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NOTAS EN ESTA SECCION
Adiós al
poeta y al mito, por Silvina Friera |
"La parodia me parece una
estupidez total" |
Escritor en pose de combate
Ricardo Zelarayán -
entrevista a Juan Filloy |
El derpa de Zelarayán, por Sebastián Robles
| Ricardo Zelarayán - La confesión
de un paraguas
Ricardo
Zelarayá - Bolsas | Selección
poética
NOTAS RELACIONADAS
Washington Cucurto |
Osvaldo Lamborghini
LECTURA RECOMENDADA
Retrato de Zelarayán por Washington Cucurto,
Revista UDP (Universidad Pedro Portales) Chile, Nº 5, julio 2007
Ricardo Zelarayán - La obsesión del
espacio |
Ricardo Zelarayán - La piel de caballo
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![](banners/wikilink2.jpg) ![](images/zelarayan2.jpg) Adiós
al poeta y al mito
Murió Ricardo Zelarayán, un "escritor secreto"
El
escritor, cuyo sonoro apellido obra como contraseña de una suerte de culto,
falleció el martes pasado (29 de diciembre de 2010). Más difícil es establecer
la fecha y lugar de su nacimiento, lo que alimenta la leyenda. La obsesión del
espacio y Lata peinada son algunos de sus libros.
Por Silvina Friera
La Parca es una cretina con escaso refinamiento prosódico. Nunca emplea la
elipsis, ni escamotea sus intenciones. Jamás vacila. El martes murió el gran
poeta Ricardo Zelarayán, tal vez el mayor mito de la literatura argentina
contemporánea. La ecuación es perfecta para aceitar el culto al “escritor
secreto”. La sola mención de su sonoro apellido es una especie de contraseña
fascinante que incorpora feligreses de boca en boca, de lectura en lectura.
Publicó pocos libros, escribió mucho más, pero esos textos se perdieron en
sucesivas mudanzas, de pensión en pensión. El capital poético y narrativo que
despliega en su obra –de los poemas de La obsesión del espacio (1972) hasta la
mítica novela extraviada y recuperada, Lata peinada– rubrica el carril de un
horizonte para alquilar balcones. “Una mezcla rara”: así se definía este poeta
que descendía de indios analfabetos por el lado paterno. “Aunque yo he salido
blanco como mi madre”, aclaraba. ¿Cuándo y dónde nació? Menudo problema
responder una pregunta que a priori debería resultar sencilla. Algunas fuentes
–el Breve diccionario biográfico de autores argentinos, de Pedro Orgambide; la
mayoría de las páginas web y la solapa de la reedición de su novela La piel del
caballo– consignan que habría nacido en 1940. El poeta Jorge Aulicino establece
la fecha mucho antes: el 21 de octubre de 1922. Otro cantar similar se plantea
con el lugar. Zelarayán podía anclar su origen en Paraná y sentirse entrerriano,
pero también se llamaba a sí mismo “tucumano-salteño”. Epílogo genial estas
versiones, una estocada magistral para mantener la llama encendida del mito.
La única “certeza” por ahora –hasta que biógrafos y fans demuestren lo
contrario– es que Zelarayán no era porteño. Se describía como un provinciano
resentido exiliado en la Capital. Su frente de combate por excelencia fue la
dicotomía Capital-interior. Que su yacimiento poético sea la lengua del país
profundo y mestizo no implica incluirlo automáticamente por los pagos de la
gauchesca. “Aborrezco a los gauchos. El gaucho es la policía del patrón. Por eso
le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco
–protestaba con razón contra el torpe facilismo de estas etiquetas–. Claro, como
en mi novela (La piel del caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero
hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el
campo.” Hay frases para conservar en el cofre antojadizo de la memoria. Decía
que “una novela empieza por una frase escuchada en la calle”. Lo que entraba por
la oreja de este señor inexorablemente sordo –pero con un oído biónico
descomunal para escuchar lo que muchos no pueden oír–, ese colchón de voces que
lo interpelaban, era apenas la punta del iceberg, la materia prima de un
protolenguaje, un impulso inicial que sería infatigablemente digerido y
elaborado.
![](images/German_Garcia.jpg) Despedida
de Ricardo Zelarayán
Hoy miércoles 29 de diciembre murió en la Ciudad de Buenos Aires Ricardo
Zelarayan: escritor, diseñador y excelente traductor.
Para mí, como para muchos de mi generación, era una referencia fundamental.
Tenía una risa fácil, era un genio en más de un sentido (su mal genio era
conocido, como su genialidad como escritor).
Le debo el temprano conocimiento de Ferdydurke en su edición de la Ed. Argos, el
conocimiento de Una novela que comienza y la alegría y el gusto por tantas otras
cosas de la literatura.
Crítico de las imposturas políticas y literarias, fue siempre atópico en nuestra
cultura y supo conectar con muchos jóvenes escritores, así como ganarse el
rechazo de otros consagrados que no soportaban la mordacidad implacable de sus
juicios.
Ahora sus libros hablarán por él. Como dijo Sigmund Freud: “La escritura es el
lenguaje del ausente”.
Quiero concluir con la dedicatoria que le hice en mi libro, publicado en 1975,
sobre Macedonio Fernández: Para Ricardo Zelarayan, quien supo propiciar la
lectura de Macedonio Fernández y el valor singular de la ironía.
Germán García, diciembre 2010 |
A Buenos Aires llegó
para estudiar Medicina, según recordó el poeta en una de las pocas entrevistas
que le hicieron. Pero no pudo terminar la carrera; para un hombre de provincia,
la necesidad imperiosa de trabajar eclipsaba la tentativa de educarse en la
universidad. Fue corrector en la editorial Depalma, redactor creativo en
agencias de publicidad, periodista y traductor. El descendiente de indios
analfabetos, apodado por sus amigos “el Franchute”, hablaba inglés y francés a
la perfección. A comienzos de los ’70 integró una revista fundamental: Literal.
El primer libro de poemas que publicó, La obsesión del espacio (1972), un joyita
de punta a punta, es una de las naves insignia para los jóvenes poetas
argentinos, como han reconocido Fabián Casas y
Washington Cucurto, entre otros. “La palabra misterio
hay que aplastarla / como se aplasta una pulga / entre los dos pulgares. / La
palabra misterio ya no explica nada”, se lee en el poema medular “La gran
salina”. Casas percibe que la prosa de Zelarayán está hecha “con violentos
cambios de clima e imágenes dantescas del campo”. Pero advierte que no es el
campo idílico sino “la urbanización que crece en el medio de los pueblos,
trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir,
toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se
ha perdido”.
Zelarayán asumía una influencia “muy fuerte” de
Macedonio Fernández desde el ángulo del cuestionamiento del ser, pero no
tanto en el estilo; influencia palpable especialmente en sus “novelas”
–encomillado que pone en tela de juicio si es posible hablar de géneros– La piel
del caballo y Lata peinada. También publicó Roña criolla, poemas para calentar
motores, “frases de arranque” como si pusiera primera para empujar la realidad,
chispazos notables, anzuelos que atrapan a su presa. “Rezongado rezongo de
palabra renga. / Pelo y barro”, se lee en “Pioja”. “Mano mansita, mosca
aplastada. / La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, / nariz en
tierra”, escupe en “Gota”. El poeta no tenía inconveniente en marcar la cancha.
No quería integrar la “pequeña borgesía”, pero admitía que Borges tenía “cosas
hermosas”, como “La fundación mitológica de Buenos Aires”. Tampoco
Osvaldo Lamborghini fue santo de su devoción. Le gustaba El niño proletario,
pero se quejaba de la repetición en Lamborghini, una obsesión y exigencia que
acaso pueda ser una de las columnas vertebrales para comprender por qué
Zelarayán publicó poco: “Si yo veo que me estoy repitiendo, digo ‘esto no va’. Y
lo tiro”. Lejos estaba de comulgar con la parodia en la literatura; la
calificaba, sin medias tintas, como “una estupidez total”. “La parodia encaja
perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo
hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate”,
subrayaba en la entrevista con el poeta Fernando Molle.
Imposible no rendirse a las aristas de un mito construido, fundamentalmente, con
una gran obra, una musiquita inquietante por donde se la escuche y lea. Pero se
impone apostillar un plus de intensidad adicional. “No soy escritor”, decía
Zelarayán, aceitando con esa frase un tópico fascinante. No respondía al
estereotipo de lo que se supone es un escritor: alguien que publica
regularmente. “Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada
dos años, cosa que yo no he hecho y no creo que pueda hacer jamás”, confesaba.
“Claro, ésa es la burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque
hay ganas de escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está
escribiendo, evidentemente, chau. Es el único privilegio del escritor: ser el
primer lector.”
31/12/10 Página|12
![](images/zelarayan1.jpg) “La
parodia me parece una estupidez total”
Por Fernando Molle
(*)
6 de febrero de 2000
Ricardo Zelarayán nació “a mediados de la década "La del veinte”. Vive desde
joven en Buenos Aires, conservando intacta su condición de provinciano en eterno
conflicto con el porteño. Escribió mucho, publicó poco, perdió y tiró bastante.
Sus libros publicados –La obsesión del espacio (poesía, 1973), Traveseando
(cuentos, 1984), La piel del caballo (novela, 1986, reeditada en 1999), Roña
criolla (poesía, 1991)- representan menos de la décima parte de su producción.
Su personalísima obra en todos los géneros –que también incluye explosivos
panfletos- tiene una música inmediatamente reconocible, que se nutre del habla
popular, de la calle de giros coloquiales del interior del país. A comienzos de
los setenta, formó parte de una revista que marcó un punto de inflexión en la
evolución de la cultura argentina: Literal. En los últimos años se dedica a la
traducción, a escribir fragmentos y a influir involuntariamente en las nuevas
generaciones de poetas argentinos.
-¿Cómo era su familia?
-Soy una mezcla rara. Desciendo de indios analfabetos por el lado paterno.
Aunque yo he salido blanco como mi madre. Mi abuelo era peón golondrina.
Trabajaba en el sur de Salta y norte de Tucumán. Para liquidar sus changas tenía
que tener un apellido. Y, como no quería decir cómo se llamaba, le pusieron
Villagra. El apellido que yo llevo, Zelarayán, es un apellido regalado.
-¿Cuándo llega a vivir a Buenos Aires?
-Yo vine a estudiar medicina. Y no se podía, porque había que dedicarse a
estudiar o trabajar. Estudié cuatro años, pero la carrera era de siete. Y pasaba
que me identificaba con los pacientes. Me acuerdo que, en el Ramos Mejía, yo
simpatizaba mucho con una chica de 17 años, tuberculosa. Y un día llego medio
tarde a una clase de Semiología en una dependencia del Ramos Mejía, y en el
pizarrón veo los dos pulmones de la chica partidos por la mitad, con chinches.
Yo no sabía que se había muerto. De modo que empecé a trabajar en la editorial
Depalma como corrector. Después me pasé a la publicidad. Fui redactor creativo,
como se decía antes. Trabajé en diez agencias por lo menos. Volví al periodismo
en el año 70.
-Su primer libro, La obsesión del espacio, lo publica después de los 40 años.
¿Desde qué edad escribe?
-Desde siempre. Yo tenía 13, 14 años. Escribí un diario en una de esas agendas
de médicos. Después escribí de todo. Primero escribía poesía, algún cuento
perdido por ahí, ni me acuerdo ya. Pero en fin, no soy escritor.
-Usted siempre habla de las obras que ha tirado o perdido.
-Bueno, yo en Buenos Aires tengo 27 mudanzas por lo menos. Yo siempre alquilé,
viví en piezas, en pensiones. Primero yo tiraba, y después perdía. Y después
trataba de no perder, pero me traicionaba el inconsciente. Precisamente hay una
novela mía, se llama Una madrugada, perdida (lamentable: ya no se puede hacer
otra vez) que habla de la vida nocturna en Buenos Aires. Habla de la gente que a
la mañana muy temprano se levanta a trabajar mientras los otros vuelven de la
farra nocturna, durmiéndose en el colectivo. Y esa novela quedó inconclusa. Son
todas novelas colectivas, como La piel del caballo. Es una especie de coral.
-¿Actualmente prepara algún libro?
![](images/zelarayan4.jpg) Tirar,
perder o rescatar, pero urgente
Durante los años ’80, su novela La piel del caballo fue clave y cifra secreta.
Mientras tanto, sus dos libros de poemas publicados hasta ahora marcarían a
fuego a la generación de poetas de los ’90. En Ahora o nunca se reúnen los
volúmenes La obsesión del espacio y Roña criolla, más poemas inéditos y los
breves cuentos infantiles de Traveseando. Una oportunidad urgente de atrapar al
escurridizo Ricardo Zelarayán y a una obra siempre en riesgo de perderse o
tirarse.
Por Mercedes Halfon
Ahora o nunca
Poesía reunida
Ricardo Zelarayán
Argonauta
281 páginas
Hasta hace algunos años, la obra de Ricardo Zelarayán permanecía rodeada de una
particular aura de misterio. Hay que decir que esta rara incandescencia ha
estado atizada por el propio autor, quien no vaciló en decir que casi toda su
vida había escrito para “tirar o para perder”. Pero además de lo conjurado por
él, la peripecia de sus ediciones ha seguido esa dirección. De Zelarayán se
conocían dos libros de poemas: La obsesión del espacio (1972), que de vez en
cuando aparecía en una edición de tapa oscura en librerías de usados; y Roña
criolla (1991), agotado poco después de editarse. En el terreno de la prosa
publicó la novela corta La piel del caballo (1986), pieza clave de su obra
reeditada por Adriana Hidalgo a fines de los ‘90; y Traveseando (1984), un libro
de cuentos infantiles que tampoco había circulado demasiado. A esto se suma Lata
peinada, novela inconclusa, pero editada hace poco. El resto de su obra
permanecía o bien inédita o bien extraviada para siempre. En esto hay un rasgo
identitario: Zelarayán decía haberse mudado más de veintisiete veces sólo en
Buenos Aires, y antes de eso lo hizo de provincia en provincia. En esas
mudanzas, algunos papeles se perdieron y otros quedaron, arrugados,
fragmentados, salvados de milagro de la hecatombe de la provincia dentro de la
capital. Porque Zelarayán, que nació en Paraná a mediados de la década del ‘20 y
vino de joven a Buenos Aires a estudiar Medicina, siempre se mantuvo fiel a su
provincianismo, a ser en Buenos Aires el otro, el que alza la voz del otro, el
que tiene que alzar la voz en capital, para ser escuchado.
Por eso, nunca mejor usado el adjetivo “reunido” para titular este libro que
recopila la poesía de Ricardo Zelarayán. Hubo que reunir las piezas, los
fragmentos más pertinentes de ser llamados “poéticos”, para realizar ésta, su
poesía reunida. Y el nombre que lleva, Ahora o nunca, funciona como si se
quisiera decir: o rescatamos a Ricardo Zelarayán de las negras fauces del olvido
(propio y ajeno) o esto se pierde definitivamente. Como si hubiera un carácter
urgente en la edición. Y también, por qué no, en el propio Zelarayán. Porque por
más que haya empezado a publicar instado por sus amigos y “de grande”, hay una
violencia radical en su obra, producto de una diferencia igual de tajante con lo
que lo rodeaba, una urgencia por reconfigurar, a golpe de lenguaje, un nuevo
mapa de la literatura argentina.
Zelarayán define al protagonista de La piel del caballo más que como un mirón,
como un escuchón. He ahí un modelo de escritor, al que Zelarayán adscribe
completamente. Su forma de hacer literatura –y aquí no hay diferencia entre su
prosa y su poesía, y tal vez no la haya nunca– es a partir del habla popular, de
las voces de la provincia. Transcripción de eso particular que aparece en el
lenguaje hablado. La suya es una poesía más sonora que visual –ese adjetivo, tan
usado y tan mal definido–, pero es precisamente a partir de ese sonido
entrerriano que se arma el paisaje donde Zelarayán manda y crea escenas
memorables: sexo en plazas, sangrientas trifulcas en casas de familia, trenes
que recorren una salina inmensa en la noche y que dejan una marca indeleble en
la retina. “Rezongado rezongo de palabra renga. Pelo y barro” arranca Roña
criolla. “Al Hermenegildo le gusta la noche desplegada / y el día fruncido, la
noche tensa como una manzana lustrada / como una manzana más negra que la noche
reluciente”, dice en La obsesión del espacio.
El mismo escritor se encargó de despejar dudas con respecto a sus intenciones
poéticas y filiaciones literarias. Sobre la parodia, dijo: “Me parece una
estupidez total”. A la pregunta por la relación con la gauchesca, respondió que
aborrecía a los gauchos y que además esa literatura no le interesaba en
absoluto. Pero tampoco es todo negación y escarnio. Zelarayán se declaró
seguidor de Macedonio Fernández en varias oportunidades y, yendo un poco más
allá de la literatura argentina, comentó: “A mí los escritores que más me
interesan –yo que leo en varios idiomas– son los que tienen una cadencia
poética, una respiración poética. Y no le podés cambiar una palabra, porque es
como un circuito eléctrico, circula como una corriente en el texto y eso es
absolutamente poético, no hay nada que hacer. Esa cadencia viene también del
hecho de que en un principio la novela era en verso también”. Exactamente eso es
lo que pasa en sus poemas.
Es entonces en estas coordenadas que hay que leer a Ricardo Zelarayán, más aun
teniendo en cuenta su introducción y vinculaciones en el mapa intelectual
argentino de comienzos de la década del ‘70. Lo hizo con los creadores de la
revista Literal, realizada por escritores lacanianos, posestructuralistas
rebeldes que no firmaban sus notas. Pero en realidad, antes de que existiera
esta revista con la que coqueteó, Zelarayán ya se había plantado a discutir las
mismas cosas que se discutirían desde esa publicación. En el post-facio de La
obsesión del espacio se ubicaba en contra de las ilusiones referenciales en la
literatura y del realismo en general: “El lenguaje es para mí la única
realidad”, dijo. Y de ahí: “No existen los poetas, existen los hablados por la
poesía”. Como si lo único que pudiera terminar convirtiéndose en poema es
aquello que fue primero descubierto en la realidad, ese feliz momento en que el
sinsentido se desprende del habla alienada y el poeta es el que está ahí como
buen “escuchón”, capturando palabras.
La poesía argentina contemporánea, buena parte de lo que se ha dado en llamar la
“poesía de los ‘90”, sería impensable sin el aporte de Ricardo Zelarayán. La
preponderancia que este poeta dio a lo coloquial ha abierto una puerta por la
que pasaron muchos: Washington Cucurto, Fabián Casas, Martín Gambarotta, y otros
tantos. No es casual que se mencionen sólo nombres masculinos. La escritura de
Zelarayán, y su prosa también, está amparada en una sensibilidad viril que se
regocija en lo festivo con cierta ingenuidad telúrica, en el machazo que
resuelve a los gritos y a las trompadas. Su libro para niños, incluido también
en esta antología, despliega sin embargo otro imaginario, otra sensibilidad: en
Traveseando, con un vocabulario simple pero que no deja de lado la reflexión
aguda y el humor, se hace aquellas preguntas existenciales que abren la
curiosidad acerca de lo que nos rodea: qué sucede con el lento exterminio de los
vasos de vidrio, con la tristeza del paraguas cerrado en el día de sol,
preguntas que van hacia el mundo y vuelven convertidas en poema.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-3565-2009-10-05.html |
-En este tiempo me
dedico al minimalismo literario, como se dice ahora. Tengo un libro de
fragmentos empezado hace tiempo. Son historias, con sentencias, aforismos,
situaciones. Recuerdo una de ellas, El ser: “Lo saludé y no era. A mí también a
veces me saludan y no soy” (risas). Y también tengo un pequeño librito que estoy
haciendo de a poco, que empecé a escribir hace más o menos diez años. Son
historias de apodos.
-Una particularidad de su poesía es que parece ir escribiéndose azarosamente,
sin ningún tema ni plan previo.
-Todo, todo lo mío es así. Una novela empieza por una frase escuchada en la
calle. Volviendo a tu pregunta, cuando hay un plan previo para escribir, el
texto siempre fracasa. Es necesario un disparador, y eso te da una angulación.
Es como en la artillería. Tiene que ser una frase que me toca enseguida.
-Me acuerdo de esa frase inolvidable que abre La piel de caballo: “¡¡¡Agárrenme
que lomato!!!”
-Bueno, esa la escuché (risas). La otra vez empecé con una frase de mi
peluquero, un paraguayo atorrante. El tipo me dice: “Quedate quieto que te hago
la raya” (risas). Y a partir de ahí empecé un terrible delirio el año pasado.
Hice unas 10 o 12 páginas, pero abandoné.
-Su obra evidentemente viene más del habla popular que de la tradición
literaria, de las lecturas.
-Absolutamente lo que escribo viene muy poco, como vos decís, de mis lecturas.
Sí reconozco una influencia muy fuerte en Macedonio Fernández, en el sentido del
cuestionamiento del ser. No tanto en el estilo.
-¿Roña criolla era inicialmente una narración? Da la impresión de que son
capítulos condensados de una novela.
-Bueno, eso se dice en la nota preliminar: estos poemas se escriben para
preparar el clima de una novela, Lata peinada, aún inconclusa. A esos poemas los
escribí en un verano, donde yo veía venir la novela, pero no tenía la frase de
arranque. Habla de la gente del norte que baja a buscar trabajo. Después se creó
el clima de la novela, y empezó. Y de Roña criolla quedaron cosas afuera después
que lo armé. Hay cierta reiteración de las versiones, pero está bien, porque es
una forma de leer los poemas de vuelta con algunas variaciones.
-A mí lo que me fascina de Roña criolla son las historias que aparecen apenas
insinuadas detrás de los poemas.
-Puede ser, pero es un poco el clima de la novela. Y ahí empezó la novela, Lata
peinada, que siguió, siguió y siguió, es pura dispersión. Y ya ha empezado a
perderse, hay cosas que no encuentro.
-En casi toda su poesía es notable la despersonalización, la dificultad de
reconocer un yo poético.
-Puede ser, puede ser, pero habría que ver. Hay ciertos poemas amorosos míos que
no son impersonales. Y en los poemas de Sombras que me gustan mucho, creo que,
al contrario, son muy personales. Por otra parte, Juan Sasturain me deshizo en
una crítica de La obsesión del espacio –en general las críticas fueron
desfavorables- Dijo, y la pescó muy bien, que se producen violentas rupturas de
clima. Y a mí me interesan las rupturas de clima.
-¿Qué escritores argentinos le interesaron?
-Paul Groussac. Tiene un libro que es una maravilla, es medio macedoniano. El
tipo es un franchute que se interesó en el castellano y lo estudió acá. Y por
supuesto, Sarmiento, aunque lo aborrezco, es un viejo de mierda. También
Mansilla. Haroldo Conti. Un escritor santafesino, Mateo Booz (su verdadero
nombre es Miguel Angel Correa). Tiene una novela que no es mala para nada que se
llama La mariposa quemada. Y de Haroldo me gustan mucho los cuentos. Después me
gusta Néstor Groppa, es extraordinario. El barbudo Castillo me gusta mucho. Y
después, el colmo de la síntesis: el salteño Jacobo Regen, a quien está dedicado
Roña criolla. A mí los escritores que mas me interesan -yo que leo en varios
idiomas- son los que tienen una cadencia poética, una respiración poética. Y no
le podés cambiar una palabra, porque es como un circuito eléctrico, circula como
una corriente en el texto. Y eso es absolutamente poético, no hay nada que
hacer. Esa cadencia viene del hecho de que en un principio la novela era en
verso también.
-¿Y qué escritores tienen esa cadencia poética intraducible?
-Bueno, Lautréamont. Gérard de Nerval. Después Kerouac tiene esa corriente
eléctrica. Pero en castellano pierde todo. Céline, que dice: “Todo lo que yo
escribo es poesía”. Y si vos lo traducís, no circula esa corriente eléctrica
porque hay una transposición de palabras, de giros. Entonces, al haber la
traducción hay que recuperar esa cadencia pero en el castellano y es muy
difícil. Joyce es otro caso.
-¿Y Borges?
-Algo me interesó. Me hacés acordar a una agarrada que tuve la otra vez con
Germán García. Yo le dije que no quiero tener nada que ver ni con la pequeña
borgesía ni con la oligarquía. Así que ni con uno ni con otro. Pero Borges tiene
cosas hermosas. Ese poema tan hermoso, La fundación mitológica de Buenos Aires,
cuando describe la ciudad: “Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente”. La
fuerza que tiene esa imagen es impresionante.
-¿Y Osvaldo Lamborghini?
-Los poemas de él no me gustan. Me gustan algunas cosas, como El niño
proletario, pero se repite mucho. La repetición es algo que a mí me afecta. Y
claro, el asunto es no repetirse. Y con este tema de la repetición tenés a
Gelman, que se repite. Neruda también. Y me pasa con Juan
L. Ortiz. A mí me gustan mucho algunas cosas, pero se repite. Si yo veo que
me estoy repitiendo, digo: esto no va. Y lo tiro.
-¿Cómo fue su relación con el grupo Literal?
-Bueno, fui parte de esa revista, que tenía una idea muy interesante de Germán
García. La idea era no firmar nada. Poníamos arriba: colaboran Fulano y Mengano,
pero las piezas, poemas, ensayos, cuentos, iban sin firma. Eso me parecía muy
bien. Y al mismo tiempo, hacíamos una creación colectiva, una novela escrita por
todos los integrantes de la revista. De manera que uno empezaba, otro seguía.
Éramos Germán García, Luis Gusmán, yo, Osvaldo Lamborghini, el actor Lorenzo
Quinteros. ¿Y qué pasó? Pasó que uno de los integrantes de la revista protestó y
dijo que él iba a firmar. Y ahí se fue todo a la mierda. Y antes me fue a ver a
mí a un estudio de publicidad, a proponerme que lo descabezáramos a Germán. Me
dijo que registráramos el nombre de la revista, que lo sacáramos a Germán. Y yo
le dije que estaba loco, que Germán era el autor de la idea, y no sólo de esa
idea. Y lo mandé a la mierda. ¿Y qué hizo? Fue a ver a los otros a decirles que
yo le había propuesto sacar a Germán. Resultado, me echaron a mí, porque le
creyeron. Y se fue a la mierda la idea de no firmar. Después se arrepintieron,
se dieron cuenta de que el cagador era el otro. Lo echaron en el segundo número,
y en el tercero ya hay un comentario de Germán sobre La obsesión del espacio. Y
ahora sigo teniendo buena relación con ellos.
-¿Le interesó la gauchesca?
-No, en absoluto. Aborrezco a los gauchos, yo no sé de dónde sacan que soy
gauchesco o neogauchesco. Del caballo: hay un caballo y ya sos un gaucho. Y yo
hablo de la piel de caballo, la piel sísmica, porque de chico me gustaba esa
piel, como se mueve para espantar moscas. Es un recuerdo de mi infancia. Claro,
pero como aparece un caballo ya es un gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y
como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo.
-Usted utiliza permanentemente en su obra elementos populares, proletarios.
-Sí, efectivamente. Aquí en la ciudad se nota más. Aquí la clase media está
mucho más pegada a la alta burguesía, a los poderosos en general.
-En sus libros está presente todo el tiempo el antagonismo entre el provinciano
y el porteño. ¿Usted piensa que esta rivalidad hoy continúa de la misma manera?
-Sí, señor. La prueba está en el diario de hoy. A los hijos de desaparecidos que
eran morenitos los mataban directamente. A esa gente se la ignora, se la
considera gente de baja categoría.
-¿Y ese racismo se da en otras partes del país o sólo en Buenos Aires?
-Fundamentalmente en Buenos Aires. El término “cabecita negra” se inventa acá.
Eso fue cuando aparece en el centro de Buenos Aires una mayoría mestiza. Y con
respecto a los escritores, aquí a nadie le interesa lo que se pueda hacer en el
interior. Y no hay nada que hacer: el tipo que está en el interior, que no tiene
lector, que sólo tiene lectores lugareños, siente que lo que escribe no es para
nadie. Acá en Buenos Aires hay una ignorancia total de lo que pasa en el
interior.
-¿Qué opina de la parodia en la literatura?
-La parodia me parece una estupidez total. La parodia de la gauchesca, eso no me
interesa para nada. Es terrible, lo paródico es lo peor que puede haber. Además
la parodia está totalmente de acuerdo con Fukuyama. La parodia encaja
perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo
hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate.
-¿Le interesa algo del neobarroco argentino?
-Bueno, Arturo Carrera es una especie de aduanero Rousseau, la simulación de la
ingenuidad. Y lo hace bien, pero es demasiado forzado para mi gusto. Pero claro,
está bien hecho. Perlongher nunca me gustó mucho.
Es terriblemente agresivo, parece que el tipo trabajara con vidrio molido. A mí
no me interesa. En español
Vallejo es insuperable. Y era un indio, pero después
en España claudica con España, aparta de mí este cáliz.
-Es muy claro que usted siempre se negó a profesionalizarse como escritor, a
publicar regularmente.
-Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada dos años,
cosa que yo no he hecho y no creo que pueda hacer jamás. Claro, esa es la
burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque hay ganas de
escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está escribiendo
evidentemente, chau. Es el único privilegio del escritor: ser el primer lector.
-Cuando escribe, ¿lo hace contra algo o alguien?
-No, cuando yo escribo me dejo llevar. Yo no pienso en atacar a nadie, nada de
eso. Yo no quiero ganarle a nadie, yo sólo quiero.
(*) Publicado en el suplemento cultural del diario El Ciudadano y la región,
Rosario, 6 de febrero de 2000
Fuente: http://culturaenparana.com.ar/?p=345
![](graph/linegoth.gif)
![](ayer/ricardo-zelarayan.jpg) Escritor
en pose de combate
La aparición de “Lata peinada”, después de años sin publicar, permite
reencontrase con uno de los más extraordinarios escritores argentinos
contemporáneos, cuya influencia sobre las nuevas generaciones de poetas y
novelistas es inmensa. Dueño de un estilo que combina la picaresca criolla con
Joyce y Céline, su obra es una reflexión sobre la violencia del lenguaje
Por Fabián Casas / Fernando Molle
[Obra. Con sólo cinco libros publicados en pequeñas editoriales, es uno de los
autores que mayor influencia ejerce sobre los narradores y jóvenes poetas]
Mateo es un peluquero joven del barrio de Monserrat. Una de sus obsesiones es
poder dar un buen servicio a los clientes y que ese servicio se metabolice en un
crecimiento de su negocio. También es fanático de los libros de autoyuda que te
estimulan para potenciarte y “no decir sí cuando se quiere decir no”. Tiene
mucho sentido del humor y chispa al hablar. Hace poco me dijo: “Todas las noches
le pido a Dios que haga nacer pibes con dos cabezas”. Esa frase me hizo reír y
después me dejó pensando.
Horacio Binnel fue
un compañero del secundario. En ese entonces era un tipo horrible, con cara de
rata, casi siempre enfundado en un blazer grueso que le quedaba grande y que le
producía un sudor permanente que le mojaba el pelo. Como los jóvenes son
crueles, le decían El Bicho y sólo lo tomaban en cuenta para hostigarlo. El,
como única defensa para sobrevivir, se expresaba solamente a través de refranes.
Conocía millones de ellos y tenía uno para cada ocasión.
El lado B de los años 70
![](graph/lambor847.jpg)
Una postal de otra década, una manera distinta de
re-tratar una época: Germán García, Osvaldo Lamborghini, Ricardo Zelarayán y
Luis Gusmán en el primer reportaje a Literal en la revista 2001 de agosto del
73. Sin firma (como los textos de aquella revista-libro, como truco o burla
contra la ilusión apropiadora del lenguaje), pero realizado por Tamara
Kamenszain, el reportaje “Literal o una forma de tramar intrigas” anunció a
Literal con tres meses de anticipación en un mensuario que en el mismo número
presentaba notas sobre David Cooper, el socialismo de autogestión, las torturas
en Uruguay, el proyecto de ley de divorcio y la cobertura de las columnas del
Frente de Liberación Homosexual en Plaza de Mayo y Ezeiza junto a las
movilizaciones que recibieron al gobierno de Cámpora y al regreso de Perón:
“Vivir y amar libremente…”, consigna de Néstor Perlongher convertida en título
de una nota.
La política de las firmas: ningún epígrafe indicaba quiénes eran los
fotografiados y las respuestas eran colectivas. Literal, esa “cara oculta de la
luna literaria, verdadero lado B de los 70”, como dice Juan Mendoza en su
prólogo a la edición facsimilar recién sacada del horno por la Biblioteca
Nacional, comenzó a ser rescatada en parte por el paulatino prestigio que ganó
la obra de Osvaldo Lamborghini, por el trabajo crítico y de compilación de
Héctor Libertella y las reediciones de Macedonio Fernández de Germán García,
entre otros aportes de “nombres propios”. Hoy incluso se puede pensar a Literal
como una colección de nombres, según Ariel Idez en el miniprólogo a la edición
facsimilar que preparó Mendoza: conspicuos colaboradores entre los que se
contaron Jorge Quiroga, Josefina Ludmer, Oscar del Barco, Cristina Forero (María
Moreno), Oscar Steimberg, Lorenzo Quinteros… Los nombres de una constelación de
intrigas cruzada por la teoría psicoanalítica, la ficción/crítica o
crítica-ficción, las esquirlas de las vanguardias, el surrealismo de una década
de terror y de esperanza: “La literatura es posible porque la realidad es
imposible”.
Algunos de esos nombres también aparecen en las entrevistas que realizó Mendoza
para su investigación sobre Literal y que con motivo de la edición facsimilar
fueron puestas on line por la Biblioteca Nacional: García, Gusmán, Quiroga,
Steimberg, Kamenszain y Ludmer. Ahora las firmas aparecen junto a las fotos de
época que han llegado al cielo digital. De la disolución y borroneo de las
autorías al dominio de la reafirmación del nombre como marca. Altri tempi.
Para la historia de esta foto que empieza a circular en red, aporto: la imagen
de los cuatro iniciadores de Literal fue escaneada por Ariel Idez del viejo
ejemplar de 2001 -conservado en casa de mis viejos- que le facilité durante la
escritura de su tesis de grado que terminó en el libro Literal. La vanguardia
intrigante. De la tapa de este libro, saltó a la página 6 de Literal. Edición
facsimilar. Y por último recorrió el veloz camino que hoy va de los márgenes al
mainstream para aparecer como ilustración central de la nota “La escritura de lo
imposible”, por Maximiliano Crespi en la revista Ñ del día de la fecha.
Así es como el retrato del cuarteto intrigante dio la vuelta al mundo en 80
microsegundos, del papel a la pantalla, del scanner a la web: sale de esa
revista 2001 –“periodismo de anticipación, periodismo de liberación”- en la cual
Tamara Kamenszain era colaboradora en los 70, igual que el rookie ingenuo que
escribió aquella nota al FLH titulada con palabras de Perlongher y que fue
firmada –vale, ahora sí- con las iniciales del autor de la presente. Diríase: un
agenciamiento colectivo.
Fuente:
http://osvaldobaigorria.wordpress.com |
Mateo el peluquero, me hace acordar a los personajes de Ricardo Zelarayán que
suelen ser creados por el lenguaje justo en ese momento en que el habla
cotidiana sale del lugar común y produce un chispazo eléctrico que nos sacude de
la modorra, como la piel sísmica del caballo se mueve para espantar a las
moscas. El Bicho Binnel, en cambio, me recuerda la estrategia de escritura de
Zelarayán con la que suelen empezar sus relatos, novelas o charlas: con
refranes, con frases hechas modificadas, trastocadas. Una estrategia que pone en
marcha la gran maquinaria zelarayanesca. Lata peinada, Variación 2: “¡Atención a
los colados que pueden ser más importantes que los invitados! ¡Atención al
número cualquiera que puede ganarle, a la larga, al principal! ¡Atención al
huevo roto de la docena! ¡Atención al anónimo crecido en el viento negro de la
miseria que puede ser el príncipe al final! ¡Ojo con el rengo que se agranda en
la adversidad!”
Ricardo Zelarayán publicó muy pocos libros. Los poemas de La obsesión del
espacio, en 1972, cuando ya tenía 40 años, La piel de caballo –una novelita
finita–, Roña criolla –poemas repetitivos en clave musical–, un breve artículo
crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando,
y ahora acaba de aparecer la mítica novela perdida y encontrada que según
Zelarayán “se le había ido de las manos”: Lata peinada. Desde las contratapas de
los libros –escritas por él bajo el nombre de Odrazir Nayarales– Zelarayán
preparó su mito: escribe mucho, pierde casi todo en sus incontables mudanzas por
las pensiones y sólo logra publicar lo citado antes arriba. Dice que es
entrerriano de nacimiento y salteño-tucumano por tradición. Se describe como un
provinciano resentido exiliado en la capital, rodeado de porteños. También
aclara que es sordo y músico frustrado. Lo de músico frustrado habría que
reverlo. Porque lo primero que deja en claro la lectura de cualquier verso –ya
sea bajo la respiración del poema o de la prosa– de Zelarayán, es que es un
músico genial. Su instrumento, un pequeño aparatito que suele sacar del estuche
para ponerse en la oreja: el audífono. Con él se convierte en “escuchón” y pasa
al papel la música que produce la gente cuando se cruza en un bar o en las
mateadas de amigos, los relatos orales que circulan de boca en boca, y que se
van enriqueciendo de acuerdo al talento del narrador de turno. Zelarayán, como
Joyce o César Vallejo, es difícil de traducir, con lo cual uno agradece haber
nacido en su lengua. Sus relatos nos dicen dos cosas: que los géneros son
convenciones tranquilizadoras que no sirven para nada y que un narrador que no
lee poesía es un semianalfabeto. La gran salina, el poema que como un río
atraviesa La obsesión del espacio, el libro de poemas del ’72, tiene sobre
muchos de los buenos poetas jóvenes argentinos una influencia capital. La prosa
de Zelarayán –siempre poesía– está hecha con violentos cambios de clima e
imágenes dantescas del campo, pero no del campo idílico, sino de la urbanización
que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes,
sus autazos y sus machados, es decir toda la escoria de las ciudades que
destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido. En la época de Dante,
escribió T.S. Elliot, los hombres todavía tenían visiones. Los relatos de
Zelarayán también las tienen: un hombre perdido en medio de un arenal, unos
policías en lancha surcando el Riachuelo tanteando el cuerpo de un muerto, o una
pelea memorable entre dos tipos que apenas se ven por la oscuridad de la pieza
de adobe donde tratan de matarse a palazos. Leer algunos tramos de Lata peinada
es similar a escuchar los grandes temas de Frank Zappa, sobre todo en esos
momentos en los cuales el compositor bigotudo alterna disonancias molestas que
preparan la irrupción de un fragmento lírico que pone la piel de gallina.
Zelarayán en Lata peinada describe a unas gordas que paren hijos al tuntún y que
están bajo la protección de un puntero local, hasta que éste, de pronto, muere.
Zelarayán arremete: “Los votos de las gordas se venden caro… hasta que un día
los perro cimarrones empiezan a atacar, a perseguir a muerte a las gordas
sueltas despavoridas (…) ahora los hijos de las gordas sueltas vuelven rapados
del servicio militar y arrasan con todo como langostas. Y las gordas que se
salvaron de los perros cimarrones tratan de cazarlos entre las piernas”.
Zelarayán solía acusar a Borges de “distanciador”. El prefería montar el caballo
en pelo, sin la montura. Por eso, se indignaba cuando se decía que La
Metamorfosis de Kafka era literatura fantástica. Para comprender La Metamorfosis
de manera cabal, Zelarayán proponía leerla como un relato realista. Desde este
enclave, los niños de dos cabezas que pide el peluquero Mateo, son con dos
cabezas de verdad. Pero esta postura vital no debería dejar de lado algo
esencial: que para el compositor entrerriano los Cahiers de Paul Valéry eran
obras maestras de la literatura. En ellos, Valery no escribe poemas o prosa,
sino que reflexiona incansablemente sobre los mecanismos de la creación.
Zelarayán contaba que sus amigos porteños lo llamaban, gastándolo, “el
franchute”. Lo cierto es que este descendiente de indios analfabetos por el lado
paterno habla inglés y francés a la perfección –de hecho se ganó la vida
traduciendo– y, como el autor de El Cementerio Marino, gusta de reflexionar
sobre los engranajes de sus textos. El posfacio de La Obsesión del espacio es
claro: “En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie
espere una explicación de este libro. Simplemente, quiero agradecer y de paso…
Pero por ‘ai’, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado
como el prólogo de esto, es decir que éste es el fondo de la cosa”. Lata peinada
también tiene violentas interrupciones donde el autor escribe dos o tres veces
el mismo fragmento y le va aplicando pequeñas variaciones. También hay apuntes
donde se bocetan posibles líneas argumentales y reflexiones sobre los personajes
y sus destinos.
A Ricardo Zelarayán le gusta contar historias. Quienes lo tratamos
cotidianamente en algún momento de nuestras vidas, conocemos la anécdota
repetitiva sobre una pelea a piñas de Haroldo Conti con un tipo del que, después
de los golpes, se hizo amigo. Le encantaba particularmente este combate donde
los dos hombres primero se mataban a palos y después se curaban mutuamente las
heridas y se perdonaban. La solía contar con variaciones, como lo hace en sus
relatos. En una había un perro de Conti en el medio de la trifulca: “¡Era el
perro de Haroldo!”, gritaba debido a su sordera. En otra, los hombres peleaban
en un balcón y había un loro que los arengaba. Todas las versiones eran
extraordinarias. Ahora llevo en mi memoria esa maravillosa música, la voz de
Ricardo Zelarayán.
El vocero
¿Por qué razón queda inconclusa una novela? Hay muchas respuestas posibles: por
falta de trabajo, pericia o voluntad (o las tres cosas). También hay casos como
el de Lata peinada de Ricardo Zelarayán. Es una novela inacabada porque lleva en
su estructura la marca de la infinitud: la bifurfación arborescente de
historias, la fuga hacia adelante de la acción, la multiplicación de puntos de
vista. Iniciado a mediados de los ochenta, este libro mítico tenía un preámbulo
genial: los hipertensos poemas de Roña criolla (1991), basados en las “frases de
arranque” preparatorias de la novela. Finalmente editada, Lata peinada
despliega, en forma abierta y fragmentaria, historias de marginales. Gente que
escapa con lo puesto en “dirección norte”, hacia las fronteras de Bolivia y
Paraguay, perseguida por la ley y la miseria. Marginales que ya lo son por
pobres, pero que además eligen (algunos) la contramoral del vividor, del pícaro
o del delincuente.
Primero escuchar, después escribir. La lengua del país profundo, mestizo, que
Zelarayán recolecta de diferentes provincias, resulta un formidable capital
poético y narrativo. Pero a este abanico de voces hay que entenderlo sólo como
punto de partida. Es la materia prima que este poeta extraordinario refunde en
su prosa. Como casi todos los grandes escritores, Zelarayán escribe como nadie
habla. (Sobran coloquialistas competentes en este país; para leerlos, basta
prender un rato la tele). Lata peinada es experiencia: como en el mejor
Burroughs, como en el mejor Osvaldo Lamborghini, las historias palpitan por
debajo de las frases de una inventiva alucinógena.
Las prosas que integran el relato están ordenadas según el criterio de los
editores (el autor las entregó sin ninguna secuencia establecida). Incluyen
“repeticiones”, fragmentos casi gemelos que juegan a la variación jazzística y
que se leen como curiosos metarrelatos. El volumen tiene varios apéndices. Las
Inútiles reflexiones de Odracir Nayalárez –lo más macedoniano que se escribió
después de Macedonio Fernández– ensayan sobre el rumbo estético de la novela.
Desdoblado en el “autor” y el “primer lector”, Zelarayán-Nayalárez define su
“realismo hasta sus últimas consecuencias”. Un realismo que mitifica y expande
los hechos cotidianos, y en donde la historia va surgiendo “de cómo van dando el
clima las palabras”. Es lo que Zelarayán me decía en un bar, casi gritando, en
uno de los poquísimos reportajes que concedió en su larga vida (incluido en este
libro): “Una novela empieza por una frase escuchada en la calle”.
Fuente: www.diarioperfil.com.ar
![](graph/linegoth.gif)
![](images/zelarayan6.jpg) "El
que no tenga imaginación que se corte la mano"
Entrevista a Juan
Filloy por Ricardo Zelarayán
22 de mayo de 1975
[Publicada en el
suplemento Cultura y Nación del diario Clarín]
Tendrá que pasar todavía un tiempo largo para que podamos apreciar en su real
dimensión la obra múltiple de Juan Filloy (novelista, poeta, cuentista,
cronista, palindromista, que aplica cabalísticamente a sus libros títulos de
siete letras: Op Ollop, ¡Estafen!, La potra, Caterva, Usaland, La hucha, etc.,
etc.). Apenas se ha publicado en ediciones normales un ocho por ciento de su
obra. Es cierto que se ha impreso algo más, pero en ediciones privadas fuera de
comercio; porque, como nos dice el autor: "Yo no podía cometer la tontería de
caer en las sanciones del artículo 218 que a mí, como juez, me correspondía
aplicar." En su Río Cuarto de siempre, este criollo fornido de edad increíble —
genuino escondedor de años —, nos ha cautivado con un diálogo zumbón,
rabelesiano, lleno de alegría y de palabras fuertes. De esta caudalosa
entrevista de siete horas, apenas y lamentablemente, podemos dar este fragmento
típico de su personalidad.
Don Juan Filloy, espero que usted no le tema al grabador.
El temor a ese aparato es explicable. Usted habla y habla. Muchas veces hace una
confidencia y pide que no se publique... Y es lo primero que le sacuden. Claro,
el periodista busca ciertamente lo sarcástico, lo escarnecedor. Y sería más que
tonto si no lo aprovechara.
Un conocido escritor me decía, por ejemplo, que temía al grabador porque sentía
que era un poco él. Es decir que el temor al grabador era un poco el temor de sí
mismo.
Mire, estos aparatos reflejan más el carácter. En un reportaje interesa el
hombre tal cual es. Ya el carácter es una modificación del temperamento sobre la
base de cierta intelección de lo que se dice. Y la conducta a su vez es una
superación del estado caracterológico porque ya la conducta está unida a la
acción y al comportamiento del tipo. Comprendo que estos reportajes son
temperamentales. Es muy común que el escritor sufra inhibiciones cuando tiene
que hablar. Sobre todo el escritor que está acostumbrado a una vida recoleta,
sedentaria, y que vive frente a sus cuartillas. Al expandirse encuentra un mundo
distinto. Eso usted lo encuentra aquí mismo, en la sierra. El serrano cordobés,
por ejemplo, es sumamente silencioso. Para sacarle una palabra, una confesión,
una declaración, tiene que sacársela con sacacorchos. Yo he sido juez toda la
vida. Eso lo he experimentado en la vida judicial, en la justicia del crimen.
Los serranos están acostumbrados a un panorama restricto, a un panorama
apeñuscado.
Sin embargo, en la sierra, la meseta o la montaña, el alcohol desata las
lenguas. El alcohol y la confianza...
¡Y la autoridad! Usted no puede imaginarse el alcohol que es la autoridad. Si
usted inviste a un chuncano, a un paisano con un cargo de subcomisario o de juez
de paz, ¡hay que ver la facundia que adquiere el tipo! Ahí aparece el español.
Yo quería ver la relación entre el Filloy cotidiano y el Filloy escritor.
Se dice Fiyoy, ¿eh?... no Filoy. Mi apellido es gallego.
¿Usted es hijo de español?
Sí. Mi padre es gallego, mi madre francesa, mi mujer inglesa, mi suegro y mi
suegra rusos. Cuando yo anotaba a mis chicos, el jefe de registro civil, que es
muy amigo, me decía: Pero che... vos sos la Liga de las Naciones. Buen, esa es
la emulsión americana. Esta mezcla de sangres y de pueblos distintos van creando
un tipo humano. Le doy un dato importante. Según los índices antropométricos del
servicio militar, el promedio de altura ha aumentado cerca de quince centímetros
con respecto a la primera conscripción que se hizo en el país. Aquí, en estos
pueblos, toda esta mezcla, toda esta gringada que se junta, ha producido unos
especímenes humanos realmente valiosos. Hay una pendejada hermosa. Y viene mucha
gente a buscar novia a Río Cuarto; las chicas son aquí realmente bonitas.
Lo he notado. Es lo primero que se ve. Ayer y hoy he estado caminando la ciudad.
Así se la conoce. Yo me pateo la ciudad. Mire, yo hice unas crónicas de mi viaje
a Europa que se llaman Bitácoras del humor vagabundo. Son unas noventa crónicas.
Justamente Clarín publicó algunas de ellas. Es mi segundo libro de viajes. El
primero fue Periplo, sobre un viaje por el patio líquido que es el Mediterráneo,
por todas las naciones que bordean el Mediterráneo. Conozco Egipto hasta la
presa de Asuán; conozco Tierra Santa como la palma de la mano, Grecia, etcétera.
Y vea, he andado a pie. Hay que dejarse de macanas. ¡Esas giras turísticas que
lo llevan de la nariz! Yo no tengo auto ni nunca lo tendré. Y he gozado haberme
liberado del automóvil. Es un instrumento mortífero, por otro lado. Mortífero
porque va arruinando al individuo. Se va perdiendo el hábito de caminar. ¿Usted
ha visto la gente que anda en automóvil? Son culones, tienen la cintura pesada.
Por ejemplo en Norteamérica, donde la proliferación del automóvil llega a
proporciones catastróficas, la gente no sabe caminar. Eso sí, es un deleite ver
caminar a los negros. Las negras y negros caminan a pasos de ballet. Ver caminar
es una cosa hermosa. Yo camino por lo menos dos leguas diarias. Voy caminando y
hago al mismo tiempo respiración yoga. Eso es lo que me ha mantenido muy bien.
Además, camino con tensión helénica; con el eje de cada pie siempre en la misma
línea. Mire, eso repercute en el organismo de una manera tan positiva... Yo
tengo ochenta y un años, compañero.
No... ¿Ochenta y un años?
Sí, ochenta y uno. Es increíble. No sé lo que es un dolor de cabeza. No sé dónde
está el hígado o la vesícula. Yo creo que todo obedece a no haber tenido auto.
¿Usted sabe los desquicios psicológicos que trae aparejado el automóvil? Es
tremendo, los nervios, la dependencia... Yo lo veo por mis hijos y por mi yerno.
Son unos tipos locos de mierda que dicen que el conductor de adelante no sabe
manejar.
Y el conductor de atrás dirá lo mismo de ellos.
Sí, mire, tienen lo que en medicina se llama exacerbatio cerebris. Es
patológico.
Bueno, Perón también era muy caminador. Creo que decía que no había que dejar de
caminar porque si no a uno le pasa lo que a la estaca del alambrado, que por
abajo se pudre y por encima se amontona la intemperie.
Ah... ¡Qué bueno! Perón tenía cosas espléndidas. Hablemos ahora un poco de
libros. En este momento estoy corrigiendo pruebas de una novela un poco extensa:
unas cuatrocientas páginas.
¿Y cuándo va a sacar Caterva, de la cual me han hablado tanto?
Bueno, la tiene que sacar Paidós. Caterva es una novela estuario que publiqué en
1939. Estuario porque avanza como un río. En una conferencia que di en Mendoza
sobre novelística hice una distinción que me parece muy atinada sobre la
diferencia entre el cuento, el relato y la novela. El cuento es dibujístico, es
una línea, no tiene que tener adornos.
Es decir que el cuento sería para usted puramente lineal.
Lineal, es claro. Utilizando una metáfora, un símil, yo lo comparo a los arroyos
nuestros. Salen, hacen unos cuantos firuletes y desaparecen. Después está el
riacho, que es muy distinto. El riacho pampeano, por ejemplo, va apaciblemente
por los pequeños desniveles de la llanura y se remansa en ciertos lugares. Eso
es más bien un relato. La novela, en cambio, es un río.
EL CUENTISTA
¿Cuál sería para usted el cuentista que más se ajusta a su definición?
Quiroga, evidentemente. Ahora, el modelo europeo...
Sí, Maupassant.
Y fuera de Horacio Quiroga, ¿qué otro cuentista se ajusta en la Argentina a su
definición?
Guillermo Estrella, un cuentista muy bueno. En la década del 10 al 20 había
otro: el uruguayo Javier de Viana, que vivió en Buenos Aires. Me gustaba porque
con cuatro macanitas le sacaba un cuento. Bueno, macanitas no... bueno. Javier
de Viana es puro cuento. Y sus cuentos se vinculan con las epopeyas militares y
políticas de su país. El era uruguayo y estaba muy interiorizado de las luchas
entre los blancos y colorados que fueron violentísimas. (Pausa)
Caramba, ¿en qué se ha quedado pensando?
Mire, estaba pensando en Pérez de Ayala, que para mí es la gran figura de la
literatura española. Un poco oculto, un poco soterrado...
Nunca me lo hubiera imaginado.
También tuvo una característica: era un hombre sumamente mordaz. Atacó en
especial a figurones de la literatura española como Benavente. Era mordaz como
Groussac.
No conozco casi a Pérez de Ayala pero que Groussac fue cáustico y mordaz, de eso
no hay duda.
Groussac fue un francés toda la vida. Llegó a dominar el castellano y a una
relativa identificación argentina, pero fue un francés cien por cien, por su
literatura, sus fuentes.
Pero casi toda su obra la escribió en castellano.
Sí, lo que quiero decir es que fue un escritor francés que escribió en
castellano. Así como hoy el irlandés Beckett escribe en francés.
Eso me recuerda a un escritor nacido en Bélgica y naturalizado francés que
escribe en un castellano que parece traducido, en una especie de español de
hotel internacional.
Sí, de acuerdo. Y actualmente cuando ese escritor alude al tema argentino está
retrasado. Por ejemplo, cuando aborda el lunfardo emplea un lunfardo del año
treinta. Yo no sé qué fobia tiene ese hombre a la Argentina. No quiere
incorporarse.
Bueno, hay quien dice que es mejor ser ciudadano del mundo.
Sí. A mí me han llamado la atención las visitas meteóricas de ese escritor a la
Argentina. Nunca pasaban de quince días. Vivía enclaustrado. Huía.
Lo notable es que ha hecho escuela. Por su posición frente a la literatura, por
sus actitudes. Hoy hay escritores argentinos que escriben pensando que van a ser
traducidos y hay muchos que se pasan soñando con radicarse en el extranjero. En
fin, no es ningún secreto que en Buenos Aires no sólo los artistas dicen que
éste es un país de porquería y que hay que irse.
Mire, hay que salir un poco de la Argentina para querer al país. Yo no soy
ningún apátrida. Yo siento la nacionalidad. Afuera se siente enormemente la
Argentina porque usted encuentra ámbitos completamente ríspidos, cerrados,
hoscos, torvos. En fin, llenos de roñería, de privaciones, de espíritus
cohibidos, de almas mancas. La última vez estuve nueve meses en Europa, recorrí
una punta de naciones y permanecí en algunas ciudades. Es un tipo de vida
completamente distinto del nuestro. Aquí usted ve la generosidad argentina en
todos los aspectos de la vida. ¡Y hay detractores! Vea, una de las cosas que me
calienta es que aquí vivimos en un ámbito de quejosos. ¿Quién no se queja aquí?
Yo no quiero pecar de optimista. Pero es un país de vida rica. Si hay algo rico
en la Argentina es el pueblo. El Estado es pobre. El Estado está siempre en la
inminencia de una quiebra, de una falencia.
Es un pueblo que opta por darse los gustos, ¿no?
Sí. ¡Mire las recaudaciones de los partidos de fútbol! Y esos verdaderos éxodos
humanos a Mar del Plata. Vaya usted a Europa y va a ver lo que es la roñería del
centavo. Féparguerie des sous, como dicen los franceses. Hay gente que camina
cuarenta cuadras para comprar una hortaliza medio franco más barata. Aquí
nosotros nos dejamos robar a conciencia, con fruición. Y los trabajadores
trabajan menos y son menos exigidos que en otras partes.
Pero la mano de obra es excelente
No sólo la mano sino la cabeza. Recuerdo cuando los ferrocarriles estaban en
mano de los ingleses. Los muchachitos argentinos eran los que hacían toda la
diagramación y los ingleses que venían contratados no hacían más que firmar.
Mire, cuando vinieron las grandes industrias a Córdoba trajeron todos esos
planes de organización, esos organigramas y todas esas habladurías de sociología
industrial. A veces los obreros les hacían una huelga o brazos caídos o a
desgano. Pero cuando se dedicaban a trabajar, ¡suplían tres veces el tiempo
perdido! Porque aquí los obreros piensan. Claro que desde el punto de vista
político o desde el punto de vista empresarial esa deserción o languidez en el
trabajo repercuten. Pero no en el trabajo en sí. Repercuten en los balances. Eso
es lo que los calienta a esos chupasangres. Toda esa gente quiere plata a troche
y moche. Y después el capital va a una nación de Europa donde se permite que se
junte toda la mugre del capitalismo mundial. Una nación que presume de ser la
más limpia, la más atildada, la más pulcra...
UN GRAN FRESCO
¿Y volviendo a la literatura?
Ah... Para mí la novela es como un friso pictórico, así como el cuento es
dibujístico. La novela toma una fracción de vida, una fracción de pueblo, una
fracción de sociedad. Es curioso, pero no hay novelas multitudinarias, novelas
que tomen a la multitud como protagonista. Solamente conozco un novelista, el
catalán Raymundo Casellas, que lo ha hecho muy bien. Como digo, la novela es un
gran friso, un gran fresco. Claro, hay novelas con muchos personajes. O hay
cúmulos de novelas sagas como Los Ronjon-Maquart, Los Thibault, donde aparecen
familias enteras. Yo estoy haciendo una saga ahora. Ya llevo tres volúmenes y
serán cuatro. Agarro una familia, una familia cuyo primer protagonista participa
de la campaña del desierto. Es una familia de sinvergüenzas. A mí me gustan los
personajes complejos, con todas las taras. No hay novela de buenas costumbres.
La mujer honesta no tiene historia. No se puede novelar sobre hechos correctos.
Ahora, en mi novela Caterva hay ciento seis personajes. Personajes tangenciales
que entran, salen, vuelven pero, eso sí, con un elenco de siete tipos que son
los que hacen la novela.
¿Cómo ve en este momento la novelística argentina?
Mire, hay evidentemente un fenómeno de promoción. Se ha llegado a una cosa
fastidiosa para el escritor realmente vocacional. La promoción es evidentemente
una gran espuela, la espuela económica. Una gran propaganda se encarga de crear
una personalidad ficticia, pero entonces ese escritor se llena de dinero. Pero
una cosa es promoción y otra fama. La fama sería la decantación de un prestigio
logrado por méritos auténticos mientras que la promoción es la exaltación de
méritos adventicios con una finalidad económica. Las editoriales hacen más o
menos lo que hace Lectoure en el Luna Park. Promueven, estimulan a un muchacho
que ha pegado un sopapo bien, le hacen un tren bárbaro, le preparan una pelea
mejor, le pasan unos pesos y bueno... hay algo semejante. es claro que el símil
es un poco grosero, ¿no?
Peor sería que fuese cauto.
Ahora no hay muchos escritores vocacionales en el país. Hay escritores, sí,
promovidos por las editoriales. Y hay también una abundancia de comentaristas.
Hay una profusión de publicaciones que recuerdan a las tesis universitarias.
Usted trabaja mucho, ¿no?
Si, yo soy un sistemático. Trabajo todos los días. Creo que la inspiración no
existe.
¿La inspiración es el trabajo, como decía Valery?
Sí. Sobre el trabajo hay una frase exacta de Baudelaire que dice que el trabajo
es una forma desesperada de divertirse y es la pura verdad. Trabajando se
presentan todas las ideas y se estimula la imaginación. Sin imaginación no hay
escritor; no hay escritor creacional. Y el que no tenga imaginación que se corte
la mano; que no escriba. La imaginación es la gran matriz que provee todos los
argumentos, todas las formas de desarrollo, todas las estilizaciones, etcétera.
Ahora, crear y escribir son cosas diferentes. Por eso a mí no me gusta el
trabajo de glosa, de comentario, el trabajo de escoliasta. El que tiene vocación
literaria debe ser creacional. Es una especie de mayéutica: un parto diario. El
escritor debe tener veinte embarazos. Y están saliendo todos los días... Y una
vez parido, ¡a otra cosa! Uno se desinteresa. Yo no he leído ningún libro mío
después de publicado. Me interesa el que está por nacer, me tiene preocupado la
preñez. Y bueno, cuando sale... ¡a otra cosa también! Es un parto continuo. Y
muchas veces esos partos no son normales, son abortivos. Es peor todavía. Y en
esos engendros aparece una cosa teratológica que es mejor que lo natural. Porque
desde el punto de vista literario a veces vale más lo monstruoso.
¿Y usted trabaja en varios libros al mismo tiempo?
Sí. Escribo cinco o seis cosas simultáneamente. Tengo cuarenta libros para
publicar. Creo que la vocación es torrencial. A mí me pudren esos poetas que
juntan cinco sonetos y los reparten estratégicamente. ¡Si yo que he escrito
novecientos cincuenta sonetos siguiera este procedimiento tendría que disponer
de los fondos del Banco Central para publicarlos! No puede ser. El escritor
vocacional debe ser torrencial. Que por ahí salga una cosa mala, bueno, qué le
vamos a hacer... Pero, habitualmente, sale algo que tiene el cuño, la sangre, el
espíritu del numen del escritor. Por ejemplo, hoy estaba hojeando el último
libro de Ramponi y veo que es un poeta torrencial, que no puede contenerse. Es
un geyser. ¿Y cómo se va a contener a un geyser? Usted puede atajarlo a
Bonavena, no a un geyser. Usted no puede atajar a una locomotora con ademanes,
ni mucho menos una inundación. Mire, el hombre que crea es una pobre víctima de
su vocación. A mí me pasa eso. Yo tengo que escribir todos los días porque si no
estoy jodido, me abotargo. El creador no sólo tiene una población adentro, tiene
un manicomio también. Si usted tuviera una población de hombres correctos, de
ciudadanos pulcros, sería un escritor insoportablemente monótono, porque la vida
correcta es lo más estúpido que hay. De modo que si usted no tiene un manicomio
adentro, tipos de psicología podrida, de caracterología enrevesada, no puede
hacer novela. Ahora estoy corrigiendo las pruebas de una novela en tres niveles.
Es una novela de tema militar. Creo que vamos a tener problemas. Pero es una
creación literaria. Se llama Vil y Vil. Un general que prepara la revolución
desde un ministerio y que utiliza como confidente a un muchacho, un ordenanza,
que es un estudiante próximo a recibirse de abogado y que está haciendo el
servicio militar diferido. También he mandado otra novela que se llama Zodiaco,
que para mí es muy corta. Es raro porque nunca hago cosas cortas. ¡No hay tiempo
para hacer cosas cortas!
¡Caramba! ¿Y las palindromías las recogerá en un libro?
Sí, a eso iba. Estoy preparando el libro de las palindromías o frases que se
leen al derecho y al revés. Publicaré todas las frases palindrómicas. Las del
emperador León VI, considerado el campeón de la palindromía, que publicó
veintiséis en griego, las de Ambrosio en latín, la única de Dante, palindromías
francesas, japonesas, húngaras, italianas y la única que he conocido en
castellano. Finalmente incluiré diez mil frases palindrómicas mías.
¿Qué diría usted a los que dicen o piensan que la suya es una literatura de
juego o de evasión?
Y bueno. Que la hagan ellos. Yo por mi condición de magistrado he debido tener
una actitud completamente al margen de las militancias políticas e ideológicas.
Y tengo mis ideas y mi ideología política y filosófica. Pero en razón de mi
magistratura debía tener despojo y aplomo. Tener una mente limpia para poder
juzgar con soberanía cualquier tema que se llevara a mi estrado y tener
soberanía mental para hacer caer mi opinión como cae una plomada. No he podido
ser jamás un escritor comprometido. Pero desafío a quienes me acusan de hacer
una literatura de evasión... o no desafío nada porque, en realidad, me interesan
las discrepancias, las apruebo y las estimulo. Como Oscar Wilde que se quejaba
porque no lo criticaban. Mire, yo no he escrito nada pornográfico, he escrito
cosas crudas, escenas que son reales en cualquier persona normal. He pintado la
vida prostibularia, por ejemplo, en Caterva y Balumba, en épocas en que los
quilombos estaban perfectamente permitidos. El escritor debe ser una especie de
notario público, Debe dar fe del momento en que vive.
NOTARIO DE LA REALIDAD
Veo que usted es un escritor realmente comprometido, un escritor sin retaceos, a
diferencia de tanto otro escritor que se considera tal y que dice ciertas cosas
y esconde otras.
En las novelas que escribí entre el treinta y el cuarenta he sido un verdadero
notario público de la realidad argentina. Todo libro es un acta notarial. Usted
pinta un fragmento de vida, un fragmento de sociedad. Es lo que en griego se
llama ectopeya, el estudio de la conducta. Así, la gente que me acusa de hacer
una literatura de evasión, ¿por qué me cita ahora como precursor de una
literatura sin remilgos, sin eufemismos? Yo no iba a escribir como Carlos Novell
en La novia de don Juan donde descaracteriza a un paisano haciéndole decir:
"Váyase usted al estiércol". ¿Dónde ha visto a un paisano que diga: "Váyase
usted a la grampa de la puerta"? Eso no es lo corriente en nuestro idioma
coloquial. En Balumba hay versos prostibularios, sí, pero verdaderos aguafuertes
que recuerdan a las obras de Facio Hebequer, ese gran litografista que pintaba
la realidad como es.
¿Y cómo es ese libro de cuentos de la saga de los Ochoa?
En los cuentos de los Ochoa aparece un paisano, don Primo Ochoa, procaz, zafado,
borracho, haragán, que tiene todas las virtudes auténticas del criollo. Es una
especie de contrafigura de Segundo Sombra. En efecto, don Segundo fue un gaucho
que se descaracterizó al ser ascendido a peón. Entró entonces en la cocina de
una estancia y aprendió a comer con tenedor y sentado en un banco. ¡Y ahí se
jodió el paisano! Se descaracterizó totalmente. ¡De modo que sólo faltaba que
cuando iba a hacer los arreos recitara poemas de François Villon! Claro, los
escritores de la oligarquía hicieron todo lo posible por exaltar las virtudes
paisanas, pero no para honrarlas sino para explotarlas. En cambio, don Primo
Ochoa es un gaucho auténticamente cordobés, un gaucho de pampa seca que tiene
toda la picardía congénita. Un viejo atorrante, vago, borracho, pero sumamente
simpático. La saga nativa o Saga de los Ochoa está integrada por Los Ochoa —
cuentos, relatos y noveloides — La Potra, Decio SA y La Hucha, que son novelas.
Son cosas con vida. Goethe decía algo muy cierto en sus Conversaciones con
Eckermann: La novela, el cuento, la poesía y toda obra literaria tienen que
producir estremecimiento. Sin estremecimiento — dice — no se opera el milagro
literario. Los escritores que hacen pura y exclusivamente cuentos mentales son
fríos, no tienen sangre, no hay barro vital. Hay que reconocer que cuando Borges
escribe cuentos mentales lo hace muy bien. Borges escribe muy bien y cerebra muy
bien. Tiene una imaginación admirable. Pero... le falta quilombo.
![](graph/linegoth.gif)
![](images/zelarayan3.jpg) El
derpa de Zelarayán
Por Sebastián Robles
Dentro de dos semanas me mudo. Es la sexta mudanza en seis años. Alguna vez soñé
con una vida nómade que no se parecía a ésta. Mi primer departamento fue un
bulín sobre la calle Corrientes que mis amigos y yo recordamos con nostalgia. En
un ambiente exiguo llegamos a entrar quince personas, no me pregunten cómo, y la
mayoría en un estado deplorable. Viví ahí nueve meses y me fui antes de que los
vecinos me rajaran a patadas. Durante un corto período habité la casa de mi
vieja, que estaba desocupada por entonces. Luego, con mi novia de ese tiempo, me
mudé a San Telmo. Cuando la relación terminó me refugié en casa de mis tíos.
Unos meses más tarde alquilé, con un amigo, el departamento donde vivo todavía,
en Congreso. Hace dos años que estoy ahí y fue sin dudas el más estable de
todos, el único al que pude llamar hogar al menos durante un tiempo. Ahora se
nos terminó el contrato y los dueños, para renovarlo, piden una cifra que no
podemos pagar. Otra vez vinieron mis tíos al rescate, y me alquilan a partir de
noviembre un minúsculo departamento de su propiedad sobre la calle Viamonte,
esquina Montevideo.
El otro día fui a verlo. Es más pequeño todavía que mi antiguo bulín de
Corrientes, que ya era chico. Cocina, dormitorio y comedor, todo en un uno. El
baño, por suerte, está aparte. Da la sensación de que uno podría entrar
solamente de parado. Al principio me resigné, “es lo que hay”, pensé. Pero lo
siento un poco mítico al departamento. Porque entre muchas otras personas a lo
largo del tiempo, ahí vivió durante cinco años Ricardo Zelarayán.
Lo conocí cuando era chico, en casa de mis tíos, y durante mucho tiempo no supe
quién era. Mi viejo, que no era un caballero inglés ni mucho menos, le tenía
antipatía por sus modales. A Zelarayán no le importaba sacarse la comida de la
boca y dejarla en el plato, ni comerse los mocos en frente de cualquiera con
total y absoluta tranquilidad. Entraba sin saludar, se iba sin despedirse y
solía pasarse horas quejándose de sus múltiples dolencias que uno sospechaba no
podían ser tantas ni tan terribles como él las describía. Era sordo como una
tapia y rara vez seguía una conversación. No le interesaba nada ni nadie que no
fuera él mismo. Por momentos su presencia me resultaba divertida, pero la
mayoría de las veces lo ignoraba o buscaba alguna excusa para irme a otro sector
de la casa donde no estuviera él. Una noche —yo tendría entonces dieciséis o
diecisiete años— llegué a lo de mis tíos después de una visita a la Feria del
Libro donde me compré Sudeste, de Haroldo Conti, un escritor que por aquel
entonces empezaba a descubrir. No sé cómo fue que Zelarayán lo vio y por primera
vez en años me dirigió la palabra:
—Yo lo conocí a Haroldo Conti —comentó.
Me miró con ojos traviesos, una mirada que yo desconocía en él, y no dijo más.
Un poco porque me la había dejado picando y otro poco por verdadera curiosidad,
le pregunté cómo fue que lo conoció. Ya no recuerdo su respuesta. Sí que las
anécdotas que me contaba sobre él tendían en general a desmitificar a un
personaje que yo idealizaba. Lo único que quedaba en pie, al final, era su
literatura.
—De Haroldo me gustan mucho los cuentos —dijo—. Me parece que son lo mejor que
escribió.
Después la conversación fue derivando hacia otros temas. Zelarayán disfrutaba de
la impresión que causaban en mí los relatos de su trato personal con muchos
escritores que yo admiraba, como Conti, Urondo, Walsh y otros tantos.
—Fulano era un pijotero —decía. O:
—Mengano tenía buenos contactos en el ejército.
En el fondo lo que quería decirme era que él no valía menos que ninguno de ellos
pero bueno, eso era algo que yo no entendía entonces. Más tarde, cuando se fue,
borré de mi memoria sus relatos y no lo volví a ver durante meses.
Igual, algo me quedó de esa conversación. Al poco tiempo me conseguí el volumen
de los cuentos completos de Haroldo Conti y coincidí con Zelarayán: eran, sin
duda, lo mejor de su obra. Entonces le pedí a mi tío que me preste su ejemplar
de La obsesión del espacio pero no lo pude terminar de leer. Mi poeta preferido,
por entonces, era el Juan Gelman de los primeros años y no me sentía cómodo con
la escritura de Zelarayán. Todavía vivía en casa con mi vieja y mi hermana,
estaba terminando el secundario y creía en el orden de las cosas, de la
literatura y de la vida en general. Violencia, pensaba, es lo que ejercen los
demás. Yo, por mi parte, prefería dedicarme a los versos que me sonaban pulidos
como un cristal: “Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nunca le
subía un encanto particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa
mujer se me instalaba en el costado izquierdo”.
Un día Zelarayán leyó un cuento mío que andaba dando vueltas por la casa de mi
tía y le dejó dicho que yo lo llame. El cuento era la historia de un
desaparecido, muy sentimental por momentos, que luego perdí en alguna mudanza.
Me produjo escozor que alguien que no pertenecía a mi círculo íntimo lo leyera,
pero de todas formas lo llamé. Su número de teléfono de entonces va a ser el mío
dentro de dos semanas. No sabía cómo empezar la conversación pero él tomó la
iniciativa:
—Tenés futuro —dijo.
Yo le agradecí sus palabras, que me sonaron como un cumplido inmotivado. Él ni
siquiera me escuchó.
—La historia fluye, el lenguaje es simple y los personajes son creíbles. Seguí
por ese camino. No te desvíes de ahí.
No sé qué le respondí pero sospecho que no estuve a la altura de las
circunstancias. Nunca se me había ocurrido desviarme porque, hasta ese momento,
yo no había elegido ningún camino en particular. Sólo me dedicaba a escribir lo
primero que me venía a la mente con los únicos recursos que tenía a mano.
Todavía hoy intento recuperar la espontaneidad que tenía entonces para escribir.
Las dudas, la angustia, el miedo, todo eso vino después. Parecía que Zelarayán
le estuviera hablando a alguien que no era yo. Y yo era virgen de la cabeza a
los pies.
—Aunque no lo viviste, pudiste ponerte en la piel de los personajes. Las cosas
eran así, entonces.
Se refería a la dictadura militar. Visto a la distancia, aunque no pude
releerlo, sé que mi cuento no era tan bueno. Pero sus palabras me sirvieron de
aliento, al menos por un tiempo. Le agradecí, esta vez sinceramente, y así
terminó la conversación.
Después le perdí un poco el rastro. Sé que vivió uno o dos años más en el
departamento. Una vez mi tío, que es amigo suyo, me contó que Zelarayán lo llamó
escandalizado diciéndole que habían entrado a robarle. Días más tarde lo volvió
a llamar para decirle que esta vez los ladrones le habían “roto unos billetes”.
Mi tío se acercó al departamento para averiguar qué era lo que estaba sucediendo
y no le fue difícil descubrirlo. Eran ratas. Se habían comido billetes y otros
papeles que había tirados por ahí. Hubo que fumigar y los ladrones
desaparecieron tan discretamente como habían llegado. Luego Zelarayán se fue y
otro inquilino ocupó su lugar. Supe que anduvo en la mala hasta hace poco pero
después me enteré de que unos amigos pudieron darle una mano. Hace poco leí La
piel de caballo y me fascinó. Sospeché que alguna relación habría entre su modo
de vida y esa novela aguerrida, de palabras ásperas, carente de solemnidad.
Pasó mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Yo pienso en él y pienso en el
departamento a cada rato en estos días, hasta que me llegue la hora de la
mudanza.
— ¿Es lindo? —me preguntó ayer una amiga y no supe qué contestarle.
Fuente:
http://sites.google.com/site/la3eraopinion/la-tercera-numero-3/el-derpa-de-zelarayan
![](graph/linegoth.gif)
![](images/zelarayan3.jpg) La
confesión de un paraguas
Por Ricardo Zelarayán
Vivo casi siempre en un rincón oscuro,pero cuando llueve me abro como una
flor.Rara vez he visto el sol.Apenas lo recuerdo.Apenas me lo imagino.
Soy una ala redonda a la que no dejan volar.Me han dicho que en realidad soy un
techo que camina,un techo ambulante que aparece cuando llueve.Me abren y
enseguida me inflo como un pavo y siento caer la lluvia sobre mí.
El agua de muchas nubes se ha derramado sobre mí.Soy un paraguas para atajar mil
lluvias:chaparrones, aguaceros,garúas,lloviznas...En fin,toda la familia...
Después,cuando me cierran,me siento mustio,marchito como una flor o peor...como
un fósforo apagado.Menos mal que hay distraídos que me llevan abierto cuando
hace rato dejó de llover.
Y cuando estoy abierto me siento un ala prisionera,la única ala hecha para
mojarse cuando llueve.Y entonces quiero escaparme en serio,escaparme
volando...pero me tienen bien sujeto por ese dichoso mango traidor.Ni los
pájaros ni los barriletes vuelan cuando llueve.Yo,en cambio, quiero volar en
medio de la lluvia hasta verle la cara al sol.
Ni flor ni pájaro.Flor negra,pájaro negro,me han dicho alguna vez.Y hasta dicen
que es de mal agüero llevarme creyendo que va a llover.
Tal vez por eso me olvidan con facilidad.El nuevo dueñó siempre me cuida más que
el que me perdió.Pero,de todos modos,hace conmigo lo mismo que el
otro:abrirme,cerrarme,sujetarme,olvidarme...Y así se va la vida.
Me han hecho para navegar por la lluvia como una canoa al revés.
Somos todo un pueblo que aparece con la lluvia.Brotamos como los hongos cuando
comienza a llover.
Pero ya somos creciditos.Es hora de soltarnos y de dejarnos volar.Tenemos que
esperar un descuido para escaparnos como los globos.¡Ah!¡Cuando seremos paraguas
sin mango!
Al final uno se parece al pelo y a las uñas,que quieren crecer y seguir
creciendo siempre...¡Y los cortan!Pero éste ya es otro cuento.
[De Traveseando (Apto para todo público) (1984) según la versión que consta en
Ahora o nunca, Poesía reunida, Editorial Argonauta, Buenos Aires 2009]
![](graph/linegoth.gif)
![](images/zelarayan3.jpg) Bolsas
Por Ricardo
Zelarayán
Linternas grandes, sordas, lo encandilan mientras le abren los párpados a la
fuerza. La luz se le mete hasta los huesos. El porteñito tirita en medio de la
oscuridad total. Le dan un violento empujón y le ordenan correr. No hay nada
mejor que correr para entrar en calor. Y el encandilado desembolsado corre como
un conejo blanco por el maizal en tinieblas. Suenan tres disparos secos. Basta
con el balazo tuerto que pega justo.
El perro enorme y negro, de ojos chispeantes, sale de abajo de la cama de fierro
de la Viuda Negra. No hay bala que lo alcance. Le gusta la carne dulce y la
sangre tibia de las yeguas.
El candado muerde como colmillo. Cerrojos no son costuras. La aguja pica como
avispa, silenciosamente. Las bocas fofas de las bolsas se prestan para que las
costureen, después de meternos cada cual en la suya, de embolsarnos bah, al
porteñito y a mí. Después nos tiran con violencia al piso del coche que arranca
volando.
Ahora los sentados atrás nos patean y pisotean a discreción. Por lo menos una
gruesa suela se apoya en la cabeza de cada cual. Hay que ponerse en el lugar de
ellos: es incómodo viajar con dos embolsados tirados en el piso.
Gorgojo que apenas gorjea, ya me voy olvidando del tiempo que pasa mientras
babeo la arpillera. Siento la cabeza de huevo del porteño embolsado junto a la
mía y trato de decirle algo a cabezazos. Inútil. No entiende, apenas se mueve.
Encima trata de alejar su cabecita de la mía. Pienso qué tendré que ver con él.
¿Por qué se me habrá arrimado para hablar de cualquier cosa en el mostrador del
fondín? ¿Por qué se me pegó luego hasta la puerta? Trato de estirar mis piernas
largas. Una pa-tadita en los huevos y ya está, quietito otra vez. Hay que pagar
derecho de piso. Seguimos a prueba. ¡Ay! Siento que me arde el lomo... Me han
tirado un cigarrillo encendido. Enseguida me lo apagan con un fuerte pisotón.
Y así va la cosa. Por las voces, hedores, sudores, ellos son cuatro: los dos de
adelante y los dos pateadores de atrás. Hablan de a ratos, de mujeres, de
fútbol, de la madre, de motores. A veces mascullan algo entre dientes.
Yo ya empiezo a acostumbrarme a los pisotones y a las pataditas acompasadas, y
más ahora que andamos a los barquinazos. Se ve que nos hemos salido de la ruta y
que vamos por un camino áspero y cimarrón. Me duermo sin darme cuenta no sé
cuánto tiempo. Me despierta el parlante gangoso de algún pueblo. Palito, Sandro,
Gardel, ¡qué sé yo! El coche se detiene momentos después. Bajan de a uno, me
parece. Un aire cálido se filtra a través de la arpillera, un olor arenoso,
pedregoso. Vuelven a subir, volvemos a andar. Al rato huelo a monte. ¿Andaremos
por el norte de Santa Fe? Unas horas más la lluvia aclara todo o no aclara nada,
pero evidentemente llueve. No puedo menos que mearme encima mientras trato de
atajar los soretes que pugnan por salir. Recibo entonces primero una patada
fuerte por meón, después otra más fuerte por cagón y, pocas leguas más allá,
otra por vomitón.
Dos o tres horas después, barquinazo va, patada viene, termino por dormirme
pesadamente. Sueño entonces que mis grandes orejas vomitan todas las palabras
que escuché en la vida, interminable-mente. Un fuerte pisotón en la muñeca me
desvela. Se oye otra vez un parlante lejano, pero ahora reconozco: "La mujer es
como el camoatí / cuando llueve no sale a pasear...". ¿Noche de domingo, domingo
de discos viejos, pues? De pronto me levantan de golpe, cabeza abajo, abren la
puerta y sin más me arrojan afuera a velocidad, con una última patada en el
culo.
Un sopor interminable de muñeco roto embolsado, tirado en una zanja, saboreando
agua estancada entre latas y vidrios. Al rato siento que un palo me tantea para
ver si ladro. Tirar en una zanja una perra o un perro viejo y sarnoso tiene
perdón de Dios. Entonces me esfuerzo, pero el aliento apenas me alcanza para un
quejidito. Siento que tengo cerca un caballo que ahora resopla, después un
paisano que carraspea. Forcejeo y alcanzo a decir algo en cristiano. "Cosa de
borrachos', habrá pensado el criollo. Y se decide. Ya oigo el facón que corta la
costura mojada y ¡afuera! El solazo me enceguece y doy a los tumbos los primeros
pasos.
"¿De ande sale el mozo? ¿Quién le ha mandado casarse tan pronto? Ha principiado
mal". A duras penas la lengua se me empieza a soltar. El paisano sigue: "Y a
más, había sido flojo p'al trago... Vamos arrímese a tomar unos amargos... Y
después unas achuras... ¿Ah?
¿Y el porteño?, digo yo como perdido. ¿Y el porteñito alfeñique?
Yo pude contar el cuento. El del porteñito me lo contaron un año después.
Primero supe de la muerte de una vieja bruja, La Viuda Negra, que no alcancé a
conocer.
Luego oí decir que a unas veinte leguas al noroeste, otro paisano a caballo se
sorprendió al ver en un maizal un islote de plantas el doble más altas que las
demás. Pasa otra vez por el lugar y se interna unos cien metros a pie. "¿No se
habrá venido a morir aquí, de muerte natural, aquel perrazo negro que atacaba a
las yeguas y aguantaba las balas, aura que esa bruja de la Viuda Negra ya es
finadita?". Lo piensa y lo cuenta. Después, a pico y pala, aparece el porteño,
casi puro hueso, atravesado por las raíces. Tiene un agujero de bordes
ennegrecidos en su cráneo de huevo.
Yo vivo ahora en el caserío de don Lucas, el paisano que me desembolsó, el que
me puso el "Turquito". Me siento nuevo, nuevito en la flor de la edad. Ya tengo
caballo, facón y guitarra y estoy esperando que pase la Flor que ayer me sonrió.
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la estafeta de
Correos, echo un párrafo cansino con Mateo, el pintor que está subido en la
punta de una escalera. La siesta llega temprano con la resolana. Ya me estoy
durmiendo...
A la hora o más me despierto sobresaltado. Tengo los párpados pegados. ¡Caramba!
Me han pintado entero de blanco mientras dormía, lo mismo que el frente de la
estafeta. "Todo lo que no se mueve se pinta", me explica después Mateo.
[Ricardo Zelarayán, 1980, cuento publicado en Revista Sitio nº 2, 1982, bajo el
seudónimo de Odracir Nayaralez]
Fuente:
www.arteuna.com/convocatoria_2005/Textos/Zelarayan.htm
![](graph/linegoth.gif)
![](titulos/selpoetica.jpg)
La obsesión del
espacio
Espacios
Un sueño de día
A Fernando Córdova
¡Hermenegildo!
¡Ordeñe che sargento!
Puta este Hermenegildo...
que es correntino.
(Pero, ¿por qué no se va corriendo hasta su Corrientes en patas...?)
Este Hermenegildo adora la noche,
porque el Hermenegildo es correntino
y cuatrero...
Al Hermenegildo le gusta la noche desplegada
y el día fruncido,
la noche tensa como una manzana lustrada,
como una manzana más negra que la noche reluciente...
Este Hermenegildo manzanero.
Pero ahora es de día,
de medio día...
El día lanzó puñados de cardenales
rojos y amarillos
sobre las cuchillas
(colinas, pa que entiendan los porteños)
cuchillas sin filo,
redondeadas,
pero a un pelo de la sangre...
Pero el Hermenegildo no está parado,
ni sentado,
ni acostado,
porque está dormido,
dormidito,
acurrucadito,
y parece que sueña
con el día.
(¿Pero por qué no se despierta si el día está aquí nomás?)
Pero el Hermenegildo de día sueña el día,
o sea que duerme...
Y hoy se durmió con la mona...
la mona del sueño.
Y hasta me parece que está soñando con el Super Día.
Pero ahora el que me habla es el Salustiano,
mientras el Hermenegildo duerme con la mona
y sueña con el sol,
con el sol que madura naranjas,
mientras la guitarra del Hermenegildo
duerme boca abajo sobre los yuyos.
Las hormigas se suben a las cuerdas
tratan de meterse en la boca
(de la guitarra)
pero la guitarra está boca abajo...
(¡Oreja! !ya lo dijiste!)
Hasta se me hace que las hormigas
buscan miel de la guitarra,
de la guitarra del Hermenegildo.
Una horquilla clavada en la tierra no se hace ilusiones sobre el futuro.
La tierra baila,
!siempre baila!
Hermenegildo sueña que rueda como un choclo
por la pendiente de una colina asoleada.
Una frutilla asciende lo más campante
por el revés de su vida.
"No me tires con cuchillo tírame con tenedor."
Yo estoy aquí
no como choclo.
La verdad es que me siento un marlo...
Porque esta Leocadia...!
Pero, ¿qué hacemos con el Hermenegildo?
me dice el Salustiano,
que le ha echado el ojo a la mujer del Hermenegildo,
de Hermenegildo el soñador,
el manzanero.
El ojo no es la hoja, le contesto.
Porque esta Leocadia me hizo venir
para que me vaya enseguida... .
Pero yo se la sigo a este Salustiano,
porque la Leocadia se me hace
que está pensando en cualquier cosa...
menos en mí.
Y a mí lo que me gustaría
no es la mujer del Hermenegildo
sino la hija...
que no vino
ni con el vino.
Y qué te parece...
(este Salustiano es seguidor).
La verdad es que al Hermenegildo
no me gustaría matarlo del todo.
Qué querés decir, le digo.
Oíme cara de yilé,
(me dice Salustiano).
Me gustaría cortarle un dedo al Hermenegildo,
al Hermenegildo dormido,
total un dedo pa qué le sirve.
Mejor te vas por ahí,
le digo yo,
a ver si te la encontrás a la mujer de él,
que por'ai se perdió entre las sandías
o andará virando entre los repollos...
y por‘ai,
quién te dice...
Pero ahora que me acuerdo
recién pasó el ómnibus desvencijado
con una maestra adentro
que me cabeceó.
¡Ay mi maestrita cabeceadora!
Pero...
¿Y la Leocadia?
¿Y la Delia?
Sí, pero estoy seguro que me cabeceó.
La verdad es que el Salustiano
me propone otra cosa.
Pero entre cortarle un dedo
(no sé cuál pero uno)
al Hermenegildo
y el amor de la maestrita que me cabeceó
hay la misma diferencia que entre la manzana y la naranja,
que entre la luna y el sol.
¡Pero si la maestrita vive ahí nomás!
¡ahí!
pasando el plantío de sandías y repollos exaltados.
Qué te cuesta y quién te dice, me digo.
Yo soy más bien partidario,
le digo ahora a Salustiano,
de cortarle la oreja derecha
o nada más que la parte de abajo,
por si la maestrita no me quiere
(¿o me quiere?).
Porque si se llama Margarita no sé qué hacer...
y me quedo sin amor
y sin oreja cortada de un saque
o con la misma cuchilla que cortaste la sandía
crujiente como el pan.
¡Sí!
¡La oreja me gusta más!
Pero...¿ y la maestra que me cabeceó,
desde el ómnibus desvencijado y cabeceador
en la pendiente de la cuchilla (colina)?
Sí, ¿pero en qué andará pensando la Leocadia,
con toda naturalidad?
No, seguro que no.
¿En qué quedamos?
La Leocadia,
la maestrita cabeceadora,
la oreja,
el dedo,
el pie,
del Hermenegildo cuatrero y manzanero,
según sugiere Salustiano,
o qué?
Sin tregua
A Marta Luciarte y Enrique Banfi
El burro adelante para que no se espante.
Todo eso
y unas ganas de refugiarse en el nosotros.
Es decir, los otros y uno...
La piedad de sí lleva a atolondrase
por si detrás de sí
florece algo más que la piedad,
esa vieja roñosa alquilada para subsistir
en medio de la lucha interminable del más allá y el más acá
que se pelean como perro y gato.
Más adelante no es un gato,
es un burro...
un burro con toda la pinta
y una etiqueta pegada en el lomo que dice asno
(porque está en España)
y vagabundeando en una estación de pasajeros
porque no hay manera de retenerlo en el galpón de cargas.
Un burro etiquetado
en medio de pasajeros dormidos o aburridos
Pero, ¿qué piensa el pasajero?
Que el porvenir es pasajero como él
o que el pasado es pajero?
La paja no es como el trigo
y el trigo no es como el burro
que va adelante para que no se espante.
Pero, ¿qué opinan los guerrilleros
y las palabras que hay detrás de los guerrilleros
manejadas por ellos como borregos?
Meh! Meh! Meh!
Hay un amor sin palabras.
(Chocolate por la noticia.)
"Si no late dalo por muerto."
Pero un muerto no sueña
porque para vivir hay que soñar
y el amor no es una piedra
aunque la piedra puede encontrarse con un carozo,
un carozo del fruto del amor
(esto sí que es cursi)
pero más cursi es confundir al carozo,
y decirle, por ejemplo,
"Carozo mío, quedás ascendido a Coranzoncito".
Los adelantados son los que siempre se quedan...
de upa,
mientras los ladridos caen
como los pétalos deshojados de la vida.
(Otra cursilería.)
Y el comisario se arrima a tomar unos mates
pero el señalero tiene que dejarlo colgado
porque el burro etiquetado en España
se le ha metido en la vías.
¿Y qué opinan las vías?
Las respiratorias,
las vías de hecho,
las vías, bah!
Las vías sudan como el hierro
del destierro
(tierra con hierro)
y el pobre exiliado hace de señalero
que no se quiso perder el quinto mate
que se tomó el comisario.
¿Y el comisario?
Ya se fue; lo espera el sastre,
porque tiene que ser padrino,
padrino pelado
porque se quedó sin rabo.
Y el burro sigue espantado
pero siempre adelante!
La piedad por "esas
imbéciles moscas"
A Oscar Masotta
No es por decir,
pero el Papa,
sí, el Papa,
es una Batata.
Mejor dicho era una Batata
porque más bien era un topo,
un topo topológicamente ubicado en el ombligo del mundo.
Al ombligo del mundo le creció un hongo,
enorme y blanco,
que cuando el agua le sube al cuello
hace glu! glu!
y sonríe,
sonríe como Hawai,
como Samoa,
y como todas las islas felices perdidas en este mundo.
El Papa topo (o ex topo)
no es la vizcacha que se escapa de la topadora
o la lombriz cortada con la pala
que sigue vivita y coleando.
El Papa añora los yuyos del Vaticano,
pero ahora se va pal lao del monte
con el diario doblado en cuatro bajo el brazo,
el diario que doña Remigia
busca desesperada para prender el fuego.
"No hay fuego doña Remigia
sin diario doblado en cuatro
bajo el brazo del Papa que se fue al monte."
Doña Remigia patea la radio
con sus zapatos amarillos.
La radio no larga prenda...
"Doña Remigia yo sé
que después de pelar una naranja
no hay nada mejor que pelar un canguro
australiano y papal,
o un yacaré recién salido del agua
y bien atajado.
Rapidito que hay que hacerse tiempo
pa patear la radio!"
Qué quiere que le diga,
dice doña Remigia,
la Lucinda tiene la lumbriz,
la Rosa la hurmiga
y la radio no anda...
¿Qué le parece?
"Doña Remigia,
la vida pende de un hilo del corazón...
Usted se quedó sin fuego.
El fuego siempre tiene la última palabra...
insondable, acariciada,
pero hay que hacer cola.
La cola del pobre yacaré
pelado y colgado."
El Papa vuelve con los ojos hundidos.
El Papa vio pasar la última liebre pero no la corrió.
El Papa se mete en la cocina sin fuego,
sin el diario
y con la radio pateada en el suelo.
¿Y la Remigia?
Doña Remigia anda por ahí
con los zapatos amarillos
subida en un burro
corriendo un sapo.
El sapo se agiganta,
la vieja se asusta.
(no tanto como el burro).
El sapo ve crecer los hongos y respira...
Ha comenzado la lluvia.
La lluvia cae sobre la vieja sin fuego,
sobre el burro empacado
y sobre los zapatos amarillos que patearon la radio.
Justo por ahí,
donde está el burro empacado,
anduvo hace rato la Rosa,
la de la hurmiga...
que no hay que confundir
con la hormiga y la rosa
ni con la topadora y la vizcacha
ni con la tierra y la lluvia...
!Que llueva, que llueva...
la vieja no está en la cueva!
Y la pajarita Rosa voló
y ahora canta...
La ciudad en el crepúsculo comienza a encender sus mil ojos llovidos.
Los grandes cristales chorrean mansamente
y los autos acarician las calles mojadas.
Rosa voladora y cantora,
Rosa con la hurmiga.
La hurmiga que canta al oído
como la lluvia del cielo.
La canción me la guardo para otra ocasión.
La hora se sumerge como tiburón en las negras profundidades,
y no hay tiempo para la canción
ni para la discusión,
ni para el fuego que hubo que dejar para mañana.
Las uñas crecen como las moscas
y las moscas vuelan sobre la vida.
La Gran Salina
La locomotora ilumina la sal inmensa,
los bloques de sal de los costados,
los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías.
Yo vacilo....
y callo....
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este "poema")
por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La pera trepida en el plato.
La miel se desespera en el frasco cerrado,
para desesperación de las moscas que le acechan posadas al vidrio.
Pero yo no me explico
y hasta ahora nadie ha podido explicarme
por qué me sorprendo pensando
en la Gran Salina.
El hombre de chaleco del salón comedor
se ha quitado los anteojos.
Los anteojos trepidan sobre el mantel de la mesa tendida.
Todo trepida,
todo se estremece,
en el tren que pasa a mediodía por la Gran Salina.
Yo me he sorprendido mirando
la sombra del avión que pasa por la Gran Salina.
Pero eso no explica nada.
Es como una gota que se evapora enseguida.
Hay que distraerse, dicen.
Hay que distraerse mirando y recordando
para tapar el sueño
de la Gran Salina.
Un piano colgado como una araña del hilo
se ha detenido entre los pisos doce y trece...
Un camión pasa cargado de ventiladores de pie
que mueven alegremente sus hélices.
En 1948, en Salta,
fuimos de noche a cazar vizcachas y ranas,
y la conversación se apagó con el fuego del asado,
abrumados como estábamos por el cielo negro
y estrellado.
Nerviosamente encendíamos y apagábamos las linternas
hasta quedarnos sin pilas.
Tampoco puedo explicarme por qué sueño con pilas de linternas,
con pilas para radios a transistores.
Ni por qué sueño con lamparitas de luz,
delicadamente guardadas en sus cajas respectivas.
Ni por qué me sorprendo mirando el filamento roto
de una lamparita quemada.
Nunca he visto...
nunca he podido imaginarme
la lluvia cayendo sobre la Gran Salina.
Yo no tengo objetivos pero me gusta objetivar.
Desde chico intenté cortar una gota de agua en dos
(con una tijera).
Aún hoy intento,
apartando las cosas de la mesa
o ahuyentando amigos,
imitar, imaginarme, la lluvia sobre la Gran Salina.
Tomo una plancha caliente y le salpico gotas de agua.
Pero aunque pueda imaginarme todo,
nunca podré imaginarme
el olor a salina mojada.
Anoche llegué a mi casa a las tres de la mañana.
En la oscuridad, tropecé con un mueble...
y allí nomás me quedé pensando
en lo que no quería pensar...
en lo que creía bien olvidado!
Pero en realidad me estaba escapando
del sueño estremecedor de la Gran Salina.
Y ahora me interrogo a mí mismo
como si estuviera preso y declarara:
"La Gran Salina o Salina Grande
está situada al norte de Córdoba,
cerca (o dentro, no recuerdo)
del límite con Santiago del Estero."
Estoy mirando el mapa...
pero esto no explica nada.
La caja de fósforos queda vacía
a las cuatro de la mañana
y yo me palpo a mí mismo, desesperado,
con el cigarrillo en la boca...
Habría que inventar el fuego, pensarían algunos.
Yo en cambio pienso en los reflejos del tren
que pasa de noche junto al río Salado.
No puedo dormir cuando viajando de noche
sé que tengo a mi derecha
el río Salado.
Paro aún así sigo escapando del gran misterio...
del misterio de la sal inagotable de la Gran Salina.
Recuerdo cuando arrojábamos impunemente naranjas chupadas
al espejo ciejo y enceguecedor de la Gran Salina.
A la siesta, cuando la resolana enceguece más que el sol.
Esperábamos llegar a Tucumán a las siete
y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar una rueda
junto a la Gran Salina.
Un diario volaba por el aire...
el sol calcinaba las arrugadas noticias del mundo
del diario que caía sobre la Gran Salina.
Y vi pasar varios trenes
y hasta un jet...
Los pasajeros de los Caravelle
o de los Bac One-Eleven,
no saben que esa mancha azulada,
que a lo mejor están viendo en este mismo momento,
desde ocho mil metros de altura,
esa mancha azulada que permanece durante escasos minutos,
es la Gran Salina,
la Salina Grande.
Pero el jet anda muy alto.
La Gran Salina no conoce su sombra que pasa.
Los pasajeros del jet duermen...
se sienten muy seguros.
En el jet no hay paracaídas.
Los jets no caen. Explotan.
Hace unos años,
un avión que no era un jet volaba, creo, sobre Santa Fe.
De pronto se abrió una puerta
y una camarera tuvo que obedecer calladita
a las sagradas leyes de la física,
y demostrar su inequívoco apego a la ley de la gravedad.
Una ley dura como las piedras metidas en la boca de Demóstenes
que, según dicen, hablaba mucho.
Aquí hay que hacer un minuto de silencio.
Primero, por la dócil camarera sin cama del avión.
Después, por las palabras muertas,
muertas por no decir nada...
misterio, por ejemplo,
que sirve para no explicar lo inexplicable,
lo que yo siento cuando pienso en la Gran Salina,
lo que traté de no pensar un día que caminaba por la Gran Salina
tratando de distraerme y de no pensar dónde estaba,
escuchando una canción de Leo Dan
que pasaba LV12 Radio Aconquija
y el Concierto en sol de Ravel por la filial de Radio Nacional.
¿Qué pensaría Ravel, el finado,
si caminara como yo en ese momento
por la Gran Salina.
Ravel, púdico sentimental,
te imagino tocando el piano que hoy vi colgado
entre el piso 12 y el piso 13.
Sí, pobre Ravel de 1932
con un tumor en la cabeza que ya no lo dejaba componer.
Ravel tocando solo,
de noche (pero eso sí, absolutamente solo)
los "Valses nobles y sentimentales" en medio de la Gran Salina.
Estoy seguro que se hubiera interrumpido
al escuchar el silbato lejano de la locomotora,
para ver el haz de luz a la distancia
y la penumbra sobre la Gran Salina.
Días pasados fui al Hospital.
Hace años yo andaba por allí,
despreocupado y con mi guardapolvo blanco.
Pero ahora, de simple paciente,
sentí el ruidito angustioso
!Trank!
de la máquina de sacar radiografías.
!Y que pase otro! gritó el enfermero.
Pero el otro no podrá explicarme
por qué tengo sed,
por qué voy detrás del agua cautiva de la botella
y de la sal capturada en el salero,
yo, tan luego yo,
capturado en el sueño de la Gran Salina.
Un amigo, alto funcionario estatal,
me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar...
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró
como la marca de la cubierta que leí y releí
cuando cambiábamos la rueda junto a la Gran Salina.
Pero después pensé en Tucumán
(mi segunda provincia)
y en las vértebras azules del Aconquija
horadando las nubes blancas.
Ahora me entero que mi amigo,
el del pase sin nombre,
se separó de la mujer.
Aquí me callo...
Pero el silencio me hace pensar ahora
en lo que no quise pensar cuando miré el pase sin nombre que me ofrecían,
en lo que dejé de pensar hace un momento...
cuando vi pasar el ascensor con una mujer silenciosa
que no me quiso llevar.
Olvidemos el ascensor perdido
y pensemos de nuevo, de frente, en la sal
(cloruro de sodio)
y en el misterio...
Pero como nada es misterio
hagamos una traducción de apuro:
miss Terio
o miss Tedio
o chica rodeada de teros asustados
o algo por el estilo.
Pero no hay distracción que valga.
El ayudante de cocina del vagón comedor
se rasca la cabeza de tanto en tanto
pero sigue pelando papas sin distraerse
en el tren que se acerca a la Gran Salina.
Y el ascensor perdido con la mujer silenciosa
sigue recorriendo kilómetros entre la planta baja
y el piso quince.
El sastre de enfrente que ya comió
se asoma a tomar aire con el metro colgado en el cuello.
Yo pienso en comer, como se ve...
Son exactamente las 14 horas, 8 minutos, 30 segundos.
Y también, no sé por qué,
pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee
que en los comienzos de la última guerra
se suicidó antes que su capitán
frente a Punta del Este.
El Graf Spee yace a treinta metros de profundidad.
Ya nadie se acuerda de él.
Ni siquiera los hombres-rana
que bajaron a explorar sus entrañas.
Pero hasta los hombre-rana
salen a comer a mediodía.
Y a veces, para comer,
sólo se quitan las antiparras y los tubos de oxígeno.
Todavía hay gente que se asombra viendo comer a esos hombres...
con patas de rana.
Los hombres-rana reclaman al mozo la sal que se olvidó!
Dale!... Dale!
Hoy almuerzo con amigos
(si es que no se fueron).
Miraré de costado la sal y pediré pimienta en vez,
porque tengo miedo de quedarme callado,
ya se sabe por qué.
No quiero quedarme callado
ni distraerme,
ya se sabe por qué.
En realidad no se sabe nada
del sueño de la pilas,
de la lluvia sobre la sal,
de la chica del ascensor,
del sastre asomado con el metro colgado
o del tren que pasa de noche indiferente
junto a lo que ya se sabe
y no se sabe.
....................................................
....................................................
....................................................
Hace años creía
que "después del almuerzo es otra cosa"...
es decir que las cosas son otras
después del almuerzo.
Este poema (llamémoslo así),
partido en dos por el almuerzo
y reanudado después, me contradice.
No comí postre.
!Siento la boca salada!
Pero no voy a insistir.
El domingo pasado,
en casa de un amigo poeta,
conocí a un chileno novelista e izquierdista
que se fue a Pekín y que, posiblemente,
no vuelva a ver en mi vida.
Tímidamente, entre cinco porteños y un chileno izquierdista,
metí una frase de Lautréamont
que como buen franchute es uruguayo
y si es uruguayo es entrerriano.
Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema:
"Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual".
La razón pura o el sueño de la lógica implacable
A René Descartes
–Escuche mi General, vea...
–Yo no veo, meo.
Todo se puede hacer de parado
hasta morirse...
(esto se llama: "muñeco al suelo!").
Pero cagar de parado es más difícil
y más aún en compañía...
mejor cada cual en su trono.
Pero el Presidente mea,
de parado y acompañado.
Se puede cojer de parado y acompañado, pero con pared,
(¡qué vivo! ¡sin compañía no hay coji, hay paji!).
Eso se llama "clavar la mariposa".
Se puede mear parado y acompañado
(aunque la norma establece discriminación de sexos).
Se puede morir parado y acompañado,
aunque es difícil encontrar compañía
si se sabe lo que va a pasar.
Se puede escupir parado y acompañado.
Se puede mear y escupir a la vez,
parado y acompañado.
Se puede morir parado y acompañado
escupiendo fuego...
y después sangre,
es decir, cagando fuego.
Tal es el sentido de la frase:
"¡A sangre y fuego!"
Pero el Presidente mea.
Lo acompaña de parado y con sobretodo
el señor ministro.
–Oigame mi General,
¿podría explicarme por qué
si estamos meando los dos
sólo se oye el ruido de uno?
–¡Pero Toronja Pelada!
No ves que te estoy meando el sobretodo!!!
Y el presidente de la meada silenciosa
se aleja, con radiante sonrisa,
totalmente dueño de la situación.
Moralejas o mejor reflexiones
Hay comedores públicos de sentado y de parado.
Hay meaderos públicos y clandestinos.
Meadero clandestino es todo lo que no es meadero público,
es decir todo el resto del mundo, puesto que se puede mear
en todo y sobre todo.
(Si no que lo diga el sobretodo del señor ministro.)
Id. para cagar (por el momento, porque no es lo mismo).
No hay morideros públicos.
La muerte no tiene lugar fijo para acontecer.
Las casas se alquilan o compran para vivir, no para morir.
Yo no me "moriré en París con aguacero".
No quiero ser ni hacer como el cholo Vallejo
que anunció en poema que moriría en París,
se fue allí y se murió en serio,
como la mujer del tango...
Es mejor ir por lana pero volver...
aunque sea trasquilado y cubierto por las nieves del tiempo.
Conclusiones (?)
1) El tango da para todo.
(Hasta para el sobretodo ajeno que meó el Presidente)
2) Sí señores...! Antes muerto que suicida!
3) El aguacero de París es absolutamente público (y clandestino).
Cae sobre todo, incluso sobre los meaderos públicos (y clandestinos).
4) Todo el mundo es prácticamente un inmenso meadero (y cagadero)
clandestino. La naturaleza, la de uno y la de afuera de uno, no conoce
fronteras, razas, edades, sexo ni condición social.
5) Los presidentes también mean.
6) La muerta está en el fondo del tango y en lo más profundo del alma
mexicana.
7) Se puede morir en París con nieve (tango), aunque algunos se conforman
solamente con mirarla caer pensando en Buenos Aires (tango), o "con
aguacero" (Vallejo).
Rumor Solitario
Parece que Vallejo acertó con París pero no con el aguacero.
POR SONSIGUIENTE:
Coma, coja, mee, cague, escupa, vomita, respire, viva y muera
en la calle,
en las plazas,
en los paseos públicos,
en los puentes,
en los caminos,
en la pampa,
en la montaña,
en el mar,
en el maizal,
en el trigal,
etc., etc., etc.,
parado,
sentado,
acostado
o colgado,
de día y de noche,
en la guerra y en la paz!
Final pero no tanto
Reírse en compañía está bien. Reírse solo no. ¿Por qué? Uno puede reírse solo
pero con el pretexto de libro, diario, revista, ser o cosa que está leyendo o
mirando porque enseguida hay que responder al "de qué te reís?" con alguna razón
de peso o de paso. El que se ríe solo está loco. A uno lo dejan llorar solo pero
no reírse solo. ¿Por qué? Para reírse solo hay que aislarse lo mismo para cagar.
¿Que no?
¿A que no te animás a reírte solo en público?
Si llorás solo entre desconocidos por'ai hasta te consuelan...
Pero si te reís solo sos loco.
Este "poema" tiene unas ganas bárbaras de seguir...
Y sigue y seguirá toda la vida,
solo o en compañía...
incluso en compañía de la muerte,
que evidentemente existe.
En último caso,
coma sobre él,
coja sobre él,
mee sobre él,
escupa sobre él.
vomite sobre él,
cague sobre él,
duerma sobre él,
viva sobre él,
muera sobre él,
y ríase sobre él.
Preferentemente en compañía
o solo, si no hay más remedio.
Este "final" podría parecer demagógico...
Pero si uno se muere nadie se animará a compañarlo (¿o sí?).
Evidentemente, uno tiene que nacer solo (mellizos aparte)
y morirse solo...
No hay vuelta que darle.
Nadie lo acompaña a uno a meterse (a la fuerza) de cabeza en
la muerte (¡oh la Sombra!)
o meterse de cabeza en la vida (¡oh la luz!).
(Continuará)
Notas (afuera del "poema")
Así como "se puede ver ver, pero no oír oír" (gracias por recordármelo gran
compañero y finado Marcel Duchamp), nadie puede vivir por mí, nacer por mí,
morir por mí, dormir, soñar y pensar por mí, etc., etc. Uno puede elegir lugar y
fecha para morir (suicidio), pero no lugar y fecha para nacer. Uno es uno por
casualidad. Uno puede morir también por casualidad. Pero la muerte no es casual,
es fatal.
...........................................................................................................................
Para que no se me acuse de irme por las ramas de la metafísica, volvamos al
cuerpo, a nuestro cuerpo de estos días de la vida. No se sabe por qué mear (al
menos en el hombre) es liberador mientras que cagar parece un renuncio. Así por
ejemplo no es lo mismo cagar la bandera que mear la bandera. Perversiones
aparte, la mujer se excita viéndolo mear a uno, no así viéndolo cagar. Pero uno
no se excita viéndola mear ni menos viéndola cagar.
SOMBRAS
Sombra quieta
Una plancha se detuvo junto a un árbol y del suelo brotó una
lluvia de transistores.
Nosotros también nos detenemos, y a veces un poco deslumbrados
nos vamos por ahí... tambaleantes.
Pero la cosa recomienza, y siempre volvemos a ser lo que éramos.
El mobiliario se completa.
Lo que no quiere decir que la silla vuelva a llevarse bien con
la mesa.
Habrá que ver lo que es seguir... Pero que siga, que siga...
sin detenerse.
Y cuando comienza uno a abanicarse a grandes rasgos,
sin sentarse en una silla,
el suelo comienza a anegarse
y se termina por encontrar una rueda de esas en un rincón,
completamente knockout.
Momentos después la rueda recomienza
y hay viento por ahí.
Un viento que acomoda las últimas migajas
(¿por qué habrá siempre últimas, me preguntaba los días pasados
que siempre hay?)
La quiebra del pavimento,
la quiebra de los talones,
la quiebra de las agujas y de los pelos,
de las grúas y de los bancos de la plaza,
tiene que ver con los paraguas que flotan a la deriva
o con los humos que brotan interminablemente de las orejas gastadas.
Una oreja sepulta caballos.
Los cabellos sepultan caballos.
Los caballos insepultos son todos orejeros.
Las orejas se acomodan pero ya no se estacionan durante años en un rostro.
Oreja de plaza,
paraguas insepulto,
rueda demoledora...
Hubo que hacerse un lugarcito y esperar.
La conversación lateral crecía y los rostros se abordaban salvajemente.
Una almohada de cabellos.
Una almohada de caballos.
Orejas por el suelo,
rodillas en la tierra,
y todos los rinconcitos reservados para otras miradas.
Hoy me pregunto por qué de todos lados se vienen caballos
traídos de los pelos o de los cabellos.
Y el porqué de tantos andenes sin rostro definido
para colgarse de cualquier lado.
Una vez fueron tres
y no hubo palacios sino calles zancudas,
y cómo se zancudían
en cualquier sector de cabello
o de espejo incontenible.
¿Por qué contener el agua?
¿Por qué la llama acentuaba su relieve para declinar
y caer en un embudo?
Había que enroscar los cables de las miradas.
!Y pase otro más al frente!
Un frente sin perfil,
un filo iluminado para los que buscan asirse de los bordes.
Ojos vacíos, ventanas vacías y vendaval.
Hay un viejo asunto de cajones
y de muelas del viento.
Un centenar de antenas dopadas
hacen brotar sus frutos por todas partes.
Pero si hay partes no pueden ser todas para asomarse
detrás de una loma,
de debajo del agua,
detrás de una puerta
o simplemente detrás de los párpados.
Sombra inquieta
Mano despierta,
tajo florecido hasta lo demás...
Las afamadas similares adheridas
no comienzan.
Una sonrisa de sandía ata las sábanas,
desgaja las risas,
escupe las semillas del más allá.
Y todo no es todo porque la crema del bienestar
se reproduce en la orilla.
Y las rompientes desdentadas
simulan pero no disimulan,
porque las mulas zigzaguean una, dos....
Y la rompiente del cuchillo
aparta la mar de puñaladas.
La los la el mi de la tajada del tajo, de la muerte, de la
pata de cabra, de la tormenta del diente, de la razón del
mi-porque, ni-si ta-ta-ta-ta....
Mueca del fin,
hamaca del pan,
pan de la urraca,
hurra del mal,
mismis del curro...
Una descansada cara de dado.
Una migaja,
una desplopada,
una derramada.
Sal mi raca raca,
suma, susurro, borde en llamas,
una despierta, una durmiente, una silencio.
La silencio se estrella contra la miga,
la mano que enrolla las sombras,
un ojo simulador,
el humo de la frío.
Un dedo...
dos dedos....
tres dedos hacen la hamaca
y cuatro dedos el pan.
La soga se oculta...
pero la soga no tiene huesos
para arder.
Y sin embargo no bizquea
la sal.
Mi estalla
y yo ironiza.
La pan de la papisa.
Ni trampas de bizco,
ni miga de bizcocho.
La lado, la dada.
Un timbre se pega.
El sonido se descalabra
sin ser dicho ni pampa,
ni run,
ni el agua enloquecida del mapa,
derramada sin decir nada.
Por nada,
por la perfil,
por la frente,
por la destornillador.
Sin consultar,
sin un árbol de pro ni de más,
sin una tormenta escapada, famosa de pícara,
que escarba, escarmentada,
la torre, la torre...
Párpado roído,
pararrayos,
papagayo...
Una palabra,
dos palabras,
sin palabras.
A la deriva...
Los anzuelos...
Sobran vidas
a la deriva.
A la izquierda comienza
lo que tiene,
lo que es,
sin trabas de ninguna especie.
!Sí! !especie!
¿La luz?
¿Por qué la sombra es luz carbonizada?
Nadie pierde nada.
No se pierde nada con nacer...
No se nace nada con perder.
LO DE SIEMPRE
La decisión
No me lo preguntés.
Si usted no tiene nada que hacer no lo haga aquí.
¿Usted o yo?
¿Yo o vos?
Las ganas no se dan así nomás.
No se dan árboles de ganas
como el árbol que da las manzanas
ni como los peces del árbol inmenso del mar.
¿Vieron?
¿Viste?
Vestido de punta en blanco,
listo para tomar el barco,
listo para el olvido,
mustio como la última gota de vino
que crece como las semillas
(eso es lo que vos te creés).
Pero creer no es crear...
La gota de vino se muere por la sal del desierto.
Una hamaca liviana, con vista al río,
el río que crece,
que crea orillas para ser río...
(¿pero él lo sabe?).
El cigarrillo medita por uno,
naturalmente con humo,
vive sus horas de humo,
vive acostado,
junto al río.
No hay desplantes
cuando aquí me planto
en medio de bolsas de humo.
La mar de caricias me resbala...
pero escucho el río.
!Sí! el río que me enseñó las caricias.
El río vacila
(aquí no hay vacilaciones: si el río vacila, hay río encerrado!).
Un canasto siente nostalgia de los tomates rojos
y espera,
una espera que lo llenará de acelga,
de espinaca,
de melones,
!para que se olvide de la nostalgia!
Hoy justamente me olvidé como se arrancan los cabellos,
los cabellos de los árboles,
de las piedras,
del río,
de las chispas que saltan de las piedras.
Hoy los recuerdos viajan en jet,
porque estamos en el siglo XX
y todavía hay piedras que duermen de día y de noche,
desde el siglo XV,
junto al mismo río,
esperando al príncipe de la Bella Durmiente
o a "la mano de hierro que las llame a la realidad"
como un llamado telefónico urgente pero equivocado...
Los equivocados no necesitan teléfonos
porque los cabellos se asoman por todas partes,
cuando esperan...
pero nadie espera para crecer
(si lo dejan).
!Pero a mí si me dejan llego!
¿O me quedo?
¿Qué significa quedarse junto al río,
o irse del lado de los tomates rojos que esperaba el canasto?
El canasto que flota en la creciente
junto a la mesa
y la cama
y los cigarrillos,
mojados naturalmente...
y el humo fugitivo y ruiseño.
Una hamaca con los cabellos,
cabellos de humo junto al río,
un río envuelto con el papel de las manzanas,
y dulcemente dedicado.
Porque el río es bocas, manzanas, piel, acelga, espinaca...
¿Y el pobre canasto?
¿Yace o no yace?
¿Yace o no nace?
No.
Murió ayer por decisión municipal.
El duelo se despedirá por tarjeta.
A la que no fue, pero pudo ser, la hasta ahora siempre ausente
Todavía no sé por qué amaste la iguana.
Yo que la iguana me hubiese vuelto iguanote,
iguanodonte...
(su antepasado remoto averiguado)
y entonces te hubieras visto obligada
a protegerte en mis brazos
para refugiarte del iguanodonte.
Tal vez yo hubiera muerto,
pero no importa.
Tal vez yo hubiera matado al iguanodonte
y seguiría siendo el picaflor.
El picaflor para libar esa miel
del capullo de tu boca...
Y vos seguirías siendo la rosa roja,
rosa encendida
como la sangre de la iguana que mataste,
vaya uno a saber por qué.
Después de eso hubo silencio,
el mayor silencio,
tanto, que ahora
yo me quedo en silencio.
Un silencio que se reproduce inesperadamente...
pero siempre.
Un silencio para oír (sucesivamente o no sé)
el volar de los caranchos,
el silbido inconfundiblemente lejano de la perdiz
y la locomotora que resopla subiendo la colina del monte.
Es decir, un silencio que en realidad no es tal,
pero que en ese momento era el mayor silencio.
Un silencio
o mejor un ramo,
un ramo hecho con el canto del pirincho,
(ahora me acuerdo)
el aletear de los caranchos,
el silbido remoto de la perdiz,
el resoplar de la locomotora subiendo la colina del monte
y, ahora recuerdo,
el zumbido metálico del avión
tapando la cigarra de la siesta.
Un ramo de aquel silencio para la iguana muerta.
Para la iguana que mataste vaya uno a saber por qué.
Para la iguana que mataste por algo...
"Quisiera ser picaflor y que tú fueras clavel."
!Oh! rosa roja que mataste la iguana!
Rosa que encendiste un silencio para siempre.
.......................................................
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Lamentablemente los poemas nunca (o casi) son lo que uno
quiso decir, lo que uno quiere decir, lo que uno querrá
decir (o saber).
Venga una lágrima suelta,
aunque sea de cocodrilo,
por este, otro y muchos poemas.
Y aquí me callo (consumido por el silencio, por aquel silencio que vuelve, que
siempre vuelve).
Una madrugada por día
A la memoria de Robert Desnos
El gaucho se queda afuera.
El caballo entra adentro.
¡Pucha que son largas
las noches de invierno!
Buono-Striano
Las trizas no se ven.
!Oh gran sorda al viento!
El viento hace trizas el tiempo.
El día se ha vuelto oscuro
para volverse a aclarar,
para ser otro día.
Mi larga espera no puede ser siempre.
El amor tiene que estar aquí...
no a cien leguas a la redonda.
El gallo despierta,
el pájaro doméstico del canto a la madrugada.
Mis ojos comienzan a licuarse en contacto con la luz.
Pero la llamarada sin estrépito del corazón
no despierta a los vecinos.
Ella (es decir vos) ya duerme
pero yo sigo despierto.
Ella dejó todo para la mañana.
Es hora, me dijo.
Yo me he quedado como pez fuera del agua
de su mirada...
Feliz de vos (de ella),
pero Dios te (me) oiga,
porque yo no estoy tan seguro
de hasta mañana.
Nada se sabe hasta mañana.
Hay una gran diferencia
entre el soñador y el dormido/a.
Entre los pájaros que duermen
y el gallo, cantor del alba.
Entre sus ojos cerrados
y mi ojos abiertos.
Todos están afuera (aunque duerman),
todos se han ido
hasta mañana.
Los que duermen han cerrado su sueño
con siete llaves
hasta mañana.
Los insomnes de amor y los otros
se quedan,
esperan.
Y yo visito fábrica de encendedores perdidos.
(Hoy no sólo se fabrican objetos para tener sino también
objetos para perder.)
Pero los encendedores perdidos
no hablan con los paraguas perdidos.
Y yo me voy, pájaro negro,
con el paraguas infinito de la noche
acribillado por tus miradas,
por el recuerdo de tus miradas.
La madrugada es dura
como el pan del olvido.
Tu mirada es sólo un recuerdo
hasta mañana.
Quince minutos después
A Celia, siempre
Estaba ordenando las cosas para salir...
Y mientras ordenaba mis cosas
veía al lobo,
al lobo que fui
y no sé si al lobo que seré...
La palabra "cinzas",
una palabra en una canción de Wilson Simonal,
me atrae...
Una palabra que no puede traducirse como cenizas, en castellano.
Una palabra que resplandece como los ojos de los gatos en la oscuridad.
O los faros de los coches en la ruta pavimentada,
cuando la noche se hace madrugada
entre Córdoba y Villa María.
Salí de mi casa para verte,
con todas esas cosas en la cabeza...
lobo aullando junto a la "cinza" resplandeciente...
ojos de gato en la oscuridad,
faros de coches sonámbulos que se acercan y se alejan de Córdoba.
Y llegué quince minutos después...
No quisiste hablar.
"Ya se me va a pasar", dijiste.
Y durante un tiempo largo nos miramos en silencio.
El plato vacío,
el tuyo y el mío,
eran más blancos que nunca.
Y después vino el pedido.
!A llenar el plato!
!Tu plato y el mío!
Y empezaste a hablar...
!Y hablamos!
Después de comer, un paseo.
El sol no estaba...
pero en ese momento, qué importancia tenía?
Yo me sentía un inmenso pancito de azúcar
rodeado de árboles muy verdes.
Los trenes que pasaban a lo lejos
eran un poco tus caricias tímidas,
tus miradas
Un perro trataba de jugar al fútbol
con dos chicos.
Un avioncito con motor giraba y giraba.
El paseo, el descanso, era un vuelo.
Y después el cine.
Un cine de domingo nublado.
Un cine de madera blanca,
donde la película, buena y todo,
al fin y al cabo,
fue lo de menos.
Después salimos.
Nos bastaban apenas
unas pocas palabras.
Y después...
Después siempre.
Pero yo recuerdo.
Tal vez no importe tanto
Tal vez no importe tanto,
tu cara se borra sola.
Hay muchas caras en mi vida
que viven borradas
quién sabe hasta cuándo.
Se han borrado poco a poco,
pero en el momento menos esperado,
y a veces en el menos indicado,
vuelven a aparecer por un brevísimo instante
para sumergirse enseguida
en el “¿dónde estarás ahora?”
con un intenso sobresalto
de mi parte…
Hay días mucho más chicos que otros.
Y hay días muertos,
descolgados,
inútiles,
días que crecen y mueren sin esperanza.
El rostro borrado aparece de pronto
y es, al mismo tiempo, el mismo
y otro,
siempre dispuesto a borrarse
para aparecer otra vez
pero, ¿cuándo?
La música corre como el agua
pero se borra en el aire.
Es difícil acordarse del invierno
en verano
y del verano en invierno,
evocar una melodía remota
a la deriva en el tiempo pasado.
Es difícil salvar del olvido
un rostro, una cara
que se ha borrado
y que aparece
el día y el momento menos pensado.
Si uno pudiera manejar la cosa,
es decir matar definitivamente ese rostro en la memoria,
o evocarlo a voluntad,
todo sería distinto.
El vientito del despecho
ha lijado los relieves,
los límites de la superficie recortada,
de los diferentes rostros de Ella.
Uno se salva de a ratos
pero en el momento inesperado…
Ella aparece con un rostro olvidado
que enseguida desaparece, etc. etc.
La cara, el recorte amoroso…
mas no el cuerpo
(el cuerpo decapitado
del rostro borrado).
Tal es el trabajo de salvación
por el momento:
evocar a voluntad
o borrar para siempre.
Incluso borrar el recuerdo
de haber borrado un rostro,
o todos los sucesivos rostros de Ella.
Cuando un rostro comienza a borrarse
(y por lo visto estoy diciendo rostro y no cara
porque rostro tiene más relieve que cara)
ojo, me digo, porque si los ojos de Ella se borran
algo comienza a terminarse
o algo, también, comienza a secas.
Es el comienzo de un nuevo rostro
que tal vez se borrará a su turno
y así sucesivamente.
Y lo de los rostros también se extiende a los lugares
que permanecen borrados
para reaparecer un instante de cualquier día,
no elegido,
y todos los días hay instantes que nacen y mueren vacíos.
Aire sordo
Boca flor de buche. Una volteada no alcanza, rasca piedra, arisca tuna. El agua
se agita cuentera.
Sordo el estallido de la gota, triste derrame en la seca. Aislarse, moverse,
mojarse, lo otro es alambre de púa en tuna, pan con pan…
Bordes duran si aguantan. Ni siquiera el filo, miel guacha en la polvareda.
Silbido o respiración. Ahora somos todos sordos atropellando los árboles.
Empollando piedras eternamente.
Y árboles mendiguean entre las piedras mientras afloja la arena tortuga hasta
que el viento arremete.
Y ya no hay sombra que valga. Las grietas nada más que en el recuerdo. Adiós al
viento salado que nunca hizo sombra.
Boca-buche, Fuego sin semillas, arena sin nada suelto.
Rascar por rascarse. Ver por ver, inútil desde mientras. Hacha de filo cada vez
más ancho, piedra al fin, boca de arena.
Quiebra que te piedra y no se oye.
Cuchara
Cosa de no salir
y andar de rincón en rincón.
No hay huellas en la oscuridad.
Andar con el lomo curvo,
cuchara al revés,
cuchara seca,
hace años,
saltando como langosta.
Arden, arden todas las migajas
mientras el pájaro carpintero
dale y dale con la pata de la silla.
Saltar de rama en rama
y de rincón en rincón.
La escalera mandibularia
al fin partida en dos.
Ladrillos de agua y aire
cercan el último rincón.
Crac, crac
tapia que salta,
suprema dentadura.
Adiós al sapo,
a la reja viuda
a todas las ventanas arrinconadas
por el vacío,
el gran rincón amable.
Los huesos se buscan a la disparada
antes de que se armen
de vuelta los opacos ladrillos,
las paredes salgan a cazar ventanas
y vuelvan los rincones
a guardar la distancia convenida.
Posfacio con deudas
No sé cómo empezar esto pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una
pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del
mostrador. “Escúcheme don Juan –decía el cajero-, la verdad es que cuando hablo
con usted salen cositas…”. Se hablaba de comprar muy barato un hotel alojamiento
por parte del cajero y de su invisible interlocutor. Hotel alojamiento aparte,
lo importante era el cajero hablado.
No existen los poetas, existen los hablados por la poesía.
Cuando uno llama por teléfono al médico que se fue a Mar del Plata, una cinta
magnética responde: “Esto es una grabación.”
Pues bien, así como eso es una grabación, lo que estoy escribiendo no es una
justificación, es un agradecimiento, un hablar de deudas.
En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una
explicación de este libro. Simplemente quiero agradecer y de paso…Pero por’ai, y
ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de
esto, es decir que este es el fondo de la cosa, el fondo de la casa de mi
infancia en Paraná entre durazneros, mandarinos, yuyos, ortigas y gatos vagos,
negros, barcinos y atigrados.
Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira,
ríe, gesticula…para la gente que constantemente me está enviando esos mensajes
fuera de contexto, esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal
y alienada.
Las conversaciones de borrachos son a veces obras maestras del sinsentido, del
puro juego de los significantes. Mi agradecimiento también.
La música es un lenguaje de puros significantes, es el gran arte. Y yo me muero
de envidia, porque en realidad soy un músico fracasado. Pero la música, en
especial el jazz moderno en permanente evolución, ha sido y es lo único que me
ha enseñado la verdadera estética operativa.
Macedonio Fernández me ayudó a redescubrir ese mundo que yo quería olvidar tal
vez para poder trepar mejor…Un buen día me encontré en Buenos Aires con que
quería irme a Europa…Evidentemente estaba a un pelo de ser porteño. Pero no me
fui a Europa, ni creo que me vaya nunca. No señor, ni beca ni vaca, me quedo
aquí.
Macedonio Fernández me hizo comprender que las reuniones de argentinos, incluso
en Buenos Aires, son largas ruedas de mate, donde uno charla, se ríe y se pone
triste…Que esas reuniones son verdaderas fiestas de lenguaje.
Yo me he reído con estos (¿mis?) poemas, y por momentos dejé de reír. Pero eso
es cosa mía. No sé si pasa algo. Gracias, Macedonio, de todos modos, por
atajarme y explicar, es decir por hablar de lo que se es hablado.
Todo lo que digo puede parecer muy racionalista, pero en realidad soy
entrerriano primero, después tucumano y salteño. Mis amigos de aquí me acusan de
franchute. Realmente no sé qué decir.
La verdad, y eso no lo discute nadie, es que nací en la década del veinte mitad
más o menos, es decir que estoy más lejos del nacimiento que de su antípoda.
No tengo nada que ver con el populismo ni con la filosofía derrotista del tango.
Soy entrerriano, medio tucumano y salteño, en Buenos Aires. Una especie de
“entrerriano, etc., etc., hasta la muerte” que vive en Buenos Aires, así como
hay “argentinos hasta la muerte” que viven en París. En fin, ¡no hay belga que
valga!
Hablar de la humanidad en abstracto me parece el colmo de la pedantería,
paternalismo y solemnidad (las cosas que odio más). El hombre es para mí mis
amigas y amigos, presentes, pasados y futuros, y también mis enemigos. No soy
místico, no quiero salvar a nadie, sólo quiero.
Soy ateo, como Dorotea y Timoteo. Prefiero el Libro de los Muertos, egipcio, y
el Gilgamesh, asirio, llenos de palabras que evocan hombres como mis amigas y
amigos, y no el libro de cabecera de los poetas y los capitalistas
norteamericanos.
No creo en la poesía cantada ni recitada. (No creo en el café concert para
desculpabilizar empresarios izquierdistas.)
La poesía debe leerse. La única poesía que no se lee es la de los actos y las
palabras que no se proponen ser poéticas.
En fin, el lenguaje es para mí la única realidad. Esto no es ninguna novedad, es
una simple afirmación. Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje.
La primera tarea del hablado por la poesía ha sido nombrar las cosas, las cosas
que no son las cosas sin las palabras. Pienso que el realmente hablado por la
poesía es el que sigue y seguirá nombrando las cosas, es decir cambiándolas,
transformándolas continuamente. La poesía es renovación, subversión permanente.
Insisto en que no hay poetas, hay simples vectores de poesía.
En un verano de cuarenta y cuatro grados en un pueblo de Santiago del Estero me
acordé de los que se dicen poetas cuando vi en una canilla reseca unas moscas
que hubieran dado todo por una gota de agua. Así es, los llamados poetas se
disputan las canillas, pero el agua no les pertenece…ni la tierra, ni el aire,
ni nada. ¡Hay que conformarse nada menos que con las palabras!
No creo en los géneros literarios. Cada persona tiene su propio discurso
permanente, un río perenne y subterráneo que constantemente amenaza desbordarse.
La mayoría de la gente le pone diques, pero así y todo a veces su rumor se
escucha. La prosa es poesía o nada. Entre la escritura que llena toda la página
y la que no la llena hay sólo una diferencia de escandido, de tempo, de
períodos. Es un poco, pero muy a grandes rasgos, la diferencia entre la música
sinfónica y la de cámara.
En suma, las fuentes de la poesía están en la infracción constante de la
convención que nos vendieron como realidad. En todo lo gratuito, en el amor, en
el lenguaje de los chicos, en las conversaciones sin límite de tiempo
(...¡tómese otro mate!), en las situaciones límite en que los discursos de los
otros movilizan enérgicamente el discurso de uno y viceversa.
De: La obsesión del espacio (Poesía, 1973, reeditado en 1997)
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