no escribo eso...
Doña María aprobó, un poco asustada por lo que pudiera pasar:
-El chico tiene razón... ya tuviste que salir con una de las tuyas... Sentáte, Albertito, escribí...
y te invitamos a almorzar, con tu marido y tu hija.
...no hace falta que traigan nada, porque hay de todo...
... “dejesen” de cumplimiento y vengan a la mañana.. .
...a la tarde jugaremos a la lotería si quieren traer la bolsa y los cartones...
Alberto avisó que la hoja se le estaba terminando. Pero allí estaba nuevamente don Pedro, levantándose el mechón de la frente y dictando con seriedad:
...Sin más se despide tu hermana deseándote salud y felicidad en compañía de los tuyos.
Y la carta quedó sobre la mesa, tibia de ternura inexpresada, con sus garabatos de tinta.
(¡Qué raro! Habían consignado las muestras de simpatía y afecto familiares, escarabajeando en un papel. Como la arañita mana de sus fúsulas su pálida hebra de plata, la pluma deja tras de sí su trazo azul sobre la hoja en blanco. La inquietud de doña María, cuando Alberto escribe, es porque ella intuye que, al mover la pluma, una palabra tiene que suceder a la otra y se presentan en tropel y no hay modo de atajarlas. Luego la pluma las va bordando, una a una, con sus palitos, ojos, vírgulas, zapatillas y tildes y nunca dicen lo que se quisiera decir. ¡Ay, doña María, ése es el problema de los escritores! Ellos también piensan una cosa y la pluma les escribe otra, sin poderlo remediar.)
Los días de la semana se sucedían retrasándose a propósito. Habían empezado con un lunes, como procede, pero enseguida empezó el desorden. El miércoles llegó con aire de jueves y al mediodía había tallarines en la mesa y Fidel se negó a comer las sobras. El jueves a la mañana vino el cartero y subió a la veredita con el caballo. Nadie quería recibir la carta y tuvo que ir doña María con las manos mojadas.
-Viene a nombre de don Pedro -dijo Grasa, el cartero, extendiendo la mano con el sobre. El caballo sacudió la cabeza. (Claro, los chicos sabían de sobra que era el caballo el que repartía la correspondencia. Un hombre nunca puede soportar tanta responsabilidad: muertes, nacimientos, bautismos, casamientos, deudas...)
Por eso, mientras la madre explicaba que debía ser la respuesta de su hermana, que para llegar tenía que tomar una combinación de trenes, doña Matilde expresó, desde la puerta de su casa:
-Nunca se sabe qué trae una carta.
Doña María pensó: ¡Que se te haga la boca a un lado!
Y se santiguó.
Pero debía ser una buena nueva, porque Fidel y Valentina se alzaron sobre sus patas, aprovechando una distracción de doña María y lamieron el sobre.
- ¡Qué atrevidos! -exclamó ella, y secaba la carta con el delantal.
El único que entendía bien las cosas era el caballo del cartero, porque de pronto dio la vuelta y empezó a andar sin que se lo hubiesen ordenado.
(¡Qué trastorno! Ahora estaba la carta sobre la cómoda y tenían que quedarse solos con ella hasta que el padre llegase.)
Los perros andaban tan agitados por saber qué contenía el sobre, que doña María tuvo que cerrar la puerta.
Y cuando él llegó, al mediodía, los chicos señalaban el cuarto clausurado y gritaban:
-Papá... está la carta... vino la carta.
El sobre fue abierto con todas las precauciones y de adentro salió una hojita de color azul. Doña María le alcanzó una silla a su marido y él había sacado del cajón de la cómoda unos anteojos de alambre y revisaba el papel sin encontrar nada, porque seguramente esa letra estaba destinada a otro, o no tenía destino. Quizás fuese de la Queca que escribía mientras pensaba en su novio. Al fin don Pedro cedió su asiento a Alberto y le dio a leer la carta.
Eran pocas líneas, pero no faltaba nada. Iban a venir el domingo y traerían el juego de lotería y los querían a todos. Pero don Pedro y doña María no estaban satisfechos.
(¿Cómo iba a ser así de fácil la lectura de una cosa tan complicada? ¿No se trataba de un viaje de dos horas? ¿No se habían enojado cuando el cuñado, que podía, le había negado a don Pedro los seiscientos pesos para unas cuotas atrasadas de la casita?)
Entonces él simuló estar conforme pero cuando no lo veían iba a buscar la carta y la miraba por las cuatro esquinas y no encontraba en ella todo lo que hubiera querido hallar. Y por supuesto, el único que lo sabía era Fidel y ya era viernes y el almacenero había mandado dos cajones de cerveza.
El sábado se convirtió en lunes. Doña María baldeaba los pisos, levantaba torres de sillas sobre la mesa, espantaba a cada rato a las gallinas. Al mediodía, la comida no estaba preparada y don Pedro tuvo que mover el ropero. Mario pudo sacar por fin el barrilete que se había deslizado detrás del mueble y las arañas zancudas corrieron despavoridas a ponerse a salvo. Afuera, los sapos salían de entre las frescas matas de menta y daban grandes saltos, desarticulados, como si anunciasen un cataclismo.
Doña María, con la cabeza envuelta en un pañolón, fregaba y sacudía arrebatadamente.
Y de pronto ocurrió aquel suceso que llenó a todos de consternación. A la tardecita, cuando volvió el padre del trabajo, doña María señaló una gallina gorda, la Picaflora, y le dijo:
-Agarrámela, que se la voy a mandar a doña Matilde para que le retuerza el pescuezo; así la pongo a orear esta noche y mañana se hace un poco de caldo.
Don Pedro se levantó el mechón de pelo de la frente y replicó:
-¿Por qué se la voy a mandar a doña Matilde? ¿No la puedo matar yo? ¿Soy manco yo...?
-También yo la puedo matar -contestó doña María-, pero en mi casa no quiero sangre de los animalitos que yo misma he criado.
-¡Adiós, mi plata! -exclamó él-. Con esas ideas la gente se moriría de hambre.
En seguida se levantó en el gallinero una tremenda algarabía. Todas las gallinas, que ya se habían acostado, protestaron indignadas, y don Pedro apareció, flanqueado por Fidel y Valentina, que habían ayudado a cazarla, con La gallina colgando de las patas y agitando las alas.
Alberto le alcanzó la cuchilla grande y mientras doña María, Mario y Pedrito y los dos perros entraban en la pieza y cerraban la puerta para no oír los gritos de la pobre, don Pedro puso la cabeza de la Picaflora sobre la mesa, levantó el cuchillo y lo hizo caer sobre el cuello como la hoja de una guillotina.
Entonces ocurrió algo espantoso. (Es claro, fue algo más veloz que la misma muerte que el ave tiene preparada cuando la van a buscar.) Al oír el golpe, doña María, los chicos y los perros se agolparon en la puerta de la pieza y vieron saltar y pasar por la galería, corriendo en zig zag y chocando, al pobre animal sin cabeza. Al final del corredor, resbaló sobre un costado, pero volvió a enderezarse y desando el camino, tropezando con las sillas, como si anduviese buscando su cabeza. Iba dejando detrás un reguero de sangre. Al fin cayó junto a la puerta de la cocina y ya no se movió. (Y hubo un silencio que se correspondió con aquella muerte tan sorprendida de sí misma.)
Suerte que llegó el vinero y hubo que llevarle la damajuana vacía y entrar la llena.
El pito del masitero llenó de pronto toda la cuadra. Don Pedro le dijo a doña María, dándole unas monedas:
- ¡Cómprale unos bizcochos napolitanos, que a tu hermana le gustan tanto! Y de paso le compras algo a los chicos.
¡Y todo era para borrar aquella visión de la Picaflora sin cabeza!
Los dos perros salieron primero, a toda carrera y detrás de los chicos gritando:
- ¡Diga! ¡Masitero!
Ahora rodeaban la canasta plana, mientras el hombre descorría el lienzo blanco, agitando un colorido manojo de tiras de papel, sin dejar de silbar su musiquita, con un carozo de damasco.
Los ojos de los chicos volaban con los imprecisos movimientos de las moscas, desde los polvorones a las tortitas negras, desde los caballitos de chocolate al pan de cremona. Los bizcochos napolitanos, con semillas de hinojo, como tubos esmaltados en forma de ochos, estaban atados con un piolín en el asa de la canasta.
Pero, con todo, después que se comieron las masitas, volvió a aparecer el recuerdo de la Picaflora pasando sin cabeza por la galería.
Fidel husmeaba el rastro de sangre que don Pedro acababa de limpiar, Valentina seguía los pasos de doña María. Entonces, Mario afirmó lo que todos esperaban.
-Mamá... mañana, yo no como gallina.
Ya era de noche y los chicos y los perros se acostaron sin comer.
(A veces la noche se hacía tan profunda y misteriosa qué los niños no se atrevían a entrar en ella y fingían tener sueño para atrincherarse en la cama con los perros.

11

LA CRÍA

Aún no había enronquecido el gallo y amaneció un domingo, muy de madrugada, con una densa nube de impaciencias. Las plantas respiraban con todas sus ansias y aturdían mezclando sus violentos olores con los primeros gorgoritos de las aves.
El carnicero abría las puertas traseras de su aseado carrito y descolgaba del gancho la paleta de cordero que le habían encargado.
-Decile al Carnisa -gritó doña María con la voz aún empañada- que te dé un poco de salchicha para hacer el tuco de los ravioles.
Y como por encargo apareció don Fermín, el quesero, con su odorante canasta (canastra, decía toda la familia) y abriendo los brazos, recitaba con la voz engolada:
- ¡Parmesano, Sbrinz, Reggiano, Gorgonzola!
Sólo faltaba que añadiera: conde Sbrinz, duque Parmesano, vizconde Gorgonzola, para que pareciese un ujier en palacio anunciando a la nobleza.
Cuando todos, hasta los perros, probaron la muestra, vieron que por el medio de la calle se acercaban tres muchachos descalzos.
- ¡Señora!... -gritó uno de ellos, el pelirrojo que traía en las manos una pelota de cuero- ... ¿lo deja venir a patiar a Alberto?
- ¡No faltaba más!... -contestó doña María- ...tiene que quedarse a ayudar a su madre, porque hoy van a venir visitas...
-¿Quién vino? -preguntó Mario, desde adentro.
-¡Ladrillazo, Pandereta y Esqueleto, que van a patiar al potrero con la número cinco -respondió Alberto, con desesperada resignación.
(¡Mi Dios! ¡Qué nombres, qué jerigonza! Pero no se encalabrinen ustedes: estos muchachos no son nada diferentes de Rinconete y Cortadillo, ni en sus trazas, ni en su modo de hablar, aunque digan vigilante en vez de alguacil y ronda en lugar de gurullada. Y al cabo al cabo, ellos se entienden.)
Un rato más tarde, Alberto y Mario llevaron la asadera a la panadería, con la paleta de cordero y ajises, papas y cebollas, con sus hojitas de laurel y su pizca de orégano y romero.
-Las papas están contadas -advirtió doña María- y hay dos para don Feliciano.
Y cuando los chicos volvieron, encontraron a la tía Juana y a la prima Queca.
Doña María les limpiaba las narices sin necesidad y los zamarreaba gritándoles:
-¿Cómo se dice? Buenos días, tía Juana, gracias, tía Juana.
Y mostraba un trajecito a la marinera, recién desenvuelto.
Pero no había tiempo para decir nada. ¡Doña María tenía tanto miedo de que creyesen que no había sabido educar a sus hijos! (Y siempre se confundía educar con domesticar. Pero la tía Juana tenía una sonrisa comprensiva y se había agachado a hacerle una caricia a Valentina. A Fidel, que se echó en el suelo panza al aire, le hizo cosquillas en la barriga con la punta del zapato. La Queca sacudía su espléndida melena como si le molestase la guedeja que le ocultaba la mitad del rostro, pero en realidad era para que le tapara un ojo. Y cuando decía: tío Pedro, su voz sonaba un poco a falso y no se sabía si era por la boca pintada en forma que parecía estar siempre sorbiendo algo; o por su cintura, tan ceñida, que uno sin poderlo evitar compartía cierta angustia física; o por sus zapatos sin taloneras, ni punteras, donde los talones rosados asociaban imágenes de salida de baño.
Se veía que estaba resignada a pasar un día aburrido.
Y su mirada erraba distraída cuando doña María mostraba sus plantas.
-Mira, Queca, allí, donde está ese pocito teníamos un árbol de toronja, que se secó.
Y no había más que un pocito en la tierra. Nada más.
Y allí donde Queca no veía nada, doña María veía tantas cosas. Y sentía un cosquilleo de llanto en las narices, porque la toronja había sido parte de la familia. (Bueno, estoy seguro de que quienes han seguido este relato hasta aquí, si han cumplido veinte años después de los primeros veinte, ya están discutiendo con si mismos sobre cómo se hace el dulce de toronja)
-Este es el jazmín del país. Hay noches que perfuma tanto que te enloquece. A mí me marea. No lo puedo resistir.
La Queca arrugó la nariz y una sonrisa indulgente despegó sus labios pintados.
-Mira, querida, ésta es la “Chispa de sol”... y éste es el “Galán de noche”... mira qué alto está...
Queca volvió rápidamente la cabeza, con los ojos despiertos, pero al ver solamente la enredadera que trepaba por un palo de escoba clavado en la tierra, sus ojos circundados de azul volvieron a amortecerse y sonrió con dulzura. Ella no quería a nadie; personas, bestias y plantas le eran indiferentes; ella se quería a sí misma, y nada más. Y cada día estaba más admirada de su parecido con alguna artista de cine. Se acordaba con cierto rubor de cuando era chica y llevaba trenzas. Ahora sentía placer en oír su voz con un fondo de languidez y se abstraía siguiendo la blandura rítmica de su andar. Y cuando recurría a sus gestos estudiados se veía a sí misma, y el placer torcía sin motivo su boca de flor tropical.
El padre de Queca era dueño de una zapatería en Sarandí.
Se oyó golpear las manos, ladraron los perros y don Pedro gritó con una voz toda de fiesta, mientras iba al encuentro del visitante:
-Entra no más, Perejil.
Los perros y los chicos lo rodearon y era tan bajito que no alcanzaba la estatura de Alberto. Agitaba en el aire unos bracitos cortos, haciendo el saludo de los campeones, y toda la cara, más ancha que alta, manaba simpatía copiosamente. Reían sus ojos, reía su naricita aplastada como la yema de un pulgar, reía la boca grande, cuyos costados subían en dirección a las orejas.
Después que saludó a todos, supieron que había sido payaso y que trabajaba ahora en la fresadora, con don Pedro.
En seguida subió a Mario sobre sus hombros, como hacen los acróbatas, y empezó a bailar entre las risotadas de todos. Después tomó a Fidel y lo subió y quería qua el perro se quedase sobre su cabeza, pero el perro saltó al suelo y no quería saber de pruebas.
Don Pedro estaba desconocido. Fue a destapar los cajones de cerveza que había cubierto con bolsas mojadas.
-Vení, mira, ¿qué te parece? Hay suficiente, ¿no?
Y levantaba la tapa de una sopera donde había duraznos cortados, con vino. Se pusieron a discurrir seriamente sobre si había que ponerles o no azúcar. Los chicos y los dos perros ya no lo dejaban en paz al petiso.
-Perejil..., oiga, Perejil.
-Nene... ¿Así te han enseñado? -gritó doña María-; te voy a dar en la boca, ¿eh?... diga señor, como es debido...
Y es claro, era peor decir señor Perejil y la Queca se había ido sola a la puerta y todo a lo largo de la calle no había más que un viejo caballo y nadie que la admirase.
Y en eso llegó la prima Gervasia, con un batón floreado; traía un par de medias para Pedrito, de regalo, y por la emoción no hablaba. A los chicos y a las mujeres les daba ansiosos besos, que mojaban la cara y volteaba los ojitos, como los de un gorrión aturdido.
-Pero, a todo esto, ¿qué hora es?
Y el reloj se había parado. (Yo no sé si dije que todas las noches, antes de acostarse, don Pedro le daba cuerda al reloj de péndulo, que tenía una campana tan grave, que paralizaba los saltos de lo sapos.) Por primera vez en su vida Pedro se había olvidado, la noche anterior de darle cuerda y ahora había que hacer tocar todas las horas y Perejil, con su antiguo reloj de tapas en la mano, esperaba a que don Pedro empujase las manecillas con el dedo, hasta las doce.
Las cosas se hacían alegremente y Valentina y Fidel no se cansaban de mirar a todos con ojos cariñosos y de mover la cola. (¿Por qué todos los días no habían de ser como éste?)
Era evidente que se trataba de dar tiempo a que hirviese la gallina y se fuese cocinando el estofado. De pronto, doña María dio un grito:
-¡¡¡Alberto... Mario!!!... ¡Corran a la panadería a buscar la asadera, que se va a secar el cordero!
Los chicos salieron corriendo.
- ¡Y cuidado con las papas, que están contadas!
En ese momento entró doña Matilde, muy emperifollada, y detrás venia su marido. Ella traía un paquetito de masitas y doña María los recibió secándose las manos:
-¿Por qué se han molestado? Traigan sillas... aquí está más fresco... le represento a mi hermana... a mi sobrina... mi prima... el señor... Perejil, un amigo de mi marido...
(Salían tan bien las cosas. Sólo una vez una gallina se atrevió a meterse entre los píes de las visitas. Fuera de eso y de la inexplicable declaración de la Queca, de que no le gustaban los ravioles, no había habido tropiezos.)
Fidel daba dentelladas en el aire para atrapar las moscas que estaban tan fastidiosas en la galería. La Queca empezaba a sentir cansancio de mantener su falsa sonrisa.
-Nena -le dijo la tía Juana-, ¿por qué no le pedís un batoncito a tu tía y te cambias para estar más cómoda?
-Pero, mamá, ¿estás loca? ¡Cómo querés que me vaya un batón de tía!
-Sí -comentó con audacia el petisito Perejil-; de cintura le va a quedar algo grande.
Y eso dio motivo a un estallido de risotadas que no terminaban nunca.
Todavía estaban riendo cuando llegó Gracias-por-todo. Doña María lo presentó:
-Un amigo de Pedro... -y se detuvo indecisa. Pero el hombre se adelantó a decir:
-Mi nombre es Manuel, pero me llaman Gracias-por-todo porque soy muy cumplido y... usted sabe cómo es esto: si le dan un sobrenombre, no se lo saca uno en toda la vida. Donde yo trabajo, al capataz de la fábrica le decimos Puchero-de-cola -¡vaya a saber por qué!- y a mí me pusieron Gracias-por-todo.
(El nombre, Gracias-por-todo, es lo de menos. La cosa es que le dejen a uno un lugarcito en el mundo y le permitan ser uno mismo.)
Gracias-por-todo prosiguió:
- ¡Cuando don Pedro me dijo que se festejaba el santo del chico!...
- ¡El cumpleaños!
-Es lo mismo, yo dije entre mí, mañana estoy allí como un solo hombre.
(Todos se rieron, menos la Queca.)
- ...Yo, los ravioles hechos por doña María, ¡¡no me los pierdo!!
(Los ravioles, Gracias-por-todo, los cocina cualquiera. La diferencia está en el tuco. Y el tuco tiene su secreto. Primero, cuando la carne y la salchicha ya están doradas, doña María saca el aceite que ha recibido la primera agua de la carne y lo tira. Esto no lo hacen todos los que cocinan. Y le pone nuevo aceite. Y el fuego no tiene que ser vivo. Y el agua que se le va agregando a la salsa, agua caliente con vino seco. Y los hongos, a remojo... Bueno, ¿se da cuenta qué tuco?)
-Si no estuviéramos aquí para comerlos -afirmó Perejil- los ravioles de doña María no serían ricos.
(Hay que tener en cuenta que el petisito no era ensayista, ni había leído a Sartre.)
Los chicos entraron con la asadera cubierta con un repasador y un rico tufo a papas y cebollas doradas se demoraba en las narices de los invitados.
Don Pedro sirvió a cada uno una copa de vino con soda, como aperitivo, y doña María fue a echar los ravioles en la olla. Los cuadraditos de pasta festoneada se deslizaron por el papel en el agua hirviente. Entonces, la señora vio a la Valentina que andaba pesadamente detrás suyo y la miró con inquietud, y le dijo:
-¿Qué te pasa a vos, che, que me andas siguiendo por todas partes? Ya te conozco a vos. No te sentís bien, ¿eh?
(Oiga, doña María, aprovechemos ahora que se están cocinando los ravioles, para hablar dos palabras. Después, cuando todos estén en la mesa, va a ser fastidioso interrumpirlos. Yo no sé sí usted me entenderá, y tiene que empezar por disculparme esta incapacidad para expresarme, pero, usted sabe, es culpa de este oficio de emborronador de papel, que en cuanto uno se descuida lo aparta de la vida, le hace olvidar que la finalidad de la vida no es hacer literatura, sino conocer la vida, vale decir, vivirla. Bueno; en cuanto uno hace una frase bonita lo paga caro. Las otras palabras, las que están menos pervertidas, no quieren ponerse en fila y uno no sabe cómo sujetarlas. ¿Qué le quería decir, doña María? ¡Ahí Sí... mire... la Valentina tiene la trompa caliente y los ojos aguanosos! ¡Pobrecita! Ustedes, como mujeres, se entienden. Pero hágale un nido, con esa paja suave y tibia que don Pedro le pone a las gallinas, en él rincón más obscuro, o mejor, debajo del aparador de la cocina. Porque usted ya se habrá dado cuenta que la pobre está esperando cachorritos. ¡Va a ser madre! Pero atienda, primero, porque se le van a recocer los ravioles...

12

LOTERÍA

Al fin, don Pedro abrió la puerta del cuarto y todos sé sentaron a la mesa. Eran doce a comer y faltaban una copa y dos sillas que suplieron con los banquitos de la cocina.
Comieron como la gente fina, al decir del marido de doña Matilde, que a cada momento, saboreando el vino, decía:
-Está bueno el vinagrillo.
Primero se sirvió la gallina fría, con medio tomate, y doña María y los chicos no la probaron; después llegó el fuentón de ravioles; luego, doña María trajo la asadera colmada y la apoyaron sobre un papel de diario para no ensuciar el mantel; finalmente, pusieron en medio de la mesa la sopera blanca, una sopera redonda, con pis, que ya hubiera querido pintar Giorgio de Chirico, llena de trozos de duraznos con azúcar y vino tinto.
Queca no comió los ravioles y le dio un puntapié a Fidel por debajo de la mesa, disimuladamente. Doña Matilde no le sacaba los ojos de encima a la chica y le parecía muy distinguido que tuviese que apartar con una mano los mechones que le caían sobre la cara, para poder llevarse a la boca la comida. Doña María estaba tan contenta que se inclinó sobre don Pedro y le dijo con dejo de ternura que acentuaba el vino:
-¿Sabes?... la Valentina anda un poco tristona.
Perejil, que seguía haciendo reír a los chicos y le daba parte de su comida a Fidel, pidió permiso para tomar el café en el platito. (Esta es una costumbre rusa, que los judíos introdujeron entre los genoveses.) Finalmente, despejaron la mesa, barrieron el suelo de migas para evitar el mosquerío y se prepararon a jugar a la lotería.
Mientras repartían los cartones y contaban las bolillas, los hombres fumaban sus toscanos crepitantes.
Doña María se sentó al lado de su hermana. La comida abundante y el vino las hacía triviales y buenas. Doña Juana le pasó un brazo por el cuello y le dijo conmovida:
-¿Te acordás cuando éramos chicas y salíamos a la puerta a cantar?
-Sí -contestó doña María-; cantábamos... Y las dos hermanas cantaron:

¡Viene llegando la primavera,
sembrando flores en nuestro vergel
¡Cantan alegres los pajaritos,
alegres cantan al amanecer.. .

-¿Cómo seguía... cómo seguía... ?
La prima Gervasia, con una voz chillona ensayó:
-Los campos se esmaltan de mil colores de mil colores. ..
Los chicos, al ver cantar a la madre, estaban asombrados e inquietos, como si presintiesen una desgracia. Pero todos reían y doña María también reía, con lágrimas gordas, hasta que Fidel empezó a ladrar descomedidamente.
-¡Bueno, a formar!... -dijo al cabo el marido de doña Matilde.
Unos querían cartones verdes y otros amarillos, quien colorados y quien combinados de todos los colores, a cinco centavos el cartón. Don Pedro le dio a cada uno un puñadito de porotos de manteca.
-¿Quién canta?
-La primera vuelta le toca a la dueña de casa.
Doña María tomó la bolsa y revolvió concienzudamente las bolillas y tenia gran dificultad para decir el número sin equivocarse y anotar su cartón. Pero Alberto estaba al lado suyo y apuntaba por ella. La primera vuelta la ganó Perejil y saltaba en la silla de contento:
- ¡Basta para mí! ¡Basta para mí!
Y cuando empezó a cantar revoleando sus ojitos picarescos, era un surtidor de dichos:
- ¡Revuelva, don Perejil! ¡Para arriba y para abajo! -¿Qué es?
-El noventa y seis.
Aquí doña Juana, tan distinguida en sus modales, cometió el primer yerro que avergonzó a Queca. Dijo:
-No escuenda la bolsa, señor Perejil...
-¡Mamá! -exclamó consternada la chica-. ¡No se dice escuenda!
Y la prima Gervasia cuchicheó:
-¿Ha visto, misia?, ahora los hijos corrigen a los padres.
-¡El uno sólito!... ¡El ocho... con el uno: ochenta y uno!
- ¡Que cante bien!
-¡La edad de Cristo!... ¡La niña bonita!... ¡Los anteojos de Mahoma!
-¿Qué dijo?
- ¡El ochenta y ocho!... ¡Dos docenas!
- ¡Basta para mí!
Don Pedro hizo traer los vasos y la cerveza, que estaba fresquita, y siguió el luego lleno de entusiasmo.
Al atardecer, entró Mario corriendo y le dijo al padre:
-Papá... ¡pasa Miseria a caballo!
Entonces don Pedro llenó un vaso de cerveza y salió a la puerta y alzando el vaso, le dijo al vigilante con tono firme:
- ¡ Si gusta!. ..
Sin desmontar, Miseria tomó el vaso y exclamó: ¡Salú! y lo bebió de una vez. Mientras se sacaba la espuma del bigote, preguntó:
-¿Qué se festeja?
- ¡El cumpleaños del más chico! -¡Felicidá!
Y entreabría los ojos mongoles de simpatía y don Pedro le había perdonado ya aquella vez que lo puso preso, como si no lo conociera.
Adentro, doña María estaba algo contrariada porque, quien más, quien menos, todos habían ganado y ella... ni una vez...
-Pero, ¡qué mala suerte! ¡Ni un cuaterno!
- ¡Desgraciada en el juego, afortunada en el amor! sentenció doña Matilde.
- ¡Mire, vecina, eso, cuénteselo a Serrucho!
-María -afirmó la hermana- es de las que quieren el rayo y el trueno juntos.
Hicieron un alto para que las mujeres y los chicos tomaran el chocolate con masitas, sin el cual ya se sabe que no existe el cumpleaños. Y los hombres bebían su cerveza y se echaban sobre el respaldo de la silla, para despedir grandes bocanadas de humo acre de sus picantes cigarros.
Y hablaron también de lo que más apasionaba a todos:
- ¡Está fea la cosa! -dijo el marido de doña Matilde. -Para el obrero siempre fue lo mismo -respondió.
Gracias-por-todo-, aquí y en cualquier parte del mundo. -El obrero - dijo el marido de doña Matilde- debe agarrar lo que le dan, venga de donde venga...
- ¡Me extraña, don Matías! ¿Cómo usted dice eso? -replicó don Pedro-, No puedo creerlo. El obrero tiene que pensar en el porvenir de sus hijos y por un poco más de pan no los puede vender como esclavos.
- ¡Se acuerdan del obrero -reclamó Perejil- cuando lo necesitan para subir!
-El obrero necesita pan.
-El obrero necesita educación.
-El enemigo del obrero es la ignorancia.
(¡Ah! ¡yo también creo en eso, don Perejil! Disculpen que me meta. Creo que tengo derecho a decir algo. Déjenme meter la cuchara. Miren: yo les hablo honestamente. Y con sus mismas palabras para Que me entiendan. Sin cultura no hay libertad, que es lo más grande que el hombre puede codiciar en la tierra. La sumisión cubre de vergüenza al que domina y al dominado. Pero la cultura restringe el poder y por eso la odian los que tienen ambición de mandar. Si no son sencillos y honestos, los que alcanzan el poder lo usan como propio, aunque nada les pertenece. Vuelven las armas que les hemos confiado para que nos protejan, contra nosotros. Nos quieren impedir pensar y hablar. Sí; el enemigo natural de esa gente descarriada es la cultura y solo por falta de cultura nos pasa lo que nos pasa. Porque nuestras libertades, don Perejil, no existen porque las proclamen las leyes, sino porque han llegado a hacerse sangre en el pueblo.)
Entonces apareció doña María gritando:
- ¡Vamos a seguir jugando! Porque si no ustedes van a acabar peleándose. Voy a cambiar los cartones, a ver si me desquito un poco de mi mala suerte. Lo que hace falta en el mundo es que todos sean un poco más sencillos y buenos.
-Si fuese tan fácil -murmuró Gracias-por-todo.
-¡Los dos patitos!
-Mamá... apunta en vez de hablar. ¿Sabes por qué no ganas?... porque se te pasan... pone aquí... el veintidós.
-¡Me falta uno solo! Fíjate bien, Alberto!
-¿Los dos martillos... ¡Setenta y siete!
- ¡Lotería! -gritó doña María sofocada.
Y en el mismo momento Fidel ladró nervioso y Mario entró corriendo y gritando atropelladamente:
- ¡Mama... mama... la Valentina tiene un montón de perritos!

13

DELIRIO MATERNO

-Mama -dijo Mario-, ¿le llevo el perrito al doctor Cucaracha?
-No; todavía no, he dicho. Cuando el animalito tenga unos días más entonces se lo llevamos.
-Pero hoy -indicó don Pedro, con estudiada indiferencia- puedo ir a tirar la perrita en la laguna.
-¿No se le puede dejar un par de días a la madre? -saltó doña María.
-Es peor, el animal se acostumbra y después ¿quién se la saca? Doña Matilde dice, además, que la Valentina se puede enfermar con tantos cachorros.
-¡Oh!, doña Matilde, ésa también es buena...
El hombre se rascó la cabeza y dijo:
-Pero decime un poco: ¿qué vas a hacer con tantos perros?
(De veras; ¿qué ocurrirá el día que los perros sean más buenos que tus hombres?)
-Bueno, bueno; entonces mejor es no tener nada. Si son gallinas, vuelta a vuelta se las roban. Cuando uno empieza a agarrarles cariño, entra un sinvergüenza y las pone en la bolsa. Me gustaría encontrarme una noche con uno de esos, cara a cara, ¡Ibas a ver lo que le decía yo!
-Pero, la perrita, ¿para qué la querés? -preguntó don Pedro-. Nadie se queda con las perritas.
Doña María se apresuró a decir:
-El de la orejita manchada se lo prometí al lavandinero; el otro, el que parece una bolita, es para el doctor Cucaracha, y los otros dos hay que dejárselos al pobre animal para que no sufra más. Cuando sean grandes, se le sacan y ya veremos quién se los lleva.
-Pero la perrita - insistió don Pedro- hay que sacársela ahora para que no la sienta. Si no el animal se va a consumir con tanta cría.
-Bueno, ¡qué embromar!, hace lo que quieras. Me gustaría que te mordiera la mano...
Don Pedro, inexorable, se puso el saco y le indicó a doña María.
-Llámala a la Valentina, así sale afuera...
La mujer tomó un plato con comida y salió de la cocina:
-Valentina... vení... toma...
La pobre, flacucha y vivaracha como siempre, pasó por encima de sus cachorros temblorosos, con los ojitos casi cerrados y las trompitas húmedas de leche y corrió hacia donde estaba doña María. Miró con desconfianza a Fidel, advirtiéndole con un gruñido que no debía pasar a la cocina, y empezó a husmear en el plato.
Entretanto, don Pedro buscó la perrita y la ocultó dentro de su saco.
Los tres chicos, que observaban la maniobra, preguntaron:
-Papá, ¿podemos ir a la laguna?
-Y... vengan.
Valentina barruntaba el aire inquieta. Fue a darle unos lametazos a la cría y pareció no darse cuenta de la falta.
Doña María masculló entre dientes:
-Es un crimen sacarle al pobre animalito.
-Pero, ¿no ves, sonsa, que ni se da cuenta? -replicó don Pedro, aliviado.
Valentina volvió a correr hacia sus perritos, que estaban debajo del aparador de la cocina, se puso sobre ellos con las patas abiertas y asomó la cabeza con una expresión de desafío. Los cachorros, al olor de la madre, buscando con afán las ubres, empezaron a mamar minuciosamente. Pero Valentina volvió a ponerse en movimiento y los perritos rodaron entre sus patas, con mimosos gemidos de protesta. La perrita fue primero a olisquear a Fidel, que se quedó inmóvil, de una pieza, con una pata en el aire. Y esto a ella le bastó para conocer sus, intenciones, aunque carecía del don de la palabra.
(Todos sabemos que a los retratos de Leonardo da Vinci y a los perros solo les falta hablar.)
Luego, Valentina miró con ojos lastimeros a doña María, hizo una instantánea transición, para rascarse con la pata trasera detrás de la oreja, y fue hacia don Pedro. Levantándose sobre las patas y apoyándose en las rodillas del hombre, estiró el cuello. Su hocico fino y trémulo fisgaba el aire que ceñía a don Pedro. Y ladró dos veces, con un ladrido desafinado, roto. Miró otra vez a todos y volvió agitada a oler sus cachorritos. Fidel se creyó en el deber de mostrarle su adhesión con un ladrido corto.
Doña María se enfureció:
-Pero, ¿por qué no se van de una vez, en lugar de hacer sufrir así a estos animales? ¿Ustedes se creen que los animales son de piedra, que no tienen corazón... eh? ¡Quiera Dios que nunca te saquen un hijo de tu lado!
Entonces don Pedro se puso sombrío y empezó a caminar, seguido de los chicos. Tomaron por el lado de las vías del tren, por un senderito tortuoso entre grandes matas de cicuta. Y uno se daba cuenta de que la tierra, con todo aquello y con uno mismo, le pertenecía en algún modo.
Mario se atrevió a decir:
-Papá, ¿me la dejas llevar un poco?
Y don Pedro, sin responder, abrió su saco y le dio la perrita. Mario apretó el montoncito sedoso y tibio contra su pecho, encajándola en su cuello, y cubriéndola con el mentón.
-Papá -preguntó Alberto, en un tono mezclado de interrogación y reproche-. ¿La vas a matar?
-La va a tirar en la laguna -contestó Pedrito por él.
Ya estaban a un paso del charco. Un caballo blanco, sucio, hundía los belfos en el agua barrosa. Un hornero saltaba en los cuencos que dejaban en el barro las pisadas del caballo. Un renegrido se había asentado impávido en las ancas del animal. Por encima de la triste cabezota del caballo emergía, de un cielo ceniciento, una distante estrella.
(Bueno; Castagnino, no te enojes por este cuadrito: grises, ocres, caballo blanco, pájaro negro. Casi siempre el escritor tiene que hacer un poco de pintura, y se le puede perdonar, pero el pintor nunca debería hacer literatura con los pinceles. ¿No te parece, Juan Carlos?)
Don Pedro se había detenido en la orilla de la laguna, flanqueado por sus hijos, y Mario, que tenía la perrita en brazos, lo miraba como si quisiese penetrar sus indescifrables designios. Pero don Pedro miraba el agua meditabundo y su frente parecía abultarse, debajo de aquel mechón rebelde.
(Mire, don Pedro, no me pida que le busque una solución literaria a este suceso, tan insignificante y tan doloroso, porque yo no me quiero meter. ¡Arrégleselas como pueda! Cuando empecé a escribir, sabía componer frases hermosas, tan cómodas para los críticos. Distraía al lector, con floripondios tropicales que lo mareaban, si puede decirse, y no le dejaban ver el fondo del asunto. Después aprendí laboriosamente a decir lo más cierto.
Y usted ya lo sabe, no es negocio. Pero se vive una vida diferente y no la cambio por todo el oro del mundo. ¡Y cómo nos queríamos, don Pedro, con los compañeros que han muerto y que habían comprendido la misión del escritor! Nos hubieran hecho tanta falta en medio de esta discordia, por su rectitud, por su altivez, por su veracidad. Cuando estábamos juntos y venían los muchachos con sus primeros versos y esos ojos de iluminados tan lindos, nosotros nos mirábamos y pensábamos: ¡Pobres, éstos no saben todavía qué quiere decir ser escritor! Todos los riesgos son fundamentales para nuestro oficio, don Pedro. ¡Y no hay salida! Hay que despellejarse para sostener una conducta y darle un valor a lo que uno dice. Y hay que echar en el crisol, ingratitud, injusticia, persecución, desprecio, humillación, escarnio y sacar de todo eso un lingote resplandeciente de amor. ¡Y cómo nos queríamos con Juan Pedro Calou, el flaquito que amaba a los miserables y a los perros. Tenía un sobretodo raído, pero llegó a decir:

Quise que así, vacío como el fondo
de los brillantes, una noche aciaga
fueras ante el misterio del espacio
el mismo ser de la primer mañana.

¡Se dan cuenta, don Pedro, qué bárbaro! ¡Y cómo nos queríamos con el tumultuoso Roberto Arlt y el místico Roberto Mariana Una vez, Arlt le dijo a Mariani, porque razonaba mucho: Vos, para ir de aquí a la esquina, necesitas escribirte un tratado de exploración.
¡Cómo nos comprendíamos! Pero, habían sentido ya el gusto ácido de ser verídicos y vinieron a morir pobres y sin gloria y muchos se apresuraron a olvidarlos porque amaban a la humanidad sobre todas las cosas y siempre proponían conflictos de conciencia. A estos tres compañeros los vimos en sus cajas y cuando sepultamos a Arlt, Rega Molina, el poeta, y yo, parecíamos dos gallinas mojadas y él no pudo más y escribió:

Si yo supiera todo lo que sabes.
Lo que desde tu muerte has aprendido.

¡Qué grande, eh! Sí, don Pedro; si esos compañeros vivieran, yo les hubiera preguntado: ¿Qué hacemos con este hombre, a orillas del pantano, sufriendo porque tiene que matar una perrita? Y ellos hubieran dicho quizás alguna palabra sensata que nos aliviara el pecho. Pero, así, yo solo... Bueno, don Pedro, disculpe que me haya puesto a recordar a mis muertos, mientras usted cavila mirando el agua leonada, donde bebe un caballo blanco.
Alberto volvió a preguntar, con acento de incredulidad:
-Papá, ¿la vas a tirar al agua?
Entonces don Pedro volvió de su ensimismamiento, como si le hubiesen recogido con una cuerda y buscando con la mirada un lugar, dijo:
Mirá, dejémosla aquí, que está al reparo de estos yuyos. Hacéle un pocito con la mano, para que esté abrigada. La tierra es caliente. A lo mejor mañana pasa alguno, la ve y se la lleva.
Y cuando Mario puso la perrita en el hoyito, debajo de una mata de hinojos y el padre murmuró brevemente: ¡Vamos!, en el pecho de los cuatro se prendió una gran congoja y retornaron como si tuviesen culpa, con algo de frío en los huesos.
Entraron en la casa y de pronto oyeron un pequeño ruido y se dieron vuelta, bruscamente: detrás de ellos venía trotando Valentina, con la perrita colgando de la boca. No hubo tiempo para asombrarse, pero sintieron que les nacía un brote de júbilo y ternura.
Doña María, al verla, se puso de rodillas y moviendo la cabeza, mientras Valentina dejaba a su hijita en si suelo y la lamía con ansiedad, ella le decía, con voz de madre:
-Si no la hubieses ido a buscar, te juro que no te hubiese mirado más a la cara...

14

CORBATA

Era media tarde. Doña María estaba sentada en la galería, cosiendo. Valentina y Fidel se habían echado, uno a cada lado de su silla, y de vez en vez levantaban la cabeza y la miraban con ojos soñolientos. Los chicos estaban en la escuela. Los perritos dormían y soñaban, más allá, en un montoncito mullido del que de tanto en tanto salían finos gemidos.
Una gallina nueva, la Entremetida, andaba pomposamente, toda hueca de ruidos, explorando las baldosas del corredor.
Doña María había empezado a soñar, cuando golpearon las manos. Fidel y Valentina rompieron en estrepitosos ladridos. Dejó a un lado la costura y se levantó para atender la puerta. Era don Perejil, que decía, con su ánimo de siempre:
-¿Cómo le va, doña María? ¿A que no están los chicos? Ella se limpió rápidamente la boca con el delantal, como si quisiese despojarse de toda palabra inadecuada y respondió, a tiempo que abría el portoncito: -¿Cómo le va, don Perejil? Pase... pase... Al petiso le bailaron los ojitos y se hizo a un lado para que doña María viese que lo acompañaba un perro. Era todo tan imprevisto, tan rápido, que no había modo de atender a tantas cosas a la vez. Y, naturalmente, hubo que empezar por los perros. Bajaron las miradas a su alrededor, pero los tres animalitos ya se habían acercado. Se olieron replegando el hocico y expresaron su agrado sencillamente, con miradas afectuosas y movimientos de la cola.
(Les hombres, en cambio, ¡qué de trabajos para relacionarse! Hay que saber primero quién es uno y cuánto tiene y finalmente no es el que buscamos.)
-Este es Corbata -explicó Perejil a doña María. Y añadió-: Tenía la tarde desocupada y pensé: voy a ver si están los chicos de don Pedro, para que conozcan a Corbata. Dale la mano a doña María.
(Lo más difícil era aparentar frente al mundo cierto valor, cierta altivez artificial y uno era siempre tan débil, tan insignificante, tan “poca cosa”. Y éste era quizás el principal mérito, pero tácitamente todos habían acordado no decirlo.)
El perro, un perro más grande que Fidel, de color blanco con manchas negras, de orejas cortas, de ojos despiertos, levantó una pata en seguida. Y doña María la sacudía con su mano y hablaba y reía a un tiempo:
- ¡Ay, Dios mío! ¡Me da la mano, como una persona bien educada! Pero... ¡qué lástima que no estén los chicos para ver esto!
Volviéndose de pronto a Fidel y a Valentina, les reprochó:
-¡Aprendan ustedes, que no saben hacer otra cosa que comer!
Y nuevamente al petiso, que sonreía halagado: -¡Qué bien enseñado lo tiene! Pero éste es un perro fino, ¿no? Se le conoce en el pelo. Pero, ¿por qué no pasa, don Perejil? Pase... hombre... pase... y toma unos mates. ¡Y yo que lo tengo en la puerta, como una babieca! Déjelo a Corbata que se divierta con sus amiguitos.
Perejil entró y dejó a Corbata en la puerta, del lado de afuera.
-Usted se queda allí -le previno amenazándolo con el dedo-. ¡Y cuidadito con moverse! ¿en?
-Pero, don Perejil, ¿qué es eso?... deje entrar al pobre animalito, así juega con los míos.
-No -replicó Perejil, serio-, si le dejo hacer lo que quiere, se acostumbra mal y no me obedece.
Doña María preparó el mate en un abrir y cerrar de ojos y se sentaron en la galería, con la pava al lado. Pero Valentina y Fidel no los dejaban tranquilos. Iban y venían desde donde estaban ellos a la puerta, en locas carreras, y ladraban suplicantes y lloraban con grititos pueriles, dándole a Corbata furtivos lametazos, a través del alambrado. De vez en vez, Valentina iba a mirar a sus hijitos, los reconocía con un movimiento circular de su hocico y volvía a la carrera, a gemir, junto a la puerta, donde Corbata, impasible, esperaba.
-Hágame caso, don Perejil, no sea tan desalmado y deje entrar al pobrecito, por una vez siquiera.
-Bueno -dice Perejil, con su carita de niño viejo-, no habrá más remedio que dejarlo pasar. Y sin moverse, grita: - ¡Corbata! Vení, entra.
Corbata tiene un instante de vacilación y en seguida, sin que Fidel ni Valentina se asombren por eso, con la pata empuja el pasador, abre la puerta y entra, mirando alternadamente a los dos perritos, que lo acosan por los flancos con sus fiestas.
-Usted, con este perro, tiene una fortuna -exclama doña María-. Entiende todo lo que le dice. ¿Le puedo dar un turrón de azúcar?
(¡Por favor, doña María!, no se dice “turrón” sino “terrón” de azúcar... aunque, a decir verdad... casi... casi... estaría mejor dicho, porque terrón viene de tierra y turrón de confitura.)
-No; no le dé nada... no prueba nada si no se de mi mano... Este perro, ahí donde lo ve.. Entiende más que un ser humano... ¡Si yo le dijera... doña María... no lo podría creer! ¿Ve cómo va a mirar a los cachorritos y la madre no le hace nada? -¡Es cierto! ¡El Fidel no se puede ni acercar! -¿Ve qué serio es y cómo se hace querer en seguida por los otros? Ahí donde lo ve, la otra noche yo estaba llorando y se vino y me lamió la cara.
-¿Usted lloraba, don Perejil? -preguntó interesada doña María, mientras secaba el mate con el delantal. -Sí, lloraba...
Y los ojos del bajito se enturbiaron. -Usted, don (Perejil, que es tan alegre, tan divertido; usted, don Perejil, que ha trabajado en el circo...
-Sí, lloraba... ¿qué le va a hacer? Alguna vez hay que llorar un poquito... Mire... recibí carta de Europa... y me quedé solo en el mundo. Al único que tengo es a éste, a Corbata...
Extendió una mano para acariciar su cabeza y los tres perros se precipitaron a disputarse su caricia. Entonces, como doña María se había quedado callada de emoción, el petisito sacó de su bolsillo un papel y leyó, tartajoso:
... debo darle la mala nueva de la muerte de su padre, de sus hermanos Miguel, Nicolás y Camelia, de su sobrinito Vasilio, de su tía Gregoria, muertos todos cuando la aldea fue incendiada y arrasada por el ejército malhechor ...
Después, con una sonrisa suave, dijo: -¿No le parece, doña María, que tenía que llorar un poquito?
(Realmente, don Perejil, todos los hombres del mundo deberíamos llorar tres días con sus noches por todo lo que ha pasado en estos años de ignominia.)
Secándose una lágrima de infinita piedad, doña María masculló conmovida:
-¿Quiere otro mate, don Perejil? Pero él se levantó de su asiento, y murmuró: -No, gracias, señora. Me voy...
-¿Por qué no se queda un ratito más? Ahora, en seguida, llegan los chicos... -No; me tengo que ir. ¡Vamos, Corbata! Entonces doña María cambió de cara y de voz y pidió, gravemente: -Espere... usted que sabe leer.. ¿Quiere leerme una carta?
Fue a la pieza, subió sobre una silla y tomó un sobre que había escondido en el techo del ropero.
-Es de mi otra hermana, la que vive en el campo con mi padre, no la que usted conoce -dijo, soplando el polvo del sobre y alcanzándoselo a Perejil-. No la quería leer estando los chicos delante... ¿comprende?
El hombrecito examinó atentamente el sobre, de un lado y de otro.
-Esta vez seguro que es el abuelo... -murmuró doña María y palideció.
Perejil rompió el borde del sobre con los dientes, sacó un pliego y después de recorrer con los ojos el escrito, leyó en voz alta:
...y esperamos que todos estén bien, que por aquí corporalmente contamos con la voluntad de Dios y el abuelo se conserva en su entendimiento natural, y fuerte, que no le falta casi ningún diente y reniega noche y día por querer ver a sus nietos de Buenos Aires, antes de que le llegue la muerte, que espera como cosa natural y sin disgusto. Ahora te diré, querida hermana, que nuestro perro, Máuser, que debe tener algo más años que tu hijo mayor, y que tanto querías, remaneció muerto el domingo de Pascua y lo enterramos junto al álamo negro, que está detrás de la casa.
El hombrecito leía con una voz de rezo y doña María había juntado las manos y escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, la boca floja, entreabierta, la oreja tensa, los ojos distantes, errantes quizás, alrededor del álamo aquel de su casa paterna. Su corazón estaba agitado y despavorido y solamente se iba a sosegar después de algún tiempo. Cada palabra que Perejil leía era absorbida por todos sus poros, en un cálido silencio. (¡Cuántas palabras se pronuncian con el solo afán de producir ruido, como los perros que ladran cuando se cansan de su largo mutismo. El aire está infestado dé palabras muertas, que ya no huelen bien y que nos golpean en la cara como cuerpos de pichones muertos. Ya casi nadie sabe hablar, de tantas palabras falsas que se acumulan en nuestras bocas descoloridas. Y solamente se necesitaría una sola, una palabra nueva, esplendente, para que todos los hombres volvieran a comprender. Porque una vez, fugazmente, comprendieron... Y entonces se fundó el Ser humano. Y los más verídicos comprendieron a los animales y sobre todo a los perros. Y desde entonces vivimos de aquel mágico recuerdo, enredados en la maraña de nuestras propias mentiras.)
Entonces doña María, con cierto alivio, metió la carta en su escote y sentía una suave vergüenza, de ser más afortunada que el desdichado Perejil.
-Ya ve, don Perejil... También, yo tengo a quién llorar por hoy...
En la puerta, Perejil le tendió la mano, sonriente, y lo mismo hizo el perro, levantando una pata que doña María sacudió como una mano amiga. Fidel los acompañó seriamente hasta la esquina y cuando volvió al trotecito, desde la puerta, con doña María y Valentina, se quedaron mirando hasta que el hombrecito y el perro desaparecieron detrás de un cerco de cina-cina.
Entonces doña María volvió de sus cavilaciones y rezongó:
- ¡Vayan adentro a cuidar de sus hijos, callejeros!

15

LADRONES

Ocurrieron muchas cosas. A media noche, Fidel empezó a gruñir de un modo raro hasta que consiguió despertar a doña María. Casi entre sueños, ella preguntó: -¿Qué te pasa, viejo?
Pero Fidel seguía gruñendo y a la difusa claridad que entraba por la ventana, doña María vio que estaba rígido, con la cola atiesada y miraba en dirección a la puerta. Zamarreó a su marido, diciéndole: -Pedro, anda a mirar qué pasa afuera. Entonces él se levantó rezongando y descalzo y, sin ponerse los pantalones, salió a la galería. Escurriéndose entre sus pies, Fidel le ganó la delantera. Y detrás de Fidel, corrió Valentina. Oyeron un ruido sordo de pasos presurosos y el golpe que hace al caer un bulto pesado y como un leve gemido. Y luego, don Pedro alcanzó a ver una silueta que se descolgaba por el alambrado a la calle y se esfumaba velozmente en la obscuridad. Fidel dio tres pasos con las patas agarrotadas y empezó a ladrar desesperadamente.
(Mentiría si dijera que don Pedro no soltó una palabra fea. de esas que dan carácter a un idioma y permiten cierta distinción a los que no las emplean)
Después Fidel dejó de ladrar y regresó lentamente. Los ladrones habían escapado y don Pedro volvió a la cama, fastidiado. -¿Qué era, Pedro? - ¡Qué se yo! ¡Rateros!
Y al día siguiente, cuando don Pedro asentaba meticulosamente la navaja para terminar de afeitarse, entró doña María, agitada:
-¿Viste?... ¿viste?... los que entraron anoche se llevaron a la Pelada, a la Catalana, a la Patuda, a la Colorada y media bolsa de maíz que estaba en la cocina. Y te dejaron el gallo todo revuelto de plumas como si te lo hubieran estado corriendo. Si no te levantas se las llevan todas.
Los chicos estaban sentados en el suelo poniéndose las zapatillas y quedaron en suspenso, con la boca entreabierta.
Alberto preguntó: -¿Qué pasó, mamá?
-Entraron ladrones anoche, y se llevaron cuatro gallinas. La Patuda, ¡cómo la siento! Ponedora como ésa no voy a tener nunca. Y el Fidel ¡cómo ladraba! El fue quien me despertó, pobrecito.
-Y la Valentina, ¿no ladraba?
-La pobre está abajo del aparador sin separarse de su cría.
-Bueno -dijo don Pedro-, cada vez que nos robaban algo, mi madre, que en paz descanse, decía: si te robaron es porque tenías... Si te robaron las gallinas es porque las tenías, si no no te las hubieran podido robar. No lo pensés más, ¿qué le vas a hacer? Porque llores no te las van a devolver.
-Es que me da rabia... -sollozó ridícula doña María-, tanto cuidado... tanta fajina para tenerlas limpias, gorditas... uno empieza a quererlas y no se las quiere comer y el primero que viene se las levanta en una bolsa, como si tal cosa...
-¿Vos te crees, María, que ahora están alrededor de una olla con las cuatro gallinas adentro, sintiéndole el olor al caldo?
-Yo no me creo nada, y no me vengas a defender a esos criminales...
-Son unos pobres infelices, muertos de hambre...
-Si tienen hambre que coman raíces, antes de mancharse las manos en el robo.
-Papá -dijo Pedrito-, ¿vos entrarías en una casa a robar gallinas?
Doña María le dirigió una mirada iracunda y gritó:
- ¡Nene!... ¡te voy a dar, desfachatado! ¡No le faltes el respeto a tu padre!
Pedrito se salvó del consabido coscorrón, porque irrumpió en la galería la voz engolada del pescador:
-¡Pescador! ¡Pescado fresco... pescado de Mar del Plata!
Doña María miró a don Pedro cambiando bruscamente de tono y le preguntó:
-¿Querés comer pescado, hoy?
-Y... bueno... -contestó él, encogiéndose de hombros.
-Voy a comprar pescadilla, si tiene.
-Pero no te pongas a hablar con el pescador de las gallinas que te robaron.
Y mientras doña María iba hacia la puerta seguida por los chicos y los perros, él terminó de anudarse el pañuelo, se levantó el mechón de la frente y salió. Tuvo que pasar por encima de las canastas del pescador y olió con gusto el tufillo marino que las envolvía.
-¿Al trabajo, don Pedro? -preguntó el pescador.
-Para no perder la costumbre -murmuró él y añadió, sin mirar a nadie-: Hasta luego.
Doña María sintió el deseo punzante de mostrar al pescador un trocito de su intimidad sentimental y exclamó, con un tono demasiado afectado para que fuese sincero:
- ¡No vengas tarde!
Don Pedro no pudo evitar la sorpresa y volvió la cabeza para mirarla, levantó el mechón de la frente y siguió andando. Pero ya todos estaban sobre las canastas y Fidel y Valentina olían desconfiados y se apartaban para dar pequeños estornudos.
-¿Qué lleva, pescador? -preguntó doña María, fisgoneando en las canastas.
-¿Quiere un lindo pedazo de surubí?
-¡Ay!, no; es muy grasoso.
-¿Quiere una corvina? Pero es chica... ¿Quiere una buena merluza?
-¡Siempre merluza! Y éste, ¿qué es?
-¡ Pescadilla!
-Caballa, ¿no lleva?
-¿Caballa?
El pescador se echó atrás la gorra de visera, hizo un gesto de desesperación y cuando doña María, los tres chicos y los dos perros estuvieron pendientes de su gesto, dijo: -Caballa no se consigue ni para remedio. Antes de pescarla ya la tienen en conserva...
El diálogo se hizo más vivo.
-Antes era el pescado de los pobres.
-Por unos centavos le daban una entera que alcanzaba para toda la familia.
Los chicos miraban ensimismados las canastas.
(Los pescados, húmedos, sinuosos, con un desmesurado ojo amarillo, no habían podido reponerse del estupor de haber sido sustraídos a su mundo y muertos seguían sin querer comprender, con la pupila tercamente dilatada, con la boca entreabierta y blanda de los lechones.)
-Bueno; déme esa pescadilla. Límpiela bien y sáquele la cabeza, porque no tengo gato.
Los chicos se entretenían viendo cómo el hombre destripaba al pescado con su filosa cuchilla, que hacía saltar al aire una lluvia de escamas.
Al fin, de un hachazo saltó la cabecita de ojos acusadores y el pescador cargó sobre los hombros la caña de sus canastas y se fue canturreando.
La familia volvió a entrar y los perros estaban insoportables. Corrían, ladraban y tironeaban la pollera de doña Maria, que les recriminó fastidiada:
-¿No se pueden quedar un minuto quietos? ¿Por qué no gritaron anoche, cuando nos robaron las gallinas?
Pero la Valentina, especialmente, no quería atender razones y desafiando algún manotazo saltaba sobre la pollera de doña María.
-Pero, ¡miren cómo me pone la ropa esta desorejada! ¿Qué te pasa, che? Mira que lo llamo a don Perejil para que te enseñe a no poner las patas encima.
(El sistema que empleaba don Perejil era sencillo: cuando el perro levantaba sus patas delanteras al aire, él le visaba las patas traseras. Y el perro, que tiene más memoria del dolor que el hombre, nunca más volvía a hacer esas demostraciones.) Al fin, todo quedó revelado.
- ¡Mama... -masculló Pedrito, señalando con el dedo- Mario se robó un pescado de la canasta!
A doña María casi se le cae de las manos el plato con la pescadilla. Cambió de color y tartajeó, asustada: -Nene... ¿has hecho eso?
Mario, haciendo esfuerzos para lloriquear, mostró un pescado con un lazo de bejuco en la boca, que había ocultado con las manos en la espalda.
Alberto esbozó una sonrisa de cómplice que se desentiende y pronosticó, alejándose: ¡Ahora...! Doña María quedó paralizada por la indecisión. Después dejó el plato sobre la mesa, se secó rápidamente las manos en el delantal y precipitándose furiosa sobre el Deseado, salió corriendo detrás del pescador, con el chico a rastras.
Iba sin aliento, con los ojos arrasados de lágrimas, con el pescado en alto en una mano, y Mario colgando de la otra. Fidel y Valentina .ladraban saltando delante de ellos y los otros dos chicos miraban desde la puerta, asustados.
El pescador se detuvo y dejó las canastas en el suelo con cierto aire de sorpresa. Doña María llegó jadeando. Con la voz rota, gritó:
-¡Ay! don Marcos... este sinvergüenza que le ha robado un pescado de la canastra...
El hombre sonreía, rascándose la frente, debajo de la gorra.
-No es nada, doña María... son cosas de criatura...
- ¡Ah! don Marcos, el chico lleva dentro de él al grande. El grande, al chico que era, ya lo perdió.
-No es nada.
- ¡Cómo no es nada! -sollozaba ella-. ¿Tanto educarlos, tanto sacrificio para mandarlos a la escuela, tanto trabajar para vestirlos y alimentarlos... el padre y la madre trabajando como burros... y los hijos salen ladrones?
Sin soltarlo, le dio un soplamocos tratando de no golpear fuerte; pero su acento era tan desesperado que Mario comprendió que debía llorar a gritos, haciendo coro a los gruñidos de Fidel.
-Son cosas de criatura... -repetía el hombre, acomodando el pescado debajo de una arpillera mojada.
Sacudiendo de un brazo a Mario para que no gritase, volvió a la casa y en la galería se dejó caer en la sillita baja y entre hipo e hipo, decía:
-Para que fuesen buenos, habría que criarlos fuera del mundo, donde no pudiesen ver, ni oír a nadie. A lo mejor ya se enteró la vecina y lo va a saber todo el barrio.
-No, mama... doña Matilde no estaba -intervino pesaroso Alberto.
- ¡Salgan de acá, malvados, que no los quiero ni ver! Y rueguen a Dios y a todos los santos que esto no lo sepa el padre porque le quema las manos. ¡Ah! Sí; se las quema. El no va a andar con vueltas... como yo... ¡pobre de mí!... que me van a matar a disgustos...
La Valentina fue a echar una ojeada a sus cinco cachorros, los olió y corrió a acomodarse, de un salto, en el regazo de doña María. Mientras acariciaba la cabeza de la perrita, haciéndola derretir de gusto, la mujer iba diciendo:
-Por lo menos los perros son decentes y agradecidos. Si no es por esta pobre que me avisó, mis hijos hubieran pasado por ladrones.


[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE HISTORIA DE PERROS]


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