LA OBRA DE GOMBROWICZ
Escribir sobre la totalidad de la obra artística de
Gombrowicz no es una tarea fácil, es una empresa
más grande que la que emprendí cuando me puse a garabatear sobre sus
diarios en "Gombrowicz, este hombre me causa problemas",
y sobre su epistolario con los argentinos y la relación personal que
tuvo con nosotros en "Gombrowicz, y todo lo demás".
Trasponer las ideas y el idioma literario de sus obras artísticas a
otro lenguaje sin malograr la inspiración original es un propósito difícil
de alcanzar.
En este libro hago reflexiones sobre la creación y la persona de un
escritor acerca del cual vale la pena poner la atención siguiendo las
historias que se relatan en los trece cuentos, las tres piezas de teatro,
las cuatro novelas y el diario. Gombrowicz nunca reconoció como sus
obras a "Historia" y a "Los hechizados" así que no forman parte de este
elenco.
La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido
las lecturas de los hombres de letras eminentes es análoga al deseo
de conocer sus antecedentes familiares, es una necesidad que se manifiesta
en todos los campos del conocimiento humano, la necesidad de clasificar
y de darle una estructura lo más simple posible al desorden. Pero ni
de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la
naturaleza de Gombrowicz.
El arte es siempre algo más que los comentarios que se hacen sobre las
obras y la vida del autor, la obra de Gombrowicz se encuentra en otra
parte, es algo más que una visión del mundo y del hombre, su creación
es más bien un juego sin ninguna intención precisa, sin plan ni objeto.
Esta ausencia me impulsó a escribir un resumen de toda su obra, cuento
por cuento, pieza de teatro por pieza de teatro, novela por novela y,
finalmente, sobre los diarios. Tuve que transponer la barrera del idioma
polaco que yo no conozco y del leguaje de Gombrowicz.
En este resumen se asoma un hombre inexplicable, como todos los hombres
lo somos, que nos cautiva con la lógica perversa de una existencia deformada
en un lecho de Procusto que maltrecha y degradada busca en la noche
un camino hacia lo humano.
"¿Cuántas páginas he escrito a lo largo de mi vida? Unas tres mil. ¿Con
qué resultado, si nos referimos a mí personalmente? He abordado estas
conversaciones con la intención de ligar mi literatura a mi vida (...)"
En verdad el problema más grande que tuve cuando emprendí este trabajo
fue el de meter las tres mil páginas que había escrito Gombrowicz en
ciento catorce, y es lo que hice en LOS
CUENTOS, EL TEATRO,
LAS NOVELAS,
EL DIARIO y
LA FILOSOFIA.
Los cuentos
Entre los años 1926 y 1944
Gombrowicz escribió doce novelas cortas que las conocemos con dos títulos
diferentes: "Memorias de los tiempos de la inmadurez" y "Bacacay", nombre
este último de una calle del barrio de Flores en la que vivió durante
unos meses en el año 1940. A veces llama a estas narraciones novelas
cortas, otras las llama cuentos, novela o cuento "El bailarín del abogado
Kraykowski" es su primera historia conocida, es decir, publicada de
Gombrowicz.
Adoptó desde el principio un tono fantástico y cortó de inmediato con
la realidad normal para entregarse a las manías, a las locuras y al
absurdo. El absurdo de Gombrowicz tiene, sin embargo, la lógica ceremoniosa
de los rituales y las celebraciones. Fue su madre, según nos cuenta,
quien lo empujó al desatino y a las sandeces, el deporte de las conversaciones
disparatadas que mantenía con ella lo iniciaron en los misterios del
arte y la dialéctica. El snobismo también jugó un papel importante en
la formación de su estilo, aunque tenía perfecta conciencia de la vanidad
y de la estupidez de esa actitud.
Como esos líquidos que están en el mismo recipiente pero que no se mezclan,
convivían en Gombrowicz su clase social y una conciencia penetrante
y agnóstica que buscó muy pronto conocer los estilos fundamentales del
pensamiento universal, la independencia, la libertad y la sinceridad.
Y en el mismo recipiente se arremolinaban también las aguas turbias
de sus anormalidades psíquicas y eróticas. Ninguna de esas realidades
tenía predominio sobre las otras, Gombrowicz se encontraba entre ellas
y tenía que fingir para no ser descubierto.
El
estilo de estas novelas cortas es brillante, humorístico e irónico pero
los componentes de las narraciones son, la más de las veces, morbosos
y repulsivos. Esos componentes repugnantes, no obstante, pierden mucho
de su carácter repulsivo porque los utiliza como elementos de la forma,
tienen un papel funcional y obedecen a un objetivo superior: la creación
artística. El plasma sombrío que existía dentro de Gombrowicz está metido
en estos cuentos, pero no desparramado como una marea hedionda, sino
chispeante de humor y ennoblecido de poesía para alcanzar por el absurdo
la inocencia.
Gombrowicz intenta cancelar su deuda moral, quiere que la obra lo absuelva.
Dentro de él existían elementos abominables, pero si él podía utilizarlos
como componentes de la forma, entonces, a través de este procedimiento,
se convertía en su dueño y señor. El ser confuso, indolente e inseguro
que era quería ser de otra manera en el papel, un ser brillante, original,
triunfador y purificado.
No estaba en condiciones, pues, de hacer otra cosa más que la parodia
de la realidad y del arte. La sensación de irrealidad lo ponía entre
las cosas y no dentro de ellas, pero Gombrowicz buscaba la realidad
y sabía que se la podía encontrar tanto en lo que es normal y sano como
en la enfermedad y en la demencia. Los sondeos que estaba haciendo alrededor
de la anormalidad y de la locura no llegaron a tocar fondo, por consiguiente
sólo estaba en condiciones de escribir parodias. Si esas novelas hubieran
sido sinceras Gombrowicz hubiera estado engañando a los lectores por
la sencilla razón de que él no era sincero. La parodia a la que se vio
obligado le permitió liberar a la forma desvinculándola de su pesantez
y convirtiéndola en reveladora.
Con este aparato formal paródico fue penetrando en un mundo que con
posterioridad sacó a la superficie en sus novelas y en sus piezas de
teatro. Hay en estas novelas cortas situaciones y visiones que no le
van en zaga a lo que escribió después. Las reflexiones que estamos haciendo
sobre sus comienzos artísticos tienen como inspiración los propios recuerdos
de Gombrowicz. Pero el pasado no se recuerda tranquilamente, se recuerda
con pasión. La memoria sólo recupera del pasado aquello que puede serle
útil al presente para alimentar con lo que fuimos ayer lo que somos
hoy.
EL BAILARÍN DEL ABOGADO KRAYKOWSKI
Corría el año 1926, y como el protagonista llega tarde al teatro, en
vez de ponerse en la cola para sacar la entrada, se cuela. Un individuo
alto y perfumado lo sujeta del cuello y lo arrastra hasta el último
lugar de la cola. Al joven se le cortó la respiración, se dirigió al
atrevido, un hombre rozagante con un pequeño bigote cuidadosamente recortado,
que conversaba con dos damas elegantes y otro caballero. Con una voz
casi imperceptible, estaba a punto de desvanecerse, le preguntó si era
a él a quien le debía la gentileza, el caballero lo miró con desprecio
pero no le contestó.
Después del primer acto lo saludó en la escalera, pero tampoco le respondió,
entonces, le hizo una reverencia, posteriormente lo volvió a saludar
un par de veces más, regresó a su asiento tembloroso y extenuado. A
la salida del teatro, cuando el arrogante despedía a una de las señoras
y a su marido, se le acercó para pedirle que si no le hacía el favor
de dejarlo viajar en su coche por un rato porque le gustaba la comodidad,
como le responde que lo deje en paz se dirige al chofer, y cuando empieza
a repetirle el pedido, el automóvil parte. El joven lo sigue en un taxi,
observa la casa en la que entran y con una estratagema obtiene del portero
el nombre del caballero: abogado Kraykowski.
A la noche no pudo dormir atormentado por los pensamientos de lo que
le había ocurrido en el teatro. A la mañana siguiente envía un ramo
de rosas a la casa de Kraykowski y lo espera algunas horas en la puerta
de la casa. Sale el abogado elegantemente vestido silbando y blandiendo
un bastón. El joven lo sigue dominado por un sentimiento de gratitud
y decide rendirle un homenaje en silencio. Le compra un ramo de violetas
a una florista, pasa corriendo al lado del abogado y se lo arroja a
los pies sin detener la marcha. No se animaba a mirar hacia atrás, cuando
finalmente mira, el abogado había desaparecido. A la salida del teatro
escuchó que a la noche los cuatro se iban a encontrar en el "Polonia",
el resto del día lo vivió con esa única idea.
Entró tras ellos en el lujoso local, inmediatamente advirtieron su presencia.
Mientras las damas lo miraban y murmuraban el abogado no le prestó ninguna
atención. Les hacía cortesías a las damas, miraba fijamente a otras
mujeres y hablaba lentamente. Cuando ordena la comida para su mesa el
joven ordena la misma comida, come y bebe todo lo que come y bebe el
abogado Kraykowski. Admira la elegancia y la gracia de sus inclinaciones.
Su esposa era una nulidad, pero la otra señora, la esposa del doctor,
era muy atractiva y el protagonista advierte que cuando se dirigía a
ella su voz era más dulce y tierna. La esposa del doctor era una mujer
hecha realmente para él: delgada, elegante, felina, con una deliciosa
arbitrariedad femenina.
Fue su primera orgía nocturna por el abogado y para el abogado, a partir
de ese día comenzó a esperarlo a la salida de su casa espiando desde
un café, para luego seguirlo. El joven tenía tiempo de sobra, su única
ocupación era cuidar de una epilepsia que lo había extenuado hasta el
punto de suponer que no le quedaba mucho tiempo de vida. Unos ingresos
modestos eran suficientes para cubrir sus necesidades. El abogado era
goloso, al regresar del Tribunal se detenía en una pastelería y devoraba
pastelillos de manzana. Después de pensarlo con cuidado un día el joven
habla con la pastelera y le paga por adelantado el consumo de un mes
de pastelillos para Kraykowski, le dice que lo hace porque tiene que
pagar una apuesta que había perdido. Al día siguiente, cuando la pastelera
no le quiso cobrar los pastelillos a Kraykowski, el abogado se enojó
y arrojó las monedas en una alcancía de beneficencia.
Un
océano ilimitado de ideas empezó a llenarle la cabeza durante el día,
las coincidencias y los servicios se sucedían, encuentros en el tranvía
para sentarse frente al abogado, los servicios de baño pagados por adelantado
por el joven, eran señales de adoración y de obediencia que le daba,
muestras de fidelidad y de respeto, un sentimiento férreo del deber
que denotaba pasión.
La mujer del doctor, el amigo de Kraykowski, parecía insensible a los
encantos del abogado, era evidente que lo rechazaba, un día lo vio salir
furioso de la casa de ella. Para convencerla de que tenía que ceder
a los sentimientos del abogado le escribe una carta anónima en la que
le protesta por su comportamiento incomprensible y la exhorta a que
cumpla sus obligaciones con un caballero tan encantador. A los pocos
días el abogado Kraykowski se detiene mientras el joven lo perseguía,
se vuelve y se le acerca con el bastón en la mano. Una extraña sensación
de desvanecimiento se apoderó del protagonista cuando se sintió agarrado
de la solapa y sacudido violentamente. Cuando lo amenazó con romperle
el cuello a bastonazos por los anónimos el joven no pudo hablar, se
sentía feliz y aceptaba el suplicio como si fuera la santa comunión,
se arrodilló en silencio y le ofreció la espalda.
Kraykowski se alejó y el joven regresó a su casa con la sensación de
que eso todavía no bastaba, que era necesario mucho más. Era evidente
que ella había considerado la carta como una broma estúpida y se la
había mostrado al abogado. Decidió ser más persuasivo esta vez y le
volvió a escribir de manera más drástica, se iba a infligir toda clase
de penitencias hasta que ocurriera aquello, debía dejar de lado su orgullo
y su obstinación, ¿perfumes?, sólo Violette, a él le gusta. A partir
de entonces el abogado dejó de visitar a la esposa del doctor. El protagonista
pasaba las noches en blanco, le seguía escribiendo que debía hacerlo,
que su doctor era una nulidad, que lo debía hacer esa misma noche si
es que el marido no estaba.
De pronto recordó que el abogado había tenido la intención de golpearlo,
entonces se dirigió a los Tribunales, y cuando Kraykowski salió en compañía
de dos colegas se arrodilló delante de él ofreciéndole la espalda para
los golpes de bastón, exclamando que tal vez ahora podía. El abogado
le dijo en voz baja a sus colegas que debía ser un pobre idiota, le
dio unos centavos al miserable y se despidió. Uno de los señores quiso
darle él también unas monedas pero no se las aceptó, le explicó que
sólo recibía limosna de la mano del abogado Kraykowski.
En el edificio de la mujer dibujó una gigantesca K con una flecha. Fue
tejiendo una telaraña de malos entendidos que la empujaban más y más
a caer en los brazos del abogado, le hacía llamadas a la medianoche
ordenándole que lo haga. Pero todos sus esfuerzos parecían caer en el
vacío, empezó a perder las esperanzas. En unas de las noches en las
que el joven regresaba a su casa después de las persecuciones agotadoras,
una corazonada le dijo que tenía que entrar en el parque.
Y los vio, caminaban por un sendero, luego se sentaron en un banco.
El abogado la abrazó y empezó a murmurarle palabras dulces. El joven
no pudo resistir, algo explotó dentro de él como si una corriente eléctrica
se descargara en su interior y empezó a gritar con una voz que podía
escucharse en todo el parque:
"¡El abogado Kraykowski se la está…! ¡El abogado Kraykowski se la está…!"
Cundió la alarma. La gente corría y se asomaba a las ventanas, el joven
sintió una primera sacudida, una segunda, una tercera, las piernas le
temblaron y empezó a bailar como nunca lo había hecho antes, con la
espuma en la boca sollozaba en medio de las convulsiones. Fue una danza
orgiástica, se despertó en el hospital.
Cada día que pasaba se sentía peor, los últimos acontecimientos lo habían
vencido El abogado Kraykowski se tuvo que escapar y esconder en una
pequeña localidad al este de los Cárpatos, buscando refugio en las montañas
con la esperanza de que el joven lo olvidara. Pero el protagonista se
propone seguirlo, lo seguirá a todas partes porque ese hombre es como
su estrella. Duda que regrese vivo de ese viaje pero se arriesga a morir.
Por si eso llegara a ocurrir se dispone a preparar un documento para
que su cadáver le sea remitido de inmediato al abogado Kraykowski.
"El
diario de Stefan Czarniecki" es la segunda novela corta de Gombrowicz,
es contigua a "El bailarín del abogado Kraykowski" y la escribió en
el año 1926. El punto de inflexión del comportamiento del personaje
es la guerra, al regreso del frente ya no puede mantener las viejas
creencias y se desbarranca en la inmoralidad. Gombrowicz tiene la costumbre
de asociar el amor con la violencia: "Mi sexualidad despierta en forma
precoz, nutrida de guerra, de violencia, de cantos de soldados y de
sudor, me encadenaba a aquellos cuerpos enmugrecidos por el duro trabajo"
Su adolescencia estuvo marcada por la guerra y por los acontecimientos
de 1920, cuando el ejército bolchevique invadió Polonia, llegando hasta
Varsovia. El recuerdo del paso de los ejércitos, los incendios, los
campos asolados por la guerra, están presentes el "El diario de Stefan
Czarniecki":
"En la época de la Primera Guerra Mundial, creo que el frente pasó cuatro
veces por nuestra casa, avance, retroceso, avance, retroceso, el fragor
lejano y luego cada vez más próximo el cañón, los incendios, los ejércitos
que se retiran, los ejércitos que avanzan, el tiroteo, los cadáveres
junto al estanque, y también los prolongados altos de los destacamentos
rusos, austríacos y alemanes. Nosotros, los muchachos, nos la pasábamos
en grande recogiendo cartuchos, bayonetas, cinturones, cargadores. El
excitante olor de la brutalidad lo invadía todo (...)"
Stefan se alistó en el regimiento de los ulanos, pero Gombrowicz no
estaba alistado en ese regimiento cuando el mariscal Pilsudski detuvo
a los rusos en las puertas de Varsovia: "(...) En ese año de 1920 era
un ser distinto a los otros, aislado, viviendo al margen de la sociedad
(...) y sucedió así porque no supe cumplir mis deberes con la nación
en el momento que una terrible amenaza se cernía sobre nuestra joven
independencia (...)"
En esta novela no queda títere con cabeza: la familia, la polonidad,
la política, la guerra, el amor, todo vuela por los aires, pero son
más bien caricaturas, marionetas que Gombrowicz zarandea como una parodia
de la realidad. El estilo es brillante, humorístico e irónico, pero
los componentes de la narración son morbosos. Estos elementos pierden
mucho de su carácter repulsivo porque los utiliza como ingredientes
de la forma, tienen un papel funcional y obedecen a un objetivo superior:
la creación artística. La constitución sombría de la conciencia de Gombrowicz
está metida en esta narración, pero no la arroja de cualquier manera
como si la tirara a una cloaca. Estaba intentando cancelar su deuda
moral, quería que la obra lo absolviera.
EL DIARIO DE STEFAN CZARNIECKI
Stefan Czarniecki había nacido en una casa muy respetable. El padre,
un hombre fascinante y orgulloso, poseía unos rasgos que personificaban
una estirpe perfecta y noble. La madre andaba siempre vestida de negro
con unos pendientes antiguos como único adorno. Stefan se veía a sí
mismo como un muchacho serio y pensativo. Había en su vida familiar
un solo punto oscuro, su padre odiaba a su madre, no la soportaba, un
enigma que lo condujo finalmente a la catástrofe interior. Se convirtió
en un inútil inmoral, para poner un ejemplo, besaba la mano de una dama
babeándola, sacaba el pañuelo y se secaba la saliva mientras le pedía
perdón.
El padre evitaba el contacto con la madre, a veces la miraba a hurtadillas
con expresión de infinito disgusto. Stefan, en cambio, no manifestaba
aversión hacia su madre a pesar de que había engordado muchísimo al
punto de tropezarse con todas las cosas. Stefan se imaginaba que había
sido concebido bajo coacción violentando los instintos, y que él era
el fruto del heroísmo del padre. Un día la repugnancia del padre estalló:
–Te estás quedando calva. Dentro de poco estarás más calva que un trasero.
Eres horrorosa. Ni siquiera adviertes cuán horrible es tu aspecto.
Stefan no comprendía el porqué debía considerar a la calvicie de la
madre peor que la del padre, además, los dientes de la madre eran mejores
y, sin embargo, ella no sentía repugnancia por él. Era una mujer majestuosa
y muy religiosa, rodeada de una furia de ayunos, plegarias y acciones
piadosas. A veces, los convocaba a Stefan, al cocinero, al mayordomo,
al portero y a la camarera y decía: –¡Ruega, ruega pobre hijo mío por
el alma de ese monstruo que tienes por padre! ¡Rogad también vosotros
por el alma de vuestro amo que se ha vendido al diablo! A la madre le
producían horror las acciones del padre, y al padre lo que le producía
horror era ella misma, no podía dejar de manifestar su asco: –Créeme,
querida, que estás cometiendo una falta de tacto. Cuando veo ante el
altar tu nariz, tus orejas, tus labios, tengo la convicción de que también
Cristo se siente a disgusto.
A pesar de estas contrariedades Stefan fue un buen alumno, aplicado
y puntual, pero nunca gozó de la simpatía de los demás. En el recreo
los alumnos cantaban: –Uno, dos y tres, dos pan pan/ no hay judío que
no sea un can/ Los polacos en cambio son águilas de oro/ Uno, dos, tres,
ahora le toca al loro. Stefan estaba fascinado con estos versos pero
debía apartarse de los otros chicos cuando cantaban. A pesar de los
esfuerzos que hacía por resultarles agradable a ellos y a los profesores
con sus buenas maneras, lo único que conseguía era una actitud hostil.
Una tarde, un profesor de historia y literatura, un vejete tranquilo
y bastante inofensivo les dijo: –Los polacos, señores míos, han sido
siempre perezosos, sin embargo, la pereza es siempre compañera del genio.
Los polacos han sido siempre valientes y perezosos ¡Magnífico pueblo,
el polaco!
A partir de ese momento el interés de Stefan por el estudio disminuyó,
pero con este cambio no consiguió la simpatía del profesor y de nada
le sirvió su incipiente preferencia por los desaplicados y los perezosos.
La observaciones del profesor tenían mucha influencia en la clase: –Los
polacos han sido siempre holgazanes y desobligados, pero las suecas,
las danesas, las francesas y las alemanas pierden la cabeza por nosotros,
sin embargo, nosotros preferimos a las polacas. ¿No es acaso famosa
en el mundo entero la belleza de la mujer polaca?
El resultado de esas insinuaciones fue que Stefan se enamoró de una
joven pero ella no se daba por enterada. Una mañana, después de haberle
pedido consejo a sus compañeros de clase, venció su timidez y le dio
un pellizco; ella cerró los ojos y soltó una risita. Lo había logrado.
Se lo contó a sus compañeros y fue la primera vez que lo escucharon
con interés, acto seguido se precipitaron sobre una rana y la mataron
a golpes. Stefan estaba emocionado y orgulloso de haber sido admitido
por los jóvenes y presintió que empezaba una nueva etapa de su vida.
Para congraciarse aún más atrapó una golondrina y le rompió un ala,
cuando se disponía a golpearla con un palo un alumno le dio una bofetada
en la cara. Como no se defendió todos se lanzaron sobre él y lo aporrearon
sin ahorrar escarnios ni insultos. En el amor tampoco le iba nada bien,
la joven pellizcada le hacía recriminaciones porque era un consentido,
un pequeño nene de mamá. Stefan había comprendido finalmente que, si
bien el padre era de raza pura, su madre también lo era pero en el sentido
contrario, el padre era un aristócrata arruinado casado con la hija
de un rico banquero.
Se imaginaba que las dos razas hostiles de los padres, ambas poderosas,
se habían neutralizado y habían parido un ratón sin pigmentación, un
ratón neutro, por eso no tomaba parte de nada a pesar de haber participado
en todo, ése era su misterio. La joven le pedía que fuera valiente,
le ordenaba que saltara zanjas, que sostuviera pesos, que golpeara abedules
bajo la observación del vigilante, que arrojara agua sobre el sombrero
de los transeúntes. Cuando Stefan le preguntaba cuál era la razón de
esos caprichos le decía que no lo sabía, que era un enigma, una esfinge,
un misterio para ella misma.
Si la joven fracasaba en algo se entristecía, si triunfaba se ponía
feliz y le permitía besar sus deliciosas orejas, como premio, sin embargo,
nunca se permitió responder a su apremiante: –¡Te deseo! Le decía que
había algo en él de repulsivo y no sabía bien qué era, pero Stefan sabía
muy bien lo que querían decir esas palabras. Leía mucho y trataba de
comprender el significado de su secreto, se daba ánimos con el recuerdo
de uno de los temas escolares, la superioridad de los polacos: los alemanes
son pesados, brutales y tienen los pies planos; los franceses son pequeños,
mezquinos y depravados; los rusos son peludos; los italianos... bel
canto. Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de
la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión.
El horizonte político se volvía cada vez más amenazador y la joven cada
vez más nerviosa. La multitud en las calles, las tropas se desplazaban
hacia el frente. La movilización, los adioses, las banderas, los discursos.
Juramentos, sacrificios, lágrimas, manifiestos, indignación, exaltación
y odio. La amada de Stefan ni lo miraba, no tenía ojos más que para
los militares. Stefan afirmaba su patriotismo, participaba en juicios
sumarios contra espías, pero algo en la mirada de Jadwiga lo obligó
a alistarse como voluntario en el regimiento de ulanos. Atravesaban
la cuidad cantando inclinados sobre el cuello de sus caballos, una expresión
maravillosa aparecía en el rostro de las mujeres y sentía que muchos
corazones latían también por él, y no entendía el porqué pues no había
dejado de ser el conde Stefan Czarniecki que era antes ni el hijo de
una Goldwasser, el único cambio era que ahora usaba botas militares
y llevaba en el cuello unas tiras color frambuesa.
La madre lo convocaba para que no tuviera piedad, para que arrasara,
quemara y matara, para que destruyera a los malvados. El padre, un gran
patriota, lloraba en un rincón y le decía que con la sangre podría borrar
la mancha de su origen, que pensara siempre en él y ahuyentara como
la peste el recuerdo de la madre porque podía serle fatal, que no perdonara
y que exterminara hasta el último de esos canallas. La amada le entregó
por primera vez su boca, una verdadera delicia. La guerra era hermosa.
Era precisamente la conciencia de ese esplendor la que le proporcionaba
las energías para combatir al implacable enemigo del soldado: el miedo.
De cuando en cuando lograba colocar un tiro de fusil en el blanco preciso,
y entonces se sentía columpiado por la sonrisa impenetrable de las mujeres
y hasta le parecía que se ganaba el afecto de los caballos que hasta
el momento sólo le habían propinado coces y mordiscos.
Sin embargo, ocurrió un incidente que lo lanzó al abismo de la depravación
moral de la que no pudo apartarse hasta el día de hoy. La guerra se
había desencadenado en todo el mundo. La esperanza, consuelo de los
imbéciles, lo hacía vislumbrar la dichosa perspectiva del porvenir:
el regreso a casa y la liberación de su situación de ratón neutro, pero
las cosas no ocurrieron de esa manera. Su regimiento estaba defendiendo
con tesón por tercer día consecutivo una colina en el frente, con la
orden de resistir hasta la muerte. Fue entonces cuando cayó un obús
que le cortó de un tajo ambas piernas al ulano Kaeperski y le destrozó
los intestinos, pero el pobre, seguramente aturdido, explotó en una
carcajada convulsiva que Stefan tuvo que acompañar.
Cuando terminó la guerra y volvió a casa con aquella risa sonándole
aún en los oídos comprobó que todo lo que hasta entonces había sostenido
su existencia yacía hecho escombros, que no le quedaba más remedio que
volverse comunista. Stefan entendía el comunismo como un programa en
el que los padres y las madres, las razas y la fe, la virtud y las esposas,
y todo, sería nacionalizado y distribuido mediante cupones en porciones
iguales. Un programa en el que su madre debía ser cortada en pequeños
trozos y repartida entre quienes no fueran suficientemente devotos en
sus oraciones; que lo mismo debería hacerse con su padre entre aquellos
cuya raza fuera poco satisfactoria. Un programa en el que todas las
sonrisas, las gracias y los encantos fueran suministrados exclusivamente
bajo petición expresa, y que el rechazo injustificado fuera causal del
castigo con la cárcel.
Stefan elegía el término comunismo porque constituía para los intelectuales
que le eran adversos un enigma tan incomprensible como lo eran para
él las sonrisas sarcásticas y los rostros brutales de esos intelectuales.
Las conversaciones más irónicas las tuvo con su adorada Jadwiga que
lo había recibido con efusiones extraordinarias al regreso de la guerra.
Stefan le preguntaba que si acaso la mujer no era algo misterioso, y
cuando ella le respondía que sí, que lo era, y que ella misma era misteriosa
y desencadenaba pasiones, que era una mujer esfinge, entonces Stefan
exclamaba que también él constituía un misterio, que tenía un lenguaje
personal secreto y que le gustaría que ella lo adoptara.
Le advirtió que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella
tenía que repetir con él las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu,
ba, bi, ba be no zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo
que le daba vergüenza y se echó a llorar. Stefan no le hizo caso, tomó
un sapo grande y gordo y cumplió con su palabra. Se puso como loca.
Se tiró al suelo, y el grito que lanzó sólo podría compararse con el
del soldado destripado. ¿Pero es que para todas las personas las mismas
cosas deben ser bellas y agradables? Lo único que le quedó de agradable
en esa historia fue que ella enloqueció, incapaz de librarse del sapo
que se agitaba bajo su blusa.
Es posible que Stefan no fuera comunista sino tan solo un pacifista
militante. Navegaba por el mundo en medio de opiniones incomprensibles
y cada vez que tropezaba con un sentimiento misterioso, fuera la virtud
o la familia, la fe o la patria, sentía la necesidad de cometer una
villanía.
"Tal es el secreto personal que opongo al gran misterio de la existencia.
¿Qué queréis?... cuando paso junto a una pareja feliz, a una madre con
un niño o a un anciano amable, pierdo la tranquilidad. Pero a veces
el corazón se me encoge y una gran nostalgia de vosotros, padre y madre
queridos, se apodera de mí. ¡También de ti siento nostalgia, oh santa
infancia mía!
"Crimen
premeditado" es una novela corta que Gombrowicz escribe en 1929. Había
terminado sus estudios en París y vuelto a sus vacaciones de Polonia.
Confiesa que sólo había pisado dos veces el Instituto de Estudios Internacionales
y que, en realidad, los estudios nunca habían comenzado. El padre no
se había hecho ilusiones, cuando le preguntaban por los progresos del
hijo decía que ni en París hacían de un asno maíz. Renunció a continuar
sus estudios y comenzó sus prácticas de pasante con un juez de instrucción.
Ésta es la época en la que escribe "Crimen premeditado", y es evidente
la relación que existe entre el asunto de la novela y su actividad profesional.
El juez le entregaba expedientes con la investigación policial preliminar,
lo distinguía con los asuntos interesantes porque sabía jugar al ajedrez.
Trataba con locos, asistía a autopsias, pudiera parecer entonces que
Gombrowicz debiera haber sacado enseñanzas importantes del contacto
con la miseria y con el crimen, pero no fue así. Los jueces lo consideraban
el mejor de los pasantes por los informes que preparaba.
El trabajo en el tribunal no le ocupaba mucho tiempo, el resto del día
se lo dedicaba a la lectura y, en un determinado momento, retomó la
ocupación de escribir que tenía abandonada. Cuando terminó las cuatro
novelas cortas que había escrito ese año no se las mostró a nadie, por
vergüenza. El trabajo literario le parecía un poco ridículo, ser artista
era para él una falta de tacto, y las iniciativas que tomaba en ese
sentido le parecían condenadas a una afectación incurable.
Se divertía jugando al tenis, escribiendo cuentos, no consideraba a
sus prácticas de pasante como un trabajo verdadero, se sentía como un
verdadero parásito. Le confesó a una joven las tribulaciones en las
que se encontraba por tener una vida fácil, ella lo escuchó con atención
y le respondió que era claro que tenía una vida fácil, pero que para
él su vida fácil era más difícil que lo que podía ser para otros su
vida dura. Se le estaba presentando la posibilidad de realizar una operación
que tiene una gran utilidad en el arte, la transformación de los propios
defectos en valor. Por el momento se dedicaba a elaborar cuentos fantásticos
dejando para más adelante su ajuste de cuentas con la vida, con la suya
y con la de los demás.
El tribunal llegó a ser para Gombrowicz una especie de agujero por el
penetraba en la miseria de la existencia. Pero los jueces y los abogados,
aunque mejores que los propietarios terratenientes, se hallaban lejos
de la perfección, ellos también eran caricaturas. La vida miserable
deformaba al proletariado, las comodidades y el ocio deformaban a los
terratenientes, pero esa intelligentsia urbana también estaba desfigurada
por su modo de vivir. Había que destruir esa forma, había que imponer
otra que permitiera a la superioridad acercarse a la inferioridad para
establecer con ella una relación creativa. Pero, ¿cómo realizarlo?
CRIMEN PREMEDITADO
De la casa de Ignacio K. solicitaron la ayuda de un juez para resolver
un problema patrimonial. El funcionario llegó a la noche, lo atacaron
los perros y tuvo que meterse de apuro en el coche. Finalmente pudo
anunciarse como el juez de instrucción H. y manifestar el deseo de verse
con el señor K. El joven Antonio lo hizo pasar y le dijo que era hijo
del anfitrión. Su hermana Cecilia, que los esperaba en una sala pequeña,
con excepción de una cara bonita, pertenecía a la clase de las jóvenes
carentes de reacciones, indiferentes y despistadas. Le dieron la bienvenida,
estaban temerosos, pero no se sabía de qué tenían miedo.
El juez preguntó si el señor K se hallaba en casa y los hermanos respondieron
afirmativamente. La cena fue sombría, el apetito del hambriento juez
resultaba extraño tanto a los hermanos como a Esteban, un criado. Cuando
terminaron de cenar entró la madre, la señora K., se sentó sin pronunciar
palabra, miró con severidad al juez y después de unos minutos le comentó
que quizás estuviera molesto por haber hecho un viaje sin sentido puesto
que su esposo había fallecido anoche. El juez muy sorprendido le dio
las condolencias y balbuceó algo referente al respeto y aprecio que
siempre había tenido por el difunto.
Como el visitante estaba acostumbrado a los cadáveres provenientes de
los asesinatos, en vez de pedir permiso para ver al difunto, lo pidió
para ver el cadáver, una palabra que produjo un efecto desafortunado,
la viuda rompió a llorar y le tendió una mano que el juez besó con humildad.
El protagonista permaneció allí, mirando sus manos temblorosas sin que
se le ocurriera nada, sintiendo que su situación a cada minuto se volvía
más embarazosa. La señora lo acompañó a ver a Ignacio.
Mientras subían al piso superior le comentaba que fue un golpe terrible,
que los hijos estaban aturdidos y no decían nada, que Antonio estaba
disgustado con ella porque le temblaban las manos, que su hijo no debería
haber tocado el cuerpo y esperaba que no enfermara por haberlo tocado,
sin embargo, algo se tenía que hacer, hubo que arreglarlo, que Antonio
no había llorado en ningún momento, que ella le rogaba al cielo para
que pudiera llorar. Cuando la viuda abrió la puerta el juez se arrodilló
e inclinó la cabeza sobre el pecho, el muerto estaba en la cama tal
como había fallecido. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por
asfixia, muy común en los ataques al corazón. El juez se persignó, rezó
una plegaria e hizo un comentario sobre la nobleza de los rasgos del
difunto Se volvió a arrodillar otra vez a dos pasos de un cadáver que
no tenía derecho a tocar.
Desde su llegada todo lo que había hecho le resultaba falso y pretencioso,
como la representación de un actor mediocre. Cuando por fin se halló
en su habitación se sacó el cuello y lo arrojó al piso para pisotearlo,
estaba furioso, sentía que lo estaban poniendo en ridículo, que aquella
mujer malvada había preparado todo muy hábilmente. Le exigía que le
rinda homenaje, que le bese las manos, que tenga sentimientos. Le daba
rabia que no hubieran tenido en cuenta su carácter de juez de instrucción,
y que en la casa había un cadáver, y que una cosa estaba relacionada
con la otra, un huésped que accidentalmente resulta ser un juez de instrucción
al que no le envían el coche y se resisten a abrirle la puerta. A alguien
le molestaba su presencia, lo obligaban a arrodillarse y a besar manos
con el pretexto de que el finado había muerto de muerte natural. Había
algo irregular en todo eso.
Echó mano a toda su agudeza y empezó a establecer la cadena de hechos,
a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. A la
mañana siguiente se puso a hablar con el otro criado, le confirmó que
Ignacio había muerto en la habitación de arriba, también le dijo que
Esteban dormía con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y que
el dormía en la despensa, que la señora dormía con el señor pero una
semana antes de la muerte se había mudado al cuarto de la hija, y que
Antonio dormía en la planta baja junto al comedor.
Le resultó extraño lo de la mudanza de la esposa pero se propuso no
sacar conclusiones apresuradas. Cuando la viuda le preguntó si ya se
iba le respondió que le gustaría quedarse un poco más. La viuda murmuró
algo sobre el traslado del cadáver y le preguntó con poca convicción
si estaría presente en el funeral. El juez le respondió que sí, que
era un gran honor para él estar presente y le pidió permiso para ver
el cadáver otra vez. A juzgar por las evidencias el hombre había muerto
de muerte natural, sin embargo, se acercó al lecho y tocó el cuello
del cadáver con un dedo. La viuda se alarmó pero el juez siguió revisando
el cuello y examinado toda la habitación, escrupulosamente. Lo único
que desentonaba en el conjunto era una enorme cucaracha muerta.
Finalmente se decide y le pregunta a la viuda por qué se había mudado
a la habitación de la hija, le responde ofendida que porque su hijo
se lo había recomendado, para que Ignacio tuviera más aire pues ya se
había estado asfixiando durante todo una noche. La mujer está preocupada,
el juez le pide que no trasladen el cadáver hasta el día siguiente,
ella se yergue, lo desafía con la mirada y abandona la habitación. Pero,
nada, sólo la cucaracha aplastada junto al tocador, es como si el cadáver,
contemplando el cielo, estuviera diciendo que había muerto de un ataque
cardíaco.
El juez salió de su habitación para dar un paseo alrededor de la casa.
Cuando entró al comedor Cecilia y Antonio se alejaron rápidamente mientras
los sirvientes preparaban la mesa para el almuerzo. La señora estaba
aterrorizada y le preguntó a la hija si el juez ya se había ido, no
comprendía qué andaba buscando, que Antonio no lo iba a tolerar porque
estaba cometiendo una injuria. Cuando el juez le pregunta a Antonio
si lo quería al padre, le responde que lo quería bastante y que el día
de la muerte había dormido en su habitación de la planta baja.
Mientras se lavaba las manos en su cuarto entró el mismo criado de la
mañana para preguntarle si necesitaba algo. Le contó que la noche de
la muerte del señor Ignacio Antonio lo había encerrado con llave en
la despensa, no estaba dormido a pesar de que era la medianoche y lo
había escuchado, le pidió al juez que no lo comentara. Pero si en el
tribunal le hubieran preguntado al juez en qué se basaba para afirmar
que ese hombre había sido asesinado, tendría que haber respondido, que
en el comportamiento extraño del hijo, en que todos se comportaban como
si lo hubieran asesinado aunque la autopsia hubiera demostrado que había
muerto de un ataque cardíaco.
En la mesa el juez se mandó una larga perorata sobre la naturaleza del
crimen, el crimen real lo comete siempre el espíritu, los detalles son
las formalidades médicas y judiciales, los detalles son externos. De
pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su servilleta y, con
las manos más temblorosas que de costumbre, se levantó de la mesa exclamando
que era un malvado. El juez le dice que si él era un malvado que le
explicara entonces por qué habían cerrado la puerta con llave, pensando
en la puerta de despensa, la noche de la muerte de Ignacio. Cecilia
dice que fue ella, la madre aclara que ella se lo ordenó, pero se referían
a la puerta del cuarto de ellas. Antonio manifestó que no podía decir
porque había cerrado la puerta y abandonó el comedor.
El juez pensó que el cadáver debía haberle preocupado a esa banda de
asesinos. A la medianoche Antonio golpeó su puerta y lo hizo entrar,
el joven le dijo que o se iba inmediatamente de la casa o le hablaba
con claridad. El juez se decide y le dice que está pensando que su padre
había sido estrangulado. Se ponen a reflexionar entre los dos y concluyen
que nadie pudo haber entrado a la casa desde afuera así que sólo existían
seis sospechosos, tres de la familia y tres de la servidumbre. Pero
el paso de los sirvientes había sido cerrado por Antonio que no sabía
por qué lo había hecho. Como la madre y la hermana también habían cerrado
la puerta de su cuarto sin saber por qué, el único sospechosos que quedaba
era Antonio, y otra cuestión que lo volvía sospechoso es que no había
llorado, y que se sentía feliz por la muerte de su padre.
Pero nadie había estado en el cuarto de Ignacio porque Antonio, no sólo
había cerrado la puerta de la despensa, sino también la de su propia
habitación. Antonio murmuraba que como todos temían que el padre se
muriera, posiblemente, por miedo y por pudor se habían encerrado con
llave, porque todos querían que Ignacio resolviera por su cuenta sus
asuntos. Cuando el juez se volvió a preguntar quién lo habría hecho
entonces, Antonio se quebró y le respondió que había sido él, que lo
había hecho maquinalmente, que en un minuto lo había estrangulado, había
regresado a su cuarto y se había dormido.
El juez le hizo ver que, sin embargo, existía una pequeña dificultad,
una formalidad nada importante: el cuello no revelaba huella alguna
de estrangulación, el cuello no había sido tocado. Dicho esto se deslizó
por la puerta entreabierta y se fue a esconder en el guardarropa del
cuarto donde yacía el cadáver. Esperó largo rato hasta que, finalmente,
la puerta se abrió, alguien se deslizó en el interior y enseguida escuchó
un ruido espantoso, la cama crujió estruendosamente, después los pasos
se retiraron sigilosamente. Luego de una hora el juez salió del escondite,
las sábanas que cubrían el cadáver estaban revueltas, el cuerpo yacía
ahora en diagonal y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones
de diez dedos. Las formalidades se habían cumplido ex post facto:
"Aunque los peritos no estuvieron del todo satisfechos con aquellas
huellas dactilares (alegaban que había algo que no era del todo normal),
fueron consideradas al fin, junto a la plena confesión del asesino,
como una base legal suficiente"
"El
festín de la condesa Kotlubaj" es una de las cuatro novelas cortas que
Gombrowicz escribió en el año 1929. Si en "Crimen premeditado" se nota
la relación entre el asunto de la novela y su práctica de pasante con
un juez de instrucción, y en "La virginidad" asistimos a la confusión
del erotismo más refinado con la obscenidad total, en "El festín de
la condesa Kotlubaj" la cuestión es otra.
Cuenta como unos personajes aristócratas organizan comilonas aparentemente
vegetarianas con el fin de cultivar la sublimación y las sutilezas del
espíritu. Pero en realidad asistimos a un banquete en el que se sirve
una comida muy sabrosa preparada con trozos de un pequeño muchacho.
Es una narración absurda y cruel, pero construida con elementos sacados
de la vida, un absurdo monstruoso que, sin embargo, es una caricatura
de la realidad. Esta novela le trajo algunos problemas con una familia
Kotlubaj de Lituania que casi termina en un asunto de honor, lo retaron
a duelo. Sin embargo, la fuente verdadera de su inspiración había sido
Marta Krasinska, esposa de un mayorazgo, famosa en aquel entonces por
sus hazañas filantrópicas y estéticas.
Ese plasma oscuro de la conciencia de Gombrowicz esta vez se le dispara
hacia el lado de la crueldad, está preparando el próximo banquete de
los aristócratas antropófagos en el rostro infantil de un pequeño enfermizo
que observa por la ventana lo que ocurre en el interior del palacio
en medio de la lluvia. La honestidad burguesa de Mann resulta chocante
y vacía en nuestros tiempos pero la perversidad de Gombrowicz nos fascina.
Sin embargo, algunas de las composiciones de Gombrowicz tienen un carácter
instrumental y una falta de probidad manifiesta, yo creo que él atraviesa
una línea moral más allá de la cual está lo prohibido. El tiene otro
punto de vista: "No, ni el menor escrúpulo ante la probidad de esta
actitud ad hoc, adoptada con entera sangre fría: la probidad es una
necedad, no se puede siquiera hablar de probidad cuando uno no sabe
nada de sí mismo, cuando no recuerda nada, cuando no tiene pasado, cuando
se es sólo un presente que fluye continuamente. En una niebla como la
mía, ¿es posible hablar de escrúpulos morales?".
La idea que se me fue formando a mí en la medida que reflexionaba sobre
su perversidad, es que la capacidad que tiene Gombrowicz para cuestionar
todos los sentimientos e ideas humanas, sus propios sentimientos y sus
propias ideas, nos pone frente a un horizonte que se aleja constantemente
de nosotros y ahonda nuestra conciencia. Según lo veo yo, la falta de
sinceridad y la renuncia a la probidad se convierten en sus manos, por
un lado, en una búsqueda de instrumentos y mecanismos para no dejarse
dominar por ninguna situación, y por otro, en una lucha permanente en
la que la contradicción toma la forma de una espada poderosa para combatir
al mundo y conquistar la libertad interior, porque el objetivo, el sentido
moral de la vida, no se puede alcanzar si uno no es uno mismo, y aunque
no haya nada más ilusorio que esto, todo el valor y el honor de los
hombres penden de ese hilo, de la incesante defensa del yo.
EL FESTÍN DE LA CONDESA KOTLUBAJ
El protagonista y la condesa Kotlubaj eran amigos, era la amistad de
un joven de un medio burgués y una aristócrata de pura raza. Había conquistado
la simpatía de la condesa gracias a su altivez, a su agudeza intelectual
y a su tendencia al idealismo. Su espíritu romántico y ligeramente anacrónico
le allanaron el camino para asistir por primera vez a los célebres almuerzos
vegetarianos de los viernes que daba la condesa Kotlubaj.
La condesa maldecía la carne y los olores que despedían las personas
que la comían. Era heredera de los ilustres Krasinski y tenía la convicción
arcaica de que bastaba que un salón fuera aristocrático para que sus
altos propósitos quedaran garantizados. Un príncipe había aceptado el
papel de intelectual y filósofo, una baronesa animaba las reuniones
con su canto, era impresionante ver inclinarse a las más grandes fortunas
sobre un plato de achicoria en un mundo cruelmente carnívoro. Los tomates
rellenos con arroz poseían un sabor inigualable, las tortillas de espárragos
tenían reputación mundial.
El protagonista llegó a su primer almuerzo vegetariano en el antiguo
palacio situado en los alrededores de Varsovia. Quedó un poco decepcionado
porque sólo encontró a una vieja marquesa desdentada y a un barón de
orígenes dudosos que gracias a los innumerables millones de su madre
se hacía perdonar su estirpe paterna y el aspecto desastroso de su nariz.
La sopa de calabaza dulce estaba demasiado cocida y resultó insípida,
pero el protagonista disimulando exclamó: –¡Ah, qué excelente sopa,
nada en ella recuerda el sabor de la muerte!
Pero el barón, poeta y célebre gastrónomo, se inclinó hacia el protagonista
y le murmuró al oído: –Este calducho nos hubiera entretenido si el cocinero
no lo hubiera jodido. El almuerzo parecía una miserable copia de los
festines del pasado, el alimento era escaso y reinaba un aire fúnebre.
Sirvieron el segundo plato: zanahorias a la cacerola, la condesa estaba
pálida y lucía las joyas de la familia, consumía con valor la miserable
pitanza y trataba de conducir la conversación hacia los temas más alados:
–Que el espíritu vuele con presteza. Decidme, pues, ¿qué cosa es la
belleza?
A continuación, el protagonista, la condesa, la marquesa y el barón
siguieron recitando sus versos, lamentándose de los sufrimientos de
los niños raquíticos, de los prisioneros, de los inválidos, de las maestras
jubiladas, de los peluqueros con várices y de los mineros. Después de
alabar al amor y a la piedad la condesa Kotlubaj exclamó: –Encendamos
en verano y en invierno, con nuevo espíritu e ideales nuevos, nuestro
eterno y sagrado fuego. El protagonista respondió: –¡A izquierda y a
derecha, el águila blanca en nuestro pabellón, defiende la patria!
Los camareros trajeron una gigantesca coliflor cubierta de mantequilla
fresca deliciosamente horneada. Conversaban en forma animada del amor,
de la belleza y de la piedad, de que la piedad era más bella que el
amor pero que no había que descuidar los modales. ¡Deliciosa coliflor!,
exclamó el barón; sí, dijo la condesa mirando el plato con sospechas
mientras ordenaba que lo llamaran al cocinero. El barón le explica en
voz baja al protagonista que dos semanas atrás había descubierto que
el cocinero condimentaba los vegetales con jugo de carne, amenazó con
despedirlo y entonces el pobre le juró que no volvería a repetirse.
Era por eso que había tan poca gente en el almuerzo, pero la coliflor
estaba deliciosa.
Mientras discutían sobre el sabor del plato entra el cocinero: alto,
pelirrojo y de mirada innoble, jura por el alma de su mujer que había
servido una coliflor inmaculada. La conversación derivó hacia los cocineros:
había que controlarlos, eran hombres simples y vulgares, traicioneros
al punto de cambiar los macarrones por lombrices, unos bribones asesinos.
Comían la coliflor con una glotonería atroz, sin ningún tipo de modales,
el protagonista no pudo contenerse más, estornudó y se levantó de la
mesa para ir a buscar un pañuelo, no podía comprender por qué habían
perdido tan abruptamente la elegancia y la delicadeza.
Cuando llegó al vestíbulo donde estaba su abrigo vio un título en el
periódico: MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE COLIFLOR, y un subtítulo: corre
peligro de congelamiento. La noticia señalaba que se había perdido un
hijo de ocho años de Valentín Coliflor en las propiedades de la condesa
Kotlubaj, y que se temía que el niño pudiera haberse congelado en el
campo durante las lluvias otoñales.
Volvió al comedor, la enorme bandeja de plata tenía restos de la coliflor,
la panza de la condesa parecía la de una mujer en el séptimo mes de
embarazo, el barón hundía la nariz en el plato mientras la marquesa
rumiaba moviendo las mandíbulas como una vaca. ¡Divino, maravilloso,
efervescente manjar!, exclamaban. El protagonista no comprendía lo que
había pasado, entonces empezaron unas aclaraciones que le parecían momento
a momento cada vez más extrañas.
El barón le reprochaba que no fuera un gastrónomo, que él era mucho
más que eso, que era un gastropófago. Pero es que acaso la delicada
frescura, la fragancia indefinible y el sabor particular no le despertaban
el apetito; la condesa reía coquetamente y pidió que no se lo aclararan,
mientras la marquesa le espetaba al jovencito que el gusto se mama en
la leche materna, haciéndolo sentir como si hubiera nacido en el seno
de una modesta familia campesina.
Se levantaron de la mesa y condujeron sus enormes abdómenes al dorado
saloncito Luis XVI. La alegría de los comensales se alimentaba del desconcierto
del protagonista que jamás había presenciado semejante comportamiento.
El barón cantaba arias canallescas de opereta. Nosotros, los de la aristocracia,
le murmuró al oído la marquesa, adoramos la más completa libertad de
las costumbres, somos capaces de emplear expresiones vulgares, sabemos
ser frívolos y, en algunas ocasiones, plebeyos. El barón exclama con
aire de superioridad que no eran terroríficos aunque su grosería pareciera
menos aceptable que su elegancia, y la condesa grazna que, claro, no
habían cometido ningún delito, que no eran caníbales y que no se habían
comido a nadie, con excepción de... Y todos soltaron una gran carcajada
lanzando los cojines al aire.
El protagonista intentaba volver a la comida vegetariana recordándole
a la condesa los guisantes, la zanahoria, el puerro y los calabacines,
pero el barón vociferó, ¡coliflor!, relamiéndose de una manera sospechosa.
Pero la coliflor era un vegetal así que el protagonista no entendía.
El barón lo estimulaba para que descubriera qué era lo que le daba sabor
a la coliflor con una gran suficiencia de señor mientras le decía a
la condesa que no valía la pena invitar a gente que tenía el gusto de
una época primitiva. Se desentendieron de él y empezaron a bromear y
a contar anécdotas de un nivel inmensamente vulgar mientras que, tanto
el protagonista como sus conceptos de belleza y nobles ideas, eran eliminados
y puestos a un lado como una silla rota. Estos aristócratas no eran
los mismos de la sopa de calabaza, una metamorfosis increíble los había
hundido en la hostilidad, el sarcasmo y en una mofa ardiente que sostenían
con una altivez y un desprecio que le impedían cualquier manifestación
de confianza.
Después de soportar un largo rato su propio silencio le recordó a la
condesa que le había prometido un ejemplar dedicado de los "Efluvios
de mi espíritu". La condesa tomó un pequeño volumen encuadernado, le
escribió unas palabras y firmó: Condesa Podlubaj, una palabra que quiere
decir húrgame la nariz. Cuando el protagonista le señala la equivocación
le responde que era distraída y estalla en una risa a mandíbula batiente
con todos los demás. Afuera diluviaba con una lluvia de ráfagas de un
viento cortante que azotaba los ventanales.
La condesa le preguntó por qué tenía esa expresión de terror, mientras
los otros lo acusaban de que estaba escandalizado porque en su ambiente
nadie se divertía con tanta imaginación, que ellos cultivaban maneras
infinitamente mejores que la de los salvajes aristócratas. Empezaron
a fingir que estaban temerosos del juicio del protagonista y se acusaban
en público fingiendo arrepentimiento. Desvanecido, sin saber a qué santo
encomendarse o hacia dónde huir, se dirigió suplicante a la marquesa
que había hablado con tanta piedad de los niños raquíticos, y le pidió
piedad suponiendo que si era capaz de sacrificarse por esos pobres desgraciados
podría consolarlo.
La marquesa se enjugó las lágrimas de risa que tenía en los ojos y le
dijo que cuando los veía caer y levantarse sobre sus piernitas enclenques
todavía se sentía fuerte como una encina. Ahora era demasiado tarde
para montar a caballo así que cabalgaba alegremente sobre sus pequeños
paralíticos. De pronto intentó mostrarle sus piernas viejas aunque rectas,
sanas y todavía fuertes, el protagonista hizo un gesto de espanto. ¿Y
el amor, la piedad, la belleza, los presos, los inválidos y las maestras
jubiladas? Nos acordamos de todos ellos, le decían en medio de estruendosas
risotadas, entonces el protagonista empezó a temblar espasmódicamente,
finalmente había comprendido dónde se hallaba mientras la lluvia seguía
azotando los cristales de las ventanas.
¡De cualquier manera el Señor existe!, balbuceó el pobre tratando desesperadamente
de agarrarse de algo, y el barón le respondió que por supuesto que existe,
el Señor existe y sale a pasear con la Señora. La marquesa se sentó
al piano mientras el barón y la condesa empezaron a bailotear con elegancia,
buen gusto y finura. Ahora sabía de qué se trataba... se lo habían hecho
comprender con violencia. ¡Era un baile de caníbales! Faltaba sólo la
presencia del pequeño tótem, el monstruillo negro de cabeza cuadrada,
labios prominentes y nariz chata que desde algún lugar patrocinaba esas
bacanales.
Dirigió la mirada hacia la ventana y vio algo espeluznante... un pequeño
rostro infantil, un rostro febril y enfermizo que observaba lo que ocurría
en el interior con una mezcla de idiotez y de éxtasis celestial... A
la madrugada el protagonista logró salir del palacio y se aventuró en
la lluvia, vio bajo la ventana un cuerpo exangüe. Era el cadáver de
un muchachito de ocho años, de cabellos rubios y pies descalzos, flaco
al punto que... parecía haber sido completamente devorado. En eso había
terminado el pobre Bolek Coliflor, fascinado por la luminosidad de las
ventanas, visibles desde lejos en medio de campos inundados. Mientras
corría hacia el portón apareció Felipe, el cocinero, vestido de punta
en blanco con una distinción de maestro en el arte culinario:
"(...) se inclinó, me miró de reojo y dijo en tono servil: –¡Espero
que el señor haya disfrutado nuestra comida vegetariana!"
En
el año 1929 Gombrowicz escribe cuatro novelas cortas: "Crimen premeditado",
"El festín de la condesa Kotlubaj", "La virginidad" y "En la escalera
de servicio". Era la época de su práctica no rentada en los Tribunales,
trabajaba en el despacho de un juez de instrucción en el que tuvo la
ocasión de tratar con un hampa de diversas clases. Gombrowicz tenía
la convicción absoluta de la inocencia del hombre, de que el hombre
era inocente por naturaleza, no era una convicción que dedujera de alguna
filosofía sino un sentimiento espontáneo que no podía combatir.
Esta convicción lo predispuso al disparate y al absurdo y nada le satisfacía
más que ver nacer bajo su pluma una escena verdaderamente loca y ajena
a los estándares del razonamiento común, una irracionalidad que, sin
embargo, estaba sólidamente establecida dentro de su propia lógica.
Sus primeras tentativas literarias manifestaban, y él se daba cuenta
de eso, una fuerte oposición rebelde y universal. Lo devoraba una rabia
sorda contra todo lo que le facilitaba la existencia: el dinero, el
origen, los estudios, las relaciones, todo aquello que, en fin, hacía
de él un sibarita y un holgazán.
Pero la locura era un asunto que preocupaba realmente a Gombrowicz,
la sangre enfermiza de los Kotkowski que había heredado de su madre
pesaba sobre él como una amenaza de posibles perturbaciones psíquicas.
Ese temor fue más intenso en los años en que su imaginación estaba desbocada
y oscilaba entre la neurosis y la psicosis. La neurosis estaba radicada
en la zona consciente de sus complejos a los que transformaba en un
valor cultural escribiendo. La esfera de la psicosis le ocultaba, en
cambio, sus trastornos psíquicos y el control era menor. Debemos clasificar
a "La virginidad" como perteneciendo a esta segunda clase de sus creaciones.
Algunos detalles insignificantes y aparentemente incoherentes introducen
a una pareja inocente en las más oscura entraña de la sexualidad. Es
un relato donde el erotismo más refinado se entrevera y confunde con
la obscenidad total.
LA VIRGINIDAD
Las descripciones que hacen los jóvenes de algunas partes del cuerpo
son artificiosas: la boca es una cereza, los senos son botones de rosa.
Alicia era hija de un mayor retirado y estaba educada por una madre
que la adoraba. Como las demás jóvenes de vez en cuando se acariciaba
el codo y enterraba los pies en la arena. La vida de una muchacha en
flor es distinta a la de un abogado o una madre. Debe ser difícil proteger
a una joven cuya razón de existir es seducir a los demás.
Pero Alicia estaba protegida por el canario Fifí, por el perrito Bibí
y por la madre. Una tarde paseaba por los senderos del jardín y un vagabundo,
acostado sobre el muro que lo rodeaba, le arrojó un ladrillo que le
dio en la espalda, la muchacha trastabilló y estuvo a punto de caer,
sin embargo, sonrió con unos labios que le temblaban de dolor. Mientras
el vagabundo bajaba del muro y desaparecía Alicia se repetía a sí misma
que había sonreído. Cuando llegó a la casa entró en un estado de ensoñación
y medio distraída le preguntó a la madre mientras tomaban el té por
qué los hombres usaban pantalones, tenían cabello corto y se afeitaban.
La joven escondió en la manga la cucharita de plata con la que había
tomado el té, salió al jardín, se dijo a sí misma que la había robado
y la enterró al pie de un árbol. Volviendo a casa pensaba que si el
vagabundo no le hubiera arrojado el ladrillo ella no hubiera robado
la cucharita; el padre le dijo que el día siguiente su prometido regresaba
de China, el compromiso había tenido lugar cuatro años atrás cuando
Alicia cumplió los diecisiete años.
El día en que el novio le pidió la mano le respondió que sí, que deseaba
ser su prometida pero no quería desprenderse de un miembro de su cuerpo.
Pablo era un muchacho encantador que estaba enamoradísimo de su inocencia.
La mayor virtud, según pensaba él, residía en la virginidad, este valor
condicionaba su espíritu y en torno a él se situaban sus instintos superiores.
"Vemos, pues, que la virginidad asciende del ser más bajo en la escala
biológica y llega al hombre, y del hombre salta a los ángeles y de los
ángeles a Dios, para perderse en el infinito. Dios mismo es un gran
solitario en el universo, es la eterna juventud del Cosmos"
De una pequeña particularidad puramente corporal nace el inmenso mar
del idealismo y de los milagros, en evidente contraste con nuestra triste
realidad. Pablo amaba a Alicia por su virginidad inocente y estaba convencido
de que quien desee adorar dignamente a una virgen él mismo debía ser
virgen e ignorante, de otra manera el idilio sería una trampa.
Han transcurrido cuatro años y nuevamente pasea con su prometida por
los senderos del jardín. Pablo la recrimina porque ha cambiado mucho
pero ella, distraídamente, le dice que lo ama como siempre. El joven
insiste, protesta otra vez porque en otra época no hubiera usado la
frase impúdica de que lo amaba, que ahora la veía inquieta y excitada.
Alicia, con toda la calma, le pide que le explique lo que era el amor
y lo que era ella, pero con seriedad y si reírse.
Pablo le cuenta cómo los hombres habían perdido el Paraíso al probar
del fruto del árbol del conocimiento tentados por Satanás. Le suplicaron
al Todopoderoso que les concediera un poco del candor y la inocencia
perdidos, entonces Dios creó la virgen, el recipiente de la inocencia,
la selló y la envió a vivir entre los hombres que sintieron de inmediato
una nostálgica languidez.. Cuando Alicia le pregunta por las casadas
le responde que son una patraña, una botella abierta y evaporada.
Alicia no entiende por qué, siendo ella virgen, el vagabundo le había
arrojado un ladrillo, y por qué, luego, ella había sonreído a pesar
de que le había dolido mucho. De regreso a casa Pablo pensaba que la
virginidad y el misterio son la misma cosa y que había que cuidarse
de no desgarrar el sagrado velo. Al día siguiente la joven le dice que
se extasiaba contemplando su codo, que tenía unos deseos realmente locos,
y entonces Pablo le responde que adora su candor irracional. Alicia
le pregunta si había robado alguna vez, y le contesta que no, que ella
no podría amar a un hombre sin dignidad.
La joven está confundida y le sigue preguntando si engaño, mordió o
golpeó a alguien alguna vez, si caminó desnudo o comió inmundicias.
Pablo le pregunta si se había vuelto loca y le ruega que reflexione.
Para entonces la joven había empezado a temer que las vírgenes eran
educadas en la inocencia para que después todo les resultara más perturbador.
Regresaron a casa y ya en la cocina Alicia señala un hueso que, seguramente,
había abandonado Bibí. En el momento que Pablo le dice que hay muchos
olores de cocina y que es mejor irse de allí, ella le observa que Bibí
no ha terminado de roerlo, ambos pronuncian unas palabras cariñosas,
y entonces la joven le manifiesta que le gustaría mucho que royesen
el hueso juntos, al mismo tiempo que lo abraza y le pide que no la mire
de ese modo. Le implora que lo haga porque, de lo contrario, morirá
joven.
Pablo se había inmovilizado por el terror, qué importancia podía tener
un hueso para ella, si por lo menos fuera un hueso limpio, un hueso
de caldo, pero Alicia gritó con impaciencia que quería roerlo a escondidas
de la cocinera. Entonces se produce un altercado, él le reprocha que
le está pidiendo inmundicias y ella le replica que las inmundicias le
producen apetito, e insiste en que lo roan y lo coman juntos sin que
nadie los vea.
Pablo le pregunta si era posible que el ladrillazo le hubiera despertado
el deseo malsano de roer un hueso, que ése no puede ser el instinto
de una virgen, que no son más que patrañas insensatas. Alicia le dice
que todos lo hacen salvo ellos, que eso es el amor. Pablo, abrumado
por tanta locura, empieza a pelearse por el hueso. En ese momento se
oyen detrás del muro un golpe y un lamento. Se asoman encima de los
rosales y ven una joven descalza lamiéndose una rodilla. Cuando se estaban
preguntando qué cosa habría ocurrido, una piedra silba en el aire y
golpea la espalda de la muchacha, a lo lejos alguien vocifera que es
una ladrona.
"¿Lo has visto?; –¿Qué sucedió?; –Apedrean a la muchachas, las apedrean
para divertirse, sólo por placer; –¡No, no,… no es posible!; –Tú mismo
lo has visto::: Ven, que el hueso nos espera, volvamos a nuestro hueso,
lo roeremos juntos… ¡Quieres?... ¡Juntos! ¡Yo contigo, tú conmigo! Mira,
lo tengo ya en la boca. ¡Ahora te toca a ti! ¡Tómalo!"
"En
la escalera de servicio" es una de las cuatro novelas cortas que Gombrowicz
escribe en el año 1929. Es la historia de un acomodado funcionario,
casado con una refinadísima señora de clase alta, al que lo pierde su
atracción por las criadas gordas, feas y embrutecidas. Bruno Schulz
designó a este aparato del ideario de Gombrowicz como zona de la subcultura.
"Hay algo aquí que quizás se remonte a la infancia, a la época en la
que se le despertaron sus primeros deseos, hacia su séptimo u octavo
año (...) Seguramente vio algo que le causó impacto, unas pantorrillas,
o algo mejor, y que una y otra vez acudía a su mente" Esto lo escribe
Kepinski, su amigo de la infancia.
La inclinación de Gombrowicz por las pantorrillas, los muslos y las
criadas aparece frecuentemente en su obra. El apetito por las criadas
que ilustra la narración de "En la escalera de servicio" tiene unos
orígenes igualmente remotos:
"Ese sentimiento perdura en mí desde la infancia, desde esos años en
que, sin aliento, con el corazón golpeándome en el pecho, contemplaba
a nuestra criada. Cuando nos servía en la mesa, cuando enceraba el parquet,
cuando nos traía el desayuno (...) Yo miraba ávidamente, tímidamente,
bajo mis párpados entornados"
EN LA ESCALERA DE SERVICIO
A diferencia de otros funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores
y de los secretarios de embajadas extranjeras que salían a las calles
a hacer conquistas aquí y allá, según su gusto, fantasía y temperamento,
el protagonista sólo salía a conquistar a las criadas gordas, comunes
y corrientes que llevaban un pañuelo en la cabeza. Al poco tiempo de
su nombramiento como segundo secretario de la embajada en París tuvo
que renunciar al cargo debido a la nostalgia que sentía por las criadas
polacas.
Abordaba a las criadas en la escalera de servicio y les preguntaba si
conocían a la señora Kowalska como una manera de presentarse. No se
puede decir que fuera una conquista concreta, en los últimos años había
abordado más de mil quinientas criadas y jamás había recibido ni siquiera
un beso. Las criadas, con la cesta en la mano, no tenían el sabor de
las legumbres frescas sino más bien el de la grasa de cerdo, no se las
podía comparar con los complicados bocadillos que ofrecía la ciudad.
Filip se preguntaba cómo era posible que en cada uno de los estratos
sociales se podían encontrar señoritas llenas de poesía, mientras las
criadas eran las únicas que carecían de belleza y atractivo. Con el
tiempo descubrió que eran las amas de casa las que elegían a esos monstruos
deformes seguramente para evitar que algún miembro de la familia fuera
tentado por deseos poco honestos. Pero la timidez que guardaba desde
la niñez, sofocada por el lujo y los éxitos, seguía prefiriendo a esos
monstruos de la escalera de servicio que pululaban alrededor de los
mercados. Sus colegas del Ministerio se burlaban tanto de él que por
miedo al ridículo se casó con una joven que era algo así como el antídoto
de la criada.
La mujer que eligió tenía una silueta delgada y elegante, era el testimonio
de su buen gusto para elegir, lo que hizo que el matrimonio produjera
por doquier una magnífica impresión. Contrataron a una graciosa camarera
completamente diferente a las criadas habituales, llevaba una cofia
de encaje blanco y servía la mesa con mucha desenvoltura. La personalidad
de su mujer se fue imponiendo en la casa con pie firme pero delicado,
cien mil veces más distinguido que los pies hinchados, deformes y planos
de las criadas. En el fondo del alma la sospecha de que su mujer pudiera
llegar a saber algo de lo que habían sido sus gustos lo perseguía cruelmente.
Observaba con hipócrita admiración el mundo hostil y helado de su mujer,
su geografía blanca y tersa, esos detalles que para él eran tan vacuos
y desérticos como el mundo lunar, mientras la Madre Tierra permanecía
exilada quién sabe dónde. Pero de a poco él también se fue volviendo
europeo, lavado y reluciente, con estas convenciones conquistó el corazón
de su mujer y creció en el trabajo. Hasta la mujer mejor pertrechada
se abría como una ostra cuando se pronunciaban las palabras precisas,
las santificadas por la costumbre, y cuando se realizaban los gestos
rituales.
El asunto con las criadas era más complicado, en todas partes había
resistencia y susceptibilidades. Una tarde, después de perseguirla,
y cuando finalmente la criada terminaba su ronda de compras y entraba
en el portón del edificio, Filip la alcanzó en la escalera de servicio
y le preguntó si conocía a la señora Kowalska. Cuando la criada se detuvo
él le acarició la mano y le dijo que le gustaba mucho. La criada se
echó a reír y lo trató de sinvergüenza, se ofendió, y después de manifestarle
que no le gustaba conocer a la gente en la escalera, le preguntó con
quién se imaginaba que estaba hablando.
La otras criadas del edificio se asomaron a la escalera de servicio
riendo y murmurando, la que estaba con Filip se desternillaba de la
risa y, de pronto, extendió las piernas y empezó a gritar: –¡Ji, ji,
ji, güri, güri, giu! Las que estaban colocadas en los pisos superiores
gritaron también: –¡Ji, ji, ji, güri, güri, giu! Filip desciende por
la escalera con la cabeza baja mientras a sus espaldas se desencadena
un infierno: –¡Habrase visto semejante cerdo! ¡Dale María, tíralo por
la escalera! ¡Rómpele la cresta! ¡Sinvergüenza! ¡Atacar de esa manera
a una señorita! Debía ser el miedo que tenían de encontrase con sus
amas el que las ponía en ese estado.
Aquello no era como con las manicuras y las coristas, tales eran sus
recuerdos prohibidos, los recuerdos del pasado. Hoy en día sabía, como
también lo sabía entonces, que nada hubiera podido ocurrir entre las
criadas y él porque los separaba un abismo naturalmente infranqueable.
Pero hoy, igual que ayer, se negaba a reconocer la existencia de ese
abismo y su ira se dirigía contra las amas de casa. Tal vez si no fuera
por culpa de ellas que las paralizaban con el miedo y con la vergüenza
de descubrirlas en la escalera de servicio, las criadas se hubieran
comportado mejor con Filip.
Pasaron los años, el protagonista empezó a envejecer, en sus sienes
aparecieron algunas canas, en el Ministerio ocupaba el alto cargo de
viceministro de Asuntos Exteriores y en pulcritud y aseo había llegado
a superar a su propia mujer. Para Filip la pulcritud se había convertido
en audacia, en esplendor y en un modelo de vida. La mujer se asombraba
de que se tomara tan a pecho esas cosas, y en cuanto a la suciedad del
mundo le decía que no la aborrecía, que simplemente la ignoraba. Pero
esa ignorancia no llegó muy lejos. Una noche el marido presa de una
pesadilla se puso a gritar: –¿Vive aquí la señora Kowalska?, y un poco
después, ¡Ji, ji, güiri, güiri, güi!, y que quería estrangular a ciertas
lunas pálidas (las amas de casa) vacías y sofocantes.
La mujer empezó a tener tanto miedo como un ratón puede tenerlo de un
gato. Se le dio por quejarse de que jamás había tenido una noche de
tranquilidad por culpa de los ronquidos de su marido y de que tenía
miedo que fuera a suceder una desgracia. Estaba arrepentida de haberse
casado con Filip, le recriminaba que desde que había empezado a envejecer
estaba cada vez peor, que quería que le explicara lo de las lunas pálidas,
y que si llegaba a ocurrir algo se acordara de que había sido una buena
esposa y que siempre le había demostrado afecto.
Filip no comprendía, era un hombre que envejecía, sin pasiones, inofensivo,
desgastado por la vida familiar y la oficina. Pero del episodio de las
lunas nacieron unos cuantos lances que se tiró con la camarera, la mujer
lo advirtió y la despidió inmediatamente. La camarera que la reemplazó
también tuvo que ser despedida porque a Filip se le había despertado
el apetito. Terminó por decirle a su mujer que era más fuerte que él,
que estaba envejeciendo y que antes de retirarse quería darse un gusto,
que las graciosas camareras eran el bocado preferido de los embajadores,
que se las consumía en las mejores mesas.
Finalmente la mujer contrató a uno de esos monstruos de chal en la cabeza
que, según le parecía a ella, no podía atraer la atención de nadie con
sus dedos gordos repugnantes, la piel arrugada y ennegrecida del antebrazo
y su tufo de grasa y cebolla. El corazón de Filip palpitaba emocionado,
volvía a ser tímido otra vez, amedrentado, como lo había sido en otra
época en las escaleras de servicio. Pensaba que los temores de su mujer
eran absurdos, que él era un hombre que se estaba apagando y que sólo
quería, antes de extinguirse, saborear un poco el aire del pasado...
En la mujer crecía el deseo de estrangular a esa fuerza erguida ante
ella que anunciaba el desencadenamiento de una lucha cruel que se remontaba
a la prehistoria. Empezó a amenazar a la criada con que si no controlaba
sus ruidos intestinales, con que si no se bañaba por lo menos una vez
por semana con estropajo y jabón, la iba a despedir. La criada la engañaba
y no le hacía caso, y esa desobediencia iba transformando a la esposa
de Filip en una de esas amas de casa agrias y despiadadas.
Filip había caído en una especie de estado cataléptico; una mañana escribió
con un dedo en un cristal, sin pensar en lo que hacía: "!Vergüenza a
quien abandona su propia suciedad por la pulcritud de los demás! ¡La
suciedad siempre es nuestra; la pulcritud es de los demás! Una tarde
se dirige a la criada para decirle que la señora estaba en contra de
las criadas, de ella y de todas las del edificio, porque son vulgares
y escandalosas, porque transmiten enfermedades y porque roban con la
complicidad de sus novios.
Ese mismo día la mujer le pidió que despidiera a la criada, que se había
vuelto arrogante, que se pasaba el día entero en la escalera de servicio
con las otras criadas, y que en el patio murmuraba con los porteros.
La señora se ponía cada día más nerviosa y le rogaba a Filip que la
despidiera a fin de mes, estaba tan alterada que le propuso a Filip
retomar a la primera camarera. Que no la aguantaba más, que se burlaba
de ella, que a sus espaldas le hacía muecas, le sacaba la lengua y gesticulaba
en forma soez. También se burlaban las otras criadas del edificio, estaba
segura de que se iba a enfermar.
Filip se le quejó a la criada y al propietario del edificio, pero al
día siguiente alguien le arrojó una cebolla marchita por una ventana.
Una de las criadas de la escalera de servicio se atrevió a reírse abiertamente
de la señora, en la puerta aparecieron dibujos repugnantes en los que
Filip y su mujer aparecían en posiciones obscenas. Comenzaron a ser
víctimas de todo tipo de bromas pero no podían pescar a nadie con las
manos en la masa. La mujer empezó a gritar que había que llamar a la
policía, que había que despedir a las criadas, a la portera y a sus
hijos, pero esos gritos no hacían otra cosa que aumentar la arrogancia
de las criadas y despertar un odio tremendo.
La señora estaba perdiendo la razón, se le fue el color, se volvió gris
y apagada y se acurrucó silenciosamente a un rincón. Filip permanecía
en su sillón y pensaba que si su mujer odiaba a la criada, era normal
que la criada la odiara también a ella. A veces escuchaba que la criada
le decía a su mujer que si ella le contara todas las rarezas que había
visto en esa casa se le helaría la sangre en las venas. Un día la señora
se quitó un anillo y lo puso en la mesa del comedor. Filip lo tomó y,
mecánicamente, se lo guardó en el bolsillo. Poco tiempo después le preguntó
dónde tenía el anillo:
"!Ladrona! La criada le respondió con los brazos en jarras; ¡Ladrona
serás tú!; –¡Cierra el pico!; –¡El pico lo cerrarás tú!; –¡Fuera, fuera
de aquí, inmediatamente!; –¡Fuera de aquí! ¡Vaya escena! En todas las
ventanas aparecieron caras de criadas, de todas partes llegaban gritos,
insultos e improperios, una terrible carcajada resonó fuertemente, y
he aquí lo que vi: la criada asió a mi mujer por los cabellos y comenzó
a tirar, a tirar, y a través de una especie de niebla me llegó la voz
implorante de mi mujer: –¡Filip!"
Gombrowicz
escribió "Aventuras" en el año 1930, es una novela corta que remata
con un pasaje que nos contaba reiteradamente en el Rex, especialmente
al Alemán. En aquel tiempo comenzaba a frecuentar los cafés literarios
y seguía escribiendo novelas cortas. Decide permanecer en Radom pero
choca con la hostilidad de los abogados locales que en su gran mayoría
pertenecían al Partido Nacional, una agrupación política de derecha.
Sus partidarios se escandalizaban por sus relaciones con centros de
izquierda y, particularmente, por las que tenía con Wiadomosci Literackie.
Desde ese momento renunció a la continuación de su carrera jurídica.
"Era una época en la que estaba en mala disposición con el arte. Me
saturaba de Schopenhaher y de su antinomia entre la vida y la contemplación,
y de Mann en cuya obra ese contraste tiene un aspecto más doloroso.
El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la debilidad, la decadencia;
los artistas, por así decirlo, no me gustaban, personalmente yo prefería
al mundo y a la gente de acción. Estas fobias, a mi edad, eran apasionadas,
yo tenía entonces veinticinco años, que es cuando todavía no se ha renunciado
a la belleza. El mundo artístico me atraía por su libertad y su resplandor,
pero me repudiaba física y moralmente"
En esta novela corta hay dos personajes nada más: el protagonista y
el Negro. Es un relato fantástico sobre la naturaleza y la forma del
encierro y del miedo, pero lo es más bien como un acontecimiento exterior,
como unas aventuras cuyas variaciones son mecánicas y automáticas, y
ajenas a los fenómenos psíquicos y a las concepciones morales.
AVENTURAS
En el mes de septiembre de 1930 cuando el protagonista navegaba rumbo
a El Cairo se cayó en las aguas del Mediterráneo. Advirtieron su caída
pero el barco ya se había alejado un kilómetro, el capitán se puso muy
nervioso y ordenó un regreso a toda marcha, tanta que cuando el gigante
llegó donde estaba el protagonista no se pudo detener. El navío volvió
a dar la vuelta pero otra vez lo volvió a pasar como un tren a toda
velocidad, esta maniobra se repitió diez veces hasta que un yate privado
se acercó y lo recogió, mientras el otro barco retomaba tranquilamente
su ruta.
Por casualidad descubrió que el capitán del yate tenía el rostro y los
pies blancos pero era negro. El capitán se puso furioso, lo hizo atar,
lo encerró en un camarote y empezó a alimentar un odio ilimitado. Era
la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un
negro blanco. Durante los ocho meses siguientes navegó sin parar y se
deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerlo encerrado
en un camarote oscuro.
Un día, finalmente, lo condujo al puente del yate y el protagonista
se preparó para morir. Fue colocado en el interior de un recipiente
de cristal en forma de huevo, podía mover los brazos y las piernas pero
no cambiar de posición. El Negro le enseñó el mapa del océano Atlántico
y señaló la ubicación del yate, estaban en el centro del mar, entre
España y México. En esa zona marítima las corrientes era circulares,
si algo caía al agua, al cabo de un tiempo, después de un viaje de circunvalación,
volvería a pasar por el mismo lugar. Lo equiparon con tres mil comprimidos
de caldo que le alcanzaban para vivir diez años, con un pequeño instrumento
para destilar agua, y lo tiraron al océano.
Como las paredes del huevo eran de cristal observaba todo lo que pasaba
en el exterior. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa,
pero arriba el mar estaba muy agitado, finalmente estalló una tormenta
y se levantaron olas gigantescas. El Negro lo siguió un par de semanas,
después se aburrió y tomó otro rumbo. Tenía ganas de aullar pero se
puso a cantar ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos
lo predisponía al canto. Un barco francés lo atropello, rompió el cristal
del huevo y lo rescató, habían pasado unos años desde que el Negro lo
tirara al océano. Cuando desembarcó en Valparaíso se escondió, estaba
convencido de que el Negro lo había seguido, había disfrutado mucho
de él y no iba a renunciar a ese placer.
El protagonista atravesó el mundo huyendo, finalmente le pareció que
el lugar más seguro era Islandia, pero ya en el puerto apareció el Negro,
lo atrapó y lo condujo al yate. Después de largos meses de prisión sofocante
pudo respirar nuevamente el fresco del aire marítimo en el puente de
popa. Vio una enorme bola de acero cuya forma recordaba a la de un obús,
abrieron una portezuela lateral y lo arrojaron a su interior donde había
un pequeño saloncito. Se encontraban en el Pacífico, en el punto del
abismo oceánico más profundo del mundo. El Negro tenía curiosidad por
saber qué existiría en el fondo del mar al que vería con su imaginación
adivinando lo que estaría mirando el protagonista moribundo.
El peso de la bola de acero fue mal calculado y cuando la tiraron al
agua no se hundió, entonces el Negro ordenó que le engancharan un ancla
pesada, el protagonista fue arrojado al mar y comenzó a descender. Al
final de un viaje de dos horas sintió una ligera sacudida, había tocado
fondo. Pasó el tiempo y no pudiendo resistir más, comenzó a dar golpes
en todas las direcciones. Aquella locura estéril provocó seguramente
algún movimiento en el exterior, y la cadena arruinada por la herrumbre
se rompió, el hecho es que la bola empezó a ascender aumentando a cada
minuto su velocidad saliendo disparada como un proyectil a un kilómetro
de altura sobre la superficie del mar.
El obús fue abierto por la tripulación de un barco mercante, el Negro
había desaparecido. Hicieron escala en el puerto de Pernambuco desde
donde el protagonista partió para Polonia. En ese mismo período un gigantesco
bólido había caído sobre el mar Caspio y las aguas se evaporaron en
un instante. Las nubes cubrieron la tierra amenazando con producir un
segundo diluvio universal. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar
una nube que se encontraba encima del lecho del mar Caspio en la parte
más ventruda y la nube empezó a desaguar. Cuando se vació por completo
otras nubes ocuparon su lugar y, mecánicamente, el forma automática
entregaron el agua y reconstituyeron el mar.
En su casa de campo de Polonia, descansaba y se entretenía para pasar
el tiempo. El Negro había desaparecido, el otoño se acercaba. Por mera
diversión empezó a construir un globo aerostático tipo Montgolfier.
Una mañana, después que lo tuvo terminado, encendió la llama de la lámpara
y empezó a ascender. Voló sobre el bosque y sobre el río, desde abajo
la población lanzaba gritos jubilosos, cuando llegó a una altura e cincuenta
metros apagó la mecha y empezó a descender. Aterrizó en un patio en
el que lo recibieron con risas y bravos. Interrumpieron la merienda
y lo invitaron a tomar café, queso y pastelillos. El protagonista les
propuso que uno de ellos podía subir a la cesta y volvió a encender
la llama.
La pasajera que subió le proporcionaba una alegría íntima mucho mayor
que el globo mismo. Por primera vez en la vida sentía que estaba perdiendo
el juicio mientras ella lo escuchaba con atención. A pesar de que es
bien sabido que las mujeres aman lo novelesco, no se atrevió a contarle
nada de sus aventuras con el Negro... Llegó el día del cambio de anillos...
Luego empezó a acercarse también el día de la boda. Pero una semana
antes de la fecha de casamiento, cuando se sentía penetrado por el secreto
y el escalofrío jubiloso prenupcial, se le ocurrió hacer un paseo en
globo durante un día de tormenta. La tormenta fue tan grande que lo
arrastró con fuerza diabólica, y después de varias horas, al levantarse
el telón del alba, vio que debajo de él se agitaban las olas del Mar
Amarillo.
Se despidió por dentro de los abedules y de los ojos de su amada y se
abrió dócilmente a las pagodas contrahechas, a los bonzos y a las divinidades
extrañas. Cuando descendió de la cesta se le acercó gritando un chino
leproso. Tocó con sus manos la piel pustulosa y lo condujo hacia unas
cabañas miserables que se veían a lo lejos. Todos los habitantes de
la aldea eran leprosos, pero a pesar de su condición aquellas personas
no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. El protagonista
se alejó al instante de aquel pueblo pero la chusma lo seguía a cierta
distancia. Los amenazó con los puños en alto y desaparecieron, pero
un momento después lo volvieron a seguir.
La isla donde había caído ocupaba poco más de unos quince kilómetros
cuadrados, estaba desierta y buena parte de ella era boscosa. El protagonista
caminaba acelerando el paso pues sentía detrás de él la presencia de
aquellos monstruos anhelantes. No sabiendo bien que hacer se internó
en la espesura de la selva pero ellos le pisaban los talones. No podía
comprender qué es lo que quería esa chusma roñosa, tenía la misma sensación
que se apodera de las mujeres cuando los vagabundos maleducados las
importunan en la calle, primero persiguiéndolas y después permitiéndose
bromas de mal gusto y palabras soeces, hasta que las pobres se veían
obligadas a huir con la cabeza baja.
Si bien ignoraba la causa de la excitación de esos leprosos, eran evidentes
sus demostraciones de obscenidad, de impudicia y de lascivia, tanto
en los monstruos machos con su dura brutalidad, como en las monstruosas
hembras con su diversión maliciosa que no podía significar otra cosa
que inocencia o inmadurez. El protagonista hubiese aceptado la lepra,
pero la lepra y el erotismo a la vez, no. Estaba enloquecido y empezó
a huir, se escondió en la fronda de un árbol con un garrote en la mano
dispuesto a romperle la cabeza al primero que se acercara. Durante dos
meses llevó en la isla una vida de mono escondiéndose en la cima de
los árboles. Finalmente, por azar, descubrió unas cuantas botellas de
petróleo provenientes, posiblemente, de algún naufragio. Logró inflar
nuevamente el globo y levantar vuelo. Se preguntaba qué podía hacer
cuando volviera a ver los abedules y los ojos de la mujer amada. No,
no le era posible volver, tenía que abandonar todo aquello que ya lo
había abandonado a él.
"Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención.
Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán.
Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba
de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud
de hasta quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla
idea de inundar los canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un
foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente,
el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente.
Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta
los huesos, saltar fuera de las fosas enloquecidos de pánico, cuando
despuntaban las primeras luces de un amanecer brumoso"
"Acerca
de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury" es la novela corta más
larga de Gombrowicz. La escribió en el año 1932, y sin saber que siete
años más tarde desembarcaría en la Argentina, sueña con ella: "Bajo
el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña".
Y comienza la narración en forma premonitoria: "Mi situación en el continente
europeo se hacía día a día más penosa y más equívoca".
Pero lo más extraño es que en el diario de la travesía, cuando se va
de la Argentina, y sin decir que lo hace, mete los relatos del ojo sobre
la cubierta y del marinero que se traga la cuerda del palo de mesana
como si fueran episodios reales de lo que está narrando. Gombrowicz
está empeñado en construir catedrales y en desarrollar composiciones
arquitectónicas artificiales como instrumentos, para redondear algo
bello, algo que duele, algo que existe.
Esta irrupción de los relatos en el diario de la travesía resulta desconcertante,
está contando la historia de un alejamiento conmovedor, lírico, dramático
y, de pronto, se coloca en una situación circense. ¿Por qué hace esto?,
porque la más larga de sus novelas cortas había sido publicada en Francia
un poco antes de su llegada a París con muy buena acogida. Aquí también
se pone de manifiesto el carácter instrumental de sus composiciones.
En "Cosmos" intenta volver reales las asociaciones que tiene en la conciencia,
y ahorca al gato, un acto desleal pues falsea la relación entre el ahorcamiento
imaginario del gorrión y el ahorcamiento real del gato. Al poner en
juego intencionalmente elementos reales para configurar una estructura
de elementos imaginarios que tiene en la conciencia, el protagonista
lleva a cabo un acto desleal pues perturba lo que está observando y
sólo conocerá entonces el resultado de su perturbación.
Con el ojo humano y el marinero que se traga la cuerda del palo de mesana,
Gombrowicz, que en este caso es el protagonista, hace al revés, pone
en juego intencionalmente elementos imaginarios para configurar una
estructura de elementos reales, otro acto desleal que arroja el mismo
resultado. El humor, el erotismo, el aburrimiento y los sueños, de la
novela corta más larga de Gombrowicz, se sacan chispas y juegan una
partida memorable.
ACERCA DE LO QUE OCURRIÓ A BORDO DE LA GOLETA
BANBURY
En la primavera de 1930 el protagonista emprendió un largo viaje por
motivos de salud. Su situación en el continente europeo se tornaba día
a día más embarazosa y menos clara. Le pidió a un amigo que le encontrara
un lugar en alguna de sus embarcaciones, y a la semana emprendió el
viaje en una hermosa goleta de tres mástiles con una capacidad de cuatro
mil toneladas cargada de sardinas y arenques, rumbo a Valparaíso. El
capitán Clarke le dio la bienvenida cuando subió a bordo de la goleta
Banbury.
El primer oficial le cedió su camarote por una módica suma de dinero.
A las horas el protagonista empezó a vomitar todo lo que tenía en el
estómago, y para volverlo a llenar devoró toda la ropa de cama y la
ropa interior del primer oficial que estaba en el baúl, pero muy poco
tiempo permanecieron en sus entrañas. Sus gemidos llegaron al capitán
quien, apiadándose de él, ordenó que subieran al puente un barril de
arenques y otro de sardinas para que siguiera devorando. Sólo al anochecer
del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los
arenques y la mitad de las sardinas, logró recuperarse. Cesó también
el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.
Se alejaban de Europa, en una noche estrellada y apacible ocurrió algo
que parecía relacionado con los vómitos que había padecido el protagonista
y que, en cierto sentido, resultó premonitorio. Uno de los marineros
se llevó a la boca, distraídamente, una cuerda que colgaba del mástil
mayor. Muy posiblemente, debido al movimiento vermicular del intestino,
se la empezó a tragar con tanta violencia que el marinero fue izado
como un trapo hasta lo más alto del mástil donde quedó atascado con
la boca completamente abierta. Dos mozos se colgaron de sus piernas
pero no pudieron hacerlo bajar, entonces, el primer oficial tuvo la
buena idea de recurrir otra vez a los vómitos. Para despertarle la imaginación
vomitiva le presentó al paciente un plato lleno de colas de rata, el
pobre infeliz, con los ojos totalmente desorbitados, tuvo un acceso
de vómito y cayó al puente tan pesadamente que casi se rompe las piernas.
Aunque en ese momento no le puso mucha atención, el protagonista había
presenciado ya dos acontecimientos con síntomas relacionados a la náusea,
el del marino, de carácter absorbente y centrípeto, y el suyo, de carácter
centrífugo. Las colas de las ratas, la nave y las espaldas de los marineros
tampoco le eran del todo extrañas. Smith, el primer oficial de a bordo,
y el capitán Clarke le explicaban que el barco era bueno, y que si a
alguien no le parecía del todo bueno podía abandonarlo cuando lo deseara.
Al promediar la conversación Clarke le pide a Smith que ordene a la
tripulación tres vivas para el capitán, y la tripulación lo viva tres
veces.
Los marineros siempre estaban inclinados limpiando algo, de modo que
Zantman, así se llamaba el protagonista, no veía otra cosa que sus espaldas.
Una mañana le manifestó al primer oficial su convicción de que la tripulación
de la Banbury estaba integrada por mozos valientes y honestos. Smith
le respondió que los tenía sujetos con el taladro, que los trataba con
puño de hierro y que no le daba una patada en el culo al que se portaba
mal, a pesar de que era lo único que ofrecían, porque si pateaba a uno
tenía que patearlos a todos por el espíritu de igualdad, y que eso sería
una tontería.
El capitán le comentaba que arriba de la goleta no había papá y mamá
y tampoco había consulados, que él era el amo y señor de la vida y de
la muerte, que no había abuelos ni dulces ni bizcochos, que sólo había
disciplina y obediencia. Quería demostrarle a Zantman que tenía poder,
deseaba mostrárselo porque de vez en cuando lo asaltaba el desánimo
y se reblandecía. La dijo a Smith que si lo viera sin la hoja de parra,
como Dios lo trajo al mundo, sin los pantalones blancos y los galones
de oro en la gorra, no lo reconocería. Al marcharse el capitán Zantman
murmuró que eso bastaba para él, refiriéndose a las manías del capitán,
y al momento el primer oficial le contesta que no le aconsejaba hacerse
el gracioso.
De vez en cuando el capitán y el primer oficial jugaban con bolitas
de migas de pan, el tedio se dejaba sentir tanto que se peleaban violentamente
sin conocer la razón de la riña. Los oficiales bebían licores y los
marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo, se inclinaban,
apoyaban los brazos en el suelo, estiraban las piernas y movían los
hombros como lo hacen los gusanos en la tierra. Smith le confiesa al
protagonista que debido al aburrimiento sus relaciones con el capitán
se habían puesto difíciles. Jugaban a picarse con agujas, vencía el
que resistía más tiempo, estaba picado como un colador.
Zantman le dice que habían creado un círculo vicioso sin salida lateral.
Tenían que procurarse un alfiletero y colocarlo entre los dos. Smith
lo miró con respeto y le dijo que estaba sorprendido, que había resultado
ser un magnífico navegante experimentado, que tenía el colmillo de un
viejo lobo de mar, que con el alfiletero dejarían inmediatamente de
pincharse. A la tarde Smith empezó a hacerle confidencias sobre la tripulación,
la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos del mundo,
había que tratarlos con mano dura, no pensaban en otra cosa que sacarle
el cuerpo al trabajo, que el peor de todos se llamaba Thompson, con
una boca en forma de culo de gallina como si quisiera sorber vaya saber
qué cosa, y que esa noche le iba a dar una lección. Después de decirle
todo esto empezó a canturrear que de agua y tedio era la vida del marinero.
Posteriormente a la conversación sobre el alfiletero con Smith el capitán
cambió la actitud hacia Zantman, presumía que el protagonista tenía
sus propios métodos para combatir el tedio, que no era de esos estúpidos
ratones de tierra sino un experto navegante, y que era inútil que le
ocultara su verdadera identidad. Clarke, en tierra firme, no hacía otra
cosa que aburrirse, y el tedio lo arrojaba al mar. Y una vez desplegadas
las velas, desaparecidas las costas del continente, tras el movimiento
y el ruido de la hélice, otra vez, nada, el aburrimiento, el tedio marino.
Con una buena tormenta se arreglarían las cosas, pero así todo resulta
intolerable.
Al día siguiente el ayudante de cocina dejó caer al mar un gran balde
de cobre que desapareció inmediatamente en la boca de un tiburón. El
hecho le produjo al mozo tanta alegría que sin poder contenerse empezó
a arrojar todos cubiertos que el escualo devoraba al vuelo, y después
lanzó al mar el resto de lo que cayó en sus manos. Smith lo detuvo cuando
estaba desclavando una repisa de la pared. Al muchacho lo hicieron enfermar
de paludismo esa misma noche y no reapareció hasta el final del viaje.
De día, las espaldas de los marineros eran dóciles y temerosas, pero
en las noches llegaba hasta el camarote de Zantman un zumbido monótono
e insistente semejante al de un enjambre de insectos. Eran los marineros
que Smith controlaba durante el día, pero no a la noche. Murmuraban
historias absurdas e interminables en las que no existía ni una sola
palabra de verdad. Cuando Zantman comprobó que Thompson tenía, efectivamente,
la boca de culo de gallina le preguntó porque la ponía así, le respondió
que la ponía así porque le gustaba, le hacía bien para olvidarse del
aburrimiento y de la severidad de los oficiales que lo estaban arruinando.
Zantman le dio diez chelines, le prometió que le iba a dejar fruta y
leche en la puerta de su camarote todas las noches y le rogó que no
hiciera escándalos y aguantara hasta llegar a Valparaíso. Thompson le
contó a alguien lo de los chelines, la noticia se divulgó y algunos
marineros le empezaron a pedir plata, la cuenta le iba resultando de
treinta y seis chelines y seis peniques. Había hecho mal, los marineros
se excitaron y se volvieron más insolentes, les daba una mano y se tomaban
el brazo.
Un día paseaba por la popa y vio en el puente un ojo humano. Le preguntó
al timonel de quién era el ojo, pero no lo sabía, y cuando le preguntó
otra vez si alguien lo había perdido o se lo habían sacado a alguien,
le respondió que estaba ahí desde la mañana pero que él no había visto
a nadie, que le hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja pero
que no podía abandonar el timón. Bajo cubierta había otro ojo, pero
distinto, era de otro hombre. Zantman se lo contó a los oficiales y
el capitán comentó que habían empezado a jugar al ojito, le dio la orden
al primer oficial de castigar al autor de ese desaguisado y, además,
de obligarlo a comer el ojo extraído como lo exigían los usos marítimos.
Smith murmuró que ya no tendrían paz, que durante una temporada en el
Pacífico meridional habían perdido las tres cuartas partes de los ojos
de la tripulación, y que tenía que darles una lección.
Cuando Zantman le dijo a Clarke que tenía la impresión de que los hombres
se encontraban molestos como si les faltara algo y que, a lo mejor,
se los podría tranquilizar de alguna manera, le contestó que lo había
calado el miedo, que a veces le parecía un navegante valeroso y otras
una mujercita plañidera. En ese momento el protagonista le espetó que
tenía conocimiento de que en el barco se estaba preparando un motín,
y que todo iba a terminar muy mal. El capitán lo invitó a beber unos
tragos de cognac.
Los marineros de proa cantaban: –oh, bella mía, ¿por qué no me amas?–
y los de popa cantaban: –bésame, bésame. Era necesario evitar hablar
de mujeres, Smith les prohibió mencionarlas y, entonces, al tirar de
las cuerdas exclamaban: –aprieta, aprieta– e inclinados sobre los baldes:
–lava, seca, moja, riega– cantaban con todo el sentimiento y la nostalgia
de la que eran capaces. El capitán dio la orden de que los marineros
tomaran una cucharada de aceite de hígado de bacalao, ellos no querían
arruinar sus ensueños pero igual la tomaron, por el momento volvió a
reinar la calma.
A la noche la tripulación canturreaba y murmuraba: –las mujeres de Singapur,
de Mandrás, de Mindoro, se Sáo Paulo, de Loamin–, se restregaban los
brazos con aceite de hígado de bacalao. Y seguían: –sus manecitas, sus
piececitos, yo he sido amado sin dejarle siquiera un chelín–. Thompson
propuso cambiar la ruta noventa grados, apuntar hacia el Sur donde existen
islas cubiertas de jardines y vacas marinas grandes como montañas, mientras
cantaba: –Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias
a una niña– Cantaban para amar a la nostalgia.
Zantman estaba pensando que era una suerte que no hubiera mujeres cuando,
repentinamente, sintió el chasquido inconfundible de un beso, era Thompson
abrazándose con un grumete, le ofreció una libra para que recuperara
el juicio, pero el grumete gritó, con la voz tan aflautada como la de
una mujer, que él se parecía a una mujer. Otros marineros se abrazaban
y cuchicheaban. El capitán observaba desde el puente de mando con la
pipa encendida. Zantman se le acercó y le dijo que en el barco habían
aparecido los besos, que en el puente los marineros andaban en pareja,
que paseaban del brazo y se abrazaban. Clarke llamó a Smith y le dijo
que había que prepararse para castigar el motín de acuerdo a las leyes
del mar y la navegación.
Hacia la medianoche el viento se transformó en un huracán, la goleta
comenzó a bailar como un columpio y la velocidad aumentó vertiginosamente.
Al cabo de veintiséis horas la tormenta amainó pero Zantman prefirió
no salir del camarote. Era evidente que el amotinamiento había tenido
lugar, cerró la puerta con llave y la aseguró con un armario. Pasaban
los días y nadie se presentaba, la goleta aumentaba su velocidad sobre
una superficie tersa como la de un pantano, las luces que se filtraban
por las hendiduras del camarote eran cada vez más intensas. Zantman
estaba seguro que afuera volaban los grandes cóndores y los vistosos
papagayos, y los peces de oro..., que los amotinados habían dirigido
la Banbury hacia las aguas desconocidas del trópico. Había preferido
no oír los gritos salvajes y frenéticos de la tripulación que, con toda
seguridad, estaba saludando a los colibríes, a los papagayos, y todos
los otros signos que en la tierra y en el cielo anunciaban la próxima
y grandiosa orgía:
"No, no quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni
el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que hasta ese
momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta
de pudor, entre plumajes de pavos reales y fulgores espléndidos. Desde
el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual
a todos los demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja
el interior"
"La
rata" es uno de los relatos cortos que Gombrowicz escribió en 1937,
el año de la publicación de "Ferdydurke", su obra fundamental. "Ferdydurke"
resultó ser un fenómeno conmocionante que unió a su talento literario
una forma novelesca revolucionaria que sacó a la superficie un descubrimiento
fundamental. De los fondos de una gigantesca cloaca provienen la substancia
y el alimento para el desarrollo de todos los valores y de toda la cultura.
El complejo de formas de segundo orden encadenado a nuestra inmadurez
está incorporado a nuestra vida como un viejo hábito.
La envoltura de las formas maduras y convencionales le rinde homenaje
a los valores elevados y sublimados mientras nuestra vida esencial se
desarrolla en una esfera familiar y sucia, con ligereza y libre de sanciones.
Su energía emocional es cien veces más pujante que la de aquella otra
en la que se tejen las telas de las convenciones, una esfera detestable
y vergonzante en la que prospera una vida exuberante y lujuriosa.
Gombrowicz pone en entredicho la posición aislada y privilegiada atribuida
a los fenómenos psíquicos destruyendo el mito de su divinización, y
pone al descubierto una genealogía zoológica escabrosa y poco reluciente
que repudia toda vanidad. Descubre una naturaleza común entre las esferas
de la cultura y de las subculturas y vislumbra en la región de la inmadurez
el modelo y el prototipo del valor en general, y en el mecanismo de
su funcionamiento la llave para la comprensión de la maquinaria de la
cultura. En el salón que da a la calle todo obedece a lo que es conveniente,
pero en la cocina de atrás de nuestro yo se practica la economía de
la peor de las conductas. Gombrowicz domina esta maquinaria psíquica
ridícula y caricaturesca al punto de llevarla a una zona de cortocircuitos
violentos y de explosiones magníficas que condensan en forma grotesca.
Éstas son algunas de las reflexiones que hizo Bruno Schulz sobre "Ferdydurke"
en 1938, durante la conferencia que pronunció en la Unión de Escritores.
Comunicó a todos los artistas allí presentes que acababa de levantarse
un sol que hacía palidecer a todas las estrellas. "La rata" es coetánea
de esta obra fundamental e ilustra todos los fermentos del alma de Gombrowicz,
su talante de demonólogo de la forma y su carácter de demiurgo de la
inmadurez a los que apunta con tanta inteligencia y genio este magnífico
integrante de los tres mosqueteros.
Cuando le preguntaron a Gombrowicz sobre el significado de "La rata"
respondió que era una historia escabrosa de extroversión e introversión.
LA RATA
Un malhechor llamado Huligan asolaba con sus fechorías una comarca de
Polonia. Tenía un carácter exuberante y no admitía restricciones de
ninguna especie. Odiaba a los ladrones de carteras y de cosas pequeñas,
si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro
mundo con un golpe violento, lo liquidaba y seguía caminando y cantando
a pleno pulmón. Nadie podía atribuirle un asesinato vil o hecho a traición,
todos sus asesinatos tenían un aspecto noble y los realizaba al son
de una tonada: –Ay, María, María, Mariíta mía. Amaba a María más que
a nadie en el mundo, la amaba con amplios gestos, entre bailes, saltos
y vodka en abundancia.
No concebía el silencio ni la falta de lenguaje tan común en los hombres
de nuestro tiempo. A veces le pesaba la nostalgia, entonces toda la
comarca escuchaba sus lamentos sonoros y lánguidos. Los perros aullaban
dentro de los corrales y su aullido contagiaba a los hombres mientras
el bandido cantaba: –Ay, María, vida mía. Poco a poco se convirtió en
una leyenda y se compusieron canciones en su honor con el estribillo:
–Ay, ay, ay, vida mía. En una villa solitaria vivía un soltero encallecido
que había sido juez y detestaba la fantasía exuberante de la región.
Se quejaba en secreto a las autoridades locales por la tolerancia que
tenían con sus asesinatos y sus escándalos a pleno día, pero la policía
se mostraba impotente porque la población lo protegía. Además sólo mataba
a unas pocas personas y a la gente le gustaba presenciar sus asesinatos.
Mientras el comisario conversaba con el ex-juez volaba por los aires
un cadáver y llegaba a sus oídos un grito magnífico, como si miles de
bisontes hollaran los campos sembrados y los prados. La conversación
que mantuvo no lo satisfizo y el juez jubilado se propuso detenerlo
con sus propias manos y encerrarlo en una jaula para limitar su naturaleza
exuberante.
Le ordenó a su mayordomo que se colocara debajo de un árbol en la colina
y lo encadenó a su tronco. Excavó con sus manos un hoyo en el que puso
una trampa de hierro y regresó a su casa. Llegó la noche y el juez miraba
a la colina desde un balcón. Hulingan se encaminó hacia el sirviente
a grandes zancadas para despedazarlo a la luz de la luna pero cayó en
la trampa, el juez llega a la carrera y con mucho trabajo lo transporta
al sótano de su vieja casa. En los días siguientes el jubilado se regocijaba
de tener en el sótano al bandido amordazado para evitar que aullara
y provocara escándalos. Durante meses enteros reinó en la comarca un
gran silencio.
Huligan soportaba las vejaciones del juez en silencio, y su silencio
crecía, crecía y se agigantaba en las tinieblas, digno de sus hazañas
más gloriosas. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca el viejo
buscaba el punto flaco del bandido para transformarlo en un ser de naturaleza
estrecha, tan estrecha como la de él. Cuando le quitaba la mordaza para
darle de comer Huligan estallaba en aullidos y de esa manera la población
de las aldeas se daba cuenta de que estaba vivo. El juez seguía buscando
el punto de menor resistencia y finalmente lo encontró: la rata.
En una ocasión una rata entró en la celda y en ese momento el malhechor
se contrajo. El juez le quitó la mordaza pero Huligan permaneció en
silencio, el asco y el miedo lo paralizaron. Cuando la rata se acercó
a sus pies, sujetos al cepo, se rió nerviosamente. No se había conmovido
ante los tormentos a que lo sometía el juez pero le tenía miedo a una
rata, matar a una rata con sus propias manos se le aparecía como una
acción inaccesible. El viejo jubilado se convirtió finalmente en el
amo de Huligan, y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinaba
rata.
Pasaron los años y el mayordomo, hastiado de todas las tareas que tenía
que realizar para maltratar a Huligan, empezó a maldecir a la rata,
al amo, a la casa y al bandido. La tensión crecía y crecía. Una noche
la rata rompió la cuerda que la tenía sujeta, el sirviente bajó la cabeza
y la persiguió, el juez también la persiguió con la cabeza baja, ambos
habían perdido los estribos y se envistieron. Se oyó un estruendo enorme
en el sótano y los cerebros volaron por el aire. Después de once años
Huligan se halló libre.
Lo obsesionaba el pensamiento de qué habría ocurrido con la rata, pero
la rata no aparecía. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso
de la rata al punto que su sola ausencia era más importante para él
que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo. El oído
del bandido era empleado para captar el rumor más ligero semejante al
que hace una rata, pero la rata no aparecía. Era increíble que el roedor,
durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas
y espantosamente profundas, hubiera podido separarse de él, desaparecer
y renunciar a él de buenas a primeras. La rata no aparecía. Un día la
vio, la rata deslumbrada por la luz buscaba refugio, y las cavidades
de la ropa y el cuerpo de Huligan eran los escondites más a mano que
tenía la rata.
Huligan empezó a correr seguro que detrás de él galopaba la rata, estaba
confundido y sin darse cuenta se metió en la cabaña de María, la muchacha
dormía con la boca abierta. De pronto apareció la rata y empezó a remolonear
cerca de las faldas de María. El bandido había descubierto la madriguera
y hacía maniobras silenciosas para que el roedor se metiera en ella,
pero, repentinamente, algo atrajo a la rata hacia la rodilla derecha
de la joven, y Huligan se quedó paralizado. El terror que le produjo
el contacto de la rata con María hizo que el bandido aullara. Aulló
como en el pasado para despertar al mundo entero, y se lanzó aullando
contra la rata, ya no tenía miedo, la atacó de frente, tenía la convicción
de que estaba acorralada, pero ocurrió algo terrible.
La rata, ciega de terror, sintió la necesidad de meterse en un agujero,
se dirigió rápidamente a la boca de María y saltó dentro de la cavidad
abierta de la muchacha dormida. María, semidormida, se despertó sorprendida,
cerró las mandíbulas mecánicamente pero de manera implacable y puso
fin a la máquina del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada.
Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata. La rata dejó
de existir. Huligan tuvo que enfrentase a la espantosa muerte de la
rata en la adorable cavidad oral de su amada María. Y con esa visión
en los ojos desapareció.
"Da un paso y otro paso y otro paso, pero lo sigue aquella rata muerta.
Paso tras paso, paso tras paso, y en la boca de María sigue la rata
muerta"
En
1944 Gombrowicz escribió "El banquete", una novela corta que recién
publica en 1946. El año 1944 fue el año en el que empezó a vislumbrarse
el final de la guerra, Gombrowicz todavía no podía saber que el comunismo
le iba impedir regresar a Polonia y que su guerra iba a continuar. Es
difícil saber qué le pasaba por la cabeza a Gombrowicz pero existe en
esta narración el aliento de una derrota que se convierte en victoria,
una victoria militar en medio de todas las indignidades humanas.
"El banquete" es su última novela corta, y aunque está más lograda técnicamente
que las otras, no difiere esencialmente de ellas:
"(…) va del pianissimo al fortísimo, es una elevación a la potencia"
Gombrowicz acostumbra a descomponer el mundo en elementos de forma,
pero también recrea la reacción del hombre frente a este proceso de
descomposición. En las novelas cortas, de igual modo que en Ivona, esta
reacción es poco intensa y por eso tienen ese tono de parodia humorística
y de ligereza.
El absurdo y el snobismo se ponen aquí al servicio del in crescendo
al que Gombrowicz llama elevación a la potencia, un absurdo que siempre
está plegado a la lógica ceremoniosa de los rituales y las celebraciones.
El plasma sombrío que existía dentro de Gombrowicz está completamente
transpuesto en "El banquete", chispea de humor y alcanza la inocencia
a través del disparate.
Utiliza sus anormalidades psíquicas y eróticas como componentes de la
forma, con este procedimiento consigue dominarlas y manejarlas creativamente
para alcanzar un valor cultural. Es una narración paródica y teatral
cuyo nivel no es menor al de ninguna de sus obras grandes. Están presentes,
la repetición, la simetría, la analogía, la mitologización y, en fin,
muchas de la visiones y situaciones que aparecen en sus piezas teatrales
y en sus novelas.
EL BANQUETE
Las sesiones secretas del consejo de ministros se desarrollaban en la
oscuridad de la sala de los retratos. Los ministros y viceministros
del estado se pusieron de pie, iban a anunciarse las nupcias del rey
con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina. Al día siguiente, durante
el banquete real, los prometidos, que sólo se conocían por fotografías,
serían presentados. Esa unión acrecentaría el prestigio y el poder de
la corona.
El canciller abre el debate de la sesión del consejo. El ministro del
interior pide la palabra pero comienza a callar y no hace otra cosa
que callar todo el tiempo que dura su intervención. Los ministros que
le siguen en el uso de la palabra hacen lo mismo, se callan. Todos callaban
porque el rey era venal y corrupto, se dejaba sobornar y vendía a manos
llenas su propia majestad. Entra el rey al consejo vestido de general
con la espada al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros
se inclinan y el monarca, mientras se arrellana en el sillón, los contempla
con una mirada astuta. El consejo de ministros se transforma en consejo
de la corona por la presencia del rey y se prepara para escuchar sus
declaraciones.
El soberano manifiesta su satisfacción por la próxima boda con la archiduquesa
y pone de relieve la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, pero
su voz suena tan venal que el consejo de la corona se estremece de miedo
en el completo silencio que reina en la sala. Sigue diciendo que estaba
obligado a hacer un serio esfuerzo para que la archiduquesa reciba la
mejor impresión de su reinado. Cuando sus dedos empiezan a tamborilear
sobre la mesa a los ministros no les queda ninguna duda, el monarca
estaba solicitando una colaboración para la realización del banquete.
Se queja de los tiempos difíciles, de que no sabía cómo hacer para afrontar
ciertos compromisos, en ese momento se empieza a reír y a guiñarle el
ojo al canciller en forma repetida, finalmente, le hace cosquillas debajo
del brazo. El silencio del canciller es profundo y la risa del rey se
extingue. El anciano canciller y los otros ministros se inclinan ante
el soberano. El poder de la reverencia de la corte fue tremendo, el
rey quedó golpeado e inmovilizado, aquella reverencia le devolvió la
realeza, el pobre rey Gnulo gimió y trató de reír pero no pudo, entonces
huyó aterrorizado amenazando al consejo con que se iba a tomar venganza.
Los ministros se preguntaban cómo había que hacer para impedir que el
rey Gnulo armara un escándalo en el banquete como represalia por no
haber obtenido la cantidad de dinero que deseaba. La archiduquesa extranjera
era hija de emperadores y no podían permitir que se llevara una mala
impresión de la actitud miserable del monarca. A las cuatro de la mañana
el consejo presentó su dimisión pero el viejo canciller no la acepta
con el argumento de que había que constreñir, encarcelar y enclaustrar
al rey en el rey mismo. Había que aterrorizar al rey para salvar la
reputación de la corona con el esplendor y la magnificencia de la recepción.
La archiduquesa Renata Adelaida Cristina entra al salón y cierra los
ojos deslumbrada por la luminosidad del archibanquete. Cuando entra
el rey es saludado con una gran exclamación de bienvenida. La archiduquesa
no podía dar crédito a sus propios ojos al ver al rey, no podía creer
que ese hombrecillo vulgar con cara de comerciante y con una mirada
astuta de vendedor ambulante fuera su futuro marido. En el momento que
Gnulo le toma la mano se estremece de disgusto pero el estruendo de
los cañones y el repique de las campanas extraen de su pecho un suspiro
de admiración.
Un sonido apenas perceptible empezó a hacerse oír, se parecía al tintineo
que producen las monedas en el bolsillo. El embajador de una potencia
extranjera y enemiga sonríe con ironía mientras le da el brazo a la
princesa Bisancia, hija del marqués de Friulo; el anciano canciller
lo mira de reojo porque sospecha que el sonido viene de ahí. El presagio
de una infame traición se apoderó del consejo. El rey y la asamblea
se sentaron. El soberano empieza a comer y todos los demás repiten el
gesto multiplicado al infinito por los espejos.
Lo que hacía Gnulo lo hacían también los otros en medio del estruendo
de las trompetas y los reflejos brillantes de las luces. El rey, aterrorizado,
bebió un sorbo de vino. El tintineo de las monedas no había desaparecido,
era evidente que alguien quería comprometer al rey y desprestigiar el
banquete. En el rostro vulgar del mercachifle apareció la rapacidad,
el rey sólo se dejaba tentar por pequeñas sumas, era insensible a las
grandes cantidades debido a su mezquindad miserable, lo que corroía
a Gnulo eran las propinas y no los sobornos. El rey empezó a relamerse
y la archiduquesa emitió un gemido de repulsión.
La asamblea se espanta, entonces el venerable anciano también se relame.
Los espejos multiplicaban al infinito los relamidos de todos los presentes.
El rey se enfurece al ver que nada le estaba permitido, todo lo que
hacía era imitado de inmediato, así que empuja violentamente la mesa
y se levanta. Todos lo imitaron. El canciller se había dado cuenta que
la única manera de salvar a la corona, ya que no se le podía ocultar
a la archiduquesa la verdadera naturaleza del rey, era obligar a los
invitados a repetir los actos de Gnulo, especialmente aquellos que no
admitían imitación. Había que convertir los gestos del rey en achigestos
para presionar al monarca. Gnulo, enfurecido, golpea la mesa y rompe
dos platos, todos los demás hicieron lo mismo.
Cada acto del rey era imitado y repetido en medio de las exclamaciones
de los invitados. El rey empieza a deambular de un lado para otro cada
vez con más furia, y los comensales deambulan, y cuando el archideambular
alcanza una gran altura, Gnulo, repentinamente mareado, lanza un alarido
sombrío y cae sobre la archiduquesa. No sabe que hacer y empieza a estrangularla
delante de toda la corte. Sin dudarlo un instante el canciller se deja
caer sobre la primera dama que encuentra y empieza a estrangularla,
los otros siguen el ejemplo y el archiestrangulamiento rompe los lazos
que unen a los invitados con el mundo normal liberándolos de cualquier
control humano. La archiduquesa y muchas otras damas caen muertas mientras
crece y crece una archiinmovilidad.
Presa de un pánico indescriptible el rey empieza a huir con las dos
manos tomadas al culo, obsesionado con la idea de dejar atrás todo aquel
archireino. Como nadie podía atreverse a detener al rey el anciano canciller
exclama que hay que seguirlo. El rey huía por la carretera seguido por
el canciller y los invitados. La ignominiosa huida del rey se transforma
de esa manera en una carga de infantería y el rey se convierte en el
comandante del asalto. La plebe ve a los magnates latifundistas y a
los descendientes de estirpes gloriosas galopando junto a los oficiales
del estado mayor que, al modo militar, galopan junto a los ministros
y mariscales mientras los chambelanes forman una guardia de honor rodeando
el galope desenfrenado de las damas sobrevivientes. La archicarrera
era iluminada por las luces de las lámparas bajo la bóveda del cielo,
los cañones del castillo dispararon y el rey se lanzó a la carga:
"Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirey archicargó
en las tinieblas de la noche"
"Filifor
forrado de niño" es el otro relato corto que Gombrowicz incluye en "Ferdydurke".
Escrito, como Filimor, en 1934 es presentado en el libro con un prefacio,
uno de cuyos pasajes se convirtió con el tiempo en el manifiesto ferdydurkysta:
"Dejad de identificaros con lo que os define. Tratad de esquivar toda
expresión vuestra. Desconfiad de vuestra opiniones. Tened cuidado de
vuestras fes y defendeos de vuestros sentimientos. Retiraos de lo que
parecéis ser desde afuera y huid ante toda exteriorización como huye
el pájaro de la serpiente (...) El vate repudiará su canto. El jefe
temblará ante su orden. El sacerdote temerá al altar más que le teme
ahora, la madre enseñará al hijo no sólo principios, sino también cómo
manejarlos y defenderse de ellos para que no le hagan daño. Y, por encima
de todo, lo humano se encontrará un día con lo humano"
Esta novela corta es una muestra del talento que tiene Gombrowicz para
componer estructuras lógicas con elementos absurdos. Ya conocemos la
enorme desconfianza que le tenía Gombrowicz a la crítica literaria.
En algunas ocasiones cuando los críticos, o los escritores puestos en
actitud de críticos, discutían sobre el significado de una obra les
recomendaba que le preguntaran al autor, quién mejor que el autor podía
conocerlo, y si el autor no estaba presente les ofrecía el número de
teléfono para que lo consultaran. Ahora bien, ¿cuál es el significado
de esta narración?
En el año 1934 Gombrowicz ignoraba la existencia de Joyce y de Kafka,
conocía muy poco del surrealismo y tenía unas nociones vagas sobre Freud,
captaba lo que estaba en el aire, en las conversaciones y hasta en los
chistes. El aparato formal que había puesto en movimiento era pues,
en buena parte, de su propia cosecha. Cuando le preguntaron qué significaba
"Filifor forrado de niño" respondió que era una historia que convocaba
a la lucha a dos partes antitéticas alrededor de un eje central, en
la que triunfaba la función sobre la idea.
Roma locuta, causa finita
FILIFOR FORRADO DE NIÑO
El príncipe de los sintéticos, el señor Filifor, doctor en sintesiología,
era un hombre corpulento, de barba hirsuta y anteojos gruesos. Un fenómeno
espiritual de tanta magnitud debía suscitar en la naturaleza, en acuerdo
con el principio de acción y reacción, un fenómeno de igual magnitud
y de sentido contrario: anti-Flifor, un eminente analista, doctor en
análisis superior, hombre menudo y hosco cuya única misión era perseguir
y humillar al magnífico Filifor. Se especializaba en la descomposición
del individuo reduciéndolo a partes por medio de cálculos y papirotazos.
Accediendo al llamado de su vocación obtuvo el título nobiliario de
anti-Filifor del que estaba muy orgulloso.
Cuando Filifor se enteró de que anti-Filifor lo estaba persiguiendo
comenzó él también a perseguirlo, pero durante algún tiempo se persiguieron
en vano pues el orgullo no les permitía admitir que eran perseguidos.
El choque de ambos sabios se produjo por casualidad en el Hotel Bristol
de Varsovia. Se encontraron en el restaurante del hotel en el que estaban
también presentes la profesora Filifor, Flora Gente de Mesina, y dos
doctores que procedieron a tomar notas por escrito.
Como un duelo preliminar de miradas no resultó favorable a ninguno de
los dos contendientes, el profesor analítico le espetó al sintético
la palabra ñoquis por considerarla esencialmente analítica, a lo que
el sintesiólogo le respondió: –ñoqui. Ñoquis era analítico pues resultaba
de una combinación de harina, huevos y agua, mientras que ñoqui era
sintético porque representaba la unidad del ñoqui supremo.
La profesora Filifor muy entrada en carnes estaba sentada sin pronunciar
palabra, de repente, el profesor anti-Filifor se planta ante ella murmurando
en voz baja la palabra oreja, mientras estalla en una risa sarcástica.
Filifor le ordena a su esposa que se cubra las orejas con el sombrero.
Anti-Filifor, entonces, murmura para sí: –los dos orificios de la nariz,
desnudando con este procedimiento los dos orificios de la nariz de la
profesora en forma analítica e impúdica.
Filifor amenaza con llamar
a la policía pues la balanza se estaba inclinando de manera pronunciada
en favor del profesor de análisis que acentuó su celebración diciendo:
–los dedos de la mano, los cinco dedos de la mano. La robustez de la
profesora le impedía ocultar el hecho de los cinco dedos de la mano,
los dedos estaban allí. Cuando se disponía a ponerse los guantes anti-Filifor
le hace un análisis de orina ambulatorio y exclama victorioso: –un poco
de leucocitos y albúmina, y acto seguido se retira rápidamente con su
amante. El profesor Filifor con la ayuda de los dos doctores lleva a
la profesora al hospital.
La descomposición de la señora Filifor era incontenible y perdía aceleradamente
su contextura. Gemía: –pierna, yo oreja, pierna, mi oreja, cabeza...
despidiéndose de aquellas partes del cuerpo que se comportaban de manera
autónoma, era una personalidad en estado de agonía. Buscando intensamente
medios para la salvación de su esposa Filifor pronunció inesperadamente
la palabra bofetada, era una acción que le podía devolver el honor a
la esposa y sintetizar los elementos dispersos. Sin embargo, la bofetada
no llegó a su destino, anti-Filifor había previsto la maniobra y se
había tatuado en las mejillas dos rositas y una viñeta con palomitas,
la bofetada resultó ser algo así como un golpe contra el papel pintado.
Cuando los testigos le hacen ver al ofendido que no existe ofensa porque
el analítico no tiene honor, Filifor les responde que no tomará en cuenta
la ofensa pero que su esposa se está muriendo, así que no tiene más
remedio que proceder sobre la cortesana, si anti-Filifor analiza a su
esposa él va a sintetizar a su amante. Decide actuar directamente sobre
Flora Gente, la invita con una copa de Cinzano y de repente le espeta:
–alma–, la mujer no le contesta; –yo; –¿usted?, son cinco zlotys; –unidad
superior, igualdad en la unidad. Cuando le leyó dos cantos del Dante,
le pidió dos zlotys. Y así siguió estimulándola con recursos sintéticos,
pero cuando quiso estimular su dignidad le pidió cincuenta zlotys: –las
extravagancias hay que pagarlas viejito.
Uno de los doctores le sugirió al profesor de la síntesis que quizá
podría sintetizarla con el dinero, pero el dinero forma siempre una
suma que nada tiene que ver con la unidad propiamente dicha. Filifor
le da vueltas a la idea, no había caso, sólo el céntimo es indivisible,
y un céntimo no puede impresionar a nadie. ¿Pero una suma inmensamente
grande no la atolondraría? El filósofo de la síntesis completamente
seguro de lo que hacía los invitó al restaurante Alcázar donde realizaría
el experimento decisivo. Filifor colocó un zloty sobre la mesa, nada.
Recién después de haber colocado noventa y siete zlotys le aparecieron
síntomas de extrañeza a Flora Gente, y a los ciento quince su mirada
se empezó a sintetizar alrededor del dinero.
A los cien mil zlotys Filifor jadeaba, anti-Filifor empezaba a inquietarse
y la cortesana alcanzaba cierta concentración. La suma iba dejando de
ser suma y se convertía en algo inabarcable haciendo estallar el cerebro
por su enormidad. Cuando el sacerdote de la ciencia de sintetizar desembolsó
todo lo que tenía y selló el montón, Flora Gente se levantó y en medio
del llanto y la risa dijo: –señores, yo. Filifor profirió un grito de
triunfo y anti-Filifor le pegó en la cara, un golpe que actuó como un
rayo sintético arrancado de las entrañas analíticas.
Los testigos se abocaron a preparar el duelo. Filifor no tenía ninguna
duda, cualquiera fuera el que cayese la síntesis saldría triunfadora
porque la índole de la muerte es sintética, tendría una victoria más
allá de la tumba. Debido a su exaltación invitó a ambas señoras al duelo
en carácter de simples espectadoras. Sin embargo, los doctores estaban
inquietos, le temían a la simetría de la situación pues a cada movimiento
de Filifor, que tenía la iniciativa, le correspondería un movimiento
análogo de anti-Filifor. ¿Pero qué sucedería si anti-Filifor se apartara
de esta simetría?
Filifor apuntó al corazón, tiró y no dio en el blanco. Y ya en este
primer movimiento anti-Filifor se aparta del eje que unía a los contendientes
y en vez de apuntar al corazón de Filifor apunta al dedo meñique de
la profesora Filifor. El dedo meñique cayó cortado y los testigos profirieron
un grito de admiración. Filifor, fascinado por el tiro del adversario
apunta él también al dedo meñique de Flora Gente, que cae cortado. El
tiroteo continuó en forma incesante, a su turno cayeron, después de
los dedos, las orejas, las narices, los dientes... Con el último tiro
el maestro del análisis perfora la parte superior del pulmón derecho
de la profesora Filifor, y con la réplica del maestro de la síntesis
queda perforada la misma parte del pulmón de Flora Gente. Los testigos
estallan y gritan con admiración, luego reinó el silencio. Ambos troncos
murieron, cayeron al suelo, y ambos tiradores se miraron.
El análisis había vencido, pero de esta victoria no resultó nada, y
si hubiera vencido la síntesis tampoco hubiera resultado nada. Los sabios
abandonaron sus posiciones y tomaron distintos caminos ejercitando su
puntería con piedras y escupitajos que arrojaban contra gorriones, árboles,
gallinas, conejos, faroles, ventanas, sombreros, velas..., y así recorrieron
el mundo. Cuando alguien del mundo científico le recordaba a Filifor
el pasado glorioso de aquellas luchas del espíritu contestaba con ensoñación
que sí, que en el duelo se había disparado muy bien, y si alguno de
los testigos le reprochaba que estaba hablando como un niño le respondía:
"Todo está forrado de niñadas"
Filimor
y Filifor son dos relatos cortos que Gombrowicz incluye en "Ferdydurke".
Escritos en 1934 son presentados en el libro con sendos prefacios en
los que da una explicación más o menos extensa de sus ideas sobre la
forma utilizando un estilo sarcástico para burlarse de la crítica.
En el prefacio de Filimor construye artificialmente una tabla de sufrimientos
para encontrar el dolor fundamental, y aunque escrita en forma irónica
y teatral ni uno solo de esos dolores deja de ser humano. En otra tabla
en la que identifica sus rebeliones pone en entredicho a su propia psique,
a la herencia y a toda la cultura.
"Filimor forrado de niño" es un ejemplo de la maestría que tiene Gombrowicz
para manejar el comportamiento de conjuntos a los que le va agregando
elementos, hasta que finalmente algo explota. Ya dijimos que en Gombrowicz
conviven su clase social y una conciencia penetrante que buscaba el
estilo de los pensamientos fundamentales, la independencia, la libertad
y la sinceridad, en medio de los remolinos de sus anormalidades.
El estilo de las novelas cortas es humorístico e irónico, pero los componentes
de las historias son muchas veces morbosos y repulsivos, tienen un papel
funcional y obedecen al objetivo superior de la creación artística.
Gombrowicz intenta cancelar su deuda moral, quiere ser absuelto por
su obra. Buscaba la realidad y sabía que la podía encontrar tanto en
lo que es normal y sano como en la enfermedad y en la demencia.
FILIMOR FORRADO DE NIÑO
A fines del siglo dieciocho un campesino, nacido en París, tuvo un hijo,
y aquel hijo tuvo un hijo, y ese hijo tuvo a su vez un hijo y luego
hubo otro hijo… y el último hijo, campeón mundial de tenis, jugaba un
mach en la cancha del Racing Club parisiense.
Un coronel de zuavos, sentado en la tribuna lateral, empezó a envidiar
el juego impecable de ambos campeones, y ansioso él también de exhibir
sus habilidades, sacó una pistola y disparó contra la pelota. La pelota
reventó, y los contendientes, privados imprevistamente de aquello que
estaban golpeando, golpeaban con la raqueta en el vacío. Cuando cayeron
en la cuenta de que sus movimientos era absurdos, se agarraron a trompadas.
Un trueno de aplausos estalló entre los espectadores.
Aunque ésta no había sido la intención del coronel, la bala que había
disparado siguió su trayectoria y le dio en el cuello a un industrial
armador que estaba en la tribuna de enfrente. La esposa del herido,
viendo borbotear la sangre de la arteria atravesada, quiso echarse sobre
el coronel para quitarle el arma, pero como estaba inmovilizada por
la muchedumbre le dio un cachetazo al vecino de la derecha. El abofeteado
resultó ser epiléptico, y bajo la conmoción producida por el golpe,
estalló como un geiser en medio de convulsiones. La pobre mujer se encontró
de pronto entre un hombre que manaba sangre y otro que echaba espuma
por la boca. El publicó atronó el estadio con aplausos.
Un caballero que estaba sentado cerca de la desgraciada señora tuvo
un acceso de pánico y saltó sobre la cabeza de una dama que estaba sentada
más abajo, la mujer se irguió y brincó hacia la cancha arrastrándolo
en su carrera. El vecino de la izquierda del caballero, un jubilado
humilde y soñador, hacía muchos años que soñaba con saltar sobre las
personas ubicadas más abajo, así que estimulado por el ejemplo de lo
que estaba viendo, sin la menor tardanza saltó sobre una dama que tenía
abajo recién llegada de África. La joven se imaginó que ésa era una
costumbre del país y sin pensarlo ni un momento también brincó tratando
de conservar la naturalidad de los movimientos.
La parte más culta del público aplaudió para disimular el escándalo
delante de los representantes de los países extranjeros, mientras la
parte menos culta de la concurrencia tomó los aplausos como una señal
de aprobación y empezó a cabalgar a sus damas. Como los extranjeros
no salían de su asombro las personas presentes más distinguidas, también
para disimular el escándalo, cabalgaron a sus damas.
Un tal marqués de Filimor, disgustado y ofendido por los acontecimientos,
de improviso se sintió gentleman, y desde el medio de la cancha, pálido
y decidido, preguntó si alguien, y quién precisamente, quería ofender
a la marquesa de Filimor. Arrojó a la cara de la muchedumbre un puñado
de tarjetas con la inscripción de "Philippe de Filimor". Un silencio
mortal reinó en el estadio.
De repente, no menos de treinta y seis caballeros se acercaron a la
marquesa montados sobre mujeres de pura raza para ofenderla y para sentirse
ellos mismos gentlemen. Pero la marquesa, a raíz del asusto, abortó
y parió un niño que empezó a berrear a los pies del marqués bajo los
cascos de las mujeres piafantes.
"El marqués, repentinamente, forrado de niño, dotado y complementado
de niño, mientras actuaba en forma particular y como un gentleman en
sí, y adulto, se avergonzó y se fue a su casa en tanto un trueno de
aplausos se oía entre los espectadores"
En
Gombrowicz existen tres personas distintas: el inferior, el hijo de
buena familia, y el de la obra, tres naturalezas que no se mezclaban
ni en su persona ni en su obra, como líquidos que no se diluyen en otros.
Hay personas que sueñan con desaparecer, otras que sueñan con ser invisibles...
en fin, hay muchos sueños, la pasión predominante de Gombrowicz era
duplicarse, triplicarse, cuadruplicarse...
"Tengo que confesar, además, que yo era diferente con cada uno de ellos,
a punto tal que nadie sabía cómo era yo en realidad"
No es extraño, pues, que luego de tantas fragmentaciones se haya querido
sintetizar a toda costa convirtiéndose en un campeón de la entronización
del yo, tanto que en "Yo y mi doble" sueña con su propio ectoplasma.
Es una de las burlas más crueles que Gombrowicz haya hecho de sí mismo
hasta el punto de rematar la narración negando la desnudez y afirmando
el deseo de servir, a pesar de "Opereta" y de lo que había escrito en
los diarios:
"Bien, por lo que a mí se refiere, afirmo y anoto como uno de los cánones
de mi conocimiento de los hombres que el que desee agradarles alcanzará
con más facilidad la humanidad que el que desee tan sólo ser un siervo
útil"
Gombrowicz no podía buscar la vida ni en la bienamada ni en la humanidad
ni, claro, en un empleo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Y tampoco
en ese ectoplasma que en la madrugada de un martes se había desprendido
del calentador de carbón, no podía mirar con ojos amorosos a un doppelgänger
pues no era ni una muchacha ni la patria, sino él mismo, un ectoplasma
al que había escupido para que se fuera. Gombrowicz zarandea en este
relato con sarcasmo y ligereza unas marionetas a las que llama yo, ser
e identidad, sin embargo, estas cuestiones eran fundamentales en su
concepción del mundo.
Entre su yo y lo otro siempre había un mediador, un mediador al que
finalmente le puso un nombre: forma, y la forma era el origen de sus
archidolores que como un puñal se le hundía en la carne y lo hería una
y otra vez. Su conciencia se puso a disposición de su inmadurez y entre
ambas entablaron un combate a muerte con las formas, y las formas son
las máscaras con las que nos aparecemos ante los demás y ante nosotros
mismos, una deformación interhumana del ese "yo mismo". Gombrowicz explica
muy claramente cómo asomaban la cabeza los dolores emergentes de esa
lucha:
"ignoro cuál es mi forma, lo que soy, pero sufro cuando se me deforma.
Así, pues, al menos sé lo que no soy. Mi ‘yo’ no es sino la voluntad
de ser yo mismo"
La desnudez, la juventud, el encanto y la libertad, esos eran los ideales
de Gombrowicz.
YO Y MI DOBLE
"Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este
tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana.
Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos
a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí,
mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino,
al borde del río"
Cuando miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin
frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas
y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida
lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para
meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él. O tener
un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno
de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida
por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo
en objeto de nostalgia.
Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido
para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez
más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura
y empezaba a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse
para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir
la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado.
O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto,
mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un
espectro se desprendió del calentador de carbón.
Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo
era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas
de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano,
aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser
entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su
vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía
saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la
humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar
su melancolía se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente,
se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador,
esperando.
El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba
maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado. Tenía un grano
en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más.
Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba
examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta
del protagonista. Al rato se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente
a él, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó
sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales
del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se habían convertido
en su mirada, el protagonista ya no miraba sus defectos sino que los
defectos lo miraban a él.
Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron
en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.
Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión
ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran
la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes
salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir
miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia
mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto,
se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a
una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad
quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien
que era él mismo.
Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico
y de un narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo
despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo
no verían nunca en él ningún atractivo sexual. Entonces escupió en el
rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista
se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva
que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al
final del camino. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces
le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero
la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba
de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo,
ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra
parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.
"No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero
ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores,
prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente,
sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque
hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir"
VOLVER A LA PORTADA DEL DOSSIER
VOLVER A CUADERNOS DE LITERATURA