Uno de los episodios más extravagantes en la historia literaria argentina fue
protagonizado por un polaco, llegado en circunstancias azarosas a Buenos Aires,
que extendiera por casi un cuarto de siglo su estadía en ella, un poco por
accidente, pero también porque le atraían la ciudad y su gente. Sin dominar bien
el idioma, se atrevió a emprender la incierta aventura de traducir su única
novela, publicada en Polonia en 1937. Llevó a cabo la tarea asesorado por un
puñado de amigos escritores, en jornadas que se llevaban a cabo –en permanente
debate muchas veces caótico– a lo largo de muchas tardes de la segunda mitad de
los cuarenta, en varios cafés del centro porteño.
Su nombre: Witold Gombrowicz; la novela en cuestión: Ferdydurke. Participaron en
la peculiar empresa los escritores argentinos Carlos Mastronardi y Eduardo
González Lanuza, y los poetas cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu
(por esos años residentes en la gran capital del sur), junto a algunos jóvenes
aspirantes a las letras. Los lugares de trabajo fueron ciertos cafés y
confiterías propicios al encuentro y la tertulia.
Pero no piense el lector que no se aplicó una metodología en ese trabajo
colectivo. En cada encuentro, Witoldo –como le llamaban sus amigos– llevaba un
fragmento traducido por él más o menos en forma literal, texto que sometía a la
no muy ordenada asamblea, que entre cafés y bebidas espirituosas iba buscando
las palabras más adecuadas y puliendo así cada párrafo.
Gracias al proceso de trasladar Ferdydurke a nuestro idioma, su autor volvió a
sintonizarse con la literatura luego de una crisis que se había extendido
demasíado, comenzando de ahí en más la escritura de sus novelas mayores, como
Pornografía, Transatlántico y Cosmos. Por otra parte, esa edición de Ferdydurke
–con el prólogo, casi clarividente, de Ernesto Sábato– marcó el inicio del lento
camino hacia el reconocimiento mundial.
DE SUR DE VARSOVIA A AVENIDA DE MAYO
El escritor tenía treinta y cinco
años cumplidos y una trayectoria literaria en su país cuando, en 1939, aceptó la
invitación a participar en el viaje inaugural de un transatlántico con destino a
la lejana Buenos Aires. Desembarcó el mes de agosto de ese año crucial, y pensó
que iba a pasar allí un par de meses a lo sumo.
La invasíón de Alemania a Polonia, ocurrida en septiembre, volvió permanente su
estadía, resignándose a esperar el final de la contienda. Pero mucho antes de
que llegara la paz, Gombrowicz había sido encandilado y atrapado por los
laberintos de esa ciudad extraña, con aires de Paris, pero también caracterizada
por cierto aliento vital telúrico vinculado a lo nuevo, lo primigenio, lo
original.
No lo deslumbraron los brillos europeizantes del grupo intelectual más
prestigioso, que era el que rodeaba a Victoria Ocampo y la revista Sur, al punto
que luego de algunos fugaces y controvertidos contactos con algunas de sus
figuras notorias, se automarginó por el resto de las dos décadas y media que iba
a permanecer en Buenos Aires. Sí lo deslumbró el potencial de juventud del país,
y más que nada los jóvenes en concreto –nada ilustrados, algunos recién llegados
del interior– con los que alternaba ambiguamente en las inmediaciones de la
Estación Retiro. De alguna forma encontró en la pujante Buenos Aires en
crecimiento de los primeros años cuarenta la confirmación de la filosofía
planteada en Ferdydurke, donde quiebra una lanza en favor de la inmadurez en
cuanto energía base de toda creatividad, contrapuesta al mundo adulto que
vinculaba a lo rutinario y poco estimulante. El dionisiaco Witoldo se encontró
en su elemento relacionándose con esos oscuros muchachos (en un doble sentido:
por el color de la piel y por lo anónimos) en bares y cantinas del "bajo"
bonaerense.
La
otra parte de su vida, la diurna, se desplegaba en las confiterías Rex y La
Fragata de la calle Corrientes, y también en el clásico Café Tortoni de Avenida
de Mayo. En esos salones algo anticuados y solemnes encontró más calidez que en
los hoteles y pensiones donde se vio obligado a habitar durante los primeros
años de su residencia porteña. Allí reflexionaba, a veces escribía, mantenía
conversaciones sin mayor compromiso y, sobre todo, jugaba al ajedrez. El "juego
ciencia" iba a ser su pasíón constante.
UN CORPUS LITERARIO BURILADO EN EL SILENCIO
Gombrowicz sobrevivió pobremente,
manteniéndose gracias a colaboraciones en periódicos y revistas. Recién en 1947
accedió a un empleo más seguro como funcionario del Banco Polaco. Allí se
mantuvo casi una década, hasta que renunció en 1956. Luego, gracias a la
indemnización recibida, a inversiones que había logrado hacer, a una beca más
bien política (proveniente de una organización anticomunista) y a algunos
derechos de autor que ya comenzaba a cobrar, logró vivir con cierto desahogo, y
sobre todo con el tiempo y la tranquilidad necesarias para concentrarse en su
obra.
¿Cómo fueron los largos años del
escritor polaco en Buenos Aires? Su hogar estuvo en los cafés durante las
décadas del cuarenta y cincuenta, cuando la capital argentina era una ciudad
donde los mismos se multiplicaban. Aparte de los sitios antes nombrados, que
fueron de alguna forma sus espacios más habituales, solía recorrer otros
lugares, como Los 36 billares, penumbroso café de Avenida de Mayo cercano a la
plaza Lorea, o La Academia, de Callao casi Corrientes. Ambos recintos
caracterizados por una similar estructura espacial: un primer salón con mesas de
mármol y cómodos butacones; otro dedicado al juego de dados, y al fondo mesas de
billares.
Por sobre todas las cosas era un
gran conversador, siempre interesante y polémico, irónico y punzante, que
naturalmente atraía a otros contertulios, sobre todo a aquellos más sensibles e
inquietos.
Mientras tanto, en silencio y sin apremios editoriales iba elaborando su obra.
Transatlántico es de 1953. Cosmos surgirá unos años después, en la primera
temporada pasada por el escritor en Tandil, un pueblo de la Provincia de Buenos
Aires que quedará unido indisolublemente al mito de Gombrowicz en la Argentina.
Vale aclarar que el proceso de escritura de esta novela fue largo, al punto que
aparecerá en 1965, cuando el autor ya está establecido en Francia, luego de
ganar el Premio Formentor. Uno de sus textos hoy más leídos y comentados, el
Diario, comenzó a publicarse por aquellos tiempos en la revista Kultura, vocero
de emigrados polacos, donde apareció además su tercera novela, La seducción. En
Buenos Aires se editará también su obra teatral El casamiento, que más adelante
–en 1964– el gran director argentino Jorge Lavelli llevará a escena con gran
suceso en Paris.
Otro aporte de la gran ciudad platense al universo literario gombrowiciano tuvo
que ver con un título. Su libro de cuentos, que reúne relatos cortos escritos en
Polonia entre los años 1927 y 1928, titulado originalmente Memorias del tiempo
de la inmadurez, fue cambiado luego por el aparentemente enigmático Bakakai.
Este es, apenas, la leve deformación de la calle Bacacay del característico
barrio porteño de Flores, por muchos motivos cercano al autor.
EL GRUPO DE TANDIL
Los jóvenes se le acercaban. No
solamente aquellos, míticos, de sus originales andanzas dionisíacas por los
bares y entorno de la Estación Retiro, sino además los que tenían pretensiones
literarias. Fue el caso de Juan Carlos Gómez, a quien llamaba con el apelativo
Goma, quien formaba parte de sus mesas de las confiterías Rex y La Fragata. Goma
mantuvo correspondencia con Gombrowicz luego que éste aprovechara una beca en
Berlín para saltar a Europa, en 1963; ese intercambio se extendería casi hasta
la muerte del escritor, en 1969. Las cartas del polaco a Goma fueron publicadas
por éste recientemente, bajo el título Cartas a un amigo argentino.
Otros de sus jóvenes amigos,
entonces aspirantes a las letras, fueron Alejandro Russovich y Miguel Grimberg.
Ambos, junto al antes mencionado, formaron parte –en los años cincuenta– de la
segunda generación de "ferdydurkistas" fervorosos. La primera fue la que se
complotó con el autor para la traducción de su novela. Pero habrá todavía una
tercera, vinculada a Tandil.
Reconstruyendo a Gombrowicz, Suplemento Radar,
Página/12, 8 de junio 2008
Lo primero que hizo Witoldo al
llegar allí por primera vez, fue visitar la municipalidad y preguntar si había
en la ciudad alguien inteligente... Los funcionarios, desconcertados, lo
conectaron con un grupo teatral. Allí encontraría al jovencísimo Jorge di Paola,
a quien apodó Dipi, uno de sus fieles de ahí en más que a partir de los setenta
iba a desarrollar una interesante peripecia como narrador. Di Paola, Mariano
Betelú y Jorge Vilela, iban a rodear al "viejo" –así lo llamaban– en sus
frecuentes visitas a Tandil. Ese hombre, que bordeaba los cincuenta años, fue
para estos veinteañeros provincianos un auténtico maestro socrático, con el que
tanto podían hablar de la vida en Tandil como analizar el estado literario y
cultural de la Argentina, o abordar temas metafísicos o filosóficos.
Estos jóvenes, los de Buenos Aires y
los de Tandil, siempre tuvieron claro el privilegio que implicaba compartir las
horas con un gran escritor. Y esa convicción la tuvieron (y mantuvieron)
bastante tiempo antes de que, desde Francia, lo redescubrieran y comenzara su
renombre mundial, iniciada ya la década del sesenta.
EL EXTRAÑO SALUDO A BORGES
No deja de pertenecer a la dimensión
de lo anecdótico, pero ilustra bien una auténtica contraposición literaria y
cultural. De vez en cuando, en sus diarias andanzas por el centro porteño a
través de los años, el polaco solía cruzarse con Jorge Luis Borges, por entonces
un escritor de enorme prestigio nacional e internacional, pero todavía "de
culto" y lejos de la fama que iba a alcanzar más tarde. Borges, que aún no
estaba ciego, nunca lo reconocía. En cada encuentro Witoldo le gritaba desde
lejos, a veces desde la acera de enfrente: "¡Hey Borges, acá Gombrowicz!"
Corrían todavía los años cuarenta cuando Carlos Mastronardi se animó a
presentarlo en una cena en casa de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares,
matrimonio de escritores que encarnaba la conjunción del prestigio intelectual y
social. Borges, gran amigo de ellos, también participaba de la velada, y fue esa
la única oportunidad en que estuvieron juntos con posibilidad de dialogar y
conocerse. Si bien el autor de Ferdydurke se mostró discreto y sociable, la
impresión que dejó en el prestigioso trío fue que se trataba "de una especie de
anarquista algo turbio y de segunda mano".
LA DÁRSENA Y EL ÚLTIMO CAFÉ
Sobre la juventud
En el final de su último verano en
el Río de la Plata, retirado en una playa de Uruguay y dándole los últimos
toques a su novela Cosmos, recibió una invitación de la Fundación Ford para una
estadía de un año en Berlín. La misma se traspapeló en los laberintos del correo
y llegó tarde a sus manos. Y cuando pensaba que la posibilidad de transitar el
camino contrario al de su viaje del año ’39 –tantas veces rumiada en años
anteriores, al compás del aumento de su fama europea– se había evaporado, llegó
la noticia que la invitación y la beca seguían en pie.
En pocos días Gombrowicz vendió sus pertenencias y arregló sus asuntos en Buenos
Aires. Y a pesar de las dudas y conflictos interiores en relación al viaje que,
de acuerdo con el testimonio de su Diario, lo iban a asediar incluso durante el
cruce oceánico, se dispuso a quemar las naves (esta vez de manera deliberada).
Los últimos momentos en la Reina del Plata los pasó en un café cercano a la
dársena, rodeado de sus más fieles amigos, mirando el muelle y la placidez del
agua portuaria. Luego, ya instalado en cubierta y contemplando a lo lejos el
perfil de Buenos Aires alejándose implacablemente, en un episodio de auténtica
cepa "ferdydurkeana" el escritor se dio cuenta de que había perdido los 250
dólares, único dinero que tenía para gastos hasta llegar a destino.
Un telegrama de auxilio a sus contactos europeos solucionó el problema a su
llegada a Cannes, donde daría comienzo otra historia: la de la etapa
consagratoria de Witold Gombrowicz, muy distinta que ese largo y paradójico
período bonaerense que resultó a la postre el marco apropiado para la
decantación de un corpus narrativo que ocupa un lugar de privilegio en la
literatura del siglo XX.
El 28 de agosto de 1947, Witold Gombrowicz dio una conferencia en Buenos Aires
que nos puede servir de base para discutir algunas características de lo que
llamamos "el espacio del lector". La conferencia es ahora un texto célebre,
"Contra los poetas", y Gombrowicz la incluyó, años después, como apéndice en su
Diario .
Gombrowicz era un completo desconocido en aquel entonces. Vivía, pobremente, en
oscuras piezas de pensión. Había llegado a la Argentina casi por casualidad, en
1939, y lo sorprendió la guerra y ya no se fue. En verdad, los años de
Gombrowicz en la Argentina son una alegoría del artista tan extraña como la
alegoría de los manuscritos salvados de Kafka. Luego de unos primeros meses
dificilísimos, de los que casi no se sabe nada, Gombrowicz va entrando de a poco
en circulación en Buenos Aires. Su centro de operaciones es la confitería Rex,
en lo alto de un cine, en la calle Corrientes, donde juega al ajedrez y va
ganando un grupo de iniciados y de adeptos, entre ellos al poeta Carlos
Mastronardi y al gran Virgilio Piñera. Ha empezado a anunciar a quienes puedan
oírlo que es un escritor del nivel de Kafka, pero, por supuesto, todo el mundo
piensa que es un farsante: nadie lo conoce, nadie lo leyó. Además sostiene que
es un conde, que su familia es aristocrática, aunque vive en la indigencia.
Borges, con su malicia habitual, lo cristalizará, años después, con esta imagen:
A ese hombre, Gombrowicz, lo vi una sola vez. El vivía muy modestamente y tenía
que compartir la pieza, una azotea, con otras tres personas y entre ellas tenían
que repartirse la limpieza del cubículo. El les hizo creer que era conde y
utilizó el siguiente argumento: los condes somos muy sucios, con esa argucia
consiguió que los demás limpiaran por él.
Entonces, en 1947 Gombrowicz sale a la superficie. Estaba por ahogarse, pero
logra salir a flote, aunque volvió a hundirse varias veces después. Ese año
aparece la traducción al castellano de Ferdydurke , y se publica, también en
español, su obra de teatro El matrimonio . Pero, como sabemos, esas obras no
tienen la menor repercusión. Son pequeñas ediciones que nadie lee, aunque
quienes las leen nunca lo olvidan. La conferencia está ligada a la aparición de
esos textos. Es un intento de hacerse ver, el inicio de una campaña de larga
duración. Cualquiera que lee los testimonios o la correspondencia de esos años,
lo ve a Gombrowicz intrigando y armando redes y conspiraciones microscópicas.
Redes de amigos, de jóvenes, que intentan dar a conocer su obra.
Cómo llegó a dar esa conferencia, quién la organizó, cuántos asistieron, es algo
que no sabemos bien. Solo sabemos que fue en la librería Fray Mocho, en la calle
Sarmiento, casi Callao, en el centro de Buenos Aires. Una librería pequeña, muy
buena. Se trataba de un lugar ajeno a los circuitos prestigiosos de las
conferencias de aquellos años, como el Colegio Libre de Estudios Superiores,
donde Borges empezó a dictar sus conferencias en 1946, o el Centro de Amigos del
Arte, donde Ortega y Gasset daba sus multitudinarias conferencias en esa época.
“Llegó una nueva nave de bandera polaca: El Chrobry”
Conduce a un calificado grupo de figuras de esa nacionalidad y turistas Luciendo
un vistoso empavesado, y a los acordes de los himnos nacional y polaco, tendió
sus amarras ayer a las 11, aproximadamente, en el desembarcadero de la Dársena
Norte, la flamante motonave Chrobry, de la Gdynia America Line, poniendo término
a su viaje inaugural. [...] Entre los viajeros que llegaron en el Chrobry se
encontraba el Sr. Ladislao Mazurkiewicz, ex enviado extraordinario y ministro
plenipotenciario de Polonia en Buenos Aries y su esposa, Da. Nieves Ramos
Montero; el senador Jan Remblelinski; los escritores Bohdan Pawlowicz; Witold
Gombrowicz y Czeslaw Strazewicz; el oficial de prensa D. L. Kollupallo; el
doctor Ernesto Lebreton y su esposa, quienes regresan de Río de Janeiro; D. J.
J. Taleb, un grupo de turistas, y otras personas. [...] Witol [sic] Gombrowicz
es un humorista moderno, de vasta cultura. Acaba de tener un éxito de resonancia
con un folleto titulado “Ferdydurke”. En puridad de verdad, la conversación que
mantuvimos con estos tres hombres de letras versó sobre el tema de angustiosa
actualidad. Había avidez por obtener noticias sobre la situación europea, y si
bien es cierto que ninguno de los tres cree en la inminencia de una guerra, no
desechan la idea de que esta estalle en la primavera próxima.”
[Artículo de La Nación el 21 de agosto de 1939, citado por Rita Gombrowicz en
Gombrowicz en Argentina, edición 2004,
descargar adelanto]
El 28 de agosto de 1947, entonces.
Las siete de la tarde, esa es la hora de las conferencias, la hora del
crepúsculo. Pleno invierno en Buenos Aires. Gente con sobretodo, con abrigos,
mujeres con tapados de piel quizá. Gombrowicz con su impermeable gris y su
sombrero, el conde como pordiosero elegante.
Hay un primer dato que nos interesa especialmente. Gombrowicz da esa conferencia
en castellano, en ese castellano áspero, de gramática incierta, que hablará
siempre. No da la conferencia en francés, lengua que conocía y hablaba
fluidamente, como era habitual en Buenos Aires. Victoria Ocampo daba sus
conferencias en francés, y también lo hacía, con gran éxito, Roger Caillois,
otro europeo en Buenos Aires. Una conferencia dicha en castellano, entonces, por
un escritor polaco desconocido, en una oscura librería de Buenos Aires.
El castellano de Gombrowicz es el idioma de la desposesión. Nada que ver con el
inglés de Nabokov, aprendido de chico con las institutrices inglesas. Gombrowicz
aprende el castellano en Retiro, en los bares del puerto, con los muchachos, con
los obreros, los marineros que frecuentaba; una lengua que está cerca de la
circulación sexual y del intercambio con desconocidos. Retiro, con ese nombre
tan significativo, es la zona del Bajo, del llamado Paseo de Julio, la zona por
donde va a vagar Emma Zunz, la Recova, los bares de mala vida, los
piringundines. El español aparece ligado a los espacios secretos y a ciertas
formas bajas de la vida social.
Desde luego, Gombrowicz lo vive como una iniciación cultural, como una
contraeducación. "Me bastaba con unirme espiritualmente por un momento con
Retiro para que el lenguaje de la Cultura empezara a sonarme falso y vacío",
escribe. Y de eso trata la conferencia: una crítica al lenguaje estereotipado,
cristalizado en la poesía. Una crítica a la sociabilidad implícita en esos
lenguajes falsamente cultivados.
Por su lado, Gombrowicz elige la inferioridad, la carencia, como condición de la
enunciación. Y a eso se refiere de entrada en la conferencia. Cito la versión
original conservada por Nicolás Espino, que no aparece luego en la edición del
texto en su Diario :
Sería más razonable de mi parte no meterme en temas drásticos porque me
encuentro en desventaja. Soy un forastero totalmente desconocido, carezco de
autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que apenas sabe hablar. No
puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas ni finas, pero ¿quién
sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la salud? A veces me
gustaría mandar a todos los escritores al extranjero, fuera de su propio idioma
y fuera de todo ornamento y filigrana verbales para comprobar qué quedará de
ellos entonces.
El escritor siempre habla en una lengua extranjera, decía Proust, y sobre esa
frase Deleuze ha construido su admirable teoría de la literatura menor referida
al alemán de Kafka. Pero la posición Gombrowicz me parece más tajante. Lo
inferior, lo inmaduro, se cristaliza en esa lengua en la que se ve obligado a
hablar como un niño. Desde su primer libro, los cuentos que llamó Memoria de la
inmadurez ,Gombrowicz se colocó en esa posición. Y la inmadurez será el centro
de Ferdydurke : el adulto que a los treinta años debe volver a la escuela,
infantilizado.
Pero ¿una lengua menor para decir qué? Quizá, como escribe Gombrowicz el 30 de
octubre de 1966 en su Diario , viviendo ya en Europa como un escritor
consagrado, "el escándalo es que no tenemos todavía una lengua para expresar
nuestra ignorancia". En Buenos Aires ha encontrado ese lenguaje. La lengua como
expresión de una forma de vida. La pobreza de la lengua duplica la falta de
dinero, la precariedad en la que vive. El conde como pordiosero es simétrico del
gran estilista que no sabe hablar. La desposesión como condición de la gran
literatura. La opción Beckett, Céline, Néstor Sánchez; el escritor como clochard
, el escritor que balbucea.
De Varsovia a San Telmo
Gombrowicz está siempre cerca de la afasia. Mejor sería decir, Gombrowicz
trabaja sobre la afasia como condición del estilo. El afásico es un infante
crónico. Estamos otra vez en Ferdydurke .
Gombrowicz hace de la inferioridad, del anonimato, de la carencia, una ventajay
una posibilidad. No sé hablar, hablo como un chico y me refiero por eso a la más
alta expresión del lenguaje: la poesía. Y sé lo que digo porque soy un gran
artista.
Segunda cuestión, el castellano como lengua perdida de la cultura. El castellano
como una lengua menor en la circulación cultural a mediados del siglo XX (y no
solo del siglo XX). Circuitos débiles de la influencia y la difusión literarias.
Gombrowicz tiene muy claros los efectos retrasados, la marcha lenta. Y a la vez
los desvíos. Y las sorpresas. Porque Gombrowicz tiene mucho que agradecerle al
castellano.
En principio, a la lectura de Ferdydurke que hace François Bondy, el director de
la revista Preuves , el primer gran difusor de Gombrowicz en Francia. "En 1952
leí Ferdydurke en español", ha contado Bondy. Fue a partir de esa lectura que se
interesó por él y lo hizo traducir al francés. Una lectura que le va a cambiar
la vida a Gombrowicz. Porque Bondy es quien le consigue la invitación a Berlín
en 1963, que va a permitir el regreso de Gombrowicz a Europa y su triunfo final.
Cómo le llegó a Bondy ese libro en español es una intriga. Un ejemplar de
Ferdydurke en castellano, editado en Buenos Aires, llega a París. Cuando
Gombrowicz conoce personalmente a Bondy en 1960 en Buenos Aires, durante un
congreso del PEN Club, lo primero que quiere saber es en qué circunstancias ha
llegado a leer Ferdydurke en castellano.
Los libros recorren grandes distancias.Hay una cuestión geográfica en la
circulación de la literatura, una cuestión de mapas y de fronteras, de ciertas
rutas que lleva tiempo recorrer. Y quizá algo de la calidad de los textos tiene
que ver con esa lentitud para llegar a destino. Por ejemplo, la conferencia de
Gombrowicz es contemporánea del texto de Sartre ¿Qué es la literatura ? Los dos
son de 1947. Los dos se plantean la misma pregunta y sus respuestas son
simétricas y antagónicas. Y los dos tienen en común ser panfletos contra el arte
(contra cierta noción espiritualizada del arte y contra su ilusión de
autonomía). Y podemos decir que la conferencia de Gombrowicz, como síntesis de
su poética, tiene hoy tanta (o mayor) influencia que la intervención de Sartre.
(Y sería interesante comparar las dos concepciones de la poesía que están en
juego en esos textos, porque para Sartre la poesía no se puede comprometer.)
Lenguas, tiempos, espacios. Puntos ciegos de la lógica literaria, inversiones.
Del polaco al francés pasando por el español: otro circuito de difusión. Habría
que hacer una historia de la lengua española y de las circulaciones culturales.
El castellano no suele estar en esa red, pero Gombrowicz lo pone en una red
central.
Por eso la conferencia en castellano dicha por Gombrowicz en Buenos Aires debe
ser vista como un gran acontecimiento, casi invisible pero extraordinario. Uno
de los grandes acontecimientos de nuestra historia cultural. Un gran paso
adelante en la historia de la crítica literaria.
Y para seguir con la relación de Gombrowicz con el castellano hay otra escena
que me gustaría recordar. Es otra vez una escena lateral, menor, que sin embargo
condensa redes múltiples de la cultura argentina, y no solo de la cultura
argentina.
En 1960, Gombrowicz tiene una entrevista con Jacobo Muchnik, uno de los grandes
editores en la Argentina, el director de Fabril Editora, que publicó lo más
interesante de la literatura europea y norteamericana de esos años, como El
cazador oculto de Salinger o La modificación de Butor y también El astillero de
Onetti. Entonces, por recomendación de Ernesto Sabato, que iba a publicar Sobre
héroes y tumbas en esa editora, Muchnik recibe a Gombrowicz y le propone
publicar Ferdydurke , que no se había reeditado desde 1947, en Los Libros del
Mirasol, una de las primeras colecciones de libros de bolsillo en América
latina, una colección popular muy buena, donde entre otras cosas habían
aparecido El sonido y la furia de Faulkner y El largo de adiós de Chandler.
Muchnik, que cuenta esta historia con mucha sinceridad en sus recuerdos de
Gombrowicz, le propone hacer una edición de 10.000 ejemplares y le ofrece como
anticipo un tercio de los derechos. "Eso es lo de menos", le contesta
Gombrowicz. "Yo estoy dispuesto a autorizarle esa edición, si usted se
compromete a editar otro libro muy importante que estoy escribiendo. Ustedes me
hacen un contrato de edición del Diario argentino , y yo les autorizo a editar
Ferdydurke ." Muchnik le responde que no puede comprometerse sin haber leído el
libro. Y entonces, cuenta Muchnik, "sin quitarme los ojos de encima, Gombrowicz
se llevó las manos al bolsillo del saco, extrajo un par de páginas escritas a
máquina y me las alcanzó por encima de mi escritorio". Muchnik le sugiere que se
las deje para leer. "No", insiste cortante Gombrowicz. "Dos páginas se leen en
un momento, léalas ahora, yo espero." Entonces Muchnik se pone a leer, con
Gombrowicz delante, "y ese texto", dice Muchnik, "me atrapó desde la primera
frase. Pero cuando terminé de leerlo le dije, bueno, es extraordinario, pero no
puedo comprometerme a publicarlo sin conocer todo el libro. Gombrowicz no me
respondió, se puso de pie. Por encima del escritorio me quitó sus dos hojas,
murmuró algo que no sé si fue un insulto o un saludo de despedida, y sin más
giró sobre sus talones y se fue". Prefirió no reeditar Ferdydurke , no recibir
el dinero del anticipo que seguro necesitaba porque quería ver publicado el
Diario argentino . Y están esas dos páginas escritas en castellano. Un pequeño
enigma: ¿qué páginas eran esas, quién las había traducido?, ¿Gombrowicz las
escribió directamente en castellano?
Algo de la ética de nuestra literatura está en esa escena. Y algo que nos
incumbe a todos nosotros y a nuestra tradición literaria está en la historia de
la relación de Gombrowicz con la lengua argentina.
Partí hacia la Argentina un mes antes
de que estallara la guerra y allí permanecí los siguientes veintitrés años. Todo
sucedió por casualidad. ¿Casualidad?. Un día en el café Zodiac, en Varsovia,
conocí a un escritor de mi edad, Czeslaw Straszewicz. Me dijo: 'Viajo a
Sudamérica.' '¿Cómo?' 'En un mes el nuevo vapor trans-atlántico polaco Chorbry
sale para Buenos Aires. Su viaje inaugural. Fui invitado como escritor, para
escribir algunas columnas para los diarios.' '¿Te parece que me invitarían
también a mí?' 'Puedes probar. Voy a mencionar tu nombre. Quién sabe, quizás
funcione. La travesía sería más divertida si somos dos.'
Funcionó. A veces leo en los diarios que fui a la Argentina para escapar de la
guerra. ¡Para nada!. Me preparé para el viaje sin pensar demasíado, y fue sólo
por casualidad (¿casualidad?) que no permanecí en Polonia.
El día antes de partir tenía todo preparado, mis papeles en orden, y pasé por el
café. 'Tienes el permiso de las autoridades militares, ¿no?' dijo uno. 'Tengo mi
pasaporte. Presenté todos los certificados militares que tenía, de otro modo no
lo hubiese obtenido.' '¡Con eso no alcanza!' Necesitas un permiso especial de
las autoridades militares. Es sólo un formalismo, pero no te dejarán subir al
barco sin él.'
Miré mi reloj. Las siete menos veinte. Las oficinas del ejército cierran a las
siete. Me metí en un taxi y corrí al cuarto piso. Demasíado tarde. Las puertas
estaban cerradas. Habían pasado tres minutos después de las siete. Golpeé de
todos modos. Apareció el portero. 'La oficina está cerrada. Por favor acabe con
ese ruido'.
La puerta se cerró una vez más. ¡Adiós, América!. Comencé a bajar las escaleras
apesadumbrado: de repente, abajo, un barullo terrible. Era el equipo de fútbol
que partía a jugar un match internacional en Dinamarca. También habían llegado
tarde. Golpeamos la puerta de nuevo. Esta vez el portero nos dejó entrar, y como
favor especial nos sellaron los permisos. Ya lo ven, mis veintitrés años en
Argentina dependieron de unos minutos...
Cómo habrá sido este asunto de partir... fue como si una gigantesca mano me
hubiese tomado del cuello de la camisa para sacarme de Polonia y arrojarme en
esta tierra perdida en el medio del océano –perdida pero europea... apenas un
mes antes de la guerra. Me pregunto porqué aquella mano no me puso en Europa
occidental. Porque, supongo, hubiese terminado en París. Si no hubiera dejado
Europa hubiese vivido en París después de la guerra, casi con seguridad. Pero la
mano no pareció quererlo así porque, a la larga, París me hubiese convertido en
un parisino. Y sentía el deber de ser anti-parisino. Es que, por esos tiempos,
no estaba lo suficientemente inmunizado. Mi destino era pasar muchos más, largos
años en los bordes de Europa, lejos de sus capitales, y lejos de sus aparatos
literarios, escribiendo, como dicen hoy en Polonia, 'para los cajones de
escritorio'. Miren el mapa. Sería difícil elegir mejor lugar que Buenos Aires.
La Argentina es un país europeo. Uno siente allí la presencia de Europa, aun más
fuertemente que en la propia Europa, pero al mismo tiempo uno está fuera de
Europa –y además, en aquel país ganadero, no se aprecia la literatura.
Magia. Una casi preconcebida forma de vida. Cuanto más nos alejamos de la Forma,
más nos sometemos a su poder. Misteriosas contradicciones, contrastes...
Desembarcamos en
Buenos Aires el 22 de agosto (el 2 es mi número) de 1939 (la suma de los dígitos
es también 22) después de un tranquilo cruce que duró tres semanas. La situación
internacional parecía mejorar. Pero el día siguiente a nuestro arribo los
telegramas de Moscú y Berlín anunciando el pacto Nazi-Soviético cayeron en el
mundo como un rayo. ¡Guerra! Una semana después las primeras bombas alemanas
caían en Varsovia.
Todavía vivía en el barco con mi amigo Straszewicz. Cuando escuchó que se había
declarado la guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra (no había ya
discusión alguna sobre si volver a Polonia). Straszewicz y yo tuvimos un concejo
de guerra. Él optó por Inglaterra. Yo permanecí en la Argentina.
En mi novela Trans-Atlántico recapitulé estos incidentes y me pinté en el papel
de desertor. Pero no hubo una cuestión de deserción, puesto que Polonia había
sido separada ya del resto del mundo. Me presenté inmediatamente ante la
Embajada Polaca en Buenos Aires apenas dejé el barco. Más tarde, cuando un
ejército polaco se estaba formando en Inglaterra, aparecí desnudo frente a la
comisión de reclutamiento en la Embajada. En pocas palabras, a nivel oficial,
todo estaba en orden. Si aparezco como un desertor en Trans-Atlántico es porque,
moralmente, era un desertor. Estaba angustiado, desesperado, pero al mismo
tiempo complacido de encontrarme milagrosamente protegido detrás del océano.
Portada de la revista polaca Kultura (1947) donde
escribía Gombrowicz.
Escribí algo sobre
mis primeros años en la Argentina en mi diario (volumen 1, capítulo 7).
Doscientos dólares, toda mi fortuna, me duraron casi seis meses. La Argentina
era increíblemente barata. Viví en hoteles de tercera categoría. Algunos polacos
me ayudaron y empecé a escribir un poco para los periódicos –más que nada series
de notas bajo seudónimo. Por algún tiempo nuestra Embajada me dio un modesto
subsidio. Pero eso no era suficiente; no sabía cómo sobreviviría el mes
siguiente, y tuve que tomar prestados unos pesos para comer. Así siguió todo, a
veces mejor, a veces peor, de acuerdo a las circunstancias, hasta 1947, para
luego trabajar los siguientes siete años en el Banco Polaco. Fue muchísimo más
aburrido. Pero el amargo, trágico, poético sabor de los primeros años dejó su
marca en mí.
Apenas si puedo hablar de mis primeras experiencias en la Argentina, pero no
puedo dejarlas afuera. Viví, como dije, en los hoteles más baratos, hasta en
conventillos. ¡Yo, el Sr. Gombrowicz, me sumergí en la degradación con pasíón!
Luego, repentinamente, rejuvenecí, moral y físicamente. En las calles la gente
me llamaba joven, como si no tuviera treinta y cinco años. Nunca fui tan poeta
como entonces, en aquellas calurosas calles abarrotadas de gente, completamente
perdido (perdido en el gentío, y perdido también en cuanto a mi destino).
Enjambres de gente, multitudes, luces, barullo ensordecedor, olores y mi pobreza
era mi alegría; mi caída fue mi nuevo contrato de vida. Me dejé arrastrar sin
hesitar, desprejuiciado, en esta Babel de lenguajes. Formé parte de ella. Y mis
conocidos circunstanciales, con quienes trabé amistad con sorprendente facilidad
(descubrí esta neutralidad en mí, el mí artificial, y se apareció como el más
preciado tesoro, una piedad, un respiro, una liberación), me ayudaron como
pudieron. Un día, caminando por la calle Corrientes, fijé mi mirada, prolongada,
en una vidriera (¡Qué honor para el Sr. Gombrowicz!). Le dije al muchacho que
estaba conmigo que tenía hambre. (¡Qué honor!) 'No te preocupes', dijo. 'Tengo
un muerto. Habrá suficiente para los dos.' Tomamos un tranvía y fuimos a los
suburbios, a una casa en un barrio proletario donde, efectivamente, un hombre
muerto yacía en su ataúd. No sé de qué nacionalidad sería, pero estaba cubierto
de flores. Y su familia, amigos y conocidos aceptaban su partida en un silencio
macabro. Después de decir nuestras oraciones pasamos al cuarto contiguo donde
había un buffet para los participantes –¡sandwiches y vino!. Mientras comíamos
mi amigo me dijo que por lo general buscaba muertos en aquel barrio, y que la
mejor manera de obtener las direcciones era preguntando al sacristán.
Este 'cadavérico' repaso, este joven y elegante consumo de un muerto, parece
simbolizar ahora aquel periodo. Un festín cadavérico devorado con juvenil
voracidad al que, a mi edad, no tenía más derecho. Después de todo, mi
naturaleza no era otra que la diversión y los juegos –pero los más sublimes,
gloriosos juegos que pudiera jugar conmigo mismo. Gracias a este paradójico
gusto por la descomposición que descubrí en mí, sobreviví triunfalmente la
guerra y la pobreza. Y hoy no siento remordimiento por haber usado mi derrota,
mi desgracia o la de mi familia –o, de hecho, la de la mitad del mundo– como
puente hacia un amargo, condenado regocijo. No, tenía derecho a hacerlo. Pero
mantuve cierta prudencia burguesa y nunca me dejé entreverar en actividades más
peligrosas. La cana me llevó en varias ocasiones, pero nunca por mucho tiempo, y
casi siempre por culpa de mis amigos y no por crímenes que yo haya cometido.
Y he aquí otro recuerdo, que también resulta simbólico: en Marzo de 1942 el
dueño de mi hotel comenzó a insistir demasíado enérgicamente por los seis meses
atrasados que le debía, así que debí mudarme. Una noche dejé el hotel y mi
vecino, Don Alfredo, generosamente me alcanzó las bolsas por la ventana. Me las
llevé a un café, me senté en una mesa y no supe qué hacer. Mi crédito se había
acabado. De pronto oigo: '¿Tú aquí?' Era un polaco, un periodista llamado
Taworski que había vivido en la Argentina muchos años.
Le conté lo que me había pasado. 'Sabes,' replicó, 'Ahora tengo unos socios y
alquilamos un chalet cerca de Buenos Aires, en Morón, para poner una pequeña
fábrica textil. Puedes vivir allí.' El chalet no estaba mal –cinco habitaciones
con vista al jardín, aunque casi completamente desamueblado. Taworski dormía en
una cama y yo sobre una parva de diarios. Desde que llegué me avisó
misteriosamente: 'Si entra alguien, ya sea por la ventana o de noche, por el
amor de Dios no te muevas. No delates signo de vida alguno.'
Pasé unas cuantas noches tranquilas sobre mi parva de diarios. Después, una
noche, a eso de las tres de la mañana, unos ruidos me despertaron y vi dos tipos
grandotes que estaban desenroscando las bombitas de luz y removiendo los
fusibles. No me moví. Desaparecieron. Resultó que eran los socios de Taworski,
que no podían deshacerse de él y que trataban de hacerle todo tipo de
jugarretas. Taworski, que tenía por su cuenta sentencia de prisión en suspenso
por alguna pequeña travesura, no se atrevía a protestar, y los tipos lo sabían.
Así que estas brutales y ebrias visitas nocturnas (por lo general estaban
borrachos), junto a nuestra imposibilidad de defendernos, tomó la calidad de un
símbolo, tan patético como significativo.
Pasé unos seis meses en el chalet, que era gradualmente desvalijado. Taworski
era la bondad en sí misma y me cuidaba como un padre. Vivíamos casi
exclusivamente a base de carne ahumada y choclo, que él cocinaba una vez a la
semana. Yo era muy popular en Morón, tanto en la pizzería de la plaza como en el
café donde jugaba billar y ajedrez. Tomaba mi diario vaso de leche y comía mi
pan al sol, sentado en el pasto, mirando la calle. En la pizzería, un mozo que
me tomó cariño me dio un un sandwiche de veinte centavos con una feta de jamón
cuatro veces más gruesa que lo usual –era casi un bife.
Y luego, de repente, en el suplemento literario de La Nación, un artículo mío
apareció en la primera página. Desde ese momento mi posición social en Morón se
iluminó. Empezaron a tratarme con consideración.
La vida no era fácil. Me mantenía por catástrofes. Mi catástrofe, la catástrofe
de Polonia, la catástrofe de Europa. Pero al mismo tiempo actuaba en otro, más
elevado nivel.
[...]
Del capítulo IV de W.Gombrowicz - "A kind of testament" (1973). Calder & Boyars,
London [traducción Ernesto Resnik]
Una carta de Argentina. La
opinión de nuestro colaborador
Juan Carlos Gómez sobre la película.
El poeta Charles Simic acaba de
publicar una nota consagratoria de Witold Gombrowicz en el prestigioso "The New
York Review of Books". El texto que aquí se reproduce destaca la filosofía
sarcástica del polaco, exiliado en la Argentina durante años, que opuso la
"inmadurez" a las convenciones y las ideologías. Luis Gusmán y Eduardo Berti
señalan las profundas huellas que dejó en este país.
Para la celebración del centenario de su nacimiento en Polonia, 2004 fue
proclamado oficialmente por el Ministerio de Cultura de su país como "El Año de
Gombrowicz" y la Universidad de Yale organizó un congreso internacional
acompañado de una exposición con materiales de Gombrowicz en los archivos de la
Biblioteca Beinecke, además de mesas redondas académicas, películas y
representaciones teatrales de sus obras. A pesar de todas estas muestras de
deferencia, de que sus libros están traducidos a más de treinta idiomas, y de un
amplio número de lectores en el exterior, en Estados Unidos, Gombrowicz es
conocido esencialmente entre los escritores. Susan Sontag y John Updike lo
consideran una figura influyente en la literatura moderna, comparable a Proust y
a Joyce. Yo no sé si eso habría agradado a Gombrowicz, que tenía una idea
totalmente distinta de la fama que quería para sí mismo. No deseaba en absoluto
que lo compararan, dijo, con el Tolstoi de Yasnaya Polyana, el Goethe de Olympus
o el Thomas Mann que relacionaba el genio con la decadencia, y no le interesaba
en absoluto el dandismo metafísico de Alfred Jarry o la maestría afectada de
Anatole France. Ni siquiera quería ser conocido como escritor polaco, sino
simplemente como Gombrowicz.
Según su propia percepción, asociarse con él resultaba siempre bastante difícil,
porque generalmente apuntaba al debate y el conflicto y llevaba adelante la
discusión de tal manera que ésta se volvía peligrosa, desagradable, incómoda e
indiscreta. No era el típico intelectual de la época en el sentido de que no era
nacionalista, ni católico, ni comunista. "Era un hombre de los cafés; me
encantaba decir cosas absurdas durante horas tomando un café negro y abandonarme
a distintos tipos de juegos psicológicos", escribe en Recuerdos polacos. También
se burlaba de la literatura. El ejercicio mental de un mozo que debe recordar
órdenes de cinco mesas sin equivocarse, caminando al mismo tiempo a toda prisa
con bandejas, botellas, platos y ensaladas, le resultaba infinitamente más arduo
que los ejercicios de un autor tratando de disponer las diferentes líneas
sutiles de sus historias. Gombrowicz decía que cada vez que encontraba alguna
mistificación, ya fuera de virtud o familia, credo o patria, se sentía tentado
de cometer un acto indecente. Definía a la cultura polaca como una flor
abrochada en el abrigo de oveja de un campesino.
Gombrowicz afirmaba que odiaba la poesía: "De todos los artistas, los poetas son
los que más caen de rodillas", dijo.
Se burlaba de todos los sistemas de pensamiento que intentan separar lo
espiritual de lo físico, lo fantástico de lo real. Su mayor orgullo como artista
no era habitar el Reino del Espíritu, sino no haber roto la relación con la
carne. Escribiendo sobre el existencialismo, diría lo siguiente: "Es imposible
asumir todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con masas
durante la merienda. Sentirse angustiado ante la nada, pero más ante el
dentista. Ser una conciencia en pantalones que conversa por teléfono. Ser una
responsabilidad, que anda de compras por la calle. Cargar con el peso de la
existencia significativa, darle sentido al mundo y dar vuelto de un billete de
diez pesos."
Los héroes de Gombrowicz no solamente están divididos entre las expectativas
sociales que les exigen comportarse según una serie de normas dadas y su
"inmadurez" (su deseo de hacer lo que se les antoja), sino que también parecen
luchar por liberarse de las convenciones literarias de los argumentos en los que
se encuentran. Como dice Gombrowicz en su autobiografía de esa época, su
propósito era introducir un nuevo tipo de intranquilidad en el lector.
Lo que más deseaba era tener un estilo singular como escritor. Su objetivo en la
vida, decía, era hacer un personaje como Hamlet o Don Quijote de un hombre
llamado Gombrowicz. Existimos como escritores, creía, para conquistar lectores,
para seducirlos, encantarlos y poseerlos, no en nombre de algún objetivo más
elevado, sino para reafirmar nuestra propia existencia.
Su primera novela, Ferdydurke, fue publicada en 1937. El enigmático título
surgió de la novela de Sinclair Lewis, Babbitt, donde un personaje menciona que
se encuentra con un tal Freddy Durkee en un restaurante. El libro de Gombrowicz
tiene algo de Rabelais y de Voltaire, la tradición de la novela cómica y el
relato filosófico. Desarrolla a fondo el mismo tema de la inmadurez y la
juventud. Un hombre de treinta y tres años recibe la visita de su viejo maestro
y es arrastrado nuevamente al colegio donde se ve reducido a ser nuevamente niño
y donde le resulta casi imposible liberarse. La narrativa se interrumpe dos
veces para incluir historias breves que tienen muy poco que ver con el
argumento, cada una con un prefacio muy gracioso que trata de clarificar,
sustanciar, racionalizar y explicar las numerosas digresiones y convencer al
lector de que el autor no se volvió loco. No muchos reseñadores entendieron la
broma. La extrema izquierda y la extrema derecha atacaron la novela. Hubo
algunas reacciones entusiastas, entre ellas la de Bruno Schulz, quien diseñó la
tapa. Vincent Girond escribe que, para Schulz, Ferdydurke demuestra con
convicción que debajo de nuestros yos "oficiales", adultos racionales,
socializados, respetables, cultos, subsisten elementos de inmadurez,
irracionalidad, anarquía, picardía, que tratan de aflorar a la superficie y,
cuando lo hacen, exponen la falta de autenticidad de las costumbres, las
creencias, las ideologías y la cultura establecidas.
La idea no es nueva, por supuesto. El antepasado literario más obvio de
Gombrowicz es el narrador anónimo de Memorias del subsuelo de Dostoievsky quien
se propone exponer su propia vileza y mezquindad y atacar el cómodo cuento de
hadas sobre los seres humanos racionales que sus contemporáneos nunca se cansan
de oír.
Gombrowicz no tenía dinero y no hablaba español. Desconocido total, era de
escaso interés para los escritores argentinos que se sentían atraídos por el
marxismo y exigían una literatura política o seguían las tendencias de los
literatos parisinos. Conoció a Borges una vez en una reunión, pero no derivó en
nada. Su relación con la numerosa colectividad polaca también era complicada.
Dependió de sus limosnas durante los años difíciles, llegando incluso a asístir
a funerales para poder aprovechar después la comida.
Al mismo tiempo, escandalizaba sin cesar sus gustos conservadores. Como señala
en su diario, ingresó por un tiempo en un medio de homosexualidad extrema y
salvaje. "Eran putos a punto de ebullición, no conocían ni un momento de
descanso, estaban en permanente búsqueda, ''destrozados por muchachos y por
perros.''" Frecuentó una parte sórdida de la ciudad en la que se encontraban el
puerto y la principal estación de trenes y donde levantaba marineros y soldados.
Cuando no estaba inmerso en sus conquistas amorosas, trataba de encontrar a
alguien que tradujera sus libros al español.
Los libros que había escrito en Polonia estaban agotados y eran desconocidos en
el exterior. Sus obras más importantes, las novelas Transatlántico (1952),
Pornografía (1960), la obra El matrimonio (1947) y el Diario (1953-1967) en tres
volúmenes, fueron escritas en Argentina y publicadas por primera vez gracias a
Kultura, la revista de emigrados polacos en París. El régimen comunista en
Polonia levantó brevemente la prohibición que pesaba sobre sus libros en 1956 y
1957, lo cual restableció su prestigio literario, pero una nueva lista negra en
1958 eliminó su obra de las librerías polacas. Finalmente, comenzaron a aparecer
las primeras traducciones de su obra al francés, seguidas por otros idiomas.
Absurdamente, las traducciones al inglés no fueron hechas en un primer momento
del polaco sino del francés, lo cual hizo que pareciera muchas veces un escritor
penosamente torpe.
No es que Gombrowicz resulte precisamente fácil de traducir. Su novela
semi-autobiográfica y satírica Transatlántico, que relata sus primeros años en
Argentina, está construida en el lenguaje extrañamente lleno de imágenes
utilizado por la nobleza polaca en el siglo XVIII. Para Stanislaw Baranczak y
otros críticos polacos eminentes, ésta es una de las obras más originales y
divertidas en su literatura, pero un lector inglés apenas puede percibirlo.
La otra novela de Gombrowicz de ese
período, Pornografía, plantea distintos tipos de problemas. La acción transcurre
en 1943, en Polonia ocupada, que Gombrowicz sólo podía imaginar por la
información que le llegaba a Argentina. Un director de teatro y un escritor de
Varsovia que visitan una propiedad rural quedan prendados de la sensualidad
púber de la hija adolescente de su anfitrión y un muchacho del lugar que ésta
conoce. Era increíble, dice el escritor, que no pasara nada entre ellos —o sea,
nada, fuera de la pornografía en su propia mente—. A espaldas de los jóvenes,
los dos hombres mayores se alían para hacer que se enamoren. Con el tiempo, los
adultos se ven obligados a matar a un importante miembro de la resistencia que
ha perdido fuerza y, de ser capturado, podría llegar a traicionar la causa.
Incapaces de cometer el crimen por propia mano, confían el asesinato al
muchacho, Frederick. Gombrowicz explica sus intenciones en la introducción al
libro:
"El héroe de la novela, Frederick, es un Cristóbal Colón que zarpa en busca de
continentes desconocidos. ¿Qué está buscando? Esa nueva belleza, esa nueva
poesía, oculta entre el adulto y el muchacho. El es el poeta de una conciencia
llevada al extremo o, por lo menos, así es como yo quería que fuera. ¡Pero qué
difícil resulta ahora entendernos! Ciertos críticos lo vieron como Satanás, ni
más ni menos, en tanto que otros, principalmente anglosajones, se contentaron
con una definición más trivial —un voyeur."
Esto no me resulta convincente. Por una vez, Gombrowicz no parece captar en su
totalidad lo que implica su historia. Pornografía no es una ópera cómica —
aunque por momentos trate de serlo. La realidad sanguinaria de Polonia durante
la guerra imprime una cualidad sombría aun a sus momentos más livianos. Hay
locura y violencia en el aire. "Soy Cristo crucificado en una cruz de dieciséis
años", dice Frederick. Pornografía es en definitiva una novela poco plausible
con muchas páginas de buena escritura. La descripción del oficio religioso en
una iglesia de pueblo al comienzo es de una gran contundencia, y lo mismo sucede
con algunas otras escenas del libro. En el templo, Frederick, un no creyente
para quien la iglesia era "el peor lugar del mundo", de todos modos se pone de
rodillas y reza, para él "un acto negativo, el acto mismo de la negación".
Los tres volúmenes del Diario de Gombrowicz son una de las obras literarias
indispensables del siglo pasado. Polémicos, ingeniosos, inmensamente
entretenidos, auténticamente conmovedores, y a menudo profundos, los diarios
son, en opinión de lectores como Czeslaw Milosz, el mayor logro de Gombrowicz. A
diferencia de sus novelas, que en su fijación en la juventud tienden a ser
repetitivas, los diarios abordan una amplia gama de temas. Si le daban la
posibilidad de elegir, decía Gombrowicz, prefería mirar a pensar —y de hecho,
eso es lo que hace habitualmente en el diario—, primero mira y después piensa.
Al encontrarse con soldados marchando que interrumpían el paseo dominical de los
ciudadanos locales en una pequeña localidad provinciana de Argentina, comenta:
"Irrumpieron aquellos pies conducidos por las riendas, cuerpos metidos en
uniformes, esclavos, unidos por movimientos que fueron ordenados. ¡Ja, ja, ja,
señores humanistas, demócratas, socialistas! Todo el orden social se basa en
estos esclavos, apenas salidos de la niñez, que han sido atados a riendas
cortas, forzados a jurar ciega obediencia (¡Oh, inapreciable hipocresía de ese
juramento obligatorio-voluntario!) y preparados para matar o dejarse matar...
¡Pero si todos los sistemas, socialistas o capitalistas, se fundan en la
esclavitud, —y, para colmo, de los jóvenes—, señores racionalistas, humanistas,
ja, ja, ja, señores demócratas!"
Una beca de la Fundación Ford en 1962 permitió a Gombrowicz abandonar Argentina
y pasar un año en Berlín. Como sufría de asma, se trasladó a Vence en el sur de
Francia, donde vivió los cinco años restantes de su vida. Nunca visitó Polonia
ni regresó a Argentina, a la que extrañaba mucho. En 1967 recibió el prestigioso
Premio Internacional de Literatura por su cuarta novela, Cosmos. Hacia el final,
estaba prácticamente imposibilitado de hablar debido al asma, que también le
afectaba el corazón. Sobrevivió a un ataque cardíaco, e incluso al poco tiempo
se casó, pero un segundo ataque le quitó la vida el 24 de julio de 1969. Tres
años antes había escrito en su diario:
"Digan lo que digan, existe, en toda la extensión del Universo, a lo largo de
todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e
inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra
de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor. Del dolor, y de ninguna otra
cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminando el dolor, el mundo
pasa a ser un asunto de absoluta indiferencia..."
La filosofía de Gombrowicz se centra en el eterno conflicto entre el individuo y
el mundo en el que se encuentra. La cultura para él tiene poco que ver con
valores, verdades, ejemplos y modelos, y debería ser vista como una serie de
convenciones, una colección de estereotipos y roles, tanto sociales como
psicológicos; todos los necesitamos para comunicarnos entre nosotros en la
medida que nuestro ser interior permanece caótico, no expresado e
incomprensible. Para él la literatura era una provocación moral, intelectual e
ideológica. Quería perturbar al lector y al mismo tiempo seducirlo. "El
verdadero arte es conseguir que alguien lea lo que uno escribe", escribió.
Es interesante comparar estos puntos de vista con los de Czeslaw Milosz, cuyos
ensayos y cartas desde la Polonia ocupada acaban de ser traducidos. Su Leyendas
de la Modernidad es un libro sabio. Mientras lo leía, recordaba constantemente
las circunstancias en las que escribió estos reflexivos ensayos sobre Defoe,
Balzac, Stendhal, Gide, Tolstoi, William James, su profesora en Wilno Marian
Zdziechowski y el dramaturgo, novelista y filósofo polaco Stanislaw Ignacy
Witkiewicz. Para Milosz, los horrores en los que se encontró la civilización
europea fueron preparados por la prolongada labor de charlatanes del
pensamiento, pacificadores de conciencias, que envolvieron con un manto de
belleza y progreso las corrientes intelectuales más destructivas y nihilistas
que eliminaron la idea tradicional de bien y mal. "Las delicadas manos de los
intelectuales están manchadas con sangre a partir del momento que una palabra
portadora de muerte surge de ellos", escribe en su ensayo sobre Gide. Milosz
desconfía de las ideas que tratan de realizar la felicidad de la humanidad y en
el camino liberan el "libre albedrío" reprimido, el inconsciente y otros
demonios y fantasmas que acechan la mente humana. Para él, el hastío de la
cultura contemporánea deriva del repudio de la verdad a favor de la acción.
Nietzsche y sus numerosos descendientes fueron los principales culpables. Es
necesario condenar incluso el pragmatismo de William James, que Milosz ve como
una victoria de los valores relativos sobre los absolutos. Milosz percibía el
elemento demoníaco en la naturaleza humana. Gombrowicz también pero, para él, el
aburrimiento era tanto la causa del mal que hacemos como una cabeza llena de
ideas erradas.
Para Milosz, el pasado no estaba muerto ni era irrelevante. Era una parte de
nosotros mismos que necesitamos recordar, comprender y respetar. Admitía ser
hostil a la tradición "oscura" en la literatura del siglo XX. Su burla, su
sarcasmo y su profanación le parecían vulgares comparados con el poder del Mal
que hemos experimentado en nuestra vida; podía ser mordaz, diciéndole a un amigo
en una carta, por ejemplo, que las personas se las arreglan perfectamente sin
libertad de pensamiento. Con referencia a Gombrowicz dijo: "Cada vez que se hace
el destructor y el irónico, se suma a los escritores que durante décadas dejaron
congelar sus oídos simplemente para fastidiar a sus mamás, aunque mamá —léase el
cosmos— ignorara sus caprichos."
Milosz admiraba la prosa y la originalidad de Gombrowicz, pero a la larga su
ateísmo y sus blasfemias salvajes fueron demasíado para él.
Gombrowicz, como era de esperar, veía las cosas de otra forma. Nunca le molestó
que pudiéramos estar viviendo en un universo sin sentido. Pretender lo contrario
era alejarse de la verdad. No tenía necesidad de una religión ni de Dios para
dormir mejor. Ser fiel a sus convicciones más profundas tenía que ver con
mantener la propia dignidad. El arte para él era la propiedad más privada que un
hombre había alcanzado para sí mismo.
A diferencia del filósofo, el moralista, el sacerdote, el artista se encuentra
en un juego permanente, una forma de juego, agrega, que tiene el derecho a
existir solo en la medida que abra nuestros ojos a la realidad —una realidad
nueva, a veces chocante, que el arte torna palpable. Si eso significaba mofarse
de alguna conducta seria o alguna creencia profundamente arraigada, adelante. Al
mismo tiempo, advertía a sus lectores: no me conviertan en un demonio. Lo único
que podía llegar a salvarlo, escribió Gombrowicz hacia el final de su vida, era
la risa.
Diario "La Prensa", Buenos Aires, 20
de Julio de 1962
al
castellano. La realizamos en un clima elegante, de generosidad y de un fervor
juguetón, pero cuando se publicó, editada por Argos, mi novela desapareció", nos
dijo con una sonrisa, y agregó: "No los ejemplares, que, al contrario, no
querían desaparecer de las librerías, sino la novela como ente espiritual.
"Se la tragó la Nada", prosiguió diciendo el entrevistado, "y sólo dejó tras de
sí unas cuantas reseñas tibias y un tanto desorientadas, que guardo
religiosamente en un cajón de mi escritorio". "¿No convive con el mundo
literario de este país?", insistimos en preguntarle: ''No", fue la contestación
terminante. Luego afirmó:
"Soy una persona de poca seriedad. En medio de mis desgracias: destierro,
miseria, anónimo fracaso y alguna que otra humillación, lo único que me quedaba
era divertirme. La seriedad en las condiciones en que yo vivía habría sido
mortal para mí.
"Pero le aclaro que no tengo ni el más mínimo resentimiento contra nadie.
Reconozco que mi caso es difícil y que yo no hice nada para facilitarlo; por
otra parte, debo anotar "en mi cuaderno que leo todos los días", como dice
Shakespeare, no pocas demostraciones de simpatía y de comprensión por parte de
mis colegas argentinos".
"Este año –le decimos– usted es uno de los más probables ganadores del Premio
Internacional de Editores quo el año pasado ganó Borges. ¿Tiene usted, en el
plano literario, alguna relación con Borges?".
"Me encuentro con él a veces, pero sólo en las notas de la prensa europea donde
nos mencionan juntos. Aprecio a este escritor, pero confieso que pertenecemos a
mundos muy diferentes".
Sus opiniones
"¿Qué opina de la literatura argentina?". "No soy de los que opinan de
literatura. Acerca del hombre argentino escribí varias páginas en mi «Diario»,
desconocidas aquí pero conocidas en Europa. Añadiré algo: creo sinceramente que
soy, entre los escritores extranjero, el que más ha sido fascinado por la
Argentina, y mi permanencia tan larga aquí no es casual, pero es una fascinación
difícil y quién sabe si no dramática".
"¿Podría definir en pocas palabras su filosofía, su actitud frente a los
problemas del arte literario?
"Lo lamento –dijo finalmente el autor de «Ferdydurque»–. Tengo ocho volúmenes
referentes a eso; quien domine idiomas extranjeros no tendrá dificultad en
conseguirlos; además «Ferdydurque» uno de mis libros más explícitos en ese
sentido, se puede encontrar en las librerías de viejo de esta ciudad y se puede
adquirir, por el módico precio de cinco pesos".
Durante el mes pasado la prensa
literaria más importante de Europa mencionó insistentemente la novela
"Ferdydurque", del autor-polaco "residente en la Argentina" Witold Gombrowicz,
como una de las más probables ganadoras del Premio Internacional de Editores que
anualmente se otorga en Formentor, Mallorca, y que el año pasado compartieron el
escritor argentino Jorge Luis Borges y el dramaturgo irlandés Samuel Beckett.
Aquella circunstancia hizo que procuráramos localizar al mencionado escritor y
lo entrevistáramos en su domicilio de la calle Venezuela de esta ciudad.
Antecedentes
La fama de Gombrowicz se inició hace seis años en Francia, cuando el director de
la revista "Preuves", de París, François Bondy, leyó la versión española –que
hizo en 1947 un grupo de jóvenes escritores argentinos– de la novela
"Ferdydurque", con el objeto de "perfeccionar su castellano", en vísperas de un
viaje a países de América latina. Al poco tiempo, apareció en "Preuves", firmada
por Bondy, una extensa nota crítica en la que analizaba la personalidad y la
obra literaria de Gombrowicz, a quien llamó: "autor genial recién descubierto
para la Europa occidental". Inmediatamente después la casa editora Juillard
publicó la versión francesa de "Ferdydurque". El gran éxito de crítica que
obtuvo esta edición hizo que aparecieran –y se agotaran– en seguida otras que se
publicaron en Alemania, Inglaterra, los Estados Unidos, Italia, Holanda,
etcétera. La obra de Gombrowicz (el cronista sólo conoce dos: la novela
mencionada y el drama "El casamiento") ofrece muchas facetas: fantástica,
realista, humorística, intelectual, metafísica, provoca no poco desconcierto y
su autor está lejos de ser un escritor "popular".
Wladimir Weidlé, célebre autor del "Ensayo sobre el destino actual de las artes
y las letras", dijo: "«Ferdydurque» me ha revelado a un gran escritor", y Mario
Maurin, en "Lettres Nouvelles", de París, refiriéndose a "La náusea", de Sartre,
y "Ferdydurque", de Gombrowicz, afirmó: "Pasmosa proximidad de estas dos obras
maestras a las que será necesario recurrir de hoy en adelante para situar el
clima intelectual de la época y conocer su expresión más vigorosa, más rica y
más aguda".
En términos similares se han expresado importantes críticos y ensayistas en el
"Times" y en "Sunday Times" de Londres; "New York Herald Tribune";
"Welt an Sontag", de Berlín;
"Succeso de Italia". El "Times" de Londres, textualmente, dice:" «Ferdydurque»
es una mezcla brillante de agudeza de ideas y mordacidad que debe tomarse muy en
serio", etcétera.
La entrevista
Gombrowicz nació en Polonia en la primera década del siglo. Llegó como turista a
la Argentina en 1939 y la ocupación de su patria por fuerzas alemanas le impidió
regresar. Trabajó en el Banco Polaco de esta ciudad, en la campaña bonaerense y
ahora vive en Buenos Aires. Iniciamos la entrevista preguntándole qué significa
la palabra "Ferdydurque". "Es el nombre de una calle de mi ciudad natal", nos
respondió. Le pedimos entonces que nos hable de sus relaciones con Polonia.
"En mi país –dijo el novelista– mi situación depende de lo que se le antoje al
gobierno: Durante el régimen stalinista fui proscripto y la prensa en general no
se atrevía ni a mencionar mi nombre. En 1947, con el advenimiento de Gomulka al
poder, se permitió la edición de casi todos mis libros, pero poco después fui
puesto nuevamente en el Index". ¿Puede decirnos por qué?", inquirimos "Creo que
se dieron cuenta de que habían cometido un error considerándome un pájaro raro
cuyos complicados cantos eran inofensivos.
"En una nación sometida a una modalidad espiritual muy simple, crece la
necesidad de lo difícil, del sendero que se aparta y busca su propia salida. La
aparición de mis libros dio oportunidad para una descarga violenta de un
espíritu demasíado amansado. Mi modo de escribir privado, personal, por ser
apolítico, resultó perjudicial para la política".
Su vida en la Argentina
Resulta necesario formularle preguntas acerca de su estada en la Argentina a
este escritor que viviendo en nuestro país escribió casi todas sus obras:
"Bacacay" (indudablemente tiene marcada preferencia por el nombre de las
calles), "El casamiento", "Ivonne", "Emigrantes", "El transatlántico", su
"Diario" y otras que divulgaron su nombre por todos los países de Europa y los
Estados Unidos de América.
"¿Cómo es su vida en la Argentina?", le preguntamos. "Tranquila", nos respondió.
"Perfectamente desconocido, converso en los "cafés" con dos o tres amigos. Hubo
un tiempo más animado, hace 15 años, cuando emprendí la audaz tarea de traducir
"Ferdydurque"
Yo conocí a Gombrowicz en Buenos Aires en al año 1956 en la confitería Rex, un
lugar de bohemios y de artistas donde también se jugaba al ajedrez. Se presentó
como un poeta polaco y me dijo: "Con permiso le voy a recitar mi último poema".
Chip, Chip me decía la chiva
mientras yo imitaba al viejo rico
Oh rey de Inglaterra viva
El nombre de tu esposa Federico
Y el 8 de abril de 1963 a bordo del Federico C cuando regresaba a su Europa
después de 24 años de exilio en Argentina, alineó a los amigos y alejándose un
poco nos dijo: "Con permiso, los voy a mirar como si fuesen una fotografía".
Durante estos ocho años llegó a ser mi mejor amigo porque entre aquel poema poco
serio y esta última frase melancólica Gombrowicz se convirtió para mí en algo
inusitadamente importante y conmovedor tanto que hasta hoy no he logrado
desprenderme de él.
Pero a quién le puede importar, excepto a mí, cuál es la naturaleza de los
infinitos puntos del camino que hemos recorrido juntos. Voy a recordarlo de otro
modo.
Gombrowicz es una conciencia personal y dolorosa del hombre que reclama por los
derechos que el individuo ha cedido a lo general y a lo abstracto, pero no desde
arriba sino mezclado entre nosotros, con ruido histriónico y arrodillado ante lo
humano.
La fidelidad a sí mismo lo condena a la vieja soledad de Kierkegaard y
Schopenhauer pero de una manera diferente, pues mientras ellos pusieron el
énfasís en su obra y desde ese acento lograron reestablecer el pacto original
con la vida, Gombrowicz, en cambio, se viste con el traje de persona privada,
enciende su pipa y permanece en la tierra, como un rey de incógnito, para
resistir las amenazas de una civilización forzada a trabajar sin descanso en la
fabricación de inteligencias, doctrinas, artes, ciencias, morales y
responsabilidad. Pelea a cada paso con las presiones desformantes de la vida
corriente; a cada paso libra una batalla con la esfera cultural, hinchada hasta
la exageración, que le imponen a él y a nosotros las muecas del mono sabio.
Gombrowicz se parece a los personajes de sus libros, a veces infantil, tonto,
estrafalario y grotesco y otras veces, brillante, genial y trágico; como si una
de sus manos estuviera tomada por Dios y la otra por una vida sin valor,
derrotada, derrumbada y absorbida por un remolino del cosmos que lo arrastra
hacia lo bajo.
Pero Gombrowicz, en medio de esta soledad, se las arregla para provocar
escándalos arriba y abajo, buscando su fracaso personal y mundano. Este proyecto
no lo concibió seguramente al nivel del conocimiento y la voluntad, sino que le
fue dictado desde la hondura del ser, pero al final de su vida esta disposición
patética se convirtió en conciente y premeditada, a la que parecía manejar desde
una lejanía dramática, que lo acercó más al mundo pero lo alejó un poco de
nosotros.
La poesía y el humor perverso de Gombrowicz no son una muestra tardía de la
literatura del absurdo ni tampoco una combinación de juegos estetizantes. Su
visión del mundo no proclama la vuelta al pasado ni es un desarrollo del
irracionalismo simbólico. Tiene un parentesco de primos lejanos con el
existencialismo y el estructuralismo, pero la diferencia específica e insalvable
entre su obra y estos parientes lejanos encuentra su raíz en el origen de la
inspiración: para Gombrowicz en el dolor y en la belleza, para los primos en la
epistemología y en la conciencia.
Los personajes de Gombrowicz son arrojados, formado juntos una víctima para un
Moloc desconocido, a las realidades típicamente modernas: la escuela, la
familia, la cultura, el amor, la extracción social, la nación.
La fuerte polarizacion de estas estructuras los obliga a pensar, sentir y actuar
de una manera particular que les resulta extraña, sometiéndolos alternativamente
al infantilismo y a la seriedad. Aunque se dan cuenta de que sucumben a un
proceso de falsificación y tratan de huir de sí mismos y de los otros, no
consiguen liberarse.
Gombrowicz caracteriza esta dialéctica de mundos opuestos y complementarios como
una lucha entre los principios de la Forma y de la Inmadurez que, desde un punto
de vista estrictamente filosófico, resultan tan básicos para la descripción del
hombre como cualquiera de las reducciones ontológicas llevadas a cabo por el
existencialismo contemporáneo.
Pero Gombrowicz ha conseguido estilizar, además, una profunda tendencia de
nuestra época que resbala por igual entre las manos de los artistas y de los
filósofos: la integración del cuerpo en la conciencia.
Los conceptos y las realidades abstractas de su obra están sumergidos en los
actos y en los cuerpos de sus personajes. A través del erotismo, la seducción,
la perversión, el dolor y la sensualidad se ajustan alternativamente a
polifonías trágicas y burbujeantes que nacen entre ellos casi por azar y los
presionan desde afuera.
Una idea seria impersonal y responsable se les impregna imprevistamente de
lascivia y no porque el objeto de esa idea sea la concupiscencia sino por la
manera de expresarla, por la tonalidad inesperada de las voces, por una peculiar
relación establecida involuntariamente entre las manos, por una atracción
repentina entre las piernas o por un desvío ilegítimo del brazo izquierdo.
La conciencia transparente descarnada sublime y orgullosa es atrapada por esta
música carnal, cae de rodillas ante el cuerpo liberador y se incorpora a la
tierra.
Un polaco perdido en Argentina durante 24 años que acostumbraba a proclamarse
conde y pertenecía a la nobleza polaca; pero cuántas luchas, cuánto trabajo para
no dejarse definir por nada; ni por la clase social, ni por la literatura, ni
por el espíritu. Cuánto empeño ponía para quedarse en las antesalas pues el
crecimiento de alguna de esas formas lo intranquilizaba como si necesitara que
cada una de ellas ejerciera un control compensatorio sobre las otras. ¿Por qué
no pudo encontrar un refugio en la literatura? ¿Por qué no cierta paz? Porque
una mano que lo agarraba por la garganta lo convertía en Artista, en un
fabricante de formas, en la Forma de las formas y se hundía y desmoronaba en el
centro de su propio valor.
Gombrowicz soportaba el asalto de estas energías demoníacas inflando sus
máscaras hasta que como globos ridículos, se desprendían e iniciaban un viaje
ajeno y fantasmagórico pero por fuera de él.
Desconfiaba de la Verdad, del Arte y de lo Auténtico o, mejor dicho, del sentido
actual de estas palabras. Era partidario del aflojamiento, le quitaba lastre a
las cargas desformantes y con las manos libres y cierta ligereza su Verdad se
volvía marginal y aparecía de costado, en diagonal, y nunca de propósito: y la
Autenticidad se le daba como un hecho y no como una búsqueda.
Los protagonistas de su obra son una parodia de Gombrowicz, hondamente artística
y sumergida en un sueño conciente. Estos poemas prácticos llenos de una gracia
conmovedora, heridos por el sufrimiento y el derrumbe, no son tan sólo la voz
que confiesa a su autor sino a todos los hombres.
El libro en el que Gombrowicz se alcanza a sí mismo y a partir del cual su
estilo queda configurado es Ferdydurke.
Pepe, su personaje principal, siente que su ser exterior e íntimo le es
impuesto, a la vez, por los seres vinculados a su vida y por la región
impersonal de significaciones y valores donde los actos quedan atrapados,
clasíficados y clausurados. De modo que se ve obligado a adaptarse a la idea que
los otros se forman sobre él y le resulta imposible alejarse de esta imagen
porque, teniéndola frente a su cara, no le pertenece y lo sobrepasa.
Los esfuerzos para salir de sí mismo, natural y espontáneamente, también
fracasan. Cada gesto dirigido hacia afuera le es devuelto bajo un aspecto
irreconocible pues Pepe intenta acercarse a la gente de un modo directo y
desnudo pero su pretensión tropieza con escollos infinitos.
La clase de distancia que lo separa del señor X no puede salvarse de un salto
personal y simple debido a que, en rigor, nunca toma contacto con este señor X
sino con su forma. ¿Por qué? El señor X, por ejemplo, es amigo de Juan, esposo
de Beatriz, hijo de Pedro, empleado de oficina, revolucionario, agnóstico,
sensible a la pintura y a la música, avaro e inclinado a las meditaciones
filosóficas.
El señor X representa y lleva consigo estas realidades que, por ser comunes a
otros hombres, se despersonalizan y agigantan desdoblándolo. Sus maneras de ser
llegan a Pepe, después de haber recibido un soplo de intelegibilidad y rigidez,
vale decir, una figura interhumana.
El concreto señor X se convierte, involuntariamente, en un mensajero de lo
abstracto y cargado por significados de los que no es dueño ni responsable,
presiona sobre nuestro protagonista que, perdido en un laberinto
inconmensurable, es sometido y arrastrado a la inferioridad.
Pepe se da cuenta que estas formas no están hechas a la medida de su existencia
privada, informe, más discreta y cálida, más apartada y acogedora. Sabe que este
mundo bajo alumbra con luz diferente, menos intensa pero más seductora, a él y
los demás. Pero los caminos para llegar a la Inmadurez también están cerrados
por el fracaso, pues si dirige hacia allí la mirada, esta región tibia sube a la
superficie, adquiere la transparencia de la Forma y se aleja sin remedio de sus
manos.
Por otra parte, la intervención franca de este clima liviano, reduce a nuestro
señor X a dimensiones ridículas y demasíado pueriles.
Pepe se libera de la situación inferior que lo atormenta pero la inmadurez le
impide realizarse y entonces, cae nuevamente en la original deformación
interhumana.
Este proceso de falsificación es interminable; ante él no hay huida posible.
Estamos forzados a representar artificialmente nuestras propias vidas. Esta
revelación le ha permitido a Gombrowicz recuperar la dignidad perdida y
reconquistar su libertad interior tomando distancia frente a todo aquello que lo
define y traiciona en el escenario del mundo.
Gombrowicz está en nosotros pero hay que encontrarlo, así como yo, Juan Carlos
Gómez, nacido un 26 de noviembre de 1934, lo he encontrado, porque los nombres
de GOMbrowicZ y de Gómez empiezan y teminan con iguales letras y de la misma
manera y porque, fracasado el conjuro de mis palabras para traerlo nuevamente a
Buenos Aires tuve que cabalgar sobre el tiempo y buscar allá en Vence una forma
misteriosa del destino para acompañar a Gombrowicz hasta su muerte.
Adiós querido polaco. Mi amigo, mi señor y mi maestro.
Creo que fue en 1939 cuando por primera vez leí algo de Gombrowicz. Yo vivía aún
en La Plata, donde habíamos inventado con mi amigo el astrónomo Miguel Itsigzohn
un tipo de humor paranoico que denominamos margotinismo. Con los años aprendí
que tales invenciones en rigor son siempre descubrimientos, y que aquella
reacción un poco demencial contra un universo deshumanizado era casi inevitable.
Fue por entonces cuando me llegó la revista Papeles de Buenos Aires, que dirigía
Adolfo de Obieta. Con estupor leí el cuento titulado Filifor forrado de niño, de
un desconocido de nombre polaco: Witold Gombrowicz. Corrí a buscar a Miguel, con
la revista en la mano. Nos pareció de pronto milagroso que algo tan
aparentemente descabellado como el margotinismo (y, por lo tanto, producto de la
pura casualidad) pudiera surgir en otro remoto lugar de la tierra, con
características tan similares.
No recuerdo ahora cómo nos encontramos, más tarde, con el propio autor de aquel
relato. Era un individuo flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su
cigarrillo, que desdeñosamente emitía juicios arrogantes e inesperados. Parecía
helado y cerebral. Era difícil adivinar debajo de esa coraza el cálido fondo
humano que latía en aquel exilado vagamente conde, pero auténticamente
aristócrata.
Supe entonces que Filifor formaba parte de una novela llamada Ferdydurke, que
ardía por leer. Pero su autor no estaba en condiciones de hacerla traducir ni
editar. Pobre, desanimado, trabajando en una oficina bancaria, caminando por las
calles del Bajo, jugando partidas de ajedrez en cafés llenos de humo, nadie o
casi nadie adivinaba en aquel sujeto a un formidable artista; más bien la gente
se inclinaba a considerarlo como a un mistificador o a un mitómano. Hasta que
una mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género
femenino), Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del
libro, que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes. Cuando en 1947
apareció con el sello de Argos, el escritor cubano Virgilio Piñera, que por
aquel tiempo vivía en Buenos Aires, escribió en la solapa: "Resulta difícil
prever la suerte de este mensaje, sobre todo cuando no nos llega de París. Creo,
sin embargo, que con estas breves líneas no hago otra cosa que disparar el
primer tiro en la batalla que tarde o temprano van a librar los ferdydurkistas
de Hispanoamérica." Hoy, cuando W. G. tiene fama mundial, es justicia rendir
homenaje a aquel pequeño grupo de fervorosos que aquí advirtieron y saludaron su
talento.
Las palabras de Piñera fueron lamentablemente proféticas. Es muy improbable que
en la Argentina la gente se atreva a considerar genial a un escritor que no
venga patentado desde París.
Por
otra parte, es cierto que la obra no era de fácil acceso, sobre todo en 1946.
Especie de grotesco sueño de un clown, con páginas de irresistible comicidad,
con una fuerza de pronto rabelesiana, el reinado al parecer del puro absurdo,
¿cómo adivinar que en el fondo era algo así como una payasada metafísica, en que
delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la existencia del
hombre?
El autor previó y temió la incomprensión. Por lo cual juzgó conveniente un
prólogo en que intentaba explicar al lector las ideas básicas de su visión del
mundo. No creo, sin embargo, que el prólogo ayudara mucho. Pues si es verdad que
debajo de la obra de un gran escritor hay siempre una Weltanschaung, no siempre
esa concepción del universo puede expresarse en ideas claras y distintas; o, en
todo caso, la natural forma de expresarla es, en el poeta, su mágica creación,
lo que es algo menos pero también algo más que una filosofía, algo menos y algo
más que un conjunto de conceptos: es una visión total de la realidad, en parte
conceptual y en parte intuitiva, parcialmente intelectual y en sumo grado
emocional y mágica. Motivo por el cual, aunque los críticos puedan ofrecernos
una interpretación de las ideas de Kafka, la sola lectura de un cuento suyo nos
da una vivencia de su mundo (incluso de su mundo ideológico) que ninguna
exposición conceptual es capaz dc revelarnos, por extensa e inteligente que sea.
Y es precisamente esta causa la que diferencia a este escritor existencialista
(que escribía su obra en 1936, cuando no tenía la menor noticia de esa doctrina)
de un filósofo como Heidegger. Pues éste, en tanto que pensador, no puede sino
operar con razones, siendo a la postre una especie de racionalista,
inevitablemente; lo que equivale a decir que en definitiva resulta,
paradójicamente, un tipo de antiexistencialista. Mientras que un escritor como
W. G. simplemente es existencialista, por su sola presencia integral, por su
manera de ver y sentir la realidad.
No se trata, pues, de incapacidad para las ideas: su Journal demuestra la
extraordinaria inteligencia y la cantidad de ideas de este poeta. Se trata de la
radical incapacidad del ensayo para reemplazar a la ficción y a la poesía,
manifestaciones del espíritu que no pueden ser reducidas a los términos del
pensamiento puro.
En estas condiciones, sería inconsecuente con la propia tesis que acabo de
exponer todo intento de reemplazar la lectura de Ferdydurke con una serie de
explicaciones. Pero, y del mismo modo que, aun sin poder sustituir la visión
personal de París con palabras ajenas, se le puede decir al viajero que se fije
con cuidado en tal o cual monumento o calle o mercado o rincón del Sena
(perturbado y un poco atontado como está el recién venido por el tumulto, la
novedad y la contingencia), se le puede advertir al lector de este libro de
choque que trate de ver, en esta novela en apariencia tan descabellada, las
ideas básicas que son las típicas del existencialismo: la angustia, la nada, la
libertad, la autenticidad, el absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el
problema típico de Gombrowicz, la categoría que es esencial en su concepción del
mundo: la Inmadurez; categoría íntimamente vinculada a otra que le es obsesiva:
la de la Forma.
Pues para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra entre dos tendencias
fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza. La realidad no se deja
encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita
continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su
caos. No hay pensamiento ni forma que pueda abarcar la existencia entera (y de
ahí, como yo decía antes, la imposibilidad de sustituir la expresión poética o
mágica de la existencia mediante el puro pensamiento abstracto). Y esta lucha
entre esas dos tendencias opuestas no se realiza en un hombre solitario sino
entre los hombres, pues el hombre vive en comunidad, y vivir es con-vivir;
siendo las formas que adopta la consecuencia de esa ineluctable convivencia. (De
paso, y como me hace notar mi mujer, esa tenaz y cálida necesidad que Gombrowicz
siente por la comunicación lo aleja del existencialismo negativo de un Sartre,
para acercarlo, curiosa e inesperadamente, al pensamiento de un escritor como
Saint-Exupéry.)
No creo demasíado arbitrario aducir que ese combate es el que eternamente se ha
librado entre el espíritu dionisíaco y el espíritu apolíneo, siendo la
existencia del ser humano un como equilibrio (inestable) entre ambos, en virtud
de esa ley psicológica, ya entrevista por Heráclito, de la enantiodromia,
reguladora de los contrastes. Tampoco creo arriesgado suponer que lo que
Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la
potencia oscura, que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y
hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético) presiona y a menudo rompe
la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos
obliga a adoptar (una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino
mediante máscaras o formas). Y así como la Inmadurez es la vida (y por lo tan to
la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la desmesura y lo
barroco), la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en
definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos
es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo
dionisíaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su
caos y su ambigüedad mediante una obra de arte; que, como toda obra de arte, en
última instancia es un orden, una Forma. Forma que al mismo tiempo que expresa a
Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta agotarlo; motivo
por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la creación de otra obra, y
luego de otra y así ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es
superior a su obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física.
Esta angustiosa lucha entre extremos opuestos, esta esencial antagonía del
espíritu humano, se trasluce en Ferdydurke. Y el lector percibirá cómo encaja en
este cuadro una escena al parecer tan descabellada como la frenéticamente cómica
parte en que el Flaco pugna por explicar a sus alumnos la grandeza del poeta
Slawoski, tratando de arrancarles la admiración oficial que hay en las historias
del arte y en los museos por los caparazones fosilizados. De ahí también el
temor al Envejecimiento de este creador a la vez viejo de mil años y
conmovedoramente infantil (como todo creador, ya que la magia es atributo de la
infancia y de la Inmadurez). De ahí el combate que en todas sus obras lleva
contra las falsificaciones de la cultura libresca, contra la deshumanización del
hombre contemporáneo, contra el esteticismo estéril del Profesor y la Academia;
y no, es bueno advertirlo, como un mero problema estético sino como problema
existencial y metafísico.
Hay, en fin, un aspecto en las ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente
útil para nosotros los argentinos. No hay casualidades en el reino del espíritu,
ni tampoco causalidades. En buena medida el hombre es libre para construir su
destino, y no creo que por puro azar este polaco haya permanecido veinticuatro
años entre nosotros; ya que si pudiera admitirse como acto gratuito y
contingente que Gombrowicz se embarcara en el viaje inaugural de un
transatlántico polaco hacia Buenos Aires, invitado a visitar esta región del
mundo, y si el hecho luego de producirse la guerra mundial no es, claro, un
hecho que la voluntad de Gombrowicz pudiera haber evitado, en cambio su
permanencia aquí es sí un acto que en buena medida es producto de su voluntad.
Es que nuestro país, como Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje
podríamos llamar Territorio de la Inmadurez. Y esto lo vinculo a una vieja
teoría que tengo sobre lo que llamo la periferia del Renacimiento. Países como
Polonia, Rusia, Noruega, Dinamarca, Suecia y España no sufrieron de modo
estricto el proceso renacentista, fenómeno burgués, caracterizado por el
maquinismo y la razón que tuvo su epicentro en Italia y Francia. Aquellos países
mantuvieron rasgos semifeudales casi hasta este siglo, no debiendo extrañarnos
que un personaje como el Quijote pocas veces haya sido bien interpretado en
Francia, siendo en cambio entrañablemente sentido en Rusia. En ambos extremos de
Europa, la desmesura y la sinrazón eran los restos de una mentalidad
preburguesa. Y el parentesco se acentuó en la vieja Argentina de las grandes
llanuras pastoriles; hasta el punto de que una novela como Ana Karenina, con sus
criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancieros y
burócratas, podía entenderse cabalmente aquí. Y si al célebre personaje de
Gontcharoff se le colo cara un mate en la mano en lugar de su eterno vaso de té
¿quién dudaría en encontrarle casi todas las características de un argentino
viejo? La desorganización, un sentido del tiempo medieval, no cuantificado por
el interés, la vida patriarcal de las antiguas familias, una educación
afrancesada, el desdén y al propio tiempo la arrogancia por lo nacional; todo
ello explica por qué un estudiante argentino entendía mejor las Memorias desde
el Subterráneo (por lo menos hasta la segunda guerra mundial) que un profesor de
la Sorbona, al que los personajes de Dostoievsky le resultaban nouveaux riches
de la conscience, individuos poco menos que demenciales, incapaces de apreciar
las ideas claras y distintas, tan disparatados como para afirmar (contra todas
las tradiciones de cartesianos y ahorristas franceses) que dos más dos puede ser
igual a cinco. Lo curioso, pero psicológicamente explicable, es que aquellos
bárbaros moscovitas, como nuestros bárbaros aborígenes, admiraban la refinada
cultura occidental, sus toros escoceses, sus novelas (¡Dostoievsky aspiraba a
escribir como George Sand!), la filosofía alemana, los establecimientos de
Baden-Baden y sus casinos. Y así, por los mismos motivos que nosotros, se
hicieron "europeístas", rasgo tan típicamente eslavo o rioplatense como el vodka
o el mate; al revés de lo que aquí sostienen algunos superficiales pensadores,
que lo consideran un rasgo de enajenamiento. Los europeos no son europeístas:
son simplemente europeos.
Leyendo ese Journal que debería traducirse cuanto antes, observo que mi teoría
es correcta y que vale para la intelliguentsia polaca las mismas reflexiones que
podemos hacer para la argentina. Allá como aquí es palpitante el problema de la
inmadurez intelectual; allá como aquí se prefiere lamentarse de la situación
inferior con respecto a Europa, en lugar de aceptarlo como un fecundo y poderoso
punto de partida de algo original. Nosotros, como ellos, tenemos las ventajas de
los países "bárbaros", por haber resguardado una vitalidad y un candor que la
civilización renacentista no alcanzó a desecar. Es un hecho significativo que la
formidable reacción existencial contra esa civilización se levantara
precisamente en esa periferia bárbara, y bastarían los nombres de Dostoievsky,
Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno para probarlo. Polacos y argentinos estamos,
sin embargo, llegando a valorar en medio de la gran crisis de nuestro tiempo (y
se ve también por esto cómo "crisis" significa "enjuiciamiento") lo que
cabalmente somos y lo q ue podemos represen tar en el mundo, superan do al mismo
tiempo dos actitudes simultáneas e igualmente equivocadas: nuestro sentimiento
de inferioridad y nuestra loca arrogancia con relación a Europa. Con toda la
razón, Gombrowicz les dice a sus compatriotas en su Diario que no traten de
rivalizar con Occidente y sus formas, sino que traten de tomar conciencia de la
fuerza que implica su propia y no acabada forma, su propia y no acabada
inmadurez; con todo lo que ello supone de fresca y franca libertad en un mundo
de formas fosilizadas. En suma, recomienda y practica él mismo la barbarie
dionisíaca, haciendo de su juventud e inmadurez una potencia renovadora. Buena
lección para nosotros.
ERNESTO SÁBATO, Santos Lugares, julio de 1964.
W. Gombrowicz - "Ferdydurke", Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1964
En Transatlántico de Gombrowicz
(para empezar con una de las mejores novelas escritas en este país) hay una
escena memorable. Se trata de una especie de payada sarcástica entre un oscuro
escritor polaco, llamado por supuesto "Gombrowicz", y un escritor argentino en
el que se identifican fácilmente los rastros de Eduardo Mallea, el novelista
argentino por excelencia en esos años. Este "Mallea" (que también puede ser
Mujica Láinez pero sobre todo recuerda a Carlos Argentino Daneri) posa de
refinado y erudito y se pasea por el infierno de las influencias: cada vez que
"Gombrowicz" habla le hace ver que todo lo que dice ya ha sido dicho por otro.
Lo despojan de su originalidad y este europeo aristocrático y vanguardista se ve
empujado casi sin darse cuenta al lugar de la barbarie. A partir de ahí la
política de "Gombrowicz" en este duelo será la táctica de la ironía salvaje y
del malón hermético: actúa como uno hubiera esperado que actuaran los ranqueles
en el libro de Mansilla.
Me gusta esa escena: circulan ahí los tonos y las intrigas de la ficción
argentina. Los lenguajes extranjeros, la guerra y la pasíón de las citas. Son
los problemas de la inferioridad cultural los que están puestos en juego y
ficcionalizados. Transatlántico es en este sentido una versión ampliada y
nacional de Ferdydurke: lo inferior, lo inmaduro y todavía no desarrollado es
aquí la tradición polaca, heroica y romántica. ¿Qué pasa cuando uno pertenece a
una cultura secundaria? ¿Qué pasa cuando uno escribe en una lengua marginal?
Sobre estas cuestiones reflexiona Gombrowicz en su Diario y la cultura argentina
le sirve de laboratorio para experimentar sus hipótesis.
En este punto Borges y Gombrowicz se acercan. Basta pensar en uno de los textos
fundamentales de la poética borgeana: "El escritor argentino y la tradición".
¿Qué quiere decir la tradición argentina? Borges parte de esa pregunta y el
ensayo es un manifiesto que acompaña la construcción ficcional de "El aleph", su
relato sobre la escritura nacional. ¿Cómo llegar a ser universal en este
suburbio del mundo? ¿Cómo zafarse del nacionalismo sin dejar de ser "argentino"
(o "polaco")? ¿Hay que ser "polaco" (o "argentino") o resignarse a ser un
"europeo exiliado" (como Gombrowicz en Buenos Aires)? En el Corán, ya se sabe,
no hay camellos, pero el universo, cifrado en un aleph (quizás apócrifo, quizás
un falso aleph), puede estar en el sótano de una casa de la calle Garay, en el
barrio de Constitución, invadido por los italianos y la modernidad kitsch.
La tesis central del ensayo de Borges es que las literaturas secundarias y
marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas tienen la posibilidad
de un manejo propio, "irreverente" de las grandes tradiciones. Borges pone como
ejemplo de esta colocación, junto con la literatura argentina, a la cultura
judía y a la literatura irlandesa. Sin duda, podríamos agregar en esa lista a la
literatura polaca y en especial a Gombrowicz.
Pueblos de frontera, que se manejan entre dos historias, en dos tiempos y a
menudo en dos lenguas. Una cultura nacional dispersa y fracturada, en tensión
con una tradición dominante de alta cultura extranjera. Para Borges (como para
Gombrowicz) este lugar incierto permite un uso específico de la herencia
cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción
como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de
filiaciones. Esa sería la tradición argentina.
Y cuando digo tradición, quiero decir la gran tradición: la historia de los
estilos.
Es posible imaginar la escena de Transatlántico hablada en francés (y eso no la
haría menos "argentina"). O tiene que imaginarse el español de Gombrowicz. ¿Y
qué hubiera pasado si Gombrowicz hubiera escrito Transatlántico en español?
Quiero decir ¿qué hubiera pasado si Gombrowicz se hubiera hecho el Conrad? (un
polaco que, como todos sabemos, cambió de lengua y ayudó a definir el inglés
literario moderno). Podemos sospechar los efectos del español de Gombrowicz en
la literatura argentina. Uno piensa inmediatamente en Roberto Arlt. Alguien que
quiso denigrarlo dijo que Arlt hablaba el lunfardo con acento extranjero. Esa es
una excelente definición del efecto que produce su estilo. Y sirve también para
imaginar lo que pudo haber sido el español de Gombrowicz: esa mezcla rara de
formas populares y acento eslavo.
Vivir en otra lengua, se ha dicho, es la experiencia de la novela moderna:
Conrad, claro, o Jerzy Kosinski, pero también Nabokov, Beckett o Isak Dinesen.
El polaco era una lengua que Gombrowicz usaba casi exclusivamente en la
escritura, como si fuera un idiolecto, una lengua privada. Por eso
Transatlántico, primera novela que escribe en el exilio, quince años después de
Ferdydurke, establece un pacto extremo con la lengua perdida. La novela es casi
intraducible, como sucede siempre que un artista está lejos de su lengua y
mantiene con ella una relación excesiva donde se mezclan el odio y la nostalgia.
¿O no es el Finnegan's Wake el gran texto de la lengua exiliada? Digo esto
porque me parece que la extrañeza es la marca de los dos grandes estilos que se
han producido en la novela argentina del siglo XX: el de Roberto Arlt y el de
Macedonio Fernández. Parecen lenguas exiliadas: suenan como el español de
Gombrowicz.
Cuando uno piensa en el cruce de dos lenguas recuerda por supuesto de inmediato
a Borges, el español de Borges, preciso y claro, casi perfecto. Un estilo cuya
genealogía el mismo Borges remontaba a Paul Groussac. Un europeo aclimatado en
el Plata que a diferencia de Gombrowicz sí cambió de lengua y pasó a escribir en
español y definió, por primera vez, las normas del estilo literario en la
Argentina. (En este sentido hay que decir que nuestro Conrad es Groussac.) Allí
busca Borges los orígenes "argentinos" de su estilo. Por supuesto cualquiera de
nosotros encuentra hoy fácilmente giros borgeanos en la escritura de Groussac
(pero esto es culpa de "Kafka y sus precursores").
El estilo de Borges produce un efecto paradojal: estilo inimitable, (pero fácil
de plagiar), las maneras de su escritura se han convertido en las garantías
escolares del buen uso de la lengua. "Para nosotros escribir bien era escribir
como Lugones", decía Borges, definiendo perversamente su propio lugar en la
literatura argentina contemporánea. ¿Cómo hacer callar a los epígonos? (Para
escapar a veces es preciso cambiar de lengua).
El estilo de Borges ha influido retrospectivamente en la historia y en la
jerarquía de los estilos en la literatura argentina. Groussac, Lugones, Borges:
esa línea define las convenciones dominantes de la lengua literaria. Para esa
tradición los estilos de Arlt y de Macedonio son lenguas extranjeras.
Borges lleva a la perfección un estilo construido a partir de una relación
desplazada con la lengua materna. Tensión entre el idioma en que se lee y el
idioma en que se escribe que Borges condensó en una sola anécdota (sin duda
apócrifa). En primer libro que leí en mi vida, dijo, fue el Quijote en inglés.
Cuando lo leí en el original pensé que era una mala traducción (en esa anécdota
ya está, por supuesto, el Pierre Menard). ¿Cómo leer el español como si fuera el
inglés? O mejor: ¿cómo escribir en un español que tenga la precisión del inglés
pero que conserve los ritmos y los tonos del decir nacional? Cuando resolvió ese
dilema Borges construyó una de las mejores prosas que se han escrito en esta
lengua desde Quevedo.
De la relación de Gombrowicz con las dos lenguas, del cruce entre el polaco y el
español, nos queda la traducción argentina de Ferdydurke, publicada en 1947.
Conozco pocas experiencias literarias tan extravagantes y tan significativas.
Gombrowicz escribía un primer borrador trasladando la novela a un español
inesperado y casi onírico, que apenas conocía. Un escritor que escribe en una
lengua que no conoce o que conoce apenas y con la que mantiene una relación
externa y fascinada. O si ustedes prefieren: un gran novelista que explora una
lengua desconocida, tratando de llevar del otro lado los ritmos de su prosa
polaca La tendencia de Gombrowicz, según cuentan, era a inventar una lengua
nueva: no crear neologismos (aunque los hay en la novela, como el inolvidable de
los culeítos) sino a forzar el sentido de las palabras. trasladarlas de un
contexto a otro, y obligarlas a aceptar significados nuevos. Sobre este material
primario comenzaba el trabajo de un equipo heterogéneo y delirante "bajo la
presidencia de Virgilio Piñera distinguido representante de las letras de la
lejana Cuba", según recuerda Gombrowicz en el prólogo a la primera edición.
Gombrowicz y Piñera estaban rodeados por una serie móvil de ayudantes. entre los
que se contaban, por supuesto, los parroquianos y los jugadores de ajedrez y de
codillo que frecuentaban la confitería Rex y que aportaban sus opiniones
lingüísticas cuando las discusiones subían demasíado de tono. Este equipo no
conocía el polaco y los debates se trasladaban a menudo al francés, lengua a la
que Gombrowicz y Piñera se cruzaban cuando el español ya no admitía nuevas
torsiones. Cubano, francés, polaco, "argentino": lo que se llama una mezcla
verbal, una materia viva.
Gombrowicz de hecho reescribió Ferdydurke. Hay que comparar esta versión con las
traducciones en inglés o en francés para notar enseguida que se trata de un
texto único. Conocemos hasta dónde fue capaz de llegar Joyce cuando tradujo al
italiano el fragmento de "Anna Livia Plurabelle" de Finnegan; conocemos las
versiones al inglés de sus novelas que nos ha dejado Beckett, pero es difícil
imaginar una experiencia parecida a la de Gombrowicz con Ferdydurke, en Buenos
Aires, en los altos del café Rex de la calle Corrientes, a mediados de los años
40.
Las traducciones tienen una importancia decisiva en la historia de los estilos.
El Ferdydurke "argentino" de Gombrowicz es uno de los textos más singulares de
nuestra literatura. Antes que nada hay que decir que una mala traducción en el
sentido en que Borges hablaba así de la lengua de Cervantes. En la versión
argentina de Ferdydurke el español está forzado casi hasta la ruptura, crispado
y artificial, parece una lengua futura. Suena en realidad como una combinación
(una cruza) de los estilos de Roberto Arlt y de Macedonio Fernández.
Y hay algo de eso, diría yo. Como si el Ferdydurke "argentino" se ligara en
secreto con las líneas centrales de la novela argentina contemporánea. Hoy que
el debate sobre el estilo de Arlt parece saldado, habría que decir que fue
Gombrowicz uno de los primeros que abrió paso a la lectura de esos tonos que se
apartan de las normas definidas del estilo medio y convencional. Este es un
país, escribió, donde el canillita que vocea la revista literaria de la elite
refinada, tiene más estilo que todos los redactores de esa misma revista Quería
decir, obviamente, que las formas cristalizadas de la lengua literaria, las
maneras y las manías de los estilos ya convencionalizados anulan cualquier
música de la lengua y que en los lugares más oscuros e inesperados se pueden
captar los tonos de un estilo nuevo.
En cuanto a Macedonio Fernández habría que decir que es el único escritor
argentino con el que realmente se encuentra Gombrowicz De hecho Macedonio es el
primero que da a conocer un texto de Gombrowicz en español. En 1944 publica en
su revista Los papeles de Buenos Aires, el relato "Filifor forrado de niño" de
Ferdydurke. ¿Se habrán visto Macedonio y Gombrowicz? En aquellos años los dos
vivían aislados, en pobrísimas piezas de pensión, seguros de su valor pero
indecisos sobre el futuro de sus obras. En más de un sentido eran, el uno para
el otro, el único lector posible. Se puede suponer casi con seguridad que
Macedonio leyó Ferdydurke porque aparecen referencias a la novela en uno de sus
papeles inéditos. Y en cuanto a Gombrowicz era sin duda el único lector posible
del Museo de la novela de la Eterna el único, quiero decir, a la altura del
proyecto macedoniano.
Arlt, Macedonio, Gombrowicz. La novela argentina se construye en esos cruces
(pero también con otras intrigas). La novela argentina sería una novela polaca.
Quiero decir una novela polaca traducida a un español futuro, en un café de
Buenos Aires, por una banda de conspiradores liderados por un conde apócrifo.
Toda verdadera tradición es clandestina y se construye retrospectivamente y
tiene la forma de un complot.
Ahora bien (después de todo) ¿se puede hablar de una novela argentina? ¿Qué
características tendría?
Los novelistas argentinos escribimos (también) para contestar esa pregunta.
["Espacios de Crítica y Producción" 6: 13-15 (1987). Buenos Aires]
Acaso el hombre sudamericano también quiere ser hermoso y entonces, qué ideal de
belleza se propone?
No cabe duda de que el criollo suspira por la hermosura o, por lo menos, aspira
a ser bien parecido, bien peinado y bien vestido. En pocos países del mundo se
pueden observar corbatas mejor armonizadas con la camisa y el saco, zapatos
elegidos con más cuidado y medías mejor adaptadas al pañuelo. "Los muchachos de
antes no usaban gomina". Los muchachos de hoy no solamente usan usan gomina,
sino que usan y abusan de cremas, masajes, baños faciales, casi como las
mujeres. Un "instituto de belleza" para los hombres tendría grandes
probabilidades de éxito.
Esos serías los rasgos femeninos de la belleza masculina sudamericana. El rasgo
más masculino lo constituye el bigote. Cuando uno llega de Europa su primera
exclamación es: Caramba! Cuántos bigotes! Pero... pero... el sudamericano es muy
pícaro y calculador en lo concerniente a su bigote: él lo usa porque sabe que
así gusta a las "chicas". El bigote es un adorno destinado a conmover al sexo
bello, es una coquetería que se asemeja mucho a la coquetería femenina.
El criollo no perdió su "hombría"
En estas circunstancias surgen algunas preguntas de enorme importancia. Acaso el
sudamericano no se volvió demasíado afeminado? Acaso esas apariencias no son
actitudes accidentales que no corresponden a una realidad psíquica espiritual?
Sería muy superficial fundar una acusación tan grave sobre la base de hechos tan
secundarios y, examinando con más cuidado el problema, veremos todo lo
contrario: el criollo no perdió nada de su hereditaria valentía y audacia
españolas; tiene el sentido del honor propio de los hombres y, lo que a lo mejor
es lo más importante, no carece de cierta severidad espiritual que constituye la
diferencia básica entre el alma masculina y el alma femenina. Así que lo más
justo sería decir que el criollo, permaneciendo en el fondo de su alma hombre
cien por cien, demuestra cierta tendencia a afeminarse en su modo de ser, de
vestirse, de hablar... que su "modo de ser" social es más femenino que él.
Parecería que aquí la mujer logró imponer sus gustos, sus sutilezas, sus
debilidades en todo lo que forma el "modo de ser" del hombre, es decir, su modo
de exteriorizarse. Por ejemplo, el criollo es muy valiente cuando esa valentía
hay que demostrarla en una pelea, pero cae en la cobardía absoluta cuando hay
que hacer una advertencia desagradable a un amigo; será atrevido y hasta rudo si
fuera necesario en los negocios o en la política, pero al mismo tiempo su
conversación es suave, su trato dulce y pasívo, su corbata coqueta y su
sensibilidad muy a menudo exagerada. Lo más fácil de observar en cada país es
quién ha dominado la cultura: si el hombre o la mujer. Hay países donde la ley
del hombre domina tanto en la moral sexual como en las formas de convivencia
sexual, donde hasta los chistes de las mujeres son "masculinos", pero América
del Sur está conquistada por la mujer. Y eso a pesar de que ellas son tan
esclavas del hombre, de que se adaptan tanto a sus gustos y caprichos! Mientras
cada una separadamente no es más que "flor", "niña", todas ellas en conjunto, a
pesar de su aparente debilidad y timidez lograron la conquista del continente!
Cuando quiere conquistar a una mujer...
Esto se ve justamente en el modo en que el hombre de aquí encara su propio ideal
de belleza. El hombre no necesita mirarse en los ojos femeninos para comprobar
su hermosura y tampoco ésta es únicamente sexual... Cuando un hombre quiere
conquistar a una mujer tiene dos caminos a elegir: puede tratar de conseguir sus
favores haciéndose agradable, adaptándose a sus exigencias o, por el contrario,
puede imponer la ley de su propia naturaleza. Ahora, un hombre en verdad
enamorado de su belleza masculina, más bien es capaz de sufrir una derrota antes
que resignar sus ciertas dotes naturales: nunca, por ejemplo, un hombre así va a
hacer concesiones a la mezquindad femenina, porque aunque de ese modo él logre a
la mujer, pierde al mismo tiempo su propia belleza. Mas para muchos
sudamericanos las mujeres parecen constituir un fin en sí; cuanto más gusta a
las mujeres, tanto más hermoso es; cuantas más mujeres logró conseguir, tanto
más gozó de la vida; y si de pronto las mujeres exigiesen que los hombres se
pintasen la nariz de verde, ellos encantados se pintarían la nariz de verde...
Aquí no solamente la mujer vive casi únicamente para el hombre, prescindiendo de
su propia personalidad, también el hombre muy a menudo no vive para sí mismo,
sino para la mujer.
De dónde proviene esa debilidad psíquica del hombre y por qué en Europa el sexo
fuerte siente mejor su fuerza y se aprovecha más de ella?
La propia poesía masculina
En América del Sur el hombre y sobre todo el muchacho, se encuentra solo frente
a las mujeres. La belleza masculina, el hábito masculino, los mitos y las formas
de convivencia masculinos se forman entre los hombres. Son el compañerismo, la
confianza de camaradas en los clubes, las asociaciones dentro de la clase de
actuación y diversiones gremiales, los que crean aquella específica belleza del
hombre. Los muchachos en el colegio se forman sus propios mitos, sus costumbres,
hasta su propio lenguaje, y son tan fieles a ese estilo suyo que ninguno de
ellos lo traicionaría ni por la más hermosa mujer. Del mismo modo, en el
ejército los hombres se crean su propio mundo, del cual a veces se enamoran
profundamente. Y, entonces, la mujer deja de ser para ellos la única fuente del
amor y de la belleza: un marinero siente su propia belleza y su fuerza tanto a
través de los labios femeninos como a través de su acorazado, de sus canciones y
de su uniforme; a través de todo eso que se llama la "marina". Esta propia
poesía masculina le ayuda mucho a resistir al encanto erótico de las hijas de
Eva, a dominarlo y a oponer a él su propio encanto.
Cuando un joven sudamericano entra en estas grandes instituciones gremiales,
como el ejército o la armada, dotados de tradición y estilo, se presta muy bien
a sus exigencias espirituales. Pero en la vida civil la convivencia de los
hombres entre sí resulta algo pobre e ineficaz. Es curioso comparar, por
ejemplo, el ambiente de la joven literatura aquí y en Europa. Los jóvenes
artistas sudamericanos andan con preferencia solos, se juntan poco y en general
poca inclinación a "excitarse por sí mismos". En las capitales europeas los
jóvenes tiene su café, "bar" o restaurante, donde se embriagan tanto con las
bebidas, como con chistes, extravagancias verbales, combates ideológicos. Esos
jóvenes tiene su propio estilo y lenguaje, igual que los colegiales, y ya antes
de "formarse" como escritores, gozan mucho de esa belleza que se crearon entre
sí. Un hombre, formado en tal escuela, lleva para toda su vida un capital de
santa locura que lo defiende contra la tristeza, el cinismo y el aburrimiento.
Por qué en América del Sur no ocurre lo mismo? Por qué aquí la mujer tapa al
hombre todo, hasta tal punto que lo convirtió en su esclavo?
Falta "estilo masculino"
Es un "circulus viciosus". El joven sudamericano se junta poco con sus
compañeros y lo hace de modo superficial, porque lo que necesita, antes que nada
psíquica y físicamente, es la mujer. Preocupado por su capital problema no tiene
ganas de entrar de lleno en otras realidades de la vida. Todo lo demás es
secundario; él cree -y esto es muy natural a su edad- que pierde el tiempo
cuando no está "afilando" a una "chica". Pero la convivencia gremial de los
hombres, menos desarrollada que en Europa no se impone por sí misma. Así que,
preocupado por la mujer, no se junta con los hombres; y justamente por eso,
cuando tiene que afrontar a una mujer se encuentra en posición inferior, le
falta ese "estilo masculino" que los hombres se forman entre sí. El no quiere
tanto encantarla por su propia belleza como conseguir la belleza de ella. No la
domina, sino que se deja dominar por ella. La necesita y por eso debe adaptarse:
mientras el joven europeo va a decir a su compañera con autoridad y energía:
"iremos al cine", el sudamericano dirá: "qué te parece, querida, si vamos al
cine". El europeo tratará de conseguir a la chica luciendo su belleza masculina,
su voluntad, su energía, su fuerza. El criollo tratará más bien de satisfacer
los deseos de ella, de serle agradable. El europeo no temerá tanto perder a la
mujer porque toda la poesía de su vida no se reduce a ella; el criollo, cuando
pierde a "su chica" está condenado a la soledad y no le queda otro remedio que
sentarse en un café y cambiar chistes con amigos que no siempre son amigos de
verdad.
Así sería... más o menos si nos obstinásemos en pintar a la América en negros
colores, elogiando a la vieja, a la más madura Europa. No hay que olvidar ni por
un momento que todo lo que decimos tiene que ser necesariamente un esquema,
injusto y exagerado como todo esquema de esa índole. Europa muy a menudo resulta
tan bruta, tan chata, tan viciosa y execrable, que la joven y fresca América en
realidad, no tiene mucho que envidiarle. En todo caso creemos que son
justificadas las principales tesis de esta nota: que el criollo cuida su belleza
casi tanto como las mujeres, es decir de modo algo afeminado; que por falta de
convivencia con los hombres carece hasta cierto punto de lo que podríamos llamar
el "estilo masculino", y no siempre sabe exteriorizar su natural virilidad en el
trato con las mujeres; y que, aunque siente profundamente la belleza y el
encanto de la mujer, todavía no llegó a sentir su propia belleza.
Witold Gombrowicz llegó a ser universalmente reconocido como uno de los
creadores literarios fundamentales del siglo XX. A pesar de que vivió 24 años en
la Argentina, su obra, escrita en gran parte en este país, continúa teniendo un
carácter marginal, más allá de los esfuerzos de Alejandro Rússovich y Jorge Di
Paola, quienes elaboraron dos ensayos para Historia crítica de la literatura
argentina. "Witoldo" –como lo llamaban sus amigos y admiradores– prefirió evitar
las formas relucientes y cinceladas. Optó, en cambio, por protestar, en nombre
de la individualidad, a través de la ironía y el sarcasmo. El escritor tábano
zumbaba con sus observaciones: veía a los argentinos emperrados en una seriedad
funeraria y a la joven América, empecinada en asímilar los pecados de la vieja y
loca Europa. En la inclasíficable Ferdydurke (1937) –intentar hacerlo aún hoy
conduce a un irremediable callejón sin salida-, el protagonista, un hombre de 30
años que inesperadamente es reducido al estadio de la adolescencia por un
implacable pedagogo, dice: "¡Hay que transformarlo todo! Destruir en la patria
todos los viejos lugares y dejar sólo lugares nuevos". En un mundo donde
estallaba la Segunda Guerra, el escritor polaco que había nacido en el señorío
de Maloszyce, el 4 de agosto de 1904, estaba realizando una travesía por
Latinoamérica a bordo del crucero "Chroby" en 1939. Su estadía en Buenos Aires,
pensaba, sería breve y fugaz. Se equivocó. Y aunque conoció la degradación y la
pobreza, Gombrowicz nunca dejó de escribir y de declararle abiertamente la
guerra, sin subterfugios, al ambiente literario oficial y a sus más encumbrados
representantes.
A cien años de su nacimiento, la Embajada de Polonia y el Centro Cultural Borges
organizan conjuntamente una muestra, El enigma de Gombrowicz, que se inauguró
esta semana, mientras que el Malba proyectará durante todo el mes el film
Gombrowicz, la Argentina y yo, de Alberto Yaccelini (ver aparte). "Yo no
idolatro la poesía, yo no soy excesivamente progresista ni moderno, yo no soy un
intelectual típico, yo no soy ni nacionalista ni católico, ni comunista ni
hombre de derecha, yo no venero ni a la ciencia ni al arte ni a Marx. ¿Qué soy,
entonces? La mayoría de las veces soy simplemente la negación de todo lo que
afirma mi interlocutor." Acaso por esta definición, en la senda de la más pura
negatividad, sea apropiado pensar en Gombrowicz como un enigma: un escritor que
odiaba a los "literatos", esos estetas que a su juicio se regodean con las
formas, pero jamás hablan de lo que duele, de los problemas de estar en el
mundo. El escritor polaco, autor de El casamiento (o El matrimonio, 1947),
Transatlántico (1951), La seducción (o Pornografía, 1958), Cosmos (1965),
Bakakai (1974) y Recuerdos de Polonia (1960-1962), entre otros, supo sembrar y
cosechar enemigos a la vez en múltiples frentes. Gombrowicz dijo que Borges
hacía una literatura abstracta, como corresponde a la condición de un ciego. Es
curiosa la reacción de Borges que, alejado de su fina ironía y más próximo al
exabrupto, ninguneó al polaco: "Es un invento de (Carlos) Mastronardi".
No. Witoldo distaba mucho de ser un artificio; en todo caso fue un sujeto
errante, que tropezó con las calles de un país desconocido del que se terminaría
enamorando. Aunque Ferdydurke fue escrita en Polonia, la traducción del polaco
al castellano estuvo a cargo de un equipo encabezado por el escritor cubano
Virgilio Piñera. "Me acuerdo que nos encontrábamos en un café de la calle
Corrientes. Gombrowicz se miraba en un espejo que revestía un muro contra el
cual se apoyaba nuestra mesa, hacía muecas y tomaba actitudes de emperador, de
obispo o de militar. Le pregunto: ‘¿Está dialogando con sus dobles?’ Sin dejar
de gesticular, me contestó serio, pero lleno de su particular humor: ‘Miro mis
rasgos de aristócrata, parece que mis facciones, día a día, registran mejor todo
mi linaje’." Esta evocación de Antonio Berni capta no sólo en escena al
personaje Gombrowicz. La anécdota ilustra una puesta en escena superior: la
literatura del escritor polaco, atravesada por relaciones oblicuas y guiños que
simulan el goce. Una literatura-ensayo que invoca la risa, que provoca
carcajadas estridentes, que no resulta fácil de digerir, porque las sustancias
con las que está hecha atentan contra los principios vitales del estómago.
"No era capaz de otra cosa que de hacer parodia. Aquí, el estilo es la parodia
del estilo. El arte juega al arte, y lo imita", decía el escritor, que fue uno
de los candidatos al Premio Nobel en 1967. De las influencias que reconocía
Witoldo, hay una que explica esa multiplicación del efecto carcajada en sus
textos. Para él, además de ser una obra magnífica, Papeles de Pickwick, de
Charles Dickens, era "una especie de Evangelio del humor". El primer libro que
escribió por completo en la Argentina, Transatlántico, no se refiere a una nave
sino al hecho de que esa obra sobre Polonia fue escrita del otro lado del
Atlántico. Argentina y esa Polonia, tan adorada como satanizada, tenían muchos
rasgos en común: estaban fuera del mapa, en una posición periférica, y sus
habitantes, desde el sótano de la cartografía, asomaban los ojos y miraban
obnubilados la cultura europea. Un bosquejo del periplo gombrowicziano, de ese
andar a la deriva ("Me encontraba siempre ‘entre’, no estaba inserto en nada",
confesaba), bien podría condensarse en un título periodístico: "De Polonia a
Bacacay". Si lo que garabateó en Ferdydurke culminó en cierto sentido en
Transatlántico, con Bakakai, relatos que ocultan en su grafía la calle porteña
donde el escritor viviera varios años, ese peculiar ámbito del "entre", una
tierra de nadie, se transforma en una constante de su literatura. Los personajes
de Gombrowicz luchan entre la forma concluida (el adulto) y la que se halla en
proceso de elaboración (el joven). "La forma es aquello en que nos refugiamos
para esconder nuestra desnudez."
Aborrecía las estructuras, y si descubría las formas era para defenderse de
ellas y permanecer fiel a sí mismo. La preocupación central de su obra es el
hombre y su búsqueda constante de libertad. En Polonia, durante largo tiempo, se
lo consideró uno de los enemigos ideológicos. "Las formas cambian", diría con
sorna Gombrowicz. La legislatura polaca declaró el año 2004 como Año de
Gombrowicz. Un acto de justicia que acaso sea posible homologar en Buenos Aires
con la muestra y los debates organizados –vaya paradoja– en un centro cultural
que lleva precisamente el nombre del escritor argentino que menospreció a
Gombrowicz, la proyección de un documental (en el Malba) y la reedición de buena
parte de sus obras (Seix Barral, Planeta). Pero las efemérides son como un
champagne demi sec burbujeante, recién servido en la copa de los comensales. El
problema es que cuando las burbujas descienden, cuando lo que queda es la
maldita resaca, permanecen los mismos comensales de siempre, a lo sumo se añade
un puñado de novatos, ungidos con la prosa-burbuja de Witoldo.
Entre los textos del escritor que se pueden conseguir fácilmente, Curso de
filosofía en seis horas y cuarto (Tusquets) es una de las obras más prodigiosas
y disparatadas de su vida intelectual. Gombrowicz, a pedido de su mujer Rita y
un amigo, aceptó dar un curso de filosofía casero, entre el 27 de abril y el 25
de mayo de 1969, pocas semanas antes de morir (el 24 de julio). Un hombre
agonizante, paciente, meticuloso, explica a sus oyentes lo esencial del
pensamiento filosófico de los últimos doscientos años. "La fuerza de Nietzsche
consistió en una crítica extremadamente perspicaz y cruel de todas nuestras
ideas, del alma humana, de la moral y la filosofía. Demostró que el pensamiento
filosófico no se realiza fuera de la vida, como si los filósofos mirasen de
lejos el mundo y su evolución, sino que este pensamiento se baña en la vida y
expresa la vida cuando no está falsificado." Se despidió de este mundo diciendo
lo que se le antojaba, como siempre: "Un genio no puede tener éxito porque
sobrepasa a su tiempo. Por esta razón el genio resulta incomprensible y no sirve
para nadie. Así que Schopenhauer y yo nos consolamos bastante bien".
El escritor y psicoanalista partió del texto Contra los poetas para dar cuenta
del espíritu provocador del autor polaco, que supo quebrantar diversas
mistificaciones de la literatura argentina. Al final, ni Borges se salvó.
A confesión de partes, relevo de pruebas. "Gombrowicz me cambió el humor. Cuando
me encontré con sus libros, me tenía que bajar del colectivo porque no podía
parar de reírme", confesó el escritor y psicoanalista Germán García durante la
conferencia "Contra los poetas" –panfleto publicado por el escritor polaco en la
revista parisina Kultura en 1951– con la que inauguró el ciclo Pensamiento
Incómodo, organizado por la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina
(SEA).
Fueron muchos los testigos que pudieron comprobar la filosa ironía del autor de
la legendaria Nanina, novela que fue prohibida por la dictadura de Onganía. Y
hasta más de uno opinó que este ataque contra los poetas conserva una vigencia
asombrosa.
Incómodo por lúcido y arrogante, Gombrowicz supo quebrantar algunas de nuestras
más enclenques pero entronizadas mistificaciones. "Que me disculpen los poetas.
Yo no los ataco para molestarlos y gustoso tributaré homenaje a los altos
valores personales de muchos de ellos; sin embargo, ya se ha colmado el cáliz de
sus pecados. Hay que abrir las ventanas de esta hermética casa y sacar sus
habitantes al aire fresco, hay que sacudir la pesada, majestuosa y rígida forma
que los abruma", advirtió el autor de Ferdydurke hace más de medio siglo, aunque
aún se puede sentir la frescura de la frase, como si estuviera escrita ayer
nomás.
El escritor polaco vivió en la Argentina entre 1939 y 1963 y escribió algunas de
sus obras fundamentales en la periferia de la cultura de Buenos Aires, que por
aquellos años tenía como insignia la revista Sur, de Victoria Ocampo.
García, a tono con el personaje Gombrowicz, demolió, de entrada, algunas
mistificaciones que no comparte. "Es costumbre decir que todo lo que leímos fue
gracias a Sur, pero no estoy de acuerdo –planteó–. No me cae muy bien esta
afirmación porque siempre me pareció mezquina la política de Sur, que no publicó
a Proust, a Joyce o a Sartre".
Cuando Gombrowicz dio la conferencia, originalmente titulada "Contra la poesía",
en la librería Fray Mocho en 1947, el escritor polaco "era una especie de
Tristan Tzara, un dadaísta solitario", según lo comparó García. "En Cosmos
explica que por la repetición se llega a la mitología –precisó el escritor y
psicoanalista–. Gombrowicz practica un estilo basado en la repetición, una
traslación del humor chaplinesco a la literatura".
Asumiendo su condición de forastero que carece de autoridad, Gombrowicz afirmó
en esa conferencia que su castellano era un niño de pocos años que apenas sabía
hablar. #No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas, ni finas,
pero ¿quién sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la salud? A
veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al extranjero, fuera
de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas verbales, para
comprobar qué quedará de ellos entonces#.
A pesar de que admitía que su tesis podría parecer "desesperadamente infantil2,
subrayaba "que los versos no gustan a casi nadie y que el mundo de la poesía
versificada es un mundo ficticio y falsificado". García aseguró que en ese
castellano de niño el escritor encontró los elementos que le permitieron situar
la poesía fuera de lo que llamará "el mundo profesional de los poetas", mediante
una apelación de vanguardia: "El poeta no toma como punto de partida la
sensibilidad del hombre común sino la de otro poeta". Para el escritor y
psicoanalista, Gombrowicz instituyó así el polo de la vida y del hombre común
para descolocar la empresa intrapoética. "¿Por qué no me gusta la poesía pura?
–se preguntaba Gombrowicz–. Por las mismas razones por las cuales no me gusta el
azúcar ‘pura’. El azúcar encanta cuando lo tomamos junto con el café, pero nadie
se comería un plato de azúcar: sería ya demasiado."
Gombrowicz cuestionaba la mistificación de la misión del poeta. "Ningún poeta es
exclusivamente poeta, sino que en cada uno de ellos existe también el no poeta,
el que ni canta ni ama el canto. Ser hombre es algo más amplio que ser poeta".
El escritor polaco recupera por momentos el tono de su novela Ferdydurke, donde
una lógica es puesta en contacto con el absurdo mediante secuencias de
paradojas. "Otro aspecto, igualmente comprometedor, es el de la cantidad de
poetas, el exceso de vates. Una abundancia ultrademocrática que mina desde
dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza de la poesía."
García abrió el juego para que participara el público. El escritor Mario
Goloboff le preguntó si hubo algún contacto entre Macedonio Fernández y
Gombrowicz, si percibía similitudes entre las propuestas literarias. "Macedonio
tiene una veta mística que Gombrowicz no tiene –respondió García–. Hay una frase
de Macedonio que se puede agregar al panfleto: ‘No soy lector de soniditos’,
decía burlándose de la poesía." Alguien del público mencionó otras revistas que
coexistieron con Sur. "Nos encanta profetizar el pasado; cuando uno ganó,
buscamos argumentos para decir por qué ganó. Es evidente que hubo una dispersión
de publicaciones y siempre se hace un recorte con lo que quedó visible. La
revista Contorno no tuvo ninguna importancia mientras existió, después la
inventaron en la universidad porque los chicos tienen que hacer tesis", bromeó
el escritor y psicoanalista, al mismo tiempo que demolía, a lo Gombrowicz, otra
de las mistificaciones más recientes de la cultura argentina.
"Era un tipo provocador, no era políticamente correcto", señaló el autor de
Nanina. "Hay una carta muy divertida que Gombrowicz le mandó a Gómez, en la que
le decía: ‘No se metan con Sabato que es mi agencia de publicidad en Buenos
Aires". Acaso respondiendo al eco lejano del "maten a Borges", frase que dijo el
escritor polaco antes de subirse al barco que lo llevaría de regreso a Europa,
la poeta Mirta Rosemberg subrayó que "Borges no es un poeta, no tiene cabeza de
poeta". Silencio, primero; segundos después, murmullos acompañados con cabezas
que asienten y otras que niegan, y el sonido de una ambulancia que parecía que
venía a auxiliar a la poeta. "No estoy hablando mal de Borges –aclaró–, pero si
tengo que hablar de poesía argentina, no lo tomo a Borges como paradigma". Al
final, las copas de vino apaciguaron los pensamientos incómodos.
Todavía es necesaria alguna teoría sobre el seudónimo. Witold Gombrowicz –ese
escritor polaco que llega un día a Argentina en una incierta misión cultural,
semanas antes de que su Varsovia fuese invadida– tenía uno donde develaba que
allí faltaba algo: algunas notas las firmaba como Jorge Alejandro, dejando
suspendido lo que haría a un apellido. Había allí un espacio en blanco, quizá
como el propio espacio del autor.
Respecto de Julio Cortázar podría establecerse una relación más elíptica con los
seudónimos. Una vez, el director de una clínica psiquiátrica le envió unas
cartas dictadas por una paciente que, además de presentar un cuadro delirante,
sufría de una parálisis progresiva. Esta persona sostenía que Cortázar era un
seudónimo o, más aún, un nombre falso, pero que ella igualmente estaba enamorada
de él y que por eso mismo le escribía pidiéndole respuesta. Cortázar contestó
con varias cartas, donde le preguntaba al director qué podía hacer por esa
muchacha y le respondía a ella con delicadeza y ternura.
Articular en un solo término a Cortázar/Gombrowicz puede funcionar como un
seudónimo; una condensación donde se articula una verdad que se cuenta como
extrañeza y exilio. Tanto Cortázar como Gombrowicz son exiliados pero también
viajeros. Julio Cortázar decidió irse de una Argentina que no le resultaba
favorable. Witold Gombrowicz decidió quedarse en la Argentina porque regresar a
Polonia no le resultaba favorable, poco después de la invasíón nazi.
En la operación del destierro, se procedía al extrañamiento (así se llamaba) del
sujeto. El poder colocaba en los bordes de un territorio a quien hasta entonces
mantenía una relación familiar con una escena. La situación de extrañamiento, no
formulada ya como un imperativo social, podría retomarse respecto de la posición
de escritura de alguien ubicado como autor. No otra cosa sucede en un análisis
con relación al hueco, la brecha entre la persona que se presenta a la consulta
y aquello que, al hablar, le toma la voz ubicándolo como sujeto de inconsciente.
Proponemos: en esas brechas de lo familiar, entre la persona y el autor, entre
el paisaje y la escena, se encuentra eso que retorna como lejano.
No es el paisaje de la geografía (cercano o distante) lo que produce ese efecto.
Por ello Emilio Salgari, que nunca se alejó de su casa más que a una distancia
de bicicleta, pudo narrar lo que pasaba en la Malasía. Aquí donde lo importante
es la extrañeza y no la geografía, se ubica la novela Los Premios, de Cortázar.
También allí hay un barco: un lugar para que transcurra la otra escena
inquietante, aunque todo sea tan cerca de Buenos Aires y se vean las luces
domésticas de Quilmes.
Pero, hablando de tierra y travesía, o sea de des/tierro, de un cambio de
posición que va desde una persona a un autor, disponemos de una palabra clave:
"rayuela". Juego que consiste en partir de un lugar y concluir en otro: el
cielo. En Rayuela, Cortázar cita Ferdydurke, de Gombrowicz, traducido al
castellano en 1947. También allí procede a hacer extraña la geografía al
priorizar la condición del significante: un bebé se llamará Rocamadour, como una
región de Francia; una señora arbitraria tendrá el nombre de una zona,
Herzegovina.
El escritor polaco no se quedó atrás al plantear la cuestión del yo como un
permanente juego de desconocimiento y de imaginarios equívocos.
En la década de 1950, un asombrado Witold Gombrowicz se choca en Tandil con un
grupo de jovencitos que lo había leído. Poco les interesaba que ese señor entre
desolado e irreverente hubiera quedado anclado en la París de América o que
trabajase en un banco polaco. Ellos le otorgaban la única filiación posible: ser
el autor de un texto, pero más aún de un raro título. Witoldo –como lo llamaban
esos jovencitos– hacía circular un texto titulado Ferdydurke de sí mismo,
Gombrowicz de Polonia. ¿Cómo situar las coordenadas que hacen a este seudónimo
Cortázar/Gombrowicz y a su verdad: el exilio y la extrañeza? Es posible que se
entrelazasen en las líneas de esa rayuela. En lo más íntimo del ser. En la
lengua materna, haciéndola trabajar, no en la superficie sino a pérdida. De
manera que aparezca anudada en los juegos de palabras, deslizamientos,
inflexiones y hasta en algunas reflexiones sobre la escritura, cuando la letra
se hace materia de inciertos sentidos, de modelos para armar.
* Extracto de un texto presentado en el Encuentro Cortázar/Gombrowicz: Extrañeza
y Exilio, organizado por la Fundación Proyecto al Sur.
Witold Gombrowicz nació en Polonia, en 1904, y murió en Vence en 1969. Entre las
obras con las que renovó la literatura de este siglo se encuentran
Transatlántico, Cosmos, La seducción y Ferdydurke. Durante muchos años vivió en
Argentina, y al tomar el barco de regreso a Europa dio un consejo a los nuevos
escritores porteños: "¡Muchachos, maten a Borges!" El desafío de la nueva
literatura argentina era superar al prodigioso autor de "El aleph". En este
texto, inédito en español, Gombrowicz aborda un tema borgiano y le otorga su
sello indiscutible.
¡Dulcinea de mis primeros días, soy tuyo de nuevo! Sin duda, todos conocen ese
estado de ánimo que se siente al despertar cuando, dormido, uno ha soñado con la
juventud. Te frotas los ojos, trastornado hasta el fondo de las entrañas,
revolucionado de arriba abajo, te acuerdas de tu primera dulcinea y la nostalgia
--no se sabe de qué-- te hace trizas. Algo te empuja y, sin embargo, no te
mueves de tu lugar, la vida derrama en ti su marea tempestuosa, golpea contra
tus riberas, y tus riberas perciben con cuánta fuerza te yergues, bañado en
sudor, frente a tu destino, frente a tu vida echada como comida a los perros.
Precisamente bajo el signo de una constelación eroticosensual de este tipo,
sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos
fenómenos de resurgimiento que deberían estar prohibidos a la naturaleza,
acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, a saber, mi juventud y mi
primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río.
Mi bienamada estaba sentada con un ramito de violetas en la mano y yo murmuraba
algo. Una ola que venía de allá me golpeó y me hundió. ¿Qué hacer? Todo esto ya
no volverá, mi juventud está atrás de mí, y con ella mi bienamada, la belleza
está atrás de mí, también terminada, así como la inquietud viva de la juventud,
sus relaciones inestables pero violentas, su marea desbordante y panteísta. Mis
mejillas han perdido su frescura. Vejete, antipoético y rigidizado, ya nunca
inspiraré poemas, ya nadie me admirará ni a través del canto ni en el cine.
La nostalgia de mi propia belleza desvanecida, de la poesía de mi propia persona
aniquilada para siempre, me agitaba cada vez más, como una hoja. Se había
terminado, pues, de una vez por todas; terminados los azules y las lontananzas y
la incertidumbre, las muchachas sufrirían por otro y otro bajo las lilas en flor
murmuraría las mismas palabras, eternamente repetidas. ¿Qué me quedaba? El
trabajo, el trabajo: conseguir un buen puesto en mi trabajo al menos para darles
miedo, dado que ya no las hacía languidecer. ¿O tal vez tener un hijo y, por
medio de él, vivir una vida plena, repetir a través del hijo y, por medio de él,
vivir una vida plena, repetir a través del hijo el canto eterno de la juventud,
de la felicidad y de la belleza? ¿O tal vez sacrificar la vida a ideales,
adquirir así una segunda belleza, aún más bella, y convertirme de nuevo en
objeto de nostalgia? Porque yo estaba totalmente lúcido, percibía con gran
claridad que en el estado actual de las cosas ya no tenía ningún atractivo, ya
nada que pudiera hacer suspirar ni a un perro ni a una nutria, ni gato, ni
árbol, ni mujer, ni hombre. Porque, ¿quién era yo? Un macaco tan seductor como
una mesa de billar, un empleado de planta o por contrato, globo vacío de todo el
gas de la juventud, me aburría solo y aburría a los demás, a veces frecuentaba
reuniones y jugaba al bridge, pero no había la menor vida en todo eso. Además,
mis diversas debilidades espirituales, hasta ahora tan vagas y difusas como la
juventud, afloraban poco a poco, a medida que se instalaba la rigidez de la edad
madura, y empezaba a sentirme mal con mis defectos.
Trastornado por mis debilidades y por mi bienamada, o más precisamente, por las
debilidades nacidas del recuerdo de mi bienamada, lleno de repugnancia y de
desprecio, ya estaba listo para echar a la hoguera esta carroña sin interés que
era yo, a dar mi vida que de todas maneras se disipaba, por lo menos para
suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia en los corazones, y
vivir plenamente mi vida en tanto que estatua, ya que no podía hacerlo como
hombre privado. Pensaba también en convertirme en bombero debido al uniforme tan
bonito, a pesar de todo, con sus galones. Sí, estaba a un paso de tomar las
decisiones más insensatas con una prisa tanto mayor porque resultaba de la
repugnancia por mí mismo, cuando de pronto la forma vaga de un espectro se
desprendió del calentador de carbón y me pareció que me llamaba con una voz que
corría sobre mi corazón como los dedos sobre un teclado.
Desde luego, mi primera idea fue que la patria era la que me llamaba. Porque
¿qué espíritu puede llamarlo a uno al alba si no es la patria, como lo
atestiguaron nuestros tres bardos-profetas,1 así como otros tres mil de menor
envergadura, cantores actuales y de circunstancia que publican en una treintena
de periódicos? Pero una mirada a la silueta me convenció más decididamente de
que era un ser humano y no la patria. Pensé entonces que era mi primera dulcinea
y ya iba a murmurar: ``Ahí voy, Zochna, ahí voy'', cuando, al mirar de nuevo,
descubrí que no era Zochna sino un hombre, sin lugar a dudas. Imaginé entonces
que debía ser la humanidad que me llamaba para que me sacrificara y le diera mi
vida (que de todas maneras se disipaba); pero no, era un individuo, no una
noción abstracta de género neutro, sino un hombre bien concreto que acababa de
surgir de abajo del calentador, y que vestía un saco azul marino. Al ver que no
era ni mi dulcinea ni la patria ni la humanidad, o sea, nada que evocara la
melancolía, sino un tipo bastante prosaico y poco atractivo, controlé mi ardor
--porque ¿qué provecho podrían haber derivado mis encantos de un hombre
mediocre?--, y me aprestaba ya para voltear al otro lado y volverme a dormir
cuando de pronto me di cuenta de que era yo mismo quien estaba de pie frente el
calentador, esperando.
¿Yo mismo? Al principio tuve miedo de mi sosías. Me cubrí la cara y sólo después
de un momento tuve el valor de espiar de reojo por entre los dedos. Pero me
calmé enseguida porque, evidentemente, el aparecido no tenía la intención de
atemorizarme; al contrario, tuve la impresión de que él también se sentía
bastante incómodo. Estaba inmóvil, sin la menor pose, no me miraba, sus ojos
estaban fijos sobre sus zapatos --los míos--, pellizcaba maquinalmente la manga
del saco y parecía avergonzado. Dado que él no me miraba, yo podía mirarlo, y
eso fue lo que hice, al principio con prudencia y luego cada vez con mayor
insolencia. Un instante después, hasta arriesgué una mueca. Distinguí un grano
en su mejilla izquierda y al ver que lo veía, el espíritu se avergonzó un poco
más. Discerní entonces sus numerosos defectos y mezquindades: egoísmo y
cobardía, sibaritismo, aburguesamiento y apatía, una debilidad agravada por la
suficiencia, la lubricidad y el orgullo. Y su vergüenza aumentó todavía más. Me
di cuenta de que una oreja era más corta que la otra, que tenía a la derecha un
diente tapado, y una vez más se avergonzó; en lo que a mí se refiere, incapaz de
controlarme en ese momento, ¡salté donde estaba y me lancé hacia adelante!;
empecé a espulgarlo con la mirada, lo observaba, me fijaba en todo, cada
detalle, y él se dejaba examinar, se conformaba con acurrucarse, sus dedos
pellizcaban la manga cada vez más nerviosamente, y en su rostro apareció una
mueca fácil, artificial, irónica, tras la cual intentaba escapar de mi mirada,
cada vez más indiscreta. Era más triste que todas mis bienamadas juntas. El
espectáculo de todos estos detalles --que me pertenecían-- acurrucados en un
rincón y sonrojados, bañados en esta atmósfera de tontería lamentable, era
difícil de soportar. La fría crueldad de mi mirada me provocaba una tortura
física. Sin embargo, no podía dejar de mirar puesto que él me dejaba examinarlo,
no quería, pero debía hacerlo, ya que se exhibía. Miraba, pues, y analizaba en
detalle ese objeto siniestro, el único, entre todos los objetos de esta
habitación, que estaba avergonzado y provocaba vergüenza. Los calcetines sobre
la silla, las jarreteras, la silla misma, el calentador, todo me miraba tonta
pero duramente, como todas las mañanas, sólo él era incapaz de hacerlo. ¿Sentía
vergüenza? ¿De qué? ¿De tener una oreja más corta que la otra? De hecho, a la
luz de esa vergüenza, la oreja más corta se separaba --con la mayor indecencia--
como un pedazo de algo. Y yo seguía mirándolo, examinándolo como si se tratara
de una vaca de feria, un ganso, un puerco atrapado, y hacía el inventario. La
locura de los inventarios me invadió. Una oreja demasíado corta, la nariz
chueca, una pierna enferma, en los ojos algo desagradable, una afectación
estúpida: un producto fallido, una vaca deforme, un objeto estropeado, un error,
una calaverada, una rareza, una criatura extravagante, ni buena para la crianza
ni para el matadero. Tosió en respuesta e, intimidado, siguió mirando fijamente
el suelo. Grité con voz histérica:
--¡Ya no puedo más, ya no puedo más, ya no puedo más!
Y para ya no mirar, ya no ver, ya no registrar, caí de rodillas frente a él,
oculté mi rostro y `produje tal cantidad de vergüenza que me quedé sin aliento.
Entonces alzó lentamente la cabeza y me miró, todavía sonrojado por la
vergüenza. La impresión fue tal que me tocó a mí bajar la mirada, atreviéndome
apenas a mirar de reojo el rostro del ídolo que me miraba. El grano, los
defectos, las debilidades, las miserias y las mezquindades habían desaparecido,
o más bien todo esto había empezado a vivir y brotaba en forma de mirada. El
rostro me miraba. Un rostro único, temible, singular, un rostro que no se
repetiría nunca más hasta el fin del mundo. Y ya no era yo quien miraba la
mezquindad y la tontería, sino que la Tontería y la Mezquindad me miraban a mí.
La vergüenza dejó de tener vergüenza, miraba, imperturbable como una roca, como
un fenómeno orgulloso y soberano de la naturaleza. Los signos particulares,
antes fuente de vergüenza y de indecencia, animados ahora por el brillo de la
mirada, se convirtieron en algo indiscutible, irrefutable, tan absoluto como las
barbas de Dios Padre. Y las arrugas y las taras_ y todos esos síntomas de
debilidad o de muerte que, para alguien de afuera, habrían parecido dignos de
compasíón, miraban con toda la fuerza y la soberanía de la vida; más aún, era la
vida misma, esa vida que hasta entonces yo había buscado en todas partes, salvo
dentro de mí mismo. Porque, ¿dónde no la había buscado?: en las mujeres, en las
ideas, en mil combinaciones de las más raras, en las palabras más o menos
ampulosas, en la belleza, la gracia y lo bonito, en el pecado, en el derroche,
en la fealdad, en el deber, en el sacrificio, en el ideal, en el trabajo y en el
esfuerzo; y allí, de pronto, se revelaba que yo mismo era la vida, así de
simple. Extraño. ¡Ah, qué alivio! ¡Qué alegría! Por fin la calma: la felicidad,
ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir, yo, yo. ¡Qué
delicia! El amor y la nostalgia por mí mismo, mezclados con el temor, me
hicieron volar como una pluma.
Presa de un caos de sentimientos violentos, extendí las manos y murmuré:
``Hermano'', y quise abrazarle la pierna. Balbuceé algo como: ``¡Oh tú,
dulcinea, patria, tú que eres!'' Pero, de pronto, cambié de opinión, me levanté
y metí las manos en los bolsillos. En realidad, era tonto extender las manos a
un hombre, sobre todo si ese hombre era yo mismo. Caer de rodillas era
igualmente tonto. Experimentar un sentimiento de fidelidad: también tonto. De
manera general, me sentía tonto con mi amor inopinadamente despierto. ¿Por qué
no era yo un fulano(??) a quien acababa de aparecérsele una muchacha o la
patria? Desafortunadamente, me había aparecido yo a mí mismo. Ahora bien, ¿cómo,
en qué categoría de lo sublime podría yo mirar con ojos amorosos no a mi
bienamada sino a mí mismo? Se instaló un penoso malestar. No podía encontrar las
palabras, las palabras apropiadas para este tipo de amor; tampoco había un
ritual convencional, ni gestos adecuados. Al contrario, mi cabeza bullía con
términos medicopsicológicos desagradables, aquellos que suelen utilizar los
periodistas para aterrar a sus suscriptores en los artículos de fondo, a saber:
egoísmo plano, egocentrismo podrido, egoísmo decadente y narcisismo sucio. Me
estremecí ante la idea de que nuestra juventud, tan llena de espíritu de
sacrificio y de ardor, estaba a punto de burlarse de mí y despreciarme como a un
miserable egoísta, que ante las alumnas del liceo de gusto dudoso este Narciso
perdería todo lo que le quedaba de atractivo sexual. A fin de cuentas, no sé por
qué, posiblemente para comprobarle a los periodistas ausentes que yo no era del
todo corrupto y para conseguir la gracia de las alumnas del liceo, escupí en el
rostro del espectro. ¡Qué magnífica renuncia de mí mismo! El espectro lanzó un
gemido y desapareció. Quedé solo, o más bien no solo, sino con la sensación de
un vacío profundo, como si mi vida se hubiese desvanecido, ya sin otra
perspectiva frente a mí que una miserable y vana existencia con la muerte
inevitable al final; me quedé dormido.
¡Ay, malditos imbéciles ustedes con sus artículos de fondo! ¡Ay, tres veces
malditas alumnas del liceo! Así desapareció el espíritu y quedé sin espíritu.
Desperté de todo esto confuso e inseguro, en una inopia terrible en lo que al
espíritu se refiere. ``¿Quién soy? --me pregunté, lleno de dudas--. ¿Soy una
simple función social, soy una función proporcional a la opinión de los
periodistas y de las alumnas del liceo? ¿O, tal vez, simplemente, soy, y nada
más?''
Pero esa palabra, ``soy'', sin atributo, ese hecho desnudo y terrible, me
llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni
más ni menos. Esa palabra implicaba una horrorosa desnudez. Por otra parte,
había escupido al espíritu y se había desvanecido. ``No, no --murmuré, encogido
y trémulo--, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno en el
Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo
o a alguien, inmediatamente, sin más tardanza, hay que tratar de servir, buscar
con qué cubrirse porque hace frío y es indecente. Es necesario, hay que
servir.''
Traducción del polaco al francés por Chistophe Jezewski y Dominique Autrand;
traducido al español por Mónica Mansour.
[W. Gombrowicz - "Diario argentino", Buenos Aires, Ed.
Sudamericana, 1967]
Por la tarde rendez-vous con Santucho (uno de los hombres de letras y redactor
de la revista Dimensión) en el café Ideal.
Huele a Oriente. A cada momento unos pillos atrevidos me meten en las narices
billetes de la lotería. Luego un anciano con setenta mil arrugas hace lo mismo;
me mete los billetes en las narices como si fuera un niño. Una ancianita,
extrañamente disecada al estilo indio, entra y me pone unos billetes bajo las
narices. Un niño me coge el pie y quiere limpiar mis zapatos, otro, con una
espléndida cabellera india, erizada, le ofrece a uno el periódico. Una
maravilla-de-muchacha-odalisca-hurí, tierna, cálida, elástica, lleva del brazo a
un ciego entre las mesitas y alguien lo golpea a uno suavemente por atrás: un
mendigo con una cara triangular y menuda. Si en este café hubiera entrado una
chiva, una mula, un perro, no me asombraría. No hay mozos. Uno debe servirse a
sí mismo.
Se creó una situación un poco humillante, pero que me es difícil, sin embargo,
pasar en silencio.
Estaba sentado con Santucho, que es fornido, con una cara terca y olivácea,
apasionada, con una tensión hacia atrás, enraizada en el pasado. Me hablaba
infatigablemente sobre las esencias indias de estas regiones. "¿Quiénes somos?
No lo sabemos. No nos conocemos. No somos europeos. El pensamiento europeo, el
espíritu europeo, es lo ajeno que nos invade tal como antaño lo hicieron los
españoles; nuestra desgracia es poseer la cultura de ese vuestro 'mundo
occidental' con la que nos han saturado como si fuera una capa de pintura, y hoy
tenemos que servirnos del pensamiento de Europa, del lenguaje de Europa, por
falta de nuestras esencias, perdidas, indoamericanas. ¡Somos estériles porque
incluso sobre nosotros mismos tenemos que pensar a la europea!... " Escuchaba
aquellos razonamientos, tal vez un tanto sospechosos, pero estaba contemplando a
un "chango" sentado dos mesitas más allá con su muchacha; tomaban: él, vermut;
ella, limonada. Estaban sentados de espaldas a mí y podía adivinar su aspecto
basándome solamente en ciertos indicios tales como la disposición, la
inmovilidad de sus miembros, esa libertad interior difícil de describir de los
cuerpos ágiles. Y no sé por qué (quizás fue algún reflejo lejano de mi
Pornografía, novela terminada hacía poco, o el efecto de mi excitación en esta
ciudad), el hecho es que me pareció que esos rostros invisibles debían ser
bellos, es más, muy hermosos, y quizás cinematográficamente elegantes,
artísticos... de pronto ocurrió no sé cómo, algo como que entre ellos estaba
contemplada la tensión más alta de la belleza de aquí, de Santiago... y tanto
más probable me parecía ya que realmente el mero contorno de la pareja, tal como
desde mi asiento la veía, era tan feliz cuanto lujoso.
Al fin no resistí más. Pedí permiso a Santucho (que abundaba sobre el
imperialismo europeo) y fui a pedir un vaso de agua... pero en realidad lo que
quería era verle los ojos al secreto que me atormentaba, para verles las
caras... ¡Estaba seguro de que aquel secreto se me revelaría como una aparición
del Olimpo, en su archí excelsitud, y divinamente ligero como un potrillo!
¡Decepción! El "chango" se hurgaba los dientes con un palillo y le decía algo a
la chica, quien mientras tanto se comía los cacahuetes servidos con el vermut,
pero nada más... nada... nada... a tal punto que casi me caí, como si le
hubiesen cortado la base a mi adoración.
Miércoles
¡Innumerables niños y perros!
Nunca he visto semejante cantidad de perros... y tan tranquilos. Aquí si ladra
un perro lo hace por broma.
Los niños morenamente despeinados dan saltitos... nunca he visto niños más
"parecidos a una imagen"... ¡deliciosos! Frente a mí dos muchachitos; van
abrazados por el cuello y se cuentan secretos. ¡Pero cómo! Un chiquillo enseña
algo con el dedo a un grupito infantil de grandes ojos abiertos. Otro le canta
algo solamente a un palito, sobre el que ha colocado un papel de caramelo.
Lo que vi ayer en el parque: un chiquillo de cuatro años desafió a boxear a una
muchachita que no tenía idea de lo que era el box, pero que por ser más gordita
y más alta le daba muy duro. Y un grupito de pequeñuelos de dos y tres años, en
camisones largos, tomándose de las manos, saltaban y gritaban en su honor:
–¡No-na! ¡No-na! ¡No-na!
Jueves
Extraña repetición anteayer de la escena con Santucho en el café, aunque en otra
variante.
Restaurante del hotel Plaza. Estoy en la mesita del doctor P. M., abogado, quien
representa en Santiago la majestad de la sabiduría, contenida en su biblioteca;
con nosotros, su "barra", o sea el grupo de compañeros de café, un médico,
varios comerciantes... Yo, lleno de las mejores intenciones, me entrego a una
conversación sobre política, cuando.... ¡Oh! ... ¡ya estoy pescado!... allá, no
lejos, se sienta una pareja fabulosa... y se anegan el uno en el otro, como si
un lago se ahogara en otro lago. ¡Otra vez "la belleza"! Pero tengo que sostener
la discusión en mi mesita, en cuya sopa nadan perogrulladas de los nacionalismos
sudamericanos, sazonadas de odio hacia los Estados Unidos y terror pánico ante
los "aviesos propósitos del imperialismo"; sí, desgraciadamente tengo que
responderle algo a este tipo, aunque me encuentre contemplando y escuchando con
todos mis oídos a la belleza que acontece cerca de mí... yo, esclavo enamorado a
muerte y apasíonado, yo, artista... Y vuelvo a preguntarme cómo es posible que
semejantes maravillas se sienten en estos restaurantes a un paso de... pues, de
esa Argentina parlanchina... "Siempre hemos exigido moral en las relaciones
internacionales"... "El imperialismo yanqui en connivencia con el británico
pretende..." "Ya no somos una colonia..." Todo eso lo declara (no desde hoy) mi
interlocutor, y yo no puedo comprender, no puedo comprender, no puedo
comprender... "¿Por qué los Estados Unidos conceden préstamos a Europa y no a
nosotros?"...
"¡La historia de Argentina demuestra que por encima de todo hemos apreciado la
dignidad!..."
¡Ah, si alguien pudiera sacarle del vientre la fraseología a este simpático
pueblito! ¡Esa burguesía, que por la noche toma vino y durante el día "mate", es
tan plañidera! Si les dijera que en comparación con otras naciones están
viviendo como en las manos de Papá Dios, en esta maravillosa estancia suya, tan
grande como la mitad de Europa y si hubiera añadido que no sólo se les hice
injusticia, sino que Argentina es un "estanciero" entre las naciones, un
"oligarca" orgullosamente sentado sobre sus espléndidos territorios... ¡Se
ofenderían mortalmente! Mejor no... ¡Y qué, ya se los digo en su cara! ¿Pero qué
me importa eso?
Allá, en aquella mesita está la Argentina que me fascina silenciosa y sin
embargo con una resonancia de gran arte, no ésta, parlanchina, holgazana,
politiquera. ¿Por qué no estoy allá, con ellos? ¡Aquel es mi lugar! ¡Junto a
aquella muchacha como un ramo de temblores blanquinegros, junto a aquel joven
semejante a Rodolfo Valentino!¡Belleza!
Pero.. . ¿qué ocurre? Nada. Nada a tal punto que hasta este momento no sé cómo y
qué llegó hasta mí desde ellos... tal vez un fragmento de frase. . . un acento.
. . un brillo de ojos. . . Bastó para que de repente me sintiera informado.
¡Toda esa "belleza" era precisamente igual que todo! Igual que la mesa, el mozo,
el plato, el mantel, igual que nuestra discusión, no se diferenciaba en nada...
igual... del mismo mundo. . . de la misma materia.
Jueves
¿Belleza? ¿En Santiago? ¡¿Pero, caramba, dónde?!
[....]
Viernes
Llegó Roby. Es el más joven de los diez hermanos S. de Santiago. En ese Santiago
del Estero (mil kilómetros al norte de Buenos Aires) pasé varios meses hace dos
años –dedicado a contemplar todas las chifladuras, susceptibilidades y
represiones de aquella provincia perdida, que se cuece en su propia salsa. La
librería del llamado "Cacique", otro de los miembros de la numerosa familia S.,
era el sitio de encuentro de las inquietudes espirituales del pueblo, tranquilo
como una vaca, dulce como una ciruela, con ambiciones de destruir y crear el
mundo (se trataba de las quince personas que se dan cita en el café Águila).
¡Santiago desprecia a la capital, Buenos Aires! Santiago considera que sólo ella
mantiene la Argentina, la América auténtica (legitima) y lo demás, el Sur, es un
conjunto de metecos, gringos, inmigrantes, europeos: mezcla, churria, basura.
La familia S. es típica de la vegetación santiagueña, que se transforma por
medio de una incomprensible voltereta en arranque y pasión. Aquellos hermanos
son de una santa benignidad y no les falta esa dulzura ciruelina, son un poco
como un fruto que madura al sol. Y al mismo tiempo los sacuden pasiones
violentas que vienen de algún lado del subsuelo, de carácter telúrico u modorra,
entonces, galopa inflamada por la urgencia de reformar, de crear. Cada uno de
ellos es prosélito jurado de alguna tendencia política, gracias a lo cual la
familia no tiene que temer a las revoluciones, frecuentes aquí, pues sean cuales
fueren siempre darán el triunfo a alguno de los hermanos, al comunista o al
nacionalista, al liberal, al cura o al peronista... (todo esto me lo refirió
Beduino en una ocasión). Durante mi estadía en Santiago dos de los hermanos
tenían sus propios órganos de prensa, editados por propia cuenta con un tiraje
de unas decenas de ejemplares.
Uno publicaba la revista cultural mensual Dimensión y el otro, un periódico cuya
misión era combatir al gobernador de la provincia.
Roby me sorprendió poco antes de su visita a Buenos Aires nunca nos habíamos
escrito –con una carta enviada de Tucumán en la que me pedía le enviara
Ferdydurke en la edición castellana:
"Witoldo: algo de lo que dices en la introducción a El Matrimonio me ha
interesado... esas ideas sobre la inmadurez y la forma que parecen constituir la
tranza de tu obra y tienen relación con el problema de la creación.
Claro está que no tuve paciencia para leer más de veinte páginas de El
Matrimonio"...
Luego me pide Ferdydurke y escribe: "Hablé con Negro (es su hermano, el librero)
y veo que sigues atado a tu chauvinismo europeo; lo peor es que esa limitación
no te permitirá lograr una profundización de este problema de la creación. No
puedes comprender que lo más importante 'actualmente' es la situación de los
países subdesarrollados. De saberlo podías extraer elementos fundamentales para
cualquier empresa."
Con esta muchachada me hablo de "tú" y consiento en que me digan lo que les
viene en gana. Comprendo también que prefieran, por si acaso, ser los primeros
en atacar –nuestras relaciones distan mucho de ser un tierno idilio. A pesar de
eso la carta me pareció ya demasiado presuntuosa... ¿qué se estaba imaginando?
Contesté telegráficamente:
ROBY S. TUCUMÁN –SUBDESARROLLADO NO HABLES TONTERÍAS FERDYDURKE NO LO PUEDO
ENVIAR PROHIBICIÓN DE WASHINGTON LO VEDA A TRIBUS DE NATIVOS PARA IMPOSIBILITAR
DESARROLLO, CONDENADOS A PERPETUA INFERIORIDAD– TOLDOGOM.
Puse el telegrama en un sobre y lo envié como carta (en realidad son
telegramas-cartas). Pronto me respondió en tono indulgente: "Querido Witoldito,
recibí tu cartita, veo que progresas, pero vanamente te esfuerzas en ser
original", etcétera, etcétera. Quizás no valga la pena anotar todas esas
majaderías... pero la vida, la vida auténtica, no tiene nada de
extraordinariamente brillante, y a mí me importa recrearla, no en sus
culminaciones, sino precisamente en esa medianía que es la cotidianidad. Y no
olvidemos que entre las frivolidades puede a veces haber también un león, un
tigre o una víbora escondidos.
Roby llegó a Buenos Aires y se presentó en el barcito donde paso un rato casi
todas las noches: es un muchacho de "color subido", cabellera negra ala de
cuervo, piel aceite-ladrillo, boca color tomate, dentadura deslumbrante. Un poco
oblicuo, a lo indio, robusto, sano, con ojos de astuto soñador, dulce y terco...
¿qué porcentaje tendrá de indio? Y algo más todavía, algo importante, es un
soldado nato. Sirve para el fusil, las trincheras, el caballo. Me interesaba
saber si en los dos años que habíamos dejado de vernos había cambiado algo en
aquel estudiante. ¿algo cambió?
Porque en Santiago nada cambia. Cada noche se expresan allá en el café Águila
las mismas atrevidas ideas "continentales": Europa está acabada, llegó la hora
de la América Latina, tenemos que ser nosotros mismos y no imitar a los
europeos, nos encontraremos de verdad si regresamos a nuestra tradición
indígena, tenemos que ser creadores, etcétera. Así, así, Santiago, el café
Águila, la coca-cola y estas ideas audaces repetidas día tras día con la
monotonía de un borracho que adelanta un pie y no sabe qué hacer con el otro,
Santiago es una vaca que rumia diariamente su vuelo, es una pesadilla en la que
uno corre una carrera vertiginosa pero sin moverse de un lugar.
Sin embargo me parecía imposible que Roby, a su edad, pudiera evitar una
mutación aunque fuese parcial, y a la una de la madrugada fui con él y con Goma
a otro bar para discutir en un círculo más íntimo. Consintió con muchas ganas,
estaba dispuesto a pasar la noche hablando, se veía que ese "hablar genial,
loco, estudiantil" como dice Zeromski en su diario, le había entrado en la
sangre. En general, ellos me recuerdan mucho a Zeromski y a sus compañeros de
los años 1890: entusiasmo, fe en el progreso, idealismo, fe en el pueblo,
romanticismo, socialismo y patria.
¿Las impresiones de nuestra conversación? Salí desalentado e inquieto, aburrido
y divertido, irritado y resignado, y como apagado... como si me hubieran dicho:
¡basta ya de eso!
El tonto no ha asimilado nada desde que lo dejé en Santiago hace dos años.
Volvió a la misma discusión de entonces, como Si sólo hubiera sido el día
anterior. Igual como dos gotas de agua. . . sólo que está mejor afianzado en su
tontería y por consiguiente más presuntuoso y omnisapiente. Otra vez tuve que
escuchar: ¡Europa se acabó! ¡Ha llegado la hora de América! Tenemos que crear
nuestra propia cultura americana. Para crearla, debemos ser creadores, ¿pero
cómo lograrlo? Seremos creadores si contamos con un programa que desate en
nosotros las fuerzas creadoras, etcétera, etcétera. La pintura abstracta es una
traición, es europea. El pintor, el escritor deberían cultivar temas americanos.
El arte tiene que vincularse con el pueblo, con el folklore... Tenemos que
descubrir nuestra problemática exclusivamente americana, etc.
Me lo sé de memoria. Su "creación" empieza y termina con esas declaraciones.
W. Gombrowicz - "Diario argentino", Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1967
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
Descripción: La filosofía de este polaco, afincado veinticuatro años en la
Argentina, se antoja cargada de sentido, transparente, certera, ajustada a
nuestro momento histórico. Su ataque a la poesía está muy alejado del de aquel
ateniense que tenía a los poetas por inmorales y subversivos: "El problema de la
Forma, el hombre como productor de Forma, como esclavo de las formas, la idea de
la Forma Interhumana como soberana fuerza creadora, el hombre no auténtico, son
cuestiones que vengo tratando y sobre las que he procurado siempre llamar la
atención."
Índice del libro:
Contra la Poesía (1947)
Contra los poetas (1951)
Carta a Gombrowicz de Czeslaw Milosz (1951)
El maldito empequeñecimiento (1952)
A propósito de Dante (1966)
A propósito de Ferdydurke (1957)
A propósito de Dante (1966)
A PROPOSITO DEL DANTE
Inferno. Canto terzo
Per me si va nella città dolente,
Per me si va nell’eterno dolore,
Per me si va tra la perduta gente.
Giustizia mosse il mio fattore:
fecemi la divina potestate,
la somma sapienza
e’l primo amore.
Dinanzi a me non fuor cose create
se non eterne, e io eterna duro.
Lasciate ogni speranza, voi che entrate
Por mi se va a la ciudad doliente, por mi se ingresa en el eterno dolor, por mi
se va con la perdida gente.
"La ciudad doliente" escribe... ¿para referirse al infierno? ¡¿No se le ocurrió
nada mejor?!
Torpe y banal definición, sin duda... demasíado "cerca de la vida". Hoy, yo lo
habría dicho mejor. ¡Meta! El infierno es ante todo metafísico.
Al hablar del infierno hay que recurrir a palabras que estén en contradicción
interna, y den así cabida al elemento de lo indecible.
En lugar de " Per me si va nella città dolente" podríamos escribir,
Por mí, se va a la ciudad sin fondo
Eternidad que persigue su propio abismo.
¡Mucho mejor! Mucho más profundo resulta este infierno que se precipita en su
propio abismo.
Pasemos ahora al segundo verso de la inscripción dantesca grabada sobre el
dintel de la puerta del infierno (se trata del principio del tercer canto de La
Divina comedia: Dante y Virgilio se acercan al infernal umbral donde se leen
estas palabras):
Per me si va nell’eterno dolore
Aquí lo único que puede molestar es lo de "eterno". ¡¿No dio con mejor
adjetivo?! Veamos. Pensemos y escribamos... tampoco hace falta empeñarse mucho,
se me ocurren no pocas, sino muchas, ideas más brillantes ya listas en mi
cabeza. Por ejemplo:
Por mí, se va ahí donde el mal
se infecta a sí mismo y supura para la eternidad
En cuanto a la exégesis de mis versos: si mi primera (y metafísica) definición
del infierno subraya su absoluta inhumanidad, esta segunda expresa el único
elemento capaz de humanizarlo, por poco que sea: de hacerlo comprensible al
hombre. Claro está: estamos ante una chapuza. Este infierno es una empresa
remendada.
Se trata de una idea moderna (y no poco fascinante, a mi entender).
En efecto, el mal absoluto debe estar "mal hecho" hasta en su propia existencia.
El Mal que sólo quiere el mal y nada más que el mal no puede realizarse "bien",
es decir, cabalmente. El "hombre malo" comete una "mala acción" –matar a su
vecino, por ejemplo-, pero para él ese mal es un bien. No lo comete porque esté
mal sino porque, para él, es un bien, que se ajusta a sus intereses... de ahí
que lo quiera hacer "bien" y no mal. Este hombre no se distingue de los demás:
busca el bien; la única diferencia radica en que encuentra el bien en el crimen.
¿Y Satanás? Satanás quiere el mal y sólo el mal, y no podría desear el bien, de
suerte que "hará mal" su función. Así el infierno es algo mal hecho; está
torcido en su propia esencia; es una baratija.
Interesante idea. Moderna. Acaso se pasa de dialéctica, pero amplía nuestra
imaginación...
Sólo con esta idea de la chapuza puede la Humanidad aprehender el infernal
abismo. Una visión del Mal que se roe a sí mismo, que se tortura... no está
mal... interesante.
Pero el peregrino de Florencia desconocía esta idea y nunca podría haberla
concebido. De haberla atisbado, la habría acogido arrodillado y, con él,
Virgilio. ¡Qué salto habría dado el infierno con semejante acicate!
El tercer verso,
Per me si va tra la perduta gente
Puede quedarse así, nada que objetar por mi parte: la "perdición" sabemos bien
lo que significa... sin embargo, completaría el verso con un calificativo acaso
sorprendente:
por mi se va con la perdida gente
e Incansable...
Sí "incansable", un adjetivo sencillo, tosco, como cuando decimos "un bailarín
incansable", "un trabajador incansable", pero que nos remite a la idea de
"indestructible". La humanidad del condenado es en efecto irreductible, eterna:
el Diablo y el Hombre son las dos columnas indestructibles del infierno.
Recompongamos el todo:
Por mí, se va a la ciudad sin fondo
Eternidad que persigue su propio abismo,
Por mí, se va ahí donde el mal
se infecta a sí mismo y supura para la eternidad,
Por mi se va con la perdida gente
e Incansable...
Y comparen mi versión con el terceto original, tan superficial y torpe. Con
estas tres ideas nuevas, ¡sí que estamos ante un infierno dantesco! Insisto:
podría haber echado mano de otras diez ideas, igualmente vertiginosas y
desconocidas por Dante (podría concebirlo como "continuidad", o como algo
"granulado", o usar categorías como las de "transfert", "fondo",
"trascendencia", "alienación", "función", "psiquismo", "existencia en sí y para
sí", etc., etc., etc. ah, ah!, ah!).
Heme aquí, comunicando por entre el tupido torbellino de seis siglos colmados de
existencia; heme zambulléndome en el Tiempo concluido para alcanzarlo a él, el
muerto, el Alighieri que ya fue. En nuestra convivencia con los muertos lo único
anormal es que nos resulte tan normal. Decimos: vivió, murió, escribió la Divina
comedia y yo ahora me la leo...
Y sin embargo, de seguro, el pasado es lo que ya no existe. No digamos un pasado
de seis siglos: algo tan lejano que ni yo mismo –aún en mi propio pasado- jamás
pude encontrarlo. Desde que vivo, ese pasado ya fue. Entonces, ¿qué quiere decir
"vivió en el pasado"? En mi presente encuentro restos del pasado –un poema- con
los que puedo deducir esa existencia que ya fue, pero debo recrearla. Sin
embargo, para poder decir de alguien que ya "fue" (término ininteligible: parece
un "es", pero debilitado), ese "fue" debe aparecerse en el horizonte de mi
presente, como un punto en el que se entrecruzan dos rayos: uno que viene de mí,
de mi empeño recreador, y el segundo que procede del exterior, en ese cruce
entre el pasado y el futuro, ahí donde transcurre el tiempo y que me permite
comprender que lo que "fue" "es", en tanto que cosa que "fue".
Convivir con el pasado significa aprehenderlo sin pausa, convocarlo sin fin a la
existencia... pero como lo leemos a través de los restos que nos dejó y éstos
dependen del azar, de los materiales –más o menos frágiles y accidentados- que
nos han llegado, ese pasado es caótico, fragmentario, casual. Nada sé de una de
mis tatarabuelas: su aspecto, su carácter, su vida, nada salvo este hecho: el 16
de junio de 1669, el día de la elección del rey Miguel Korybut mandó comprar dos
medidas de fustán y jengibre. Tan solo ha quedado de ella un apolillado papel
lleno de sumas y en el margen una anotación, (no recuerdo exactamente) algo así
como: "Sr. Szolt, a su regreso de Remigola, tendrá a bien traerme dos anas de
fustán y jengibre". Jengibre y fustán, nada más.
El pasado es pues un gigantesco escenario hecho de minucias... así es... Y, sin
embargo, sorprende ese deseo de tener un pasado lleno, vivo, colmado de
personajes, concreto... y sorprende que ese deseo sea tan pertinaz.
Son las diez de la mañana... niebla en la montaña... de pronto dispersada por la
luz.
Una vez, en Argentina, navegando el Paraná superior, cruzando sus tortuosos
meandros, iba recibiendo con gran tensión la visión del nuevo paisaje que surgía
tras cada recodo del río; como si esos paisajes hubieran de debilitarme o
fortalecerme; de la misma manera que, a lo largo de mis muchos años de trabajo
literario, escruté con mi mirada el mundo, intentando saber si mi época me
confirmaba o negaba. Durante años lo avistado fue positivo y nada reconforta más
que constatar que la evolución del gusto, de las ideas, de los usos, de las
técnicas se alía con uno y le va abriendo caminos. Hoy en día, sin embargo, las
cosas son más complicadas. Veo multiplicarse en torno a mí fenómenos sin duda
familiares pero que parecen estar envenenados por intenciones que me resultan
molestas.
El problema de la Forma, el hombre como productor de Forma, como esclavo de las
formas, la idea de la Forma Interhumana como soberana fuerza creadora, el hombre
no auténtico, son cuestiones de las que vengo hablando y sobre las que he
procurado siempre llamar la atención: pues bien, intenten cambiar el concepto de
"Forma" por el de "Estructuralismo" y me verán en el centro mismo de la actual
problemática intelectual francesa.
¿Cómo se explica entonces esa antipatía, entre yo y ellos... parece como que,
dándome la espalda, se dirigieran en otra dirección? Sus obras, ya sea el
Nouveau roman français, su sociología, su lingüística o su crítica literaria
denotan una propensión de espíritu que me resulta desagradable, detestable,
fuera de lugar, poco práctica, ineficaz... Sin duda, lo que nos separa de
entrada es que ellos proceden de la ciencia y yo, del arte. Rezuman universidad:
esa pedantería, consciente y obstinada; ¡esos aires magistrales! Esa acritud, su
insistencia en el tedio, su asocialidad, su soberbia de intelectuales, su
rigidez... cuanto me molestan, cuan altivo es su lenguaje... pero hay más: una
razón más profunda de desacuerdo. Así como yo pretendo ser distendido, ellos
resultan crispados, tensos, estirados, obstinados... y mientras yo me "aproximo
a mí mismo", ellos sólo saben de una pasíón: la autodestrucción; quieren huir de
sí mismos, renunciarse. El objeto. El objetivismo. Una ascesis casi medieval:
esa "pureza" que, en su deshumanización, les atrae. Pero cuidado, ese
objetivismo lejos de ser frío (ellos lo quisieran gélido) esconde una trampa: el
dardo de una intención agresiva, provocadora; sí, es provocación. Y con estupor
recibo su nomenclatura (que creía para siempre enterrada); ese vocabulario que
recuerda a la astrología, la cábala, la magia y, además, es belicoso y rebosa de
una especie de desafío: es como la muerte renaciendo...
Para mí, cada intento del hombre de salir de sí mismo –ya sea la estética pura,
el estructuralismo puro, la religión o el marxismo- es una ingenuidad condenada
al fracaso. Un misticismo propio de mártires. La propensión a deshumanizarse
(que yo mismo practico) debe necesariamente complementarse con su opuesta: la
propensión a humanizarse, de lo contrario lo real se derrumba como un castillo
de naipes y nace el peligro de ahogarse en el verbalismo de lo irreal. ¡No! Sus
fórmulas no saciarán a nadie. Vuestras construcciones, todos esos edificios que
levantan permanecerán vacíos mientras no venga alguien a habitarlos. Cuanto más
os parezca que el hombre es inaprensible, inalcanzable, abismal, inmerso en
otros elementos, prisionero de las formas, como articulado por unas palabras que
no le pertenecen, tanto más necesaria e imperiosa se hará la presencia del
hombre normal, el que experimentamos y sentimos en nuestra cotidianeidad: el
hombre de la calle, del bar, el hombre concreto. El alcanzar las fronteras de lo
humano debe contrarrestarse de inmediato con un repliegue en lo más humano, en
lo normalmente humano. Se puede sondear lo más abisal de lo humano pero siempre
que se vuelva a la superficie.
Y si me preguntan que dé una definición, profunda y compleja, de ese alguien que
debería, a mi entender, habitar esa ristra de construcciones diría,
sencillamente, que es el Dolor. La realidad, en efecto, es aquello que se nos
resiste, que nos hace daño. El hombre real es el que siente dolor.
Más allá de todo lo que nos cuentan, en todo el universo, en toda la extensión
del Ser, solo existe un único elemento atroz, imposible, inaceptable, una sola
cosa verdadera y completamente opuesta a nosotros, que nos aplasta: el dolor.
Sobre él, y sólo sobre él, se basa toda la dinámica de la existencia. Supriman
el dolor y el universo se tornará indiferente...
¡Bueno! Todo esto resulta demasíado serio como para andar filosofeando. Pero la
cosa resulta, sin duda, angustiosa. Y, sin embargo, para todos esos pensadores
(y para otros muchos), el universo sigue siendo el terreno de tranquilas, cuando
no olímpicas, especulaciones cerebrales. Sus análisis rebosan salud siendo como
son obra de unos profesores con muy buena salud y bien acomodados en sus
cátedras. Su desconsideración, perfectamente infantil, hacia el Dolor está en la
base de sus incasables puzzles intelectuales. Si ya la libertad sartriana no
sentía ni temía el dolor, los objetivismos de hoy parecen surgir directamente de
la anestesia.
Inútil subrayar la contradicción de mi razonamiento. Abogo por un hombre
distendido y "normal" pero, al mismo tiempo, transido por el Dolor. La
contradicción es sólo aparente.
¿Debo pues luchar contra su ascetismo guerrero o, por el contrario, sumirme en
mí mismo, darme a mí mismo, instalarme en mí como en una fortaleza?
Les deseo un buen dolor de muelas.
Este libro, la Divina comedia, abierto sobre mi mesa, se escribió hace seis
siglos.
¿Qué debería significar para mí el pasado del género humano? Estoy sobre una
inmensa montaña de cadáveres: todos los que ya fueron. ¿Estoy encima de qué?
¿Qué sentido tiene el magma bajo mis pies, ese hormigueo de existencias
terminadas lejos de mí?
¿He de buscar en el pasado seres humanos o, más bien, una suerte de abstracta
dialéctica sobre la evolución?
Lo que de inmediato se percibe es que de los hombres del pasado sólo llegan a mí
los más importantes. En la Historia para permanecer se debe devenir... todos los
cementerios de la antigua Grecia se reducen a unos pocos centenares de personas:
Alejandro, Solón, Pericles... y de la Florencia medieval, ¿cuántos otros hombres
destacan aparte de Dante?
En el gran desfile de todos los muertos del mundo sólo podría reconocer a los
Grandes. Me gusta la aritmética, me permite abordar no pocos problemas. ¿Cuánta
gente muere cada día? ¿Doscientos, trescientos mil? Cada día, un ejército entero
–unas veinte divisiones- se va para la tumba. Y no sé nada, no oigo nada, no
estoy al tanto... nada, absolutamente nada... todo ocurre fuera de mí. La
discreción de la muerte (¡y la de la enfermedad!). Quien no supiere que en este
bajo mundo se muere podría atravesar durante años nuestras calles, nuestras
plazas, nuestros parques o nuestros campos antes de descubrir que tal cosa como
la muerte existe de verdad. ¿Y los animales? ¡Qué asombrosa discreción! ¿Cómo
consiguen los pájaros que nadie sepa que han muerto? Sus despojos deberían estar
por doquier, pero podremos caminar hasta el infinito sin encontrar (apenas) el
más mínimo esqueleto. ¿Dónde desaparecen? No son tantas las hormigas o los
roedores.
La muerte es universal, imprecisa, no deja rastro. Pero yo en estas condiciones?
Yo con mis necesidades, con las necesidades de mi yo? Cuanto menos consigo
discernir de entre esas masas de cementerio más me aferro a los Grandes. Les
conozco en persona. Son la Historia. Ningún escenario de almoneda podría
sustituirlos.
Pero mi actitud hacia ellos, ¿es lo suficientemente personal? Se trata de una
pregunta muy importante para mí.
¿La Divina comedia? No me basta. Lo que busco es Dante, pero sin encontrarlo
porque el Dante que me ha trasmitido la historia es justamente el autor de la
Divina comedia. Esos grandes hombres dejaron de ser hombres para ser obras.
Pero aún irrita más el hecho de que nuestra actitud hacia las obras resulta
inadecuada. En el colegio y en casa nos enseñan tan sólo a respetar y venerar a
los Grandes pero nuestra actitud para con ellos no deja de ser ambigua: admiro y
me postro ante los Grandes pero al mismo tiempo los trato altivamente, con
conmiseración y suficiencia. Valgo menos, puesto que ellos son los Grandes. Pero
también valgo más al haber nacido después de ellos y estar en un estadio más
alto de la evolución.
Esta segunda actitud que definiría "brutal" o "inmediata" no suele darse. Nos
limitamos a concebir al autor y su obra conforme a su dimensión y relevancia
históricas. Veamos que da de sí esa visión más directa. ¿Puedo, honestamente,
con mi imaginación de hoy, entusiasmarme con los productos de una imaginación
naciente, casi campesina como la de Dante? Los tormentos de todos sus
condenados, ¡qué zafios y simplones!. ¡Tan míseros y tan parlanchines! Esos
sermones declamados entre dos torturas... esas situaciones idénticas que se
repiten con cansina monotonía (sin embargo, desde una perspectiva histórica
habría que decir que como obra del siglo XIV esas situaciones rebosan recursos e
imaginación), mientras XXX lo temporal penetra in crudo en lo Eterno, con sus
XXX
¿Y el pecado? Él no parece sentirlo: sus pecados carecen de fuerza, parecen más
bien infracciones, ni nos atraen ni nos repelen.
En esta misma línea podrían decirse muchas más cosas y demostrar que se trata de
un poema simplón, pobre, aburrido, cansino. Y acabar concluyendo
melancólicamente: nunca alcanzaré este hombre a través de su obra. Atrapado por
la Historia no es para mí sino una gran obra histórica. Y cuando intento
alcanzarlo a mi manera, brutal e inmediata, prescindiendo de la Historia, ¡su
Divina comedia no vale un duro!
Entonces, ¿qué es el pasado para mí? ¿Un agujero? Y los hombres de verdad,
¿dónde los ponemos?.
Retomo el terceto
Per me si va nella città dolente,
Per me si va nell’eterno dolore,
Per me si va tra la perduta gente.
Y prosigamos
Giustizia mosse il mio fattore:
fecemi la divina potestate,
la somma sapienza
e’l primo amore.
Ahora sí que lo veo: es el poema más monstruoso de la literatura mundial; un
poema que página tras página va despachando letanías de tormentos, listados de
torturas. El primer Amor, justamente este su primer Amor desvela de pronto toda
la monstruosidad de la empresa. Y su bajeza. Pase aún el Purgatorio, si
concedemos que tales pecados exijan realmente castigos tan satánicos... mas se
avista la barlume de la salvación. `Pero ¿el Infierno?
El infierno no es castigo, ya que el castigo lleva a la purificación, tiene un
fin. El infierno es tortura eterna, y ese condenado dentro de diez millones de
años gritará de dolor del mismo modo que está gritando ahora: nada, jamás,
cambiará para él. Algo intolerable, que nuestro sentido de la justicia rechaza.
Él, sin embargo, escribe sobre la puerta del Infierno:
Fecemi il primo amore
Sólo por miedo y por vileza puede escribirse tal cosa... por la más ruin de las
adulaciones. Aterrorizado y temblado, acaba rindiendo los mayores honores al
mayor de los terrores, llamado Supremo Amor al colmo de la crueldad. Jamás se
usó la palabra Amor de una manera tan descaradamente paradójica. Ninguna palabra
dicha por los hombres se habrá jamás usando con tanta perversión. Justamente la
palabra más sagrada, la más querida de todas. Se nos cae de las manos, este
libro de la vergüenza, y nuestros labios ofendidos murmuran: no hay derecho...
Recojo el libro de la vergüenza, ojeo el poema en su conjunto... no hay duda,
todo este baño infernal desprende el perfume del Amor supremo. Dante acepta el
Infierno, lo aprueba, es más, lo venera! ¿Cómo puede ser? ¿Que pasó para que una
obra tan viciada por el miedo enloquecido, tan servil y tan contraria al más
esencial sentido de la justicia humana acabara convirtiéndose con los siglos en
un Libro Edificante, en el poema más solemne?
¡Católicos! Esta Divina comedia no deja de ser vuestra... ¿cómo habéis podido
encajarla en vuestras conciencias?
Según la Iglesia y su doctrina el hombre se creó a imagen y semejanza de Dios.
De suerte que todo lo que se oponga al más profundo sentido de la justicia no
puede ser justo, ni acá ni allá.
Un artista católico no tiene derecho a escribir contra sí. Toda la Divina
Comedia está en pecado mortal.
Pero el mundo católico la adora.
Bien, Bien... pero ya lo agarré, lo alcancé y no lo suelto: acaba de ofenderme,
de indignarme y esto me indica que está ahí abajo... detrás del muro del
tiempo... se convirtió en persona...
El supremo Dolor, lo convirtió en alguien.
¡Bien! Curioso, sí: el Dolor nos hace reales. Sólo el Dolor nos une a través del
tiempo y del espacio; el Dolor reduce las generaciones a un mismo denominador
común.
¡Pero bueno! ¿Qué profuso coro es este, esta especie de coral de sapos que se me
acerca, me envuelve como la niebla y se disuelve como la humedad? Acabo de ver
al hombre que encarna este libro, pero escuchando con más atención, entiendo que
no es él quien canta. Canta toda la Edad Media.
¿Cómo pudo indignarme antes? No sólo Dante aprueba el Infierno, es todo el
Medioevo. Él se limita a reiterar fórmulas, a repetir lo que una conciencia
colectiva codificó. Palabras... palabras vanas... así se hablaba entonces, poco
más...
Y hete aquí que la Divina Comedia vuelve a ser para mi un monumento, una forma,
una codificación, un ritual, un gesto, un oficio, un ceremonial... Curioso:
cuando entendí antes que este poeta escribía contra sí mismo, conseguí entablar
un contacto personal con él. Pero al descubrir que escribe contra sí mismo,
entiendo que escribe al dictado de su época y esta contradicción interna pierde
así su fuerza de realización. Todo palidece.
Además. ¿Cómo pude tomar en serio la solemnidad del poema, todo ese prestigio
del que goza? Palabras... nada más que vanas palabras! No es más que un ritual
de inter-humana veneración; ajustado a ese otro rito de los cantos interhumanos.
Ahí abajo, él celebra su función y, en consonancia, aquí, otros se arrodillan.
La veneración es la mejor prueba del descreimiento.
¿El Infierno? ¡Cuentos! ¡Es un mito!
Bien! Bien! Todo adquiere otra dimensión. ¿Cómo pudo escribir tan impunemente
"el primer amor"? Muy sencillo: ese Infierno no es verdadero. Las torturas son
retóricas, los condenados declaman. La eternidad es la indolente eternidad de
los monumentos. Sólo retórica: los jirones que se sumergen y vuelven a la
superficie; las majestuosas jerarquías de pecados, de tormentos; las
iniciaciones, las profecías, la creciente luminosidad, las virtudes y los coros,
la teología y la ciencia; los misterios, los malditos y los sagrados; todo,
todo. Dante recitaba su época. Pero también la época recitaba, de suerte que el
poema viene a ser una doble fraseología: el poeta se ha molestado en recitar lo
que ya todos había recitado. Algo parecido a ese ambiente de domingo en los
bares, cuando la gente hable de los partidos del día: ¿realmente les apasíona el
fútbol? No lo creo. Tan sólo han aprendido a hacer uso de ese vocabulario, a
expresarse de esa manera, a falta de un lenguaje ya listo con el que hablar de
otras cosas. La humanidad se mueve por el camino trillado de los modos de
expresión.
¡Un poema vacío, que existe oponiéndose a la realidad, casi contradiciéndola!
¡Cuidado! Todo este discurrir se antoja, ¡demasíado ligero! ¡No se escapa al
Infierno tan fácilmente, listillo! El Infierno existe, cómo no. Existe,
existe...
Acaso olvidas que según el código recogido en la Divina comedia los herejes eran
verdadera, realmente quemados vivos. El fuego abrasa, por tanto...
Y, así, el diabólico poema vuelve a gritar como un alma condenada; y a vomitar
tormentos.
Resulta muy instructivo (y recomiendo esta experiencia a todos los teóricos de
la cultura) acercarse de vez en cuando al centro del Dolor. Os atrae y os atrapa
siempre más. La verdad se torna entonces grito y desgarro.
No obstante,...
Vuelvo a recordar que esta Realización del Infierno se hizo posible sólo en una
atmósfera de Irrealidad perfectamente irresponsable.
¡Claro! La deslumbrante austeridad de Santo Domingo debió descender entre los
magnates del "brazo secular", y caer presa de la política, de la ambición, de
tantos apetitos más que terrestres; llegó hasta los escritorios de los
burócratas; se escondió tras las funciones, las tareas, los oficios y, llegando
más abajo, filtró hasta las toscas manos de los verdugos, insensibles, ellos, al
Dolor. Sin esta progresiva degradación, ¿qué hombre sería capaz de quemar a otro
vivo? La idea, la radical idea del pecado, del infierno, de la tortura debió
desperdigarse por muchas mentes oscuras, por muchas obtusas sensibilidades,
antes de llegar a estallar en una llama dura, implacable, que abrasa de verdad.
¿Qué eres, pues, Divina Comedia?
¿Torpe obra del pequeño Dante?
¿Poderosa obra del gran Dante?
¿Monstruosa obra del vil Dante?
¿Retórica declamación del hipócrita Dante
¿Un fuego de artificio? ¿Un fuego real?
¿Una irrealidad?
¿Un nudo difícil y complejo de real e irreal?
Me ocurrió ayer… Debo decir que nada puede igualarse, en ciertos aspectos, en
cierto modo, con el horror del dilema que viví… Me encontré en la situación en
que lo humano que hay en uno debe vomitar… Podría decirlo. Puedo atormentarme o
no con esto, en realidad sólo depende de mí.
Estaba acostado bajo el sol, estratégicamente situado en la cordillera que forma
la arena acumulada por el viento en el extremo de la playa. Son unas montañas de
arena, dunas, ricas en colinas, vertientes, valles, un laberinto curvilíneo y
polvoriento, en algunas partes coronado por un arbusto que vibra bajo el
incesante empuje del viento. A mí me protegía una Jungfrau bastante alta,
notablemente cúbica, altiva, pero a unos diez centímetros de mi nariz empezaba
el ventarrón que azotaba sin tregua un Sahara quemado por el sol. Unos
escarabajos – no sé cómo llamarlos – erraban penosamente por ese desierto, con
fines ignorados. Y uno de ellos, al alcance de mi mano, yacía patas para arriba.
Lo había volteado el viento. El sol le quemaba el vientre, lo que tenía que ser
particularmente desagradable si se toma en consideración que ese vientre suele
permanecer moviendo las patitas, y sabía que no le quedaba sino ese monótono y
desesperado movimiento de las patas… ya desfallecía, quizás llevaba así muchas
horas, ya agonizaba.
Yo, gigante inaccesible para él, con una inmensidad que me hacía ausente para
él, miraba ese movimiento… alargué la mano y lo libré del suplicio. Se puso a
caminar hacia delante. En un segundo había vuelto a la vida.
Apenas lo había hecho, cuando vi un poco más allá a otro escarabajo idéntico al
anterior, en idéntica situación. Movía las patitas. Y el sol le quemaba el
vientre. No tenía ninguna gana de levantarme… Pero, ¿por qué salvar a uno y al
otro no? ¿Por qué a aquél, mientras que a éste…? Hiciste a uno feliz, ¿pero
tiene que sufrir el otro? Tomé una ramita, alargué la mano…lo salvé.
Acababa de hacerlo cuando ví un poco más allá a otro escarabajo idéntico, en
posición idéntica. Movía las patitas y el sol le quemaba el vientre.
¿Debía transformar mi siesta en una servicio de socorros de emergencia para
escarabajos agonizantes? Pero ya me había familiarizado demasiado con ellos, con
su ridículamente indefenso movimiento de patitas… y comprenderán quizá que si ya
había empezado a salvarlos no tenía derecho a detenerme precisamente en el
umbral de su derrota… demasiado cruel y en cierta forma imposible, imposible de
cometer…¡Bah! Si entre aquél y los que había salvado existiera alguna frontera,
algo que me autorizara a desistir… pero no había nada, solamente diez
centímetros de arena más, siempre el mismo espacio arenoso, "un poco más lejos"
es verdad, pero solamente "un poco". Y movía las patitas de la misma manera. Sin
embargo, después de mirar a mi alrededor ví "un poco" más lejos a cuatro
escarabajos moviendo las patitas, abrazados por el sol… no había remedio, me
levanté y los salvé a todos. Se fueron.
Entonces apareció ante mis ojos la vertiente deslumbradora-calcinante-arenosa de
la loma vecina y en ella cinco o seis puntitos que movían las patas:
escarabajos. Me apresuré a salvarlos. Los salvé. Y ya me había quemado tanto con
su tormento, integrado a ellos, que al ver cerca otros escarabajos, en las
llanuras, en las colinas, en las barrancas, aquella islita de puntos torturados,
empecé a moverme en la arena como un loco, ¡ayudando, ayudando! Pero sabía que
eso no podía continuar eternamente, pues no sólo esta playa sino toda la costa
hasta más allá de donde la vista se perdía estaba sembrada de ellos, entonces
tenía que llegar el momento en que diría "basta" y tenía que llegar a un
escarabajo que ya no salvaría. ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Cuál? A cada rato me decía "éste",
pero lo salvaba, no pudiendo decidirme a la terrible, casi ignominiosa
arbitrariedad -¿por qué ése, por qué aquél? Hasta que al fin se realizó en mí la
quiebra, de pronto, llanamente, suspendí en mí la compasión, me detuve, pensé
con indiferencia "bueno, debo regresar", recogí mis cosas y me marché. Y el
escarabajo, ese escarabajo ante el que interrumpí mi socorro quedó moviendo las
patitas (lo que en realidad ya me era indiferente, como si hubiera perdido el
interés por ese juego… pero sabía que tal indiferencia me era impuesta por las
circunstancias y las llevaba en mí como algo ajeno).
[En Diario argentino. Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2001]