Fusilado sin juicio, perseguido por bandolero y venerado como un
santo, Pedro Jorge Solans se metió en la vida de Isidro Velázquez para explorar
el costado romántico y el lado espiritual del último gaucho alzado de la
historia rural argentina. Vida y obra de un mito reciente.
Por Jorge Pedro Solans
Tenía siete años cuando se quedó dormido debajo de un lapacho en plena siesta de
verano. El cansancio lo había vencido y, de repente, un cosquilleo suave que le
subía por el cuerpo lo despertó. Era una yarará que estaba a la altura de su
ombligo. Abrió los ojos, respiró suavemente, contuvo el aire y permaneció
inmóvil. Cerró los ojos y siguió con la mente el recorrido de la víbora, que se
paralizó a la altura de su pecho. Giró apenas la cabeza, lo hizo primero hacia
un lado y luego hacia el otro, para luego, muy lentamente, bajarse del cuerpo de
Isidro Velázquez. El niño se levantó como si nada hubiese pasado. Se sentó, se
miró un rato largo y luego dijo a su amigo imaginario Ángel:
-Mirá como se va.
Isidro Velázquez nació en un paraje cerca de Mburucuyá, Corrientes, el 15 de
mayo de 1928. A los 20 años emigró al Chaco en busca de trabajo como peón
golondrina, seducido por la atracción de las cosechas, e intempestivamente -la
razón habría que rastrearla en el hostigamiento policial- pasó de padre de
familia tranquilo y atildado, trabajador incansable, a ser un hombre fuera de la
ley.
Acompañado primero por su hermano Claudio y luego por Vicente Gauna, “Los
Velázquez” actuaron desde inicios de los años 50 hasta el ´67, cuando las
fuerzas policiales pergeñaron una emboscada para fusilarlos en el cruce de Pampa
Bandera sobre la ruta 4, que une Quitilipi con Pampa del Indio. Asaltaron
comercios y secuestraron estancieros, aunque la policía los tomó de chivos
expiatorios adjudicándoles muchos delitos que no podía resolver.
“Los Velázquez”, ocupan un lugar preponderante en el acervo cultural de las
poblaciones marginales del campo en el Noreste Argentino (NEA). Fueron los
últimos bandidos que se vengaron de las injusticias que soportaban los peones
rurales. La gente los hizo leyenda viva y los mantiene en el altar popular de
las creencias de aquellos montes que ya no existen. Ellos mantienen, para sus
seguidores y promeseros, los valores que los sufridos se negaban a perder frente
al avasallamiento, a la explotación y el abuso de autoridad de los patrones y
policías en una provincia como el Chaco, que en los años 1950 y 1960, era el
escenario predilecto de la producción del algodón y de la poca madera que había
dejado la devastadora empresa inglesa “La Forestal”.
Isidro Velásquez, el hombre que distribuyó dinero, alimentos y mercancías entre
los pobres, se movió entre quienes lo veían como “el vengador” y el estigma del
poder local que lo consideraba un bandido violento. Acuñó los deseos de una
población rural sometida a los peores de los tratos que se le conoce a la
esclavitud capitalista.
Familia de golondrinas
La familia Velázquez era una de las tantas que iban de campo en campo como
trabajadores golondrinas, de obrajes forestales a cosechas de algodón, de
yerbales a tareas ganaderas. Feliciano, padre de Isidro y Claudio, tuvo su
primera experiencia rebelde en los yerbales misioneros. Cada vez que se
sospechaba de algún alboroto de la peonada e Misiones metían preso a Marcos
Kaner. En 1930, el viejo anarquista logró que una huelga de mensúes y tareferos
se sintiera fuerte en los establecimientos de San Ignacio. Con el paso de los
días, la huelga había conseguido dos victorias: derrotar tanto el hambre de los
mismos sublevados como las reacciones de los patrones.
Un grupo de productores, entre quienes estaban Máximo Roca y Miguel Palacios,
decidió buscar jornaleros en Corrientes para reemplazar a los huelguistas. Kaner
sentía que la medida de fuerza estaba triunfando. Entre los 300 correntinos que
llegaron a San Ignacio, estaban los hermanos Velázquez.
Feliciano y Casimiro habían dejado sus ranchos en Paso Aguirre, Corrientes, en
busca de horizonte. Escucharon que en Misiones, había yerba mate para hacer
dulce y selva para madera. A Feliciano le tocó quedarse en la estancia María
Antonia aunque prefería el obraje. En tanto, a Casimiro lo llevaron para el Alto
Paraná. Era una de esas tardes, en las que parece que el calor sella el amor
entre el cielo y la tierra colorada, cuando Feliciano vio correr a varios
correntinos hacia una enramada. Los siguió y vio cómo el yerbal parecía
encenderse con las arengas de Marcos Kaner. Velázquez escapó con él.
Sangre guerrera
La experiencia misionera no detuvo a Feliciano que cada vez soportaba menos la
situación en que vivía su familia. También pensó en su hermano Casimiro, a quien
no vería nunca más, porque le habían dicho que al Alto Paraná iban hombres y
volvían cadáveres flotando por el río. La subsistencia era aún más difícil en
Corrientes, y sus 22 hijos mamaban mundos desiguales en las tetas de doña Tomasa
Ortiz, que hacía lo imposible para que la comida alcanzase para todos. A menudo
la sopa no se estiraba. Feliciano observaba, entre trago y trago de caña, cómo
su hijo Isidro no comía para que lo hagan sus hermanas. Le daba bronca porque el
trabajo no respondía: la mandioca, la batata, los cueros y hasta las carnes no
valían como para que comiese la gente.
Al ritmo de la bebida, recordaba que al tercer día del parto, que había sido un
martes, llegó a Mburucuyá para anotar al nuevo hijo, vender algunas cosas y
volver con lo necesario. Compró alcohol medicinal para su mujer, pero se lo
tomó, a paso de caballo, en su regreso. Había complicidad con el animal.
Isidro preguntaba a menudo por su padrino Casimiro, aunque sabía la respuesta.
El duro silencio de sus padres lo empujaba hacia el monte, que constituía un
refugio en medio de tanta tempestad. Se iba y volvía a los dos o tres días. A
veces sólo lo hacía con su amigo imaginario a quien llamaba, según la ocasión,
Ángel, Pasquín o Pirueto. En otras oportunidades, se internaba en la espesura
con su hermano Claudio. Generalmente, andaban a caballo, salían a cazar, o
tiraban al blanco, siempre y cuando hubiese cartuchos y, en un descuido,
pudieran sacar la escopeta calibre 16 de Feliciano.
Isidro aprendió a mimetizarse con el monte. Sentía que lo protegía, que era
parte suya, que había salido de sus entrañas. Se abrazaba a los árboles, los
olía y los trepaba, una y otra vez. Miraba a los animales, jugaba con ellos, los
imitaba y aprendía a sobrevivir con lo que hallaba en el ámbito montaraz.
De noche, aprendió a andar en la oscuridad y agudizó sus sentidos. Con el correr
de los años, comprobó que también podía detectar la presencia de animales a
kilómetros de distancia; aunque no supo que era buen cazador hasta aquella tarde
junto a su hermano. Claudio robó la escopeta de Feliciano. A Isidro se le
iluminaron los ojos y juntos salieron a mariscar. Ya había caído el sol cuando
los ojos de un puma encandilaron a Claudio, que cargó la escopeta mientras su
hermano se resguardaba detrás de un árbol. El felino se venía a paso rápido,
pero Isidro no dudó: -No le tiré (“tiré” va en bastardilla porque es la manera
de decir “tirés”). Mirá lo que hago con este bicho. Claudio miró fijo, se colgó
la escopeta al hombro y trepó un algarrobo. Isidro dio un paso al frente y se
paró frente al puma, como si estuviese jugando con la ira del animal. Después se
subió a un árbol escuálido y desde arriba pareció doblegarlo con la mirada,
hasta que el felino desistió de perseguirlo. El asombro paralizó a Claudio.
En 1949, los Velázquez vendieron sus caballos y llegaron al puerto de la ciudad
de Corrientes. Cruzaron hacia Barranqueras en barcaza, arriba de un cachapé que
los trasladó hasta Resistencia, y después se fueron en tren hasta Lapachito. Se
instalaron en la estancia de Fernando Boujón, sobre la Ruta 16, a pocos
kilómetros de Makallé, donde Feliciano fue capataz y Claudio jornalero. Isidro
había llegado un año antes. Apenas si escribía, porque sólo había cursado hasta
segundo grado. Pero su presencia inspiraba vida. Tenía 21 años y una riqueza que
consistía en la fortaleza, predisposición y buen trato que lo hicieron trabajar
en la compañía constructora Todaro.
Fuera de la ley
Cuando Isidro se cansó de la persecución injusta y comprendió que no tendría más
una vida tranquila, se escapó hacia ese monte que tanto conoció. Se despidió de
sus hijos, de su mujer y de sus amigos, y enfrentó a la policía y a quienes
representaban el poder económico. Sin embargo, antes intentó restablecerse
haciendo una vida normal en el Paraguay, pero la policía chaqueña se había
ensañado con ese correntino: querían darle un escarmiento ejemplar para los
otros trabajadores golondrinas.
En su “vida delictiva”, Velázquez fue autor de cinco muertes que cometió en
enfrentamientos. Nunca mató a sangre fría, ni fue un provocador de hechos
sangrientos como apareció en la historia oficial. Se burló de varios operativos
policiales de 800 efectivos con armamentos de guerra y logística. Logró que la
tropa policial le tuviera miedo y se ganó el apodo “el vengador” porque
intervino en varios despojos a favor de los despojados. Pagó con creces los
servicios que recibía en los rancheríos y nunca cometió delitos que lesionasen a
los que consideraba los suyos. Tuvo protección de los aborígenes, y María
“Ninón” Duarte, su concubina en Paraguay, asegura que cayó porque confió en la
gente de la ciudad, refiriéndose a la maestra Leonor “Chuchi” Marianovich de
Cejas y al cartero Ruperto “Lula” Aguilar, quienes bajo presión policial lo
entregaron en la emboscada policial del cruce de Pampa Bandera: 35 efectivos
armados con granadas fusilaron a Isidro Velázquez y Vicente Gauna que iban en un
Fiat 1500, conducido por la maestra en compañía del cartero. En la actualidad,
en el lugar del fusilamiento se erigió una ermita donde los promeseros se
encomiendan a Isidro y Vicente con cintas rojas y verdes, chamamés y sapucais.
La leyenda, la veneración
El fusilamiento policial de Los Velázquez, ocurrido fuera de la ley, fue la
redención. Si tenían algo que pagar, con sus muertes, Isidro y Vicente se
redimieron: la gente los elevó a la santidad popular. Sus cuerpos como
muestrarios de balazos fueron exhibidos en las comisarías de los pueblos para
saciar la psicosis social montada contra ellos. Esa noche del 1 de diciembre de
1967 las poblaciones de Sáenz Peña, Quitilipi y Machagai fueron invitadas por la
policía a ver los cadáveres triturados; eran trofeos.
Desde ese momento, son ídolos para los sectores marginales, con epicentro en las
poblaciones rurales que demuestran su devoción cada primero de diciembre en las
tumbas del cementerio de Machagai y en la fiesta del sapucai en el cruce de
Pampa Bandera, donde una multitud los evoca y baila chamamé.
La gente los reivindica porque intuye que representan una manera de resurrección
popular. Son quienes vencieron a la injusticia, son quienes intentaron
distribuir la riqueza pese a que no tenían conciencia política, y enfrentaron la
crueldad policial, encarnando la venganza de los peones rurales.
Esta leyenda, si bien, refleja todas las virtudes y defectos de la condición
humana, se basa en la rebeldía y es la que más aporta a “la chaqueñeidad” que es
la identidad de los pueblos de la vasta región de la llanura chaqueña:
chaqueños, formoseños, misioneros, santiagueños, del norte santafesino y en
cierta medida del correntino y parte del Paraguay”.
Los últimos bandidos rurales dejaron una huella de misterios y enigmas que aún
son temas de análisis. Por ejemplo, la relación estrecha y el conocimiento que
tenían del monte, la forma en que se movían, cómo se burlaban de la policía,
cómo fueron asesinados y su rechazo a vincularse con la guerrilla. Completa la
leyenda un cuaderno desaparecido -se conocen apenas unas hojas sueltas- en el
que Isidro narra sus aventuras con dibujos que semejan precarias historietas.
Isidro se lo había entregado al cartero Ruperto Lula Aguilar con un mandato: que
el día en que cayera, lo difundiera porque allí, dijo, estaba su verdad.
(*) Del libro "Isidro Velázquez, retrato de un rebelde", de Pedro Jorge Solans
Fuente: www.elfederal.com.ar
ISIDRO VELAZQUEZ, LA LEYENDA DEL ULTIMO SAPUCAY
PUBLICIDAD
Documental
Isidro Velázquez, el último sapucay
Guión y dirección: CAMILO JOSÉ GÓMEZ MONTERO, Producción ejecutiva: CARLOS
BROWN, CAMILO JOSÉ GÓMEZ MONTERO Montaje: LISANDRO MORIONES, Direccion de
fotografia: GUILLERMO GLASS Direccion de arte: CECILIA ORSINI Vestuario: PHEONÍA
VELOZ Direccion de sonido: HILARIO GALASSO RÍMOLO Investigacion:JORGE EMILIO
PATIÑO, JOSÉ ARNALDO GÓMEZ, CAMILO JOSÉ GÓMEZ MONTERO Asistencia de dirección:
LISANDRO MORIONES Musica: ANTONIO TARRAGÓ ROS Tema final: “EL ÚLTIMO SAPUCAY”
Autor: OSCAR VALLES, canta: YAMILA CAFRUNE
Equipo técnico en entrevistas: Ayudante de direccion: JORGE PATIÑO Dir.
fotografía y camara 1: GUILLERMO GLASS Camara 2: CARLOS BROWN Jefe de
producción: CESAR CANESSA Asitente de producción: JOSÉ ARNALDO GÓMEZ Sonido
directo: RAFAEL MEDINA
Equipo técnico en ficciones: Ayudante de dirección: JORGE PATIÑO Jefe de
producción: CÉSAR CANESSA Asistentes de producción: JOSÉ ARNALDO GÓMEZ, JUAN
MARÍA RICHIERI Producción en Corrientes: LUZ CHÁVEZ Dir. fotografía y cámara 1:
GUILLERMO GLASS Cámara 2: ANA CLARA MARTÍNEZ CORTE Asistente de cámara 1: “PETU”
ÁLVAREZ Asistente de cámara 2: RAFAEL MEDINA Dirección de arte: CECILIA ORSINI
Vestuario: PHEONÍA VELOZ Asistente de montaje: ANDRÉS ERNESTO ARDUÍN Foto fija:
EUGENIO LED Maquillaje y peluquería: NORA MAC DONALLD Contador: GUSTAVO CAPPETA
Contadora en corrientes: ALICIA MARTA MONTERO Diseños gráficos: LUCIANO
CIMINIERI Diseños en previa: VÍCTOR VALLEJO.
Elenco: Isidro Velázquez: JAVIER ISIDRO AGUIRRE Leonor Marianovich: MILAGROS
FERREYRA Claudio Velázquez: NELSON FERNANDEZ Vicente Gauna: “CHINO” GOMEZ
Ruperto “Lula” Aguilar: RUBEN BARBOZA Comisario Cabrera: WALTER MORENO Comisario
Pujol: ANIBAL MALDONADO “Pipilo” Cerdeira: JUAN REY CENTURION Peloso: JORGE
EMILIO PATIÑO Acordeonista: ALAN GUILLÉN Cejas: GUSTAVO MEZA Bailarina: MAYRA
SOTELO Sargento Ferreira: DIEGO SERRANO Parejas de Chamamé de la Escuelita “Al
Ritmo del Chamamé”: KAREN LUQUE, MARIO VALDEZ, MARIELA CACERES, LORENZO GOMEZ,
LIDIA AGUIRRE, OSCAR MOLINA Madre de Isidro: MARÍA ALCIRA MONTERO Niño Isidro:
JUAN IGNACIO VERÓN Niño Claudio: NICOLÁS ANTONIO LEZCANO Policías: LEANDRO
AGUILAR, RAFAEL MEDINA, JOSE ARNALDO GOMEZ, EUGENIO JOSE GOMEZ, DARDO RODIGUEZ,
VICTOR VALLEJOS, ARTURO BLANCO, DIEGO SERRANO, ERNESTO VERAGUA.